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Gabrielle es la bella princesa de Drakenia. Valiente y temperamental, posee una magia casi extinta en todo el reino. Pero según la profecía pronto se librará una sangrienta batalla en el reino de Drakenia, y Gabrielle tendrá que descubrir y demostrar de lo que es capaz.
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Seitenzahl: 338
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Laura Morales
Saga
La profecía
Copyright © 2017, 2021 Laura Morales and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726890297
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Despertó sobresaltada y cubierta de sudor. Otra horrible pesadilla.
No era la primera vez que aquel mal sueño le atormentaba. En él aparecía de nuevo esa niña inocente que no imaginaba cuál iba a ser su destino.
Intentó incorporarse en la cama, pero le dolía todo el cuerpo. Tenía la boca pastosa y reseca. Necesitaba beber, tal vez el agua lograra llevarse lejos el malestar, esa desazón que recorría todo su ser. Apenas pudo moverse, un dolor lacerante que recorrió su estómago le obligó a tumbarse de nuevo.
En un acto reflejo, se llevó las manos al lugar donde sentía el tormento y notó algo húmedo; pegajoso. Encendió como pudo una vela y observó horrorizada sus dedos.
Era sangre.
El miedo comenzó a apoderarse de ella.
«No… No puede ser verdad…» Aquellos sueños eran cada vez más reales. Necesitaba encontrar a esa niña, le urgía comprobar que se encontraba bien. «He de ayudarla… Aunque para ello tenga que morir».
—¡Venga Tristán, no me digas que con esta oscuridad eres capaz de cazar! —protestó Adrier en un susurro.
—¡Shhhh!, calla, si sigues hablando se escaparán las presas. ¡Agáchate! —musitó Tristán, molesto.
—¡Pues yo no veo nada! —persistió el joven.
—¡Adrier! ¡Mira! Yaco está quieto —dijo Tristán señalando al robusto perro.
—¿Y eso qué quiere decir? —refunfuñó el muchacho sin comprender.
—Pues que ha localizado nuestra comida para unos días, ¡y agacha la cabezota, que al final nos descubrirá y saldrá huyendo! —bufó, poniendo la mano en la cabeza de su hermano pequeño y empujándole hacia abajo hasta que este se ocultó bien.
Se agazaparon tras unos matorrales, al acecho de su ignorante víctima: un joven ciervo que les serviría de cena. Ambos prepararon sus flechas y tensaron los arcos, apuntando al lomo del animal.
—Dispararemos a la vez. Cuando yo te avise —susurró Tristán—. Una… Dos… Tres… De repente, un caballo que galopaba veloz se cruzó en su camino, ahuyentando al ciervo. Tristan soltó una maldición y tiró el arco al suelo con rabia.
—¡Maldita sea!
—¿Qué era eso? —dijo Adrier, tan enfadado como su hermano.
—¡Alguien que nos ha dejado sin sustento! —gruñó mientras escuchaba a sus tripas rugir demandando con insistencia algo de alimento.
—Parecía que tenía mucha prisa, ¿no crees? —observó, desilusionado y enfadado.
—En exceso, diría yo —añadió Tristán, de modo sarcástico.
—Pues si sigue el camino va directo a… —Adrier señaló el sendero.
—¿A la cabaña de la bruja Sasha? No creo que nadie esté tan loco como para atreverse a ir hasta allí… —comentó. Sintió que se le erizaban los pelos de la nuca al pensar en la temida hechicera.
—¿Dónde si no va a ir tan tarde, con esta oscuridad? Tal vez se esté escondiendo de alguien.
De repente, algo empezó a moverse entre los matojos, Yaco comenzó a gruñir y mostró sus afilados dientes, que le dotaban de un aspecto mucho más fiero.
—Tristán, Yaco me da miedo… —susurró Adrier. Después de tantos años, todavía no se había acostumbrado a su temible aspecto.
—Creo que sus gruñidos no son buena señal…. —expresó con un hilo de voz su hermano.
—¿Y si….?
Ambos se miraron y echaron a correr, invadidos por el terror. No se percataron de que iban en la misma dirección que el misterioso jinete cuando Adrier se paró en seco.
—Vamos rumbo a la cabaña de la bruja… —observó el muchacho alarmado.
—Creo que eso ahora no importa, ¡corre! —gritó Tristán tirando de él.
Continuaron hasta que a lo lejos vieron una luz.
—¡La choza de Sasha! ¡Date prisa! ¡Nos ocultaremos en las cercanías! —dijo el mayor. —¡
Estás loco! —recriminó Adrier cada vez más temeroso.
—¡Mejor loco que muerto! —sentenció Tristán con decisión.
Corrieron tanto como sus fuerzas les permitieron, hasta esconderse tras unos espesos arbustos. Comprobaron que el animal ya no les seguía. Entonces recobraron el aliento.
—Quizá era un oso —dijo Adrier algo más tranquilo.
—Puede ser. Si hubiera sido un lobo, nuestro Yaco hubiera corrido a jugar con él. — Tristán sonrió acariciando el lomo de su fiel compañero de cuatro patas.
Habían encontrado a aquel perro pastor hacía ya casi cuatro años, cerca de la orilla del río. La madre parió en el bosque y murió poco después, junto al resto de cachorros. Por fortuna, una manada de lobos se había cruzado con el cachorrillo y le habían criado hasta que los muchachos le dieron un nuevo hogar. Tenía más pinta de lobo que de perro, lo cual le daba un aspecto amenazador.
Ambos salieron con lentitud de su escondrijo y se acercaron un poco a la cabaña. Las paredes eran de piedra gris, plagadas de musgo reseco. El techo de paja presentaba importantes desperfectos y cubría solo una pequeña parte de la destartalada vivienda, sin duda debido a una gran falta de mantenimiento por parte de la hechicera. Desde allí no corrían riesgo de ser vistos, pues estaban bien ocultos a ojos de la bruja.
—Mira, el jinete misterioso está ahí, hablando con la bruja —señaló Adrier en un susurro.
Tristan entrecerró los ojos, forzando la vista en la penumbra de la noche, tratando de distinguir los rasgos del desconocido.
—Tiene pinta de ser alguien noble… mira su capa, es de terciopelo —observó.
—Sí, alguien rico. Y creo que es una mujer. He visto asomar la falda de su vestido.
De pronto, Adrier resbaló con el barro y pisó por descuido una rama, que crujió al quebrarse bajo sus pies. La joven desconocida se volvió, alertada por el ruido. Miró en torno suyo, temiendo que les espiaran, pero no vio nada.
—Hechicera ¿has oído eso? —preguntó la muchacha, inquieta.
—Vamos, pequeña… estás en medio de un bosque, seguro que es un lobo o cualquier otra alimaña —dijo la mujer, sin darle importancia.
La joven, cubierta en todo momento con su oscuro manto, cogió un farolillo que tenía la vidente sobre una piedra para iluminar el lugar donde se encontraban. Caminó temblando, revisando los alrededores. Tenía respeto a aquel bosque. Había escuchado tantas historias de crímenes ocurridos en él que aún no era capaz de entender cómo se había atrevido a ir aquella noche. Al no ver nada inusitado, volvió a su conversación y dejó de nuevo el candil en su sitio.
Adrier y Tristán salieron de su escondrijo con precaución, lo mejor era irse ya.
—Por qué poco… —comentó Adrier cogiendo su arco, que había soltado al asustarse.
—Si nos hubiera descubierto ya no estaríamos aquí. Te recuerdo que Sasha es una bruja; podría matarnos sin mover un dedo y nadie encontraría nuestros cuerpos —Tristán estaba más asustado que su hermano, pero trató de que no se diera cuenta.
Adrier tragó saliva.
—No consigo escuchar lo que dicen —dijo Tristán lleno de curiosidad.
—Yo tampoco, estamos muy lejos —corroboró su hermano.
—¡Shhh! —Le tapó la boca con la mano.
La doncella en ningún momento se quitó la capucha de la capa, por lo que los dos jóvenes no pudieron descubrir su rostro. Sintieron deseos de conocer la identidad de tan misteriosa y valerosa dama, que osaba visitar la casa de la temida hechicera. ¿Qué asuntos le habrían llevado hasta allí?
Mientras tanto, la joven se acercó a la mujer, que llevaba un hacha en la mano.
—¿Qué haces aquí en esta noche tan oscura? —preguntó la bruja, cabizbaja.
La joven alzó la barbilla con altivez.
—No te he dado permiso para tutearme, bruja.
—No lo necesito —replicó esta sin inmutarse, y luego insistió—: ¿Qué quieres de mí? —Escapé de casa al escuchar a mi padre hablar con un sacerdote. Intentan concertar mi matrimonio con un noble, pero casarme no está en mis planes de futuro. Al menos, no por ahora. Quiero que leas mi destino, pues en unos meses cumpliré veintiún años —le informó con detalle.
La hechicera esbozó una sonrisa burlona. No parecía dejarse impresionar por las ínfulas de la dama.
—¿Qué me das a cambio, niña? —inquirió.
—No tengo dinero. —A la joven pareció pillarle por sorpresa la respuesta de la mujer.
No había pensado en ello cuando decidió ir a visitarla.
—No te he pedido dinero —alegó esta, con voz penetrante.
La chica meditó unos instantes qué podía entregar a la bruja a cambio de sus servicios.
Levantó la manga de su vestido, se quitó la hermosa pulsera que ceñía en la muñeca y se la entregó. Tras dieciocho años, se deshacía de su pulsera favorita.
La bruja observó la joya con admiración.
—Vaya, oro con rubíes. Con esto compraré bastantes ingredientes para mis pócimas y algo de comida. —Se la guardó en el viejo zurrón que llevaba colgado—. Dame tu mano — ordenó sin levantar la cabeza.
La joven la extendió recelosa. En ese momento, al ver la suave palma de la chica, la hechicera reconoció a la muchacha. ¡Era ella! ¡Era la protagonista de su repetitiva y dolorosa visión, del sueño que la atormentaba cada noche!
Parecía increíble, pero ahí estaba, ante sus ojos, en su propia casa. Había sido demasiado fácil encontrarla, ni tan siquiera había tenido que buscarla. Desde luego, era cosa del destino.
Con el corazón a mil, trató de no parecer sorprendida, carraspeó y colocó su mano sobre la de la doncella, palma con palma. Ambas dieron un grito, era como si hubiesen recibido la descarga de un potente rayo en la mano.
—¡¿Qué me has hecho?! —chilló la joven, apartando la mano con una mueca de dolor—. ¿Es uno de tus embrujos?
—Ay, niña, tienes mucha energía, eso es lo que ha pasado. No es ningún hechizo. —Le agarró de la muñeca con brusquedad—. Veamos tu porvenir.
La bruja volvió a colocar su mano sobre la palma de la muchacha. Esta cerró los ojos con fuerza, embargada por un repentino temor, pero enseguida sintió que dejaba de hacer presión. Cuando abrió los ojos descubrió una enigmática sonrisa reflejada en el rostro de aquella extraña mujer.
—¿Qué has visto? —preguntó la muchacha, ansiosa por saber.
—Tienes un gran poder en tu interior, Gabrielle —le anunció.
—¿Poder? —inquirió ella sin entender nada—. ¿Qué quieres decir? ¿Y cómo has sabido mi nombre?
—Esas dos preguntas tienen una misma respuesta, niña. Magia. —La mujer esbozó una misteriosa sonrisa—. Por eso estás aquí. El destino quiere que yo te guíe en las artes arcanas.
—¿Magia? ¿Te refieres a hechizos? ¡Estás loca! —exclamó Gabrielle, arrepintiéndose más cada segundo de haber ido a ver a tan extravagante mujer.
—Sí, y tú sabes a qué me refiero, ¿acaso me equivoco?
Gabrielle agachó la cabeza. ¿Cómo podía ser que lo supiera?
—Haz memoria. ¿Ha pasado algo extraño en tu vida? ¿Algo que nunca te había ocurrido? —insistió.
Gabrielle continuó en silencio, pensativa unos instantes.
—Bueno… Tal vez tengas razón —admitió finalmente la muchacha—. Desde que era pequeña, he podido hacer cosas que nadie más podía… ¡Un día convertí a un sapo en ratón! Creí haberlo olvidado, pero desde hace unas semanas noto como si algo en mi interior me diese fuerzas, aunque esté agotada.
Gabrielle se llevó la mano al pecho, lugar donde sentía ese insólito «poder» y que en aquel preciso momento parecía resonar con sus palabras.
—¿Lo sabe tu padre?
—¿Mi… padre? ¿Qué tiene él que ver con esto? —Esa pregunta si que la desconcertó. —Tu padre es un gran mago, por eso corre por tus venas tanta fuerza y energía —le informó la bruja, sabiendo que tales revelaciones cambiarían para siempre la vida de la muchacha.
Y así fue. Gabrielle parecía incapaz de reaccionar.
—¿Mi padre, un brujo? —dijo al fin—. Imposible, debes estar equivocada, mi padre es…
—El rey Deniel, lo sé —le cortó la bruja—. Pero también uno de los hechiceros más poderosos que existe, no solo en Drakenia, sino en el resto de reinos. Nadie, excepto tú y yo, sabe que él posee dicho poder… o casi nadie.
La joven no daba crédito a lo que escuchaba.
—¿En serio tratas de decirme que mi padre posee magia? ¡Pero si se vetó hace años! La prohibió mi abuelo. ¿Por qué iba a hacerlo si mi padre la tuviera?
—No importa si me crees o no. ¿Por qué has venido, si no? —La mujer se cruzó de brazos—. No solo para verme, sino para…
—Siento curiosidad por mi futuro —le cortó la chica, confusa y aturdida.
—¿Conoces la Profecía?
—¡Claro que la conozco! Todo el mundo conoce esa estúpida leyenda: «Se librará una guerra por el bien del Reino de Drakenia, un ejército se unirá y avanzará a la batalla liderado por una joven de noble corazón y férreos ideales» —recitó con visible disgusto.
—No es ninguna leyenda. Tampoco es un cuento, es real y sé que se cumplirá. Tú eres la doncella de la que habla la Profecía. Tú, princesa Gabrielle, junto con un ejército, lucharéis en esa batalla y libraréis a Drakenia del mal que nos acecha, así la magia volverá a estar permitida —vaticinó la bruja hablando con ardor—. Lo he visto en mis visiones, te he visto a ti en ellas.
—¡Estás loca! ¡Solo soy una doncella! ¿Cómo iban a seguirme? —negó la muchacha con rotundidad. El nerviosismo y la incredulidad habían dado paso al miedo. ¿Cómo podía ser que la bruja hubiera soñado con ella si era la primera vez que se veían? ¿Por qué le decía todas esas cosas terribles?
—Lo harán, te seguirán —afirmó tajante la bruja.
—¿Por qué razón tiene que haber una batalla? ¿Y por qué yo? ¡Yo no he elegido esto!
¡No quiero ese destino, si es que es cierto todo cuanto dices!
—El tiempo lo dirá —dijo la bruja arrugado la nariz—. Las cosas, Gabrielle, siempre acaban revelándose por sí mismas.
—Es ridículo, ¿cómo se supone que voy a reclutar un ejército? —seguía balbuceando Gabrielle, incrédula—. ¿Y cómo acabaré con ese mal? Es ridículo, ¡ridículo!
La joven se tironeaba del vestido, dando pequeños pasos a un lado y a otro, intranquila. La bruja la seguía con la mirada. Sentía cierta compasión por ella.
—Ojalá pudiera darte respuestas, pero no las tengo —dijo calmadamente—. En mis visiones solo veo soldados, muertos, sangre, mucha sangre… y a ti.
—¿Y no pueden fallar esas visiones tuyas? —La bruja negó con la cabeza, para desesperación de Gabrielle—. ¡¿Cómo puedes quedarte tan tranquila después de decirme todo esto?!
Sasha agachó la cabeza, no tenía ninguna respuesta para darle. Pero sí era cierto que su corazón latía a mil por hora, estaba preocupada. Temía por la vida de la princesa, pero se había propuesto protegerla. Y eso iba a cumplirlo.
Gabrielle se rascó la frente, el brazo, el cuello y el estómago.
—Deja de rascarte, por favor —pidió la hechicera, un tanto exasperada.
—Sigo sin entender por qué mi abuelo prohibió la magia…
—Supongo que lo haría para proteger el reino —mintió Sasha. Sí sabía la razón, pero no podía contárselo. No aún.
—Creo que no ha sido buena idea venir. ¡Vaya estupidez! ¡Solo son cuentos! —renegó Gabrielle, no queriendo admitir las palabras de la enigmática mujer, pero sintiendo en su interior un intenso miedo. ¿Y si la bruja no estaba loca? ¿Y si tenía razón?
La hechicera, enfadada consigo misma, tomó de nuevo su mano con brusquedad y le obligó a extenderla boca arriba. Hurgó unos instantes en su zurrón, sacó algo y enseguida lo depositó en la palma de la muchacha, que cerró con la suya.
—Por ser quien eres, princesa Gabrielle, serás mi aprendiz. Debes tener mucho cuidado, nadie debe saber que en tu interior dormita un poder tan magnífico. Yo te protegeré.
—¿Protegerme? ¿De quién? —preguntó ella más desconcertada que nunca.
Sasha no contestó, soltó su mano y la muchacha la abrió. Sus ojos esmeralda se encontraron con un magnífico colgante de plata vieja; tenía una hermosa piedra azul engarzada entre dos medias lunas, finamente elaboradas, una a cada lado de ésta. Se quedó maravillada al tener aquella joya en su poder.
—¡Es precioso! —reconoció admirada.
—Jamás te lo quites. Te ayudará con los conjuros y te dará fuerza. Tiene toda la energía de la luna. Esta piedra —señaló— ha sido creada con las lágrimas de un dragón. Si te encuentras en problemas, sujétalo y llámame en silencio, sin palabras. Acudiré en tu ayuda, estés donde estés —explicó, mientras abrochaba a la princesa el colgante al cuello—. También te servirá como escudo protector.
Gabrielle apretó con fuerza la piedra, maravillada, después dirigió una incrédula mirada hacia la bruja.
—¿Cómo vas a poder encontrarme si estoy en peligro? —interrogó alzando una ceja.
—El colgante tiene un gran vínculo conmigo —le explicó.
—¿Por qué? ¿Cómo…?
—No hagas más preguntas. Por ahora no hay más que pueda revelarte —la cortó la bruja—. Eso no es todo, tengo otro regalo para ti. Tienes que deshacerte de tu caballo — añadió con seriedad.
—¿Trueno? —La princesa se acercó al equino y le acarició el lomo—. ¡Ni hablar! Lleva conmigo casi desde que nací. No puedo…
—Está viejo y cansado, debes darle reposo. Ahora vuelvo —soltó de pronto.
Gabrielle resopló con cierto disgusto, preguntándose qué estaría tramando. Estaba cansada de aquello y solo deseaba volver a casa. Ella había acudido a la bruja para conocer su destino porque no deseaba contraer matrimonio. Solo quería saber cómo librarse de aquello, y de pronto, la mujer empezaba a hablarle de magia, de la Profecía… era demasiado.
La hechicera se alejó, fue hasta la parte trasera de la cabaña y volvió enseguida. Le acompañaba una preciosa yegua, blanca como la nieve y con una lustrosa crin rubia. La miraba fijamente con sus ojos azabaches. Gabrielle se acercó para acariciarla, pero el equino se apartó, dando unos pasos atrás. La princesa miró a la mujer, interrogante. Entonces, el animal dio un paso al frente y se inclinó en lo que parecía una reverencia. La muchacha no se lo podía creer.
—¿Qué…?
—Selene sabe que eres nuestra princesa, Gabrielle —le cortó la bruja mientras acariciaba al animal—. También percibe tu poder.
Gabrielle no le escuchó, estaba hipnotizada por el bello jamelgo blanco que ahora sería suyo. Se acercó de nuevo y le frotó con cariño el morro. Esta dio otro paso más y volvió a inclinarse. Sasha entendió a la yegua, le puso la silla y le acarició las crines. La mujer le comunicó que Selene deseaba que fuese su nuevo jinete y la chica se acomodó en la silla, con la elegancia de una princesa. El animal recuperó su postura y se volvió hacia su anterior señora, que se abrazó a su cuello en señal de despedida.
—Adiós, pequeña —acarició su hocico—. Nunca la abandones —le dijo ahora a la princesa.
La joven asintió. ¿Cómo iba a hacerlo? Amaba a los caballos, eran su animal favorito. —Sasha, no me he despedido de Trueno —recordó de pronto Gabrielle.
Guió a la yegua hasta su viejo caballo. Ambos equinos se frotaron los hocicos a modo de saludo. Gabrielle desmontó, se acercó a su amigo y lo abrazó con fuerza. El hermoso caballo negro fue un regalo de sus padres por su cuarto cumpleaños, desde entonces, jamás se había separado de él.
—Adiós, pequeño. Has sido un gran caballo, espero que aquí descanses y que Sasha te cuide bien.
—Está amaneciendo, deberías marcharte ya. Además volverás a ver a Trueno si sigues viniendo a visitarme, todavía le queda mucho tiempo.
Gabrielle elevó la mirada hacia el cielo, donde el sol comenzaba a despuntar entre las montañas. Montó a toda prisa sobre Selene y se arrebujó en su capa.
—Nadie debe ver ese colgante, ni siquiera tu padre —le explicó la bruja, haciendo gran hincapié en este último punto.
—¿Por qué?
—No más preguntas, ahora, márchate —dijo la mujer, indicándole el camino con el dedo.
Gabrielle tiró de las riendas de la yegua y la hizo correr todo cuanto pudo hasta el palacio.
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Adrier y Tristán lo habían visto todo, asombrados, pero sin oír ni entender apenas nada. Ninguna de las dos mujeres había mostrado su rostro, por lo que no pudieron averiguar quién era la joven que visitaba a la hechicera. Vieron cómo la bruja le entregaba algo a la joven, pero tampoco pudieron distinguir qué era. Además, jamás habían visto un jamelgo tan maravilloso como el que Sasha le había entregado a la dama.
Recogieron sus arcos y flechas y emprendieron, llenos de dudas y en silencio, camino a casa antes de que saliera el sol.
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En el castillo del rey Deniel, Gabrielle descansaba sobre su lecho, agotada por las emociones de aquella extraña noche, sin tan siquiera despojarse de su vestido. Se había desplomado sobre su gran cama de roble con dosel blanco y se quedó dormida en cuanto su cabeza tocó el almohadón.
El colgante que la bruja le dio comenzó a irradiar una luz que pareció discurrir por las venas de la princesa y las hizo brillar. La joven sonreía en sueños, aunque no era consciente de que a partir de ese momento, su vida iba a cambiar por completo.
A la mañana siguiente, durante el desayuno familiar de los monarcas y sus hijas, el rey Deniel notó algo extraño en su hija mayor, tanto que no podía dejar de mirarla, intentando averiguar de qué se trataba.
—Gabrielle, pareces distinta —comentó el rey. Entornó los ojos, escrutando el rostro de la joven.
—¿Diferente? No sé a qué os referís, padre —dijo la aludida, sin levantar la mirada de su tazón de fruta fresca.
—¿Te has hecho algo en el pelo? —interrogó en busca de aquello que le desconcertaba. —No. —La joven se tocó el cabello rizado algo confusa.
—Quizá… —continuó el monarca, escudriñando a su hija—, puede que sea ese colgante que adorna tu cuello, ¿es nuevo?
Gabrielle lo asió con fuerza en un acto reflejo, recordando de pronto las palabras de la bruja advirtiéndole que debía ocultarlo a la vista.
—Es el regalo de una muchacha del pueblo. Un amuleto de la buena suerte —inventó con rapidez.
—Es muy bonito —concluyó el rey, con un tono misterioso en su profunda voz. Después se llevó de nuevo a la boca el tenedor.
—Gracias, padre —contestó Gabrielle, escueta. Rezó porque le hubiera creído.
Desde ese día, el rey comenzó a comportarse de manera inusitada con su primogénita; no dejaba de observarla. Cuando ella descubría sus ojos siguiéndola, bajaba la vista. Gabrielle se preguntaba qué le sucedía, pues su padre a veces se comportaba de forma extraña con todos, incluso con su propia esposa. ¿Acaso sabía de sus escapadas nocturnas? ¿O es que se había dado cuenta de que le descubrió hablando con el sacerdote sobre su matrimonio? Ya lo averiguaría, tenía cosas más importantes que hacer.
________
Habían transcurrido tres días desde aquella mañana y su padre apenas le había dirigido la palabra, como siempre.
Gabrielle se encontraba tumbada en su cómoda cama, jugueteando con el colgante que Sasha le había entregado. Llevaba tres noches sin poder dormir pensando en lo que la hechicera le dijo sobre la profecía. Desde muy pequeña le había llamado la atención, pero ahora que ya era mayor, no la entendía en absoluto. Se incorporó y se apoyó en el cabecero de madera, ¿por qué su abuelo prohibió la magia? ¿Acaso él también poseía magia y le ocurrió algo con el poder que tenía? Tal vez lo hizo por temor. ¿Es que no la controlaba? ¿O es que tal vez hirió a alguien con ella?
Necesitaba saberlo.
Bajó del colchón de un salto y se calzó sus cómodos zapatos, salió del dormitorio y se dirigió al ala oeste del palacio, donde el rey solía pasar las horas muertas. Varios soldados la saludaron al pasar, a los que ella respondió con una inclinación de cabeza. Pronto se encontró frente a la puerta, de dos grandes hojas de madera con dos leones rugiendo, en cuyas cabezas lucían sendas coronas, estandarte que representaba a su familia desde hacía cientos de años.
Dos soldados vigilaban la entrada, impasibles y armados con ballestas.
Antes de entrar, llamó con fuerza.
—Padre, soy yo, Gabrielle —dijo en voz alta para que pidiera escucharla bien. Sabía que odiaba que le molestaran sin avisar.
Esperó unos minutos al otro lado, mientras escuchaba cómo su padre abría y cerraba cajones y puertas. Muchas veces deseó saber qué hacía durante tantas horas allí encerrado, pero por otra parte sospechaba que se trataba de papeleo, y eso no le interesaba en absoluto.
—¡Adelante! —escuchó dentro.
Empujó una de las puertas, asomó la cabeza y le vio sentado en su magnífica silla de madera, tras su impecable escritorio.
—Lamento molestarte, padre. ¿Puedo robarte unos minutos de tu preciado tiempo? — pidió casi con temor.
—Por supuesto.
La princesa entró y cerró tras ella. Su padre señaló una silla que se encontraba al otro lado de la mesa para que se sentara y así lo hizo.
—¿En qué puedo ayudarte? —dijo el rey, acomodándose en su asiento.
—Me encontraba leyendo mis libros de historia y… —Agachó la cabeza—. Recordé los cuentos que hablan sobre nuestro reino.
—¿Necesitas de mi sabiduría? ¿Tu maestro te ha puesto a investigar?
—No, padre. —Se removió inquieta en la silla—. Es que…
—Gabrielle, no tengo todo el día —dijo molesto.
—Recordé el momento en que el abuelo prohibió la magia. —Le miró y este carraspeó—. Creo que soy lo suficientemente mayor como para que me lo cuentes.
—Por supuesto que lo eres. —Se incorporó—. Gabrielle, tu abuelo la prohibió condenando a muerte a todo aquel que ejerciera la magia por un simple motivo: atentaron contra la corona. Mi padre quería protegernos a todos del ataque de los brujos y lo pagó con su propia vida a manos de una poderosa hechicera.
—¿Por qué atacaron?
—Querían hacerse con el poder de Drakenia. Querían establecerse aquí y formar familias.
—¿Solo querían asentarse aquí? Entonces, si recurrieron a la violencia fue porque el abuelo les negó quedarse. No creo que atacaran sin razón…
—Hija, los druidas son salvajes, egoístas y mil cosas más —dijo el rey, nervioso y severo—. No les defiendas sin conocimiento.
Gabrielle hizo una mueca. No le gustaban aquellas palabras, ni tampoco el tono tajante de su padre. Además, no estaba segura de porqué, pero había algo que no terminaba de encajar.
—¿Y qué pasó con todos aquellos brujos? —insistió.
—Muchos murieron en la batalla, al igual que nuestros hombres. Otros desaparecieron.
Supongo que huyeron a otros reinos. No hemos tenido altercados desde hace muchos años. —¿Y…? —dudó si preguntar o no, pero al final lo hizo—. ¿Y esa profecía de la que madre tantas veces nos ha hablado? ¿Es solo una leyenda?
—Es una maldición —escupió—. La hechicera que lideró la revuelta lanzó un juramento contra nosotros. Como bien sabes, habla de una joven que dirigirá un ejército. Nadie sabe a qué se refiere. Hay quien dice que los druidas, gracias a ella, gobernarán. Otros hablan de un mal mayor.
—¿Un mal mayor? No pueden referirse a los dragones, se extinguieron hace cientos de años…
—Son todo cuentos, hija mía. Deja de pensar en cosas absurdas e instrúyete. Y procura poner atención en tus modales y moderar tu curiosidad. Estás en edad casadera, y esa actitud tuya…
—No quiero hablar de ese tema —cortó Gabrielle—. Te escuché hablando con el sacerdote. —Le retó con la mirada.
—Soy tu padre, y harás cuanto te ordene. Llevo años retrasando tu casamiento, pero no puedo hacerlo por más tiempo. Ya he recibido varias propuestas. Pero tranquila, elegiré al mejor para ti.
Gabrielle, sin decir nada, se levantó y se marchó. Deniel, por el silencio de su primogénita, sabía que no estaba de acuerdo con sus órdenes, pero así lo había decidido y así sería.
Cuando la puerta se cerró, regresó a sus quehaceres.
_________
Esa noche, tras comprobar que sus padres dormían, Gabrielle se escapó de nuevo y atravesó el bosque con su yegua Selene hasta la cabaña de aquella extraña mujer. Necesitaba hablar con ella sobre lo que su padre le había contado. Pero no pudo hacerlo, cada vez que intentaba abrir la boca, Sasha le mandaba trabajos para hacer.
—¡Necesito hablar contigo! —gritó enfadada.
—No estás aquí para conversar, sino para aprender. Si no te interesa, vuelve a tu cómodo dormitorio —respondió la bruja con brusquedad.
—Es sobre esa profecía —soltó al fin.
—Consigue realizar uno de los hechizos y hablaremos de ello —le ordenó.
La muchacha llevaba horas practicando y estaba tan cansada que, sin querer, quemó algunas flores del descuidado jardín de Sasha.
Cómo no, esta se enfadó.
—¡Eres una…! —comenzó a protestar en voz alta—. Olvídalo —continuó, tras respirar profundamente, con el fin de apaciguarse—. Dejemos por hoy la magia. ¿Sabes usar el arco? —Gabrielle asintió y la bruja le entregó un precioso arco de madera de roble y doce flechas—. Muéstrame qué sabes hacer con él —dijo, todavía disgustada con Gabrielle.
—Lamento lo del fuego —se disculpó con vergüenza.
—¡Bah! —refunfuñó la mujer.
Gabrielle cogió el arco, colocó el carcaj cruzado a su espalda y se dispuso a disparar al espantapájaros que Sasha había colocado a unos metros de distancia, con el fin de servirle de blanco en las prácticas de tiro. Tenía que clavar la flecha en el sombrero del espantapájaros.
—No es fácil tratar de controlar un poder que acabas de descubrir —se excusó la muchacha sin mirar a la mujer—. No pretendas que sea perfecta, porque sé que ni tú lo eres.
No se lo pensó dos veces, tensó la cuerda y disparó. Dio en el objetivo; el muñeco se quedó sin sombrero. Con rapidez tomó otro proyectil y apuntó de nuevo. Esta vez tampoco erró: la flecha se incrustó entre los botones que simulaban ser los ojos del espantapájaros.
Tras el ejercicio, Gabrielle recogió sus pertenencias, pues ya era hora de marcharse.
—Me voy —dijo la muchacha mientras se acercaba a Sasha, que machacaba unas plantas con varias piedras.
—No, no te marches aún —dejó lo que estaba haciendo y se puso en pie—. Intenta hacer un nuevo conjuro. Revive y haz hacer florecer mi pésimo huerto —le ordenó nuevamente.
—¿Cómo lo hago? —preguntó Gabrielle, emocionada e inquieta. En el fondo, a pesar de las regañinas de Sasha, le gustaba la idea de aprender a usar la magia.
—Es fácil. Deséalo.
La muchacha se acercó a la huerta y arrugó la nariz; todas las plantas estaban pochas o secas. No quedaba ni una brizna de hierba verde. Deseó, tal y como la bruja le indicó, que la tierra fuera fértil. De pronto, algunos matojos comenzaron a crecer, otros no. Soltó un gritito de victoria y comenzó a dar palmas, pero cuando ya creía que lo había conseguido, su alegría se esfumó. La planta del tomate creció tanto y tan deprisa que era incluso mucho más alta que ella.
—¡Sasha! —chilló desesperada, pues no tenía ni la menor idea de cómo hacerla parar.
La hechicera, al escuchar el alarido de la chica corrió hacia donde se encontraba. Al ver la planta tan alta, soltó una fuerte carcajada. Por supuesto a la princesa no le hizo ninguna gracia y se alejó temerosa, por si se le caía encima la exuberante planta.
—¡No tiene gracia! —bramó la muchacha.
—¡Claro que la tiene! —continuó riéndose mientras la planta recuperaba un tamaño normal, hasta llegar a la altura de sus rodillas.
Irritada, Gabrielle montó en su yegua y enfadada consigo misma, se dirigió rauda hacia el castillo sin despedirse siquiera de su maestra.
Sasha cayó en la cuenta de que se había marchado sin formular aquellas preguntas que le quemaban la lengua.
—Ya volverá —se dijo a sí misma con una sonrisa.
Entonces recogió unos tomates. Esa noche tendría una deliciosa cena.
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Tristán salió solo de caza, y distraídamente, llegó hasta la destartalada cabaña de la bruja. No pudo resistir la tentación de esconderse y espiar, una vez más, a ambas mujeres, pero apenas llegó cuando la misteriosa y osada doncella que visitaba a la mujer se marchaba, entonces decidió irse también. Una vez más, esa joven llevaba cubierto el rostro con la capa.
Cuando salió de su escondrijo y regresó al camino que conducía a su cabaña, algo le entorpeció el paso. Se dio un susto de muerte: la hechicera estaba frente a él.
—¡Maldita sea! —dijo el chico dando un respingo. Se llevó la mano al pecho, en un intento de calmar su desbocado corazón.
—Buenas noches, Tristán, ¿qué haces aquí a estas horas? —preguntó ella, con su intimidante voz, sin levantar la capucha de su manto.
—Yo… salí a cazar. Por casualidad llegué hasta aquí y… —tartamudeó sin atreverse a mirarla.
—¿Nos estabas espiando? —interrogó Sasha, disfrutando un poco del miedo que observaba en el chico, aunque en el fondo rezó porque no hubiera descubierto la magia que Gabrielle practicaba.
—¿Espiando? Yo… no… —continuó mirando al suelo avergonzado, pero también amedrentado.
—Ya que estás aquí, dame tu mano —inquirió la mujer con desenfado.
Tristán no tuvo tiempo de negarse, pues Sasha le agarró con fuerza la muñeca. Le dibujó unas líneas con el dedo sobre su palma.
—Vaya…
—¿Qué ocurre? —preguntó temeroso el muchacho.
—Veo… veo sonrisas, pero también lágrimas. Tiene que ver con un secreto que escondes, algo de lo que te arrepentirás en un futuro no muy lejano —profetizó sin despegar la vista de los surcos que cruzaban la piel de Tristán.
—¿Arrepentirme? ¿De qué? —preguntó él, confuso.
—No puedo ver la razón, pero sí veo que podrías evitarlo. Parece que es por algo que haces de vez en cuando. Por más que lo intento, no consigo ver de qué se trata — continuó—. Por otro lado… parece que la batalla llegará antes de lo que esperáis.
—¿La batalla? ¿Cuándo?
—Pronto.
De improviso, la hechicera le dio la espalda y, tras alejarse del chico, entró en la cabaña. Cerró la ruinosa puerta tras de sí, dejando al muchacho allí plantado.
Durante unos instantes, Tristán se quedó desconcertado frente a la casucha, sin saber qué pensar. Al final decidió regresar a su casa pues sabía que la bruja no volvería. Estaba claro que no era de las que se despedían.
Cuando llegó a su hogar, dejó el arco y el carcaj sobre la mesa, e intentó no hacer ruido. Cortó una fina rebanada de pan y se sentó en una silla meditabundo mientras roía la dura hogaza. Poco después, Adrier se levantó.
—Tristán ¿dónde has estado? —preguntó somnoliento.
—He salido a cazar —musitó el chico sin prestarle mucha atención.
—Venga, duerme un poco, estarás cansado. Además vienes con las manos vacías, mañana saldremos a cazar los dos —dijo Adrier volviendo a su cálido catre.
Tristán le hizo caso, siguió a su hermano menor y se tumbó en su camastro. Adrier quedó dormido al instante, pero a Tristán le costó mucho caer en los brazos del sueño. No podía dejar de darle vueltas a las palabras de la bruja. ¿A qué se refería con que podía evitar las lágrimas? Muy a su pesar… En el fondo sabía la razón.
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A la mañana siguiente, después de haber salido a cazar unos conejos, los dos jóvenes arreglaban su pequeño huerto cuando llegó un grupo de jinetes montados en sus robustos caballos. Les rodearon con rapidez, pisando y estropeando cuanto contenía su cultivo.
—¿Quiénes sois? —inquirió Tristán furioso ante aquel atropello.
—¿Acaso no reconocéis a vuestro jefe? —dijo uno de ellos mientras se quitaba la capucha de su túnica.
—¿Uriel? —preguntó Adrier, extrañado.
—El mismo —contestó el hombre con una socarrona sonrisilla, que dejaba entrever sus podridos dientes.
—Vaya, te noto muy cambiado —Tristán hizo una muesca de asco. Por suerte, Uriel no se dio cuenta de ello.
—El tiempo pasa, Tristán, sin embargo vosotros no habéis cambiado en absoluto.
—Nos cuidamos, no como otros, que se pasan todo el día bebiendo y abusando de las mujeres —recriminó el joven, sin inmutarse ante la imponente presencia del mercenario.
—Muchacho, no continúes o puede que acabes mal —contestó con malicia y un evidente deseo de poder dar una lección de obediencia a Tristán.
—¿Nos amenazas, Uriel? No nos dais miedo ni tú, ni tu ejército de pacotilla.
Uriel desenvainó su espada, viendo la oportunidad de usarla.
—Si queréis problemas, los tendréis —afirmó casi carcajeándose, dispuesto a desmontar y darle una buena tunda.
—Capitán, no hemos venido a pelear. Le recuerdo que tenemos otro cometido — intervino Berach, el segundo al mando, con el fin de apaciguar a su jefe, tan propenso a involucrarse en trifulcas por puro placer.
—Cierto. —Uriel guardó su arma—. Venimos a encargaros un nuevo trabajo.
—Vaya, así que ahora, después de tanto tiempo, necesitáis nuestra ayuda —continuó atacando Tristán.
—Sí. Aunque me duela reconocerlo, sois buenos con la espada, además de discretos. No tenéis aspecto de asesinos, lo que facilita las cosas.
—Vaya, vaya, ¡nos vamos a ruborizar! —bromeó el joven—. Lamento deciros que ya no hacemos ese tipo de trabajos. Nos hemos retirado. —Se cruzó de brazos.
Sin embargo, Uriel soltó una sonora y horrible carcajada. Era una mezcla entre rebuzno y risa.
—¡Qué chiste tan gracioso, amigo mío! —soltó—. Los mercenarios no dejan de serlo nunca, muchacho.
—No es ningún chiste, Uriel —Adrier apoyó a su hermano—. Ya no sentimos ninguna satisfacción. Además, en el pueblo ya nos conocen, no queremos tener que mudarnos de nuevo. Queremos establecernos aquí, en Drakenia.
—Cumpliréis este mandato y después haced lo que os venga en gana —dijo Uriel, cada vez más enfadado.
—No —respondieron Adrier y Tristán a la vez.
—Lo haréis o yo mismo os entregaré al ejército del rey, para que os cuelguen en la horca.
Los hermanos se miraron. Aunque entre los dos podían acabar perfectamente con aquel grupo, cierto era que Uriel tenía muchos contactos y ellos dos podían acabar muertos en menos de lo que cantaba un gallo.
Lo sopesaron unos minutos. Si lo hacían bien, no tendrían por qué marcharse.
—Tristán, déjale que nos explique cuál es el trabajo —pidió Adrier. Sabía que el tono de burla de su hermano comenzaba a cabrear a Uriel.
—¿De qué se trata? —dijo Tristán con resignación.
—Queremos que matéis a la hija mayor del rey, la princesa Gabrielle —desveló el hombre.
—¿A la princesa? ¡Estáis locos! Matar a un miembro de la realeza no es cosa precisamente fácil. Siempre están muy protegidos en sus castillos, rodeados de guardias — dijo Tristán lleno de asombro.
—Pues nuestra princesita, por lo que tenemos entendido, va al mercado todos los días a comprar telas, frutas y todo cuanto se le antoja.
—¿Sin escolta? —preguntó Adrier, extrañado ante tal revelación.
—Su única compañía son varios criados que se ocupan de cargar con las compras — confirmó Berach.
—En tal caso, necesitamos todos los detalles posibles. Nunca hemos visto a la princesa. Os recuerdo que llevamos poco tiempo viviendo en estas tierras, no hemos tenido oportunidad de conocerlas —expuso Tristán—. Siempre hemos evitado asistir a fiestas o audiciones, sabes que somos discretos.
—Tomad. —Su jefe les tiró de malos modos un pergamino enrollado—. Ahí tenéis algunos detalles, como horas de visita al mercado o el camino que recorren. Y con respecto a reconocer a la princesa, bueno… no esperaréis que lo haga todo por vosotros. Buscaos la vida —soltó divertido.
—No parece un trabajo difícil, pero… ¿Por qué queréis que muera? —preguntó Adrier, curioso.
—Ni lo sé, ni me importa. Mi trabajo no consiste en preguntar y tampoco lo es el tuyo —respondió Uriel con una mirada fiera que hizo temblar al muchacho—. Un mensajero me entregó ese manuscrito con las instrucciones del trabajo y el pago. Es cuanto necesita un buen mercenario —remató el hombre.
—De acuerdo. Así que nosotros matamos a la princesa pero, ¿qué obtenemos a cambio? —preguntó Tristán, cruzándose de brazos.
—Sabía que me olvidaba de algo —rió—. Tomad.
Les tiró una bolsa. Tristán la abrió y contó el contenido.
—¿Quince monedas de oro? Demasiado poco, ¿no crees?
—Creo que habéis olvidado las reglas de los mercenarios. Primero cobras la mitad, el resto después de haber cumplido con vuestro encargo —les recordó Uriel con una fiera sonrisa que más parecía una mueca de dolor.
—Pensé que después de tanto tiempo habrían cambiado —comentó el joven con ironía. Y no mentía. En su último trabajo habían cobrado la paga completa antes de comenzar. Temía que Uriel intentara estafarles, pero tampoco les quedaban muchas opciones. Era eso o la horca.
—Tenéis quince días para realizar vuestro trabajo —le ignoró.
—¿Dos semanas? ¿Habéis recortado el tiempo? ¡Cada vez hay menos plazo! — recriminó Adrier, preocupado.
—Así nos lo han ordenado. Y no os quejéis tanto, tan solo es una cría.
—De acuerdo, antes de la fecha, la princesa estará muerta, no lo dudes. Pero… ¿qué hay de su hermana, la princesa Kiara? —comentó Adrier mientras leía el pergamino.
—No nos han dicho nada sobre ella. Matad a Gabrielle y ya está. Dentro de dos semanas volveremos a vernos las caras y espero que hayáis cumplido vuestro trabajo. —Volvió a sonreír con maldad, imaginando qué haría con aquel joven tan altivo si no cumplía lo mandado.