Y siempre tú - Laura Morales - E-Book

Y siempre tú E-Book

Laura Morales

0,0

Beschreibung

Han pasado más de veinte años desde que Evelyn abandonó el rancho en el que se crió para ir a la universidad. En su etapa de estudiante, conoció a un buen chico con el que se casó y empezó una nueva vida. Pero cuando una serie de acontecimientos inesperados le hacen cuestionarse su existencia, Evelyn decide regresar a casa en busca de calma. Allí volverá a sentir de nuevo la felicidad, pero, ¿será suficiente para curar sus heridas?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 312

Veröffentlichungsjahr: 2021

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Laura Morales

Y siempre tú

 

Saga

Y siempre tú

 

Copyright © 2018, 2021 Laura Morales and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726890303

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

CAPÍTULO 1

—¿Estás segura de que es lo correcto? —Alice intentó por enésima vez que no lo hiciera.

Mientras su mejor amiga guardaba la ropa en la maleta, Alice la sacaba de nuevo, pero la otra la volvía a meter y ella, a quitar. Así se tiraron durante al menos diez minutos.

Evelyn no respondió, ni siquiera la miró. Si lo hacía, sabía que no sería capaz de marcharse. Al final le dirigió una rápida mirada y vio como las lágrimas rodaban por sus mejillas, dejando un oscuro rastro de maquillaje.

—Vamos, Alice, no me hagas esto… —Resopló, sintiendo la tristeza de su compañera—. He de hacerlo y lo sabes, necesito cambiar de aires.

—¡Ni siquiera te has parado a pensarlo detenidamente!

— No tengo nada que pensar. Sabes perfectamente que tengo miedo. A cada paso que doy, temo encontrarme con él.

—Sabes que es imposible que esté aquí; tiene una orden de alejamiento.

—No tienes ni puta idea de lo que dices. —Le quitó con brusquedad las prendas que sostenía en las manos en un intento de que no volvieran al interior de la bolsa—. Es capaz de hacer cualquier cosa y no pienso permitir que si por un casual me encuentra aquí, os afecte de algún modo.

Alice ya no tenía ánimos para seguir insistiendo, por lo que, finalmente, la ayudó a doblar la ropa para que entrara toda en la enorme maleta que había tendida sobre la cama. Por último, Evelyn metió algunos libros, su portátil y unos zapatos.

—¿Crees que ir a la otra punta de Montana es buena idea?

—No lo sé… Pero el cambio de aires me vendrá bien. Dicen que el campo te despeja la mente.

—Ya, campo, claro. Y caballos y vacas ¡y cerdos! ¡Olor a mierda de toro!

—Eres una exagerada. Mi tía no tiene nada de eso, solo algunos caballos y tierras para el arado que ya ni siquiera usa. O eso creo…

—¿Y te vas a poner a recolectar? ¡Ja!

—Alice, aunque continuaran teniendo heno, no puede ser tan difícil conducir un tractor, seguro que es como un coche.

—Ya, claro, como eres una experta en esos trastos… —dijo con sarcasmo.

Evelyn resopló. Desde luego, Alice era una auténtica pesimista.

Siempre veía lo malo de las cosas.

—Te morirás de asco allí sola, ¡no conoces a nadie! —insistió Alice, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano.

—Claro que conozco a alguien. Allí está Judith, mi única tía, y sus empleados.

Alice la ignoró y volvió a la carga; le quitó su inseparable neceser.

—Dame eso. —Evelyn la amenazó señalándola con el dedo.

—Ni lo sueñes.

—¡Alice!

—Espera a que al menos la niña acabe el curso, ¡no tengo a nadie que la recoja del colegio! —No puedo, ya he comprado el billete de avión. —Le arrancó la bolsa de las manos. Metió el secador y el neceser con el resto de equipaje y cerró la maleta. Con gran esfuerzo, la bajó hasta el suelo y tiró del asa. Después recogió sus rizos de color fuego en una coleta.

—Te voy a echar mucho de menos... —La voz de Alice se quebró. Iba a ponerse a llorar de nuevo.

—No llores, te lo ruego… —Evelyn evitó mirar los ojos azules de la otra chica—. Te llamaré y te escribiré emails todos los días, ¿vale?

—¿Lo juras?

—Lo prometo.

—¿Puedo llevarte al menos al aeropuerto?

—Solo si quitas esa cara de boba que tienes.

—Hecho. —Sonrió mientras se limpiaba las lágrimas con el pañuelo de papel.

Evelyn se colgó el bolso al hombro, asió la maleta y la arrastró por toda la habitación hasta llegar al salón, donde Alice la esperaba con las llaves del coche en la mano. Esta le abrió la puerta y cerró al salir. Eve bajó las escaleras del porche y se dirigió hasta la entrada principal de la finca, donde esperó a que su amiga llegara con el vehículo. Hacía algo de viento, más de lo que imaginaba, así que se puso la chaqueta que llevaba en el brazo.

El viejo Ford llegó hasta donde ella se encontraba, entre las dos guardaron el equipaje en el maletero y Evelyn miró por última vez el que había sido su hogar los últimos cuatro años. Lo iba a echar muchísimo de menos, en especial a Alice, a su pequeña Candace y el olor de sus galletas de canela. Pero no podía seguir allí, se ahogaba en aquella pequeña ciudad. Brampton no superaba los seiscientos mil habitantes, pero poseía un gran encanto. Adoraba sus zonas verdes y la cafetería Road Folks, regentada por la abuela de Alice, donde se servían los mejores desayunos del mundo. Si no fuera por el terror que tenía de encontrarse con ÉL, era el mejor lugar que había visto para perderse eternamente. También añoraría el silencio y los buenos modales de sus vecinos.

Montaron en el coche y Alice condujo en silencio hasta llegar al aeropuerto de Toronto; fue un trayecto complicado para ella, pues sabía que Evelyn era una cabezota indomable y, una vez tomaba una decisión, no había nada ni nadie que la hiciera cambiar de opinión. Y eso que lo había intentado desde la noche anterior, cuando se enteró de sus planes. No había conseguido hacerla entrar en razón y eso le dolía en el alma. Así que se rindió. Si Eve pensaba que era lo mejor… Confiaría en ella. Aunque siguiera pensando que era una mala idea.

Aparcó el vehículo cerca de la puerta principal del aeropuerto y ambas bajaron. Con el corazón latiendo a mil por hora, ayudó a su amiga a bajar la maleta al suelo.

Evelyn miró hacia todas partes, con el terrible temor a que él la siguiera de nuevo. Alice, que veía como se tensaba, le dio un abrazo y su compañera la apretó tan fuerte que casi la dejó sin aire.

—Te llamaré cuando llegue, ¿vale? —Prometió la pelirroja.

—Eve, no puedo respirar...

—Gracias por abrirme tu casa sin apenas conocerme.

—No empieces o me pondré a llorar otra vez.

—Ya es tarde, yo ya estoy llorando —susurró sin romper el abrazo.

—Maldita sea, me lo estás poniendo muy difícil. —Apretó a su amiga contra ella—. Vete de una vez o usaré las esposas de John para atarte a la puerta del coche.

—Sé que serías capaz. Me voy, ¿vale? —Se apartó y se secó las lágrimas.

Alice le apartó un mechón rojo del rostro y se lo colocó tras la oreja.

—¿Qué les voy a decir a Candace y a John?

—John ya lo sabe, hablé ayer con él, antes de que comenzara su turno. En cuanto a Candace..., ya tiene seis años, lo entenderá.

—Voy a matar a mi marido, ¡¿por qué no me dijo nada?! —gritó. ¡No podía creer que no le contara la terrible decisión de su amiga!

—Porque sabía tan bien como yo que montarías una escena. Como ahora. —Sonrió.

—Prométeme que estarás bien. —La cogió con cariño de las manos. No quería verla partir: le dolía en el alma pensar que no la tendría cerca cada día.

—Te lo juro. Descansaré tanto que, cuando regrese, notarás un gran cambio en mí.

—No quiero que cambies.

—Ya sabes a qué me refiero.

—Lo sé, lo sé, pero me gusta cómo eres.

—A partir de ahora me tomaré muy a pecho eso de carpe diem. Incluso puede que me lo tatúe.

—En un rancho poco carpe diem vas a tener, pero bueno. —Miró su reloj—. Vas a perder el vuelo, venga, ve.

Evelyn le dio un último abrazo y le plantó un sonoro beso en la mejilla. Iba a extrañar muchísimo a esa mujer de cabello rubio y ojos azules como el mar, pero tenía que hacerlo, necesitaba pasar una temporada lejos de allí, eliminar de su mente las alucinaciones y borrar el miedo de su vida.

Alice miró por última vez los celestes ojos de su mejor amiga, que luchaba por no desmoronarse. La pelirroja agarró con firmeza la maleta y le dio la espalda. Tiró de ella y se dirigió hacia el interior del edificio. La vio desaparecer de allí, cojeando. Al recordar cómo se había hecho aquella lesión, tembló de miedo y rezó para sus adentros por que llegara sana y salva a Whitefish.

Ya dentro, Evelyn dirigió una última mirada a la puerta, pero Alice ya no estaba: era mejor así. Si no se hubiera marchado, habría corrido de vuelta a casa. Llegó al mostrador y entregó sus billetes, que la azafata confirmó. Tras ello, facturó su equipaje y se dirigió a la puerta de embarque, donde comprobaron una vez más sus pasajes, e introdujo su bolso en el escáner. Después, pasó por el arco detector de metales.

Tal y como se imaginaba, pitó. Por orden de los guardias de seguridad, se quitó la chaqueta, la dejó en el mostrador y un agente la pasó por el escáner.

Cruzó otra vez y volvió a sonar.

—Señor agente, yo... —Trató de hablar.

—Quítese el cinturón —la cortó el hombre.

—No llevo cinturón. Si me permite explicarle…

—Fuera la ropa.

—No pienso desnudarme delante de ti ni de nadie —le amenazó—. Además, estoy tratando de explicarle…

—¿Prefieres que venga una de mis compañeras y te obligue?

—Que lo intente si tiene narices. —Evelyn se cruzó de brazos—. Eso que tanto pita es el metal de mi pierna. —Se agachó para levantarse el pantalón y que el guardia viera la cicatriz, pero este cogió su arma y le apuntó con ella—. Pero ¡¿qué haces, imbécil?!

—Ponte de pie, ¡vamos!

—¡Esto es un abuso! ¡Déjeme enseñarle el contenido de mi…!

—¡Levante las manos!

Evelyn no podía creerlo, ¡ese idiota no le dejaba aclarar lo que pasaba! ¡Ni siquiera le permitió enseñarle el certificado médico que guardaba en su bolso, donde indicaba el tipo de operación al que fue sometida hacía más de cuatro años!

Llegó una mujer vestida de uniforme que cogió la bolsa y el abrigo y la obligó a ir con ella hasta un cuarto cerca de donde se encontraban. Esta cerró la puerta después de entrar y soltó de malas formas las prendas sobre la mesa.

—¡Fuera la ropa! —gritó la mujer.

—¡Una mierda! ¡Lo haré cuando me dejes enseñarte mi certificado médico!

—¡Vaya! Hemos topado con una terrorista con ovarios —respondió con ira.

—¡¿Terrorista?! En serio, ¿estás de broma? —La miró como si acabara de contarle el chiste más malo del mundo.

—¿Acaso ves gracia en mi rostro? Desnúdate —dijo tajante.

—No. Saca de mi bolso el único papel doblado que hay y después lo haré.

—¡He dicho que te quedes en pelotas!

—¡Y yo te digo que no me da la gana! Pienso llamar a la Policía.

—Adelante, hazlo.

La vigilante se hizo a un lado y Evelyn se dirigió hacia su bolso, buscó el móvil y, de paso, sacó el papel; a su espalda, escuchó como su acompañante quitaba el seguro a su arma, pero no se amedrentó. Vació la bolsa sobre la mesa y la guardia observó todos los efectos personales, que no eran otros que su monedero, el móvil, un estuche de maquillaje y unos tampones. Le quitó el plástico donde se encontraba la hoja y leyó con detenimiento. Ella estaba en lo cierto: desde el principio les estaba contando la verdad. Entonces la pelirroja se quitó el pantalón y el jersey, quedándose en ropa interior. Evelyn optó por no hacer la llamada a la Policía, si lo hacía, probablemente acudiría John, el marido de Alice y podrían tirarse horas. Y ella estaba deseando largarse de Brampton.

La agente la miró de arriba abajo y se fijó en la fea cicatriz de su espinilla. Ni siquiera se atrevió a preguntar más; le dio permiso para vestirse y guardó su arma. Tragó saliva pensando que podría denunciarla, así que la ayudó a guardar sus pertenencias. Evelyn la fulminó con la mirada y esta agachó la cabeza.

—Yo… —La vigilante no sabía ni dónde meterse. Era obvio que había abusado de su poder—. Lo lamento mucho. Entenderé que quieras poner una queja sobre mi comportamiento.

—¡Pues debería! —respondió Evelyn con rudeza. Por suerte, los gritos ya no le daban miedo, pero si hubiera llegado a golpearla… Esa era otra historia.

—Si te das un poco de prisa, llegarás a tiempo a coger el vuelo —dijo la mujer de uniforme, en un tono entre amable y culpable, tratando así de que desapareciera de la mente de la chica de cabellos como el fuego la idea de una denuncia.

Evelyn no contestó. Si abría la boca, sería para llamarla de todo menos bonita.

—La próxima vez, antes de pasar por el detector, entrega el papel a quien esté allí. Siento mucho el malentendido —se disculpó de nuevo la agente.

—Si llego a ser una terrorista de verdad, a la primera hubiera volado el aeropuerto por los aires —respondió Evelyn de malos modos.

—Soy nueva aquí y me han contado tantas cosas… Disculpa de nuevo. Que tengas buen viaje.

—Gracias —manifestó enfadada.

Evelyn salió del cuarto acompañada por la mujer, que regresó a su puesto no sin antes despedirse de ella con un movimiento de mano. La muchacha apretó los puños, ¡qué ganas tenía de haberle soltado un buen puñetazo en los morros! Pero ¡qué tía! Si no fuera por sus inmensas ganas de salir de Toronto, habría montado un buen espectáculo. ¡Sobre todo si llega a perder el vuelo!

Atravesó el pasillo que la llevaba directa a la puerta del avión, donde una azafata comprobó, por tercera vez, su billete y le indicó su asiento, junto a la ventanilla. Dejó el abrigo en el compartimento que había sobre sus cabezas y colocó el bolso a sus pies. Tras ponerse el cinturón, apagó el móvil. Tenía la estúpida obsesión de que él la seguía a todas partes, como si su teléfono tuviera un localizador. Estaba tan asustada con la idea de que así fuera que ya veía fantasmas donde no los había. Cualquier hombre que llevara su corte de pelo se parecía a él; cada jugador de rugby lo era. La obsesión y el temor que sentía hacia su exmarido le había hecho perder la cabeza. Con el paso de los años había mejorado muchísimo, pero seguía temblando cada vez que alguien desconocido se acercaba a ella.

Se recostó en el asiento, cerró los ojos y cogió aire. Pronto estaría en el Aeropuerto Internacional de Great Falls. Allí jamás la encontraría.

_____________

Cuando llegó a Great Falls, cogió con esfuerzo su maleta de la cinta transportadora y se dirigió a la estación de autobuses; aún le quedaban casi cuatro horas hasta Whitefish, donde su tía Judith la recogería y llevaría al rancho, a seis kilómetros del pueblo. La idea de estar tanto tiempo sentada sin poder moverse comenzó a agobiarla. Tenía por seguro que acabaría con la rodilla tan hinchada como una pelota y el dolor no desaparecería con facilidad.

Guardó con dificultad el equipaje en el compartimento adecuado del vehículo y ocupó una plaza al final, donde nadie la molestara. Sacó su móvil y, tras dudar unos segundos, lo encendió, con temor a encontrar algún mensaje de llamadas perdidas de números desconocidos; era la tercera vez que cambiaba de número por las amenazas que recibía de Mike. Y seguía sin saber cómo conseguía localizar sus nuevos números de teléfono cada vez que los cambiaba. Al cabo de unos minutos, no le llegó ninguno, así que, aliviada, llamó a Alice para avisarla de que aún tenía un largo camino hasta su antiguo hogar. Cuando colgó, tomó sus auriculares y se puso un poco de música. Los demás viajeros escogieron su sitio y el conductor arrancó. Contó siete cabezas más la suya, ocho personas que se dirigían al pueblo, quizá por trabajo o tal vez, como ella, para escapar de su pasado. Ya que no subía nadie más, aprovechó para estirar la pierna sobre el asiento libre que tenía al lado. Cerró los ojos y tarareó algunas de sus canciones favoritas hasta que el sueño la venció.

_____________

Unos suaves movimientos despertaron a Evelyn. La muchacha se asustó, pero al ver el arrugado rostro de la mujer que le sonreía, se desperezó por completo. Se quitó los auriculares y se incorporó.

—Ya hemos llegado, cielo —le dijo la anciana.

—Gracias. Me he quedado completamente dormida.

—Estas cuatro horas se hacen interminables. Salgamos, el conductor nos espera. Por cierto, soy Patrice Banks.

—Encantada, Patrice. Soy Eve.

Ambas bajaron del vehículo y se disculparon con el hombre, que no le dio importancia. Era bajito y rechoncho, con la cara tan redonda que parecía un bollo. Al ver a Evelyn, la miró de arriba abajo y le guiñó un ojo. Ella apartó la mirada con una mezcla de vergüenza, temor y repugnancia. Ayudó a la mujer con su bolsa de viaje y la acompañó hasta el coche donde la esperaba su nieto. Le dio las gracias y la anciana le acarició la mejilla, gesto que le profesó un enorme cariño hacia ella.

—Si quieres probar unas estupendas magdalenas, pásate por la cafetería Mendels, mi nieto es el dueño. Me verás por allí durante una buena temporada.

—Muchas gracias, Patrice, prometo ir algún día.

—Dile a tu tía Judith que venga contigo.

—¿Cómo sabe...?

—Aunque viva en el rancho, sigue haciendo negocios aquí. Todos saben quién eres, Evelyn. Has heredado el precioso cabello de fuego de Armand.

A la chica se le encogió el corazón. Hacía tanto tiempo que nadie nombraba a su padre que sintió un nudo en el estómago.

—¿Lo conocía? —preguntó casi en un susurro.

Patrice asintió, pero se dio cuenta de que los preciosos ojos azules de la muchacha se tornaron vidriosos.

—Recoge tus cosas o Robert se las llevará de vuelta al aeropuerto —le advirtió señalando al conductor del autobús.

—Gracias.

Evelyn se despidió de la mujer y de su nieto, que había ido a recogerla. Regresó al vehículo y sacó el equipaje con mucha dificultad. De pronto, dos fuertes manos la ayudaron a dejar la maleta en el asfalto. Evelyn soltó un grito por el susto y se dio la vuelta de inmediato. Entonces se quedó de piedra. Con el corazón a mil, no pudo apartar la vista de esos ojos azules como el mar y de la gran sonrisa que le daba la bienvenida.

Estaba segura de que aquel hombre que tenía frente a ella podía escuchar el palpitar en su pecho.

Era increíble que, a pesar de todo el dolor que había padecido durante años, con tan solo mirarle se había olvidado del temor que sentía a que se le acercara cualquier hombre. Aquellos sentimientos que había ocultado por tantos años comenzaron a aflorar sin darse cuenta.

—Hola, Evelyn, bienvenida a casa.

—Adam… —Se quedó paralizada al ver que seguía tan apuesto como siempre, incluso se había dejado el pelo castaño más largo de lo que habitualmente lo llevaba. Los cuarenta y tres años le sentaban de muerte. Y su penetrante mirada transparente seguía haciéndola perder el norte.

—No has cambiado nada —dijo una suave voz a su espalda. Se giró y se encontró con la imparable dueña del rancho Paradise.

—¡Tía Judith! —La muchacha abrazó con fuerza a la mujer, que le devolvió el gesto. A pesar de haber cumplido sesenta y cinco años, estaba estupenda, con el cabello casi cubierto de canas y algunas arrugas en el rostro.

—¡Mírate! ¡Quién quisiera tener tus treinta y cinco primaveras otra vez! ¡Estás preciosa! ¡Y qué melena tan larga! —Judith se alegró tanto de verla que solo sentía ganas de llorar.

—No te imaginas las ganas que tenía de llegar. Estoy agotada. —Tomó el rostro de su tía entre las manos y le dio un sonoro beso en la frente.

—En cuanto lleguemos te prepararé un baño caliente, que te lo mereces. Adam, ¿verdad que está más guapa que nunca?

—Ya es toda una mujer. Aún recuerdo la última vez que te vi, tenías quince años y dos largas trenzas rojas —respondió el hombre, que se colocó el sombrero de cowboy en la cabeza sin dejar de sonreír—. Me alegra volver a verte.

Tras unos segundos sin dejar de observarle, finalmente Evelyn se agarró a su cuello en un gesto íntimo. Ella también le había echado de menos. Adam la estrechó con cariño entre sus fuertes brazos; llevaba tanto tiempo tenerla cerca… Estaba tan a gusto que no quería separarse de ella, pero debía hacerlo; los recuerdos del pasado acudieron a su mente y rememorar aquellos tiempos le dolió, así que rompió el contacto y se apartó de la muchacha. En silencio agarró el equipaje y lo arrastró hasta la ranchera donde habían venido. La chica cogió rápidamente sitio en el asiento trasero.

—Adam, no la presiones, ¿vale? —pidió Judith a su amigo en voz baja, pues no quería que su sobrina los escuchara.

—¿Por qué dices eso? No tengo intención de…

—Sé que te has fijado en su cojera —le cortó—. Si quiere, ya te lo contará, pero dale tiempo, por favor.

—Acaba de volver a casa, no voy a hacer nada para que se sienta incómoda. No te preocupes por eso. —Se había propuesto no acercarse mucho a Evelyn, ya que, si lo hacía, iba a cometer una nueva locura, como ya ocurrió años atrás.

—Gracias.

Ambos montaron en el coche y Adam condujo hasta el rancho, a seis kilómetros de Whitefish. Evelyn observaba por la ventana los verdes prados; las reses estaban sueltas y paseaban a sus anchas. Se notaba que había llegado el verano a Montana. Se quitó la chaqueta y la dejó sobre el asiento, pero para entonces ya habían llegado. Las puertas de hierro de la finca, adornadas con flores de todos los tipos y colores, se encontraban abiertas. La pelirroja se quedó anonadada con las vistas que tenía frente a ella, la casa estaba más bonita que nunca, con palmeras, flores y rodeada de un cuidado césped del color de las esmeraldas. No recordaba que el terreno fuera tan espectacular años atrás.

Adam aparcó frente a la entrada principal y bajó del vehículo para ayudar a las mujeres; después, llevó la maleta hasta el interior. Ellas le siguieron y, una vez dentro, todos y cada uno de los recuerdos de su infancia comenzaron a aparecer en la mente de Evelyn. Nada había cambiado. La chimenea de piedra, los sillones de cuero, las alfombras, la lámpara hecha con cuernos de ciervo, las vigas de madera del techo… Pero sí había algo nuevo: un precioso piano negro en mitad de la sala. Acarició las teclas blancas y negras con una sonrisa en el rostro. No tenía ni idea de que su tía hubiera aprendido a tocarlo.

—¿Te apetece comer algo antes de darte un baño? —le ofreció Judith, pero su sobrina no respondió: seguía absorta mirando todo a su alrededor.

—Quizá después —respondió finalmente.

—Voy a llevar la maleta a tu cuarto —dijo Adam, que tiraba de ella hasta el final del pasillo.

—¡Voy contigo!

Evelyn le siguió y, cuando entró en su antiguo dormitorio, suspiró. Todo estaba exactamente igual que el día en que se marchó: las paredes pintadas en color fucsia, el techo blanco, la enorme cama, las mesillas de noche, el armario y la cómoda de madera de roble teñidos de color chocolate, las estanterías con sus libros, muñecos y fotografías y el escritorio pegado a la ventana.

—Judith tenía la esperanza de que algún día volverías con tu familia. —La voz de Adam sonó triste y ella se dio cuenta.

—No tengo familia, pero ya estoy aquí. —Con ayuda del hombre, colocaron el equipaje sobre el mullido colchón—. Gracias por cuidar de ella. No sé qué sería sin ti.

—Tu tía es la mujer más fuerte y encantadora que he conocido en mucho tiempo.

—Desde luego que lo es. Oye, Adam… —Al ver que él la miraba, calló, no sabía ni cómo empezar—. Siento mucho lo de tu esposa —dijo al fin—, debió de ser muy duro perderla tan rápido…

—Hace cinco años de eso. Ya no duele tanto.

Evelyn no sabía qué responder ante eso. No estaba segura de si había hecho bien en sacar ese tema, así que cambió de cuestión:

—No hay día en que no me acuerde de mi padre.

—Armand Ross era el hombre más cabezota que existió sobre la faz de la Tierra.

—Lo sé. Creo que he heredado de él algo más que una cabellera roja. —Sonrió.

—Eso es cierto; tu sonrisa es igual a la suya.

Evelyn apartó la mirada. El hombre de pelo castaño y ojos como el cielo que tenía frente a ella le causaba un suave y reconfortante cosquilleo en el estómago. No quería cometer ninguna locura nada más llegar, pero es que Adam ejercía tal poder de atracción hacia ella que era imposible evitarlo. Entonces abrió la maleta y comenzó a colocar todo en su sitio. Puso el portátil sobre el escritorio y los libros en la estantería. Después abrió los cajones de la cómoda y guardó parte de la ropa interior en ellos, bajo la atenta mirada de Adam.

—Evelyn, se te ha caído esto —dijo él a su espalda, recogiendo algo del suelo.

La muchacha se dio la vuelta y le vio con uno de sus tangas en la mano; lo miraba con atención. Ella, más roja que un tomate, le quitó la prenda de la mano y la guardó en el cajón, cerrándolo con un fuerte empujón. El mueble tembló y una foto que había sobre él, cayó al suelo, aunque, por suerte fue rápida y la cogió al vuelo. Se quedó mirándola un rato y acarició la superficie de la imagen. En esta aparecían ella y su padre, que la llevaba en brazos. Evelyn tenía el sombrero y las botas de cowboy de Armand, las cuales le quedaban enormes. Ambos sonreían felices.

—Aún recuerdo ese día —comentó Adam, acercándose a ella—. Acababas de cumplir cinco años y te compró una preciosa mustang negra de brillantes crines. Aún era un potro y tú tenías tanto miedo de montarlo que te escondiste en un armario. Te buscamos durante horas hasta que decidiste salir. Menudo susto nos llevamos.

—Me acuerdo de ello. Al final acabé montando en él. ¿Rainbow sigue viva? —preguntó con una sonrisa y la esperanza de que aún se encontrara con ellos en la finca. Adoraba a ese animal, fue el primer caballo que había montado cuando era una niñita. Mientras se encontraba fuera estudiando en la universidad, no hubo día en que no la echara de menos.

—Murió hace unos años...

—Vaya… Me había emocionado al pensar que podía seguir aquí.

—Bueno, tuvo una cría. Jud lo ha llamado Muffin.

—¿Muffin?

—Es color canela con crines rubias: parece uno —rio.

Ella también sonrió, era típico de su tía. Recordó un gato gris que adoptó y al que llamó Pastelito.

—¿Recuerdas tu lagartija? —Judith entró en la habitación con unas toallas en la mano.

—¡Claro que me acuerdo! La metí en una caja y le hice unos agujeros. Una noche se escapó y acabó dentro de mi cama.

—¡Menudos gritos diste! —La mujer rio con ganas.

—¡Creí que era una araña! Todavía las tengo miedo.

—Pues, Eve, estás en el campo… Cualquier bicho puede entrar por tu ventana y colarse entre tus sábanas. —Jud recorrió con sus dedos el brazo de su sobrina, intentando asustarla.

—Como encuentre alguno, juro que gritaré hasta que vengáis a matarlo.

—Sé que lo harás. —Su tía le guiñó un ojo—. El agua está lista. Date un baño y cámbiate de ropa, los tacones no son cómodos para el campo. Luego, podrás seguir colocando tus cosas antes de comer. He preparado tu plato favorito.

—¡¿Has hecho pollo al limón?! —preguntó entusiasmada.

—Y patatas al horno.

Evelyn se relamió y su estómago rugió. Sí, tenía hambre. Judith se marchó, pero Adam se quedó unos segundos más.

—Si necesitas cualquier cosa, no dudes en pedirme ayuda. —Le acarició el brazo.

—Gracias, Adam. Me alegra haber vuelto. —Sintió un escalofrío al notar sus dedos en la piel.

—Me hace muy feliz que hayas regresado. Judith te ha echado muchísimo de menos. Aunque trate de ocultarlo, es imposible no darse cuenta.

—Y yo a ella. Ya puede estar tranquila, no me iré en una larga temporada.

Adam sonrió, salió del dormitorio y se despidió con la mano. La joven cogió las toallas que su tía colocó en la cama y se dirigió al cuarto de baño, al que accedió desde el interior de su habitación. Este tampoco había cambiado: el gran espejo de plata seguía colgando de la pared, con una corona dorada que le regaló su padre al cumplir siete años, el mueble tenía una nueva capa de pintura, pues ella siempre había odiado el color mostaza, tonos que a su desaparecida madre sí le gustaban.

Regresó a la cama, cogió el secador y el neceser y los dejó encima del lavabo. Se desnudó, dejando caer la ropa cayó al suelo y se metió en el agua. Soltó un gemido al sentir el ardiente líquido que relajaba cada músculo de su cuerpo. Miró al techo y sonrió ahí seguían las estrellas y planetas de color rosa que su padre pegó cuando era pequeña. «Ya que no puedo llevarte a la luna, te traigo las estrellas». Las palabras de su padre retumbaron en su mente. Ella era fuerte, o al menos eso creía, pero regresar al rancho había hecho que sus recuerdos más escondidos aflorasen de nuevo. Él ya no estaba y ya no podía cuidar de ella…

La humedad de sus ojos recorrió silenciosa sus mejillas, cubiertas de pecas. Llevaba tanto tiempo aguantando las lágrimas que ya no podía más. Lloró durante un rato, abrazada a sus rodillas y con la cabeza hundida entre ellas. Necesitaba desahogarse, expulsar todo el dolor reprimido. Lamentó haber sido tan cobarde aquellos años pasados. Estaba tan arrepentida de lo ocurrido que se sentía francamente mal consigo misma. Tenía que soltarlo todo y olvidarse del pasado. Allí estaba a salvo.

No fue consciente del tiempo que estuvo encerrada en el baño; el agua se había enfriado, pero ella no se dio cuenta de ello hasta que alguien llamó a la puerta.

—Eve, cariño, ¿estás bien? ¿Puedo pasar? —escuchó la dulce voz de su tía.

—Sí.

Judith abrió la puerta y entró. Vio a su sobrina aún dentro de la bañera, con oscuros surcos de maquillaje bajo sus ojos. Cogió un pequeño taburete y se sentó junto a ella.

—Cielo, ¿qué te ocurre? —Acarició sus rizos rojos.

—Duele, tía Jud, duele mucho.

—Lo sé, pequeña. Sé que le echas mucho de menos y yo también. Era mi único hermano, mi alma gemela. Aún maldigo a Dios por habérselo llevado tan joven.

—¿Crees que algún día volveré a ser una persona normal?

Judith, que sabía todo lo que su sobrina había sufrido años atrás, suspiró. Le partía el corazón verla tan indefensa.

—Evelyn, todos tenemos que pelear en algún momento de la vida con nuestros propios demonios. Quizá es tu momento de hacerles frente —dijo la mujer, acariciando el pelo de la muchacha.

—¿Y si no lo consigo?

—Tienes toda la vida por delante. Debes luchar y hacerte más fuerte, demostrarle al mundo entero que eres una Ross. Además, aquí no te faltará de nada, pues todo esto, el día que yo falte, será para ti, serás dueña de todas estas tierras.

—No quiero ser dueña de nada si tú no estás aquí conmigo.

—Tranquila, que aún me quedan muchos años para fastidiar a Adam. —Soltó una carcajada que contagió a su sobrina—. ¿Sigues escribiendo?

—No, dejé de hacerlo cuando me casé con Mike.

—Quizá te ayude a pasar página. ¿Te acuerdas de la novela que escribiste con trece años?

—¿La del rey Arturo y Merlín? —Se limpió los restos de kohl de sus ojos azules.

—Esa misma. Me gusta tanto que todas las noches leo unas páginas.

—Hace más de veinte años que la mecanografié… Debe de ser horrible.

—No lo es. La escribiste tú, fue un regalo que me hiciste por mi cumpleaños y por eso me encanta. No hay nada en el mundo que me guste más que esa novela. Acuérdate cuánto le costó a tu padre conseguir que la editara una imprenta.

—Recuerdo que tuvo que viajar hasta Wyoming para hacerlo.

—Sonrió al rememorar el momento en que Armand llegó al rancho con el ejemplar en papel, con una preciosa portada en tapa dura y una edición en papel color crema.

—Quiero que cuando estés preparada, hables conmigo y te desahogues, ¿vale? Te vendrá bien contarle tus problemas a alguien que te quiere.

—Te prometo que lo haré, tengo que deshacerme de toda esta mierda que me cubre.

—El agua debe estar helada. Venga, vístete y come un poco. Te esperamos en la cocina.

—Gracias, tía Judith. Gracias por acogerme después de todo.

—Nunca vuelvas a darme las gracias. Eres mi sobrina y por ti haría cualquier cosa. —Le guiñó el ojo y se marchó.

Evelyn se puso en pie y cogió la toalla para envolverla alrededor de su cuerpo, quitó el tapón de la bañera y el agua comenzó a colarse por el sumidero. Secó sus piernas y regresó al dormitorio. Buscó entre todas sus prendas —todavía metidas en la maleta—, un vestido de tirantes largo, por encima de las rodillas y con una abertura en el centro. Al terminar de vestirse, culminó el atuendo con unas sencillas sandalias de color blanco. Finalmente se recogió el pelo en una coleta y dejó caer la cascada de rizos rojos sobre su espalda.

Salió del cuarto y se dirigió a la cocina, cuyo olor a limón y canela inundó sus fosas nasales. Le recordó tanto a las galletas de Alice que se le hizo un nudo en la garganta. No llevaba ni dos horas en Whitefish y ya la echaba de menos.

Cuando entró en la sala, vio a su tía rodeada de dos hombres y una mujer. Supuso que serían los nuevos empleados.

—Ven, pequeña, voy a presentarte a nuestros trabajadores. Él es Mauro y ella es Martha. Y, bueno, a Adam no hace falta que te lo presente. Ella es mi sobrina Evelyn. —Jud se dirigió a sus amigos—. Vivirá con nosotros lo que espero sea una larga temporada.

—Encantada de conoceros. —Dio la mano a cada uno, aunque con Mauro, el contacto fue rápido y mínimo. Seguía teniendo algo de recelo hacia los hombres—. Tía Judith, ¿eso que huele tan bien no será...?

—Tarta de zanahoria, tu favorita. —La mujer sonrió mientras le mostraba un pastel que había horneado con ayuda de Martha—. Nosotras nos encargamos de la casa y la cocina. Los chicos se reparten las tareas cada día —le explicó a la pelirroja—. Sentaos, por favor, vamos a servir la comida.

Evelyn tomó asiento y Adam lo hizo a su lado. Mauro agarró la olla que su jefa tenía en el fuego y la depositó sobre la mesa. Judith comenzó a llenar los platos y, cuando terminó, el hombre la dejó en su sitio y se sentó. Martha repartió las patatas asadas con cebolla y también se acomodó en su silla. Judith era religiosa, por lo que pidió a todos que se cogieran de la mano y rezaran. Cuando Adam rozó los dedos de Evelyn, la miró. Ella intentó no hacerlo, pero al final le dirigió una rápida mirada. Sintieron un cosquilleo que les era demasiado familiar.

Tras bendecir la mesa, comenzaron a comer. Martha se puso en pie y sacó una botella de vino. Después rellenó todas las copas, excepto la de la recién llegada.

—Evelyn, ¿quieres? —le ofreció.

—Yo… —Miró a su tía, que dejó el tenedor en el plato, preocupada—. Yo no bebo, gracias.

La muchacha agachó la cabeza, solo de pensar en alcohol se le revolvía el estómago.

Adam le hizo con disimulo gestos a su compañera para que no volviera a preguntar. —¿Agua? ¿O mejor un refresco? ¿Naranja o cola? —Buscó otra alternativa.

—Si no te importa, prefiero naranja.

La mujer sacó una botella del frigorífico y se la entregó. Evelyn se lo agradeció con una sonrisa y llenó su vaso.

—Tía Judith, esto está delicioso. —La pelirroja se llevó el tenedor a la boca y saboreó otro trozo de pollo.

—Ay, pequeña, no sé qué habrás comido durante tantos años, pero esto sí es comida de verdad, no esas hamburguesas de servicio rápido que a saber de qué están hechas…

—He echado mucho de menos tus guisos.

—Ya estás de nuevo en casa; a partir de ahora, cuidaré de ti.

—Te aviso de que no quiero ponerme más fofa —amenazó a la mujer con el cubierto.

—¡Serás boba! ¡No estás gorda!

—¡Sí que lo estoy! ¡Mira estos michelines! —Intentó coger grasa inexistente en su plano estómago.

—Con lo guapa que estás… —Judith se dio cuenta de que su sobrina no estaba recuperada del todo.

—Tranquila, con el trabajo que hay por hacer, no engordarás ni un gramo —bromeó Martha con una gran sonrisa.

—Más os vale. A todos. —Los señaló, incluido Adam, que le mostró una bonita dentadura.

Tras la comida, sirvieron trozos del pastel de zanahoria, cubierto con frosting de queso y adornado con trocitos de chocolate. También tomaron café, hecho al fuego. Evelyn no podía estar más que contenta, eso sí que era café de verdad, no el que servían en las cafeterías de Brampton. Mientras, charlaban sobre lo que habían hecho durante la mañana e incluso lo que iban a hacer por la tarde. Martha bromeaba con Adam sobre lo comilón que era. Evelyn los observaba sin decir nada. Oculta tras su tazón de colores, sonreía y asentía de vez en cuando, pero no quería meterse entre ellos. Se sentía a gusto, como si también fueran de su familia.

—Bueno, chicos, se acabó el descanso, hay que seguir trabajando —apremió Mauro, el cual dio unas palmadas. Se puso en pie y se marchó, seguido por Adam.

—Yo os ayudo a recoger esto —se ofreció Evelyn, que cogió los platos y los llevó hasta el fregadero. Limpió los restos de comida y, tras enjuagarlos, los metió en el lavavajillas junto con los vasos y copas usados.

—Olvida esto y termina de deshacer la maleta, ya nos encargamos nosotras —dijo Judith, quitándole de la mano los cubiertos—. Más tarde pediré que te enseñen la finca, que ha habido muchos cambios desde que te marchaste.

—Está bien.

Besó a su tía en la mejilla y se marchó a su habitación. Fue sacando prenda a prenda de la maleta y colocó los pantalones, vestidos y camisas en perchas que colgó en el armario; las camisetas las metió en los cajones que había en el interior de este.

—Vale…, ¿y ahora qué hago con los jerséis? ¿Los dejo a mano? No parece que vaya a hacer frío. Pero… ¿y si por la noche refresca? —se preguntó a sí misma, sin saber qué hacer.