En aguas turbulentas - Por una semana - El francés indomable - Melissa Mcclone - E-Book

En aguas turbulentas - Por una semana - El francés indomable E-Book

Melissa McClone

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Beschreibung

Ómnibus Jazmín 558 En aguas turbulentas Melissa Mcclone Hasta que los terremotos lo hundieron bajo el mar, aquel había sido un reino próspero y feliz. Poco a poco, los habitantes de Pacífica se fueron adaptando a las nuevas condiciones de vida, pero estalló la guerra civil y el rey se vio obligado a enviar a sus cuatro hijos lejos del hogar. Cada uno de ellos llevaría consigo un guardián y un fragmento del sello real. Veinticinco años después había llegado el momento de que los hermanos volvieran a reunirse. La bella Kayla Waterton llevaba toda su vida intentado evitar el mar; podía percibir sus secretos y su peligro. Pero una oportuna expedición en busca de un barco hundido iba a permitirle resolver los misterios de su pasado... y encontrar la pasión en los brazos del moderno pirata Ben Mendoza. Por una semana Hannah Bernard Tener que compartir casa con un guapo desconocido no era la idea que Erin Avery tenía de pasarlo bien. Lo peor era que Nathan Chase parecía tener algo que opinar sobre todos y cada uno de los aspectos de la vida de Erin, especialmente sobre su decisión de tener un hijo... sola. Pensara lo que pensara Nathan, ella no iba a cambiar de opinión... Hasta que le hizo una sorprendente proposición: él sería el padre de su hijo. El francés indomable Rebecca Winters Jasmine Martin, la nueva consejera delegada de la famosa casa de perfumes Ferriers, llevaba librando una batalla para demostrar que merecía su puesto desde que accedió a él. Sobre todo, con el enigmático magnate Luc Charriere, el hombre más cautivador y apuesto que había conocido... Luc era cauteloso, pero Jasmine necesitaba su ayuda y sus ojos azules tenían algo que lo tentaban a ofrecerle su apoyo. Cuando se dio cuenta de lo mucho que le importaba, supo que arriesgaría cualquier cosa para conservar a su lado a la mujer que le había robado el corazón.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 558 - febrero 2023

© 2002 Harlequin Books S.A.

En aguas turbulentas

Título original: In Deep Waters

© 2003 Hannah Bernard

Por una semana

Título original: Baby Chase

© 2015 Rebecca Winters

El francés indomable

Título original: Taming the French Tycoon

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003, 2003 y 2015

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1141-559-0

Índice

Créditos

En aguas turbulentas

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Por una semana

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

Háblame de Atlantis, papá.

Jason Waterton arropó a su hija de nueve años, Kayla, con una manta de cuadros.

–¿No quieres que te cuente el de los duendes?

–Mañana. Ahora quiero que me cuentes lo de Atlantis.

Sus ojos, del mismo color verde grisáceo de su madre, brillaban como el mar al amanecer. Cada año, el parecido de Kayla con su madre era mayor. Los mismos ojos, la misma sonrisa, la misma melena dorada. Jason sintió un peso en el corazón. Cómo echaba de menos todo lo que había perdido...

–Es mi favorita, pero Heidi Baxter dice que Atlantis y las sirenas no existen –dijo Kayla entonces, arrugando el ceño–. Son reales, ¿verdad, papá?

Esa pregunta encogió más aún el corazón de Jason. Era una soñadora. Una soñadora de corazón puro. Sus compañeras de clase se reían de esos sueños, pero él esperaba que no cambiase nunca.

–Si tú crees que son reales lo serán, cariño.

Kayla apoyó la cabeza sobre la almohada con una sonrisa de satisfacción.

–Yo creo que lo son.

–Debes creer siempre –murmuró Jason besando su frente. El amor que sentía por aquella niña nunca dejaba de asombrarlo. No podía imaginar la vida sin Kayla.

–¿Me vas a contar lo de Atlantis?

No podía negarle nada. Y hubiera querido poder ofrecerle más.

–Hace mucho tiempo, en un mar muy lejano, había una isla mágica llamada Atlantis. La gente de Atlantis vivía muy feliz. Era un lugar rico en recursos naturales, la ciencia los había librado de la enfermedad y poseían alta tecnología que simplificaba sus vidas. Era una existencia perfecta.

–Hasta que un día, el volcán que dominaba la isla empezó a lanzar humo y cenizas. La lava corría montaña abajo, el olor a azufre hacía imposible respirar. Los habitantes de la isla lucharon con valentía, pero al final perdieron la batalla y Atlantis se hundió en el océano.

Kayla sintió un escalofrío.

–Qué miedo.

Jason apretó su mano.

–Pero los habitantes de Atlantis habían sido buenos con el mar, tomando solo lo que necesitaban y nada más, así que el mar permitió que alrededor de la isla hundida hubiese una burbuja de oxígeno. Los científicos ayudaron a la gente a adaptarse a su nuevo hogar bajo el agua.

–Y se convirtieron en sirenas.

–Con el tiempo, los habitantes de Atlantis se convirtieron en anfibios. Podían vivir en el agua, con agallas y cola, o en la tierra, con piernas y pulmones, pero la mayoría prefería la libertad del mar –Jason cerró los ojos un momento–. Dejar Atlantis atrás, estar conectado a las otras criaturas del mar, ser capaz de nadar durante horas era... la felicidad total.

Kayla dejó escapar un suspiro.

–Ojalá fuese yo una sirena.

–Ojalá, cariño –murmuró él besándola en la frente–. Ojalá.

Capítulo 1

Las fuertes olas golpeaban el casco del barco moviéndolo de un lado a otro como si fuera un juguete. Kayla Waterton se sujetó a la barandilla y miró hacia abajo. No podía esconder el miedo a los secretos que ocultaban las oscuras aguas.

–Esto la mantendrá segura hasta que sea transferida al otro barco, señorita Waterton –dijo Pappy, el capitán, atando un cabo a su chaleco salvavidas por si caía al agua mientras intentaba saltar al otro barco–. No sé por qué el mar se ha embravecido de repente.

En cuanto el Xmarks Explorer, un barco de exploración y rescate, apareció en el horizonte, las tranquilas aguas se volvieron fieras. Nadie podía explicar por qué, pero Kayla creía conocer la respuesta.

El mar estaba furioso.

Ella no debía estar en medio del océano Pacífico. Le había prometido a su padre que se alejaría del mar... Pero estaba muerto y Kayla siguió con la tarea que él había empezado: localizar barcos hundidos. Resolver los secretos del pasado le daba una gran satisfacción. Le gustaba leer viejos mapas de navegación, comparar demandas de empresas de seguros, reunir las piezas para organizar expediciones.

Y por primera vez en su vida iba a tomar parte en una expedición. El sueño de su padre había sido encontrar los restos del Isabella, un barco pirata de increíble valor perdido casi tres siglos antes, pero el idiota que dirigía la expedición estaba buscando en el sitio equivocado, perdiendo tiempo y dinero.

–¿Preparada, señorita Waterton? –le preguntó el capitán.

Kayla asintió, aunque no las tenía todas consigo. Las olas rozaban la quilla del barco, mojando su cara. Tendría que pasar por encima del agua, a través de una pasarela de metal que unía los dos barcos. A ella le gustaba leer libros de aventuras en el mar, no experimentarlas en carne propia.

«Piensa en el Isabella, en el tesoro perdido, en hacer que el sueño de papá se haga realidad, en encontrar respuestas».

Solo era agua. ¿Qué más daba mojarse un poco? Podía hacerlo. Tenía que hacerlo.

–Hemos llevado sus cosas junto con los suministros. Solo tiene que cruzar la pasarela –insistió el capitán–. Sujétese al cabo y no se detenga. Y no mire hacia abajo.

Kayla se sujetó a la barandilla y dio un paso hacia la delgada pasarela, que parecía hundirse bajo las olas. El agua le cubría los pies.

«No mire hacia abajo».

Buen consejo.

Kayla miró a la tripulación del otro barco y un hombre de pelo negro llamó su atención. Tenía un aspecto arrogante, altivo. Con un pendiente de oro en la oreja izquierda, parecía más un pirata que el capitán de un barco del siglo XXI. Era muy fácil imaginarlo al timón del Isabella, dándole órdenes a su tripulación, robando tesoros a otros barcos en medio del Pacífico y secuestrando a las pasajeras. Sin duda susurraría frases seductoras en español, si no se equivocaba sobre su ascendencia, antes de hacer con ellas lo que le diese la gana.

Como si hubiera leído sus pensamientos, el hombre clavó en ella sus ojos negros.

«Peligroso» era una palabra que lo definía bien. No podría decirse que fuese guapo... a menos que a una le gustaran los hombres altos, fuertes y con cara de hombre-hombre. A ella no le gustaban, pero por alguna extraña razón su pulso se aceleró. ¿Adrenalina? ¿Atracción física? Temblando en medio de la pasarela que unía los dos barcos, Kayla no podría explicarlo.

Lo único que estaba claro era que debía moverse.

El instinto le decía que diera la vuelta, pero no lo hizo. Se obligó a sí misma a caminar hacia él. Con cada paso, se sentía más hipnotizada por aquellos ojos negros.

«Aparta la mirada, mira a otro sitio».

Entonces miró hacia abajo. Hacia el mar embravecido.

–¡Cuidado!

Kayla oyó la advertencia, pero era demasiado tarde. Una ola la envió contra la barandilla, empapándola, llenando su boca de agua salada. A pesar de que el suelo de la pasarela estaba resbaladizo, consiguió sujetarse. Sabía lo que significaba caer al agua en medio de aquella tormenta.

Sintió entonces que unos fuertes brazos tiraban de ella para llevarla al otro barco. Y cuando abrió los ojos se encontró de cara con el pirata.

–¿Qué hacía parada ahí en medio? –preguntó él, irritado. Tenía acento americano, nada de acento extranjero, pensó Kayla, tontamente decepcionada–. ¿Suele tener la cabeza en las nubes?

Aquel comentario le recordó las risas de sus compañeras cuando era pequeña. Nunca tuvo amigas en el colegio. Ni en ninguna parte.

–No lo he hecho a propósito.

–Lo mínimo que podría hacer es darme las gracias por salvarle la vida.

No le gustaba su actitud ni tampoco estar entre sus brazos.

–Yo no le he pedido que me rescate.

–Ah, muy bien.

Él la soltó de golpe y a Kayla le temblaban tanto las piernas que cayó al suelo.

–¿Se ha hecho daño? –le preguntó el pirata entonces, con un tono más suave.

Ella negó con la cabeza. «Menuda entrada».

Había media docena de hombres rodeándola. Y ninguno de ellos parecía un profesor de arqueología marina. No, aquellos tipos parecían estar más a gusto montados sobre una Harley que en un aula universitaria.

–Apartaos para que pueda respirar, chicos.

Quizá el pirata no era tan peligroso después de todo. Quizá era un príncipe disfrazado, con un corazón generoso...

–Siento haberles hecho perder tiempo.

–Es un poco tarde para eso, ¿no?

Muy bien, no era un príncipe. Ella tampoco era una princesa, así que... Pero el pirata estaba de pie y Kayla seguía sentada en el puente. Nerviosa, se levantó intentando recuperar el control de las piernas.

Pasaría uno o dos meses con aquella gente y no quería empezar con mal pie. Al fin y al cabo, era una profesional.

–Gracias por subirme a bordo.

El pirata la miró de arriba abajo, descaradamente.

–Soy Ben Mendoza. Este es mi barco, mi tripulación y mi expedición.

De modo que era él quien estaba buscando el Isabella en el sitio equivocado. Mucho físico, poca cabeza.

–Yo soy Kayla...

–Mire, Watertown…

–Waterton –lo corrigió ella–. Supongo que la primera impresión no ha sido muy favorecedora, pero vamos a trabajar juntos.

Mendoza la miró de arriba abajo otra vez.

–Esa sí que es buena.

–Me han enviado aquí para ayudar.

–El museo la ha enviado para legitimar la operación y tranquilizar a los inversores.

–Pero yo soy...

–Una distracción.

El pirata no la quería allí. Peor para él. Kayla tenía derecho a estar en el barco y pensaba quedarse.

–Señor Mendoza, creo que ha habido un malentendido.

–Quien debe entender algo es usted: apártese de mi camino. Tenemos mucho trabajo que hacer, señora Waterson.

–Waterton, señor Mendoza. Me llamo Kayla Waterton. Y soy señorita, no señora.

–Hoy es nuestro día de suerte, chicos. ¡Está soltera! –exclamó uno de los hombres.

–¿Y cuándo te ha detenido una alianza, Wolf? –preguntó otro, con acento del sur.

Los comentarios no parecieron afectar a Ben Mendoza.

–Vamos a dejar clara una cosa. Me da igual que se llame ET. Nadie la quiere aquí excepto los inversores y el museo.

–Yo no diría eso, jefe –rio el del acento sureño.

Ben levantó los ojos al cielo.

–Pero mientras esté aquí, es usted responsabilidad mía, así que no haga ninguna estupidez.

Kayla se quedó boquiabierta. Ben Mendoza no tenía ni idea de por qué estaba allí. Charles Andrews, el Relaciones Públicas del museo, no le había contado quién era ni su participación en la búsqueda del pecio. E imaginaba cuál sería su reacción al saber la verdad.

–Qué suerte tengo –murmuró irónica.

–Vaya a ponerse ropa seca. Andando.

–¿Perdone?

Él masculló una maldición. Francamente, cada vez le caía peor.

–¿El sentido común no forma parte de su currículum?

Kayla lo miró directamente a los ojos.

–Me perdí esa clase, igual que usted se perdió las de buena educación.

Ben Mendoza se quedó mirándola sin decir nada. Los segundos se convirtieron en minutos.

El encuentro no debería haber sido así. ¿Cómo iban a trabajar juntos? Le costaba trabajo respirar... y no podía echarle la culpa a la claustrofobia.

Afortunadamente, él rompió el tenso silencio:

–Cierre la puerta de su camarote con cerrojo. Mis chicos son humanos y ya nos ha ofrecido una visión panorámica de sus... atributos.

Kayla miró su ropa, tan mojada que parecía una segunda piel. Estupendo, acababa de convertirse en la chica del calendario para aquella pandilla. Nerviosa, cruzó los brazos sobre el pecho, notando la atrevida mirada de los hombres. Desde luego, eran humanos.

Era una tripulación de especialistas en localizar pecios hundidos, pero parecían otra cosa. Si llevasen pabellón negro, podría creer que estaba en un barco pirata.

Ben estaba frente al camarote de Kayla Waterton. Había levantado la mano dos veces para llamar, pero no lo hizo. Le estaba dando tiempo para cambiarse y deshacer la maleta.

No se sentía orgulloso de su comportamiento en el puente, pero lo había pillado desprevenido. Kayla Waterton no era lo que esperaba y eso lo puso nervioso.

Y lo había pagado con ella.

«Qué listo eres, Mendoza».

Menudo profesional... Pero no había podido evitarlo.

Ya era suficiente fastidio que el museo hubiese enviado a alguien. Una puñalada en la espalda. El Xmarks Explorer era lo suficientemente bueno para firmar un contrato cuando nadie más quería localizar el legendario barco pirata, pero después de haber hecho todas las preparaciones, enviaban un espía. Y no un espía normal, sino una chica que parecía una modelo y podría distraer a sus hombres.

«Ben Mendoza, acabas de conocer a tu peor pesadilla: Kayla Waterton».

Cuando se quitó el chaleco salvavidas, parecía más una ninfa que una historiadora marítima. Una historiadora debería ser gorda, bajita, con moño y gafas. Habría podido soportar una mujer así en su barco. Y su tripulación también. Habría sido un latazo, pero no una distracción.

Al contrario que Kayla. Ella era una distracción del tamaño del Titanic y más peligrosa que un iceberg.

Aquella melena rubia debía estar suelta, cayendo por su espalda, rozando el torso desnudo de un hombre... Hacerse un moño con ese pelo sería un crimen.

Y esos ojos, una intrigante mezcla de verde y gris, como el mar y el cielo durante una tormenta. Cuando la miró a los ojos, sintió que la conocía, como un déjà vu. Y enseguida supo por qué. Kayla tenía esa cualidad soñadora en sus ojos... como su padre y su ex mujer.

Los silbidos de sus hombres fueron un eco de la atracción física que Ben sintió inmediatamente.

Pero no había sitio en su vida para otra belleza soñadora que arruinase sus planes. Tenía que encontrar un barco y no podía fracasar en el empeño. Su tripulación y Madison contaban con él y no pensaba decepcionarlos.

Por eso Kayla Waterton tenía que marcharse.

Los inversores y el Museo de historia marítima la querían allí. Eran patrocinadores de la expedición y, por lo tanto, no podía echarla. De modo que le haría la vida imposible para que ella misma decidiera irse.

La vida en un barco como aquel podía ser aventurera, romántica incluso. Pero la realidad no tenía nada que ver con las imágenes de una tripulación abriendo cofres llenos de tesoros. Un turno en medio de la noche, durante una tormenta, y Kayla le rogaría que la dejase volver a su confortable torre de marfil.

Ben sonrió. Trabajaría como una más de la tripulación y, poco a poco, acabaría desilusionada y exhausta. Cuanto antes se fuera del barco, antes sus hombres y él podrían concentrarse en buscar el Isabella, el Izzy como lo llamaban ellos.

Entonces llamó a la puerta. Unos segundos después, oyó cómo ella quitaba el cerrojo. Al menos había seguido sus instrucciones.

Kayla lo miró. El silencio se alargaba como la calma que precede a la tormenta.

–¿Necesita algo? –le preguntó por fin.

–No.

No iba a ponérselo fácil. De acuerdo, se lo merecía.

–Sobre lo que ha pasado antes...

Kayla, con vaqueros y camiseta blanca, estaba para comérsela. Casi tan guapa como con la ropa mojada.

Ben se apoyó en el quicio de la puerta.

–He sido...

–Un imbécil.

–Si usted lo dice...

–Y un tirano.

–Muy bien, de acuerdo –suspiró él. Disculparse no se le daba nada bien.

Pensó entonces en el Izzy. Muchos decían que aquella búsqueda era un sueño absurdo, que el barco no existía. Al principio, para él no era más que un trabajo, pero después de dos años se convirtió en una obsesión. Tenía que encontrarlo.

Por muy mal que le cayese Kayla Waterton, no podía dejar que el orgullo se interpusiera en su camino. Encontrar el Izzy cambiaría su vida, la vida de su tripulación y, sobre todo, la vida de su hija. No podía fallar.

–Lo siento –dijo por fin.

Kayla arrugó el ceño.

–Acepto la disculpa. ¿Quería alguna cosa más?

«A ti». Aquel pensamiento lo sorprendió. Tendría que mantener las distancias, se dijo. No sería fácil en un barco pequeño, pero lo último que necesitaba eran complicaciones personales que pudieran poner en peligro la expedición.

–Una segunda oportunidad.

Sus ojos se encontraron y Ben sintió que le costaba respirar.

–Kayla Waterton –dijo ella entonces, ofreciendo su mano.

–Ben Mendoza.

Su piel era suave y bronceada. Seguramente pasaba mucho tiempo al aire libre, pero el único trabajo que hacía con aquellas manos era mover libros en la biblioteca.

–Encantada, señor Mendoza.

–Por favor, llámame Ben. Bienvenida a bordo del Xmarks Explorer.

–¡Papá, papá! –una niña se acercaba corriendo por el pasillo–. Ya he dormido mucho.

–Madison, no debes salir sola del camarote.

–Pero es que he oído voces –sonrió la cría–. ¿Es ella? –preguntó mirando a Kayla.

Ben no pudo evitar una sonrisa. Madison era medio metro de azúcar, sonrisas y rayos de sol. Y cada vez que la miraba, su corazón se encogía de amor.

–Kayla, esta es mi hija. Madison, te presento a la señorita Waterton.

Kayla se arrodilló para estrechar la mano de la niña. Ambas tenían el pelo largo, pero el de su hija era oscuro.

–Madison Mendoza. Qué bonita aliteración.

–¿Ali... qué?

–Que tienes un nombre precioso.

–Gracias.

–¿Cuántos años tienes?

La niña levantó cuatro dedos.

–¿Cuándo viene la otra señora, papá?

–¿Qué otra señora, princesa?

–La que tiene un cuchillo en la espalda.

Ben tuvo que contener una carcajada. Madison era un peligro cuando se ponía a parlotear. Pero no tuvo tiempo de dar explicaciones porque la niña entró en el camarote y se puso a mirar en la maleta de Kayla.

–Madison, no toques eso.

–Da igual. No va a romper nada –sonrió ella.

–No te imaginas lo que puede hacer una niña de cuatro años.

Ben miró a su hija. Estaba creciendo mucho. Ella era la razón por la que debía encontrar el Izzy. Y no la defraudaría.

–¿De qué otra señora habla? –preguntó Kayla entonces.

–No lo sé –murmuró Ben apartando la mirada.

–Se refería a mí, ¿no?

–No, no. Tú no eres...

–Ya.

Iba a tener que controlar lo que decía delante de Madison. O darle una larga charla.

–Niños...

Kayla soltó una carcajada. De modo que aquella guapa historiadora tenía sentido del humor. ¿Por qué no se sentía aliviado?

–¿Cuándo va a llegar esa señora, papá? Yo también quiero jugar a darle un revolcón. Mi papá dice que eso es lo que necesita –dijo la niña entonces.

–Será mejor que me lleve a esta ratita...

–¿Hay una ratita? ¿Dónde, en tu camarote? –exclamó Madison.

Antes de que pudiera decir nada, la niña había salido corriendo por el pasillo.

–Es muy rica –sonrió Kayla.

–A veces demasiado. Lo que ha dicho...

–Lo incluiremos en la disculpa de antes.

Ben no podía creer que se lo pusiera tan fácil.

–Trato hecho.

–Por cierto, quizá deberías empezar otra vez –dijo ella entonces–. A la tercera va la vencida.

Muy bien, tenía una sonrisa estupenda y un gran sentido del humor. Por no hablar de un cuerpazo y una cara preciosa. Él no estaba interesado, pero no pasaba nada por mirar.

–¿Vas a ser el amuleto que nos lleve hasta el Izzy?

Kayla asintió.

–Desde luego.

–Pareces muy convencida.

–Lo estoy –admitió ella–. Porque yo sé dónde está el Isabella... y tú no.

Capítulo 2

No debería haber dicho eso.

Era la verdad, pero en cuanto dijo la frase se arrepintió. Había visto un lado amable en Ben Mendoza mientras hablaba con su hija. Un lado que le gustó. No quería enfadarlo y hacer que volviese a ser el pirata.

Demasiado tarde.

Pero entonces él soltó una carcajada... y a Kayla le dio un vuelco el corazón.

Ben Mendoza se estaba riendo. Era una risa preciosa, muy masculina. Y ella no sabía si sentirse aliviada o preocupada.

–Esa sí que es buena.

Las arruguitas alrededor de los ojos deberían hacer que pareciese mayor. Pero todo lo contrario, le daban un aspecto más juvenil.

Ben no la creía. Peor, se estaba riendo de ella. Y Kayla tuvo que apretar los puños para no soltarle una fresca.

Menudo imbécil. Y ella pensando que era un padre sensible...

Aquel hombre era tan sensible como una piedra. Le hubiera gustado decirle lo que pensaba de su expedición, le habría gustado decirle que haría bien en escucharla.

Le habría gustado decirle dónde podía meterse sus carcajadas.

«Muestra confianza. Tú eres la única que sabe dónde está el Isabella».

–Lo digo en serio, Ben.

La sonrisa desapareció más rápido que un galeote atrapado en una tormenta.

–El Museo de Historia Marítima aprobó esta expedición.

–Fue Jay Bruce, pero ya no está en el museo. De hecho, la policía lo está buscando. Aparentemente, vendía por Internet falsa información sobre pecios hundidos.

La expresión sorprendida de Ben Mendoza casi la hizo sentir pena por él. Casi.

–¿Por qué no se me ha notificado?

–Acabo de hacerlo.

Ben la fulminó con la mirada.

–El señor Andrews debía haberte explicado los detalles cuando hizo los arreglos para mi visita. No te culpo por ponerte a la defensiva, pero el museo y los inversores están preocupados por la falta de logros, dado el enorme área que has cubierto.

–Y están preocupados por la legitimidad de la operación.

–Eso también –admitió Kayla–. Además, los fondos no son ilimitados.

Ben Mendoza podía ser muchas cosas, pero no era tonto. Su expresión le dijo que entendía la seriedad de la situación. Ella no quería amenazarlo, pero era necesario. Encontrar el Isabella era la prioridad, no importaba nada más. Especialmente su vanidad masculina.

–Hemos contratado al investigador más importante del mundo para encontrar el Izzy.

–¿Y cuánto tiempo lleva este famoso investigador trabajando... dos, tres años?

Ben arrugó el ceño.

Muy bien, pensó Kayla. Quizá se había pasado con aquel comentario, pero Ben Mendoza no parecía darse cuenta de que ella era una de las historiadoras marítimas más conocidas del país. Como su padre. Él le había dicho que llevaba el mar en la sangre y era cierto.

–Hasta los más brillantes investigadores se equivocan –dijo entonces.

Ben no sonrió. Su falta de humor no la sorprendía. Pero pensara lo que pensara, tenían que trabajar juntos.

–¿Qué te hace pensar que sabes dónde está el barco?

–El Isabella ha sido parte de mi vida desde que era pequeña.

Su padre solía contarle historias del barco hundido y de los piratas que lo tripulaban. Había pasado miles de horas investigando. El valor de la carga era inimaginable, pero eso no era lo importante. Su padre había localizado pecios hundidos muchas veces y este era diferente. Por alguna razón, el Isabella era su barco estrella. Kayla hubiera deseado saber por qué.

–Llevo once años estudiándolo.

Desde que el accidente en el sumergible se había llevado la vida de Jason Waterton y sus dos ayudantes.

Con el corazón encogido, Kayla tocó el talismán que llevaba colgado al cuello. Era la única llave de su pasado, el recuerdo del padre que había perdido y la madre a la que nunca conoció.

–He tenido que enterrarme en papeles, cartas, diarios, viejos mapas e informes de seguros, pero en los últimos meses por fin he conseguido reunir la información que apoya mis coordenadas.

–¿Y?

Kayla no quería admitir lo importante que era el barco pirata para ella. Nadie sabía cuánto deseaba encontrar el Isabella, de modo que escondió el talismán bajo la camiseta.

–Las investigaciones de mi padre han sido de gran valor para mí y verifican mis hallazgos.

–¿Y?

–El instinto me dice que no me equivoco.

–¿Apoyas tu brillante investigación en el instinto? ¿Por qué no consultas con un vidente?

–Lo he hecho –sonrió ella–. Como ves, lo he probado todo.

–¿En cuántas expediciones has participado?

Kayla apoyó firmemente los pies en el suelo. No pensaba dejarse intimidar.

–En ninguna.

–En ninguna. ¿Es tu primera vez en el mar?

–Sí.

–Ah, claro, entonces todo está clarísimo –dijo Ben con expresión burlona–. El museo está preocupado por la legimitidad y los gastos de la expedición, así que te mandan a ti, una respetada historiadora marítima que nunca ha estado en el mar, consulta con videntes y usa el instinto para encontrar barcos hundidos.

–Algo así.

–Tendría sentido si estuviéramos buscando el Izzy en el Triángulo de las Bermudas, si el abominable hombre de las nieves fuera el capitán de este barco y el mar fuera de color... rojo.

Muy bien, no lo había entendido. Tendría que darle más detalles.

Ben se dio la vuelta entonces.

–¿Ben?

Pero él no se detuvo, de modo que Kayla lo siguió.

Aquella mujer estaba como una cabra. Ben la habría definido con una palabra mucho más sonora, pero debía tener cuidado con Madison.

Si hubiera seguido escuchando aquella absurda historia un minuto más, habría terminado soltando una barbaridad. Por eso se dio la vuelta.

Kayla era muy guapa, pero estaba mal de la cabeza. Lo mejor sería atarle unos cuantos globos de helio a los brazos y dejar que flotase por el aire. Era como si su padre y su ex mujer se hubieran juntado en aquella persona llamada Kayla Waterton.

¿Qué había hecho para merecer aquello?

–¿Dónde vas? No te he dado las nuevas coordenadas –le gritó Kayla.

Como que iba a usar sus coordenadas. Ben siguió caminando. Era una grosería, pero sería más grosero si le dijera algo. Y no pensaba dejar que una frase estropeara su expedición.

La puerta de su camarote estaba abierta. Un miniciclón había pasado por allí, arrasándolo todo a su paso. Los cajones estaban abiertos, había ropa tirada en el suelo... Lo que le faltaba.

Madison estaba sentada en la litera, con su muñeca, Baby Fifi, en las rodillas. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

–No encuentro a la ratita por ninguna parte, papá.

–Ven aquí, princesa –sonrió Ben tomándola en brazos.

Aquella niña era el tesoro de su vida. Quería ser un buen padre y darle lo que él no había tenido de pequeño: seguridad y estabilidad. A veces lo conseguía, a veces no. Y tenía que hacer un esfuerzo.

Madison escondió la cara en su pecho.

–¿Tú crees que la ratita se ha escondido?

–Está aquí mismo.

Ella levantó la cara y miró alrededor.

–¿Dónde?

–Aquí, en mis brazos –contestó Ben acariciando su pelo.

–Yo estoy en tus brazos, tonto.

–Porque tú eres mi ratita.

–Yo no soy una ratita, soy Madison.

–Sí, es verdad. Y también eres mi ratita –sonrió él levantándola sobre su cabeza.

–¡La ratita Madison! Hazlo otra vez, papá –rio la niña. Ben obedeció. Los deseos de Madison eran órdenes para él–. Hola. ¿Quieres jugar?

Kayla estaba en la puerta del camarote, mirándolo con una expresión muy rara.

–No me has dejado acabar la frase.

–Tenía que comprobar qué hacía Madison. No me gusta dejarla sola mucho tiempo.

–¿Quieres ver mi habitación? –preguntó la niña entonces.

Kayla asintió.

–Me encantaría.

–Pero antes tengo que hablar un momento con la señorita Waterton –intervino Ben–. Ve a tu camarote, Madison, ella irá enseguida.

–Muy bien.

Con Baby Fifi en las manos, la niña salió al pasillo. Pero se volvió antes de salir corriendo.

–Me alegro de que esté aquí, señorita.

–Llámame Kayla. Y gracias. Yo también me alegro de estar aquí.

Con una sonrisa en los labios, Madison desapareció. Ben se daba cuenta de lo importante que era para su hija que hubiera otra mujer en el barco. Si no fuera Kayla Waterton...

–Supongo que ha estado buscando la ratita –sonrió ella señalando la ropa tirada en el suelo.

–Eso parece –suspiró Ben pasándose una mano por el pelo.

–Una niña muy decidida, ¿no?

–Y muy cabezota.

–Como tú.

–Sí.

A su hija le gustaba Kayla. Quizá no fuese tan mala después de todo.

–La madre de Madison dice que es una copia de mi ADN.

–¿Dónde está su madre?

Ben guardó un par de camisetas en un cajón.

–Que yo sepa, en Los Ángeles –contestó intentando disimular la amargura–. Intentando convertirse en una estrella de cine.

–¿Suele ver a la niña?

–No –dijo Ben cerrando el cajón. No sabía por qué Kayla mostraba tanto interés y lo molestaba la intrusión en su vida privada–. Yo tengo la custodia de la niña. Su madre no quiere derechos de visita.

–¡Papá! –gritó Madison desde su camarote–. ¿Ya has terminado de jugar con Kayla? Ahora me toca a mí.

–Dentro de un minuto, princesa.

–O sea, que vives solo con tu hija.

Ben asintió intentando no oír la vocecita que lo llamaba fracasado. Había fracaso en su matrimonio, no había conseguido darle un hogar estable a su hija, no encontraba el Izzy...

–Mi madre murió cuando yo tenía dos años, así que también viví sola con mi padre. Murió hace once años, cuando yo estaba a punto de cumplir dieciséis.

Huérfana. La palabra sonaba antigua, pero Kayla era huérfana. Ben pensó en Madison. Al menos, su hija no estaría sola si algo le ocurriese; sus padres cuidarían de ella.

–Debió ser terrible.

Kayla asintió.

–Verte con Madison me trae recuerdos muy bonitos. No me acuerdo de mi madre, pero mi padre fue siempre maravilloso conmigo. El mejor.

Ben deseaba que Madison pudiera decir algún día lo mismo de él. Criar solo a una niña era difícil y sería más difícil cada día. Se preguntó entonces si Kayla tendría alguna pena escondida...

–¿No echaste de menos una influencia femenina en tu vida?

–A veces. Bueno, muchas veces, cuando era adolescente. Pero quería mucho a mi padre. Pensé que volvería a casarse y quizá si lo hubiera hecho... –Kayla no terminó la frase.

Su sonrisa, llena de honestidad, tocó el corazón de Ben de una forma extraña. Le hubiera gustado apretar su mano, pero no debía hacerlo. De modo que siguió guardando las cosas.

–Si haces todo lo posible para que Madison sea feliz, todo irá bien.

–Eso espero.

Cada día era una nueva aventura. Algunas buenas, otras difíciles, otras que no quería repetir. Pronto Madison sería una adolescente... con el estómago encogido, Ben tomó una camisa del suelo.

–¿Y quién sabe? Puede que algún día encuentres a alguien con quien compartir tu vida –sonrió Kayla entonces.

Aquella conversación se estaba volviendo demasiado personal.

–Aquí trabajamos turnos de ocho horas con cuatro de descanso. ¿Quieres empezar hoy mismo?

–Sí, claro. ¿Quieres que te dé las nuevas coordenadas del Isabella?

–Primero tenemos que terminar la búsqueda con las nuestras.

–Pero...

–Hablaremos de tus coordenadas más tarde –la interrumpió Ben. Si se salía con la suya, «más tarde» no llegaría nunca porque Kayla Waterton se habría marchado–. La cena es a las ocho. Tu turno empieza a la una de la mañana.

–¿A la una de la mañana? –repitió ella, sorprendida.

–¿Algún problema?

–No, no. Está bien. Perfecto.

Ben tuvo que esconder una sonrisa. Estaba deseando ver su expresión un par de días más tarde, cuando se despidiera con un bon voyage. Esas palabras serían música para sus oídos.

Podía hacerlo, se dijo. Claro que podía. Cuantas más veces se lo dijera a sí misma, mejor. Y las cosas habían mejorado un poco, además.

Al comprobar la tecnología del Xmarks Explorer, sus esperanzas de encontrar el Isabella aumentaron. Un satélite les ofrecía comunicación y conexión a Internet, de modo que podría permanecer en contacto con el museo y los inversores.

La tripulación era mayor de lo que había esperado. Un grupo se encargaba de las operaciones del barco y el otro se dedicaba a la búsqueda. Kayla suspiró al pensar que tendría que trabajar con aquella pandilla de «especialistas».

Durante la cena, Ben parecía ser el único que no la estaba mirando. Pero intentó hacerse la dura.

Además, su estómago lo agradecía. Sonriendo, Kayla se echó hacia atrás en la silla. Steve, un gigante de ciento cincuenta kilos nacido en Minneapolis, había hecho lasaña. Una lasaña tan rica como la que hacían en su restaurante favorito de Portland, Oregón, pero cocinada en un barco en medio del Pacífico.

Stevie le acercó una bandeja de pan de ajo.

–¿Quieres un poco más, Kayla?

–No, gracias. Creo que me he comido ya media barra. ¿Quién te enseñó a cocinar?

–Mi abuela. ¿Seguro que no quieres más?

–Bueno, tomaré otra rebanada –sonrió Kayla. Stevie sonrió también, tímidamente.

–Tú, cocinero –lo llamó entonces un hombre bajito de pelo rojo–. Trae más pan.

Kayla notó que Madison estaba mirando. No era asunto suyo, pero la mente de una niña es muy frágil. Tenía que decir algo.

–Perdona, se me ha olvidado cómo te llamas.

–Fitz. ¿Qué pasa, quieres conocerme mejor? –rio el pelirrojo–. Digo en posición horizontal.

–Gracias, pero paso –contestó Kayla–. Lo que me preocupa ahora mismo es la educación de Madison. Las buenas maneras son importantes cuando hay una niña de cuatro años presente.

Fitz se puso colorado.

–Maldita sea, se me había olvidado –murmuró cortado.

Solo el tiempo diría si había aprendido la lección. Kayla terminó su pan de ajo sin dejar de sonreír.

–Cocinas muy bien, Stevie. De verdad.

–¿Te apetecen unas galletas de chocolate? Acabo de hacer una bandeja.

–¿Que si me apetecen? Me encanta el chocolate.

–Yo hago las galletas con tres capas.

–Muy bien, a partir de ahora eres mi mejor amigo –rio Kayla–. Pero si sigo mucho tiempo en este barco, tendré que hacer ejercicio.

Stevie sonrió.

–Sí, las mujeres me quieren porque tengo el corazón muy grande.

–¿Por qué no te vas a la cocina con ese corazón tan grande? –le espetó Ben.

–Ya voy, jefe.

Kayla levantó la mirada. Ben estaba frente a ella.

–No tontees con la tripulación.

¿Tontear? ¿Qué estaba diciendo? Ella no tenía tiempo para salir con nadie y menos para tontear. Su vida estaba dedicada a dos cosas: localizar pecios hundidos y buscar respuestas a su pasado. No había sitio para un hombre.

–Solo estaba charlando.

–No lo entiendes, ¿verdad?

Qué pena que no tratase a todo el mundo como trataba a Madison. Ben era atractivo... cuando no estaba ladrando.

–¿Entender qué?

–Stevie no se da cuenta de la diferencia.

–Stevie y yo hemos hablado de comida. Nada más.

–Da igual. Pensará que estás interesada en él.

Kayla no era idiota. Y por lo que había visto, tampoco lo era su tripulación a pesar de los eructos, las malas maneras y las miradas licenciosas.

–Sé cómo tratar a los hombres.

–A estos no.

–¿Y si estuviera interesada en Stevie?

–¿Qué?

Ella intentó no sonreír al ver su expresión de sorpresa.

–No todos los días se encuentra un hombre que sepa cocinar así. ¿Está casado?

–¿Stevie casado? –repitió Ben frunciendo el ceño. En aquel momento parecía más un pirata que nunca–. Solo tiene veinticuatro años.

–Yo solo tengo veintisiete. Y a lo mejor le gustan las mujeres mayores. Además, ¿qué tiene que ver la edad con el matrimonio?

Ben la miraba como si hubiera perdido la cabeza.

–¿Lo estás diciendo en serio?

Kayla lo dejó cocerse en su propia salsa durante unos segundos.

–Eso no es asunto tuyo.

Los ojos negros de Ben se oscurecieron aún más, si eso era posible.

–Todo lo que pasa en este barco es asunto mío. ¿Lo entiendes?

Estaba jugando con fuego. Pero nunca antes había vivido en un barco lleno de piratas. Era hora de arriesgarse...

–Sí, mi capitán –contestó Kayla haciendo un saludo militar–. Lo he entendido perfectamente.

Capítulo 3

De pie en proa, Ben se consolaba con el olor del mar y del gasoil. Los aromas familiares y la rutina diaria le daban a todo un aire de normalidad. Pero no había nada normal con Kayla Waterton en su barco.

Querría saber cómo había ido su primer turno, pero seguía dormida. Quizá estaría dormida hasta el siguiente... Se dijo a sí mismo que no le importaba, pero no era cierto. Sentía curiosidad. Y eso lo molestaba más de lo que le hubiera gustado admitir.

Madison corrió hacia él con su diminuto chaleco salvavidas y sus sandalias de piolín.

–Date prisa, papá.

–El puente está mojado. No corras.

Bajo un cielo azul sin nubes, Madison se quitó las sandalias.

–Sí, mi capitán.

Gracias a Kayla, Ben había oído esa frase cien veces desde la noche anterior. Incluso Madison la repetía.

–¿Quién soy yo?

–Mi papá.

–Eso es. Soy papá, no lo olvides.

–Sí, mi capitán.

Muy lista su hija. Demasiado lista.

Madison se llevó la mano a la cara en un saludo militar. Pero a la altura de la nariz.

–¿Es así, papá?

–Perfecto, princesa –contestó Ben, que había dejado atrás sus años en la Marina.

–Vamos a jugar –dijo la niña entonces, metiéndose en la piscina de plástico.

La piscina había sido idea de Wolf y mantenía a Madison entretenida durante horas. Todo el mundo participaba de la diversión. Monk instaló una manguera para llenar la piscina con agua de mar, Stevie llevaba los refrescos...

–Tú eres el monstruo y me quieres comer.

Ben obedeció. Las risas de su hija le alegraban el alma. Tenía que pasar más tiempo con Madison y menos pensando en la expedición y en Kayla.

–Voy a comerte –dijo poniendo voz de monstruo.

–No, voy a comerte yo –replicó ella echándole agua–. Estás todo mojado, papá.

–Sí, es verdad. Has cazado al monstruo.

–Los monstruos de verdad no admiten la derrota tan fácilmente.

Ben se volvió al oír la voz de Kayla.

Estaba a unos metros de él, sobre la escalera que llevaba a proa. Llevaba una camiseta azul marino y unos pantalones cortos que mostraban un par de piernas largas y torneadas. Unas piernas increíbles.

Quizá debería dictar una nueva norma: nada de pantalones cortos a bordo. No, a los chicos no les gustaría... Además, mientras todo el mundo se portase de forma profesional, no pasaba nada por mirar.

–Yo soy una princesa y mi papá es un monstruo –explicó Madison–. ¿Tú también quieres ser una princesa?

Jugar no era un comportamiento profesional, pensó Ben. Y tampoco lo era el deseo que sentía de acariciar el pelo de Kayla. Cada mechón era como de oro...

–La señorita Waterton tiene cosas que hacer, cariño.

–Tengo unos minutos libres –dijo ella bajando los escalones con un excitante movimiento de caderas–. Y si no molesto, me encantaría ser una princesa.

Era una sirena. Tenía que serlo.

–No, no molestas.

–Gracias.

Su sonrisa le hacía cosas raras en el corazón. Y eso no le gustaba nada. Su corazón le pertenecía solo a Madison. No había sitio para nadie más.

–Las princesas tienen que meterse en el agua –le ordenó Madison–. Si no, el monstruo te comerá.

–Ah no, eso sí que no –dijo Kayla entonces, quitándose las zapatillas de deporte. El agua le llegaba por debajo de las rodillas–. ¿Ahora estoy a salvo, princesa Madison?

–Tienes que sentarte.

–No quiero mojarme la ropa. ¿Puedo quedarme de pie, Alteza?

Madison se lo pensó un momento.

–Bueno.

Kayla hizo una reverencia.

–Gracias, princesa.

–Entra en la piscina con nosotras, papá –dijo la niña entonces, moviendo la mano como si tuviera una varita mágica–. Tú puedes ser el príncipe.

Ben miró la piscina. Era demasiado pequeña. Además, las princesas bailaban con los príncipes y si Kayla quería bailar... eso sería tremendamente poco profesional. Nueva regla: no se podía bailar con otro miembro de la tripulación.

–Prefiero ser el monstruo.

–Es un papel que te pega mucho –sonrió Kayla.

–Gracias.

–De nada. Bonita piscina.

–Es mi playa –dijo Madison chapoteando.

–Lo llamamos «la playa». Ahí hay una nevera con refrescos, si te apetece.

–Gracias –sonrió Kayla tirándole un balón de plástico a la niña.

Zach llegó corriendo, sacó un refresco de la nevera y lanzó un eructo.

–Eso no se hace, tío Zach –lo regañó Madison.

–Perdón.

–Las buenas maneras son muy importantes –siguió diciendo la niña–. ¿Verdad que sí, Kayla?

–Desde luego que sí.

Murmurando una disculpa, Zach se alejó por el puente.

Ben soltó una carcajada. Al menos enseñaba buenos modales a su hija.

–¿Qué tal anoche?

Kayla se echó agua en las piernas. Le picaban, como si tuviera la piel seca.

–No vimos nada.

Ben notó cierto tono de desilusión.

–¿Nada en absoluto?

–No, a menos que el barro cuente.

Estupendo. Empezaba a frustrarse. Justo lo que había esperado.

–¿Podemos jugar en el barro, papá?

–Hoy no, princesa.

Madison hizo un puchero, pero Kayla la distrajo llenando un cubo de agua.

–El Izzy está ahí abajo. Es difícil encontrarlo porque estamos buscando en un área muy extensa.

–Lo sé, pero...

¿Pensaba abandonar inmediatamente? No podía ser.

–Papá, tengo que hacer caca –dijo Madison entonces.

Ben la ayudó a salir de la piscina.

–¿Necesitas ayuda?

–No, gracias. Ya soy mayor.

La niña corrió al cuarto de baño y cerró la puerta.

–A veces corre por todo el barco para decirme que tiene que ir al baño –sonrió él–. ¿Qué ibas a decir antes?

–No sé cómo decirte esto, pero...

–Suéltalo.

–Solo llevo aquí veinticuatro horas, pero parece mucho más.

–Lo sé.

«Tranquilo», se dijo Ben a sí mismo. En cuanto le dijera que quería irse, llamaría a Pappy por radio para que fuera a buscarla.

–Estamos perdiendo tiempo y dinero con estas coordenadas. He hablado con la tripulación sobre lo que se ha hallado hasta ahora... y no se ha encontrado ninguno de los objetivos. Nada confirma la idea de que el Isabella se hundió por aquí. Es hora de cambiar de rumbo.

A Ben no le hizo ninguna gracia que Kayla hubiese hablado con su tripulación. Todo el mundo creía que el Izzy estaba allí, pero había oído murmullos de descontento sobre otra temporada perdida.

–No sabemos hasta dónde llegaron los restos.

–Desde luego. Pero aquí no vamos a encontrar nada –insistió Kayla–. Siempre podríamos volver... si no encontramos nada.

–¿Has perdido la confianza en tus coordenadas?

–Sigo confiando en mi investigación –contestó ella levantando la barbilla. En aquel momento parecía una princesa de verdad. Ben entendía que Madison copiase sus gestos–. Encontraremos el Isabella si seguimos mis coordenadas, te lo aseguro.

–Pero si no lo encontramos, no podremos seguir buscando porque nos retirarán los fondos.

–Yo podría... insistir.

¿Qué poder tendría una historiadora en el museo? A menos que se acostase con el jefe... No, Kayla no parecía ese tipo de mujer. Ben miró hacia el cuarto de baño. Un minuto más y tendría que ir a ver cómo estaba la niña.

–¿Crees que eso serviría de algo?

–No le haría daño a nadie. Todos queremos lo mismo, ¿no?

–Yo quiero encontrar el Izzy.

–Y yo también –dijo Kayla entonces, decidida–. Pero no puedo encontrarlo sin tu barco y sin tu tripulación. Y tú no puedes encontrarlo sin mis datos.

Estaba siendo sincera con él y merecía lo mismo.

–No voy a juzgar tu investigación porque no la conozco.

–Pero te darás cuenta de que tengo razón.

No la creía más que el día anterior, pero respetaba su confianza. Él estaba buscando un tesoro, pero para conseguirlo se fiaba de una investigación histórica y de un proceso científico. Ni intuición, ni premonición, ni videntes. Tres cosas en las que su padre hubiera confiado para hacer que sus sueños se hicieran realidad.

–Lo que importa es localizar el barco –dijo ella entonces–. ¿Qué más da qué coordenadas sigamos mientras el resultado sea satisfactorio?

Aquello tenía que ser una trampa. Kayla parecía sincera, pero una vez se equivocó sobre la sinceridad de una persona y no pensaba volver a hacerlo. De todas formas, no la entendía. O era una mujer de principios o una cabezota decidida a salirse con la suya a cualquier precio. O quizá las dos cosas.

–¿Quieres que trabajemos juntos?

–Y con tu tripulación –sonrió ella–. Juntos lo conseguiremos.

Parecía una animadora de instituto. Solo le faltaban los pompones y una faldita corta. A Ben le gustaba la imagen... pero aquello no era un partido de fútbol. Y Kayla no era parte de su equipo.

–Pronto terminaremos con la búsqueda en esta zona.

–¿Y entonces?

–Ya veremos –contestó él.

Kayla quería acción.

Desgraciadamente, solo podía esperar. Esperar que Ben volviera de ayudar a Madison en el baño, esperar que Ben tomase una decisión sobre las coordenadas...

–Hola, Kayla –Monk, el más guapo de la tripulación, con el pelo rubio, ojos azul cielo y acento tejano, se acercó a ella quitándose la camiseta–. Te toca darme crema, guapa.

–Lo dirás de broma.

–Fitz es el gracioso del barco –rio él guiñándole un ojo–. Yo soy el mejor en la cama.

Kayla intentó no soltar una carcajada. Se sentía como la única chica en una fraternidad y alguien tenía que controlar a aquella panda de brutos.

–¿Puedo hacerte una pregunta?

–Pregunta lo que quieras, cariño.

–¿Tu comportamiento te parece adecuado delante de una niña de cuatro años?

–Madison no está aquí.

–Está en el cuarto de baño con Ben, así que es posible que te haya oído. Pero ese no es el asunto. Siento darte la charla, pero ¿quieres que Madison crezca pensando que así es como un hombre trata a una mujer?

–No –contestó Monk, avergonzado–. Lo siento. Perdona.

Cuando se fue de «la playa», Kayla paseó dentro de la piscina. El agua salada relajaba sus piernas. Debía haberse golpeado contra la barandilla más fuerte de lo que pensaba. Pero un dolorcillo en la piernas no era nada importante cuando toda una expedición estaba en peligro.

Ben tenía que cambiar el curso del barco. Era su responsabilidad, su deber, hacer que eso ocurriera. Iba a contarle cuál era su puesto en el museo y ordenarle que siguiera sus coordenadas.

Madison llegó corriendo a la piscina unos segundos después.

–He hecho caca.

Kayla no sabía mucho de niños y no se le ocurría qué contestar a eso. ¿Debía aplaudir?

–Ya eres una chica muy mayor.

–Mi papá me ha ayudado a lavarme las manos.

–Pero tú has hecho todo el trabajo –dijo Ben.

Madison sonrió.

–Porque soy mayor.

Kayla miró entonces a Ben y tuvo que contener el aliento. Solo era un hombre, pero sus hormonas femeninas empezaban a apreciar ese detalle exageradamente.

Aunque era lógico.

Tenía un físico más de nadador que de levantador de pesas, sin una onza de grasa. Al menos, ella no la veía. Y estaba mirando. Fijamente.

Su voz se suavizaba cuando hablaba con la niña y eso lo hacía más atractivo. Que Ben Mendoza dijese su nombre con amor incondicional... sin pensar, Kayla dejó escapar un suspiro. Eso no iba a pasar. Al menos, no en un futuro próximo. Tenía demasiadas preguntas que resolver sobre el pasado antes de abrir su corazón al amor.

Las risas de Madison eran como un bálsamo. «Los niños encuentran alegría en las pequeñas cosas», pensó. La idea de tener un hijo la atraía más que nunca, pero no era el momento.

Cuando Ben se quitó la camiseta empapada, se fijó en unas cicatrices que tenía en la espalda. No podía imaginar qué habría causado aquellas terribles señales.

–¡Ven aquí, princesa! –gritó Wolf.

Llevaba la camiseta por dentro del pantalón y se había afeitado. Quizá no toda la tripulación era tan poco civilizada como había creído.

–¡Al colegio, al colegio! –rio Madison–. ¿Puedo enviar un e-mail a mi mamá y a mi abuelo?

–Claro que sí. Nos vemos en la comida, jefe.

–Gracias –sonrió Ben.

–¿El colegio? –preguntó Kayla.

–Wolf hace de maestro. Tenemos todos los libros de preescolar aquí para que vaya acostumbrándose.

–Es una niña muy afortunada.

–Yo soy el afortunado. Entre Madison y mi tripulación no necesito nada más –dijo él señalando el mar–. ¿Has visto los delfines?

Un par de delfines nadaba alegremente cerca del barco.

–Nunca había visto un delfín tan cerca –murmuró Kayla saliendo de la piscina.

–Son asombrosos.

–Yo nunca he nadado en el mar. Mi madre se ahogó en la costa de California y mi padre temía que me pasara lo mismo.

–No lo culpo.

Entonces se miraron a los ojos... y el tiempo se detuvo. El ruido de los motores desapareció. En ese instante, Ben no era un pirata, era un salvador. No era un padre. Solo era Ben Mendoza.

Era atractivo, muy atractivo, pero eso daba igual. Ella no estaba allí para buscar novio, estaba allí para encontrar los restos de un barco.

Y algunas respuestas.

Kayla se rascó los pies contra el puente. De nuevo tenía una sensación rara en las piernas. Como si alguien las estuviera apretando.

–¿Te ocurre algo?

–No, no. Estoy bien.

Cuando Ben se inclinó hacia ella, pudo oler el mar en su piel. Y le gustaba.

Kayla se dejó caer sobre una de las sillas de plástico. Tenía que descansar las piernas. Quizá había tomado demasiado el sol.

–¿Necesitas algo?

«A ti». No sabía de dónde había salido ese absurdo pensamiento. Y tuvo que respirar profundamente.

–No, gracias.

–Estás pálida.

Kayla se encogió de hombros. No sabía por qué Ben, pirata o padre, se preocupaba. En realidad, estaba deseando librarse de ella.

«Dale un respiro. No es tan malo».

O al menos, eso esperaba.

Pero era un hombre difícil de entender. Sabía del amor que sentía por su hija, pero el resto era un misterio. Y ya había demasiados misterios en su vida. No necesitaba otro.

Entonces volvió a fijarse en las cicatrices de su espalda.

–¿Cómo te hiciste eso?

–Un accidente.

Aparentemente, no quería hablar del asunto.

Se quedaron en silencio durante un minuto. Ojalá pudiera mirar a los delfines y no a Ben... Kayla se recordó a sí misma que era un pirata. Tomaría lo que quisiera y después se alejaría con el viento en las velas buscando otro premio.

–Estuve en la Marina –dijo él por fin.

–¿Así empezaste a interesarte por los barcos hundidos?

–Más o menos. Era buceador –contestó Ben sin mirarla–. Tuve un accidente durante una inmersión.

–No tienes que contarme...

–Hubo una explosión en el sumergible –siguió él, mirando el mar–. Tuvieron que operarme dos veces, pero salí bien parado. Uno de mis compañeros no tuvo tanta suerte.

Kayla tocó su brazo. Tenía la piel suave, firme, notaba los músculos bajo sus dedos.

–Lo siento.

–Fue hace mucho tiempo.

Ben era sólido, fuerte. Y sin embargo, en sus ojos veía un hombre cálido. Un padre, un amante.

–Sigue doliendo, ¿verdad?

Él no dijo nada. No tenía que hacerlo.

Kayla tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mano y cuando la apartó, echó de menos el contacto masculino. Pero intentó no hacer caso al impulso de tocarlo de nuevo.

–¿Dejaste la Marina después del accidente?

–Podría haberme reenganchado, pero era hora de dejarlo.

–¿Lo echas de menos?

–Si el deber me llama, acudiré. Pero prefiero la vida civil. Aceptar órdenes es para los perros.

A Kayla no la sorprendió la frase. Pero eso no haría su trabajo más fácil.

–¿Te gusta estar al mando?

–Desde luego. Ser el jefe es la única forma de vivir para mí. Sabes lo que tienes que saber y si te equivocas, es tu problema.

No sabía quién era ella ni quién estaba a cargo de la expedición. Tenía que decírselo. Pero no podía. Aún no.

–Entonces, ¿nunca aceptas órdenes?

–A menos que vengan de Madison, no. Ella es mejor jefa que la Marina. Y mucho más guapa. Aunque si se entera...

Estaba mirándola a los ojos y Kayla tuvo que aclararse la garganta.

–Tu secreto está a salvo conmigo.

Si el suyo también estuviera a salvo...

Capítulo 4

Kayla miraba los mapas extendidos sobre la mesa. El día anterior no habían encontrado nada de «valor cultural», de modo que estaban revisando viejos datos en lugar de discutir qué objetivos debían reexaminar.

Ella era una investigadora histórica, no una experta en sónar, pero quizá podría ver algo que los demás no hubieran visto. Fuera cual fuera el resultado, tenía que hacer algo más productivo que tomar el sol.

–Mira esto –dijo Vance, el arqueólogo–. Un campo de restos rodea esa masa. Pensábamos que era una formación geológica, pero es un barco.

Kayla estudió la imagen. Con miles de barcos hundidos en el fondo del mar, Ben se habría encontrado unos cuantos durante la expedición. Ojalá uno de ellos hubiera sido el Isabella. Eso haría su vida mucho más fácil.

–¿Ves el casco? –preguntó Gray, el especialista en sónar–. Enviamos el ROV para inspeccionar, pero el casco era demasiado largo... y de acero.

Kayla miró a los dos hombres. Le gustaba estar con ellos. La hacían sentir como un miembro más de la tripulación.

–¿Crees que el Isabella está enterrado en lodo? ¿Por eso no podemos verlo?

Vance se pasó una mano por la perilla.

–Puede que una parte del barco esté cubierta de sedimento, pero deberíamos saber si es el Izzy. Encontraron el América, de modo que hay esperanza de encontrar otros galeones.

Eugene entró entonces en la sala de control.

–Más datos, Kayla –dijo sentándose a su lado. Era un chico joven con ojos de cachorro. Y un mago de la informática que estaba creando un programa para facilitar la grabación de los datos del sónar–. Dicen por ahí que tú sabes dónde está el Isabella.

Kayla se puso rígida. Contestar a eso podría no ser conveniente en aquel momento. Ni para ella ni para Ben.

–Pues yo...

–Si sabes algo...

–El jefe quiere saberlo todo –lo interrumpió Gray–. Si tienes algún secreto...

–Lo he hablado con Ben –dijo Kayla entonces.

No le gustaban los secretos, pero en aquel caso no tenía otra opción. Sabía que no era querida allí y se reservaba la verdad para evitar una lucha de poder. No quería empeorar la situación.

–¿Qué sabe?

–Que he investigado durante años la localización del Isabella.

–Y si sabes dónde se hundió el Izzy, ¿por qué no lo hemos encontrado todavía? –preguntó Eugene.

–Es un poco complicado.

Por decir algo.

Stevie apareció entonces con un plato de galletas.

–Galletas de chocolate recién salidas del horno.

Morir por un atracón de chocolate sonaba estupendamente. Kayla tomó una y le dio un mordisco. La galleta se derritió en su boca.

–Qué rica.

Vance la miraba a los ojos y la intensidad de aquella mirada hizo que sintiera un escalofrío.

–O sabes dónde está el Izzy o no.

Otro mordisco. Afortunadamente, con la boca llena no podría hablar. Vance se quedó mirándola mientras masticaba.

«Ya está bien».

Ben se creía el jefe, pero no pensaba dejar que nadie más tratase de intimidarla.

–Lo sé.

–¿Estás buscando apoyo para organizar un motín, Kayla?

Ben.

La sala parecía mucho más pequeña con él allí. Además, se movía como si fuera el dueño de aquel sitio. Que lo era.

–Kayla ha investigado a fondo el Izzy –comentó Eugene.

–No es la única –replicó Ben con frialdad–. Los piratas y los tesoros están de moda.

Kayla oyó campanas de advertencia.

–Esta es una expedición científica. Si encontramos un tesoro, solo será la guinda de la tarta.

–Esa es la tarta –rio Vance–. Espero que los piratas del Izzy atacasen un montón de barcos antes de enviarlos al fondo del océano.

Incluso Vance, un entrenado arqueólogo, había pillado la fiebre del oro. La Historia mostraba cómo eso podía volver loco a cualquier hombre.

–Puede que Luis Serrano no asaltase todos los barcos que surcaban el Pacífico, pero hizo lo que pudo antes de que se hundiera el Isabella.

–¿Quién? –preguntó Gray.

–El capitán del Isabella, el que robó los tesoros que estamos buscando –contestó Ben.

–Luis Serrano de Martín –explicó Kayla–. Un hombre obsesionado.

–Por el oro –dijo Ben.

–Y por amor –replicó ella mirándolo a los ojos.

Aquellos ojos negros la hipnotizaron por un momento. Era desconcertante. Kayla quería mantener con él una relación estrictamente profesional, pero en su presencia se sentía como... como una mujer. Algo muy poco profesional.

–Luis asaltaba los barcos que hacían la ruta Manila–Acapulco para casarse con Ana Delgado.

–Supuestamente, una mujer de bandera.

A Kayla no le hizo gracia que Ben hablase así de otra mujer... aunque llevase muerta tres siglos.

–¿Cómo lo...?

–Investigación –sonrió él, satisfecho–. Estuve investigando antes de empezar la expedición.

–¿Tienes fotografías, jefe? –preguntó Gray.

–Entonces no había cámaras –contestó Eugene levantando los ojos al cielo.

–Una pena que no hubiese cámaras. Por lo visto, Luis Serrano estaba buenísimo –sonrió Kayla.

Ben levantó una ceja.

–¿Buenísimo?

Ella se encogió de hombros.

–Un tío muy guapo.

Aquella conversación tenía que volver a su cauce, de modo que Kayla decidió dar una de sus charlas. Solo le faltaba la pantalla y el puntero.

–La vida de Luis Serrano es muy interesante. Era el quinto hijo de un duque español y se fue de España cuando lo acusaron de haber perdido su galeón tras el ataque de un barco pirata. De modo que, furioso y avergonzado, él mismo se apuntó al pirateo.

Ben asintió.

–Quería venganza contra España por haberle robado todo, desde su buen nombre hasta su barco.

Había hecho los deberes, pensó Kayla. Podía cuestionar algunas de sus decisiones, pero le gustaba que supiera lo que estaba haciendo. Y algunas cosas más, le dijo una vocecita.

–¿Y de dónde sale la tía buenísima? –preguntó Vance.

Ella se apartó el pelo de la cara.

–Luis estaba navegando por el Pacífico cuando conoció a Ana Delgado y se enamoró de ella.

–Qué romántico –sonrió Ben, burlón.

–Lo fue.

–Sí, claro, muy romántico. Luis capturó su barco y la mantuvo cautiva.

–Luis la mantuvo a salvo y luego se la devolvió a su padre, en California. Si le hubiera hecho daño, Ana no se habría enamorado de él.

Ben soltó una carcajada.

–Uno de estos días me gustaría visitar tu mundo imaginario. Seguro que es muy interesante.

Kayla ni se molestó en replicar.

–Se enamoraron, pero Ana estaba comprometida con un noble español. Le suplicó a su padre que le permitiera casarse con el pirata, pero él se negó porque Luis no tenía otra fortuna que el botín de sus pillajes. Entonces el noble español, convertido en pirata, decidió volver a la mar y conseguir una fortuna. Ana le suplicó que no se fuera, pero Luis zarpó de todas formas.

–Hizo lo que tenía que hacer –murmuró Ben.

De nuevo se miraron a los ojos y a Kayla se le puso el corazón en la garganta. Imaginaba a Luis Serrano con la cara de Ben Mendoza.

–Debería haberse quedado porque, poco después, Ana convenció a su padre de que el amor que sentía era auténtico. Pero Luis ya había zarpado.

–El tío era un poco impaciente y no quería quedarse esperando.