En boca de todos - Elizabeth Bevarly - E-Book
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En boca de todos E-Book

Elizabeth Bevarly

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Beschreibung

¿La seguiría queriendo a pesar de todo? En el instituto, Ava Brenner había sido la pesadilla de Peyton Moss durante el día, pero por la noche habían saltado chispas de otra clase entre ellos. Dieciséis años después, el azar dio un giro de ciento ochenta grados. Peyton estaba a punto de llegar a una fortuna de mil millones de dólares, y Ava vivía de una manera mucho más humilde. Él necesitaba que ella le enseñara a desenvolverse en la alta sociedad, si lograban dejar a un lado aquella vieja rivalidad. Pero las cosas entre ellos llegaron mucho más lejos… ¿Descubriría Peyton el escándalo que la había dejado casi en la indigencia tantos años atrás?

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Seitenzahl: 173

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Elizabeth Bevarly

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

En boca de todos, n.º 2035 - abril 2015

Título original: My Fair Billionaire

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6266-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

T. S. Eliot tenía razón.

Ava Brenner apuró el paso por la avenida Michigan y se refugió debajo del toldo de una tienda. Abril era el peor mes de todos, el más cruel. El día antes el cielo de Chicago estaba azul y despejado y la temperatura no bajaba de los diez grados centígrados, pero las cosas habían cambiado de la noche a la mañana. Unas nubes grises se cernían ominosas sobre la ciudad y caía una lluvia fría que calaba hasta los huesos. Se sacó el fular por fuera del cuello de la trenca y se tapó la cabeza, anudándoselo por debajo de la barbilla. El agua estropearía la seda del pañuelo, pero tenía una reunión con un posible vendedor y prefería tener que comprarse otro fular antes que ver cómo se empapaba el moño perfecto que se había hecho.

La imagen lo era todo. Esa era una lección que Ava había aprendido cuando aún estaba en el instituto. El mes de abril no era lo único que era cruel. Las adolescentes podían llegar a ser monstruosas, sobre todo las más ricas, superficiales y arrogantes, las que asistían a esos exclusivos colegios privados y siempre iban a la última moda, las que despreciaban a sus compañeros becados que llevaban ropa de las rebajas.

Ava ahuyentó esos pensamientos. Habían pasado más de quince años desde su graduación. Tenía un negocio propio que dirigir, una boutique llamada En Boca de Todos que alquilaba prendas de alta costura a mujeres que querían lo mejor para una ocasión especial en la vida. El negocio aún estaba arrancando, pero poco a poco empezaba a dar algo de beneficios y Ava al menos daba la imagen de ser una empresaria de éxito. Nadie tenía por qué saber que ella misma era la mejor clienta de la tienda.

Se quitó el fular de la cabeza y lo guardó en el bolsillo de la trenca al entrar en el elegante restaurante. Se había puesto un traje de firma de color gris que había combinado con una blusa verde, a juego con sus ojos. El conjunto había llegado a la tienda esa misma semana, y había decidido ponérselo para ver si era cómodo.

El teléfono móvil comenzó a sonar. Era el vendedor con el que tenía que reunirse. Le decía que cambiaran la reunión a otro día de esa semana. Ava se dio cuenta de que esa noche iba a cenar sola, como de costumbre. Sin embargo, llevaba mucho tiempo sin salir, y había trabajado muy duro a lo largo de todo el mes, así que se merecía un pequeño capricho.

Basilio, el dueño del restaurante, la recibió con una efusiva sonrisa, llamándola por su nombre. Cada vez que le veía, Ava se acordaba de su padre. Basilio tenía los mismos ojos oscuros, llevaba el mismo corte de pelo y tenía el mismo bigote, pero estaba segura de que, a diferencia de su padre, Basilio nunca había cumplido una sentencia en una cárcel federal.

Sin molestarse en comprobar la lista de mesas, Basilio la condujo a su mesa favorita, una situada junto a la ventana. Desde allí podía ver a los transeúntes mientras comía. Se disponía a abrir la carta, pero un alboroto junto a la barra reclamó su atención. Dennis, su camarero favorito, estaba recibiendo un buen rapapolvo de un cliente, un hombre de espaldas anchas y cabello negro azabache. Se había ofendido cuando Dennis le había dicho que había bebido demasiado, algo que era más que obvio.

–Estoy bien –insistía en decir el hombre. Hablaba con fluidez, pero su tono de voz era innecesariamente alto–. Y quiero otro Macallan. Solo.

–No creo… –Dennis trataba de mantener la calma.

–Muy bien –el hombre le interrumpió–. Tú no piensas. Sirves bebidas. Y ahora, ponme otro Macallan. Solo.

–Pero, señor…

–Ahora –dijo el individuo en un tono hostil.

Ava sintió que el pulso se le aceleraba al oír esa palabra colérica. Había trabajado de camarera mientras estudiaba en la universidad y había tenido que lidiar con esa clase de individuos que se convertían en matones a causa de la embriaguez. Afortunadamente, Basilio y el otro camarero, Marcus, se acercaron rápidamente a la barra para resolver la situación.

Dennis sacudió la cabeza al verles acercarse. Levantó una mano, indicándoles que esperaran.

–Señor Moss, tal vez sería mejor que se tomara una taza de café.

Ava sintió un golpe de calor en el estómago al oír el nombre. Moss… En otra década, en otra época, en una galaxia lejana, había ido al colegio con un chico que se apellidaba Moss. Peyton Moss. Él iba un año por delante en la Tony Emerson Academy.

Pero no podía ser él. Peyton Moss le había dicho a todo el mundo que iba a marcharse de Chicago en cuanto se graduara. Había jurado que jamás iba a volver y había mantenido su promesa. Ava había regresado a Chicago unos meses después de haber terminado la carrera de Empresariales y se había encontrado con algunos de sus antiguos compañeros de clase, pero ninguno de ellos había mencionado nada respecto al regreso de Peyton.

Miró al hombre de nuevo. Peyton era la estrella del equipo de hockey del instituto, gracias a su increíble habilidad, pero también a su imponente altura. El pelo le llegaba a los hombros y su voz, incluso por aquella época, era profunda y grave.

Cuando el individuo se volvió hacia Marcus, Ava contuvo el aliento. Aunque llevara el pelo más corto y el perfil se le hubiera endurecido con el paso de los años, sin duda era Peyton Moss. Hubiera reconocido ese rostro en cualquier lugar, incluso después de dieciséis años.

Sin pensárselo dos veces, se levantó de la silla y fue hacia el grupo.

–Señores, a lo mejor lo que hace falta aquí es un intermediario imparcial que resuelva el problema –dijo, interponiéndose entre Peyton y los demás.

De haberla reconocido, Peyton se hubiera reído de ella al oírla decir eso. En el instituto lo había sido todo excepto imparcial cuando se trataba de él. Pero él tampoco era muy imparcial por aquella época. Eso era lo que pasaba cuando dos personas se movían en círculos sociales totalmente distintos, en un medio en el que la jerarquía y la estratificación social eran estáticas e inamovibles. Cuando la clase alta se encontraba con la clase baja en un sitio como Emerson, saltaban chispas y la pirámide social se derrumbaba.

–Señorita Brenner, no creo que sea una buena idea –dijo Basilio–. Los hombres en ese estado son impredecibles, y él es tres veces más grande que usted.

–Mi estado está perfecto –dijo Peyton con hostilidad–. O lo estaría si este establecimiento hiciera caso a las peticiones de clientes que pagan.

–Déjeme hablar con él –dijo Ava, bajando la voz.

Basilio sacudió la cabeza.

–Marcus y yo podemos ocuparnos de esto.

–Pero yo le conozco. Fuimos juntos al colegio. Me escuchará. Somos… Éramos… –por algún motivo no era capaz de pronunciar la palabra– amigos.

Peyton también se hubiera reído de eso, si la hubiera reconocido. Habían sido muchas cosas en Emerson: compañeros de estudio a la fuerza, contrincantes durante una extraña noche, amantes… Sin embargo, nunca habían sido amigos.

–Lo siento, señorita Brenner –dijo Basilio–. Pero no puedo dejar que…

Antes de que pudiera detenerla, Ava dio media vuelta y se dirigió hacia la barra.

–Peyton –dijo, deteniéndose frente a él.

En vez de mirarla, él siguió mirando a Dennis.

–¿Qué?

–Esto ha llegado demasiado lejos. Tienes que entrar en razón.

Él abrió la boca, pero se detuvo cuando sus ojos se encontraron con los de ella. Ava había olvidado lo hermosos que eran sus ojos. Tenían en mismo color y la claridad del buen coñac, y estaban rodeados de unas pestañas espesas y oscuras.

–Te conozco –dijo él, mostrando algo más de lucidez de repente. Su tono de voz sonaba seguro, pero su expresión dejaba ver algo de duda–. ¿No?

–Fuimos juntos al colegio…

Él se sorprendió.

–No te recuerdo de Stanford.

¿Stanford?

Lo último que había oído de él era que se iba a una universidad de Nueva Inglaterra para cursar una carrera cualquiera, vagamente académica, por si sufría alguna lesión.

–De Stanford no.

–¿Entonces de dónde?

No sin reticencia, Ava se lo dijo.

–Emerson Academy, aquí en Chicago.

La sorpresa de Peyton se disparó.

–¿Fuiste a Emerson?

Tampoco tendría por qué haberse sorprendido tanto. ¿Todavía seguía pareciendo una niña pordiosera?

–Sí –le dijo con calma–. Fui a Emerson.

Él arrugó el entrecejo y la miró con más atención.

–No te recuerdo de allí tampoco.

Algo se le clavó en el pecho cuando oyó ese comentario. Debería haberse alegrado de que no la recordara. Ella misma hubiera deseado poder olvidar a la chica que había sido en Emerson, y también hubiera deseado haber podido olvidar a Peyton, pero durante esos dieciséis años que habían pasado él y todos sus amigos no habían hecho más que colarse entre sus pensamientos, convocando recuerdos y sentimientos que quería enterrar para siempre.

Él alzó una mano y la sujetó de la barbilla. La hizo volver el rostro a un lado y al otro y la miró desde todos los ángulos posibles. Finalmente sacudió la cabeza, abrió la boca para decir algo y entonces…

–Oh, Dios. Ava Brenner.

Ava dejó escapar un suspiro de exasperación. No quería que nadie la recordara como había sido en Emerson, sobre todo los chicos como Peyton, sobre todo Peyton. A pesar de eso, no obstante, una marea de placer la recorrió por dentro cuando se dio cuenta de que su recuerdo no se le había borrado del todo a él.

–Sí. Soy yo –le dijo, resignada.

–Vaya –el tono de voz no desvelaba nada de sus pensamientos.

Se dejó caer sobre un taburete y la miró con esos ojos penetrantes, dorados. Ava sintió que una ola de emociones contradictorias la golpeaba por dentro: orgullo, vergüenza, arrogancia, inseguridad, culpa… Y en medio de todo aquello había una incertidumbre absoluta sobre Peyton, sobre sí misma, sobre los dos. Eso era igual en el pasado y en el presente.

Definitivamente se sentía como si hubiera vuelto al instituto de golpe. Y le gustaba tan poco como entonces.

Cuando quedó claro que Peyton no iba a causar más problemas, Dennis retiró la copa vacía de la barra y la reemplazó por una taza de café. Basilio soltó el aliento lentamente y le dedicó una sonrisa de agradecimiento a Ava.

Ella pensó que debía volver a su mesa. Ya había hecho la buena obra del día. Pero Peyton seguía mirándola y había algo en su expresión que la hizo detenerse. Era algo que le desataba otro torbellino de recuerdos, distintos a los que la habían asaltado en un primer momento, pero igualmente no deseados y desagradables.

Porque había sido ella, y no Peyton, quien había pertenecido a esa clase poderosa en el exclusivo colegio. Ella había sido una de esas niñas ricas, superficiales y arrogantes, las que siempre iban a la última moda, las que despreciaban a sus compañeros becados con ropa de las rebajas.

Había sido así hasta el verano antes del último año de instituto, momento en que su familia lo había perdido todo. De la noche a la mañana había terminado recorriendo esos mismos pasillos de rebajas que tanto le habían servido para mofarse de sus compañeros más desfavorecidos, y se había convertido en uno de esos apestados, siempre rechazados y acosados.

Peyton no dijo ni una palabra mientras Ava le observaba, intentando identificar todos los cambios que se habían producido a lo largo de esos dieciséis años que habían pasado. Algunas hebras plateadas brillaban en su oscuro cabello, y su rostro mostraba una fina barba de unas horas. No recordaba que se afeitara en el instituto, pero a lo mejor lo hacía, aunque aquella mañana cuando se levantó a su lado él…

Trató de parar los recuerdos antes de que llegaran a tomar forma, pero aparecieron de todos modos. Todo había empezado cuando se habían visto obligados a trabajar juntos en un proyecto semestral para una asignatura en la que los estudiantes de los primeros cursos se mezclaban con los mayores. El dinero realmente lo cambiaba todo, o por lo menos en Emerson era así. La jerarquía social era clara y férrea, pero a pesar de eso siempre había habido algo entre Ava y Peyton. Era algo caliente que quemaba el aire que respiraban cuando estaban en la misma habitación, algo extraño, una reacción combustible que se debía a algo volátil y repentino que ninguno de los dos había sido capaz de identificar y entender, y a lo que tampoco habían sido capaces de resistirse.

Las cosas habían llegado a un punto de inflexión aquella noche en su casa. Se habían quedado hasta tarde trabajando en un proyecto de clase y habían terminado haciendo… En realidad no habían hecho el amor, porque fuera lo que fuera lo que sintieran el uno por el otro, no había tenido nada que ver con el amor. Sin embargo, tampoco había sido sexo sin más. Había habido algo más que el mero contacto físico, algo más profundo.

A la mañana siguiente Peyton se había levantado de la cama dando un salto y Ava había hecho lo mismo. Se habían acusado mutuamente y habían buscado toda clase de excusas, sin escucharse el uno al otro. Solo se habían puesto de acuerdo en una cosa: aquello había sido un error colosal y no debían volver a mencionarlo jamás. Peyton se había vestido a toda prisa. Había salido corriendo por la ventana de la habitación de Ava y ella la había cerrado rápidamente para que no les descubrieran. El lunes por la mañana entregaron el trabajo y todo volvió a la normalidad.

La normalidad de ser enemigos…

Pero Ava pasó el resto de ese año en vilo y no recuperó la tranquilidad hasta que Peyton se graduó y se fue a la universidad.

Sin embargo, la paz no iba a durarle mucho. Tres semanas más tarde, el mundo se derrumbó a su alrededor y la arrastró hasta la base de la pirámide social, obligándola a codearse con aquellos a los que tan mal había tratado en el pasado, personas que no se merecían el desprecio que ella les había dado durante tanto tiempo.

Ava se volvió hacia Basilio.

–Necesito un favor. ¿Podría pedirle a uno de los camareros que se acerque a mi tienda y que me traiga el coche para poder llevar al señor Moss a su casa? Yo me quedo aquí y me tomaré un café con él mientras tanto.

Basilio la miró como si hubiera perdido el juicio.

–Solo son quince minutos andando. Diez si se apura el paso.

–Pero, señorita Brenner, él no…

–Está en pleno uso de sus facultades –dijo ella, terminando la frase–. Sí, lo sé. Y es por eso que se merece una pequeña excepción esta noche.

–¿Está segura de que es una buena idea?

Ava no estaba segura. El hombre que tenía delante era un desconocido para ella. Además, aquel chico al que había conocido en el instituto tampoco era precisamente un libro abierto.

–Mis llaves están en mi bolso, sobre la mesa –le dijo a Basilio–. Y mi coche está aparcado detrás de la tienda. Solo necesito que mande a alguien a buscar el coche y yo le llevo a casa. Por favor –añadió.

Basilio quería objetar algo más, pero finalmente optó por ceder.

–Muy bien. Mandaré a Marcus. Solo espero que sepa lo que hace.

«Ya somos dos», pensó Ava.

 

 

Peyton Moss se despertó como no se había despertado en mucho tiempo.

Resaca. Tenía una horrible resaca. Cuando abrió los ojos no sabía dónde estaba, ni qué hora era, ni tampoco qué había estado haciendo en las horas anteriores.

Se quedó quieto en la cama durante unos segundos. Al menos estaba en una cama, así que trató de averiguar cómo había llegado a esa posición. Hizo un esfuerzo por recordar.

Estaba boca abajo, con la cara aplastada contra una almohada y las sábanas amontonadas debajo del vientre. ¿Pero de quién era la cama?

Fuera de quien fuera, no estaba a su lado en ese momento, pero tenía que ser una mujer. Las sábanas olían muy bien como para ser las de un hombre y el papel de la pared tenía flores, cosa que descubrió al darse la vuelta. Sobre su cabeza había una lámpara de araña. Miró alrededor y vio más evidencias del género femenino: una cómoda muy elegante y un guardarropa.

Entonces se había ido a la casa de una desconocida la noche anterior. No era que fuera algo extraño en él, pero no lo hacía desde la juventud. Tampoco se sentía viejo, no obstante. Tenía treinta y cuatro años solamente, pero a esa edad los hombres solían empezar a pensar en sentar la cabeza, algo que él no había hecho.

¿Por qué había vuelto a una ciudad a la que había jurado no regresar jamás?

Chicago. La última vez que había estado allí tenía dieciocho años y era un caballo desbocado. Se había ido a la estación de autobuses directamente tras la ceremonia de graduación y solo se había detenido un momento para tirar el birrete y la toga en la primera papelera que se había encontrado. Ni siquiera había pasado por casa para despedirse. A nadie le importaba lo que hiciera, a nadie en todo Chicago.

Se tapó los ojos con el brazo. Sin duda no había nada como un melodrama adolescente para empezar bien el día.

Se incorporó hasta sentarse y bajó las piernas. Su chaqueta y su corbata colgaban del respaldo de una silla y tenía los zapatos junto a los pies. Aún llevaba la camisa y los pantalones puestos, así que no había pasado nada más esa noche y podía ahorrarse el momento incómodo del reencuentro matutino.

Caminando con cuidado, avanzó hasta la puerta. Se dirigió al cuarto de baño que estaba a su derecha y abrió el grifo para llenar el lavamanos. Después de echarse un poco de agua en la cara se sintió mucho mejor. Seguía teniendo un aspecto horrible, pero se sentía algo mejor.

El espejo le hizo reparar en un pequeño armario situado justo detrás. Localizó una botella de enjuague bucal y también un peine. Se quitó el mal sabor de la noche e hizo todo lo posible por domar un poco su cabello revuelto.

Al salir del aseo, notó un olor a café recién hecho y se dirigió a la cocina, que era muy pequeña. La luz situada encima de los hornillos estaba encendida, así que no tropezó con nada. La única decoración que cubría las paredes era un calendario con paisajes de Italia, pero la puerta del frigorífico estaba llena de cosas; un anuncio de un festival de cine italiano que se iba a celebrar en el Patio Theater, recortes de revistas de moda femenina y una tarjeta que le recordaba a la dueña de la casa su próxima cita con el ginecólogo.

Era evidente que la cafetera tenía puesto el temporizador, porque no había nadie por allí. Peyton miró el reloj. No eran más que las cinco de la mañana, pero al parecer la persona que vivía en esa casa madrugaba mucho.

Peyton cruzó la cocina de una zancada y salió por el otro lado, que daba acceso a un salón poco más grande que la habitación. Se colaba suficiente luz de la calle como para poder discernir una lámpara al otro lado de la estancia. Peyton dio un paso adelante, pero entonces oyó un sonido a su derecha que le hizo detenerse. Era el sonido que hacía una mujer mientras dormía, un sutil suspiro seguido de un pequeño gemido. A través de la penumbra vio la silueta de una mujer acostada en el sofá.

Peyton se había encontrado en muchas situaciones singulares a lo largo de los años, y en muchas de ellas había mujeres, pero no sabía qué hacer en una situación como la que se le presentaba en ese momento. No sabía dónde estaba. Tampoco sabía cómo había llegado hasta allí y desconocía la identidad de la mujer bajo cuyo techo había pasado la noche. Incluso podía estar casada, o ser una psicópata.

De repente, la misteriosa anfitriona volvió a hacer ese sonido apacible y Peyton descartó la última posibilidad. Una psicópata no podía suspirar de una forma tan deliciosa. Sin embargo, si ella estaba durmiendo en el salón y él había pasado la noche en su dormitorio, no tenía nada por lo que sentirse culpable.