En el amor y en el juego - Pippa Roscoe - E-Book

En el amor y en el juego E-Book

Pippa Roscoe

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Beschreibung

-Estás jugando un juego peligroso. ¿Pero estaba Sia jugando por trabajo… o por placer? Catorce días. Ese era el plazo que el duque exiliado Sebastian le había dado a la tasadora de arte Sia Keating para demostrar que él había robado un famoso cuadro. Y, con la prueba, Sia pediría recuperar su puesto de trabajo. Se había esforzado mucho por ganarse una reputación y alejarse de la sombra de la corrupción de su padre y no iba a dejarse vencer sin luchar antes. Pero que tuviese acceso a la vida del duque no significaba que Sia pudiese romper la barrera que Sebastian había puesto entre él y el mundo. Eso era algo que solo podía conseguir aceptando la peligrosa atracción que existía entre ambos…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2020 Pippa Roscoe

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En el amor y en el juego, n.º 2948 - agosto 2022

Título original: Playing the Billionaire’s Game

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-008-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ENTREVISTADOR UNO: Señorita Keating, ¿entiende que esta entrevista está siendo grabada para uso interno de Bonnaire’s y que no es necesaria la presencia de un abogado?

SEÑORITA KEATING: Me temo que eso no me convence de que no lo necesite.

ENTREVISTADOR UNO: ¿Pero entiende lo que le acabo de decir?

SEÑORITA KEATING: Sí.

ENTREVISTADOR UNO: Entonces, ¿podría explicar cómo llegó a la conclusión de que el cuadro en cuestión era falso?

SEÑORITA KEATING: Como ya he explicado, el cuadro que se valoró en Sharjarhere no era falso.

ENTREVISTADOR UNO: ¿Pero usted declaró que el cuadro Mujer enamorada, que salió a subasta después de una visita privada a la galería de arte Bonnaire’s, en Londres, y que sufrió daños la noche del veintiuno de junio era falso?

SEÑORITA KEATING: [breve pausa] Sí. Ese cuadro era falso.

ENTREVISTADOR DOS: ¿Y asegura que ese cuadro era distinto al que usted valoró y certificó en Sharjarhere y que atribuyó al pintor Etienne Durrántez, que pertenecía al jeque Alham Abrani?

SEÑORITA KEATING: Sí.

ENTREVISTADOR DOS: ¿Por qué?

SEÑORITA KEATING: Porque hago muy bien mi trabajo.

ENTREVISTADOR UNO: Luego hablaremos de eso. Por el momento, ¿nos puede explicar las circunstancias en las que identificó el cuadro dañado como falso?

 

Sia Keating había estado respirando con dificultad antes de que el fuerte tono de su teléfono la despertase de la pesadilla que había estado teniendo. Había estado luchando contra las opresoras sábanas que se enredaban alrededor de sus brazos y de su cuello.

Varios días después se preguntaría si aquel momento habría sido profético. Se había despertado sintiendo miedo. Un miedo que aumentó al oír lo que la persona que había al otro lado del teléfono tenía que decirle.

–Sia, tenemos un problema.

El corazón le latió tan deprisa que no fue capaz de responder a David, el jefe del equipo de investigación. En parte, porque en el departamento lo llamaban el Detective del arte y, a pesar de que le caía bien aquel hombre tranquilo, con gafas, solo podía haber un motivo de su llamada.

–El cuadro de Abrani ha sufrido daños.

Sia echó las sábanas hacia abajo y se apartó el pelo de la cara, preocupada.

–¿Cómo?

–Al parecer, ha habido un altercado en la galería.

–En las galerías de arte no hay altercados –respondió ella, confundida.

Miró el reloj que había en la mesilla de noche. Eran las dos de la madrugada. David le había dicho que el cuadro estaba dañado. ¿Por qué la había llamado?

–Pues esta noche lo ha habido y hay un problema con el cuadro. ¿Te importaría venir y echarle un vistazo? Algo no está bien.

 

 

Durante el breve trayecto entre su pequeño estudio en Archway y la galería en Goodge Street, Sia sintió miedo. Miedo a que se terminase su carrera. Era como si David hubiese anunciado la llegada del apocalipsis. Porque «algo no está bien» solo podía significar una cosa.

«Que no sea falso, que no sea falso, que no sea falso».

No podía serlo. Habían valorado el cuadro dos meses antes en Sharjarhere y no era falso, porque ella lo había comprobado hasta tres veces. Siempre lo hacía. Tenía que hacerlo.

Intentó contener las náuseas. Casi todos los tasadores de arte se encontraban con falsificaciones. Porque, a pesar de estar muy bien formados, los falsificadores también eran cada vez mejores. Era de esperar, teniendo en cuenta el dinero que ganaban, hasta que los pillaban.

Sia intentó no pensar en la última vez que había visto a su padre en la cárcel. Había tenido la sensación de que todo en su vida, y en la de ella, había sido falso.

«Pero este no es falso», se repitió.

Repasó la tasación. Se había hecho deprisa porque ella había estado sustituyendo a Sean Johnson, que se había puesto enfermo. Todavía se sentía ligeramente culpable por haberse alegrado de que la eligiesen para reemplazarlo y por haber pensado que, si se encontraba mal, era por haber bebido demasiado.

A pesar de que era muy buena, rigurosa, precisa, no solían asignarle aquellas tasaciones. Al principio, lo había achacado a que era nueva. Después, había pensado que estaba paranoica. Llevaba allí tres años y seguían sin asignarle trabajos importantes, así que había tenido que aceptar que ser quién era o, más bien, hija de quién era, le estaba pasando factura.

Así que se había propuesto que aquella valoración fuese perfecta. Había llegado al palacio de Sharjarhere desde Atenas, donde había ayudado a su amiga Célia d’Argent y a Loukis Liordis con una subasta con fines benéficos. ¿Se había involucrado tanto en la subasta que después se le había pasado algo en el palacio? Negó con la cabeza.

No, había pasado por cada una de las etapas del proceso: la firma, el estilo artístico, la pintura, el lienzo. Había quitado el marco, había comprobado la parte trasera, todos los detalles habían sido correctos, la variación en los niveles de pintura, el espesor, la luz negra no había mostrado nada fuera de lo normal.

Además, su instinto natural le había dicho que estaba en presencia de un verdadero Etienne Durrántez, uno de los artistas más famosos del siglo XXI. No le había importado saber que el cuadro iba a alcanzar una cifra superior a los cien millones de libras. No le había importado quién fuese a pagar semejante cantidad de dinero por una obra de arte. Solo le había importado la obra.

Daba la sensación de que la mujer desconocida miraba hacia su observador con un tercer ojo, lo mismo que la Mona Lisa. Tenía la sonrisa secreta de otro cuadro llamado Mujer enamorada. Su espesa y larga melena oscura resultaba impresionante incluso para Sia, que también tenía una cabellera rizada que llamaba tanto la atención que siempre la llevaba recogida en un moño bajo. La imagen llevaba los labios pintados de rojo con orgullo, no con arrogancia, con seguridad, no con falso coraje, y todo aquello había hecho que Sia desease haber conocido a aquella misteriosa mujer. Para comprender de dónde procedía aquella admiración que había sentido no por el pintor, sino por la modelo.

Sia se había sentido tan atraída por el cuadro que era completamente imposible que fuese falso. La firma, el estilo artístico, la pintura, el lienzo… pensó, repasándolo todo. Y la procedencia.

Se le cortó la respiración solo un instante. No le habían enseñado la procedencia del cuadro. Su jefe le había dicho que no necesitaba comprobarla porque eran unos documentos que le habían llegado a Sean. Y a pesar de que ella había preguntado, había oído lo de siempre, un suspiro.

Había oído suspirar muchas veces durante los tres años que llevaba en Bonnaire’s. Casi podía imaginarse a su jefe en esos momentos. Con sobrepeso, el rostro colorado y siempre sudando ligeramente, justo antes de hacer algún comentario condescendiente acerca de su juventud, de su género, de su aspecto o de su inexperiencia.

Su jefe le había recordado que le estaba dando una gran oportunidad y que, en vez de hacer una montaña de un grano de arena, debía, en resumen, mantener la bonita boca cerrada y ponerse a trabajar. Sí, eso era lo que le había dicho.

Y en esos momentos, mientras el metro llegaba a la estación de Goodge Street, Sia se reprendió por haberle obedecido en vez de haber hecho caso a su instinto.

Se cerró el abrigo con fuerza para protegerse del aire frío de la noche mientras andaba entre cajas de comida rápida vacías y bolsas de basura negras para entrar por la puerta trasera de Bonnaire’s, levantó su tarjeta para pasarla por el lector negro y abrió la pesada puerta.

Normalmente, a las dos y cuarenta minutos de la madrugada los despachos de paredes blancas estaban vacíos, pero esa noche había por lo menos quince trabajadores y, a través de las ventanas de las salas de reuniones, Sia pudo ver al menos a dos directores de la empresa, uno de ellos, gritando por teléfono, muy enfadado.

Tomó las escaleras que la conducirían tres pisos más abajo, donde se encontraba el enorme laboratorio que ocupaba toda una planta, golpeando frenéticamente con los tacones los escalones de hormigón para llegar hasta donde sabía que estarían David y el cuadro.

Hizo caso omiso de las miradas de los asistentes del laboratorio mientras se dirigía hacia el largo banco que utilizaba David. Miró hacia la sala de rayos X que había a su espalda, la bombilla roja estaba apagada, lo que significaba que no se estaba utilizando la máquina.

David estaba sentado delante del ordenador, viendo los resultados de las pruebas de rayos infrarrojos y ultravioletas. En cuanto la vio llegar, hizo que varios técnicos que estaban alrededor del cuadro dañado se marchasen y le hizo un gesto para que se acercase ella.

Nada más ver la pintura, Sia dejó escapar un grito ahogado. Se sintió sorprendida, horrorizada, ante las manchas rojas que recorrían el cuadro, que debían haber sido de vino, pero el alcohol había empezado a mezclarse con la pintura que había debajo y el negro del pelo ya chorreaba por las pálidas mejillas y el collar de plata de la Mujer enamorada apuntaba hacia el marco de un modo distinto al del cuadro original. El real. El que ella había tasado.

–Es falso –exclamó.

–Sí.

Sia se dejó caer en la silla que había delante del cuadro.

–Este no es el cuadro que yo tasé, David. No habría cometido semejante error. ¿Has visto las fotografías que hay en mi carpeta?

–No… no me han dado acceso al archivo.

–Pero… ¿cómo se supone que vas a compararlo con la valoración inicial?

–Mira, Sia, deberías saber que…

Pero Sia no estaba escuchando a David. Estaba mirando el vídeo que se estaba reproduciendo en la parte baja de la pantalla del ordenador de su jefe.

–¿Qué es eso? –lo interrogó.

David volvió a mirarla con preocupación antes de bajar la vista a la pantalla.

–La grabación de las cámaras de seguridad durante el incidente. Al parecer, dos hombres se pelearon justo delante del cuadro.

Sia no pudo evitar llevarse la mano a los labios, sorprendida, al ver la pelea, durante la cual una copa de vino había ido a parar directamente al cuadro.

–¿Es ese Savior Sabbatino?

–Sí, y el otro es su hermano Santo.

Los hermanos Sabbatino eran conocidos por sus escándalos y la noticia de lo ocurrido en la galería debía de estar corriendo como la pólvora.

–¿Puedes retroceder? –le preguntó a David.

Había algo que le chirriaba y no sabía el qué. Volvió a ver la grabación varias veces, observó cómo el vino caía sobre la pintura, los gestos de sorpresa de los dos hermanos y del resto de personas presentes al ver cómo una obra de arte tan cara…

Entonces se dio cuenta de que había una persona, solo una, que no giraba la cabeza, que seguía de espaldas al cuadro, casi con una sonrisa en los labios.

Era un hombre al que Sia habría reconocido en cualquier parte, como cualquier otra mujer con sangre en las venas, aunque no le gustasen los multimillonarios con mala reputación.

 

ENTREVISTADOR UNO: Entonces, ¿sospechó inmediatamente de Sebastian Rohan de Luen?

SEÑORITA KEATING: El jeque Alham Abrani fue muy claro en sus instrucciones. No se podía vender el cuadro al señor Rohan de Luen. Este había hecho muchas ofertas para adquirirlo durante los últimos diez años, todas por encima del precio de venta, pero el jeque las había rechazado.

ENTREVISTADOR DOS: El señor Rohan de Luen es duque, ¿verdad?

SEÑORITA KEATING: Su padre fue duque en España antes de que le quitasen las tierras. Sin embargo, dado que esto ocurrió después de que Seb… después de que Sebastian heredase el título con dieciocho años, este pudo conservar el título, supongo.

ENTREVISTADOR UNO: Pero durante la noche que usted creyó descubrir que el cuadro era falso, no se acercó en ningún momento a él, ¿no?

SEÑORITA KEATING: Estuvo en la sala.

ENTREVISTADOR DOS: Pero las imágenes de la cámara de seguridad muestran que no se acercó al cuadro en toda la noche. De hecho, se quedó después a declarar ante la policía, a la que se llamó para que tomase declaración por si se presentaba alguna demanda contra los dos caballeros involucrados en el altercado que causó el daño al cuadro.

SEÑORITA KEATING: Bueno, no iba a levantar las manos y declararse culpable, ¿no?

ENTREVISTADOR UNO: [aclarándose la garganta] ¿Y cuando usted compartió sus sospechas con sus superiores…?

 

Sia sintió dolor en las palmas de las manos y se dio cuenta de que se estaba clavando las uñas.

–Ya te he dicho que este no es el cuadro que yo tasé en Sharjarhere.

Después, había ido desde el laboratorio hasta los despachos de los directores, cinco pisos más arriba.

–Señorita Keating, por favor, ¿qué le parece más verosímil? ¿Que se equivocase en la valoración o que tasase un Durrántez, que fue robado y sustituido por un cuadro falso antes de que llegase a Bonnaire’s, que ha sido dañado durante un excepcional altercado durante el cual le ha caído vino?

Sia no era tonta. Sabía lo que parecía aquello, entendía que pareciese imposible de creer, pero también confiaba en su instinto. Y sabía que jamás habría tasado por verdadero un cuadro falso. Era lo único que le había dado su padre antes de que lo detuviesen y encarcelasen, la capacidad de distinguir una falsificación a varios metros de distancia.

–Si pudiese compartir las fotografías que tomé en Sharjarhere con David…

–Ya hemos hablado con el jeque, que se ha disculpado sinceramente por cualquier confusión.

Sia frunció el ceño. Dudaba que el hombre al que ella había conocido mientras valoraba el cuadro se hubiese disculpado ante nadie en toda su vida. No era posible que hubiese admitido vender un cuadro falso de Durrántez.

–Pero…

–El expediente está precintado hasta que terminemos con nuestra investigación interna. Hasta entonces, señorita Keating, no puede hablar con nadie de sus sospechas. No puede mantener contacto con ningún trabajador de Bonnaire’s, con la prensa ni con el duque de Gaeten.

Sia palideció. No tenía sentido. Entendía que Bonnaire’s quisiese mantener aquello en secreto, aunque el cuadro fuese falso, hasta contactar con el vendedor y con el posible comprador, pero ya habían hablado con Abrani. Todo el mundo había decidido que el cuadro era falso, pero se equivocaban. Habían robado el cuadro y el ladrón iba a salirse con la suya y la única que iba a ser castigada era ella.

Su frágil reputación y su joven carrera estaban en juego. Todo por lo que había trabajado tan duro, por lo que tanto había luchado, pendía de un hilo.

Cerró los ojos, se negaba a llorar delante del director. No, había aprendido hacía mucho a no permitir que la viesen llorar.

Primero, su tía, a la que no le había gustado tener que cuidar de su sobrina de siete años mientras su madre iba de hombre en hombre. El ambiente en casa de Eleanor Lang había sido severo y muy conservador para una niña acostumbrada a que le diesen lápices de colores para que pintase en las paredes del estudio de su padre. ¿Cómo iba a haber sabido ella, con siete años, que no podía pintar en las paredes color crema del salón y del pasillo de su tía?

Después de aquello, habían sido los niños en la escuela. Su pelo ya habría sido motivo suficiente de atención, aunque su padre no hubiese salido en todos los periódicos como el falsificador más célebre de Inglaterra. Las madres no querían que sus hijos se acercasen a ella e incluso los profesores la miraban como si fuese a robarles al menor descuido.

Y a pesar de que su tía le había dado un techo y comida, no había habido dinero para mucho más. Así que, el tiempo que Sia no había pasado con sus libros, deslizando los dedos por las imágenes de cuadros que había visto copiar a su padre, había estado trabajando porque sabía que, le deparase lo que le deparase el futuro, tenía que ir a la universidad. Porque necesitaba un futuro limpio, sin espacio para el reproche, algo que nadie pudiese quitarle.

Pero se lo habían quitado. A pesar de haber seguido las reglas, de haberlo hecho todo bien. Según fue asumiendo que la habían suspendido de empleo y sueldo, también se dio cuenta de que tampoco iban a salirle las cuentas. A pesar de haber tenido dos trabajos para pagarse la universidad, todavía debía casi veintiocho mil libras que no había conseguido saldar con su sueldo en Bonnaire’s. Tenía que seguir pagando el préstamo, y su apartamento.

Sintió náuseas. La imagen en blanco y negro de Rohan de Luen esbozando una sonrisa frente a una copa de whisky le vino a la mente. Sabía que estaba implicado como sabía distinguir un cuadro falso de uno verdadero. E iba a hacer todo lo que estuviese en su mano para demostrarlo.

 

ENTREVISTADOR DOS: Así que, a pesar de las órdenes de su jefe, se dirigió al duque de Gaeten.

ENTREVISTADOR UNO: [riendo] ¿Y cómo le fue?

 

Sia había tardado menos de veinticuatro horas en decidir lo que iba a hacer y en buscarlo. El hombre tenía unas redes sociales que funcionaban tan bien como Google Maps, así que no le había costado mucho encontrarlo. Su plan era sencillo: seducirlo, encontrar el cuadro y robarlo. Si devolvía el cuadro verdadero, podría demostrar que no había cometido ningún error y volvería a trabajar en Bonnaire’s. Iba a demostrar que hacía bien su trabajo.

Que no se parecía en nada a su padre.

Apartó aquello de su mente mientras llegaba a una zona cara de Mayfaire. En realidad, de aquella hilera de casas solo quedaban las fachadas, ya que el interior había sido convertido en uno de los clubes privados más exclusivos de Londres.

Al descubrir dónde estaría Sebastian, había sabido que necesitaría ayuda y había pensado inmediatamente en su amiga Célia, que ya antes de casarse con el magnate griego Loukis Liordis había tenido una empresa capaz de abrir muchas puertas, incluida aquella.

–Aunque consigas entrar, chérie, vas a tener que dar una cierta imagen. Siempre estás estupenda, pero vas a necesitar parecer… rica.

–D’accord…

Dos horas más tarde, Sia entró a Harrods, le buscaron un conjunto completo, la peinaron y la maquillaron para la ocasión y le enviaron la cuenta a Célia.

Sia se había pasado tres horas como en una nube, probándose vestidos a cuál más bonito. Cuando había ideado su plan, se había imaginado vestida de negro, con el pelo recogido en un moño bajo y un maquillaje sencillo. Estilo espía.

Pero en esos momentos, bajó la vista, vio el trozo de seda que asomaba a través del caro abrigo de cachemir, y sintió un escalofrío. La estilista lo había descrito como azul cerceta y ella se había mordido la lengua. No era cerceta, sino más bien azul de Prusia. Era su color favorito y también el de su padre. Nunca había tenido un vestido de aquel azul, pero al mirarse al espejo se había dado cuenta de que le sentaba bien a su piel clara y hacía brillar su pelo rojizo.

El peluquero se había negado a recogerle el pelo y la había acusado de querer cometer un tremendo crimen, y Sia se había ruborizado. Así que le había dejado que hiciese lo que quisiera y se lo había dejado suelto, cayendo en suaves rizos que suavizaban unas facciones que siempre le habían dicho que eran duras, cuando en realidad habían querido decir que eran masculinas.

Cuando llegó a la puerta de Victoriana y vio al portero pensó que, a pesar de sus esfuerzos y de la implicación de Célia, iban a negarle la entrada. Y se sintió casi aliviada de poder volver a casa y hacerse un ovillo en el sofá. Pero el hombre la saludó por su nombre y le abrió la puerta.

Sia se mordió el labio mientras una joven vestida con unos bombachos de tweed, camisa blanca y un chaleco, la saludaba sonriente y le pedía su abrigo. Después, la condujo por un pasillo hasta llegar a un salón enorme. A un lado había una barra de mármol que se extendía a lo largo de la habitación. Detrás de ella, varios camareros y camareras vestidos igual que la chica que la estaba acompañando le explicaba que alrededor de aquel salón había varias salas, la biblioteca, la sala del billar, el salón matinal, el invernadero de naranjos…

Pronto se encontró instalada en un bonito taburete de madera de caoba y piel verde, delante de un hombre que la miraba expectante, sonriendo de oreja a oreja.

–¿Cuál es su veneno?

«Sebastian Rohan de Luen», pensó ella.

El camarero interpretó su silencio como confusión e insistió, amablemente, con otra pregunta.

–¿Qué sabores le gustan?