En el corazón adecuado - Valeria Cappelluto - E-Book

En el corazón adecuado E-Book

Valeria Cappelluto

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Beschreibung

Annabel y Samanta son dos hermanas escocesas que se dirigen a América porque la segunda ha sido prometida en matrimonio con un hombre mucho mayor que ella. En el barco, ambas conocen a Collin Fitzgerald, un alto, atractivo y solitario escocés del cual se enamoran perdidamente. Pero Collin solo tiene ojos para Annabel. En medio de un destino que parecía escrito, ¿podrá Samanta deshacerse de su futuro esposo y conseguir el amor de Collin? ¿Será capaz Annabel de rechazar su pasión correspondida por amor a su hermana? Una novela histórico-romántica llena de aventura, romance, celos y sentimientos encontrados que te cautivará desde el comienzo.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Correcci{on: Giuliana Farinati.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Capelluto, Valeria Soledad

En el corazón adecuado / Valeria Soledad Cappelluto. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2024.

292 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-820-2

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas Románticas. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2024. Cappelluto, Valeria Soledad

© 2024. Tinta Libre Ediciones

Para mis padres, que me ayudaron a alcanzar mis sueños.

En el corazón adecuado

Capítulo 1

Un nuevo comienzo

Malahide, condado de Dublin, Irlanda

Enero de 1760

Era el invierno más interminable y crudo que Collin Fitzgerald recordara desde que había comenzado a visualizar la idea de adentrarse al mar hacia América. Ese año, el clima se presentaba a diario cargado de nubes, neblina y lluvia, mucha lluvia.

Había decidido levantarse con el alba, como cada mañana. Trabajaba en la pieza del fondo de su casa de piedra situada sobre una callejuela adoquinada. Era de dos plantas, angosta y con tejas de color azul que la distinguían de las demás. Desde sus ventanas traseras podía verse la playa, enteramente tranquila sin olas espumosas derramándose sobre ella. El pueblo de Malahide era un verdadero deleite que mantenía una atmósfera pacífica e invariable con omnipresentes tejados y puertas de colores, y calles cuesta arriba que decretaban un ambiente de calma al atractivo pueblo. Sin embargo, experimentaba una extraña y vaga sensación al recordar su tierra natal.

Se habían mudado allí luego de haberse ido del palacio Talbot, en Escocia, donde recordaba los mejores momentos de su infancia. El extravagante palacio donde vivían estaba rodeado de veintidós acres de terreno y un enorme invernadero victoriano. Sus padres trabajaban para la familia del clan. Su madre era la cocinera principal y su padre era el taskman encargado de reunir las rentas para los que vivían en las fincas del clan.

En un acto de valentía, orgullo o locura, Angus Talbot (el jefe del clan) murió cuando decidió batallar y cargar contra los soldados ingleses en la batalla de Culloden. La derrota fue consecuencia de un final definitivo para el modelo de gobierno de Highland, que dejó al clan Talbot despojado de sus tierras. Luego de aquella terrible batalla, Collin y su familia migraron a Irlanda y abandonaron la tierra que tanto amaban, para dejar atrás los restos de un pueblo manchado con la sangre de mártires y que había bañado los campos de Escocia. Pero el destino inexorable daba vueltas y más vueltas en torno a su familia, y la puso en peligro, nuevamente, años después.

Su padre, Joseph, quien había sido un hombre al que respetaban tan solo al ver su contextura maciza y robusta, actualmente sucumbía en una profunda depresión luego de que su esposa Mary muriera tras contraer una grave enfermedad a la que llamaban viruela. Esta plaga fue mortal y devastadora para la mayoría de los habitantes de la isla. Habían sobrevivido a ese período de enfermedad y, sin embargo, su padre Joseph, reticente a abandonar la isla, insistió en comenzar el negocio del telar en lugar de migrar hacia otros continentes a pesar de las constantes suplicas de Collin, como lo habían hecho miles personas.

Así fue como emprendieron la fabricación de todo tipo de hilo, para hiladores, que luego lo convertían en diversas telas que revendían. Los pocos clientes que tenían eran escoceses de altos clanes, suficiente como para subsistir, pero con un futuro abrumador. Luego de la desgracia acaecida con su madre y de que su padre cayera en intensa melancolía, Collin se hizo cargo del negocio prácticamente solo. Tras años de agotamiento, sufrimiento y dolor, su único deseo era huir al nuevo mundo en busca de un nuevo comienzo.

Collin era el mayor de tres hermanos. Lo seguía Edward, con 19 años y luego Holt, con 12. A diferencia de su hermano Edward, Holt y él habían heredado los rasgos de su familia paterna: escoceses corpulentos de espaldas anchas, complexión atlética, un metro noventa de estatura y ojos de color azul profundo.

Aquella mañana fría de enero era su cumpleaños número 26. Esas fechas ya no eran motivo de festejo desde hacía tiempo en su hogar. Era inadmisible soportar mucho más ese ambiente opresor, cargado de lamentos y hedor de almas rotas. Si había algo que lo detenía de salir huyendo era el pequeño Holt que, con su ingenuidad y candidez, le ponía un ápice de color a aquellos días grises desde el deceso su madre.

Tres días atrás le había llegado una misiva de su amigo Lorcan Mendel en la que le contaba que, en una semana, un barco zarparía a América desde Glasgow. Su amigo escocés se dedicaba a trabajar para un comerciante que importaba tabaco y le había escrito apenas su jefe le había contado sobre sus próximos movimientos. El problema radicaba en que aún no tenía dinero suficiente para embarcarse en esa aventura. Hacía algún tiempo que estaba ahorrando esperanzado por partir algún día, pero con todos los gastos que debía afrontar, apenas solo podía guardar unas pocas monedas al mes.

Por la tarde, debía entregar varios rollos de hilo al señor Mac Lachlainn. Elaboraba hilados de lana y algodón de forma artesanal con una rueca. Asimismo el trabajo era escaso.

Mientras estaba sentado frente a la rueca, miraba por la ventana y contemplaba el viento helado que castigaba aquel día colmado de niebla con algunos destellos ocasionales de sol. Absorto en sus pensamientos, no escuchó a Holt que había entrado en la pequeña habitación. Tenía el pelo revuelto, los pies descalzos y se refregaba con los puños los ojos soñolientos. Era un niño muy risueño, a pesar de la grave nostalgia que lo rodeaba; era de tez blanca y tenía los ojos azules, demasiado alto para su edad y con el cabello con una cantidad de rulos indefinidos. Abrazó a Collin por la espalda y luego se le colgó del cuello exigiéndole que se levantara de su banco de trabajo. Con una sonrisa pícara y embaucadora, le deseó un feliz cumpleaños.

—¿Qué haces levantado a esta hora? —preguntó Collin.

—Quería ser el primero en saludarte —respondió.

—Sabes muy bien que no festejo mis cumpleaños, Holt.

—Deberías hacerlo… —Y luego abrió una de sus manos desplegando un pequeño envoltorio—. Este es tu regalo, siento mucho no poder obsequiarte algo mejor… —se lamentó.

Colin tomó el envoltorio y lo abrió, para descubrir una pieza de madera con sus nombres tallados.

—¿Tú has hecho esto? —le preguntó a su hermano con asombro.

—Así es —le confirmó el muchacho con orgullo.

Miró a su hermano con los ojos brillantes por lágrimas contenidas. El obsequio significaba para él mucho más de lo que Holt suponía.

—Es el regalo más hermoso que he recibido jamás —le expresó mientras lo abrazaba con mucha fuerza, tratando de expresar en ese abrazo todo el amor que sentía por el muchacho.

Más tarde, ya se habían incorporado a la sala su padre y su hermano Edward. Ambos también lo felicitaron, pero con cierta desazón en la voz. Collin preparó el desayuno y todos se sentaron a la mesa en el más absoluto silencio. Al cabo de media hora, su padre lo llamó para hablar a solas con él, mientras terminaba de recoger los trastos sucios.

—Ven, Collin, siéntate a mi lado —le indicó apoyando una mano al costado del sillón donde se encontraba sentado.

Collin asintió y se sentó en el pequeño sofá que tenían delante de una de las ventanas de la pequeña casa.

—Sé que desde hace mucho tiempo estás juntando valor para irte de aquí —le dijo su padre, a secas.

Collin lo observó perplejo con los ojos como platos. Se sorprendió al darse cuenta de que su padre, a pesar de la tristeza con la que convivía, se había percatado de cuales eran sus objetivos más anhelados. ¿Había sido el muy expresivo al hablar del nuevo continente? ¿Se le notaban demasiado en el rostro los deseos que nunca había llegado a decir en voz alta?

—No pongas esa cara de extrañeza, hijo. Te conozco más de lo que tú crees y a pesar de que esta depresión no me ha dejado ocuparme de mis hijos como corresponde, todavía puedo ver reflejado en sus rostros lo que desean sus corazones.

—Padre… —Quiso empezar a hablar, pero Joseph lo interrumpió nuevamente.

—Déjame hablar, Collin, por favor. He tenido que tomar suficiente coraje para poder decirte esto, ya que me va a costar mucho desprenderme de uno de mis hijos, pero ya tienes edad más que suficiente para dejar esta casa y comenzar una nueva vida y una familia lejos de aquí, sobre todo, del dolor y del sufrimiento que atraviesan estas paredes.

—Padre, me conoces más que nadie, es cierto que deseo irme de aquí, pero… ¿cómo podría irme y dejarlos así, sin más? ¿Cómo podrías arreglarte para el trabajo y cómo podría sentirse Holt, que tan apegado está a mí, si me marcho?

—Hace tiempo que estoy haciendo los arreglos suficientes para que no dependamos más de ti con el asunto del telar; por lo demás, no te preocupes. Tus hermanos te aman tanto que comprenderán la situación, no puedes seguir atado a nosotros por el resto de tu vida.

Collin contempló a su padre, que alguna vez había sido el orgullo de los clanes escoceses con su porte que proyectaba confianza y autoridad tan solo con su presencia física. Ahora, se había convertido en un hombre sumido en una melancolía que lo había envejecido treinta años. Una extraña combinación de tristeza y alegría lo asaltó, la idea de irse era más que tentadora, era el sueño de toda una vida. Pero su padre y sus hermanos eran lo que él más amaba y ahora que ese sueño podía hacerse realidad, no sabía si tendría la fuerza necesaria para abandonarlos a su suerte.

—Sé que ha llegado una carta de Glasgow y que pronto zarpará un barco hacia América —prosiguió Joseph.

—No tengo dinero suficiente para tomar aquel buque ni para llegar a Glasgow, padre.

—Como he dicho, hace tiempo que estoy haciendo arreglos. Toma. —Y le entregó una pequeña bolsa llena de monedas—. Esto es más que suficiente para que puedas llegar a Glasgow, zarpar y mantenerte hasta que consigas un trabajo.

Collin miró la bolsa de monedas e inmediatamente se volvió para contemplar el rostro de su padre.

—Sé qué estás pensado —le expresó su padre—. No he tomado ningún préstamo, solo he vendido las joyas que eran de tu madre.

Collin tomó la mano de su padre y puso nuevamente en ella la bolsa de monedas.

—No puedo aceptar esto —dijo tajante.

—¿Por qué no? Lamentablemente tu madre ya no está, estas joyas estuvieron guardadas por mucho tiempo sin sentido, y estoy muy seguro de que mi Mary estaría muy orgullosa de la decisión que he tomado. Por favor, acéptalas y vete de aquí. Sal y conoce el mundo, alcanza tus sueños y nunca más mires hacia atrás. No te preocupes por nosotros que estaremos bien. El viejo Tritón se ha ofrecido a ayudar con el telar; sabes muy bien que ese viejo loco está todo el día buscando qué hacer desde que heredó la suculenta herencia de su difunta esposa. Esta aburrido de hacer nada. Aburrido y complacido en ayudarnos.

—Padre, no sé cómo voy a agradecerte esto. Espero poder compensártelo algún día.

—Yo soy el que tiene que estar agradecido contigo, mi muchacho. Has estado todos estos años poniendo la responsabilidad de esta familia sobre tus hombros y ya es hora de que busques tu propio camino. Esto es lo que deseas y me siento orgulloso de poder hacértelo realidad.

Collin abrazó a su padre tan fuerte como pudo y luego lo beso en la mejilla como gesto de agradecimiento.

—Ahora ve a ultimar los detalles de tu viaje —le dijo su padre mientras se incorporaba y volvía nuevamente a su habitación.

Collin se quedó sentado un momento más, observando cómo Joseph regresaba a su habitación. No pudo evitar la puntada en el pecho que lo invadió en ese momento. Sin embargo, debía estar a la altura del sacrificio que había hecho su padre por él. Se marcharía, pero volvería a buscarlo; a él y a sus hermanos. Aunque volvería como un nuevo hombre, pues estaba a dispuesto a sacar a su familia de la pobreza y la aflicción.

Rato después, se levantó y se dirigió a su habitación. Al pie de la escalera, se cruzó al pequeño Holt que lo saludó con una sonrisa. Collin se detuvo y giró sobre sus talones para mirarlo. Retomó su puntada en el pecho y se le añadió un nudo en el estómago. Le iba a doler demasiado dejar a su pequeño hermano y, aunque iba decidido a seguir las palabras de su padre, iba a ser demasiado difícil dejar todo atrás.

Capítulo 2

Plan a medida

Quince días después…

Collin estaba parado junto a la puerta de calle con el pomo de la puerta en la mano, preparado para marchase. Apenas llevaba un bolso al hombro con algunas pertenencias y la bolsa de monedas que le había entregado Joseph. Sus hermanos y su padre se encontraban con él para despedirlo. Todos le dieron un abrazo cálido y afectuoso, y le transmitieron buenos deseos. Por supuesto que Holt estaba sumido en un mar de lágrimas, pero le quedó el consuelo de que su hermano le había prometido volver por él en cuanto pudiese hacerlo.

Salió de su casa y comenzó a caminar por una callejuela de camino al coche que lo llevaría hasta Glasgow. Mientras caminaba, el viento frío le pegaba de lleno en el rostro que había comenzado a congelársele de a poco. No iba demasiado abrigado y su cuerpo también comenzaba a notar que se le helaban los huesos, así que decidió apurar la marcha.

Una vez dentro del carruaje, corrió los visillos y contempló todo aquello de lo que se despedía indefinidamente. No obstante, no podía soslayar la sensación de sentirse feliz, aunque ese sentimiento dependiera de un extraño desasosiego.

Llevaban varias horas andando, cuando sintió que el cochero ponía punto final a su viaje. Se bajó y observó por un buen momento el puerto de Glasgow repleto de barcos que zarpaban hacia innumerables destinos, pero el Marie Rose sería el que lo llevaría a América. El puerto estaba atestado de gente que iba y venía, soldados que custodiaban y capitanes que gritaban exasperados por terminar la carga y zarpar. Levantó la vista y miró hacia todos lados tratando de vislumbrar su buque, cuando escucho una voz que gritaba su nombre.

—¡Collin, Collin Fitzgerald!

Se giró y vio que su amigo Lorcan estaba parado en la proa del Marie Rose haciéndole señales con los brazos, tratando de indicarle dónde se encontraba. Collin se quedó pasmado contemplando por unos momentos el majestuoso barco anclado, con una arboladura gallarda y sus enormes velas desplegadas al viento. Salió corriendo hacia su amigo entusiasmado como alma que lleva el diablo, intentando esquivar el gentío cuando, sin querer, chocó con una mujer que llevaba tanta prisa como él.

—Pero ¿usted qué se cree que está haciendo, joven? —le preguntó la muchacha mirándolo con aires de superioridad.

A pesar de la prisa que llevaba, estancó su marcha tras haber quedado hipnotizado por la belleza de esa dama. Su tez era demasiado blanca y su rostro, de rasgos delicados, lo que hacía que sus ojos color verde se vieran aún más grandes de lo que en realidad eran. Su pelo castaño claro, rizado, llegaba hasta su cintura y estaba recogido a un costado con una horquilla que dejaba caer algunos mechones sobre su mejilla.

—Muchacho, ¿no me ha oído? Estoy esperando una disculpa —dijo impaciente.

Collin sacudió la cabeza embelesada por la sorpresa y le dijo tartamudeando:

—Mis… mis… disculpas, señorita.

—Disculpado —respondió ella con tono divertido—. Pero no sigas corriendo de esa manera o acabarás por matar a alguien.

—Lo siento nuevamente —se volvió a disculpar Collin—. Es que debo llegar cuanto antes al Marie Rose.

—¿Vas a embarcar allí? —preguntó asombrada.

—Así es —le afirmó.

—Pues, entonces, ahora más que nunca, estoy segura de que vas a tener que reducir la marcha, porque nos cruzaremos más seguido y no quiero terminar desparramada en el suelo en algún choque involuntario. Por cierto, mi nombre es Samanta Doyle —prosiguió mientras le ofrecía su mano, que Collin tomó con disimulo para besar sus nudillos. Dio media vuelta y siguió su camino.

Collin quedó medio pasmado ya que iba a decir su nombre, pero no le dio tiempo, porque unos segundos después desapareció entre la multitud.

Logró llegar al Marie Rose y se sintió ansioso por partir. Su amigo Lorcan lo había instalado en uno de los últimos camarotes del barco, cerca del área de los empleados; era pequeño, pero acogedor. Se recostó en el catre con los brazos cruzados detrás de la cabeza y cerró los ojos para disfrutar del sonido del mar, una vez que zarparon, hasta que se quedó dormido.

***

—No hemos preparado lo que vas a decir cuando lleguemos a América.

Samanta miró de soslayo a su hermana.

—No vamos a dar ningún discurso —le espetó.

—No entiendo por qué viajas a América, si tu intención no es casarte con ese hombre.

—No podía negarme a este viaje, Annabel. Sabes muy bien que nuestro padre me hubiera obligado de ser necesario, está convencido de que con nuestra unión salvará a la familia de la indigencia y el escándalo —articuló, mientras sacaba del baúl unos retazos de tela.

—Me preocupa que, cuando lleguemos allí, no puedas liberarte de las zarpas de ese viejo —le respondió Annabel, mientras observaba a su hermana revolver el baúl.

—Lo haremos, ya lo verás. No pretendo ser la esposa de un hombre que podría ser mi abuelo.

—¿Qué es lo que buscas tanto en ese baúl? —preguntó confundida Annabel, mientras su hermana no paraba de revolver y tirar retazos de tela por el aire.

—Necesito todos los retazos de tela posibles para coser unos pantalones que me hagan lucir como un muchacho. Tenemos tiempo suficiente hasta llegar a destino.

—¡Y piensas que ese viejo se creerá el cuento del muchacho! —expresó su hermana enarcando una ceja.

—Claro que sí. Me cortaré el pelo y vestiré con ropa de hombre, nadie logrará reconocerme.

De repente, su hermana se levantó de la cama donde se encontraba acostada y comenzó a caminar en círculos por el camarote…

—Bueno, ya, cálmate, Annabel —dijo Samanta mientras se ponía de pie e intentaba tranquilizar a su hermana tomándola por los hombros y obligándola a mirarla.

—Sam, creo que tú no entiendes la gravedad de lo que está sucediendo. Crees en realidad que te será muy fácil camuflarte bajo un disfraz y huir, pero… —y prosiguió hablando con un nudo en la garganta—: ¿Acaso no te das cuenta de que ese hombre va a buscarte por todos los rincones de América si sabe que huiste? Él ya está al tanto de que estas a bordo del Marie Rose, nuestro padre se encargó de hacérselo saber… ese hombre es capaz de matarte, Samanta. Hay demasiados intereses en común.

Samanta abrazó a su hermana intentando apaciguarla. Annabel era tres años menor que ella. Había nacido dieciocho años atrás como fruto del matrimonio de su madre con su padrastro. Era una persona hermosa por dentro y por fuera, inocente y angelical. Compartían el mismo color verde intenso en los ojos, pero su cabello, en cambio, era de un dorado brillante, lacio y largo hasta su cintura. Era más alta que ella, más alta que cualquier mujer de su edad. De tez sumamente blanca, labios carnosos y facciones delicadas.

Solía pensar que, gracias a Dios, su hermana solo había heredado de su padrastro el aspecto físico, pues era el hombre más despiadado y cruel que había conocido. Había obligado a su madre a casarse con él, luego de que su matrimonio terminara cuando su padre murió a causa de una terrible enfermedad de origen desconocido. Su padrastro había pertenecido al clan Mac Donell y poseía un castillo en las planicies de Culross, en Escocia. Era un hombre alto, de complexión fuerte. Tenía el pelo lacio, rubio como Annabel, cejas anchas y ojos color café. Era un hombre apuesto y terriblemente perverso. Tras la batalla de Culloden, Mac Donell fue llevado prisionero y, gracias a sus contactos con ciertos soldados ingleses de alto rango, fue salvado de ser juzgado y ejecutado para, posteriormente, ser puesto en libertad. Luego de esos tiempos mal habidos y consecuentemente los malos manejos financieros, sufrieron una crisis que puso en jaque la economía del castillo y comenzó a dedicarse a la exportación de tabaco, especialmente a Francia. Durante esos tiempos de escasez, cada vez que llegaba borracho de sus jergas en las tabernas, su madre solía ser azotada innumerables veces. Con ella descargaba la frustración, el rencor y la oscuridad que se le había instalado por dentro.

Una noche, cuando todos estaban durmiendo en el castillo, llegó con tanta borrachera que se cayó de lo alto de la escalera de piedra que conducía a las habitaciones. Hizo tanto ruido al caer, que despertó a todo el recinto, incluso a los sirvientes que dormían en el subsuelo. Estuvo postrado dos meses en cama porque se había roto una pierna, tiempo que fue un calvario para su madre. Habitualmente se malhumoraba y lanzaba todo tipo de objetos por el aire, mientras decía improperios.

Durante aquellos días, un amigo suyo, igual de austero que él, lo contactó con un cliente en América que compraba tabaco hacía muchos años. Su amigo solo lo había visto personalmente una vez en uno de sus viajes a Francia y en ese momento era un hombre jovial. Sin embargo, ahora tendría unos 70 años. Le contó que, además de estar al borde de la muerte, el viejo nadaba en riquezas. También le había dicho que no tenía herederos y que su última voluntad era poder dejarle su herencia a un hijo varón. Por supuesto que tenía otros desparramados por ahí, pero eran todos bastardos, por eso le urgía casarse. A como diera lugar, debía engendrar un heredero.

Aprovechando esta situación, Calem Mac Donell le ofreció a su hijastra a cambio de que lo salvara de la ruina. Lo hizo a sabiendas de que iba a aceptar, dado que Samanta ya era toda una señorita con edad suficiente para contraer matrimonio y darle un hijo.

—Tú solo ábrele las piernas —le había dicho su padrastro—. No tendrás que hacer más.

La muchacha no habría aceptado nunca tan abominable trato si su madre no se lo hubiese suplicado. Por pedido de ella, también se llevaría a su hermana consigo, aunque lo hubiese hecho de todas formas, con tal de salvarla de ese infierno.

Subió a aquel barco habiendo convencido a Mac Donell que llegaría a América para casarse con el viejo Ferris Claydon, pero, obviamente, antes de subir ya sabía que sus planes iban a ser otros. Lejos del lugar que la vio crecer, nadie podría hacerle daño a su hermana y a ella, si es que la suerte corría de su lado. Claydon solo tenía de ella un pequeño retrato pintado al óleo que le había enviado su padrastro, quien, además, le había hablado maravillas de ella en un intercambio epistolar. Aunque sabía que tales ademanes no hacían falta porque Samanta era mucho más de lo que el viejo podía esperar.

Antes de zarpar, consiguió tener una pequeña charla a solas con su madre, escondidas en la cocina del castillo ya que era un lugar al que Calem nunca entraba. Ese fue el momento en que Eleonora, su madre, le pidió que se llevara a su hermana con ella, que escaparan lejos de Escocia para no volver nunca. La muchacha no quería dejar allí a su madre; sabía que en posesión de ese tirano sin corazón, que lo único que hacía era maltratarla, no iba a aguantar demasiado. Pero sus ojos le expresaban tanta desesperación que solo atinó a decirle que sí con un hilo de voz ya que la aquejaba una terrible sensación de tristeza. Ambas se abrazaron largo rato y Samanta no fue capaz de contarle a su madre los planes que tenía una vez que llegase a América, porque no quería preocuparla. Tan pronto como estuvieran en el nuevo continente, lejos del viejo Claydon y a salvo, le escribiría para apaciguar sus penas. Si hubiese existido una forma de llevársela con ella, lo hubiese hecho, pero lamentaba saber que nunca podría rescatarla de los aposentos de su padrastro.

Capítulo 3

Un encuentro oportuno

Collin estaba demasiado exaltado con aquella travesía que apenas había comenzado. Tenía meses de viaje por delante para pensar qué haría en aquella nueva tierra que lo esperaba. Era de noche cuando salió del camarote en busca de un poco de aire fresco que lo aliviara. Aún no tenía ganas de dormir, la ansiedad lo estaba dominando intrínsecamente. Afuera, el cielo estaba tapado por una gran nube gris; pronto llovería, así que quiso aprovechar algunos momentos de soledad.

Contemplando el mar, sumergido en sus pensamientos, escuchó vagamente un ruido en el sector de los barriles de tabaco. Se volteó para observar la cubierta en toda su extensión, mientras seguía escuchando aquel ruido extraño que se mezclaba con el eco de sus pisadas a medida que se dirigía hacia el sector de dónde provenía el ruido. Continuó acercándose sigilosamente cuando percibió que algo o alguien se movía en la oscuridad de la noche. Más cerca, evidenció que se trataba de una muchacha que, al verlo, inmediatamente se levantó de donde se encontraba escondida para echarse a correr. No pudo ver su rostro, pero llevaba un sacón que a duras penas le cubría lo que parecía ser un camisón debajo. Estaba descalza, llevaba el pelo suelto, revuelto y, aunque la llamó varias veces, ella nunca se volteó mientras continuaba su marcha hacia los camarotes.

Una hora antes…

Annabel estaba sentada en su cama cepillando su cabello antes de irse a dormir, mientras observaba a su hermana coser retazos de tela. Estaba haciendo unos pantalones anchos con una camisa de corte varón.

Dejó caer el cepillo sobre sus piernas, se levantó de la cama y, acto seguido, tomó un saco mientras se dirigía hacia la puerta de salida.

—¿Dónde crees que vas a estas horas de la noche y con esas fachas, Annabel? —la paró Sam con la mirada confusa.

—Salgo a tomar aire —le explicó.

—¿Te has vuelto loca? ¿Sabes los peligros a los que te puedes enfrentar sola en un barco repleto en su mayoría de hombres?

—Tranquila. Será solo un momento. Necesito digerir algunas ideas.

Samanta intentó detenerla una vez más, pero no pudo articular palabra ya que su hermana había abierto la puerta y, sin decir más, salió del camarote dando un portazo.

Una vez en cubierta, Annabel se sentó en un banco de madera que alguien había dejado junto a la borda del barco a contemplar la espesura de la noche. A lo lejos, en el mar, se veía una gran capa de niebla espesa que muy pronto cubriría la cubierta en su totalidad. Estaba por llover y hacía mucho frio. Se maldijo por haberse llevado consigo solo un saco. Su hermana había tenido razón en decirle que no debía salir a cubierta así, pero consideró necesario despejar su mente de los pensamientos horrorosos que le arribaban su cabeza; alucinaba con un anciano que las hacía perseguir por sus hombres, que las capturaba y luego las encerraba en una mazmorra maloliente para hacerles sufrir las peores atrocidades tras haberlo engañado. Ese pensamiento recurrente se le venía a la cabeza una y otra vez desde que Samanta le reveló su plan una vez a bordo del barco.

Luego de algunos minutos, se arrepintió y decidió regresar con su hermana. El frío ya estaba trabajando sobre sus huesos y además pronto llovería. Intentó levantarse del banco en el que se encontraba sentada, cuando sintió el peso de dos grandes manos sobre sus hombros impidiéndoselo. Manos grandes, pesadas y ásperas al tacto. Pudo sentir la respiración que apestaba y el aliento fétido de aquel misterioso acompañante, mientras se agachaba para susurrarle al oído.

—¿Qué es lo que hace una mujercita en la cubierta de un barco, a estas horas de la noche, sin acompañante y con nada más que este abrigo? —le dijo, mientras le quitaba las manos mugrientas de los hombros para tocar su saco.

En el instante en que dejó de tocarla, se giró inmediatamente para hacerle frente de cara. El aspecto lamentable y desagradable de ese hombre rozaba la miseria. Llevaba ropa de trabajo que, probablemente, tuviese adherida al cuerpo desde hacía meses. A pesar del clima frío y de la noche húmeda, se lo notaba sudoroso. Posiblemente era un carpintero ya que pudo ver que le colgaba un cinturón con algunas herramientas de la cintura. Estaba borracho y apenas podía mantenerse en pie. Annabel levantó el mentón e intentó mentir sin que se le notara el temblor de sus labios.

—Estoy esperando a mi marido, que esta está por venir —dijo y se sorprendió de haber podido hacerlo.

El hombre le mostró los dientes manchados de un marrón amarillento, cuando estrepitó en una gran carcajada provocada por lo que acababa de escuchar.

—Con que un esposo, ¿eh? ¿Y cuándo te has vuelto tan mentirosa, pequeña ratita? —le preguntó mientras se iba acercando a ella a paso lento.

—Por favor, le ruego que no se me acerque o tendré que mandar a llamar al capitán del barco y le aseguro que no le gustará nada que me increpe de esta forma.

—El capitán del barco está muy ocupado como para hacer caso a las habladurías de una putita.

—Por favor —volvió a suplicar—. Deseo regresar a mi camarote, hace mucho frío y…. —No pudo terminar de hablar porque el hombre la interrumpió, tomándola de imprevisto por la cintura para acercarla más hacia él, mientras que con la mano libre le tapaba la boca.

—Sshhh. Créeme, muchacha, conmigo no vas a sentir frío alguno.

Dicho esto, la llevó a rastras hasta un rincón de la cubierta. A pesar de estar totalmente borracho, tenía la fuerza suficiente para arrastrarla por donde quisiera. O ella era demasiada delgada. La soltó de un empujón y cayó de rodillas al suelo. Ahogó un sollozo de dolor cuando sus manos se magullaron tras caer sobre la superficie áspera del suelo. Inmediatamente, se giró para tener de frente a su agresor y tratar de defenderse. Sentada en el suelo como estaba, le dio un puntapié en la entrepierna, apenas se le acercó, que logró hacer que su atacante se encorvara en un gesto de dolor. Annabel aprovechó la ocasión para levantarse y huir, pero este la alcanzó tirando de su larga cabellera haciéndola retroceder.

—Ahora verás cómo se trata a las putitas como tú —le expresó con rabia.

No vio venir el golpe. Le propinó un puñetazo en el estómago que la dejó encorvada, sin aliento, de rodillas en el suelo. La tomó por detrás y tirando aún más de su cabello logró que lo mirara levantando su mentón. Se arrodilló detrás de ella y, mientras que con una mano la sostenía del cabello, con la otra, le abrió de un tirón el saco haciendo volar todos los botones de una vez, dejándolo completamente abierto. Acto seguido, se abalanzó sobre ella, poniendo todo el peso de su cuerpo sobre su frágil y pequeña espalda. La giró y le observó con ojos devoradores y una risa diabólica sus pechos, que se podían ver a través de la tela del camisón de algodón. Comenzó a lamer su cuello pasando su sucia lengua por todos sus rincones y Annabel no pudo evitar que su estómago se contrajera provocándole náuseas. Él exponía toda su desagradable lascivia, mientras sostenía sus manos por sobre su cabeza. Comenzó a bajarse el pantalón ayudado con sus piernas y, una vez que lo logró, las utilizó para abrir las de ella en un intento por tomarla. La muchacha, a pesar de no poder concebir mucho lo que sucedía, se retorcía tratando de luchar intentando quitárselo de encima, aunque cuanto más lo hacía, más se despojaba de las prendas que llevaba.

En un último intento desesperado, mordió la mano de su agresor; tan fuerte que pudo sentir el sabor metálico de la sangre en su boca, provocado por el pedazo de piel que le arrancó. El hombre desplegó destellos de rabia y furia en sus ojos, que parecían que iban a salir expulsados de su cuerpo. Y como era de suponerse, recibió otro puñetazo en la mejilla que la dejó atontada. Como si eso fuera poco, le propinó otro más, en la otra mejilla, haciendo brotar de su nariz y su labio superior un chorro de sangre espesa.

Con la muchacha medio desmayada, rajó de un tirón su camisón y, en el preciso momento en que ese bastardo estaba a punto de desvirgarla, un golpe seco lo noqueó y lo dejó inconsciente, haciendo que cayera sobre el cuerpo de Annabel.

Yacía en el suelo, con ese cuerpo inerte sobre ella y, a pesar de su aturdimiento, consiguió escuchar el sonido de dos voces masculinas que intercambiaban una conversación, mientras le quitaban al bastardo de encima.

—Este desgraciado un día va a conseguir que nos despidan a todos. Otra vez persiguiendo niñas —logró oír.

Le respondió otra voz más grave y un tanto más ligera.

—Saquémoslo de aquí; está tan borracho que mañana no recordará lo que hizo. Esperemos que la chica cierre la boca o estamos acabados —finalizó, mientras Annabel apenas pudo percibir de manera borrosa su semblante frío y contraído, que la observaba como advirtiéndole lo que no debía hacer.

La muchacha agachó la cabeza e inmediatamente los hombres huyeron con su agresor cargado al hombro de uno de ellos.

Como pudo, se arrastró por el suelo ayudándose a avanzar con manos y brazos, ya que sus piernas temblaban tanto que le respondían poco. Con la vista aun borrosa por los golpes, comenzó a buscar el sacón para poder cubrir su cuerpo medio desnudo. Tenía los pies descalzos. Ese desgraciado también la había despojado de sus botas en algún momento que ella no pudo capturar. Temblaba, pero no de frío, sino de conmoción. El rostro le dolía demasiado, tanto que ni siquiera podía gesticular y, mucho menos, articular una palabra. Se lo palpó despacio con su mano trémula y, de inmediato, notó la hinchazón que ya lo apaleaba. Sus labios también estaban hinchados y heridos, todavía sangraba el corte del labio superior.

Finalmente, después de un momento de buscarlo, encontró su saco. Se lo colocó sobre los hombros y logró llegar hasta un barril de tabaco para ocultarse. Se sentó con la espalda apoyada y sus piernas elevadas de modo que las rodillas tocaban su mentón dolorido. No tenía fuerzas para levantarse. El cuerpo maltrecho, los temblores por el frío, la conmoción y el cansancio, le indicaron que continuara allí hasta sopesar el temor por lo que acababa de vivir.

Media hora después de estar inmóvil en aquel sitio, tomó coraje y decidió salir. Cuando intentó incorporarse, volvió a caer ya que sus piernas seguían sin responderle por completo. Chocó contra otro de los barriles haciendo caer un candil que se encontraba sobre él. En ese momento, vio la sombra de un hombre que se le acercaba. Seguramente el ruido del candil lo había alertado. Como el miedo no es sonso, no supo de dónde sacó las fuerzas, pero logró incorporarse sin volver a caer. No miró atrás, temía otra agresión. Corrió en zigzag arrastrando una pierna hacia los camarotes, pero solo pudo dar unos cuantos pasos. Su visión borrosa tampoco la ayudaba. Empezó a sentirse mareada hasta que, finalmente, no sintió más.

Capítulo 4

Annabel

Annabel abrió lentamente los ojos, apenas podía ver. Nuevamente buscó su rostro con las manos y notó que aún estaba inflamado por la golpiza que había recibido. Se giró suavemente sobre el camastro donde se despertó para inspeccionar un poco el lugar en donde se encontraba. No era su camarote, sino el de alguien más. Tampoco era lujoso como el que compartía con su hermana. Apenas estaba el catre donde permanecía acostada y una mesita con una silla en un extremo. Sobre la mesita, se encontraba un caldero que parecía hervir algún tipo de hierba que emanaba olor a menta. Un hombre sentado de espaldas parecía tamizar algo dentro de un mortero. Se volteó sin levantarse de su silla cuando escuchó que la muchacha se movía.

—Has despertado —le dijo con voz gutural.

Annabel intentó hablar, pero, al instante, se sintió presa de un nuevo estado de pánico, sucumbida por el miedo de que alguien la hubiera secuestrado nuevamente; o, lo que sería peor, quisiera terminar lo que aquel otro hombre había empezado. Collin, que inmediatamente advirtió el estado de nerviosismo de la muchacha, intentó calmarla y le pidió que no pretendiera hablar en el estado en que se encontraba, mientras se alzaba de su silla para acercársele discretamente.

—No intentes hablar, te dolerá aún más —afirmó—. Tienes que recuperarte. Aquí estas a salvo, no tienes por qué tener miedo. Te recogí en la cubierta cuando te desplomaste en el suelo y te traje a mi camarote para curarte las heridas. Cuando termine este ungüento, te lo colocaré en el rostro y verás cómo comienzas a sentirte mejor. Luego, ya podrás marcharte de aquí. Por el momento, no te lo recomiendo. —Estas últimas palabras, más que una simple recomendación, taconearon una orden.

Annabel inspiró profundo un par de veces. Sabía que no podía confiar en ese hombre, pero llevarle la contra, podría ser aún peor. Así que se resignó, asintió con la cabeza y se quedó callada.

—Ya tendrás tiempo de hablar —prosiguió—. No te esfuerces.

Volvió a darle la espalda para seguir con lo que había estado haciendo, mientras le conversaba.

—Durante el tiempo que permaneciste inconsciente, te coloqué unas compresas frías. Este ungüento que estoy preparando es realmente milagroso. Mi madre lo usaba cuando mis hermanos y yo nos golpeábamos jugando de pequeños. Por cierto, me llamo Collin —le contó.

Collin era una persona sociable, encantadora y extremadamente atractiva. Había vivido tiempos difíciles. De repente, había madurado antes de tiempo con un padre, dos hermanos y un negocio a cargo. No sabía muy bien por qué le había contado algo de su intimidad familiar a una perfecta desconocida. Supuso que era su instinto de supervivencia. Acción y efecto de sobrevivir. Terminó el ungüento y se giró en la silla para comunicarle que ya estaba listo.

—Bueno, he terminado. Con esto te sentirás…

Dejó de hablar cuando la vio dormida. Respiraba tan pausadamente que se preguntó si sería adecuado colocarle el ungüento. No quería despertarla ahora que había entrado en un sueño conciliador, a pesar del dolor que seguramente la aquejaba. Miró el cuenco con resignación. Había preparado un ungüento a base de menta, cúrcuma y romero, y le había costado horrores que le facilitaran los ingredientes en la cocina del barco.

Finalmente, se decidió a ungírselo. Si llegaba a dormir demasiado, la mezcla se echaría a perder y la posibilidad de volver a conseguir los ingredientes era nula. Se acercó muy despacio al catre y se sentó en un banco a su lado. Comenzó a esparcir la mezcla por la mejilla más inflamada con pequeños movimientos circulares. Apenas la tocó, la muchacha se sobresaltó por el contacto frío del ungüento sobre su piel inflamada, sin embargo, no se despertó y continuó colocando la mezcla sobre cada rincón de su rostro malherido.

Una vez finalizada la tarea, la cubrió con una manta hasta la cintura y le colocó unas medias para que no se le enfriaran los pies. Se quedó a su lado vigilándola toda la noche. El ungüento estaba surtiendo efecto y la hinchazón se había reducido casi en su totalidad. Por supuesto que todavía tendría unos cuantos días más los moretones y los pequeños cortes en sus labios, pero reducida la hinchazón del ojo y de la mejilla, seguramente podría ver y hablar mejor.

Se veía indefensa, debilitada y por momentos temblorosa. Mientras dormía, tuvo que contenerla en varias ocasiones, evidentemente aquejada por terribles pesadillas. Despertaba de golpe, sudorosa y con el corazón palpitando acelerado, y, luego de un momento, volvía a dormirse. Collin tuvo horas suficientes para preguntarse con quién estaría a bordo del barco y quién había sido el malnacido que la había dejado en ese estado. Estaba más que claro que aquella golpiza era de un hombre. ¿Pero quién se atrevería a hacerle algo así a una muchacha? Dejo de darle rollo al asunto ya que ella misma podría contárselo, si quería, una vez que despertara.

Largos rayos de sol se filtraban por la pequeña ventana que tenía el viejo camarote. Annabel se despertó y abrió lentamente los ojos. El resplandor matutino le generaba irritación. Miró a su lado y vio a Collin que se había quedado dormido en el pequeño banco sin respaldo, con la cabeza apoyada sobre el catre y su mano sosteniendo la de ella.

Trató de quitar cuidadosamente su mano que se encontraba atrapada debajo de la de él, para evitar despertarlo, aunque no tuvo éxito. Collin levantó su cabeza del catre e, inmediatamente, se dio cuenta de que tenía un fuerte dolor de espalda por haberse quedado dormido en aquella extraña posición. Se tomó la cintura con ambas manos para mitigar un poco el dolor y se desperezó. Volteó la vista hacia Annabel y la encontró mirándolo.

—Me ha cuidado toda la noche —le dijo en un susurro.

—Veo que ya puedes hablar —le expresó Collin con una sonrisa.

Tomó el cuenco que había dejado en el piso y se levantó de la silla quejándose del dolor.