En tus brazos - Brenda Novak - E-Book
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Brenda Novak

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Beschreibung

Tenía una nueva vecina... a la que no quería desear... Cuando Lucky Caldwell tenía diez años, su madre, Red, la prostituta más famosa de Dundee, Idaho, se había casado con Morris Caldwell, un hombre rico y mucho mayor que ella. Por supuesto, el matrimonio no había durado, pero la amabilidad de Morris había sido muy importante para Lucky. Mike Hill, nieto de Morris, no sentía demasiada simpatía hacia Red ni hacia su hija; habían separado a su abuelo de su familia, e incluso éste le había dejado en herencia a Lucky una mansión victoriana a la que ella no había hecho ningún caso durante años. Pero ahora que Morris y Red habían muerto, Lucky había decidido volver a Dundee a restaurar la mansión y buscar a su verdadero padre.

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Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2004 Brenda Novak © 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. En tus brazos, n.º 26 - junio 2018 Título original: A Home of Her Own Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-9188-698-3

BRENDANOVAK

En tus brazos

Capítulo 1

VACÍA, la casa parecía embrujada. Grande, imponente, con la luna llena tras él, aquel viejo edificio victoriano proyectaba una sombra grotesca sobre la nieve.

Lucky Caldwell permanecía en el porche, intentando protegerse de un viento glacial mientras empujaba la puerta con fuerza para abrirla un poco más. Si hubiera estado en cualquier otra parte, se habría acercado al pueblo y habría buscado un hotel en el que pasar la noche. Pero en cuanto apareciera en Dundee una persona con el inconfundible pelo rubio rojizo que Lucky había heredado de su madre, la noticia correría como la pólvora y todo el mundo sabría que había vuelto. Y Lucky todavía no quería alertar a nadie de su regreso. Antes necesitaba orientarse. Volver al pueblo suponía un riesgo, un gran riesgo, y ella nunca había sido una mujer afortunada. El suelo crujió cuando accedió al vestíbulo. Instintivamente, alargó la mano en busca de un interruptor, pero se detuvo. De alguna manera, le parecía demasiado atrevido. Ella nunca pertenecería a aquel lugar. Jamás había pertenecido a aquel lugar.

Pero tampoco pertenecía a ningún otro.

Dominando sus nervios, presionó el interruptor.

No ocurrió nada. El ritmo de vida en Dundee en era enloquecedoramente lento, pero, evidentemente, no tanto como para que Mike Hill, el albacea de la familia Caldwell, no hubiera tenido tiempo de dar de baja la luz. Lo cual, después de seis años, tampoco representaba una sorpresa. Lucky había heredado aquella casa a la muerte de Morris, pero no había vuelto desde entonces. Durante todo ese tiempo, había recibido un par de llamadas de Fred Winston, el único agente inmobiliario de la localidad. Winston le había dicho que se estaba cayendo la pintura de las paredes y que el porche se hundía y le había preguntado si quería vender la propiedad. Pero Lucky sabía quién quería comprar la casa y la respuesta había sido, y seguía siendo, no. Tenía un asunto que resolver allí, en Idaho.

Dejó la mochila en el suelo cubierto de polvo y buscó la linterna en su interior. Desgraciadamente, ya estaba encendida cuando la encontró y, a juzgar por la debilidad de su resplandor, llevaba horas funcionando.

Consideró la posibilidad de volver al coche a buscar unas pilas de recambio. Había tenido que aparcar delante de la casa porque el techo del garaje se había derrumbado. Pero tenía miedo de perder el valor si retrocedía, así que se echó la mochila al hombro y dejó la puerta abierta, por si acaso se encontraba con algo o con alguien no deseado.

Entró en el salón y lo recorrió rápidamente con la luz de la linterna. Nada se movió, pero la familiaridad de aquel lugar evocaba en ella recuerdos agridulces. Por dura que hubiera sido su infancia, durante parte del tiempo que había pasado en aquella casa, había sido realmente feliz. Especialmente durante la primera Navidad posterior a la boda de su madre con Morris.

En la oscuridad, podía imaginar el espléndido árbol cubierto de luces y de bolas doradas que adornaba una de las esquinas del salón. Aquélla era la primera vez que su familia tenía dinero suficiente como para comprar un árbol realmente grande. Desde que era adulta, Lucky no pasaba un solo año sin comprar un árbol todo lo alto que le permitiera la altura de su casa. Pero hasta entonces había estado viviendo del dinero que había heredado de Morris. Si quería continuar viajando, tendría que reducir sus gastos. Las casas que iba alquilando, unas cuantas semanas aquí, otras allá, eran de techos bajos y, normalmente, no especialmente bonitas. Lo cual significaba que jamás había sido capaz de repetir el lujo de aquel maldito árbol.

La escalera de estilo georgiano se elevaba justo delante de ella. A la derecha, había un espacioso despacho junto a otra estancia que años atrás albergaba una impresionante biblioteca. Lucky apartó una telaraña, asomó la cabeza en la biblioteca y en el despacho, y continuó su búsqueda, deteniéndose de vez en cuando para escuchar con atención, hasta llegar a la cocina y al cuarto de estar. Situados en la parte posterior de la casa, conformaban una única habitación de enormes ventanales que se curvaba en semicírculo y daba al estanque y a la base de las montañas. Desgraciadamente, la mayor parte de las ventanas estaban rotas. Lucky se agachó para recoger una piedra del suelo.

Eran tantas las cosas que habían cambiado… Morris estaba muerto. Su madre también. Sus hermanos, Sean y Kyle, ambos mayores que ella, habían vendido las tierras que habían heredado de Morris y se habían mudado a otro estado. Pero la sensación de no ser bien recibida, el resentimiento de aquella pequeña comunidad, permanecía.

Hasta entonces tenía la esperanza de que la vuelta pudiera ser más fácil de lo que había anticipado. Pero ser propietaria de una casa no era lo mismo que poder disfrutar de un verdadero hogar. Y, teniendo en cuenta el estado en el que aquélla se encontraba, se preguntó si no sería mejor dormir en el coche.

Un poco más relajada, Lucky buscó en la mochila y sacó sus provisiones. Diez velas aromáticas, tres pastillas para encender la chimenea, cerillas, agua, y pipas de calabaza. La maleta en la que llevaba los productos de limpieza y la ropa de cama la había dejado en el coche.

En la cocina, debido a los cristales rotos, hacía más frío que en el resto de la casa, pero en la zona del cuarto de estar había una estufa de leña.

Al día siguiente, Lucky pensaba comenzar a convertir aquella casa en un lugar habitable. De momento, sólo necesitaba un rincón para pasar unas seis o siete horas.

Encendió las velas y las colocó sobre el mostrador de mármol. No tardó mucho en encender el fuego, gracias a las pastillas. Cuando Lucky estaba en el último año del instituto y Morris se había divorciado de su madre para volver con su primera esposa, con la que había pasado los últimos meses de su vida, Red se había llevado todos los objetos de valor, pero afortunadamente no se había llevado la leña de la estufa.

De alguna manera, aquel fuego le parecía simbólico. Era su primer paso, un comienzo. Pero los inquietantes ruidos de la casa le recordaron que todavía tenía que explorar el piso de arriba, aunque sólo fuera para asegurarse de que estaba tan sola como creía.

Salió al coche a buscar la bolsa que había dejado en la parte de atrás. Cambió las pilas de la linterna y subió las escaleras que conducían a los cinco dormitorios y los tres cuartos de baño del segundo piso.

Una oscura mancha en el suelo evidenciaba los daños causados por el agua. El viento y la lluvia habían desgarrado el plástico que había utilizado su madre para cubrir los huecos cuando se había llevado las vidrieras de las ventanas. Lucky frunció el ceño, pensando que debería haber detenido a su madre aquel día. En realidad, Red no les había dado ningún uso a aquellas vidrieras. Se había limitado a guardarlas en un armario de la caravana a la que se había mudado cuando había vuelto a casarse.

Pero Lucky no estaba segura de que hubiera servido de nada discutir con su madre. Red estaba decidida a llevarse todo lo que pudiera, porque eso era lo único que había obtenido tras su divorcio y tenía la firme convicción de que diez años de matrimonio con uno de los rancheros más ricos de Dundee deberían haberle reportado algo más.

De pronto, la puerta de la calle se cerró de un portazo. Lucky ahogó un grito de terror.

—¿Hola? —gritó, llevándose una mano al pecho.

Lo único que oyó fue el aullido del viento.

Agarró con fuerza la linterna. El corazón le latía violentamente mientras escuchaba con atención, esperando oír pasos. No oía nada, pero no podía evitar imaginarse fantasmas. Desde luego, no culparía a Morris en el caso de que hubiera decidido dedicarse a rondar aquella casa. Después de todo lo que había hecho por su madre, por toda la familia en realidad, lo habían tratado fatal. De hecho, había sido su primera esposa la que lo había cuidado cuando había perdido la salud.

Pero Morris era un buen hombre. Y, seguramente, tenía mejores cosas que hacer después de muerto, se dijo Lucky con ironía. Eran más las probabilidades de que fuera Red la que anduviera vagando por aquella casa.

—No quedó prácticamente nada, mamá —musitó Lucky—. Te llevaste prácticamente todo.

El silencio invadió de nuevo la casa mientras Lucky se inclinaba sobre la barandilla de la escalera e iluminaba con la linterna los rincones. Vio excrementos de pájaros, una alfombra que parecía roída por una de las esquinas y una silla rota. Los hermanos de Lucky, que se habían quedado en la casa más tiempo que ella, le habían comentado que Morris no había querido volver después de que Red se marchara y, obviamente, no le habían mentido.

Encontró dos cabeceros de cama en dos de los dormitorios y un viejo colchón en un tercero. En el dormitorio principal, había una zona que en otro tiempo había sido adorable. Pero los espejos de las puertas del armario y el del tocador estaban resquebrajados. Y las paredes estaban cubiertas de pintadas: ¡Asesina! ¡Zorra! ¡Púdrete en el infierno!

Lucky sintió un dolor agudo en el estómago; la úlcera se estaba activando. Se obligó a desviar la mirada de aquellas palabras y a concentrarse en asuntos más prácticos. Ése era el truco, ¿no? Endurecerse, como habían hecho sus hermanos, y no dejarse avergonzar por el legado de su madre.

Pero eran demasiadas las cosas en las que tenía que pensar. Demasiado el trabajo que tenía que hacer.

Miró las pintadas por encima del hombro. Quizá pudiera comenzar pintando la casa. Y al cabo de unas semanas, en cuanto hubiera terminado de arreglarla, la vendería y dejaría Dundee en el pasado para siempre.

La vendería, sí, en cuanto supiera lo que estaba buscando.

Mike Hill detuvo el Cadillac bruscamente en medio de la carretera y miró con los ojos entrecerrados hacia la propiedad pegada a su rancho. No estaba seguro, pero creía haber visto luz en aquella enorme casa victoriana que en otro tiempo había pertenecido a su abuelo. Por su débil resplandor, imaginó que se trataba de la luz de una vela. A los niños de aquella zona les encantaba visitar aquellas antiguas mansiones. No le importaban en absoluto la diversión y los juegos; él tampoco había sido nunca un santo. Pero temía que algún crío pudiera quemar accidentalmente la casa, hiriendo quizá a alguien en el proceso. Y no podía soportar la idea de perder aquella casa. Cuando era niño, pasaba allí los fines de semana con el abuelo Caldwell. Adoraba aquella antigua casa victoriana y siempre le habían dicho que algún día terminaría heredándola.

Pero no había sido así. En cambio, su abuelo les había dejado a sus nietos un enorme rancho. Pero, tanto si le pertenecía a él como si no, Mike no estaba dispuesto a permitir que destruyeran aquella casa.

De modo que dio marcha atrás y condujo hacia allí. Las marcas dejadas por las ruedas de un coche en la nieve lo condujeron hasta un Mustang de los años sesenta aparcado detrás de la absurda fuente que Red había hecho instalar en el jardín. Mike no reconoció el vehículo y, en un pueblo de mil cuatrocientos habitantes, era extraño. Pero podía ser de alguien que viviera en uno de los pueblos de los alrededores.

Agarró el sombrero vaquero que había dejado en el asiento de pasajeros, se lo puso y, clavando las botas en la nieve, se acercó a la puerta. Escuchó con atención, pero no se oía ningún ruido procedente del interior, ni música ni voces.

Las bisagras de la puerta protestaron cuando la empujó, pero lo recibió inmediatamente un agradable olor a vainilla. Desde la cocina llegaba hasta él el resplandor de las velas. Y también parecía llegar calor de aquella parte de la casa. Era evidente que alguien estaba intentando crear un ambiente acogedor.

—¿Hola? —cerró de un portazo.

Oyó ruido en la parte posterior de la casa. Casi inmediatamente, lo cegó el haz de luz de una linterna.

—¡Quédate donde estás!

Mike alzó la mano para protegerse de la luz.

—¿O?

—O… disparo.

Por la voz, era evidente que se trataba de una mujer. Y, de momento al menos, parecía estar sola.

—¿Tienes una pistola? —le preguntó con incredulidad.

—¿A ti qué te parece?

Mike no podía recordar que nadie hubiera recibido un disparo en Dundee, pero cualquier cosa era posible.

—¿Qué clase de pistola?

—Una que puede hacerte un buen agujero en la cabeza, ¿satisfecho?

—No particularmente.

El temblor de su voz le indicaba que era muy probable que estuviera mintiendo. Pero comprendía que se hubiera sentido intimidada al ver a un hombre de un metro noventa caminando hacia ella. Lo que realmente lo molestaba era la luz y los motivos que podían haber llevado a aquella mujer hasta allí.

—Soy Mike Hill, el propietario del rancho de al lado.

Mike había crecido en aquella zona. Casi todo el mundo conocía a su familia. Pero si ella lo reconoció, no lo dijo.

—Has entrado aquí sin que nadie te haya invitado.

Tenía que estar sola, en caso contrario, ya habría aparecido alguien.

—Sólo he venido a decirte que será mejor que apagues esas velas y salgas de aquí antes de que llame a la policía. Estás en una propiedad privada.

—¿Acaso es tuya esta casa?

—Debería serlo.

—Pero no lo es, ¿verdad?

No le gustó su tono. El hecho de que aquella casa que conservaba tan buenos recuerdos de su infancia hubiera terminado en manos de una cazafortunas y de sus hijos todavía lo irritaba. Y el que le hubieran robado el tiempo que podía haber pasado con su abuelo durante sus últimos diez años de vida le dolía incluso más.

—Lo que ocurra aquí no es asunto tuyo —añadió ella enérgicamente—. Así que márchate inmediatamente.

Mike no tenía intención de marcharse. Nadie iba a echarlo de casa de su abuelo.

—Aparta esa condenada luz de mis ojos.

—¿O? —preguntó Lucky.

A Mike le gustó el desafío.

—O te quitaré yo mismo la linterna.

—En ese caso, tendré que…

—¿Disparar? Ni siquiera tienes una pistola. Si la tuvieras, no necesitarías cegarme.

Lucky vaciló, pero Mike no le dio oportunidad de decidir. Se acercó hasta ella con dos grandes zancadas, la agarró por la cintura y la presionó contra la pared más cercana.

La linterna cayó al suelo, pero Mike acercó a Lucky a la cocina lo suficiente como para que las velas le permitieran distinguir los senos que se tensaban bajo una camisa larga y un rostro ovalado rodeado de rubios rizos. Era una chica joven, sí, pero mayor de lo que él imaginaba. Desde luego, no se trataba de una adolescente. Tenía un rostro perfecto, de porcelana, como el de un ángel. Pero el brillo de sus luminosos ojos verdes no tenía nada que ver con la inocencia, sino que evidenciaba una furia colérica.

La joven comenzó a levantar la rodilla, pero Mike consiguió sujetarla y proteger su entrepierna al mismo tiempo.

—¡Suéltame, hijo de…!

—Vaya, tranquilízate.

—¿Que me tranquilice? Supongo que esa actitud condescendiente aquí se considera cercana a los buenos modales, ¿verdad, vaquero?

—Mis modales son infinitamente mejores que los que te he visto hasta ahora.

—¡No he sido yo la que ha entrado sin permiso!

—¿Qué? —aquello sí que había conseguido sorprenderlo.

—Ya me has oído. Tanto si crees que esta casa debería ser tuya como si no, soy su propietaria, así que suéltame.

Mike no se movió. La última vez que había visto a Lucky Caldwell ésta era una adolescente regordeta con el rostro cubierto de acné. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo y esperaba al autobús del colegio todas las mañanas, con los libros contra el pecho y fulminándolo con la mirada cada vez que se cruzaban.

—No te creo —respondió él.

—Se decía que mi madre intentó envenenar a Morris. En realidad, lo que hizo fue darle una dosis excesiva de insulina. Ella dijo que había sido accidentalmente, pero él se divorció y la desheredó. ¿Sabría todo eso si realmente ésta no fuera mi casa?

—Casi todo el mundo tiene esa información.

—De acuerdo, compraste el rancho de al lado cuando yo tenía diez años y tú estabas a punto de cumplir veinticinco. Josh tenía dos años menos. Josh y tú comenzasteis la cría de caballos con un semental que tenía una estrella blanca en la frente.

Mike la soltó y retrocedió lentamente. Al verla a cierta distancia, advirtió que no llevaba pantalones. El dobladillo de la sudadera le llegaba a medio muslo y desde allí, se alargaban hasta el suelo unas piernas desnudas y bien torneadas.

—Hace frío, ¿dónde tienes los pantalones?

—Por si no lo has notado, es tarde. Y estaba a punto de meterme en el saco de dormir cuando tan amablemente has irrumpido en mi casa y me has arruinado la noche. Perdóname por no ir vestida más decorosamente.

Mientras la miraba, Mike no podía evitar preguntarse si habría estado Lucky igualmente atractiva seis años atrás si no hubiera llevado siempre el pelo recogido. En ese caso, podría haber despertado más interés entre los chicos del pueblo. Al menos por lo que él recordaba, Lucky nunca había sido una chica especialmente atractiva.

—¿Por qué no me has dicho que eras tú? —le preguntó.

—Quizá porque aprecio mi intimidad.

Parecía disfrutar siendo sarcástica. Mike recordaba a Lucky agarrándose al brazo de Morris el día que éste lo había invitado a conocer a su esposa y sus hijos. Debido al divorcio de sus abuelos y a la segunda boda de Morris, aquél había sido un año complicado para toda la familia de Mike, pero sobre todo para él, que siempre había estado muy unido a su abuelo. El resto de la familia había rechazado la invitación, pero Mike había aparecido en la casa, esperando que todo lo que había oído contar fuera mentira o, por lo menos, no tan terrible como parecía. Él creía conocer a su abuelo. Y pensaba que su abuelo nunca cambiaría. Pero Morris se había dejado arrastrar por el entusiasmo de una relación nueva y, tras enamorarse de Red, ya nunca había vuelto a ser el mismo.

Mike había comprendido que había problemas cuando había visto que Morris abrazaba a Lucky y se la presentaba como «su nueva hija». «Es una muñeca», le había dicho, pero en cuanto le había dado la espalda, Lucky le había sacado la lengua y había salido corriendo.

Mike pestañeó, preguntándose qué podría haber llevado a Lucky de regreso a Dundee. Después de la muerte de Red, la madre de Mike por fin había dejado de hablar de «esa mujer» y «esos niños» que le habían robado el amor de Morris, además de su dinero, y después lo habían abandonado cuando estaba enfermo. Aquellos que realmente lo querían se habían hecho cargo de él hasta el último momento. En cuanto tenía oportunidad, su madre siempre le recordaba que había sido Red la causante de la muerte de su abuela, ocurrida poco después de que su abuelo muriera. «Los médicos dicen que fue un fallo cardiaco. Por supuesto que sí. Se le rompió el corazón cuando se enteró de la aventura que estaba teniendo mi padre. Mi madre no volvió a ser la misma desde que su marido la dejó y tuvo que irse a vivir al pueblo». Con el tiempo, el escándalo se había ido olvidando y Mike odiaba verlo resucitar.

—¿Piensas quedarte aquí? —le preguntó.

Cuando Lucky cuadró los hombros y alzó la barbilla, Mike comprendió que no debería haber albergado la esperanza de una respuesta negativa.

—Es posible. Supongo que no te importará, ¿verdad?

Le importaba, sí, pero él ya había hecho todo lo que había podido. En cuanto se había enterado de que su abuelo nunca había adoptado legalmente ni a Lucky ni a sus hermanos, había intentado recuperar legalmente la casa. Y había perdido. Después, había intentado comprársela a Lucky, pero ella se negaba a venderla.

—Lo que tú hagas es cosa tuya —contestó en un tono tan cortante y formal como el suyo.

—Eso es exactamente lo que yo pienso. Y ahora, si no te importa, es tarde, estoy prácticamente desnuda y hace frío.

Mike desvió la mirada hacia la cocina. Aparte de las velas y del fuego, Lucky no parecía contar con muchas comodidades. Seguramente, dormir en una casa tan sucia y desolada no debía de ser en absoluto agradable para una joven. Pero cuanto más incómoda se sintiera, menos probabilidades habría de que prolongara la visita.

—¿Quieres algo más? —le preguntó Lucky al ver que no se marchaba.

Mike soltó aire lentamente y se echó el sombrero hacia atrás.

—No.

Lucky avanzó hacia la puerta de la calle y la abrió.

Si hubiera sido otra persona, Mike se abría despedido de ella ofreciéndole toda la ayuda que pudiera prestarle como vecino, porque era muy joven, y estaba sola, y de hecho, le costó no hacerlo. Pero Lucky no era una mujer cualquiera. Era la hija de la mujer más egoísta y codiciosa que había conocido en su vida.

—Buenas noches —le dijo fríamente y salió.

Si Lucky se parecía a Red tanto como él sospechaba, sabría cómo cuidar de sí misma.

Capítulo 2

LUCKY no podía dormir. La familia de Morris había descubierto su presencia incluso antes de que se instalara en la casa. No creía que Mike Hill fuera un hombre que apreciara los chismes, pero era leal a su familia. Y tras haberla visto, seguramente se lo comentaría a su madre, que, a su vez, se lo comentaría a sus hermanos, y así hasta que todo el pueblo se levantara contra ella. Al fin y al cabo, en Dundee, prácticamente todo el mundo era amigo o pariente de los Caldwell.

En realidad ni Mike ni nadie podía hacer nada para evitar su regreso… salvo ser desagradables. El propio Morris había tenido que padecerlo. Teniendo en cuenta lo que Morris creía que su madre había intentado hacerle, no podía comprender por qué la quería tanto a ella. Sus hermanos habían heredado una considerable cantidad de tierra, pero Lucky había recibido aquella casa y una renta vitalicia. Además de agradecérselo, Lucky lo echaba terriblemente de menos. Morris era el mejor hombre que había conocido en su vida, y uno de los pocos que había tenido lugar en su corazón para una niña gorda y fea.

Curiosamente, Mike, uno de sus principales enemigos, se parecía mucho a aquel hombre al que tanto había querido. Había algo en su forma de moverse, en su sonrisa… Aunque casi nunca le sonreía a ella. Cuando Lucky era una adolescente, solía soñar despierta que un buen día se decidía a hablar con ella, pero Mike no parecía reparar siquiera en su presencia. Y quizá ésa fuera la razón por la que se había empeñado tanto en hacerlo reaccionar. Un día, lo había visto montando a caballo cuando ella se estaba bañando en el estanque y había decidido mostrarle algo que, estaba segura, él no podría ignorar, y se había sentido fatal al ver una expresión de desagrado en su rostro.

Lucky se abrazó a las rodillas e intentó borrar aquella hambre terrible de cualquier migaja de aprobación, especialmente procedente de la familia de Morris.

La tentaba la idea de dejar aquella casa, de abandonar Dundee para siempre. Pero la lista de nombres que había encontrado en el diario personal de su madre era motivo más que suficiente para quedarse.

Después de una pésima noche de sueño, Mike fijaba la mirada en el teléfono del despacho, preguntándose si debería llamar o no a su madre. Era posible que Lucky no pensara quedarse mucho tiempo. Como era él el encargado de enviarle los cheques que recibía mensualmente, sabía que viajaba constantemente… Pero si Lucky pensaba quedarse algún tiempo por la zona, sería preferible que fuera avisando a todo el mundo.

Ya había llamado a su hermano Josh, pero estaba en Hawai, con Rebecca, y no había podido localizarlo.

—¿Mike?

Mike miró hacia la puerta. Rose Hilman, una mujer de unos cincuenta años que llevaba la contabilidad del rancho, asomó la cabeza.

—¿Sí?

—Ha venido Gabe Holbrook.

Olvidándose de su madre, de su hermano y de Lucky Caldwell, Mike se enderezó sorprendido. Había crecido con Gabe. Habían sido amigos íntimos desde niños, pero desde el accidente, Gabe rara vez aparecía por allí.

—Dile que pase —le pidió.

Mientras lo esperaba, sintió la punzada del remordimiento. Durante los últimos meses, no había hecho ningún esfuerzo por ir a ver a Gabe. Éste había pasado dos años muy duros, los peores imaginables, y también se había convertido en una persona distante y taciturna con la que resultaba difícil conectar. Ya no parecía haber ningún tema seguro que abordar. Los temas de los que años atrás disfrutaban, como el fútbol, los rodeos, o las mujeres, sólo eran una doloroso recuerdo de todo lo que Gabe había perdido.

Mike se levantó mientras Gabe entraba en el despacho en la silla de ruedas.

—Gabe, me alegro de verte —rodeó el escritorio para salir a saludarlo.

Gabe le estrechó la mano con firmeza.

—Hace tiempo que no nos vemos.

Demasiado tiempo, y Mike lo sabía. Si al menos la imagen de Gabe en esa condenada silla de ruedas no lo afectara tanto… Hundió las manos en los bolsillos y se sentó en el borde del escritorio.

—Tienes buen aspecto. Supongo que continúas bebiendo esos concentrados de verduras que me hiciste probar la última vez que estuvimos en la cabaña.

—Hay más vitaminas y minerales en una cucharada de ese concentrado que…

—Lo sé, que en toda una bolsa de verduras —lo interrumpió Mike, riendo—. Aun así, no era capaz de tragarlo.

Gabe lo recorrió con la mirada.

—Por lo que veo, tienes muy buen aspecto sin ellos. Para ser tan viejo.

Gabe, dos años más joven que él, siempre había bromeado sobre su edad.

—Los cuarenta están a la vuelta de la esquina. Bueno, ¿qué te trae por el rancho en un día tan horrible?

Gabe fijó la mirada en la ventana; la nieve continuaba cayendo de tal manera que apenas se distinguía el establo.

—Las carreteras aún están transitables, pero el camino de tu casa deberías limpiarlo. ¿Cómo esperas que pueda venir a verte un tullido como yo en esas condiciones?

Su forma de intentar restarle importancia a su situación incomodaba extremadamente a Mike. Para Gabe, su cuerpo lo había sido todo y, desde el accidente, se había refugiado en las montañas y vivía como un eremita.

—A mí me parece que vas a donde quieres —y era cierto, si Gabe no salía más, era porque no quería.

Gabe se encogió de hombros.

—Puedo arreglármelas. Especialmente cuando tengo buenas razones para ello.

—Parece que ha ocurrido algo.

—Quería decirte que mi padre se va a presentar para las próximas elecciones al Congreso.

—¿De verdad? Es magnífico. Y cuenta con todos los requisitos para ser elegido ¿Cuánto tiempo ha estado como senador? ¿Nueve años?

—Diez, pero aun así, es una competición difícil. Butch Boyle lleva toda una vida de diputado.

—Pero tu padre es un hombre muy respetado en este estado. Creo que tiene muchas oportunidades.

—Necesitamos sangre nueva en el Congreso. Butch lleva tanto tiempo en Washington que no creo que se acuerde siquiera de que es de Idaho.

Mike no podía menos que estar de acuerdo. Pero habría apoyado a Gabe aunque éste se hubiera presentado allí para decirle que su padre quería optar a la presidencia de Estados Unidos.

—Necesitamos recaudar fondos para la campaña y ésa es otra de las razones por las que estoy aquí. Me gustaría contar con tu ayuda.

—Si me estás pidiendo una contribución, cuenta con ella.

Mike se inclinó sobre el escritorio y comenzó a remover papeles para buscar su chequera, pero la voz de Gabe lo interrumpió.

—Esperaba que hicieras algo más que ofrecerme una donación.

—¿Como por ejemplo?

—Me gustaría que organizáramos una reunión. Quiero reunirme con Conner Armstrong y el resto de los inversores del centro turístico Running Y. Y también me gustaría que estuvieran presentes Josh y tus tíos.

—No me necesitas para eso.

—La verdad es que sí. No sé si se tomarían muy en serio a un ex jugador de fútbol.

Mike sospechaba que lo que quería decir era que no se tomarían suficientemente en serio a un ex jugador de fútbol que además era paralítico. Nadie pensaba que Gabe fuera menos persona que antes por lo que le había pasado, pero ya no se molestaba en intentar convencerlo de ello. Sabía, por propia experiencia, que Gabe no lo escucharía.

—Donde realmente hay dinero es en Boise, no aquí.

—Boise está situado entre dos distritos. La zona que nos corresponde es la parte más conservadora, que, probablemente, votará por Boyle —dijo Gabe—, de modo que los principales esfuerzos tendremos que hacerlos aquí.

Mike se frotó la barbilla.

—¿De cuánto dinero estamos hablando?

—De medio millón, por lo menos.

—No podremos conseguir medio millón de dólares con donaciones.

—Sí, lo sé, pero hay otras vías.

—¿Como…?

—Como la Federación de Profesores, o la Federación de Empleados Municipales del Condado, la Agrupación de Camioneros…

—Has estado haciendo los deberes.

—Y condenadamente bien.

Mike sopesó su decisión. Quizá involucrarse en aquella campaña les permitiera hacer algo en común otra vez y los ayudara acostumbrarse a la nueva situación de Gabe.

—De acuerdo —dijo—. Josh va a estar fuera unos cuantos días con Rebecca, pero intentaré concertar una cita con él, Conner y los otros inversores en cuanto vuelva.

Lucky se recostó contra la pared del que había sido su antiguo dormitorio y se frotó la frente con el dorso de la mano. Había estado quitando telarañas y barriendo durante toda la mañana y no quería tocarse la cara con los dedos. El ejercicio físico la ayudaba a mantenerse en calor, de modo que no había parado mientras esperaba a que dejara de nevar. Pero eran ya las doce y el tiempo no parecía que fuera a cambiar. Y como se descuidara, iba a quedarse atrapada en la casa otra noche más.

Estaba decidida a que eso no ocurriera, pero la verdad era que no tenía muchas opciones. Por culpa de las montañas, no tenía cobertura en el móvil. Estaba a unos veinte kilómetros del pueblo y no tenía nada ni remotamente parecido a una pala con lo que poder comenzar a quitar la nieve. Y su único vecino era Mike Hill.

Mike Hill… ¡Diablos! No podía ir a pedirle ayuda. Siempre la había odiado y ella…

Ella nada. Durante la mayor parte del tiempo, ni siquiera había existido para él, de modo que era preferible fingir que él tampoco existía para ella.

Decidiendo que no podía hacer nada hasta que no terminara de nevar, bajó al piso de abajo a buscar la maleta con intención de sacar la ropa que requería de mayores cuidados. Había hecho las maletas con mucho cuidado, llenándolas al máximo por si se quedaba una buena temporada, pero sus cosas ya no estaban ni ordenadas ni limpias. Después de que Mike se fuera la noche anterior, había tenido problemas para entrar en calor y había ido sacando ropa desordenadamente, intentando encontrar prendas con las que cubrirse.

Metió de nuevo casi toda la ropa en la maleta más grande, se sentó sobre ella para cerrarla y comenzó a subir.

—Vamos —se dijo, animándose a moverse.

Subió el primer tramo de escaleras, pero justo en la esquina, se le abrió la maleta. Soltó una maldición y observó frustrada cómo iba rodando su ropa por la escalera.

—Ya está, renuncio —dijo, y dejó caer la maleta hasta el final de la escalera.

Se sentó en un escalón y miró furiosa a su alrededor. ¿Pero qué importancia podía tener otro desastre? Ya estaba sola, en una casa sin muebles, atrapada en una tormenta…

Debería ir a Dundee en cuanto amainara la tormenta. Había estado dándole vueltas a aquella idea toda la mañana. Pero ya la había arrinconado más de una vez, junto a los otros fantasmas del pasado. ¿Por qué tenía que volver?

El diario de tapas negras que acababa de salirse de la maleta, junto a todo lo demás, le sirvió para recordarlo. Mientras fijaba la mirada desde su escalón en las páginas abiertas del diario, se preguntaba, una vez más, si no habría sido un error leerlo.

¿Realmente serviría de algo encontrar a su padre?

No tenía la menor idea. Sus hermanos también habían crecido sin padre, pero por lo menos sabían su nombre. Según Red, un hombre muy atractivo llamado Carter Jones que había pasado dos años en Dundee antes de romperle el corazón e incorporarse al circuito de rodeos. Excepto por el dinero que enviaba de vez en cuando, nunca habían sabido nada de él.

A sus hermanos no parecía importarles, pero el caso de Lucky era diferente. Ella había crecido sin saber siquiera el nombre de su padre. Hasta que su madre había muerto y se había encontrado de pronto con tres posibles candidatos. Había ido hasta Dundee con el objetivo de averiguar quién era su padre. ¿Y por qué no? No tenía mejores cosas que hacer. Había estado viajando de ciudad en ciudad, había trabajado como voluntaria en hospitales y bancos de alimentos durante seis años, casi desde que había salido del instituto. En realidad no tenía ningún lugar adonde ir, o por lo menos ningún lugar en el que pudiera encontrar la paz que había estado buscando en su trabajo como voluntaria. En aquel pueblo la odiaban por ser quien era, pero allí estaban encerrados los secretos que podían ayudarla a darle alguna perspectiva a su vida.

Con un suspiro, recogió el diario. Quizá no hubiera sido un error regresar a Dundee, pero debería haber esperado hasta la primavera. Y podría haber esperado si no fuera porque quería pasar allí la Navidad. El recuerdo de su primera Navidad en aquella casa la había tentado a volver.

Rió con tristeza. Dios, todavía estaba intentando revivirlo. Qué patético.

Sorteando los zapatos y la ropa interior que continuaba esparcida por la escalera, regresó al dormitorio de su madre para enfrentarse a las pintadas de las paredes. Aquella habitación, aquellas palabras, le hicieron recordar lo mucho que había sufrido en aquel pueblo. Las miradas de desaprobación de la familia de Morris, los cuchicheos malintencionados: «Julie ha vuelto a traer a casa a esa niña de los Caldwell, tendremos que hablar con ella…». «Lucky terminará como su madre, espera y verás», «no podemos permitir esa clase de influencia en esta casa». O los susurros cargados de sugerencias de los niños en el colegio: «¿Tienes el pelo rojo por alguna otra parte? ¿Por qué no vamos detrás de las gradas y lo comprobamos? Con una madre como la tuya, seguro que te sabes todos los trucos».

¿Todos los trucos? Desde luego, desde muy temprana edad, Lucky sabía más sobre sexo de lo que debería, pero no por propia experiencia.

Fue deslizándose contra la pared hasta sentarse en el suelo y abrió el diario que había encontrado cuando por fin había abierto las cajas que sus hermanos le habían enviado tras el entierro de Red. La lista de nombres escritos por su madre le hizo revivir a Lucky recuerdos que había intentado suprimir durante años. Los hombres saliendo y entrado de la destartalada caravana. Los hombres gimiendo tras la puerta de la habitación de su madre…

A pesar del frío, el sudor empapaba el rostro de Lucky. Quería quemar aquel diario, borrar las pruebas. Pero no lo haría. Dave Small, Eugene Thompson y Garth Holbrook estaban en la lista de hombres que habían «visitado» a su madre veinticinco años atrás, justo por las fechas en las que un hombre tendría que haber «visitado» a su madre para que nueve meses después naciera Lucky. Y a no ser que su madre estuviera saliendo por aquel entonces con alguien que no hubiera anotado, lo cual parecía muy poco probable teniendo en cuenta la precisión de aquellos datos, alguno de aquellos hombres era su padre.

Lucky había reconocido desde el primer momento los nombres de Dave Small y de Garth Holbrook. Ambos eran importantes ciudadanos de Dundee, lo cual le había hecho albergar la esperanza de que quizá pudiera identificarse o admirar más a su padre de lo que lo había hecho nunca con su madre. Quizá frecuentaran de vez en cuando a una prostituta, pero Red sabía, por el trabajo de su madre, que había muchas personas a las que no les resultaba fácil ser fieles. E incluso era posible que aquellos hombres no estuvieran casados cuando habían ido a ver a Red.

Buscó las páginas que narraban el momento en el que Morris había aparecido en su vida. Su aparición había supuesto una interrupción en aquel constante ir y venir de hombres. Hasta que Red se había cansado de estar casada con un hombre mayor. Después, cuando Morris había empezado sus viajes de negocios, todo había comenzado otra vez. Pero de aquella época, su madre no guardaba ninguna lista, y los hombres no le dejaban ningún dinero.

Lucky cerró los ojos y sacudió la cabeza, recordando todas las veces que le había suplicado a Red que no arriesgara su recién conquistada seguridad. A medida que Lucky había ido creciendo, Red había ido dejando de fingir que no sabía a qué se refería y había comenzado a amenazarla: «Si se te ocurre decir algo, Lucky Star Caldwell, te daré una patada en el trasero y te echaré de esta casa».

Y cuando las cosas se ponían insoportables, Lucky se marchaba al establo de los hermanos Hill para estar con sus caballos. Allí, durante una hora o dos, conseguía olvidarse de que estaba traicionando a Morris de la misma forma que lo hacía su madre.

Lucky cerró el diario y se levantó. Había intentado duramente distanciarse de todo aquello. En cuanto había terminado el instituto, se había marchado de Dundee y no había vuelto jamás. Ni siquiera cuando Morris había muerto y se había enterado de lo que le había dejado en herencia. Ni cuando su madre había muerto dos años después. Tampoco había regresado cuando Mike Hill había impugnado el testamento, obligándola a contratar a un abogado. Se había limitado a dejar que el abogado se ocupara de todo y, cuando el proceso había terminado, le había pedido a Mike, como albacea de las propiedades de Morris, que le enviara el cheque que tenía que mandarle cada mes y que se olvidara para siempre de la casa.

Hasta ese momento. Hasta que se había dado cuenta de que nunca podría huir realmente del pasado y había vuelto dispuesta a hacer algo con aquella casa. Pero antes de terminar muriendo congelada, tenía que pedirle a Mike un favor. Aunque estaba segura de que a éste no iba a gustarle.