Enamorado de cenicienta - Una aventura en Italia - Liz Fielding - E-Book

Enamorado de cenicienta - Una aventura en Italia E-Book

Liz Fielding

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Beschreibung

Enamorado de Cenicienta Lucy Bright no podía creérselo cuando la sacaron del aburrimiento de ser secretaria y la convirtieron en la prometida mimada del gurú de la venta al por menor. ¡Pero entonces descubrió que todo era un ardid publicitario! Al escapar del frenesí mediático, se encontró entre los brazos del delicioso magnate Nathaniel Hart. Sorprendida por la inmediata atracción que sintió hacia él, Lucy huyó, pero Nathaniel estaba dispuesto a encontrar a aquella belleza descalza… aunque lo único que tenía era un zapato rojo. Una aventura en Italia Sarah Gratton acababa de romper con su novio y estaba decidida a disfrutar de sus vacaciones. Y una aventura amorosa con Matteo di Serrone podía ser la solución. El conde italiano era ideal para coquetear… si Sarah se atrevía a hacerlo. Por suerte, Matteo tenía atrevimiento de sobra. Y decidió que se mantendría cerca de aquella mujer misteriosa. No sería difícil, teniendo en cuenta lo mucho que se deseaban. Era como un cuento de hadas… hasta que Sarah se dio cuenta de que había cometido el peor de los errores: enamorarse de su amante.

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Seitenzahl: 369

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 214 - agosto 2019

 

© 2010 Liz Fielding

Enamorado de Cenicienta

Título original: Mistletoe and the Lost Stiletto

 

© 2011 Liz Fielding

Una aventura en Italia

Título original: Flirting with Italian

Publicadas originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011 y 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-361-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Enamorado de Cenicienta

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Una aventura en Italia

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Miércoles, 1 de diciembre

Citas de la señorita Lucy Bright

 

9:30: Salón de belleza.

12:30: Comida con Marji Hayes, directora de la revista Celebrity.

14:30: Sesión fotográfica para Celebrity (¡con mamá!).

16:30: Serafina March, organizadora de la boda.

20:00: Cena en el Ritz (se incluye la lista de invitados).

 

Entrada del diario de la señorita Lucy Bright del 1 de diciembre

 

Ojalá pudiera ir esta tarde a la presentación a la prensa de la cadena de tiendas de moda de Lucy B., pero, según la bruja de la secretaria de Rupert, es para la prensa económica, no para la del corazón, lo cual me pone en mi sitio. Ni siquiera puedo recurrir a Rupert, ya que su vuelo no llega hasta la hora de comer. ¿Y cómo es que se va a librar de la reunión con la terrible Serafina March? También es su boda.

Pregunta estúpida. Está demasiado atareado para ocuparse de «cosas de mujeres». El mes pasado ha estado más tiempo fuera del país que en él. A este paso, voy a ir al altar yo sola.

La cena de celebración de esta noche es, como no dejan de recordarme, mi momento glorioso, y es evidente que una mañana de mimos en el salón de belleza, una deliciosa comida con la directora de Celebrity y una reunión con quien organiza las bodas de las estrellas de cine constituyen un cuento de hadas. Soy Lucy Bright. En primavera, mi nombre, Lucy B., aparecerá sobre la entrada de cien tiendas en las principales calles. Entonces, ¿por qué me siento como si lo observara todo desde fuera?

 

LUCY Bright frotó con el pulgar el anillo de compromiso para que el enorme diamante brillara mientras trataba de librarse de la sensación de que las cosas no eran el cuento de hadas que los medios de comunicación proclamaban al hablar de su relación con Rupert Henshawe. Resuelta a librarse de esa inquietud, entró en Twitter para poner al día a sus seguidores sobre lo que haría durante la jornada.

 

Buenos días, tuiteros. Voy a que me alisen el pelo. Otra vez. Juro que todos huyen a esconderse cuando me ven aparecer en el salón de belleza. #Cenicienta.

Lucy B., miércoles 1 dic., 8:22

 

De momento tengo el pelo liso. Comida fabulosa en Ivy. Mucha gente famosa. Me marcho a buscar a mi madre para la sesión fotográfica. Pondré al día el blog después. #Cenicienta.

Lucy B., miércoles 1 dic., 14:16

P.D.: No os perdáis hoy la presentación a la prensa de Lucy B. en la página web, a las 16:00. Va a ser estupenda. #Cenicienta.

Lucy B., miércoles 1 dic., 14:18

 

–¿Es ésa la hora? –gritó Lucy.

–Se nos ha hecho un poco tarde, señorita –dijo el chófer de Rupert mientras sostenía un paraguas abierto para que ella no se mojara al salir de la sesión fotográfica y dirigirse al coche.

«Un poco tarde», era quedarse corto. El fotógrafo había sido implacable a la hora de conseguir la foto perfecta, y a Lucy le quedaban menos de veinte minutos para reunirse con la organizadora de la boda, para hablar del gran día. Aunque era aceptable, incluso necesario, que la novia llegara tarde a la boda, Serafina March no consentía el más mínimo retraso cuando se estaba citado con ella.

–No hay tiempo de volver a casa a recoger el informe de la boda, Gordon. Tendremos que pasarnos por el despacho.

La eficiente secretaria de Rupert tenía una copia. Se la pediría prestada.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

–¡MENTIROSO!

Lo único que se oía en la sala era el ruido de las cámaras mientras la rueda de prensa del magnate Rupert Henshawe, también conocido como el Príncipe Azul, era saboteada por su prometida, alias Cenicienta, que se quitó el anillo de compromiso y se lo tiró a la cara.

–¡Embustero!

Las cámaras de la sala enfocaron la mejilla de Henshawe, que sangraba por la herida que le había producido el enorme diamante.

Todos los medios presentes, periodistas, expertos en finanzas y equipos de televisión, contuvieron el aliento.

La Henshawe Corporation los había convocado a una rueda de prensa. Todo lo que hacía Henshawe era noticia; buena si se era accionista; mala si se era la víctima de uno de sus ataques.

La noticia del momento era cómo había cambiado, cómo, al conocer a su Cenicienta, el amor lo había redimido y había dejado de ser una persona desagradable para convertirse en el Príncipe Azul.

Como noticia, era aburrida.

Lo que estaba sucediendo en aquel momento era mucho mejor.

–¿Por qué? –le preguntó Lucy sin prestar atención a las cámaras y los micrófonos ni a las imágenes de tamaño natural de sí misma vestida con prendas de su propia colección, Lucy B., que aparecían en una pantalla. Lo único que veía era al hombre del podio–. ¿Por qué lo has hecho?

Era una pregunta estúpida. Estaba todo en el informe que había encontrado y que no tenía que haber visto.

–¡Lucy, cariño…! –la voz de Rupert era engañosamente dulce–. Estas personas están muy ocupadas y tienen que cumplir unos plazos. Han venido a conocer los planes que he hecho, que hemos hecho, sobre el futuro de la empresa, no a ver cómo nos peleamos.

Su sonrisa era tierna y preocupada. Era la de siempre, tranquilizadora, e incluso en aquel momento hubiera sido muy fácil dejarse vencer por ella.

–No sé lo que te ha trastornado, pero está claro que estás cansada. Que Gordon te lleve a casa y hablaremos después.

Lucy tuvo que luchar contra la dulzura casi hipnótica de su voz, contra su propia debilidad y contra su deseo de que se hiciera realidad el cuento de hadas en que se había convertido su vida y que la había transformado en una persona famosa.

Tenía una página en Facebook y medio millón de personas la seguía en Twitter. Era la moderna Cenicienta, trasladada de la cocina al palacio, con los harapos sustituidos por vestidos de seda. Pero el baile nupcial del Príncipe Azul estaba destinado a contentar a la multitud. No había nada como una boda real para hacer felices a las masas.

Era exactamente la maniobra adecuada para atraer a una inteligente empresa publicitaria dispuesta a hacerse un nombre.

–¡Contéstame! –le gritó cuando alguien amablemente colocó un micrófono frente a ella para que sus voces se igualaran–. No quiero volver a verte –levantó el informe para que lo viera y supiera que no podía negar nada–. Sé lo que has hecho. ¡Lo sé todo!

Al pronunciar esas palabras, Lucy se dio cuenta de que se había producido un cambio en la sala. Nadie miraba ya el podio ni a Rupert. Ella había acaparado la atención de los presentes. Había irrumpido en el lujoso hotel hecha una furia al haber descubierto que su nueva y emocionante vida y su compromiso matrimonial no eran más que una estrategia de mercado ejecutada con brillantez. El centro de la atención era ella en aquellos momentos mientras daba por concluido un compromiso tan falso como la transformación de Rupert en un hombre nuevo.

Se dio cuenta demasiado tarde de que tal vez se hubiera precipitado.

En los meses que siguieron a su historia de amor con su jefe multimillonario, se había acostumbrado a la prensa, pero aquello era distinto. Hasta entonces la habían apoyado en todo momento, ya fuera en entrevistas personales o en las dedicadas a su nuevo papel como imagen y nombre de la renovada cadena de tiendas de moda de Rupert.

Al interrumpir la rueda de prensa, no había pensado en nada más que en enfrentarse al hombre que tan desvergonzadamente la había utilizado.

Pero, en aquel momento, con todas las cámaras enfocándola, de pronto se sintió sola y vulnerable, con el único deseo de huir de allí. De escapar de las cámaras, los micrófonos y las mentiras. De desaparecer. Pero al retroceder para alejarse de Rupert y de todos los demás, tropezó con el pie de otra persona.

Para no caerse, se agarró a la solapa de alguien y, al darse la vuelta, se encontró con una pared de cuerpos que le impedía el paso.

El hombre a cuya solapa se había agarrado, la atrajo hacia sí y le gritó algo al oído mientras otros periodistas se empujaban para acercarse a ella y los fotógrafos gritaban para atraer su atención.

Ella soltó la solapa del hombre. Alguien trató de quitarle el informe. Lucy le golpeó con él y trató de abrirse paso con el gran bolso que llevaba, cegada por los flashes de los fotógrafos.

Al ver que dos guardaespaldas de Rupert se acercaban apartando a los periodistas y a los cámaras, se le disparó la adrenalina.

Hasta entonces sólo había conocido el lado amable de Rupert Henshawe. Pero tenía pruebas de lo despiadado que era para lograr sus fines y no consentiría que se marchara con el informe.

Al denunciarlo en público se había puesto en su contra, y él haría lo que fuera necesario para que no hablara.

Volvió a utilizar el bolso para tratar de atravesar la muralla de cuerpos, pero alguien la agarró de la muñeca, recibió el golpe de una cámara en la sien y, mareada, retrocedió con paso vacilante.

Se oyó un alarido por encima del griterío reinante cuando el tacón de su stiletto se topó con algo blando y que cedía a su empuje.

Mientras el hombre que había detrás se apartaba maldiciendo, ella, sin dudarlo, aprovechó el hueco para escapar de allí.

 

 

 

Navidad.

Era la época de ganar dinero.

Nathaniel Hart se detuvo en la barandilla de la escalera de los grandes almacenes, que otro Nathaniel Hart había fundado doscientos años antes, y miró el tumulto provocado por la gente que no paraba de comprar.

Era una escena que se repetía en todos los almacenes Hastings & Hart de las principales ciudades del país: gente gastándose el dinero en perfumes, joyas, pañuelos de seda, todos ellos perfectamente dispuestos en la planta baja para que estuvieran a mano de los hombres que, desesperados, corrían a comprar a última hora.

Las mujeres, por suerte, dedicaban más tiempo y esfuerzo a comprar. Llenaban las escaleras mecánicas que subían a la planta superior como si ascendieran al cielo, una ilusión arquitectónica producida por la luz, el cristal y los espejos del local.

Nathaniel Hart sabía que era una ilusión porque la había creado él, del mismo modo que sabía que era una jaula en la que estaba encerrado.

 

 

A Lucy le dolía el hombro que había empleado para abrir la salida de emergencia. Corría por las calles estrechas y oscuras que había detrás del hotel.

No sabía adónde se dirigía, sólo que iban persiguiéndola y que todos querían algo de ella. Pero se había acabado que la siguieran utilizando.

Lanzó un grito furioso cuando el tacón de uno de los zapatos se quedó atascado en una rejilla y se hizo daño en el tobillo. Alguien gritó detrás de ella y Lucy sólo se detuvo para sacar el pie del zapato, que dejó allí. Siguió corriendo mientras buscaba desesperadamente un taxi.

«Idiota, idiota… Eres idiota», se repitió una y mil veces. Corrió de lado y arrastrando los pies por la acera mojada y helada.

Había cometido el mayor error de su vida. Mejor dicho, el segundo mayor error. El primero había sido caer en la trampa.

Se daba cuenta de que llamar mentiroso al Príncipe Azul ante los medios de comunicación de toda la nación no había sido muy inteligente. Pero ¿qué podía hacer una mujer cuando su mágico castillo en el aire se venía abajo?

¿Detenerse a pensar?

¿Retroceder y reunir a sus aliados antes de disparar desde un lugar seguro? No era lo que haría la mujer a quien Rupert había declarado que amaba por su espontaneidad y pasión.

Ésa era la diferencia entre ellos.

La mujer que aparecía en la portada de Celebrity no era producto de la imaginación de un hombre, sino un ser de carne y hueso, capaz de sentir alegría, pero también dolor.

«Idiota» era la palabra adecuada, pero ¿quién hubiera podido comportarse racionalmente tras descubrir que era víctima del engaño emocional más cínico imaginable?

En cuanto a aliados, no tenía a quién recurrir. Los medios ya habían comprado a todos los que conocía desde niña, a todo aquél que tuviera una foto suya o una historia que contar. Cada momento de su vida era propiedad pública, y lo que no sabían se lo inventaban.

No había nadie de todos los que se habían arremolinado a su alrededor en quien pudiera confiar o de quien estuviera segura de que no estaba a sueldo de la empresa publicitaria.

En cuanto a su madre…

No tenía a quién acudir ni dónde ir. Jadeando se dirigió por instinto hacia las luces navideñas y la multitud de compradores, para perderse entre ellos. Pero no podía detenerse.

Sus perseguidores le darían alcance en cuestión de segundos.

Comenzaba a nevar cuando, al doblar una esquina, vio la pirámide de cristal asimétrica de Hastings & Hart. Había estado allí el día anterior. Rupert la había mandado a comprar regalos para el personal de la empresa con el fin de dar la oportunidad a los fotógrafos de las revistas del corazón, que la seguían a todas partes, de que le hicieran fotos. Estaba todo en el informe.

El plan había sido mantenerla muy ocupada para que no tuviera tiempo de pensar.

Los almacenes le ofrecían nueve plantas con miles de rincones para esconderse. Estaría a salvo durante un tiempo, así que cruzó la calle a toda prisa y se dirigió a la entrada principal, pero se detuvo al ver al portero.

El día anterior la había saludado con deferencia al verla llegar en un coche con chófer.

En aquel momento, no se quedaría tan impresionado al verla despeinada y cojeando, pero sin duda la recordaría. Pasó a su lado aparentando que había salido a comprar.

–El calzado se halla en la planta baja, señora –dijo el portero con cara muy seria al abrirle la puerta.

 

 

 

Desde su atalaya, Nat se fijó en dos hombres robustos de traje oscuro que se habían detenido en la entrada. Miraban a su alrededor, pero no de la manera perpleja y desesperada de quien busca un regalo de Navidad memorable.

Los hombres no compraban en pareja, y Nat supo con sólo mirarlos que no iban a elegir un perfume para las mujeres de su vida.

Eran policías o guardaespaldas.

El portero ya habría alertado al personal de seguridad de la llegada de un famoso, pero la curiosidad lo retuvo donde estaba, interesado en ver quién iba a entrar detrás de los dos hombres.

Nadie. Al menos, nadie que necesitara un guardaespaldas.

Nat los contempló con el ceño fruncido mientras intercambiaban unas palabras, se separaban y comenzaban claramente a buscar a alguien.

 

 

En el vestíbulo principal, protegida por la avalancha de clientes, Lucy había creído que pasaría desapercibida y que estaría a salvo.

Se había engañado.

Varias personas se habían vuelto a mirarla mientras trataba en vano de mantenerse erguida sobre un tacón. Y la habían vuelto a mirar intentando recordar dónde la habían visto.

En todas partes.

Rupert era el nuevo centro de atención de Celebrity, y los rostros de ambos, sobre todo el de ella, llevaban semanas apareciendo en portada.

De pronto, su teléfono móvil comenzó a sonar. El informe que llevaba en la mano le impidió sacarlo del bolso a tiempo. Vio que no era la primera vez que la llamaban.

Había seis llamadas perdidas, además del SMS que acababa de recibir.

Tenía que salir de la planta baja y perderse de vista. Con aire despreocupado se quitó el zapato. A fin de cuentas, con unos centímetros de menos pasaría más inadvertida. Lo guardó, junto con el informe, en el bolso.

Recordó que los servicios más próximos se hallaban en la tercera planta. Podría quedarse allí un rato y pensar, algo que debiera haber hecho antes de irrumpir en la rueda de prensa.

No tomó el ascensor ni las escaleras mecánicas, ya que el abrigo rojo que llevaba era muy llamativo, sino que se dirigió a las escaleras a toda prisa.

El plan era bueno. Sin embargo, al llegar al primer piso, tenía flato, las piernas no la sostenían y estaba mareada por el golpe en la sien.

–¿Le pasa algo? –una señora la miraba preocupada.

–No –mintió ella–. Es sólo una punzada en el costado.

En cuanto la mujer hubo desaparecido, se escondió tras un enorme adorno navideño que había al lado de las escaleras. A salvo de las miradas ajenas, se sentó en el suelo y se masajeó los tobillos. Hizo una mueca al ver el estado en que tenía el pie y las medias rotas.

Se recostó en la pared para recuperar el aliento mientras miraba su móvil último modelo que se había convertido en parte de su vida.

Tenía todos sus contactos y sus citas. Dictaba en él sus pensamientos, su diario. Y era lo que la conectaba con un mundo que parecía fascinado por ella.

Su página en Facebook, sus vídeos de YouTube y su cuenta en Twitter.

Al personal de la empresa publicitaria de Rupert no le hizo gracia que hubiera abierto una cuenta en Twitter sin consultárselo. Había sido el peluquero el que le había enseñado a hacerlo.

Ése había sido el primer aviso de que no se esperaba que tomara decisiones por sí misma y de que tenía que atenerse al guión.

Pero cuando se dieron cuenta de lo bien que funcionaba, la alentaron a que escribiera en ella todo lo que pensara e hiciera, con el hashtag de «Cenicienta», para que lo leyeran sus cientos de miles de seguidores y estuvieran al día sobre su transformación de Cenicienta en la princesa del cuento de hadas de Rupert.

En aquel momento, la bandeja de entrada estaba llena de mensajes de sus seguidores, que habían visto en la web el jaleo que se había montado. A pesar de todo, sonrió al leerlos, porque le mostraban su apoyo.

No estaba segura de cuánto seguiría funcionando el móvil, así que rápidamente envió un mensaje a sus seguidores.

Y tal vez debiera poner al día su diario por si le pasaba algo. El peluquero también le había enseñado algo más: que podía crear una página web privada, grabar sus pensamientos en el móvil y enviarlos a ésta.

–Considéralo una pensión, princesa –le había dicho.

Ella había pensado que era un cínico, pero había comenzado a llevar un diario, sobre todo porque había cosas que no era capaz de contar a nadie.

 

El día ha empezado a torcerse cuando, después de la sesión de fotos, me he dado cuenta de que me había dejado el informe de la boda y he ido al despacho a buscar el de Rupert. La bruja de su secretaria se había ido con él a la rueda de prensa, así que había una sustituta temporal al pie del cañón. De otro modo, nunca hubiera conseguido la llave del archivador privado de Rupert.

Al agarrar el informe de la boda, me fijé en el que había a su lado, con el nombre de «Proyecto Cenicienta».

Lo abrí, por supuesto.

Y no ha habido reunión con la organizadora de la boda ni habrá cena en el Ritz. Ni tampoco habrá boda.

Es hora de escribir en Twitter la buena noticia.

 

Gracias por preocuparos por mí, tuiteros. Adiós al cuento de hadas. El príncipe se ha convertido en sapo. La boda se ha cancelado. Fin de la historia. # Cenicienta.

Lucy B. [+], miércoles, 1 dic., 16:41

 

El teléfono volvió a sonar justo cuando ella presionaba la tecla de «enviar» y le dio un buen susto. Debía ponerlo en la posición de silencio.

Tenía que haber alguien a quien poder llamar y en quien confiar. Pero no podía hacerlo desde allí.

No era seguro.

Tenía que marcharse antes de que la vieran, pero antes debía cambiar de aspecto.

Había salido de casa con su abrigo rojo y un elevado espíritu navideño, sintiéndose alegre y emocionada.

En aquel momento resultaba tan llamativa como Papá Noel.

Le hubiera gustado quitarse el abrigo y dejarlo allí, dejarlo todo. Desnudarse y volver a ser la de antes, la de verdad, no aquella princesa prefabricada.

Era más fácil decirlo que hacerlo.

Dio la vuelta al abrigo como pudo en aquel reducido espacio. Le hubiera venido bien un sombrero que le ocultara la cara.

Ni siquiera llevaba una bufanda. ¿Para qué? Hasta media hora antes la habían llevado en coche a todas partes y siempre había alguien con un paraguas abierto en el caso de que algo húmedo cayera del cielo cuando se bajaba. La mimaban y la valoraban.

Sí, era muy valiosa. Habían invertido mucho tiempo y dinero en ella. Y Rupert, el de verdad, no el de sus fantasías, esperaría, más bien exigiría obtener beneficios a toda costa.

Con las piernas aún temblorosas, se puso el bolso en el hombro y el abrigo en el brazo y, con el teléfono en la mano, miró con precaución a su alrededor.

No había rastro de hombres fornidos ni de periodistas persiguiéndola. Tomó aire y se unió a la marea de clientes.

Tuvo que echarle valor para aparentar que andar descalza en diciembre, en los grandes almacenes más lujosos de Londres, era lo más normal del mundo, cuando lo que de verdad quería hacer era subir corriendo por la escalera y desaparecer de la vista.

Mirando al frente en lugar de hacerlo a su alrededor en busca de algo sospechoso, trató de no llamar la atención.

 

 

Nat llamó al jefe de seguridad para informarle de que podía llegar algún famoso. Después continuó paseando por los almacenes, inspeccionando atentamente cada planta antes de subir a la siguiente.

Incluso en el momento álgido de las compras navideñas había que mantener la reputación de H&H. Aunque no deseara estar allí, nadie podría acusarle de permitir que bajara el nivel, por lo que estaba atento a cualquier cosa que no estuviera en su sitio.

Por ejemplo, ¿por qué la mujer que iba delante de él se había quitado el abrigo? ¿Hacía demasiado calor en los almacenes? Era esencial que los clientes tuvieran ambas manos libres, pero era complicado que la temperatura interior resultara agradable tanto para el personal como para los clientes, que llevaban ropa de abrigo.

Aunque no se quejaba de la vista que había frente a él.

La mujer tenía el pelo rubio claro cortado en capas que parecían flotarle alrededor de la cabeza y que despertaron en él una avalancha de recuerdos. Deseó que el mundo se parara, gritar el nombre de ella y que se volviera con una sonrisa…

Desechó ese pensamiento y, aunque el cerebro le urgía a adelantarla, se negó a hacerle caso para poder mantener la ilusión unos segundos más.

Era ridículo.

La mujer no se parecía en absoluto a la de su recuerdo. El vestido de cachemira que llevaba se ajustaba seductoramente a un cuerpo con más curvas de las que estaban de moda. Era más baja y mucho más terrenal, no el tipo de mujer que se adoraba desde lejos, sino el que estaba hecho para pasar las largas y oscuras noches de invierno frente a la chimenea.

Al recorrer con la vista la agradable curva de sus caderas hasta el dobladillo de la corta falda y comprobar con alegría que las piernas estaban a la altura del resto, se dio cuenta de que iba descalza.

Tal vez se hubiera quitado los zapatos para que le descansaran los pies. No era la primera vez que veía a una mujer descalza en los grandes almacenes llevando los zapatos en la mano tras un día de compras. Sin embargo, aquélla no llevaba bolsas, sólo un gran bolso colgado al hombro.

Pero lo que le hizo dejar de fantasear definitivamente fue que uno de los pies de las medias negras que llevaba estaba hecho jirones y que sus finos tobillos mostraban salpicaduras de suciedad de las calles mojadas.

Como si se hubiera percatado de que la estaba mirando, ella se volvió sin detenerse y Nat vio, casi a cámara lenta, que tropezaba y extendía un brazo hacia él para agarrarlo mientras caía hacia atrás.

Él la atrapó antes de que tocara el suelo y, durante unos segundos, se quedaron como estaban, él sujetándola por la espalda y ella mirándolo con ojos de gata sobresaltados y rodeándole el cuello con el brazo.

La cabeza de él se llenó del olor familiar a piel cálida superpuesto al de un perfume sutil que afiló sus sentidos, intensificando los colores, los sonidos, el tacto… La suavidad del vestido, la curva de la espalda, su peso que sostenía con la mano y sus labios suaves, que incitaban a ser besados, ligeramente entreabiertos mientras recuperaba el aliento…

Su mundo se redujo a los latidos desbocados de su corazón, a la respiración de ella en su mejilla, a sus ojos verdes observándolo y al cuello del vestido que se le deslizaba seductoramente por uno de los hombros.

Ella olía a un jardín en verano, a manzanas y a especias y, mientras la sostenía, sintió un extraño y olvidado calor.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LUCY se ahogaba en un mar de sensaciones, en brazos de un perfecto desconocido, perdida en la intensidad de su mirada, de su tacto, tratando de tomar aire y de respirar.

¿En qué pensaba? ¿Qué estaba haciendo?

Durante unos instantes, el cerebro, sobrecargado con más información y emociones de las que podía manejar, se negó a funcionar.

En un plano semiconsciente, Lucy sabía que tenía que salir corriendo, pero, en aquel momento, sólo procesaba las sensaciones más primitivas: el tacto, la calidez, la confusión…

–La sección de camas está en la quinta planta –dijo alguien riéndose al pasar.

Y Nat sintió, más que vio, cómo ella caía en la cuenta de su situación.

La locura que suponía. Pero la reacción de ella no fue la misma sensación de deslumbramiento que había hecho que él se la quedara mirando como un idiota. Ni siquiera se rió por lo embarazoso del momento.

En lugar de eso, emitió un gritito de alarma, se soltó y subió algunos escalones gateando de espaldas, antes de ponerse de pie y echar a correr.

–¡No!

No era una orden, sino el grito de un hombre afligido.

–¡Pare!

Pero la urgencia de sus palabras la espoleó y subió los escalones de dos en dos sorteando a los clientes, impulsada por el miedo.

Él se quedó inmóvil y temblando. No sintió sorpresa ni placer, ni siquiera ganas de reírse ante el encuentro inesperado con una desconocida, sino pura y simplemente miedo provocado por el recuerdo de otra mujer que también había huido de sus brazos y a la que, momentáneamente, había olvidado.

Alguien chasqueó la lengua con irritación porque estaba bloqueando el paso. Él recogió el zapato que se le había caído a ella del bolso.

La etiqueta era de un prestigioso diseñador, lo cual se contradecía con la humedad y las manchas que presentaba. Aquel zapato no era para andar bajo la lluvia, sino para ir en limusina, pisar alfombras rojas, para que los llevara la esposa de un hombre muy rico, de ésos que tenían guardaespaldas.

¿Sería ella la persona a la que buscaban los dos hombres que había visto en la planta baja? Eso explicaría su miedo, por qué no había huido de él al agarrarla. Todo lo contrario: se había perdido como él hasta que un comentario grosero había hecho que volviera a la realidad.

Nat no sabía quién era ni por qué la buscaban, sólo que estaba asustada y que huía tal vez para salvar la vida. Pero nadie perseguía a una mujer asustada en sus almacenes, ni siquiera él, así que puso freno a la necesidad imperiosa de correr tras ella, tranquilizarla y conocerla.

Aunque tampoco tenía necesidad de perseguirla.

Si buscaba un lugar para esconderse, el sentido común le indicó que se dirigiría a los servicios más próximos.

Pero ¿por qué se escondía?

Apretó los dientes mientras subía más deprisa y trataba de suprimir los recuerdos de la otra mujer asustada. Se juró a sí mismo que, quienquiera que fuese la desconocida, encontraría refugio en sus almacenes, que la historia no volvería a repetirse.

Uno de sus empleados la atendería, le devolvería el zapato y le ofrecería la ayuda que le pidiera. Le regalaría un par de medias y la haría salir discretamente o incluso la llevaría en coche a donde tuviera que ir.

Le tembló la mano al llamar de nuevo al jefe de seguridad para saber dónde estaban los dos hombres.

Antes de poder hablar, casi lo derribó uno de ellos que subía corriendo sin tener en cuenta la seguridad de las mujeres y los niños y tirándoles las bolsas y los juguetes.

Su primera reacción fue seguirlo y echarlo del local, pero un niño lloraba, por lo que no tuvo más remedio que detenerse y comprobar que nadie estaba herido, recoger las compras esparcidas por el suelo y ofrecer a los clientes un té, cortesía de la casa, en el restaurante. Tenía que resolver las quejas antes de que se produjeran. Era una cuestión de honor que nadie saliera insatisfecho de Hastings & Hart.

Pero mientras hacía todo eso, le asaltaron varias preguntas.

¿De quién eran los guardaespaldas? ¿Quién era el esposo o el amante de aquella mujer? Y sobre todo, ¿quién era ella?

¿Y por qué estaba tan asustada?

Aunque su cara le había resultado vagamente familiar, no era una mujer famosa ni un miembro de la realeza. De haberlo sido, los guardaespaldas no se hubieran puesto a buscarla, sino que habrían contactado directamente con el personal de seguridad para que los ayudaran con el circuito cerrado de televisión. De ese modo no hubieran llamado la atención.

Había algo que no encajaba en todo aquello. Ordenó al personal de seguridad que encontrara y expulsara a los dos hombres. Le daba igual para quién trabajasen o a quién hubieran perdido. Ya no eran bienvenidos.

–¡Esperen! –Lucy, temblando, corrió a toda velocidad hacia las puertas del ascensor, que se iban a cerrar–. Gracias –dijo jadeando mientras alguien las sostenía. Entró y se situó en una esquina, de espaldas a las puertas para que no la vieran inmediatamente cuando volvieran a abrirse. El cerebro le funcionaba de manera lógica, pero el resto de su ser le decía que volviera.

«Cerrando puertas». «Bajamos».

Salió del estado de ensueño en que se hallaba, prendida de los ojos de un desconocido.

«¡Noooo! Tenemos que subir», pensó.

Pero llegó a la planta baja mientras la grabación del ascensor enumeraba las secciones que allí había.

Al abrirse las puertas, miró con precaución, pero se quedó inmóvil al ver a uno de los guardaespaldas de Rupert que observaba a los clientes que se dirigían a la salida.

Se apretó contra la esquina del ascensor con la cabeza baja y contuvo la respiración hasta que volvieron a cerrarse las puertas. Y se dio cuenta de que no sólo la buscarían aquéllos a quienes conocía.

Estaba acostumbrada a salir en primera página. Pero aquello era distinto.

Había proclamado al mundo entero que tenía pruebas contra Rupert Henshawe, por lo que no sólo las revistas del corazón querrían saber dónde estaba.

Era cuestión de horas que la prensa organizara una cacería. Probablemente ya se hubiera iniciado. Y existía el riesgo de que en cualquier momento alguien se le acercara y le preguntara si no era Lucy B.

Ya había sucedido otras veces cuando estaba de compras, y se había producido una situación caótica, con todo el mundo queriendo tocarla para atrapar algo de la magia.

Era lo último que quería que sucediera en aquel momento, por lo que mantuvo la cabeza gacha tratando de que nadie la mirara.

Pero una niña lo hizo mientras la grabación indicaba:

«Bajamos… Deportes, jardinería y tiempo libre. Y el Polo Norte…».

El resto fue eclipsado por chillidos de emoción.

–¿Vas a ver a Papá Noel? –le preguntó la niña–. Vamos a montar en trineo para verlo en el Polo Norte.

–Pues… qué bien.

En aquel momento, un viaje en trineo era justo lo que necesitaba. Cuando subía por las escaleras pensando en esconderse en los servicios, no supo qué le hizo mirar hacia atrás. Un presentimiento, un cosquilleo en la nuca.

El hombre que la seguía no era un guardaespaldas. Los conocía a todos, y no se hubiera olvidado de su cara.

Tenía los ojos grises como el granito. Y el momento mágico que habían vivido debía de ser fruto de su imaginación. Quienquiera que fuera el desconocido, de él emanaban el poder y la arrogancia que ella asociaba con el círculo íntimo de Rupert.

Era un hombre que daba órdenes en vez de recibirlas. Había aprendido a reconocer a los de su clase. Normalmente no le prestaban atención, de lo cual se alegraba. Pero aquel hombre la había mirado con una intensidad tan inusual mientras la sujetaba, que creyó que se iba a derretir.

Era una situación por la que ya había pasado, con la diferencia de que el día en que Rupert la había ayudado a levantarse, lleno de preocupación y de encanto, el corazón no se le había disparado ni había sentido una corriente eléctrica en el aire. Él se lo había tomado con calma y la había cortejado con tanta amabilidad y dulzura que ella se había creído todas sus sucias mentiras. Había creído que era su príncipe azul.

En cambio, el desconocido de ojos grises había hecho que se olvidara de todo con sólo mirarla. Era como si al tocarla se hubiera disparado una carga sexual. Una oleada de calor la recorrió de la cabeza a los pies al recordarlo, ante la promesa del beso que llevaba toda la vida esperando.

El de verdad.

Se estremeció y negó con la cabeza. Había caído en una red de mentiras y engaños y no podría volver a confiar en nadie.

Al sentirse avergonzada por el comentario grosero, porque la habían pillado a punto de besarse con un perfecto desconocido en las escaleras, volvió a la realidad. Recuperó el sentido común y salió corriendo porque había errores que una mujer inteligente no podía cometer dos veces.

Había pensado que el servicio de señoras le serviría de refugio, pero, al encerrarse en él, se dio cuenta de su error. Cualquiera con dos dedos de frente se daría cuenta de que era allí donde se escondería. Era un callejón sin salida.

Faltaban varias horas para que los grandes almacenes cerraran, pero Rupert era un hombre paciente. Esperaría y buscaría refuerzos femeninos hasta que ella no tuviera más remedio que salir.

Lo que necesitaba era un escondite donde nadie pensara en buscarla.

Todo lo que poseía era lo que llevaba puesto. Se había quedado tan sorprendida que no había pensado en ir a su apartamento, en la última planta de la casa de Rupert, y hacer una maleta.

Y estaba segura de que sus tarjetas de crédito habían sido anuladas.

Aunque no quería nada de él. Le hubiera gustado poder quitarse la ropa que llevaba y tirarla a la papelera más próxima.

–¿Crees que tendré sitio en el trineo? –le preguntó a la niña.

Ésta se encogió de hombros.

–¿Crees en Papá Noel? Mi hermana mayor dice que no existe –respondió mientras se metía el pulgar en la boca temiendo que fuera verdad.

–Tu hermana te ha dicho eso porque cree que, si no le escribes, ella recibirá más regalos.

La niña se sacó el pulgar de la boca.

–¿De verdad?

Antes de que Lucy pudiera responder, el ascensor se detuvo y se abrieron las puertas. Protegida por los padres y los niños, se arriesgó a mirar afuera.

No había ningún hombre al acecho, sólo más padres y niños emocionados con un regalo de Papá Noel en las manos esperando que el ascensor les devolviera al mundo real, que era donde ella iría si no se bajaba del ascensor.

Nada tan atractivo para ocultarse como el Polo Norte que, según la señal, se hallaba a la derecha. Para confirmarlo, un trineo adornado esperaba en una cueva de brillante hielo para llevarse a los niños. Éstos salieron disparados hacia él mientras los padres pagaban al elfo que se hallaba en la puerta de entrada.

Lucy no vaciló.

Le vendría bien algo de magia en aquel momento, y nadie la buscaría en la gruta de Papá Noel.

Mientras hacía cola, consultó su teléfono.

Tenía media docena de SMS y varios mensajes en el buzón de voz, y en Twitter parecía que se habían vuelto locos.

 

¿Dónde está Cenicienta? ¿Qué le habéis hecho? Decid la verdad.

La Bruja Galesa [+], miércoles 1 dic., 17:01

 

Le habían respondido decenas de personas. Rupert se pondría furioso, pero como aquélla era su cuenta personal, a diferencia de todo lo demás que tenía en las redes sociales y que había organizado el equipo de la empresa de Rupert, no había nada que éste pudiera hacer. Al menos, mientras no la encontrara.

Lo que pudiera hacerle si conseguía hallarla era otra historia. Lucy se estremeció sin querer mientras seguía leyendo los tuits.

Había uno de Jen.

 

@LucyB. Si necesitas un sitio donde esconderte, dímelo.

#Cenicienta.

jenpb [+], miércoles 1 dic., 17:03

 

En un momento de debilidad, estuvo a punto de enviarle directamente un mensaje, pero recuperó la cordura y cerró el teléfono.

Eso era lo terrible: no sólo no podía confiar en Rupert.

Usaba Twitter todos los días, tenía casi medio millón de seguidores en Facebook. Pero ¿quiénes eran en realidad?

Jen le había parecido una amiga de verdad, y era una de las pocas, junto con la Bruja Galesa, con las que se comunicaba constantemente en Twitter. Pero ¿y si trabajara para Rupert? ¿Y si fuera alguien a quien la empresa hubiera ordenado que fuera su amiga, que orientara sus tuits, que la distrajera si fuera necesario y la apartara de cualquier controversia? Era consciente de que no todos en la esfera de Twitter eran lo que parecían.

Y pensó en el hombre de las escaleras. Tenía su rostro impreso en la memoria. La mandíbula fuerte, los pómulos altos, su boca sensual…

–¿Qué desea?

Ella se sobresaltó, alzó la vista y vio que la cola había desaparecido y que un joven elfo la miraba.

–Una entrada de adulto para el Polo Norte, por favor –dijo mientras guardaba el teléfono y agarraba el monedero preguntándose cuánto costaría. No tenía mucho dinero en efectivo–. Sólo de ida. Volveré andando.

–Lo siento. Este viaje ya está completo.

–Ah. ¿Cuándo es el siguiente?

–Dentro de cuarenta minutos, pero tiene que comprar ya la entrada para ver a Papá Noel.

¡Cuarenta minutos! No podía esperar tanto.

–Mire, no quiero verlo, sólo llegar al Polo Norte –insistió mientras las puertas que llevaban a la cueva de hielo comenzaban a cerrarse–. Me urge mucho.

Pensó que parecería que estaba loca y que, descalza y aparentemente delirando, la expulsarían del local.

Pero en vez de llamar al departamento de Seguridad, el elfo dijo:

–Ah, sí. Me han dicho que me ocupe de usted. Usted es de Garlands, ¿verdad? Pam está fuera de sus casillas. Hace siglos que la espera.

–Garlands…

¿Qué demonios era eso?

Daba igual.

Con tal de que no la pudieran ver desde el ascensor, diría que sí a lo que fuera.

–Ésa soy yo. Entonces, ¿puedo subir al trineo?

–Lo siento –se disculpó él sonriendo–. El trineo sólo es para los clientes. El personal tiene que ponerse botas de nieve e ir andando. No ponga esa cara. Lo de las botas es broma –le miró los pies y perdió el hilo de lo que decía.

–Es una larga historia –afirmó ella.

–Pues tiene suerte. Hay un atajo –la informó y abrió una puerta oculta por un enorme árbol de Navidad de los que sólo se veían en los cuentos–. Gire a la izquierda y pregunte por Pam Wootton.

–Muy bien, gracias.

Aquello era mucho mejor, pues estaría más segura en la zona del personal.

Trataría de pasar desapercibida hasta la hora del cierre y saldría con todos los demás. Para entonces, tal vez hubiera decidido adónde ir.

 

 

–No está ahí, señor Hart.

–¿Está segura de que no se ha encerrado en uno de los cubículos?

–Los he comprobado todos.

–Muchas gracias.

–De nada –la mujer vaciló y añadió–: Los ascensores están enfrente de las escaleras. Puede que haya bajado a la planta baja y que se haya marchado.

–Es posible –asintió Nat, aunque dudaba que se atreviera a salir descalza a la calle. Estaba seguro de que seguía allí. Y en nueve plantas había muchos sitios donde esconderse.

¿Por dónde empezaba a buscarla?

Si el problema era grave, y el miedo de la desconocida indicaba que no se trataba del pasatiempo de una mujer rica, cambiar de aspecto tenía que ser prioritario para ella, lo cual no era difícil en unos grandes almacenes llenos de ropa y accesorios, salvo por el hecho de dejarse ver cuando tuviera que pagarlos.

¿Cuál sería su grado de desesperación?

¿El suficiente para agarrar una prenda y cambiarse en los probadores? Cuando había tantos clientes no era difícil, como tampoco arrancar las etiquetas de seguridad, aunque la prenda se estropeara. Lo importante era que no sonara la alarma al salir.

Volvió sobre sus pasos y bajó al primer piso, desde donde echó otra ojeada a la planta baja.

Al avanzar la tarde y salir la gente de trabajar, la actividad era frenética, pero él hubiera divisado el vestido negro de la desconocida y su cabello rubio. Éste la delataría inmediatamente, por lo que debiera cubrírselo lo antes posible.

Necesitaría un pañuelo o un sombrero. Mejor un sombrero, que asimismo le taparía la cara.

Y cuando ella hubiera cambiado de aspecto, tal vez fuera a la sección de zapatería. La esperaría allí.

Al ir a bajar las escaleras, notó que uno de los adornos no estaba en su sitio. Se detuvo a colocarlo y vio un pañuelo de encaje en el suelo.

Lo recogió y volvió a aspirar el olor sutil que no provenía de ningún frasco.

¿Dónde estaría su dueña?

 

 

En el momento en que Lucy abrió la puerta de la zona de personal, se le echó encima una mujer de aspecto agobiado que llevaba una chapa en la que se leía su nombre: Pam Wootton, Recursos Humanos.

–¡Por fin! La agencia me dijo que estaría aquí hace una hora. Ya creía que no vendría.

¿La agencia? Ah, el elfo se refería a la agencia Garlands, que proporcionaba las mejores secretarias. Había tenido una entrevista allí cuando buscaba trabajo, pero carecía de la experiencia necesaria para que la aceptaran.

Era una paradoja que la tomaran por una de ellas, pero eso no le impediría aprovechar aquella oportunidad.

–Lo siento mucho. El metro… Y ha empezado a nevar.

–Fantástico –dijo Pam–. Lo que me faltaba. Volver a casa esta noche será una pesadilla –añadió, y se apretó la frente con la mano como si se le fuera a salir el cerebro.