Enamorado de la joven misteriosa - Sharon Kendrick - E-Book

Enamorado de la joven misteriosa E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

Bianca 3038 Su acuerdo estaba fuera de control y, cuando se quisieron dar cuenta, ya estaban en la cama. Al multimillonario Alessio di Bari no se le ocurría nada peor que tener que ir solo a otra reunión de su disfuncional familia; así que, tras descubrir que Nicola Bennett llevaba una doble vida como camarera de un club nocturno, le ofreció un trato: pagarle a cambio de que lo acompañara a Italia en calidad de supuesta novia. Nicola estaba acostumbrada a fingirse refinada. Ese era el motivo de que hubiera sobrevivido a sus humildes orígenes. Pero la conexión que se creó entre ella y el igualmente distante Alessio la tenía loca de deseo. Y para disfrutar de sus caricias, lo único que tenía que hacer la inocente Nicola era encontrar el valor necesario para pedírselo.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Sharon Kendrick

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Enamorado de la joven misteriosa, n.º 3038 - octubre 2023

Título original: Italian Nights to Claim the Virgin

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411804530

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

ALESSIO di Bari podía soportar la antipatía de Nicola Bennett. Estaba acostumbrado a la aversión de algunas mujeres, que se solía desarrollar cuando aceptaban de una vez que no estaba interesado ni en el matrimonio ni en ningún tipo de relaciones duraderas.

Y también estaba acostumbrado al enfado, a los estallidos de emoción que a veces terminaban en el dormitorio en un encuentro de piel contra piel y ropa quitada a toda prisa. De hecho, eran un soplo de aire fresco en contraposición con su temperamento frío y científico.

Sin embargo, no estaba acostumbrado a la indiferencia.

Esa fue la razón de que frunciera el ceño en la lujosa y espaciosa galería de Londres en la que se encontraban. Nicola le estaba dedicando toda su indiferencia, y se sentía profundamente insultado.

–¿Le apetece un café, signor di Bari?

Su mirada no podía ser más gélida. Sus grises ojos eran puro hielo. Aunque, por otra parte, no había nada en ella que no fuera frío: su ropa, su actitud, hasta su forma de hablar, pronunciando cuidadosamente cada sílaba, como si calculara todas y cada una de sus palabras antes de que escaparan de los confines de su boca.

Pero ¿por qué estaba fascinado con ella? Ni era una preciosidad ni vestía particularmente bien. No se podía negar que su camisa blanca y su falda negra resultaban elegantes, pero eran algo aburridas, al igual que sus sensatos zapatos y sus limadas uñas. Además, tenía la manía de recogerse el cabello en un férreo moño del que jamás se escapaba un pelo, y que a veces daba la impresión de ser un casco.

Su estilo no podía ser menos seductor. Lo único que rompía su desesperante contención era la marca de nacimiento con forma de rosa minúscula que tenía en un lado del esternón y la finísima cadena de oro que brillaba en la base de su largo cuello.

Era la mujer más tiesa que había conocido.

La más tiesa de todas.

Y, a pesar de ello, por el motivo que fuera, Alessio se sorprendía de vez en cuando admirando su pequeña marca y preguntándose a qué sabría su piel si pasara la lengua por ella y qué se sentiría al soltar su severamente reprimida melena y acariciarla.

¿Sería eso lo que le interesaba tanto?

A fin de cuentas, era un científico, un hombre que aborrecía el gris paisaje de la incertidumbre, que siempre buscaba respuestas. Y un hombre que últimamente no podía disfrutar de la vida, porque la apertura de la nueva fábrica en Alemania y la inauguración de la que iban a abrir en Estados Unidos lo habían mantenido muy ocupado.

Sí, quizá fuera eso. En ausencia casi total del placer, le había dado por fantasear con la más inaccesible del planeta, la fría Nicola Bennett.

–¿No deberías ofrecerme champán? Aunque solo sea por el considerable agujero que la compra de esa obra ha hecho en mis finanzas –respondió él, ladeando la cabeza hacia un enorme cuadro–. Y ahora que lo pienso, ¿no crees que tu jefe tendría que haberme hecho alguna rebaja, teniendo en cuenta que soy amigo suyo y cliente habitual de su galería?

Nicola no se inmutó. Ni sus implacables rasgos ni su educada sonrisa sufrieron el menor cambio.

–Si espera al fin de semana, podrá regatear con él todo lo que quiera –contestó ella–. Vuelve de Argentina el viernes.

–Lamentablemente, este fin de semana voy a estar liado –dijo él.

Nicola se encogió de hombros, y su movimiento derivó la mirada de Alessio hacia la suave curva de sus pechos.

–Pues es una lástima. Aunque, en mi opinión, esa obra es una ganga.

–¿Lo dices en serio?

–Por supuesto.

Sus ojos se clavaron en el cuadro: una mujer sentada junto a una bañera, con el pelo revuelto y expresión de estar sexualmente satisfecha. No llevaba más prenda que una camisa de hombre. Lucía una sonrisa apenas perceptible en la comisura de sus labios, y estaba con las piernas ligeramente entreabiertas.

El artista se había hecho famoso por pintar a sus muchas amantes, pero en aquella obra había algo inquietantemente íntimo, que hacía que las personas que la miraban se sintieran como si estuvieran espiando a hurtadillas a la mujer.

Alessio pensó que él no habría sido capaz de mirar a la modelo el tiempo necesario para pintarla; ni aunque hubiera tenido talento artístico, que no lo tenía. Era de la clase de personas que se iban a la ducha inmediatamente después de haber hecho el amor, deseosas de evitar cualquier tipo de sentimentalismo. Algunas de sus amantes se habían quejado de ello, pero no tenía intención de cambiar de actitud.

–¿Te gusta? –preguntó a Nicola.

–Es una de sus mejores obras –respondió ella, midiendo sus palabras.

–Eso no es lo que te he preguntado –replicó él–. Eres una mujer muy evasiva.

–¿Usted cree? –preguntó Nicola, arqueando sus perfectas cejas–. No, es que prefiero los paisajes, signor di Bari. No hay más misterio que ese.

–E insistes en hablarme de usted, aunque te he dicho varias veces que me llames Alessio.

–Prefiero mantener las distancias en el trabajo –declaró ella, con tono brusco–. Trato de usted a todos los clientes de Sergio, y nadie se ha quejado nunca. De hecho, creo que agradecen un poco de formalidad en una época tan informal como esta.

La sonrisa de Nicola hizo que sus palabras parecieran leves, incluso frívolas; pero no eran frívolas en absoluto, sino desdeñosas. Igual que ella.

Para entonces, Alessio ya se había dado cuenta de que estaba mirando subrepticiamente el reloj, aunque intentaba disimularlo por el procedimiento de fingir que se estiraba el puño de su camisa. Estaba aburrida, y ardía en deseos de que él desapareciera.

Su actitud le molestó tanto que tuvo que hacer un esfuerzo para refrenarse. ¿Qué demonios le estaba pasando? ¿Desde cuándo le importaba la opinión de una simple dependienta inglesa? No era nadie importante. No significaba nada para él.

Alessio sintió lástima de su pobre amigo Sergio Cabrera, que se veía obligado a soportar su gélida expresión todos los días. Y, por supuesto, también sintió lástima de su novio; si es que lo tenía, porque le costaba creer que hubiera un hombre en el mundo capaz de aguantar a semejante pez.

–Encárgate de que me envíen el cuadro a mi dirección de Manhattan, por favor.

Alessio sacó el teléfono móvil y le pidió a su chófer que fuera a recogerlo a la galería Mayfair.

–Será un placer.

A él le pareció un comentario de lo más irónico, porque empezaba a pensar que no tenía ni idea de lo que significaba el placer. Nicola Bennett era tan emotiva como un leño.

Sin embargo, su frase le recordó lo que tenía que hacer esa noche. Había quedado con Karl Schneider, un dinámico joven que había desempeñado un papel clave en la construcción de su última fábrica y que estaba pasando unos días en la capital. La noche anterior habían estado en el teatro, y aquella noche quería salir de copas por el Soho.

Alessio no era precisamente de locales nocturnos y, mucho menos, de establecimientos cuyas camareras iban casi desnudas. Pero no tenía más remedio que acompañarlo. Los negocios eran los negocios y, además, Karl le caía bien.

Resignado, suspiró para sus adentros y cruzó los dedos para que fuera una velada placentera, un haz de luz frente al negro nubarrón que se avecinaba: la fiesta de cumpleaños de su madre. No le apetecía ir, pero hasta un hombre como él se veía ocasionalmente en el brete de tener que hacer cosas que no le gustaban.

Asintió a la fría rubia que le abrió la puerta de la galería, salió a la calle y se subió a la limusina, que ya había llegado. Nicola había desaparecido de sus pensamientos, sustituida por una nueva preocupación.

Iba a pasar un fin de semana entero con su tóxica familia.

Y completamente solo.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LLOVÍA a cántaros. Solo era una tormenta de verano, pero el agua azotaba las pantorrillas de Nicola y se le metía en los zapatos, haciendo que chapalearan cada vez que daba un paso. Ya estaba empapada hasta los huesos, y su endeble paraguas era incapaz de protegerla del viento. Por no mencionar que tenía frío, que estaba muerta de hambre y que aún tenía un largo turno de trabajo por delante.

Esas tendrían que haber sido sus preocupaciones principales, pero no lo eran. Y no lo eran porque no podía dejar de pensar en un hombre de voz sedosa y burlona: Alessio di Bari.

Alessio era una contradicción ambulante. Su aspecto no parecía indicar que fuera un químico con fábricas por todo el planeta; era más propio de una estrella de cine que de un científico, algo en lo que estaban de acuerdo la mayoría de las personas. Y cada vez que entraba en la londinense galería de arte, ella caía en el hechizo de su oscuro y sensual atractivo.

Llevaba tres años trabajando allí, y le había visto muchas veces; con frecuencia, en compañía de mujeres impresionantes, diosas de largas piernas y grandes pechos, cargadas de diamantes que probablemente les había regalado el multimillonario italiano. Pero, en los últimos tiempos, iba solo.

Nicola nunca había conocido a nadie como él. Era la quintaesencia del poder, la fuerza y el intelecto. La gente se daba la vuelta para mirarlo, algo que a Nicola le parecía perfectamente comprensible; y no lo miraban por sus trajes caros, sus aviones privados o sus limusinas con chófer.

Sin embargo, la irritaba que se introdujera con tanta facilidad en sus pensamientos, con la potencia de un sexy y apasionado misil. Y también le molestaba que destrozara sus cuidadosamente organizadas defensas sin pretenderlo siquiera, logrando siempre que se sintiera vulnerable y ansiosa, de un modo tan excitante como alarmante y extraño.

Tragó saliva cuando sus rasgos duros y cincelados aparecieron en su mente. Aquellos ojos de color zafiro, su piel dorada, su cabello azabache y su musculoso cuerpo, que sus trajes hechos a medida no lograban disimular. Pero, como tantas veces, fracasó en el intento. Alessio di Bari avivaba su deseo de tal manera que solo quería besarlo, acariciarlo y apretarse contra su duro cuerpo.

Aquello era absurdo.

Sobre todo, por un embarazoso y poco común detalle entre las mujeres de su edad: que seguía siendo virgen.

Justo entonces, el teléfono sonó en el fondo de su bolso, sacándola de sus cavilaciones. No necesitaba mirarlo para saber quién era. Ya había sonado antes, y había hecho caso omiso. Pero tendría que contestar en algún momento, así que se armó de valor y lo sacó.

–¿Nicky? –dijo una mujer al otro lado de la línea.

–Hola, mamá. No puedo hablar mucho, porque tengo trabajo. ¿Qué ocurre?

–Stacey.

Nicola se maldijo para sus adentros. Stacey, siempre Stacey, la novia de su hermano.

–¿Le ha pasado algo? ¿Está bien?

–Sí, supongo que sí… dice que está harta del mal tiempo y que se quiere ir a Mallorca. Por lo visto, una de sus tías tiene un apartamento allí, y se le ha ocurrido que puede trabajar en alguna cafetería de la playa.

Nicola se calló lo que pensaba: que era dudoso que una mujer embarazada de ocho meses consiguiera un trabajo en el extranjero nada más llegar, aunque tuviera suerte y le dieran un permiso de residencia a tiempo.

–Dile que todo va a salir bien, mamá. He estado ahorrando dinero para ella y para el bebé, y lo tendrá dentro de poco.

–Sí, lo sabe de sobra. Y quiere saber por qué no se lo das ya. Dice que necesita comprar muebles.

Nicola se mordió el labio, frustrada con la novia de su hermano. Aquella mujer era un pozo sin fondo, acostumbrada a derrochar dinero en maquillajes, bolsos y hasta restaurantes caros, porque ni siquiera sabía preparar un bocadillo.

–Lo comprendo, pero tengo miedo de que se lo gaste antes de dar a luz –respondió ella–. Mira, iré a verla mañana y veré lo que puedo hacer. La tranquilizaré e intentaré que entre en razón. Pero te tengo que dejar, mamá… no quiero llegar tarde al trabajo.

Nicola cortó la comunicación y corrió por las mojadas y brillantes aceras, donde se reflejaban las luces de los locales del Soho, que aquella noche estaba casi vacío; seguramente, por el mal tiempo. Llegó a su destino momentos después: el club Masquerade, cuyos neones iluminaban una enorme fotografía de una góndola y un canal.

El portero de la entrada asintió y la dejó pasar. Nicola se dirigió al fondo del establecimiento y tomó las escaleras que daban al vestuario de los empleados, que estaba en el sótano. Una vez allí, se empezó a cambiar. Siempre tardaba más tiempo en ponerse la indumentaria del club que en quitarse la ropa de la galería, y por una buena razón.

Por mucho que intentara acostumbrarse a ella, era lo último que le apetecía ponerse. De hecho, solo había aceptado aquel empleo porque necesitaba dinero desesperadamente; pero era un trabajo fácil y, sobre todo, le daban propinas muy generosas. Llevaba cinco meses en el club, y había estado ahorrando hasta el último penique.

Se soltó el moño, se sacudió la melena y se miró al espejo. El club pretendía tener ambiente veneciano, lo cual explicaba que el menú estuviera lleno de cicchetti y botellas de Valpolicella, que los camareros llevaran camisetas de rayas y sombreros inclinados y que las camareras lucieran un corpiño de lentejuelas extremadamente ajustado, una minúscula falda de plumas negras y moradas y zapatos de tacón de aguja.

Nicola suspiró al ver su reflejo. Desde luego, cualquier mujer enseñaba bastante más carne cuando estaba en la playa, pero siempre tenía la sensación de que sus apretados senos se le iban a salir del corpiño y, además, la falda dejaba poco a la imaginación.

Por suerte, también llevaba una máscara veneciana, que ocultaba su rostro. Y esa era otra de las ventajas del empleo, aunque no se podía decir que corriera el riesgo de que alguien la reconociera. A fin de cuentas, no conocía a nadie que estuviera dispuesto a pagar cantidades tan absurdamente infladas por unas cuantas copas de vino mediocre.

Ya vestida, subió por las escaleras, alcanzó su bandeja y la tablet donde apuntaba los pedidos y regresó al club, que siempre tenía el mismo tipo de clientes: turistas adinerados, unos cuantos famosos y algunos futbolistas de la Premier League, acompañados de rubias preciosas.

La luz de la tablet se encendió en ese momento, indicándole que fuera a la mesa número trece, la más prestigiosa de la sección VIP. Nicola llevó una sonrisa a sus labios y avanzó meneando las caderas, aunque los zapatos de aguja se lo complicaban tanto que se sentía ridícula; pero la sonrisa se le congeló al ver a los dos clientes que la esperaban. O más bien, al ver a uno, el que estaba mirando la pista de baile con expresión sombría.

No, no podía ser.

Era imposible.

No podía tener tan mala suerte.

Sin embargo, ella sabía mejor que nadie que el destino podía llegar a ser extremadamente cruel, y aquella noche lo había sido.

Pues claro que era Alessio. ¿Quién si no? Si alguien tenía que entrar en el club y descubrir su secreto, tenía que ser el hombre al que odiaba y adoraba a la vez; un hombre que, además, era uno de los mejores amigos de su poderoso jefe.

Su jefe.

Al pensar en Sergio Cabrera, el corazón se le desbocó. Sergio era un hombre muy conservador. Ese era el motivo de que la hubiera elegido a ella para el cargo de subdirectora de su galería de arte. Le agradaba su imagen puritana, y el hecho de que nunca llegara al trabajo con resaca ni permitiera que su vida amorosa interfiriera en sus ocupaciones; aunque, por otra parte, su vida amorosa era del todo inexistente.

Lo único que le faltaba era que Sergio descubriera que su leal y convencional ayudante se quitaba la ropa de noche, se ponía una minúscula indumentaria de plumas y encajes y se dedicaba a servir copas de champán a los ricos clientes de un club.

Nicola respiró hondo e intentó mantener la calma.

Era altamente improbable que Alessio la reconociera. Los clientes de la galería no la miraban nunca a la cara y, aunque él fuera una excepción, llevaba una elaborada máscara de lentejuelas que ocultaba sus rasgos. Le tomaría nota, le serviría tan deprisa como fuera posible, evitaría el contacto visual y, a continuación, hablaría con una de sus compañeras para que se ocupara de esa sección del club durante el resto de su turno.

No era tan difícil. Sobre todo, porque estaba segura de que un hombre como él jamás se acordaría de una mujer como ella.

A pesar de ello, Nicola se dirigió a la mesa que ocupaban los dos hombres con manos temblorosas y un corazón empeñado en latir estruendosamente bajo su ajustadísimo corset. Hasta consideró la posibilidad de retomar su acento del sur de Londres, para impedir que Alessio reconociera su voz; pero la desestimó porque lo tenía asociado a los horrores de su pasado.

–¿Qué les apetece tomar?

 

 

Ni Alessio prestó atención a la rubia camarera que les tomó nota ni se fijó particularmente en ella cuando volvió a la mesa con una botella de champán rosé, aunque su amigo no había pedido una botella, sino solo dos copas.

Sin embargo, frunció el ceño cuando la empezó a descorchar y vio sus manos. Llevaba las uñas desconcertantemente cortas, toda una incongruencia en comparación con su atrevido atuendo. Y fue eso lo que le hizo alzar la cabeza y clavar la vista en su largo cuello, después de pasarla por encima de su escote y de la plaquita con su nombre; supuestamente, Nicky.

Tenía una pequeña marca de nacimiento.

Una marca con forma de rosa.

Por desgracia para ella, el champán surgió de la botella con un chorro tan espumoso como increíblemente erótico. Al parecer, había cometido el error de agitarla por el camino. Y, como estaba nerviosa, también derramó el líquido cuando llenó las dos copas.

Alessio tendría que haberla dejado en paz.

Habría sido lo mejor.

Pero la curiosidad fue más fuerte que él. La curiosidad y una potente y feroz sensación que reconoció al instante: deseo.

–¿Nicola? ¿Eres tú?

Nicola, que había estado haciendo lo posible por no mirarlo a la cara, le dedicó una mirada que intentó ser glacial y solo fue insegura.

–¿Serviría de algo que lo negara?

–No, supongo que no –contestó él, sorprendido momentáneamente con su respuesta y con su maravilloso cuerpo, que ocultaba tan bien en la galería–. Pero no se qué decir, la verdad. No esperaba verte aquí, vestida de se modo.

–Ya, pues me temo que no puedo hacer nada al respecto –dijo ella, secando el champán que había derramado–. Las cosas son como son.

Como Nicola se había inclinado sobre la mesa para poder limpiarla, su larga y rubia melena cayó hacia delante y captó los intensos colores de los neones del interior del local. Alessio frunció otra vez el ceño, perplejo. ¿Por qué diablos se hacía moños? ¿Por qué ocultaba un pelo tan bonito? Y sobre todo, ¿por qué ocultaba un cuerpo tan esplendorosamente sensual bajo prendas tan aburridas como las que llevaba en la galería?

No es que le gustara particularmente lo que llevaba puesto aquella noche. En su opinión, era algo chabacano. Pero, por lo menos, mostraba lo que Nicola escondía todos los días.

Y ya puestos a preguntarse cosas, ¿qué demonios estaba haciendo en un club nocturno del Soho, de ambiente radicalmente distinto al de la conservadora galería de Mayfair? ¿Por qué llevaba una doble vida?

Nicola clavó en él sus preciosos ojos grises, como retándole a interesarse al respecto. Pero Alessio pensó que se habría interesado de todas formas si no estuvieran rodeados de personas y en mitad de una canción de roncos sonidos de saxo que potenciaban la sensualidad del momento y aumentaban su perplejidad.

–¿Os conocéis?

La voz de Karl lo sacó de sus pensamientos.

–Sí, ya nos habíamos visto, aunque no se puede decir que nos conozcamos mucho. ¿Verdad, Nicky? –preguntó, usando el nombre de su plaquita.

–Verdad –dijo ella, y sonrió–. Nos hemos encontrado un par de veces, aunque no tiene mucho de particular. Londres no es tan grande como la gente cree… Ah, vaya. Me están llamando de otra mesa. Discúlpeme, signor di Bari.

Alessio volvió a sufrir otra punzada de deseo cuando la vio alejarse con sus largas piernas embutidas en unas medias de red y su delicioso y redondo trasero bajo la faldita de plumas. No se había sentido así en muchos meses, y no solo porque hubiera estado muy ocupado. A sus treinta y cuatro años, estaba acostumbrado a que las mujeres buscaran su compañía todo el tiempo, y se había empezado a aburrir.

Alcanzó su copa, echó un trago y la dejó a un lado con cara de disgusto, porque no era un champán bueno. Nicola tomó nota a los clientes que la habían llamado y desapareció después de haberles servido. Alessio supo entonces que no tenía intención de volver a pasar por esa parte del club.