Encuentro accidental - Charlotte Maclay - E-Book

Encuentro accidental E-Book

Charlotte Maclay

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Beschreibung

Julia 934 Hannah estaba decidida a cambiar su futuro. Hasta aquel momento, había sido la hija del ferretero de un pequeño pueblo de Minnessota, y lo que era peor... aún seguía siendo virgen a sus veintiocho años. El viaje a Chicago para debutar en la muestra de lencería podría ofrecerle la oportunidad de cambiar las cosas. El destino le tenía reservado, gracias a una confusión en su reserva de hotel, un compañero con el que compartir habitación... y mucho más. El único problema era que el sexy ranchero Holt Janson había decidido ser responsable y no seducirla...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1997 Charlotte Lobb

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Encuentro accidental, n.º 934- nov-22

Título original: Accidental Roommates

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1141-326-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ALOJARSE en un hotel de cuatro estrellas no era algo tan extravagante, se decía Hannah Jansen, mientras disfrutaba de la textura de aquella maravillosa toalla con la que se había cubierto el pelo recién lavado. Además la visita era sólo por negocios. Si la convención de fabricantes de lencería iba a celebrarse allí, era el lugar en el que ella debía estar, siempre y cuando quisiera vender sus diseños a una gran fábrica.

Y quería hacerlo. Sin duda.

Salió de la ducha y se envolvió con otra toalla tan esponjosa como la anterior. «Esto sí que es vida», se dijo, sonriéndose en el espejo empañado por el vaho de la ducha y que ocupaba toda la pared. Una filigrana dorada bordeaba las baldosas del suelo que simulaban mármol y había un precioso lavabo con grifería dorada colocado sobre una plataforma.

¡Si sus paisanos de Crookston, Minnesota, pudieran verla en aquel momento, no se iban a reír poco!

Al abrir la puerta del baño, una nube de vaho la precedió al dormitorio. Una cama enorme quedaba a su derecha y un gigantesco armario empotrado a la…

¿Cómo es que se había dejado la puerta abierta?

Rápidamente la cerró.

—¿Qué demonios está pasando?

Aquella voz masculina la catapultó a la acción. Incluso en Minnesota había oído historias sobre ladrones que se dedican a robar en las habitaciones de los hoteles de las grandes ciudades como Chicago y que hacían Dios sabe qué con los inocentes huéspedes, así que con decisión, apoyó el hombro contra la puerta del armario y abrió las piernas para hacer más fuerza. Aquel tipo no iba a largarse con un solo penique de sus exiguas reservas. Ni iba a ponerle ni un solo dedo encima.

—¡Apártese de la maldita puerta! —gritó. La voz era masculina, decidida, y muy, muy enfadada.

«Ni lo sueñes», se dijo. No hasta que todo un destacamento de policías llegase a la habitación para protegerla. Miró hacia la mesilla sobre la que estaba el teléfono. ¿Botas de vaquero?

Un cuarenta y cinco por lo menos, y muy gastadas, como si perteneciesen a un hombre acostumbrado a utilizarlas en el campo. Un hombre duro. Un hombre peligroso. Los zapatos podían decir mucho de una persona, y el mensaje que aquel tipo le estaba enviado era francamente aterrorizador.

Hannah tragó saliva. ¿Por qué un intruso dejaría las botas junto a su cama?

Necesitaba alcanzar el teléfono de la mesilla para poder llamar a seguridad.

—¡Déjeme salir de aquí!

El dueño de las botas de montar empujó con fuerza la puerta y Hannah apretó los pies y las rodillas para resistirlo. No iba a rendirse de ninguna manera. Su vida misma, y probablemente hasta su virginidad tan tenazmente conservada, podían depender de ello.

Dios, ¿por qué tantas molestias para guardarla, para perderla después a manos de un vulgar ratero?

Cuando la presión se redujo, estiró una pierna al máximo hacia el teléfono. Casi lo había alcanzado cuando…

Una figura enorme salió del armario con fuerza explosiva y la hizo caer al suelo. Hannah retrocedió para acurrucarse en un rincón entre la cama y la pared.

—¡No! —gritó, avergonzada de la cobardía que le hizo apretar los ojos y abandonar su promesa de no perder el valor—. No tengo mucho dinero, pero es todo tuyo. Todo.

—¿Y por qué iba yo a querer su dinero?

Abrió sólo un resquicio de su ojo. El hombre que la miraba con el ceño fruncido era grande. Su pelo oscuro y pobladas cejas le daban un aspecto imponente.

—¿No has venido a robar?

—Lo que a mí me gustaría saber es qué hace usted en mi habitación.

¿En su habitación?

—O me explica qué demonios está pasando aquí, o llamo a seguridad.

¿Qué él iba a llamar a seguridad? ¡Pero si era ella quien estaba a punto de ser forzada. ¿O no?

Se incorporó un poco, teniendo cuidado de que la toalla con la que se cubría el cuerpo no dejase nada comprometedor al descubierto. No estaba acostumbrada a enfrentarse cara a cara con un vaquero estando medio desnuda. Una desventaja.

—Le aseguro, caballero, que ésta es mi habitación. Si tiene alguna duda, fíjese en la tarjeta que hay sobre la mesa. Es mi llave, con la que he entrado en esta habitación hace una hora.

Mientras Hannah seguía acurrucada en el rincón, el extraño se acercó a la mesa. Más bien se cimbreó hasta allí. Tenía unas caderas increíblemente delgadas, un trasero prieto, y unos muslos que moldeaban los viejos vaqueros como si fuesen una segunda piel.

De no haber estado tan asustada, aquella figura delgada y sexy la habría fascinado. Fascinado y avergonzado por la cadencia acelerada de su corazón.

Lo cual no dejaba de ser una locura, ya que aquel desconocido podía ser incluso un asesino en serie, y la posibilidad de ser su próxima víctima no le hacía ninguna gracia, por muy sexy que fuese.

Él examinó su tarjeta llave de la habitación, dio dos zancadas más y abrió la puerta de un tirón.

—¡Por favor! —se quejó cuando el aire frío invadió la habitación—. Que no estoy vestida.

—Ya me he dado cuenta, créame.

El calor que le empezó más o menos por el dedo gordo del pie subió hasta sus mejillas con la rapidez de una llama.

El hombre introdujo la tarjeta en la cerradura y esperó un instante hasta que la luz verde se encendió.

—Me temo que ha habido un error —concluyó al tiempo que cerraba la puerta.

—Qué agudeza la suya –replicó ella, y se levantó del suelo para sentarse en el borde de la cama. Cuanto más la miraba aquel extraño, más parecía reducirse la toalla con que se cubría y más minúsculas se hacían sus proporciones. Sus ojos de un azul plateado estaban enmarcados por unas delgadas líneas de expresión que le hacían aún más atractivo.

—Si fuera tan amable de recoger sus cosas —sugirió—, podría bajar a recepción y aclarar el error. No ha ocurrido nada.

Sólo un poco de aerobic para el corazón.

—Recepción era como una jaula de grillos cuando he llegado, y el botones aún no me ha subido el equipaje.

—Bien. Así le ahorrará el viaje.

El hombre sonrió de medio lado.

—Soy Holt Janson. Encantado de conocerla.

—Hannah Jansen —contestó ella automáticamente, no demasiado complacida por la situación.

—¿Janson? —repitió él—. ¿Con o?

—Con e.

—Ah, esa debe haber sido la causa de nuestro problema.

—De su problema. Y desearía que se marchase ya.

—No sé si será posible. Antes le oí decir al recepcionista que el hotel está completo.

—Estoy segura de que podrán encontrarle otra habitación.

—He visto a un tipo ofrecerle un billete de cien dólares nuevecito al recepcionista, y no ha conseguido nada.

Desde luego ella no tenía un billete de cien, ni nuevecito ni viejecito.

—Hay otros hoteles en Chicago.

—Todos llenos. Han coincidido varias convenciones muy numerosas en la ciudad. Ésa es la razón de que ese tipo le ofreciera los cien dólares. Estaba desesperado.

Hannah estaba empezando a compartir esa misma sensación.

—Mire, señor Jansen…

—Con o.

—Sí, bueno, espero que se comporte usted como un caballero con todo este lío. Estoy segura de que en recepción harán todo lo posible por subsanar el problema, y mientas tanto…

—¿Por qué no se viste, Hannah? Bajaremos ambos a recepción y veremos qué podemos hacer.

—Esta es mi habitación.

Él hizo girar las tarjetas de la puerta entre sus dedos largos como si fuese un prestidigitador.

—Pero las llaves las tengo yo.

Desde luego había manejado la situación de una manera bastante torpe… por el momento, pero estaba convencida de que el hotel sería de su misma opinión, así que, moviéndose con cuidado para que no se le cayera la toalla, se acercó al armario abrió la maleta y sacó algunas prendas.

Mientras entraba en el baño, le oyó decir:

—Bonita vista.

Y no estaba mirando por la ventana.

 

 

Holt dejó por fin que su sonrisa aflorara a la superficie, ya que había estado conteniéndola en los últimos minutos. Hannah Jansen, con e, tenía un par de piernas preciosas. Y la toalla blanca hacía poco para disimular su figura curvilínea. Mientras hablaban, había estado invocando a cualquier poder superior para que la toalla se le cayese y poder echar un vistazo a lo que se ocultaba detrás. Pero evidentemente no había echado suficiente carne en el asador.

La próxima vez, lo intentaría con más gana.

Sin embargo, no estaba dispuesto a poner en peligro el futuro de su rancho ganadero de Montana por una mujer, por muy hermosa que fuera. Ya había jugado antes a ese juego y había perdido, y era una persona que intentaba no tropezar dos veces en la misma piedra.

Diez minutos más tarde, cuando Hannah volvió a salir del baño, Holt tuvo que reafirmarse en su convicción.

Su pelo color miel se rizaba a la altura de los hombros, invitando a un hombre a acariciarlo. Se había vestido de forma sencilla pero elegante con una blusa amplia que recogía en la cintura ajustada de unos pantalones. Llevaba poco maquillaje y unos sencillos pendientes de aro, y tan inocente parecía que Holt casi se echó a reír.

No había vuelto a ser tan inocente desde que tuviera catorce años y la amiga de su madre lo sedujera. Y ya habían pasado catorce años desde aquello.

A Hannah debía faltarle media docena de años para cumplir la treintena, y de algún modo, eso le hizo sentirse viejo.

 

 

—Lamentamos muchísimo haberles causado tantos inconvenientes, señorita Jansen, señor Janson.

El director del hotel se había disculpado, pero no por ello había sido menos firme: no quedaban más habitaciones en el hotel. Ni una sola. Iban a tener que llegar a un acuerdo entre los dos.

—Debe haber algo —le rogó Hannah—. Aunque sea una cama plegable en un armario.

—Ni siquiera eso, señorita. Están todas ocupadas. Lo siento.

Holt se apoyó en el mostrador mirando al hombre directamente a los ojos.

—¿Y tú dónde duermes, tío?

El director palideció.

—No hay razón para amenazar, señor.

Hannah puso una mano sobre su bíceps, que por cierto era duro como una roca, y sintió un ligero estremecimiento.

—Vamos —le dijo. Nunca había estado en Chicago, pero se imaginaba que una confrontación pública al estilo vaquero en un buen hotel estaba mal vista—. Ya encontraremos otra fórmula.

—Sí. Supongo que no vamos a tener más remedio que compartir la habitación.

—No me refería exactamente a eso.

Se alejaron unos cuantos pasos del mostrador de recepción. El vestíbulo del hotel estaba abarrotado de huéspedes, la mayoría hombres de negocios con traje y corbata. Holt sobresalía entre todos ellos como una secuoya gigante en una habitación llena de macetas. La conducía amablemente por el codo.

—Por lo menos la cama es lo bastante grande para dos personas.

—Precisamente eso no es lo que yo preferiría.

—Me lo temía —contestó él con una sonrisa que desafió su buen juicio.

Como si estuviese acostumbrado a que los demás obedeciesen todos sus deseos, la condujo a través del vestíbulo hasta una mesa cerca del piano bar, y antes de que ella pudiera poner alguna objeción a que hubiese tomado las riendas del asunto, pidió una cerveza y accedió a que la invitase a un refresco.

—Y bien, Hannah… —dijo, recostándose en el respaldo del sillón, y tras tomar un sorbo de cerveza—. ¿Qué voy a tener que hacer para convencerla de que me ceda la habitación?

—Preferiría hablar de cómo ha decidido cambiar de planes y ya no necesita quedarse en Chicago.

—No puedo hacer eso. Estoy aquí para hablar con algunos bancos. ¿No podría encontrar la forma de disfrutar de sus vacaciones en…

—No estoy aquí de vacaciones. He venido a la convención de fabricantes de lencería.

Él arqueó las cejas.

—¿Vendes lencería?

—Diseño lencería y he traído unos modelos para ofrecerlos aquí.

Su mirada la desnudó con considerable precisión.

—¿De encaje?

—Sí –contestó ella, tragando saliva.

—¿Me dejaría echarles un vistazo?

—Tengo el muestrario en la habitación, pero ya que me da la impresión de que no es usted fabricante de lencería, no veo qué interés podría tener en ello.

—Confíe en mí, Hannah. Estaría verdaderamente interesado.

No le gustaban nada las implicaciones de su tono de voz. Ella era una mujer de negocios, aunque aún no hubiese alcanzado el éxito, pero algún día… Rodeó el vaso helado con las dos manos.

—Me parece que estamos en un lío.

—Sí. Creo que podría definirse así.

—No pienso moverme de Chicago hasta no haber terminado de hacer lo que he venido a hacer.

—Lo mismo digo. Así que me imagino que vamos a tener que encontrar la forma de solucionarlo.

—¿Y cómo propone que lo hagamos?

—Los dos somos adultos. Estoy seguro de que puedo contar con que no va a violarme si compartimos la habitación.

Hannah contuvo la risa.

—Pero, ¿cómo puedo estar segura de que eso mismo es cierto en su caso?

Él levantó una mano en alto como si fuese a prestar juramento en un juicio.

—Tiene mi palabra de honor. A no ser, claro, que cambie de opinión y desee que lo haga. En ese caso, consideraría…

—Eso no va a ocurrir, señor Janson.

—Llámeme Holt, por favor —dijo, y extendió una mano para sellar un trato con el que Hannah aún no había dicho estar de acuerdo. Y sin embargo, algo en las tentadoras profundidades de sus ojos, o quizás un secreto largamente olvidado en su interior, la empujó a aceptar su ofrecimiento.

Necesitaba encontrar como fuera una alternativa a tener que hacerse cargo de la ferretería de su padre. Sus diseños de lencería podrían ofrecerle ese escape que tan desesperadamente buscaba, siempre y cuando fuese capaz de entrar en un mercado tan competitivo.

Compartir la habitación con Holt Janson era simplemente un precio que iba a tener que pagar, y no demasiado caro, tuvo que admitir. Ojalá no se estuviera equivocando.

—Bien. Me alegro de que hayamos llegado a un acuerdo —dijo él, y se levantó de aquel sillón del bar que había parecido demasiado pequeño para él—. No sé tú, pero yo me muero de hambre. ¿Qué te parecería si tomásemos un bocado en la cafetería?

—Sólo porque tengamos que… compartir habitación, no significa que tengas que invitarme a cenar.

Holt sonrió y sus pómulos se arrugaron.

—No había pensado hacerlo, Hannah. Había imaginado que, hasta que nos conociéramos mejor, lo adecuado sería pagar a escote… a no ser que quieras invitarme.

Las mejillas se le encendieron.

—A escote me parece bien, gracias —contestó. Qué tonta se sentía. Debería haberse imaginado que un vaquero de altos vuelos como Holt no podía interesarse por una chica de provincias como ella, y cuadrando los hombros, se prometió no volver a cometer un error como aquél. No era una mujer sofisticada, pero podía fingir serlo. La señorita Aldridge, su profesora de teatro del instituto, le había dicho una vez que era una gran actriz.

Una vez en la cafetería, Holt pidió un filete con guarnición, e hizo gran hincapié en que les trajesen cuentas separadas, todo mientras miraba a Hannah con una sonrisa burlona.

Hannah pidió una ensalada y un descafeinado; ya tenía el estómago lo bastante alterado por culpa del vaquero sentado frente a ella.

Mientras esperaban, intentó encontrar algún tema de conversación.

—¿Vas a ir de bancos mañana?

—Así es. Estoy intentando desarrollar otra especie de ganado en mi rancho.

La camarera llegó con dos tazas de café.

—Tengo ya suficientes terneras —le explicó—, y estoy intentando ampliar mi negocio metiéndome en el negocio de las tiendas especializadas: búfalo y venado.

—¿Ah, sí? ¿Tan interesante es ese mercado?

Parecía más cosmopolita, puede que incluso una buena conversadora.

—El principal problema es que el mercado de la ternera ha caído en picado, y creo que el mercado del cuerno de venado va a ser el más lucrativo. Al menos al principio.

—¿Y para qué se utiliza el cuerno de venado?

Holt sonrió.

—Como afrodisíaco.

Hannah se atragantó con el café y tosió.

—Estás bromeando, ¿no? —farfulló.

Muy mundana, sí.

—No. Tengo compradores esperando en California a que produzca suficiente cantidad. Parece ser que la cuerna de los venados adultos constituye un gran negocio en Japón y China.

—¡Increíble! ¿Y funciona?

En cuanto terminó de formular la pregunta, deseó no haberlo hecho. El brillo de los ojos de Holt era muy poco angelical.

—No lo sé —contestó—. Nunca he sentido la necesidad de probarlo —se sirvió dos cucharadas de azúcar en el café y lo movió lentamente. Provocativamente. Sin dejar de mirarla—. Podría resultar un experimento interesante… con la mujer adecuada, por supuesto.

Hannah estaba convencida de que Holt Janson no necesitaba estimulación extra en lo referente al sexo opuesto. Y sinceramente esperaba que no se lo ocurriera hacer ningún experimento mientras tuvieran que compartir habitación… una habitación con una cama enorme y tentadora.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

TRAS aquella cena algo tardía, Holt utilizó su llave para abrir la puerta de la habitación. Había una luz encendida, habían abierto la cama y una chocolatina de menta esperaba sobre cada almohada.

—Yo me acostaré en el sofá —dijo Hannah, mirando con añoranza la enorme cama.

—No tienes por qué hacerte la mártir. Esa cama es tan grande que ni siquiera te darás cuenta de que estoy en ella.

Aunque él sí que se daría cuenta de su presencia. Durante la cena había descubierto su fragancia única, que le recordaba al aroma dulce y penetrante de las florestas en primavera.

—Compartir la misma cama no forma parte de nuestro acuerdo —dijo, mirándolo con severidad—. Hay una manta de más en el armario y con una de las almohadas de la cama…

Sonó el teléfono, y automáticamente Holt fue a descolgar.

—¡No! —gritó Hannah, y en un intento de detener su mano, se abalanzó sobre él; ambos cayeron sobre la cama.

—¿Pero qué te pasa? —le preguntó Holt, intentando desliarse, pero de alguna manera las piernas se les habían enredado.

—¿Y si es mi padre? —le preguntó en voz baja, casi como si quien llamaba pudiera oírlos—. Déjame que conteste yo.

—Un momento. ¿Y si es mi novia?

—Ah, claro. No lo había pensado…

El teléfono volvió a sonar, y ambos lo miraron inmóviles.

Ella lo miró con sus ojos del azul de los nomeolvides y le rogó con la mirada que encontrase un plan, cualquier plan. Pero él hubiera querido olvidarse de aquel maldito teléfono. Sus piernas seguían rozándose y… y tuvo que apretar los dientes ante la respuesta instintiva de su cuerpo.

—Yo contestaré —dijo—. Si es para ti, diré que se han equivocado de habitación y que vuelvan a llamar, y entonces…

—Contestarás tú —concluyó—. Buena idea. No les hagas esperar demasiado o sospecharán.

Holt descolgó el auricular.

—¿Diga?

Hannah se acercó a él para poder escuchar.

“Las flores de la pradera huelen como ella…”

Hubo una pausa y al fin se oyó una voz masculina.

—Quería hablar con Hannah Jansen.

Hannah miró hacia el cielo.

—Lo siento. Se han equivocado al pasar la llamada –contestó Holt, y mientras colgaba el auricular, oyó la disculpa del hombre por haberle molestado.

—¡Diantres! —murmuró Hannah entre dientes.

—¡Qué lenguaje! ¿Quién se lo iba a imaginar? –se burló él.

—Es que mi padre se va a enfadar. No le gusta nada poner conferencias y ahora va a tener que marcar otra vez.

—Pobre hombre —contestó, aunque en realidad en lo único que pensaba era en que sus brazos se habían rozado también, y alguna otra parte más sugerente de su anatomía.

El teléfono volvió a sonar y Hannah se inclinó por delante de él para descolgar. El sudor empezaba a perlar la frente de Holt.

—¿Hola? —hubo una larga pausa antes de que ella volviese a hablar en un tono algo extraño—. Lo siento. Deben haberse equivocado de habitación —y con una mueca, volvió a colgar.

—¿Qué? —preguntó él.

—Una mujer. Con una voz preciosa, por cierto.

Holt maldijo entre dientes.

—Adele. Seguramente esperaba que la hubiera llamado esta noche. Sabía que iba a venir a Chicago.

—Lo siento.