Enemigo del sol - Javier Alemán - E-Book

Enemigo del sol E-Book

Javier Alemán

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Beschreibung

Artur llegó a Tenerife con una beca Séneca. Mediocre en todo lo que se ha propuesto, la certeza de que tarde o temprano moriría le había perseguido desde hace tiempo. Hasta que una noche descubre un atajo y toma, con más ligereza de la debida, la decisión que le convertirá en un monstruo. Mientras lidia con el asco de la transformación y el nuevo hastío de las noches sin fin, surgirá un reguero de muertes. Con Enemigo del sol llega la continuación de Sanguijuela, donde Artur tendrá que hacer frente a la pandemia de la COVID-19, traiciones y el replanteamiento de su condición de vampiro. Un cóctel lleno de giros y sorpresas.

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Primera edición digital: abril 2022 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: Ashkan Forouzani | Unsplash Maquetación: Eva M. Soria Corrección: Míriam Villares Revisión: Ana Briz

Versión digital realizada por Libros.com

© 2021 Javier Alemán © 2021 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18913-55-6

Javier Alemán

Enemigo del sol

Para Jaime, vivirás siempre en nosotros.

Índice

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

1. Voy a matar a alguien querido

2. El sol es una mancha dolorosa

3. Me dicen que hay una pandemia

4. Aparecí en un sitio desconocido

5. Tengo motivos para preocuparme

6. Me marcho sin avisar

7. La puerta no tarda en abrirse

8. No era una pesadilla, sino una profecía

9. La loca no me deja irme

10. Me despierto con la boca llena de mermelada de mango

11. Viajo de muerte en muerte

12. Se llamaba Marcos

13. Echo de menos al profesor

14. Saray está muerta

15. No queda nada de valor en la casa de cerca del Camino Largo

16. Mi nuevo hogar es mi viejo hogar

17. Voy a protagonizar la peor película de espías de la historia

18. Bencomo me conecta un puñetazo en la mandíbula

19. Voy a hacer algo que tenía que haber hecho hace mucho tiempo

20. Esto no es un epílogo

Mecenas

Contraportada

1. Voy a matar a alguien querido

 

Voy a matar a alguien querido. No es mi deseo. Realmente no le quiero matar, pero no puede seguir viviendo. Él no lo sabe aún, es más fácil así. Quisiera hablarle y decirle que no se preocupe, que morirse no es para tanto. En estos años he conocido a gente que se engancha a la sensación, adictos al vértigo. Hay quien murmura o incluso jadea mientras le muerdes. No es su caso.

Sangra, y al menos permanece en silencio. Se lo agradezco, ya suficientes voces tengo que sufrir y acallar.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Hablando. Recuerdo haberle dicho que no hablara, que no le contara a nadie lo que ocurre en la casa de cerca del Camino Largo. Pero supongo que de algunas cosas hay que presumir. Quizá yo lo hubiera hecho. Hace unos meses el chico al que voy a sacrificar le dio a la derecha en Tinder cuando vio a un veinteañero de pelo corto oscuro y cara simétrica. Y ahora está muriendo. Es un poco culpa de Bencomo, también. Le dio un repaso a mi perfil, me hizo unas fotos buenas… Seguramente mi presa no me hubiera elegido sin esa mejora. Pero le dio a la derecha y yo también. Coincidimos y decidimos quedar.

Él sangra y no sospecha nada. Hemos hecho esto varias veces y siempre confía en volver. Un buzo con un cable atado a la espalda por donde le llega el oxígeno mientras un amigo en la barca bombea el aire durante su viaje a las profundidades. En las simas oceánicas los colores cambian y los ojos tardan en adaptarse, el ser humano no está hecho para ellas. Lo empezaba a ver como casi parte de mi familia. Se empeñó en explorar las simas de la anemia y yo siempre tiraba del cable y le ayudaba a subir. Le recogía mareado y, con muchísima suavidad, le dejaba reposar. Era un buen acuerdo, una perfecta simbiosis. Mi amigo —¿cómo se llamaba?— nadaba por el vacío, yo existía una noche más gracias al mordisco.

Recuerdo que la primera noche que nos vimos era mucho más guapo que yo. Y que Bencomo y el resto. No es que sea algo que me importe ahora, pero uno tiene su vanidad. Me encantaron su mentón, sus ojos verdes brillantes y el lunar en el cuello.

Sí me importa, ahora que lo pienso.

En ese rato que hablamos me vino a la cabeza el resplandor del sol saliendo del mar. No recuerdo la conversación, apenas tengo memoria ya. Sé que le dije algo así como que ya había cenado y que mejor me esperaba al postre. Fue una frase horrible, no puedo volver a atrás para cambiarla. Pero funcionó. Al Artur de hace unos años no le hubiera servido. Tampoco hubiera tenido una cita con alguien así, su perfil de Tinder era una absoluta basura incapaz de atraer a nadie. Tristemente, mi amigo se topó con el de ahora. Se vino a casa de Bencomo y le sorprendió verle allí. Quizá pensara que habría un segundo plato, además del postre.

Hundí mis colmillos en su cuello, cayó un rato hacia arriba flotando hacia la muerte y nos detuvimos justo antes de que fuera irreversible. Sí puedo recordar una cosa que dijo: que no había sentido nada igual.

He de ser honesto. Puede que no fueran esas las palabras o que ni siquiera me lo contara, pero es algo que me suelen decir. El futuro muerto quiso repetir y pactamos algo muy sencillo: al menos una sesión a la semana, siempre y cuando mantuviera la boca cerrada. Lo que pasa en la casa de cerca del Camino Largo se queda allí.

En estos años no fue el primero en irse de la lengua, pero hay algo en mí que me hace mantener algo de fe en la palabra dada. Soy un poco romántico, supongo.

Fueron varias semanas, o igual algunos meses. Me cuesta mucho llevar la cuenta, el tiempo transcurre de otra forma cuando solo es de noche en La Laguna. Venía a la casa, intercambiábamos alguna confidencia y volvía a donarme algo de sangre. Esto de confesarme intimidades absurdas lo hacen todos y yo sigo sin entenderlo. ¿Le aliviaba que supiera de la discusión con su madre porque le parecía mal que estudiara…, bueno, lo que fuera que estudiara? ¿O de su padre el policía, que le había dejado caer que prefería estar muerto a tener un hijo maricón al ver la gala drag del carnaval de Las Palmas? Yo escuchaba asumiendo que era otra parte de la transacción.

Entonces llegó la chica y, sin saberlo, le condenó a muerte. Tocó en la puerta de la casa de Bencomo, como si esto fuera alguna clase de club social. Alta, de cuerpo fino y labios pintados de negro. Llevaba una camiseta de Crepúsculo y una sombra alargada de ojos que gritaba gótica a todo el que la mirase. Resulta que un amigo le había jurado y perjurado nosequé cosa sobre un vampiro que vivía allí, en una coqueta casa terrera muy cerca del Camino Largo. Bencomo la acompañó a mi habitación con una sonrisa iluminándole la cara y preguntándome si había llamado a Telepizza. Eso sí lo recuerdo porque no me hizo nada de gracia.

Salió viva de allí porque fue fácil convencerla. Me vino a la mente mi creador y su idea de supervivencia: fingir humanidad para no perderme. Entre Bencomo y yo le convencimos de que su amigo era un idiota y que se lo había inventado todo. Lo del amigo idiota no era mentira, ¿a quién se le ocurre fardar de tener un amante vampírico?

Su sangre ahora sabe a olvido, su respiración pisa el freno. Se abandona a la sensación del vacío, como siempre. No sabe que va a morir.

Prefiero no avisar de estas cosas porque arruina completamente el sabor. Quizá alguno de los nuestros disfrute más del pulso acelerado, el sudor frío y el olor a adrenalina, pero yo he aprendido que no hay nada mejor que desvanecerse. Su corazón late cada vez más lento, va frenando para aterrizar en el más allá y está a punto de tomar tierra. Estamos solos en mi habitación, la luz apagada y el ruido de los grillos a través de las ventanas. Hay muchas formas de morir, y, dentro de lo desagradable que puede resultar, esta no es la peor.

Se acabó.

¿Emilio, Lucas, Yeray? Sé que debería molestarme no recordar su nombre mientras se apaga. Una de las cosas maravillosas de ser lo que soy es que no hay lucha, no hay confrontación. Se va dejando hacer y ni siquiera protesta, no agita los brazos como haría un ahogado en medio del mar. Hace un momento había luz en su vida y alguien le ha dado al interruptor, nada más.

Pero es todo mentira.

La parte de mi amigo que se muere y desaparece poco a poco mientras me mantiene inmortal es cierta.

La mía es una ficción que me tengo que repetir mientras algo culebrea en mi interior. Me obligo a mí mismo a unir imágenes y contar la historia para no prestar atención. Porque su sangre es deliciosa, pero no solo es deliciosa para mí. La Sanguijuela se mueve, glotona, escarba las paredes de mi estómago, aprieta y aprieta y aprieta con gula. Quiere asomarse afuera, quiere agigantarse y engullirnos a todos. Yo estoy llevando a mi pequeño chivato a la muerte de la mano con la mayor de las dulzuras, y ella no para de brincar y empujar. Se infla como un globo de entrañas y pulsa cada fibra de mi cuerpo.

Quisiera poder gritar, o vomitar, o gritar y vomitar. Pero solo me queda lamer como un perro el líquido que va escapando de su cuello, mantenerlo un poco en la boca para aplacarme y luego donárselo al monstruo que vive dentro de mí. Pienso en la amiga que le condenó viniendo a buscarme, la de la camiseta de Crepúsculo. Cuánto me gustaría estar a la altura de lo que ella esperaba de mí. Ser una sensual criatura de la noche, un vampiro. Pero soy otra cosa para la que no hay nombre, solo la sensación de que en tus tripas mora un ente que te presta la vida eterna y cobra cada vez más intereses.

Alguno de los amigos de Bencomo se hará cargo del cuerpo, pero por lo pronto lo deposito encima de mi cama. Su cara es de mármol y paz, una estatua pálida a la que habría que buscar un mausoleo que decorar en vez de enterrar. La cosa de mis tripas parece haberse calmado un poco. Normalmente, solo me molesta un momento antes y durante, cuando más placentera debería ser la sensación para mí. Luego, como muchos otros bichos inflados de nutrientes, se queda abotargada y callada. Sentado al lado del finado aprovecho el momento en silencio para masajearme las sienes. Ahora mi creador trataría de aleccionarme, casi seguro, se reiría de lo estúpido que es tratar de mantener una secta de adoradores. Ya no puede porque lo maté. O más bien hice que lo mataran.

Pero esto no es más que su método, perfeccionado. Él mantenía una red de amigos dependientes e iba a sus casas a robarles la vida. Yo vivo con un grupo de gente que me adora y no hay un momento en el que no esté rodeado de humanidad.

Salgo de la habitación al salón. Recorro un largo pasillo, la casa es bastante grande y tiene otras cuatro habitaciones; aparte de la cocina, el patio interior y el salón. El olor a sudor y a porro me saca de la ensoñación y me da otra sensación con la que distraerme. Lo sigo como haría un dibujo animado, casi levitando, y me encuentro tirados en un sillón enorme a Bencomo y Saray. Están viendo un programa de citas en la tele al que yo cuando no era esto estaba enganchado. Ahora me cuesta seguir el hilo y me distraigo con facilidad cuando lo veo con ellos.

—Ey, Artur, ¿qué pasa? Qué cara tienes.

Mientras habla le pasa el porro a Saray. ¿Me he limpiado bien la boca o lo dice por otra cosa? Me paso la mano por la cara y trato de sonreír, con los colmillos aún sin recuperar su tamaño normal. Hace unos años que no soy el más indicado para emitir este tipo de juicios, pero no pegan en absoluto. Él es moreno y va muy arreglado, con un jersey de cuello vuelto, la cabeza afeitada y la barba muy cuidada, unas gafas negras de pasta y voz profunda de orador. Ella es casi tan pálida como yo, su pelo está teñido de un rojo casi fucsia, luce un top y unos shorts deportivos y se le escapan tatuajes por todo el cuerpo. Y ahí están, unidos por mi presencia.

—Hay que hacerse cargo del chico —musito sin muchas ganas.

—Vale, vale, ¿nos dejas que terminemos de ver esto? Es temprano todavía para llamar a Josué.

—Josué… ¿Ese es el de la furgoneta?

—Sí, el del invernadero.

—Bueno, supongo que sí, que la cosa puede esperar.

Me siento con ellos, fastidiado. Cuando empecé con esto, de nuevo dejándome llevar por mi creador, decidí que el acercamiento debía ser lo más humano posible. Nada de ser una deidad oscura que da órdenes, por mucho que la opresión en mi estómago exija respeto. Más bien un follamigo que te roba la sangre. Saray le devuelve el porro a Bencomo y se pone a contarme que me he perdido a una pareja de chicos supermona con un montonazo de química.

Se me inunda la cabeza de imágenes de mi creador. En cierto momento, muy al inicio de nuestra historia, nosotros también éramos una pareja de chicos supermona con un montonazo de química.

No me gusta recordarlo.

Hago un esfuerzo sobrehumano para volver al momento presente, me echo de lado y apoyo la cabeza sobre los muslos de Saray buscando algo que no puede darme. Ella, quizá en un acto reflejo, empieza a acariciarme el pelo como si nada de lo que pasa en esta casa fuera anormal. En la pantalla ahora hay dos viejos cenando y conociéndose. La mujer va requetemaquillada, el hombre ni se ha molestado en arreglarse. Lo que hace es repetir con voz lastimera que se les pasa el arroz, que ya no están para ser tan selectivos en la vida y que tienen que aprovechar el tiempo que les queda. Bencomo se ríe y trata de imitarlo, nasalizando su voz tanto que lo clava. «Lucía, que se nos pasa el arroz, mujer». Saray se atraganta fumando y tose como si fuera a morirse. Puedo entender la desesperación del viejo, pero es tan asqueroso y evidente lo que hace que me molesta.

«Víctor, que se me pasa el arroz. Víctor, llévame a la noche eterna. Víctor, no dejes que me muera. Ese viejo es un poco menos patético que tú. Él acepta que va a morirse, pero, al menos, quiere darse una alegría antes».

Cuando los juntan de nuevo, tras la cena, tienen que decidir si tendrán otra cita. La señora se lo piensa y acaba diciendo que sí.

2. El sol es una mancha dolorosa

 

El sol es una mancha dolorosa. Un borrón que rasga un cielo perfecto y apaga al resto de las estrellas. Un protagonista egoísta que no deja a nadie más deslumbrar. El sol es tóxico, un rey al que nadie ha elegido. Provoca todo tipo de enfermedades, envejece la piel y la llena de manchas. El sol fundirá los polos, alzará las aguas y ahogará a toda la humanidad. Y, por encima de cualquier otra consideración, odia a la Sanguijuela casi tanto como Ella lo odia a él. La quema, la agrieta, la convierte en cenizas.

Pero no será siempre así. La sangre la hace crecer a cámara lenta. No importa, tiene toda la eternidad. Crece cada segundo, y cada día tiene 86.400 segundos. Cada una de esas veces crece. Cada año tiene 31.536.000 segundos. ¡Cuántas oportunidades para desarrollarse! Cada uno de sus siervos la acumula, es un cántaro que se llena de Sanguijuela hasta el momento de la unión.

Y el día indicado se reunirán. Les ha prestado la vida y serán los primeros en sumarse. Harán un círculo y llorarán de pura alegría lágrimas del color del vino. En espasmos sus cuerpos quebrarán. Sus huesos se romperán para que la boca pueda distenderse. Se convertirán en meras cáscaras al abandonarlos y toda Ella se reunirá de nuevo en una masa sanguinolenta y trémula. Cientos y cientos de vidas sumadas a la Sanguijuela para darle el poder de la unión. Devorará a sus siervos, al resto de humanos y, con la fuerza de billones de almas, se alzará hasta el sol. Cara a cara, sosteniendo su llameante mirada, pondrá fin a su reinado. Depuesto de su tiranía, el mundo quedará a oscuras y en silencio. La Sanguijuela lo rodeará, se hará un ovillo y, con todas las almas en comunión, reposará para siempre.

La noche me recibe con esta última visión y un tic en el ojo derecho. Si pudiera sudar lo haría, pero no me queda otra que incorporarme torciendo la boca y tratando de suspirar. Ya no hay prácticamente noche que no sueñe con esto. A veces, veo a mi creador en medio de la pesadilla, riéndose porque se ha salvado de ese destino. Otras veces, está la loca de Candelaria bailando en éxtasis justo antes de la unión, la crucial. La peor variante es una en la que hay una enorme piscina hasta los topes de sangre y vamos saltando a ella, volviendo al líquido primordial y deshaciéndonos en una sopa de vísceras.

Abandono mi habitación sin un rumbo muy claro y, al llegar al salón, veo que está Saray sola en el sillón, cenando lo que parece un kebab alargado. Quiere venirme a la cabeza el recuerdo de haberlo cenado una noche cualquiera con alguien a quien quise mucho. Lo esquivo.

—¿Dónde están los demás?

La pregunta la sobresalta, tenía su atención puesta en el sabor agrio del queso feta y no en el monstruo con el que convive.

—Pues… —hace una pausa para tragar—, Bencomo no tengo ni idea. Nico y Ana han ido a una cena con los de su clase.

Y ella está aquí sola, comiéndose un dúrum mientras ve una competición de herreros en la televisión. No es el mejor plan para la noche de un… ¿qué día es?

—Así que estás tú aquí sola.

—Sí, tampoco me apetecía salir.

Todavía me sorprende la docilidad con la que conviven conmigo. Mucho ha de gustarles el momento en el que donan su sangre, muchas piruetas tiene que hacer su cabeza para aceptar con tanta facilidad algo así de terrible. No tengo hambre, pero me doy cuenta de que cualquier expresión en mi boca puede dar a entender lo contrario. Soy un vehículo famélico, la sonda humana que lleva comida a la Sanguijuela y poco más. Me siento obligado a responder, a mantener la apariencia de ser otra cosa.

—En verdad no tengo hambre.

Saray me sonríe y sigue comiendo como si nada. Ella sí tiene hambre. Devora el kebab en un instante y querría agradecérselo. Llevo todo este rato luchando contra la imagen que quiere volver a mi cabeza y sin el kebab es mucho más fácil. No viene el parque Pignatelli a mi cabeza, no viene nada de Zaragoza, no vienen mis padres ni el piso de la calle Luis Sallenave. Pero sí viene el muerto, el amigo de la chica con la camiseta de Crepúsculo.

—Oye, ¿al final se llevaron a… al chico de mi habitación?

Los años en Tenerife han suavizado mi acento. La muerte ha ido borrando también esa parte de mí. Supongo que me ayuda a adaptarme. Se va Zaragoza, se va todo lo vivido hasta el cambio. Me vuelvo eterno, pero dejo también de ser quien fui.

Saray frunce el ceño y se muerde el labio inferior. Tarda en responder y en el aire flota el olor a carne especiada y queso.

—Eh…, eso fue hace una semana, Artur.

—Ah, es verdad.

Mis noches son una sucesión de atracones sencillos en la casa, de realities televisivos y de algún que otro paseo por los alrededores. El tiempo se ha convertido en otra cosa para mí. Quisiera ruborizarme, pero lo cierto es que me da igual.

—Bueno, pero no hubo problemas, ¿no?

—No, pero pensaba que ya Bencomo te había dicho.

Desde el principio él había asumido el papel de sumo sacerdote de esta pequeña secta de amigos. Era un hombre de recursos y prácticamente se encargaba de todo. No me tenía que preocupar de molestias absurdas como pagar una hipoteca o esconder un cadáver. Bencomo disponía. Mantenía la casa y a sus habitantes, de cuando en cuando me hablaba de potenciales candidatos y tenía, además, una sangre amarga y seca como una cerveza. Realmente, no sé si pagaba hipoteca o alquiler por esta casa, la cosa es que no tenía que dedicarle ni un segundo a eso.

—Sí, seguramente me lo dijo, perdona.

—No pasa nada.

Saray me sostiene la mirada un momento y hace ademán de abrir la boca. Puedo imaginarme lo que va a pasar ahora. Porque siempre acabamos así, no soy nada más que un proveedor de servicios, un comercial de pequeñas muertes y eternidad. No se lo piensa demasiado.

—Oye, Artur.

—Dime.

—Es que…, bueno, ya lo hemos hablado.

—¿El qué hemos hablado?

—Pues de cuándo nos ibas a dar tu don.

Esto del don lo había leído en algún sitio y me había hecho gracia por lo melodramático que sonaba. Era de las pocas concesiones que no había hecho a la normalidad. Así era como lo tendrían que llamar, no había discusión posible. Bencomo se había sumado con alegría y había tratado de ponerle el apellido oscuro. El don oscuro. Eso ya era demasiado para mí. En estos años había aprendido que esta absurda admiración era de lo más natural. Me pasó también a mí con mi falso Víctor cuando me reveló su secreto: quieres pasar a formar parte de la noche. No conoces ninguno de los inconvenientes. Por mucho que tratara de explicar a Saray o a Bencomo lo que es el hambre y la necesidad de alimentarse no podrían entenderlo. Tampoco podrías explicarle álgebra a un perro, ¿no? No está preparado para entenderlo. Y nos guardamos de hablar de la Sanguijuela. Supongo que nos da vergüenza. Así que ellos ven lo bueno. La vida eterna. La juventud que no terminará nunca. El obvio atractivo sexual del que nos han dotado infinidad de películas y novelas. ¿Quién no querría algo así?

—Creo que ya les dije que tendrían que tener paciencia, ¿no? Hay normas para esto.

No le estoy mintiendo. Hay normas para esto. Tampoco le estoy diciendo toda la verdad, claro. ¿Para qué querría yo convertir a cualquiera de ellos en uno de los nuestros? Perderían todo su sentido. En la casa me sirven como alimento, pero también como conexión con la realidad. El mundo cambia y yo no, y aunque han pasado unos escasos años es difícil mantenerse actualizado. Y, desde luego, si Bencomo fuera mi igual, mi existencia pasaría a ser más complicada. Perdería el alojamiento, desaparecería el tipo de la furgoneta que se encarga de los restos que voy dejando tirados. No tiene ningún sentido darles el don. Es más, si fuera a hacerlo, tendría que pasar por el aro con dos criaturas aún peores que yo a las que no tengo ninguna gana de ver. Sin su permiso tampoco podría.

«Tampoco quieres competir. Sabes que sobreviviste a tu creador de pura casualidad. A tu creador y a otra cosa mucho peor, ¿verdad? Sabes que eres un machango sin personalidad, un enclenque que nada tendría que hacer contra otro de los suyos. Seguro que te pondrías a llorar en medio de una pelea y a tratar de ordenarle que pare. “Por favor, Bencomo, no me ataques. Por favor, loca de Candelaria, no me hagas nada, ten piedad”. No eres nadie».

—… pues eso es lo que no entiendo. Que unos días sea una cosa y otros días sea otra.

Saray no ha parado de hablar ni un segundo. Se ha subido a un camión de palabras y me ha arrollado. No tengo ganas de tener esta conversación y empiezo a notar la presión en el estómago, la criatura inflándose porque no va a dejarse amilanar por una triste mortal.

—Otro día seguimos hablando.

Me largo del salón y ella es lo suficientemente inteligente como para no seguirme. Primero pienso en ir a la habitación, tirarme en la cama y dejar que pase el tiempo otra noche más. Pero no quiero estar a solas conmigo mismo y esa otra cosa que me habla. Rebusco en el armario y me pongo una camisa de flores y tucanes, que es probablemente de Bencomo, y unos vaqueros. Se me pasa por la cabeza ducharme, pero no sudo ni segrego nada, mi olor es una cosa apagada y muerta para no llamar la atención. Sí me dejo caer un momento por el baño y me lavo los dientes, he aprendido que el aliento herrumbroso sí puede delatarme. La cara en el espejo me sorprende, sigue siendo la mía. A veces espero que sea otra. Guardo un naife para ella.

En lo que salgo de la casa vuelvo a toparme con Saray, que regresa con un yogur de fresa de la cocina. Puedo olerlo a metros de distancia. La fresa nunca supo así. Me fuerzo a sonreírle, cojo las llaves y el móvil de una mesita que hay a la entrada y me zambullo en la noche sin saber aún qué día es.

Las calles están muertas.

De cuando en cuando las luces de un coche solitario chocan conmigo, pero no hay más. Desde el Camino Largo hasta el centro de La Laguna apenas hay unos minutos entre árboles y chalés. Juraría que la fiesta en la que conocí a mi creador fue en una de las casas que he dejado atrás, pero los recuerdos se confunden. Qué más da.

Llego a la calle de la Carrera, en pleno centro, convencido de no haberme topado con nadie por el camino. Sigo sin intención de alimentarme, pero en el fondo deseo un choque fortuito. Un misterio, un desconocido, algo nuevo que me saque de mi propia cabeza y de esta interminable rutina.

Vagabundeo un rato entre esa calle y la otra gran calle peatonal, la calle Herradores. Quedan algunas cafeterías abiertas, pero no pinto nada en ellas. En un pub o una discoteca podría disimular con una copa a medio beber durante gran parte de la noche, pero estoy seguro de que acabaría bailando con alguien, oliendo su sudor, notando las arterias de su cuello como vetas brillantes de oro líquido. Y, si acabara comiendo, la cosa de mi interior se hincharía más aún.

Mis piernas van solas y no me importa. Subo de nuevo por la calle de la Carrera y a mi derecha hay un teatro al que una vez quise ir con mi falso Víctor. No fuimos. A mi izquierda, una agrupación de cafeterías a medio morir. Estoy casi convencido de que debe de ser martes. Esto nunca está así de vacío. Sin embargo, sigo caminando tratando de no pensar y al menos me tranquiliza no oír nada en mi cabeza. Navego por una placita vacía, un pequeño islote rodeado por un mar de terrazas igualmente vacías. Y sigo caminando un poco más, hasta una iglesia antiquísima que creo que me dijeron que era la iglesia de la Concepción. El nombre no deja de tener su gracia.

Freno delante de otra cafetería. En la terraza hay dos chicas tomándose una cerveza, me cuesta mucho entender sus caras, agrupar sus rasgos. Me son indiferentes ahora mismo. Entro y me quedo esperando delante de un pequeño expositor de dulces. Tienen varias especialidades propias cuyos nombres se me escapan, postres sin gluten y una inmensa selección de confituras. Una de las empleadas se me acerca con cara de fastidio, ¿estarán a punto de cerrar?

—Buenas noches, ¿qué te pongo, mi niño?

Una voz que no es mi voz, pero suena igual que mi voz, responde sin darme tiempo a llevarle la contraria.

—Las mermeladas estas, ¿las hacen aquí?

—Sí, sí, son todas caseras.

El fastidio de la chica parece disminuir. Tiene un piercing pequeñito en la nariz y el pelo teñido de rubio.

—Ay, ¿y de qué las tienes?

—Pues no sé, hay un montón. Tienes de tuno indio, de plátano con gofio que está buenísimo, de mandarina y uva…

—¿De mango tienes?

—Sí. ¿Quieres el bote grande o el bote chico?

Como un resorte, mi mano derecha busca instintivamente en los bolsillos del pantalón hasta que, decepcionada, para. No llevo dinero.

—Regálame el bote chico.

La orden salta de mi laringe a su oído y le perfora el cerebro. Es imposible desobedecerme cuando habla la Voz que no es la mía. La chica del piercing se mueve como una autómata y mete un tarro pequeño en una bolsita de papel con el logo de la cafetería. Ahora que se le ha borrado cualquier expresión posible me doy cuenta de que huele también a fresa, pero no a yogur de fresa, a fresa-fresa. Cojo la bolsa y me voy sin despedirme.

Según salgo de allí, me deslizo por un callejón que comunica con otra zona de chalés que me llevará directamente a la casa de Bencomo. Meto la mano en la bolsa y noto el tacto del tarro. Palpo, lento, el cristal. Mantiene aún una leve calidez del tacto de la chica del piercing. Acelero el paso y sigo manoseándolo con cariño, tomándome mi tiempo. Oigo a los grillos y el ulular de una coruja. Por su tono parece que me pregunta algo. Ya ni siquiera me deslumbra la luz de los coches, las calles están más vacías de lo que han estado nunca y solo la luna me mira y yo le sonrío mientras sostengo el tarro, que ya ha salido de la bolsa.

Abro la puerta de la casa. Las luces están apagadas y puedo percibir un furioso respirar en una de las habitaciones. Saray se ha ido a dormir, o a hacer que duerme. No importa. Transito por la oscuridad del pasillo notando cómo el frío se cuela por todos lados. Es algo que he notado en muchas casas y pisos aquí: nadie cae en lo húmeda que es la ciudad a la hora de poner muros delgados y paredes finas. Al llegar a la habitación me lanzo de espaldas a la cama, un pequeño acto de resistencia para lo que viene ahora.

Tardo en hacerlo, pero vuelvo a incorporarme. Además de la cama, hay una mesa de estudio con su silla a juego, un armario viejo con pósteres y pegatinas de baloncesto y una estantería con una colección poco interesante de cómics. Me dejo caer sobre la silla, aún agarrado al tarro de mermelada. La Sanguijuela comienza a moverse dentro, a bailar desorientada de un lado a otro. Hace círculos y círculos. Miro la etiqueta del frasco. Hay unas palmeras con el nombre de la cafetería, un dibujo de un par de mangos y un sol basto irradiándoles desde lo alto. Una escena que quiere ser evocadora.

Dejo el bote sobre la mesa. He conseguido zafarme por un momento de él y quiero levantarme, pero las piernas no me responden, están unidas por algo más fuerte que el cemento a las patas de la silla. Mi mano izquierda se acerca a la tapa y empieza a desenroscarla. La fragancia inunda la habitación. Huele a verano, a playa, a tostadas y zumo en un hotel, a mosca dando vueltas en torno a la fruta. El interior es de un naranja brillante y vivo, de consistencia casi perfecta, y tiene pequeños trozos de fruta.

La Sanguijuela comienza a dar saltitos y empujar las paredes del estómago. Más y más vueltas. Mi mano izquierda se conduce sola hacia dentro del bote y disfruto del tacto, me pringo los dedos jugando con su contenido. El aroma a selva ecuatorial va apagando mi consciencia, voy desapareciendo poco a poco y mi mano acercándose y acercándose a mis labios que ahora no son mis labios pero son mis labios.

Un trocito de fruta entra y mi lengua se pasea lentamente por él. Mi boca se ha llenado hasta casi rebosar de mermelada y es agradable y desagradable a la vez. Es esponjosa y un poco ácida, pero, sobre todo, es dulce. Más dulce que cualquier otra cosa que haya probado en mi vida.

3. Me dicen que hay una pandemia