Enemigos apasionados - Barbara Mccauley - E-Book
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Enemigos apasionados E-Book

Barbara McCauley

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Beschreibung

Gracias a una increíble apuesta en una partida de póker, Reese Sinclair ganó... ¡una mujer! Aquellas dos semanas en el restaurante de Sinclair eran demasiado para una princesita como Sydney. Ni siquiera alguien tan deliciosamente exasperante como ella podría conseguir que Reese se replanteara su preciada soltería. Aun así, el deseo que sentían el uno por el otro era cada vez mayor. Una sola noche de pasión hizo que Reese perdiera por completo el control de la situación y lo dejó con un irreprimible deseo por ella... ¿Qué iba a hacer el atractivo soltero cuando la apuesta llegara a su fin? Podría simplemente recoger sus cartas y olvidarlo todo o... cambiar de vida y pedirle que se casara con él...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Barbara Joel

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Enemigos apasionados, n.º 1086 - julio 2018

Título original: Reese’s Wild Wager

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9188-655-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

El ambiente estaba lleno del humo de los cigarros puros en la pequeña trastienda de la Taberna y Posada Squire´s. Cuatro hombres, todos hermanos, estaban sentados a la mesa con cartas en las manos y muy concentrados en la siguiente mano. Gabe Sinclair, el mayor de los cuatro, fruncía el ceño mientras que Callan, el segundo, estudiaba la posibilidad de que le saliera otro rey y así, por lo menos, tener una pareja. A su lado Lucian, el tercero, sonreía para sí mismo con sus dobles parejas, mientras que Reese, el más pequeño y propietario de la taberna, hacía cábalas sobre las tres reinas que tenía en la mano.

Los cuatro eran muy atractivos. Todos eran de rasgos duros y cabello oscuro y habían roto bastantes corazones femeninos en Bloomfield Country.

Algunos decían que, el que llevaba el récord era Reese. Tenía unos ojos que hacían que las mujeres se olvidaran de respirar. De un color verde oscuro, como un bosque, enmarcados por unas espesas pestañas negras. Y su sonrisa, esa sonrisa podría conseguir lo que se propusiera.

Y también medía casi dos metros, todo músculo, y se había ganado el honorable premio que solían dar las chicas del pueblo como El mejor trasero con vaqueros, durante tres años. Reese exhibía orgullosamente los certificados, bien enmarcados, en la pared de la taberna, junto a la placa que la Cámara de Comercio de Bloomfield le había dado por ser el mejor restaurante del año.

Reese pensó que la vida era bella. Tres reinas, diez dólares sobre la mesa y dos dedos de tequila del bueno en su vaso. Tomó unas fichas y las tiró sobre la mesa. Tenía una cita con la señorita Suerte y estaba a punto de ganar.

–Cinco dólares dicen que ese pot es mío –dijo sonriendo–. De nuevo.

Lucian apartó la mirada de sus cartas y le dijo:

–Tú cierra la boca. Veo tus cinco y los doblo.

–Demasiado para mí –dijo Gabe y arrojó sus cartas sobre la mesa–. Tengo que irme, chicos. Kevin y yo nos vamos a pescar al amanecer.

–Yo también me voy. Abby me está esperando –dijo Callan y se levantó–. No es mi estilo hacer esperar a una dama.

Reese miró a sus hermanos y agitó la cabeza. Sus partidas del sábado por la noche se estaban haciendo cada vez más cortas desde que Callan se había casado con Abby hacía seis meses. Luego, Gabe se había comprometido con Melanie hacía unas semanas. Cuando todos estaban libres, esas partidas duraban hasta altas horas de la madrugada. Abby y Melanie eran magníficas y Reese sabía que no podía pedir mejores cuñadas. Estaba contento por sus hermanos, pero ahora la reputación de solteros empedernidos de los Sinclair descansaba solo en sus manos y en las de Lucian.

Y esa era una reputación que él estaba orgulloso de mantener.

–Parece que nos quedamos solos, hermano –dijo, y luego se dirigió a los dos que se marchaban–. Ya nos veremos. Yo…

Entonces se abrió la puerta del despacho.

–Reese Sinclair, ¡esto tiene que parar inmediatamente!

Reese miró a la mujer que acababa de entrar.

Sydney Taylor.

El cabello rubio claro de Sydney le enmarcaba el rostro acalorado y le caía sobre los hombros y el albornoz que llevaba. Llevaba en brazos a Boomer, el perro de Reese, cubierto de barro. Lo mismo que ella. Por completo.

¿Barro sobre Sydney Taylor? Definitivamente, esa escena era para fotografiar. Deseó reír, pero la mirada de furia helada de ella lo hizo contenerse. Lo mataría si se riera. Todo el mundo sabía que esa mujer podía cortar por la mitad a un hombre con solo una mirada. Podía ser bonita, pero era tan mandona que todo el mundo la llamaba Sydney la Huno. No a la cara, por supuesto. Después de todo, ella era la nieta del Honorable juez Randolph Howland, y eso la hacía merecedora de un cierto respeto.

Reese miró a sus hermanos. Por la cara que tenían, debían estar tan sorprendidos como él mismo de ver a la siempre impecable Sydney Taylor, en albornoz y cubierta de barro, con un perro en brazos. De alguna manera, aún con ese aspecto, ella tenía un cierto aire de realeza.

–Bueno, si tanto te molesta, Syd, el juego está a punto de terminar.

Ella lo miró con los párpados entornados y dijo:

–Sabes muy bien de lo que estoy hablando. Tu perro estaba de nuevo en mi jardín.

Recientemente, Sydney se había mudado al apartamento de arriba del edificio histórico del otro lado de la calle. También había alquilado el local de abajo y lo estaba renovando para abrir un restaurante. Delante había instalado un pequeño jardín a modo de entrada. Y eran las flores de ese jardín lo que tanto atraía a Boomer.

–¿Estás segura de que ha sido mi perro? –le preguntó inocentemente–. Podría jurar que vi fuera al de Madge Evans hace un rato.

–Madge es una dueña responsable. Cosa que tú no eres. Esta es la cuarta vez en tres semanas que he pillado a Boomer entre mis flores. Las ha arruinado por completo.

Boomer ladró y entonces se vio que era culpable por los pétalos que tenía en la boca. Sydney se acercó y dejó al perro sobre la mesa. Boomer se puso a moverse agitadamente y las fichas y cartas volaron por los aires.

Luego se sacudió y lo puso todo perdido de barro. Lucian soltó una palabrota y trató de limpiarse la mancha de la pechera de su camisa blanca.

Reese miró por última vez las tres reinas que tenía en la mano, suspiró, dejó las cartas y se limpió el barro de la cara. Boomer se bajó de la mesa y se sentó a sus pies mirándolo expectantemente. Tenía el hocico lleno de barro húmedo.

Reese sabía que debía ser duro con el animal. Pero había algo en Sydney, en su carácter mandón que hacía que quisiera bajarle un poco los humos. Miró a sus hermanos en busca de un poco de apoyo moral, pero por la cara de risa de los tres, era evidente que estaba solo en eso.

Se puso en pie y miró a Sydney. Pensó decirle que tenía barro en la sien, pero no lo hizo.

–Te compraré flores nuevas.

Ella se cruzó de brazos y lo miró a la cara.

–¿Y de qué va a servir eso si tu perro va a seguir destrozándolas? ¿Necesito recordarte que voy a abrir Le Petit Bistro dentro de cuatro semanas?

No era necesario. En ese pueblo todos lo sabían todo de todos, y algo de ello, incluso era verdad. Desde que Sydney había vuelto hacía tres meses de estudiar cocina en Francia, todo el pueblo había estado hablando de ello. No del restaurante que pensaba abrir, sino de la razón por la que se marchó del pueblo hacía un año. Sydney había sido dejada al pie del altar por Bobby Williams, entrenador jefe del instituto de Bloomfield. A Bobby le habían ofrecido un trabajo mejor en Nueva York, pero se había olvidado de mencionárselo a Sydney, eso junto con el hecho de que había decidido no casarse. Por lo menos, no con ella. Bobby y Lorna Green, una de las camareras de la taberna de Reese, se habían casado de camino hacia Nueva York.

No los había visto desde entonces, pero se hablaba de que a Lorna parecía haberle salido un poco de barriga cuando se marcharon.

Lo cierto era que él no había echado de menos a Bobby, nunca le había caído bien ese cerdo egoísta. Pero Lorna, a pesar de ser un poco corta de luces, siempre había sido una buena empleada, algo no muy habitual en esos días. Sobre todo en ese momento. Una de sus camareras estaba de baja por maternidad, la otra de vacaciones y, la chica nueva era un encanto, pero nunca llegaba a tiempo al trabajo. La taberna estaba siendo un caos desde hacía un par de semanas.

Y ahora el huracán Sydney acababa de aparecer.

Se dijo a sí mismo que aquello no era nada y le dedicó la mejor de sus sonrisas.

–Lo lamento de verdad, Syd. No volverá a suceder.

–Ahórrame el encanto. Sé que te funciona con la mayoría de las mujeres de esta ciudad, pero conmigo no.

Si hubiera sido otra mujer, Reese habría aceptado el reto de buena gana. Pero esa era Sydney, tan estirada como el hábito de una monja. Tratar de ligar con ella sería como el Titanic acercándose a un iceberg. Y esas eran aguas heladas en las que él prefería no nadar.

Pero en ese momento, con el cabello despeinado, el albornoz y zapatillas, Sydney no parecía tan estirada. Parecía… Suave. Suave y bonita.

Sorprendido por sus pensamientos, la miró de nuevo y vio la rigidez de sus hombros y lo apretados que tenía los labios. ¿En qué había estado pensando? Pudiera ser que Sydney Taylor fuera una mujer atractiva, ¿pero suave y bonita?

–Reese Sinclair, ¿me estás escuchando? No me voy a ir de aquí hasta que no hayamos arreglado esto de una vez por todas.

–Podrías hacer que lo destruyeran –dijo Callan.

Boomer dio un salto y ladró atemorizado.

Sydney tragó saliva y dijo:

–Yo nunca le haría daño a un animal.

–No me estaba refiriendo al perro –respondió Callan poniendo cara de que le ofendía que pudiera pensar semejante cosa de él–. Me estaba refiriendo a Reese.

Sydney le dedicó una mirada asesina y Reese se dio cuenta de que sus hermanos se estaban divirtiendo a sus expensas. No los culpaba. Si eso le estuviera sucediendo a algún otro, él querría un asiento de primera fila. Y palomitas. Pero si iba a tener que pelear con Sydney Taylor, prefería hacerlo sin público.

–¿No os ibais? –les preguntó.

–Yo no –dijo Lucian con sus cartas todavía en las manos.

–No hay prisa –afirmó Gabe y empezó a quitarse de nuevo la chaqueta, lo mismo que Callan–. Podemos seguir un par de asaltos más.

–Se acabó el juego –dijo Reese y le quitó las cartas de las manos a Lucian.

Ayudó también a ponerse otra vez la chaqueta a Gabe y luego los empujó a los tres por la puerta y la cerró.

–Muy bien –le dijo entonces a Sydney–. y ahora, ¿por dónde íbamos?

–Estabas a punto de decirme que pretendes mantener a tu perro dentro de tu terreno y lejos de mis flores.

–Ah, sí. Bueno, eso es.

Reese miró al perro y se acercó a ella, sorprendiéndole el olor a lavanda y a otra cosa. Dudó un momento, le sorprendía que Sydney oliera tan… Tan bien.

–¿Qué?

–Ah, bueno, verás. A Boomer no le gusta que lo encierre. Desde que lo encontré en la carretera y me lo traje a casa, se deprime si trato de encerrarlo.

Boomer, que oyó su nombre, levantó la cabeza y agitó la cola.

–¿Que se deprime? Tal vez requiera más atención de la que tú le puedes dar.

–De eso nada. Boomer recibe más atención que un niño. Pero no soporta que lo encierren. Necesita estirar un poco las patas.

–Gabe acaba de comprar la casa Witherspoon –dijo Sydney–. Y tiene una gran cantidad de terreno. Sitio de sobra para que un perro estire las patas. Estoy segura de que Boomer sería muy feliz allí. Puede cavar todo lo que quiera.

–Yo no le podría hacer eso. Ya fue abandonado una vez cuando era cachorro. Si hago eso, él no lo entendería. Creería que lo he abandonado.

Ella lo miró fríamente y se tensó:

–¿Como Bobby me abandonó a mí? ¿Es eso lo que estás tratando de decirme?

No era eso lo que él había querido decir, en absoluto.

–No, Syd. Realmente yo…

–Olvídalo Sinclair. Crees que puedes ablandarme con esa sonrisa tuya y hacerme sentir lástima por tu perro y, con eso, lograr que me vaya. Pero no me voy a ir. La vida es solo un gran juego para ti, ¿no? Incluyendo ese bar que tienes.

–Un momento, es una taberna, no un bar. Hay una gran…

–Tal vez pienses que me estoy poniendo picajosa o que es irrelevante que tu perro se haya comido unas cuantas flores, pero tu falta de respeto por mi propiedad es irresponsable e insensible.

–Hey, yo soy tan sensible como cualquiera.

–Si ese cualquiera resulta ser Bobby Williams –dijo Sydney.

Eso irritó a Reese. Él no era como Bobby. Ya tenía bastante de los insultos de Sydney para una noche. Miró a Boomer.

«Esto es por haber salvado tu lamentable trasero», pensó.

¿Así que era un irresponsable? ¿Que la vida era un gran juego, eh?

Bueno, pues muy bien.

–Te diré una cosa, Syd. ¿Qué te parecería si solucionamos esto con una amigable partida de cartas?

–¿Qué?

–Una partida de cartas. A lo que tú quieras.

–¿De qué me estás hablando?

–Una partida para solucionar esto de una vez por todas. Si ganas tú, yo tendré encerrado a Boomer. Y si gano yo…

¿Qué necesitaba? Algo que no solo mantuviera callada a Sydney, sino que la pusiera en su lugar.

De repente, sonrió. Ella no lo aceptaría nunca. Solo quería ver la cara que iba a poner, quería verla rechazar un reto.

–Si gano yo –continuó–. Tienes que venir a trabajar a la taberna durante una semana. Me faltan dos camareras. Por supuesto, con sueldo y las propinas aparte.

Sydney se quedó boquiabierta.

–¿Esperas solucionar esto con una partida de cartas? ¡Eso es una tontería!

Reese sonrió.

–¿Así que lo dices en serio de verdad?

–Sí –respondió él–. Y trabajarías bajo mi supervisión directa, por supuesto. Tendrías que hacer lo que yo diga.

–¿Qué?

–No te hagas tantas ilusiones, Sydney. Solo me estoy refiriendo al negocio, aunque, si quieres, también podemos hablar de otras opciones.

–Dejemos clara una cosa, si gano yo, tú prometes mantener alejado de mis flores a Boomer. Si pierdo, tendré que trabajar aquí una semana.

–Solo tres horas al día. Alguien tan ordenada y organizada como tú seguramente podrá sacar ese tiempo de alguna parte.

Sydney se rio.

–Incluso viniendo de ti, esta es la propuesta más absurda que he oído en mi vida.

–Lo que pasa es que tienes miedo de perder.

–¿Miedo? ¡Yo no tengo miedo!

–De acuerdo –dijo él y se encogió de hombros–. Lo que tú digas, Syd.

–Muy bien, Sinclair. ¿Qué te parece si lo hacemos más interesante? Si pierdo yo, Boomer no solo será libre como un pájaro, sino que vendré a trabajar para ti dos semanas. Pero si gano yo, no solo mantendrás encerrado a Boomer, sino que tú tendrás que venir a trabajar para mí dos semanas cuando abra el restaurante.

Ahora fue Reese quien se rio.

–Estás de broma, ¿no?

–¿Tienes miedo de perder?

–¿Lo dices en serio? ¿De verdad que vas a aceptar esto?

–No solo lo acepto, sino que, gane o pierda, cumpliré mi palabra. ¿Lo harás tú?

Se dirigieron a la mesa y se sentaron uno delante del otro. Reese recogió las cartas y empezó a barajarlas. Hacía mucho tiempo que no jugaba a los juegos infantiles que seguro que prefería ella y esperaba recordar cómo se hacía.

–¿A qué va a ser, Syd?

–¿Qué te parece un póker cerrado?

–¿Quieres jugar al póker?

–¿Y a qué creías que íbamos a jugar? ¿Al Gin Rummy? Mi padre me enseñó a contar con una baraja de cartas cuando yo tenía dos años. Y ahora baraja, Sinclair. Estoy a punto de darte una paliza.

 

 

Una hora y diez manos más tarde, para alegría de Sydney y desagrado de Reese, el montón de fichas de ella era el doble de el de él.

Por supuesto, todavía no había ganado, pero a ese paso le duraría una mano o, a lo más, dos.

Lo miró por encima de las cartas. Él tenía entornados los párpados de esos increíbles ojos mientras estudiaba sus cartas.

Ella nunca había tenido la oportunidad de mirar tan fijamente a un hombre anteriormente, pero en esa situación, podía hacerlo a placer porque se suponía que era eso lo que tenía que hacer para tratar de descubrir algún gesto que le indicara las cartas que podía tener él.

Había descubierto que, cuando él se tocaba la barbilla con un dedo era porque, probablemente, tenía una pareja, por lo menos. Cuando se rascaba el cuello detrás de la oreja, un trío o más y cuando se frotaba la barbilla con el pulgar, como estaba haciendo ahora, seguramente iba de farol.

Era por eso por lo que lo estaba observando tan fijamente. Por el juego, por supuesto.

Nunca antes se había percatado de la cicatriz que tenía bajo la firme boca, ni del leve bulto que tenía en el puente de la casi perfecta nariz.

Era evidente que se trataba de un sorprendente espécimen masculino. No era su tipo, por supuesto. Después de Bobby, ella se había jurado que no volvería a fijarse en los hombres encantadores con más músculos que cerebro. Así que, aunque podía apreciar la masculinidad evidente de Reese Sinclair, no tenía ninguna intención de ser víctima de ella, como lo eran la mayoría de las mujeres de la ciudad.

Pero ella tampoco era del tipo de Reese. A él le gustaban las tontas, las que le reían las gracias y no cesaban de coquetear con él.

Pero no era asunto suyo con quien pasara su tiempo libre Reese. Su única preocupación ahora era darle una buena paliza a ese tipo arrogante por el que estaban tan locas las mujeres de Bloomfield.

Miró el diploma del Mejor trasero en vaqueros que él había colgado de la pared y pensó que, tal vez, le dieran a ella un premio por haberle ganado al póker.

–¿Votaste por mí, Syd?

–¿Qué?

Sydney se dio cuenta de que la había pillado mirando al diploma y dirigió de nuevo la mirada a la mesa. Reese la estaba mirando divertido.

–¿Votaste por mí? –repitió él sonriendo.

–Claro que no.

Aquella era una mentira como la copa de un pino. Ese año la competencia estuvo muy reñida entre Lucian, Reese y el sheriff Matt Stoker. Había sido una elección difícil, pero al final, ella había votado por Reese.

Y se moriría antes de decírselo a él.

–¿Por quién votaste entonces?

–¿Qué te hace pensar que voté por alguien?

–¿Sydney Taylor perdiéndose la oportunidad de expresar su opinión en algo? ¿Por qué no votaste por mí entonces? ¿No crees que me lo merezca?

Ella se estaba sintiendo cada vez más incómoda por ese tema de conversación.

–No podría saber si te lo mereces o no. Ni siquiera me he fijado.

–¿Que no te has fijado? Tú vienes a la taberna todos los miércoles por la noche para la reunión del Club del Libro. ¿Cómo puedes no haberte fijado?

–¡Reese Sinclair! –exclamó ella dejando las cartas sobre la mesa–. ¡A pesar de tu alta opinión sobre ti mismo, yo no vengo a esas reuniones para mirarte el trasero!