Engaño - Kim Lawrence - E-Book
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Engaño E-Book

Kim Lawrence

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Beschreibung

Jazmín Infiel 4 Se casaron poco después de conocerse… pero el matrimonio duró solo un mes. Segura de que su marido la había engañado, Erin puso en marcha el divorcio, pues no quería que volviese a burlarse de ella. Sin embargo, aunque pronto dejaría de ser su esposa, nunca quedaría completamente libre de él porque iba a tener un hijo suyo. Francesco no podía creer que Erin le hubiera ocultado que estaba embarazada. Pero no iba a permitir que el divorcio se llevara a cabo, pues tenía una misión que cumplir: recuperar a su mujer.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2007 Kim Lawrence

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Engaño, n.º 4 - noviembre 2022

Título original: Claiming His Pregnant Wife

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-019-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

FRANCESCO Romanelli acababa de detener el coche en el arcén de la autopista cuando el móvil que llevaba en el bolsillo comenzó a vibrar de nuevo. Un gesto de impaciencia frunció su alta e inteligente frente mientras lo ignoraba. Sin embargo, la interrupción le hizo volver brevemente la mirada hacia el asiento de pasajeros, donde había otro teléfono, aquél apagado.

Era lo único que había sobrevivido al desastre, cuando había acudido a la casa que tan brevemente había compartido con su esposa para llevarse todo lo que le recordara en lo más mínimo a ella y a su fugaz matrimonio. O eso había creído.

Si su diligente asistenta no hubiera sido tan meticulosa en su guerra contra el polvo, él no habría llegado a enterarse de la existencia de aquel teléfono y no habría llegado a enterarse de su explosivo contenido.

Que, probablemente, era justo lo que su esposa pretendía.

¿Qué podía pensar si no?

Apretó la mandíbula mientras se esforzaba por contener la indignación que amenazaba con adueñarse de él cada vez que pensaba en la situación en que se encontraba. Y, de hecho, apenas había podido pensar en otra cosa durante los cuatro días pasados.

Tras los acontecimientos del mes anterior resultaba irónico que el año anterior, por aquellas mismas fechas, se hubiera estado quejando a su hermano gemelo de que su vida se había vuelto demasiado predecible.

Por aquella época acababa de romper con su amante del momento. Había sido una separación civilizada, como lo había sido la relación. A pesar de ser considerado alguien bastante perspicaz, Francesco no lo había visto venir. Sin embargo, luego comprendió que ya había habido indicios de lo que iba a suceder cuando ella le preguntó hacia dónde creía que iba su relación.

Él se vio obligado a admitir que no creía que fuera en ninguna dirección específica.

En aquel momento no se le ocurrió que ella pudiera tener algún problema con aquella admisión. ¿Por qué iba a tenerlo? La dama en cuestión, una abogada tan guapa como inteligente, había dejado muy claro al comienzo de su relación que no tenía tiempo para enredos emocionales. De manera que para Francesco resultó una sorpresa escucharle decir:

–No es nada personal, querido. De hecho, nunca he disfrutado de mejor sexo, pero, con mi reloj biológico en marcha, no puedo arriesgarme a perder el tiempo con un hombre alérgico al compromiso.

Aquel comentario no hizo perder el sueño a Francesco, pero sí lo hizo cavilar.

–¿Crees que soy alérgico al compromiso? –preguntó más adelante a su gemelo.

–Claro que no –respondió Rafe con tacto–, pero tal vez estaría bien que dedicaras tanto esfuerzo a tus relaciones personales como a tu trabajo.

–Ése es el problema. Algunos días no tengo que esforzarme demasiado en el trabajo… –admitió Francesco–. A veces me encuentro deseando que suceda algún desastre para poder arreglarlo. No hay sorpresas. Mi vida es totalmente predecible. No hay retos reales, nada realmente estimulante.

–Puede que haya una sorpresa a la vuelta de la esquina que cambie tu vida –sugirió su hermano con una sonrisa.

–Eso espero.

 

 

¿Qué solía decirse? «Ten cuidado con tus deseos porque pueden hacerse realidad».

Tal vez era cierto, pensó Francesco sombríamente. Desde luego, su vida había cambiado de forma radical.

En pocos meses había sufrido la devastadora pérdida de su hermano gemelo en trágicas circunstancias y, mientras aún trataba de recuperarse de la pérdida, había descubierto que el amor a primera vista no estaba exclusivamente confinado a las páginas de las novelas románticas.

¡Aunque tal vez sí debería haberlo estado el casarse con alguien cinco días después de haberse enamorado!

Contempló el anillo que llevaba en su mano izquierda y aferró con fuerza el volante a la vez que su boca se curvaba en un gesto despectivo. ¡Amor! No había sido amor, se dijo con firmeza. Tan sólo había sido una mezcla de deseo y encaprichamiento pasajero.

Algunas personas habrían pensado que su reacción a la carta que había recibido de Erin hacía una semana sugería algo más que un mero encaprichamiento o deseo. Pero esas personas no comprendían hasta qué punto rechazaba él la idea del fracaso. Y, en esencia, ero era el divorcio: un fracaso.

Sin duda, marcharse de la oficina dos minutos antes de una reunión importante sin comunicarle a nadie adónde iba y subirse a un avión con dirección a Inglaterra con la intención de decirle a su esposa en persona que nunca le concedería la libertad era una reacción bastante fuerte a la sugerencia del fracaso.

Pero él habría explicado a los escépticos que la palabra «fracaso» nunca había formado parte de su vocabulario. El fracaso era algo que les sucedía a otras personas. Su premisa en la vida siempre había sido que, si querías algo de verdad, luchabas por ello hasta conseguirlo.

El avión aún estaba aterrizando cuando se le ocurrió preguntarse por qué iba a luchar por ella. No la quería.

A fin de cuentas, ¿por qué iba a querer estar con una mujer que no confiaba en él?

Sabía que Erin podría interpretar su llegada como un paso hacia su reconciliación, pero eso no iba a suceder. Era ella la que estaba equivocada.

Era ella la que debería haber acudido a él arrastrándose.

Volvió de nuevo la mirada hacia el asiento de pasajeros. Todo había cambiado cuando aquel teléfono reveló la información que contenía.

Ya daba igual quién diera el primer paso. No había ninguna decisión que tomar; el divorcio ya no era una opción. Si Erin hubiera sido lo suficientemente adulta también lo habría comprendido.

La situación requería una acción inmediata.

Cuando la asistenta le entregó el teléfono estuvo a punto de tirarlo, pero, afortunadamente, no lo hizo.

Erin tenía un mensaje.

Sin apartar la mirada de la carretera, Francesco recordó el momento en que escuchó aquella educada voz excusándose antes de explicar que la cita para la revisión del embarazo de la señora Romanelli se había adelantado una semana.

Tuvo que escuchar el mensaje tres veces antes de que su mente asimilara finalmente la información.

¡Iba a ser padre!

Se suponía que un hombre debía sentir un gran júbilo en un momento como aquél, pero Erin le había negado la posibilidad de sentirlo. Porque cada vez parecía mas evidente que había planeado robarle a su hijo. Se preguntó si alguna vez podría perdonarla por ello.

¿Habría pensado decírselo en algún momento?

Aunque durante aquellos últimos días había analizado la situación desde todos los ángulos posibles, buscando todas las justificaciones razonables para el silencio de Erin, no había logrado dar con ninguna excusa adecuada.

Incluso le había concedido el beneficio de la duda y había aceptado que tal vez no sabía que estaba embarazada cuando se fue, pero ya hacía semanas que debía de saberlo.

Semanas durante las que no había hecho ningún esfuerzo por ponerse en contacto con él, excepto por la carta en que le había expresado su deseo de divorciarse lo antes posible. Era evidente que Erin había decidido no contarle que iba a ser padre. Y ser consciente de ello era como tener una espina clavada en el corazón.

Erin había tomado una decisión unilateral, como si él fuera irrelevante. Aunque hubiera decidido que no tenían futuro como pareja, había cosas que discutir, arreglos… ¡opciones! Aunque para él sólo había una opción: criar y educar a su hijo con sus dos padres.

Había tratado de ponerse en contacto con ella para darle la oportunidad de explicarse, pero la manipuladora madre de Erin se había dedicado a tomarle el pelo.

¿De verdad creía Erin que podía tener a su hijo sin que él se enterara? La áspera risa que escapó de entre los labios de Francesco se interrumpió en seco cuando el móvil que llevaba en el bolsillo se puso a sonar de nuevo. Al parecer, quienquiera que fuera el que trataba de ponerse en contacto con él no iba a rendirse fácilmente. Con un suspiro de irritación, encendió el intermitente para indicar que dejaba la autovía.

 

 

Erin se sorprendió cuando Valentina, la prima de Francesco, se puso en contacto con ella y la invitó a pasar el fin de semana en la granja de caballos que tenía con su marido inglés.

Pensó que tal vez no supiera que Francesco y ella habían roto. Pero no creía que nadie creyera que tenía el corazón destrozado y, con el tono más despreocupado que pudo, preguntó:

–¿Sabes que Francesco y yo ya no estamos juntos?

–Sí, lo sé, y no sabes cuánto lo siento –replicó Valentina–. Pero supongo que eso no significa que ya no podamos ser amigas, ¿no?

Erin no tenía demasiadas ganas de aceptar la invitación, pero Valentina se mostró tan entusiasmada ante la idea de verla que sintió que habría resultado grosero negarse.

Había llegado la tarde anterior y Valentina le había explicado que los demás invitados no llegarían hasta el día siguiente. Miró su reloj y se preguntó si ya habría llegado alguien.

El sonido de los cascos de un caballo la hizo acercarse a la ventana. Fuera, en el patio, un mozo de cuadra estaba teniendo dificultades para sujetar las riendas de un semental negro que no dejaba de alzar las patas traseras.

La primera vez que vio a Francesco, éste se hallaba sentado sobre un animal parecido a aquél. Había más polvo y sudor entonces, pero el animal poseía la misma fuerza indómita… al igual que su jinete.

Erin entrecerró sus ojos azules mientras sus pensamientos la llevaban atrás en el tiempo.

Escuchó de nuevo el sonido de los cascos del caballo en el empedrado mientras ascendía por la empinada cuesta que la había hecho bajarse de la bicicleta.

El alivio que sintió se vio atemperado por la cautela. A fin de cuentas, era una mujer y estaba sola. ¿Y de quién era la culpa?

Al enterarse de que tenía intención de alquilar una bicicleta para explorar la zona, el director del hotel le había advertido que tuviera cuidado, y cuando Erin le dijo que tenía intención de salir sin ninguna de sus tres compañeras, manifestó a las claras su desaprobación.

–No es buena idea que una mujer viaje sola, signorina. Podría perderse con facilidad.

Erin se limitó a sonreír educadamente mientras le mostraba sus mapas e hizo caso omiso del consejo.

Podría haberle explicado que quería estar sola, que necesitaba imperiosamente estar sola, pero no creía que el director la hubiera entendido. Ni ella misma entendía cómo era posible que unas mujeres de cuya compañía disfrutaba en su país pudieran sacarla tan de quicio en vacaciones. ¡No entendía cómo podía haber llegado a pensar alguna vez que tenían mucho en común!

Si no escapaba de ellas podría acabar diciéndoles lo que pensaba, algo que no podía permitir que sucediera.

En su país eran personas muy agradables, pero durante las vacaciones se convertían en monstruos que no paraban de hablar de su bronceado y la miraban como si se hubiera vuelto loca cuando sugería salir de picnic o ir a dedo al pueblo cercano.

Pero estar sola perdió rápidamente su atractivo cuando se encontró perdida, con una rueda pinchada, la nariz quemada y con dolores en una serie de músculos que ni siquiera sabía que existían.

El pánico había estado a punto de apoderarse de ella, pero, afortunadamente, ya no estaba sola.

Alzó una mano para protegerse del sol. Con el brillo de éste a sus espaldas, la figura del jinete que se acercaba era una oscura silueta enmarcada por una aureola de luz dorada.

Al verla, el hombre redujo la marcha de su montura. Erin dio un instintivo paso atrás cuando el caballo se hallaba muy cerca de ella, pero el jinete hizo que se detuviera en seco con un suave murmullo en fluido italiano. Luego permaneció largo rato en silencio, contemplándola.

Incapaz de verle con claridad el rostro, Erin ya empezaba a ponerse nerviosa cuando el jinete sacó las botas de las espuelas y desmontó. Palmeó el tembloroso costado del caballo y soltó despreocupadamente las riendas. El animal piafó, inquieto, pero no aprovechó la oportunidad para escapar.

Con los pies aparentemente clavados al suelo, y su cuerpo reaccionando a un nivel elemental y humillante ante el atractivo sexual que rezumaba de cada poro de la piel de aquel alto desconocido, Erin se preguntó si el caballo se sentiría tan subyugado como ella ante la presencia de su amo.

Los latidos de su corazón se aceleraron y sintió que una descarga de adrenalina recorría sus venas. Contuvo el aliento, demasiado maravillada en aquellos momentos como para hacerse consciente de la seductora cualidad de aquel hombre, algo que, en otras circunstancias, la habría hecho salir corriendo en dirección opuesta.

Lo observó disimuladamente tras las cortina de sus pestañas semibajadas. Alto y esbelto, de anchos hombros y cintura estrecha, se movía con la elegancia natural de un atleta y la despreocupada arrogancia de alguien consciente de su atractivo.

Era la clase de hombre que no solía impresionarla.

Demasiado guapo, demasiado seguro de sí mismo. Probablemente lo habían tratado desde que nació como si el mundo girara a su alrededor.

A pesar de todo, mientras el desconocido se quitaba los guantes, Erin no fue capaz de recurrir al irónico desprecio que solía utilizar en situaciones como aquélla.

Tal vez eran las botas de cuero de media caña que llevaba el desconocido lo que la estaba distrayendo. Cuando finalmente apartó la vista de ellas, su mirada se deslizó a lo largo de unos gastados vaqueros y unas piernas muy largas. Contempló hipnotizada cómo se golpeaba los muslos para quitarse el polvo.

La camiseta negra que llevaba bajo su camisa desabrochada también era lo suficiente ceñida como para atraer la atención hacia su vientre, plano como una tabla.

Erin sabía que estaba mirándolo embobada, pero no podía evitarlo. Quería moverse, pero su cuerpo parecía extrañamente desconectado de su cerebro.

Los latidos de su corazón arreciaron cuando el desconocido avanzó hacia ella.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ERIN tragó con dificultad, consciente de que aquélla era una escena que nunca lograría borrar de su mente.

El desconocido se detuvo a unos pasos de ella, pero lo suficientemente cerca como para permitirle ver el polvo que cubría las ligeras arrugas que irradiaban de sus ojos, unos ojos extraordinarios, increíblemente negros y enmarcados por unas pestañas igualmente oscuras.

Su expresión era inescrutable, aunque el ceño de su aquilina nariz se frunció mientras la miraba.

De pronto hizo una pregunta en una voz grave y profunda que tenía una cualidad casi táctil.

Erin sintió que un cálido estremecimiento recorría su cuerpo a la vez que se encogía de hombros.

Vio un destello de algo parecido a la irritación en los ojos del desconocido, que alzó una mano para pasársela por el pelo, un pelo negro como el azabache y que probablemente sería suave como la seda bajo la ligera capa de polvo que lo cubría.

Sintió que los dedos le cosquilleaban mientras se imaginaba a sí misma acariciándoselo…

Horrorizada por el rumbo que estaban tomando sus pensamientos, decidió que debía de haber tomado demasiado sol. Tenía que ser eso. Ella no era la clase de mujer que se dedicaba a fantasear con hombres desconocidos.

Respiró profundamente y se esforzó por adoptar una expresión que sugiriera que era totalmente inmune a los hombres altos de aspecto romántico que cabalgaban a lomos de magníficos caballos negros.

–¿Habla inglés?

No era precisamente la clase de hombre al que habría recurrido en busca de ayuda, pero no estaba en condiciones de elegir.

–¿Inglés? –repitió lentamente, con la vana esperanza de ver un gesto de reconocimiento en los espectaculares ojos del desconocido.

El hombre siguió mirándola sin decir nada.

–Me he perdido –dijo Erin a la vez que se señalaba a sí misma–. Necesito… estoy buscando… ¡maldita sea! –murmuró a la vez que se agachaba para recoger el mapa que había dejado en el suelo sujeto con una piedras mientras lo estudiaba–. Mapa… –añadió, agitándolo ante él.

Cuando el hombre la miró y se encogió de hombros, Erin no pudo evitar que su frustración aflorara. La tensión de las horas pasadas se manifestó en lágrimas que se derramaron por sus mejillas. Se las frotó rápidamente con una exclamación de irritación.

Respiró de nuevo profundamente y trató de calmarse. Si aquel hombre no podía ayudarla, tal vez podría indicarle dónde encontrar a alguien que pudiera hacerlo.

Sonrió y señaló en el mapa un punto rodeado con un círculo rojo.

–Necesito… –empezó, alzando ligeramente la voz. Al ver la total falta de comprensión que reveló el rostro del hombre, suspiró–. No sé por qué estoy gritando. No tienes ni idea de qué estoy hablando, ¿verdad?

Él miró el mapa, a ella, y luego hizo otro magnífico encogimiento de brazos.

Erin suspiró de nuevo.

–¿Por qué tienes que ser guapo y estúpido? Conozco a unas cuantas mujeres que darían lo que fuera por tus pestañas. Y conozco otras cuantas que darían aún más por ti; hay mucha demanda de monumentos como tú. Yo prefiero a los tipos sensibles, pero tienden a ser gays.

La expresión del hombre no se alteró, aunque sus labios temblaron ligeramente.

–Lo siento –dijo Erin–, pero mientras hablo no me asusto y si paro podrías irte y volvería a quedarme sola. Y no hablaba en serio cuando he dicho que eras estúpido por no hablar inglés. Simplemente habría sido mucho más práctico. Además, todo ha sido culpa mía. No sé por qué he pensado que me gustaba andar en bici –miró con auténtica aversión la bicicleta–. No me sorprendería nada que el trasero me doliera durante un mes –dijo a la vez que se lo frotaba–. Pero tenía que alejarme de las personas con que estoy pasando las vacaciones. He ahorrado todo el año para venir aquí, pero ellas cuentan las calorías a la hora de comer y piensan que la costumbre local consiste en pasar la noche en un club nocturno lleno de humo –rió–. Expresado así no parece tan terrible, ¿verdad? Creo que el problema es que no soy muy tolerante –rió de nuevo mientras empezaba a doblar el mapa–. Sé que te daría igual incluso aunque entendieras lo que digo, pero gracias de todos modos por escuchar.

–De nada.

Erin se quedó momentáneamente boquiabierta a la vez que el mapa se le caía de las manos.

–¡Hablas inglés! –exclamó a la vez que su expresión de asombro se transformaba en otra de enfado. Al recordar lo que le había dicho a aquel atractivo desconocido, se ruborizó intensamente–. ¿Por qué no lo has dicho desde el principio en lugar de dejarme parlotear como una cotorra?

–No me ha parecido adecuado interrumpirte… además de que habría resultado difícil hacerlo una vez que te has puesto en marcha.

Erin decidió pasar por alto aquella provocación y le dedicó una mirada que habría hecho encogerse a muchos otros hombres.

–No quiero entretenerte.

Él sonrió, dejando al descubierto una hilera de perfectos dientes blancos. Erin decidió que parecía un pirata.

–Estoy convencido de que sabes arreglártelas perfectamente a solas fuera de estos bosques… –le dedicó una mirada especulativa–. ¿Eres de Londres?

–No.

–Da igual. El caso es que esto no es Londres, cara. Éste es mi territorio. Necesitas ayuda y, si estás dispuesta a pasar por alto mi falta de sensibilidad, yo soy esa ayuda.

–Estoy acostumbrada a los hombres insensibles, aunque no había conocido a ninguno tan mezquino y taimado como tú. Y no necesito a la caballería –Erin ladeó la cabeza hacia el caballo del desconocido–. Pero te agradecería que me dijeras dónde estoy –concedió.

Él la miró con expresión burlona.

–¿Y serás más sensata si te lo digo?

Erin puso los ojos en blanco, exasperada.

–Ahórrame esa superioridad masculina. Según mi experiencia, los hombres que tratan a las mujeres en plan paternalista suelen tener problemas de autoestima. No soy el típico estereotipo femenino.

–Oh, no. Desde luego que no –dijo él en tono críptico.

Erin supuso que aquello le daba pie a preguntar a qué se refería, pero no pensaba entrar en aquel juego. Además, no estaba segura de que fuera a gustarle la respuesta.

El hombre se agachó a recoger el mapa y Erin no pudo evitar fijarse en sus manos, que le produjeron una extraña fascinación.

–¿Es ahí adonde quieres ir? –preguntó él a la vez que señalaba el círculo rojo con expresión divertida.

–Supongo que tú nunca te has equivocado de camino, ¿no? –espetó Erin en tono sarcástico.