Entre el deseo y la venganza - Michelle Smart - E-Book

Entre el deseo y la venganza E-Book

Michelle Smart

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Beschreibung

Bianca 2957 Era un matrimonio construido sobre una mentira. Claudia Buscetta se había enamorado locamente de Ciro Trapani. Su noche de bodas fue todo lo que había soñado… hasta que, sin que él lo supiera, le escuchó confesar la verdad: aquel matrimonio era solo un medio para vengar la muerte de su padre. Con el corazón destrozado, lo preparó todo para abandonarlo, pero la situación cambió al descubrir que estaba embarazada. Ciro se encontró unido irrevocablemente a la hija de su enemigo, pero no tardó en descubrir que Claudia no era la princesita mimada que él se había imaginado. Vivir con ella desató una fiera batalla entre su búsqueda de venganza y el deseo abrasador por su esposa.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2020 Michelle Smart

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Entre el deseo y la venganza, n.º 2957 - octubre 2022

Título original: A Baby to Bind His Innocent

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-199-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Tenemos que arreglar esto.

Ciro Trapani apuró su copa de bourbon y clavó la mirada en el rostro desencajado de su hermano. En los últimos cuatro días, Vicenzu había envejecido una década. Su sonrisa fácil había desaparecido, y sus ojos de mirada divertida eran ahora pozos oscuros de dolor. Y de culpa.

Los dos compartían el dolor y la culpa, pero para su hermano, la culpa era doble.

Después de una larga pausa en la que Vicenzu apuró también su copa, Ciro miró por fin a su hermano y asintió.

–Tenemos que recuperarlo todo –sentenció Ciro.

Su hermano asintió de nuevo y él se inclinó hacia delante. Tenía que estar seguro de que, fuera lo que fuese lo que acordaran allí, su hermano lo cumpliría.

El negocio de la familia, perdido. Robado.

La casa de la familia, perdida. Robada.

Su padre, muerto.

Siempre había confiado en su hermano, y aunque su personalidad y su temperamento eran distintos, siempre habían estado unidos. Pero el hombre que compartía aquella mesa con él en Palermo era un desconocido. Sabía que Vicenzu pensaba que debían respetar un periodo de luto apropiado antes de lanzarse a vengar a su padre, pero la furia que a él le quemaba por dentro exigía que pusieran en marcha un plan ya. Lo que les habían robado tenía que ser recuperado fuera como fuese. Su madre había quedado destrozada, y necesitaba recuperar su casa.

–¿Vicenzu?

Su hermano se hundió más en la silla y cerró los ojos. Aún necesitó una pausa más antes de hablar.

–Sí, sé lo que tengo que hacer, y lo haré. Recuperaré nuestro negocio.

Ciro apretó los labios y entornó los ojos. Cesare Buscetta, el crío que acosó a su padre en la infancia, el ladrón que había robado el negocio y la casa de sus padres amparándose en la ley, le había cedido su empresa a su hija mayor, de nombre Immacolata. No podría haber un nombre más inapropiado para ella.

La verdad era que, en aquel momento, Vicenzu no parecía tener el coraje necesario para enfrentarse a ella y ganar. Siempre había estado más unido a su padre que él, y su inesperada muerte, cuatro días atrás, junto con el descubrimiento del robo, habían apagado de golpe su exuberancia natural, transformándolo en aquella especie de fantasma humano.

Vicenzu debió de leer el cinismo en la expresión de su hermano porque se incorporó en su asiento.

–Recuperaré el negocio, Ciro. Es mi responsabilidad. Solo mía.

–¿Estás seguro de poder hacerlo?

Cuatro días antes, jamás habría hecho semejante pregunta. Recuperar la casa familiar sería mucho más fácil. Cesare se la había regalado a su hija menor, Claudia, una princesa malcriada y mimada con la inteligencia de un caballito de madera.

Por fin, un atisbo de su energía de antes le iluminó los ojos.

–Sí. Tú ocúpate de devolverle la casa a mamá, que yo me ocuparé del negocio.

Ciro tardó un momento en asentir.

–Como quieras –hizo un gesto al camarero que pasaba para que volviera a llenarles la copa–. Debes dejar de culparte. No podías saber lo que estaba pasando. Papá debería haber confiado en nosotros.

Que no lo hubiera hecho era algo con lo que tendrían que vivir ambos.

–Si no le hubiera pedido prestado esa cantidad de dinero, no se habría visto forzado a vender.

–Y si yo hubiera pasado por casa más a menudo, podría haber echado una mano –contestó Ciro, aplastado por el peso de la culpa. No había vuelto a Sicilia desde Navidad, y la extorsión a la que se había visto sometido su padre comenzó en enero–. Papá debería haberte contado… tendría que habernos contado a los dos lo precaria que era la situación económica de la familia, pero lo hecho, hecho está. El único culpable aquí es ese bastardo de Cesare. Él y sus hijas –añadió.

Llegaron las bebidas y Ciro alzó su copa.

–Por la venganza.

–Por la venganza –Vicenzu levantó la suya.

El plan quedó sellado.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Una semana más tarde

 

Claudia limpió con la bayeta la encimera de cobre mientras, en los auriculares que llevaba puestos, se narraba la historia romántica que tenía henchido su corazón hasta el punto de no saber cómo contenerlo.

Llevaba solo diez días viviendo en aquella casa, pero ya la sentía como su hogar, a diferencia de la ostentosa mansión en la que había crecido. En ella disponía de una cocina maravillosamente equipada en la que podía cocinar cuanto se le antojase, una huerta y un invernadero lo bastante grandes como para poder cultivar cuanta fruta y hortalizas fuera capaz de hacer crecer.

Por primera vez en sus veintiún años, estaba completamente sola… si no contaba a los guardias de seguridad que su padre había apostado en la entrada. En un primer momento había insistido en que estuvieran dentro, pero gracias a Dios, Immacolata, su hermana mayor, le había hecho entrar en razón. El negocio que Imma había heredado estaba situado en la propiedad contigua, y era precisamente el jardín de Imma lo que su padre le había regalado a ella, de modo que su hermana estaría siempre a mano si la necesitaba, como lo había estado toda la vida.

Como era de esperar, su padre le había hecho prometer que nunca saldría sola de la casa. Que siempre iría acompañada de los dos guardaespaldas. ¡Ni que pudiera ir a parte alguna sin ellos! No tenía carné de conducir, y el pueblo más cercano estaba a unos dos kilómetros, en lo alto de la colina en la que se alineaban los olivos que constituían la parte principal del negocio de Imma. Pero en el pueblo no había tiendas, de modo que, si quería ir de compras, alguien tenía que llevarla.

Un timbre la sobresaltó. Pulsó el botón de pausa en el audiolibro y presionó el intercomunicador que su padre le había instalado en la cocina.

–¿Sí?

Uno de los guardias de seguridad le respondió.

–Hay un tal Ciro Trapani aquí que quiere verla.

–¿Quién?

–Ciro Trapani.

Aquel nombre no le sonaba.

–¿Y qué quiere?

–Dice que es un asunto privado.

–¿Mi padre lo ha aprobado?

Seguro que sí. Solo le preguntaban a ella una vez su padre había dado el visto bueno. Así era su mundo.

–Sí.

–Bien. Déjele pasar.

Abrió la puerta principal y salió con curiosidad. Un coche negro y estilizado se acercaba despacio, y vio la puerta eléctrica del perímetro cerrándose a lo lejos.

El coche se detuvo ante el garaje de tres plazas que tenía la casa. Qué raro. Las visitas que había recibido hasta aquel momento habían sido su padre, su hermana y el abogado de la familia, y todos habían aparcado delante de la puerta principal.

Su curiosidad se evaporó cuando vio bajar del coche al hombre más sexy que había visto nunca. Alto, con el pelo oscuro peinado con tupé, derramando vitalidad, podría ser sin dificultad portada de revista masculina.

Se acercó a ella con paso fluido y sonrió aún con más fluidez al mirarla, sus ojos ocultos tras los cristales de unas gafas de aviador.

Su traje de paño gris tenía pespuntes hechos a mano en las solapas, llevaba una camisa azul con el cuello desabrochado y unos zapatos Oxford relucientes, así que Claudia se sacudió casi inconscientemente la harina que llevaba pegada a la camiseta negra mientras se reprendía por no haberse quitado aquellos vaqueros viejos, coloreados de verde en las rodillas después de haberse dado un buen tute quitando hierbas a primera hora de la mañana.

Cuando el desconocido llegó a su altura, se deshizo de las gafas y le dedicó una sonrisa que le dibujó un hoyuelo en la mejilla, y que haría que hasta las rodillas de una monja se volvieran de gelatina. Una imagen muy acertada, ya que ella había contemplado durante un tiempo la posibilidad de ingresar en un convento, y las rodillas le estaban fallando.

–¿Señorita Buscetta? –preguntó, y unos increíbles ojos verdes brillaron al ofrecerle una mano a modo de saludo.

Dios, qué voz… profunda e intensa. Los dedos de los pies se le encogieron dentro de las deportivas.

Una arruga desdibujó su entrecejo y, horrorizada, se dio cuenta de que lo había estado mirando boquiabierta, sin contestar a sus palabras ni estrechar su mano. Reponiéndose, estrechó su mano de dedos largos y sintió una descarga de calor correrle por las venas. Rápidamente se soltó.

–Soy Ciro Trapani. Perdóneme por presentarme así, pero es que estaba en el vecindario. ¿Le importaría mucho si me despidiera de este lugar?

Entonces fue ella la que frunció el ceño. ¿Despedirse? ¿De qué narices estaba hablando?

Ciro Trapani volvió a sonreír.

–Esta propiedad perteneció a mis padres, y yo crecí en esta casa. Se la vendieron a su padre antes de que hubiera tenido oportunidad de despedirme.

–¿Ha vivido aquí?

No sabía nada de los anteriores dueños, aparte del amor que se palpaba por la propiedad.

–Los primeros dieciocho años de mi vida. Ahora vivo en América, pero este lugar siempre ha sido mi hogar. Es una pena que no haya vuelto a Sicilia a tiempo de despedirme, antes de que se firmara la venta.

Oh, pobre. Era una pena. Ella iba a menudo a la casa de su infancia.

Debió tomar su silencio como una negativa porque se encogió de hombros y ladeó la cabeza.

–Lo siento. Soy un desconocido para usted, y esto es una tontería sentimental. La dejo en paz.

Cuando le vio dar media vuelta y empezar a andar, se dio cuenta de que se marchaba.

–Puede entrar.

Se volvió sorprendido.

–No quiero molestarle.

–No es molestia.

–¿Seguro?

–Seguro –contestó, e hizo un gesto con el brazo–. Por favor, pase.

Ciro la siguió, ocultando su expresión de satisfacción por lo fácil que le había resultado franquear aquellas puertas. Una semana de preparación y todo estaba yendo según el plan.

–¿Le apetece un café? –le ofreció al entrar en la cocina.

–Sería genial, gracias. Aquí hay algo que huele de maravilla.

Claudia se sonrió.

–He estado haciendo dulces. Siéntese, por favor.

Mientras ella se ocupaba de la cafetera, Ciro se acomodó junto a la mesa que nunca deberían haber puesto en aquel sitio, y aprovechó la oportunidad para estudiarla. Mejor no reparar en todos los nuevos electrodomésticos que había por allí, o la furia que había logrado mantener bajo control estallaría, y su sed de venganza volvería a aflorar.

Había estado a punto de ir directamente después de sellar su pacto con Vicenzu. La paciencia nunca había sido su fuerte, pero sabía que no podía encontrarse con Claudia Buscetta hasta que tuviera sus emociones más controladas. Era más guapa de lo que se imaginaba. Pelo castaño con sutiles reflejos dorados que llevaba recogido en un moño desaliñado, un rostro de mejillas redondeadas, grandes ojos marrones, nariz pequeña y boca de labios generosos. También era más bajita de lo que se la había imaginado, pero parecía esbelta bajo la camiseta grande que llevaba. Tenía un aire de inocencia que encontraba risible, pero su atractivo le agradó. Así no le disgustaría seducirla.

–¿Dónde vive en América? –le preguntó mientras sacaba dos tazas de un armario, un armario en el que, hasta hacía apenas dos semanas, había una abundante selección de pasta. En la balda de al lado, estaba el libro de recetas de su madre. Ahora lucían adornos coloridos.

–En Nueva York.

–¿No es peligroso Nueva York?

–No más que cualquier otra ciudad grande.

Ella lo miró sorprendida.

–Ah. Yo creía que… –parpadeó varias veces y abrió la puerta de la nevera–. ¿Cómo quiere el café?

–Solo y sin azúcar.

El temporizador del horno sonó. Un sonido tan familiar para él que apretó los puños para controlarse. Su niñez había transcurrido al ritmo marcado por aquel temporizador y la voz de su madre que, poco después, los llamaba para cenar.

Claudia se colocó los guantes de horno y sacó algo que terminó de inundar la cocina con olor a pastelería. El café ya estaba listo, así que llevó las dos tazas a la mesa y se sentó frente a él. Cuando la miró, le sorprendió que ella se sonrojara tímidamente y bajase la mirada.

–¿Qué tal se está adaptando? –le preguntó.

–Muy bien –contestó, y volvió a levantarse–. ¿Una galleta?

–Estupendo.

Volvió con un tarro de cerámica y quitó la tapa.

–Las hice ayer, así que aún deben estar frescas.

Tomó una y la probó. La boca se le llenó con un pedazo de cielo.

–¡Están deliciosas!

Volvió a sonrojarse.

–Gracias. ¿Le apetece probar un trozo de la tarta de albaricoque cuando se haya enfriado un poco? Si sigue aquí, quiero decir –más color en sus mejillas–. Estoy segura de que tiene cosas más importantes que hacer.

–La verdad es que no –tomó un sorbo de su café y la miró abiertamente–. Estoy tomándome unos días de vacaciones.

–Ah.

–Mi padre ha muerto hace poco, y estoy intentando poner en orden sus asuntos y ayudar a mi madre.

–Oh. Lo siento. No lo sabía.

«¿Cómo ibas a saberlo?», le preguntó con cinismo. «Murió al día siguiente de que tu padre le robara esta casa para dártela a ti».

–Tuvo un infarto.

Era una actriz excelente, porque los ojos se le llenaron de compasión.

–Lo siento. No puedo ni imaginarme cómo se siente.

–Como si me hubieran pegado un tiro en el corazón. Solo tenía sesenta años.

–No es edad para morir.

–No lo es. Pensábamos que le quedaba mucha vida por delante –movió apesadumbrado la cabeza. Ella era una actriz consumada, pero no tenía nada que hacer con él, que llevaba una semana preparando aquel momento y sabía exactamente cómo iba a orquestar las cosas–. Si alguna vez me caso y tengo hijos, que es algo que espero que ocurra si alguna vez me enamoro, no podrá conocerlos. Mis hijos crecerán sin saber de su abuelo. Si hubiera sabido el estrés que tenía…

–¿Esa fue la causa? ¿El estrés?

–Eso creemos. Mis padres han tenido que hacer frente a muchas cosas últimamente.

Una mano delicada subió hasta rozar su boca.

–No estaría relacionado con que tuvieran que dejar la casa, ¿no?

«Con que se la robaran, querrás decir».

–Fue un cúmulo de cosas.

–Soy consciente del amor que sus padres pusieron en esta casa –dijo, tomando la taza con las dos manos–. Sé que tuvieron que hacer recortes, y debió ser difícil para ellos.

Era increíble que fuera capaz de decir algo así sin que le cambiara la expresión. Claro que, estaba delante de una Buscetta, una familia que caminaba siempre en el límite entre lo legal y lo ilegal como el trapecista de un circo. Su padre, Alessandro, había ido al colegio con Cesare quien, ya de niño, era un matón que tenía aterrorizado a todo el mundo, incluidos los profesores. Él solo lo había visto en una ocasión, pero su nombre era sinónimo de criminalidad y delincuencia en la casa Trapani desde que tenía uso de memoria.

Claudia debía haber adoptado ese enfoque para lavar su conciencia. Tenía que resultarle más fácil dormir por la noche así, que admitir la verdad de que su padre había sobornado a un empleado de Alessandro Trapani para que saboteara el negocio hasta conseguir que hincase la rodilla en tierra y no le quedara más cáscaras que vender, tanto la casa familiar en la que tenía pensado hacerse viejo junto a su adorada esposa, como el negocio que llevaba generaciones en la familia Trapani.

Pero, en lugar de abrir la puerta a la acidez que le ardía en la garganta, se centró en el objetivo a largo plazo y cruzó los brazos mientras la miraba.

–Lo fue. Y lo peor es que yo no estuve aquí para apoyarlos. Debería haber estado. Eso es lo que hace un buen hijo: cuidar de sus padres y compartir sus cargas. Es algo con lo que tendré que aprender a vivir. Ahora tengo que cuidar de mi mamma.

–¿Qué tal lo lleva ella?

–No muy bien. Estos días está con su hermana en Florencia. La pobre va poco a poco, pero espero que no tarde mucho en estar preparada para volver a Sicilia.

«En cuanto yo haya recuperado esta casa», añadió para sí.

–Perdóneme. No pretendía entristecerle.

–No hay nada que perdonar. En realidad, no sé por qué le he contado todo eso. No nos conocemos.

Y le dedicó una mirada con la que le decía lo mucho que le gustaría que eso cambiara.

El rojo que coloreó sus mejillas le confirmó que había captado el mensaje. No solo lo había recibido, sino que estaba receptiva. Como playboy no le llegaba a su hermano ni a la suela del zapato, pero nunca había tenido problemas para encontrar mujeres dispuestas a arrojarse en sus brazos. Era curioso lo que el estatus de millonario junto con los rasgos físicos que la sociedad consideraba atractivos podía hacer por el sex appeal de un hombre. A él se le daba de perlas leer el lenguaje corporal de una mujer, y el de la señorita Buscetta no podía ser más claro.

Había pasado una semana intentando averiguarlo todo sobre ella, y se había llevado un gran chasco al descubrir que había bastante poco que saber. Se había educado en un convento hasta los dieciséis, y hasta hacía unos diez días, había llevado vida de reclusa en la villa de su padre, fuertemente custodiada. Apostaría su último céntimo a que era virgen. Un capullo de rosa esperando que un hombre la hiciera florecer. Solo un hombre con una inmensa riqueza y un pasado intachable podría tocar a cualquiera de las preciosas hijas de Cesare Buscetta. Un hombre como él mismo.

Cesare Buscetta no veía nada de malo en los juegos que había jugado para arrebatarle los negocios a la familia Trapani. Para él era solo eso: negocios. Lo sabía porque no se había limitado a investigar únicamente el aburrido pasado de Claudia. Antes de presentarse allí, había ido a ver a su padre con el pretexto de ofrecerle un acuerdo comercial. Si Cesare lo hubiera tratado con desconfianza, habría orquestado el encuentro con su hija en otro lugar, pero Cesare, tan arrogante en la justificación de sus propios actos, lo había recibido como si fuera un hijo perdido y hallado. Incluso había tenido el valor de mencionar los días de colegio con su padre. Oírle hablar de ello, de aquellos días de bromas y escapadas, olvidándose por supuesto de mencionar cómo les metía la cabeza en el váter a los chicos que se negaban a pagarle dinero por su protección, o la ocasión en que llegó a amenazar a su padre con una navaja si no le hacía los deberes…

Cuando, al final de su reunión, Ciro mencionó como de pasada que le gustaría acercarse a la casa de su infancia para despedirse, Cesare llamó de inmediato a los guardias que custodiaban la puerta para hacerles saber que Ciro podía entrar y que Claudia lo permitía. Su falta de conciencia era tan llamativa como la falsa empatía de su hija.

Ciro compuso una sonrisa antes de mirar a la mujer que era su enemigo, lo mismo que su padre.

–¿Lista para enseñármelo todo?

–Usted conoce esta casa mejor que yo. No me importa si quiere intimidad para despedirse.

Negó con la cabeza mientras se aseguraba de que en su mirada aparecían, a partes iguales, el interés por ella y el malestar por su situación.

–Nada me gustaría más que me acompañase… si le parece bien.

Claudia tardó un segundo, pero asintió.

Recorrer la casa de su infancia con Claudia Buscetta a su lado, sabiendo que su cuerpo gritaba a voces que se sentía atraída por él, le hizo controlar la risa que amenazaba con desbordarse. Aquello iba a ser más fácil de lo que se había imaginado. Hasta le daba rabia que estuviera cayendo tan fácilmente entre sus fauces.

 

 

–Pareces distraída, princesa.

Claudia miró a su padre y sintió que las mejillas le ardían. Estaban en el comedor pequeño de la villa, en el que solo cabían doce comensales, su padre en su lugar habitual, en la cabecera de la mesa, ella a su izquierda, y tenía razón: estaba soñando despierta con un pedazo de tío que había conocido mientras degustaban plato tras plato de delicatessen. En realidad, ella apenas era consciente de lo que se llevaba a la boca. Desde que Ciro se había marchado de su casa, andaba como entre nubes.

–Hoy he tenido una visita –le confesó, consciente de que no le estaba diciendo nada que no supiera ya.

–¿Ciro Trapani?

–Papá… me ha pedido que salga con él –le reveló.

Los ojos saltones de su padre se congelaron.

–¿Y tú qué le has dicho?

–Que me lo pensaría, pero quería hablarlo antes contigo.

–Buena chica. ¿Y tú qué quieres contestarle?

Cerró los ojos un instante.

–Que sí.

–Entonces, hazlo.

–¿En serio?

No se atrevió a dejar escapar un suspiro de alivio. Su padre era sobreprotector hasta extremos inimaginables, y que ya fuese una adulta no había cambiado nada. A diferencia de su hermana, con carrera y capaz de escapar de su padre y ser autosuficiente, ella no era así. Dependía de él para todo. Le había regalado una casa, pero si quería disponer de dinero para mantenerla y para sus gastos, tenía que seguir siendo tan obediente como lo había sido siempre, y esa era la razón de que estuviera cenando con él, en lugar de hacerlo sola en su casa.

Quería a su padre, pero también le tenía miedo. A veces, incluso lo odiaba. Desde la adolescencia, su anhelo de libertad e independencia había ido creciendo en intensidad, pero nunca había hecho nada al respecto. Jamás se había rebelado. Nunca le había dicho que no.

–¿No te importa?

–Es un hombre trabajador de una buena familia, no como su hermano, claro, y con buena reputación. Es muy rico, ¿lo sabías? Millonario. Y tiene ya la edad en la que un hombre desea sentar la cabeza y encontrar esposa.

–¡Papá! –exclamó, con las mejillas ardiendo.

Su padre se sirvió más vino.

–¿Por qué no te iba a considerar una posible candidata a esposa? Tu pedigrí es impecable. Provienes de una familia siciliana, buena y adinerada, y eres tan hermosa como lo era tu madre.

Claudia intentó que no se le notara lo poco que le había gustado aquel comentario supuestamente halagador, en particular cuando su padre había admitido admirar a Ciro hasta el punto de no poner objeción alguna a que saliera con ella.

–Es solo una cita –le recordó. Su primera cita.

–Tu madre y yo empezamos por una cita. Sus hermanos estuvieron presentes de carabina –alzó la copa hacia ella–. Sal, pero no te olvides de quién eres, de dónde vienes y los valores que te he inculcado. Son valores que un hombre como Ciro Trapani sabrá apreciar.

Y apuró el vino.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Claudia estaba sentada ante el tocador de su infancia mientras su hermana la peinaba. Era algo que Imma había hecho cientos de veces, pero nunca en un día como aquel: el de su boda. Su padre había querido contratar a un famoso peluquero de Milán para la ocasión, pero ella se había salido con la suya. Quería que fuera su hermana mayor quien la peinase.

–¿Nerviosa? –le preguntó Imma, mientras retorcía mechones de su hermoso cabello y los sujetaba hábilmente con unas horquillas adornadas con brillantes que, si todo lo que habían practicado funcionaba, brillarían cuando el sol o cualquier clase de luz las iluminara.

Claudia miró a su hermana en el espejo.

–¿Debería?

–No sé –sonrió–. Yo nunca he estado enamorada. Solo me preguntaba que… ¡hace tan poco que os conocéis!

–Dos meses.

–¡Exacto!

–¿Qué sentido tiene esperar cuando los dos no tenemos ninguna duda de lo que sentimos? Quiero pasar mi vida con él, y nada va a cambiar ese deseo.

Le había bastado la primera cita para saber que se estaba enamorando de Ciro. Hacía que se sintiera eufórica, como si pudiera bailar en el aire. Y además, por primera vez, sentía que había encontrado una ruta de huida de su vida. Dos semanas después de esa cita, le pedía matrimonio, contando con el permiso a su padre, y ella no había dudado en contestar que sí.