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Se debatía entre el odio y el amor. Durante diez años, los recuerdos de Sorrel y de aquel mágico verano habían invadido la cabeza y el corazón de Luke llenándolo de rabia y frustración. Ahora Sorrel había regresado a Nueva Zelanda para hacerse cargo de la granja que una vez había sido el hogar de Luke, y solo había necesitado una noche para retomar aquella arrebatadora pasión. Pero Luke necesitaba tomar el control de la situación antes de perder la cabeza para siempre, porque sabía que Sorrel era la única mujer capaz de llegarle al alma.
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Seitenzahl: 141
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Robyn Donald
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Entre el odio y el amor, n.º 1400 - junio 2017
Título original: One Night at Parenga
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9693-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Así que no queda nada –murmuró Sorrel Maitland, aparentemente impasible.
Nueva Zelanda estaba muy lejos de Nueva York y llevaba ocho años viviendo en América; sin embargo seguía teniendo acento neozelandés.
El abogado la miró, aliviado al comprobar que los enormes ojos verdes permanecían secos, sin lágrimas.
–Me temo que muy poco.
–Se ha perdido mucho dinero. ¿Qué ha sido de él?
–Parece que su padre es jugador, señorita Maitland. Esa es una forma rápida de perder dinero –contestó el abogado, mirando los papeles.
Los millones que Sorrel Maitland, la famosa modelo, había ganado durante aquellos años se habían escapado entre las manos de su padre como si fueran agua.
Sorrel miró las cifras e hizo un par de preguntas pertinentes.
Cerebro además de belleza, pensó él, admirando el cabello pelirrojo sujeto en un elegante moño.
La lealtad a la familia podía causar enormes problemas, a veces desastres como aquel. Si hubiera acudido a él al principio de su carrera, la habría advertido de que los padres no suelen custodiar bien el dinero de sus hijos… ¿pero qué chica de dieciocho años hubiera creído eso?
–Ojalá pudiera darle mejores noticias.
La mujer que tenía enfrente era una de las modelos más cotizadas del mundo y, como apenas tenía veinticinco años, aún le quedaban unos cuantos en las pasarelas para rehacer su fortuna.
Aun así, tener que darle esa noticia no era agradable.
–Si un adicto no recibe ayuda sicológica, subordina todo, la honestidad, la familia, la vergüenza… a esa adicción. Un alcohólico necesita ayuda profesional y a un ludópata le ocurre lo mismo. Algunas personas no admiten tener ese problema. Otros intentan controlarlo, pero no pueden.
–Sé que a mi padre le gustaba ir al casino de vez en cuando y que apostaba a los caballos, pero… No tenía ni idea.
–Normalmente los familiares son los últimos en enterarse. Señorita Maitland, debe buscar otro administrador de sus bienes. Es el mejor consejo que puedo darle.
–Lo haré. Sé que su bufete ha trabajado mucho para separar mis cuentas y las de mi padre –dijo ella en voz baja–. Muchas gracias.
–De nada. Si puedo ayudarla en algo, solo tiene que llamar.
Alta e imposiblemente elegante, Sorrel se levantó para estrechar su mano. La legendaria sonrisa iluminó su rostro, aunque no los ojos verdes.
–Es usted muy amable, pero ahora ya sé qué hacer.
El abogado se preguntó por qué había estrechado su mano con tanta delicadeza, como si pudiera romperse. Por el contrario, el apretón de ella era firme; solo el ligero temblor de sus dedos traicionaba la angustia que había tras aquellas bellísimas facciones.
Una mujer con clase, pensó, cuando cerraba la puerta del despacho.
Una mujer con clase y casi en la ruina.
En el apartamento que compartía con su padre, Sorrel se quitó los guantes mientras se acercaba a la ventana desde la que podía verse Central Park.
Temblando, se apretó los ojos con las manos para evitar las lágrimas hasta que vio lucecitas amarillas. En el corto espacio de un mes, su vida se había hecho pedazos.
Primero, la muerte de su madrina en Nueva Zelanda y después el infarto que había dejado inútil a su padre. La casa de Cynthia, Parenga, estaba vacía, pero su padre seguía vivo.
Si podía llamarse estar vivo a permanecer como un vegetal.
Sorrel parpadeó varias veces para enfocar el paisaje. Tenía una hora para volver a la residencia que sería el hogar de Nigel Maitland durante lo que le quedaba de vida.
Pero como una de las cosas que su padre no había hecho era contratar un seguro médico privado, primero tenía que llamar a su agente.
–Louise. Dile al director de Founiere que acepto la oferta.
Louise lanzó un grito.
–¡Esa es una gran noticia! Belle Sandford empezó su carrera con ellos y este año es casi seguro que va a ser nominada para un Oscar. Founiere es la mejor publicidad que se puede conseguir… no hay empresa más exótica en el mercado.
–Exótica, desde luego –suspiró Sorrel.
Aunque la palabra «erótica» cuadraba mejor con las campañas de aquella firma de perfumería.
–No seas mojigata, Sorrel. ¿Por qué aceptas si sigues pensando que Founierehace porno suave?
Porque el dinero de la campaña pagaría las facturas de su padre en la residencia. Aunque no pensaba decirle eso a Louise; cuantas menos personas conocieran su situación económica, mejor.
–He pensado que sería divertido… diferente –contestó, intentando parecer entusiasmada–. Y como tú misma has dicho, esa campaña podría conseguirme otros contratos.
–Muy bien. Me alegro mucho de que hayas tomado esa decisión. Seguramente era tu última oportunidad con Founiere. Sigues siendo preciosa, por supuesto, pero yo sería una mala agente si te ocultase que por detrás vienen pegando fuerte.
–Lo sé. Hay cientos de adolescentes bellísimas, altísimas y deseosas de ser la modelo del año –suspiró Sorrel–. Bueno, tengo que irme, hablaremos más tarde.
Después de colgar, Sorrel miró alrededor. Tendría que dejar aquel carísimo apartamento. Afortunadamente no sentía ningún apego por él.
Se sirvió un vaso de agua en la cocina antes de entrar en la habitación que su padre llamaba despacho. Como él, era una habitación limpia y ordenada. Nigel Maitland había escondido lo de sus deudas con sorprendente habilidad, con sorprendente elegancia.
Intentó reconciliar al padre que había conocido y querido toda su vida con el hombre que la había dejado en la ruina, pero era imposible.
En cualquier caso, era su padre y la quería. Y, sobre todo, la necesitaba. Aunque apenas podía abrir los ojos, las enfermeras le habían dicho que su estado mejoraba en cuanto la veía entrar en la habitación.
Tenía que encontrar dinero para pagar el tratamiento hasta que…
–Hasta que se ponga mejor –murmuró para sí misma, aun sabiendo que no era verdad.
No había esperanzas de recuperación para él; un hombre siempre dinámico, enérgico, lleno de vida…
Y si para mantenerlo en la residencia tenía que posar medio desnuda en unas «elegantes» fotografías, lo haría.
No podía permitirse el lujo de tener escrúpulos morales en aquel momento.
Luke Hardcastle cruzaba el patio de la mansión Waimanu y vio a su ama de llaves discutiendo con el conductor de una furgoneta.
–¿Qué ocurre? –preguntó, arrugando el ceño.
Los dos se volvieron, hablando al mismo tiempo.
–Penn –dijo Luke.
El conductor se quedó en silencio.
–Dice que tiene una caja para Sorrel Maitland y estoy intentando explicarle que Sorrel no vive en Parenga. Los Banning alquilaron la casa cuando murió la señora Copestake, pero se marcharon a Taupo hace un par de meses. La casa está vacía.
–He estado en Parenga y he visto que no había nadie –replicó el conductor, airado–. Pero la dirección que aparece en el albarán es Sorrel Maitland, carretera de Hardcastle, Parenga. ¿Qué voy a hacer con ella?
Luke apretó los labios. ¿Aquello nunca iba a terminar?
Durante diez largos años el recuerdo de Sorrel lo había perseguido, llenándolo de angustia y frustración. Se despreciaba a sí mismo por seguir su carrera a través de las revistas, aliviado cuando dejaron de hablar de ella dos años antes, después de algunos rumores sobre matrimonio y problemas con las drogas… incluso hablaron de un embarazo.
Casi fue un alivio pensar que se había casado.
–¿No puede llevársela de nuevo a la oficina de correos? –preguntó, con su habitual tono autoritario.
–He llamado a mi jefe, pero dice que no tenemos sitio para guardarla hasta que aparezca la señorita Maitland. Y no puedo dejarla en una casa vacía porque alguien tiene que firmar el albarán de entrega.
–Yo tengo una llave de Parenga. Lo seguiré hasta allí y la dejaremos en el vestíbulo –replicó Luke. Por el rabillo del ojo, vio que su ama de llaves hacía un gesto de sorpresa–. Puedes seguir con tu trabajo, Penn.
–Pero…
–Gracias, Penn.
Luke subió a su jeep, pensativo.
¿Sorrel planeaba vivir en la casa que había heredado de su madrina?
No, si él podía evitarlo.
La Sorrel con quien había compartido un mágico e inocente verano años atrás había desaparecido, transformada en la mujer que sonreía con elegante frialdad en cientos de revistas y que, finalmente, con una arriesgada campaña de perfume, había hecho levantar la ceja a medio mundo.
A veces Luke soñaba ser el hombre al que miraba con los ojos semicerrados, invitadora, sus labios abiertos como esperando un beso…
Despreciándose a sí mismo por el deseo que provocaba aquella imagen, siguió a la furgoneta por la carretera que llevaba a Parenga.
La noche antes de su dieciocho cumpleaños, Sorrel lo había mirado de la misma forma. Y él, sin poder contener su deseo, la había besado.
Desde entonces nada fue lo mismo.
Entonces supo que debía librarse de ella y lo hizo. Y no lo lamentaba, aunque Sorrel seguía poblando sus sueños.
¿Volvería con su marido o lo habría dejado? ¿Había un marido? El hecho de que no hubiese cambiado su apellido de soltera indicaba que no, pero muchas mujeres lo conservaban después de casarse.
Aunque a él le daba igual.
Luke cruzó el puente y detuvo el jeep en el camino de piedra. Aunque iba un hombre a limpiar cada dos meses, la enorme mansión eduardiana, que su padre tuvo que vender para pagar los caprichos de sus extravagantes esposas, parecía solitaria, casi fantasmal.
El conductor de la furgoneta le dio un papel.
–Sé quién es usted, pero las reglas son las reglas. Tiene que firmar el albarán.
–¿Es una caja muy grande?
–Del tamaño de un mueble. Pero no pesa mucho. Seguramente será ropa –contestó el hombre, encogiéndose de hombros–. Sorrel Maitland es modelo, ¿no?
No lo había preguntado con mala intención ni parecía haber nada sugerente en su tono, pero Luke tuvo que controlar una réplica airada.
–Lo era.
El conductor sonrió.
–He visto algunas fotografías suyas. Es muy guapa.
Sorprendido por el brillo de furia en los ojos grises de Luke, el hombre guardó el albarán.
–Será mejor que saquemos la caja.
Esa noche Luke estaba asomado a la ventana, observando las tumultuosas aguas del río que bajaban hasta el estuario.
Pensaba en una sonrisa provocativa y sofisticada que había visto más veces de lo que hubiera deseado. Para recordarse a sí mismo lo que era, miró la revista al volver de un largo día moviendo ganado en los pastos… haciendo ejercicio en realidad para librarse de las caóticas emociones que despertaba el regreso de Sorrel.
En la portada estaba elegante y provocativa con un vestido de baile… una especie de sensual túnica de seda. En las páginas interiores, el anuncio mostraba una Sorrel diferente.
Con una exclamación de disgusto, Luke tomó su vaso de whisky.
A veces pensaba que nunca podría olvidar esa maldita imagen.
Era preciosa, desde luego, brillantemente iluminada y fotografiada… y pecadoramente erótica. Dos cuerpos desnudos fundidos en un abrazo; la mano del hombre rozaba los pechos de la mujer, que lo miraba posesivamente, hambrienta, entregada. Tenía los ojos verdes con puntitos amarillos. Ojos de gato, brumosos, con la promesa de una pasión salvaje…
El whisky le quemaba la garganta y dejó el vaso sobre la mesa. Beber no lo ayudaría nada; había visto lo que el alcohol le hizo a su padre.
Las aventuras románticas de Sorrel Maitland, publicadas en todas las revistas, además de un compromiso roto y un posible matrimonio, demostraban en qué clase de mujer se había convertido.
La ruptura del compromiso fue noticia en todas partes. Y el abandonado novio, un cantante de moda, había utilizado el supuesto «dolor» de la ruptura para producir su siguiente disco, el mejor de su carrera según los críticos.
A Luke le importaba un bledo aquel hombre, el compromiso roto o la vida amorosa de Sorrel. Tenía que llevar su negocio, lo único importante para él.
Con la revista en la mano, salió del salón. Casi había llegado al despacho cuando se encontró con su ama de llaves en la puerta de la cocina.
–Me voy a dormir –sonrió la mujer, mirando la revista con gesto de sorpresa.
–Buenas noches.
Luke se encerró en el despacho y tiró la revista a la papelera.
No sabía por qué la había conservado. A los quince años, cuando su madrastra intentó seducirlo, se juró a sí mismo que él no sería como su padre. No dejaría que una bonita cara y un cuerpo tentador le robasen el corazón. Ninguna mujer tendría nunca tanto poder sobre él.
La temprana muerte de su padre y la aparición de un testamento que su madrastra le había hecho firmar en una de esas noches de borrachera reforzaba su determinación.
Luke se consideraba a sí mismo un hombre normal con necesidades normales… que no tenía problema en satisfacer. A veces estaba demasiado seguro de sí mismo y sus amantes se lo reprochaban, pero conocía el poder de su atractivo sobre las mujeres. Aunque disfrutaba inmensamente con ellas, no permitía que ninguna le llegase al corazón.
Especialmente Sorrel, que de niña solía pasar las vacaciones en Parenga.
Muy alta, delgadísima, con ojos de gacela, había despertado en él afecto y afán protector, pero estaba demasiado ocupado lidiando con los asuntos que había dejado pendiente la muerte de su padre como para fijarse demasiado en ella.
Y entonces, cuando tenía veinticinco años y ella dieciocho, Sorrel volvió a Parenga para pasar unas vacaciones.
Luke encendió el ordenador, pensativo. La niña flaca de piernas interminables se había convertido en una mujer preciosa, más excitante que ninguna otra que hubiese conocido nunca.
Descubrió entonces que, como regalo de Navidad, Cynthia Copestake, su madrina, le había pagado un curso en una escuela de modelos.
En cuanto la vio, su intención de no dejar que ninguna mujer le llegase al corazón se hizo pedazos, reemplazada por un deseo primitivo que no lo dejaba dormir ni pensar en otra cosa.
Y, por primera vez, entendió por qué su padre se había embarcado en dos matrimonios desastrosos.
Con los labios apretados, Luke miró alrededor. Las cosas habían cambiado; él ya no era el jovencito absurdamente seguro de sí mismo y ella no era la inocente cría que se ponía colorada con cualquier piropo.
–¿A quién le importa que Sorrel Maitland vuelva? –murmuró con voz ronca.
Impaciente, se sentó frente al ordenador, tecleando a la velocidad del rayo.
A veces se preguntaba si habría reaccionado tan violentamente ante Sorrel si no hubiera estado involucrado en una batalla legal con una mujer que se parecía superficialmente a ella.
Estaba furioso cuando la rechazó. Su madrastra intentaba arrebatarle Waimanu, la única herencia que quedaba de su padre. Necesitó la ayuda de carísimos abogados para obligarla a aceptar la derrota y, al final, le costó el dinero que necesitaba para volver a poner la finca en pie.
Sin embargo, aquel verano, ni el instinto ni su incisivo cerebro evitaron que perdiese el control. Al final, el hermoso rostro de Sorrel era demasiado y tuvo que besarla.
Seguía enfadándolo no haber podido evitarlo. Sin intentarlo siquiera, sin insinuarse, aquella cría tenía el poder de dejarlo sin voluntad.
Y después del beso nada fue igual. Un solo beso y no podía confiar en sí mismo.
Luke miró aquellos exóticos ojos verdes y se dio cuenta de que, si no daba un paso atrás inmediatamente, acabaría como su padre, casándose con una mujer que no le convenía. Despreciándose a sí mismo por su debilidad, la dejó fuera de su vida.
Y había hecho bien; esa inocencia era una mentira. Su carrera como modelo y los rumores que corrían de boca en boca le revelaron que Sorrel era tan frívola y tan engañosa como su madrastra.
Algún día se casaría, pensó. Pero elegiría bien. La mujer con la que planeaba casarse no se parecería nada a su madre o a su madrastra, mujeres egoístas y avariciosas que habían usado su atractivo físico para exigir un tributo económico.
¿Cuándo volvería Sorrel?
¿Y por qué?
Sorrel resistió el impulso de pisar el freno al llegar a la curva.