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Él es el lobo feroz con un traje a medida…
Wes Thorne puede tener a cualquier mujer que desee… excepto a la dulce e inocente vaquera Callie, que está enamorada de su mejor amigo, Fenn. Pero Fenn se va a casar con alguien más y Wes sabe que Callie necesita una distracción para olvidar su corazón roto. Un beso robado le provoca el deseo de poseerla de una manera que no ha hecho con ninguna otra mujer. Pero primero debe convencerla de que se entregue a él. ¿Y qué mejor lugar para seducir a un alma artística como la de Callie que París?
Ella es Caperucita Roja que ansía ser perseguida…
Callie Taylor desea dos cosas: un hombre que nunca podrá tener y una escapada a París para poder seguir sus pasiones artísticas. Pero un encuentro casual con Wes Thorne, un rico y misterioso coleccionista de arte y famoso dominante, lo cambia todo. Ahora la mirada depredadora del hombre consume cada uno de sus pensamientos. Una caricia suya promete placeres inimaginables, pero Callie sabe que la pasión suele tener un precio. La pregunta es: ¿qué sacrificio le supondrá enamorarse de un hombre que amenaza con consumirle el alma si se entrega a él?
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Seitenzahl: 501
Veröffentlichungsjahr: 2025
RENDICIÓN SEDUCTORA
LIBRO III
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Epílogo
Deseo Prohibido
Acerca del Autor
La presente es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y acontecimientos o bien son producto de la imaginación del autor o se emplean de manera figurada, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o escenarios, es mera coincidencia.
Copyright por Lauren Smith
Traducción hecha por L.M. Gutez
Copyright Traducción 2024
Todos los derechos reservados. De acuerdo con la Ley de Derechos de Autor de Estados Unidos de 1976, el escaneo, la transferencia y el intercambio electrónico de cualquiera de las partes de este libro sin el permiso del editor, representa un acto de piratería ilegal y un robo de la propiedad intelectual del autor. Si desea utilizar material de este libro (que no sea para fines de reseña), debe obtener un permiso previo por escrito poniéndose en contacto con el editor en [email protected]. Gracias por su colaboración en la defensa de los derechos del autor.
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ISBN: 978-1-962760-72-0 (edición libro electrónico)
ISBN: 978-1-962760-73-7 (edición papel)
Llegará el día en que después de aprovechar el espacio, los vientos, la marea, la gravedad; aprovecharemos para dios las energías del amor. Y ese día por segunda vez en la historia del mundo, habremos descubierto el fuego.
—Teilhard de Chardin
“Está cordialmente invitado a la fiesta de compromiso de Hayden Thorne y Fenn Lockwood…”
Con un jadeo lleno de dolor, Callie Taylor destrozó la costosa tarjeta color crema y parpadeó con fuerza para detener las gruesas lágrimas que empezaban a deslizarse por sus mejillas. Fenn, el hombre al que había amado toda su vida, se iba a casar con su amiga Hayden. Resultó demasiado difícil de procesar debido al repentino y estremecedor dolor en su pecho. Con la respiración entrecortada, echó un vistazo a su pequeño dormitorio, su último refugio en la amplia extensión de las tierras de su padre. El único lugar que realmente podía llamar suyo en el rancho The Broken Spur.
Su habitación estaba llena de lienzos, cuadernos de dibujo y paletas con manchas de pintura parcialmente secas. Durante años había pintado sus sueños, y esos sueños siempre habían incluido a Fenn. Pero todo su mundo en Walnut Springs, un pequeño pueblo de Colorado, había dado un giro radical hacía un mes tras el descubrimiento de la verdadera identidad de Fenn. Era el gemelo perdido de Emery Lockwood, heredero de una gran fortuna basada en la tecnología, que vivía en Long Island. Después de que Fenn averiguara quién era en realidad, Callie había sabido que lo perdería para siempre, pero el hecho de sostener en la mano el anuncio de su compromiso era la primera prueba de ello.
En el momento en que Wes Thorne, amigo de la infancia de Fenn y hermano de Hayden, había colocado la tarjeta de compromiso en sus manos, su sueño había muerto. El hombre del que estaba enamorada iba a casarse con otra persona. Y no con cualquiera, sino con Hayden Thorne. Al conocer a Hayden, la otra mujer le había agradado al instante como amiga. Una punzada de envidia la recorrió, ensombreciendo su corazón.
Me alegro por ellos… pero…
La repulsión llegó después, oprimiéndole el pecho como piedras invisibles. No debería estar celosa de Hayden, no cuando quería mucho a su amiga. Pero, ¿la idea de verla casada con Fenn? No podía pensar en ello. Era horrible… Dejó que los trozos rotos se le cayeran de las manos y flotaran lentamente hasta el suelo de su dormitorio. Pequeñas manchas de huellas dactilares cubrían los trozos de la tarjeta, pues sus manos llenas de pintura habían rozado el costoso papel mientras lo hacía pedazos. Esos trozos de colores vibrantes yacían a sus pies en un collage irónico que sólo provocaba lágrimas frescas en las comisuras de sus ojos.
Unos pasos en la escalera llamaron su atención. ¿Su padre había subido a verla, o se trataba de Wes? Cuando Wes se había presentado en The Broken Spur hacía unos minutos con una carta de Fenn, Callie no había podido contenerse. Sin sospechar el maldito contenido de la carta, había ido directamente a su habitación a leerla. Demasiado ilusionada como para recibir una pizca de afecto de Fenn o cualquier señal de que pudiera echarla de menos durante su estancia en Long Island con su familia, había pasado de largo junto a su padre y Wes como si hubieran dejado de existir.
Dios, qué tonta soy. ¿Cómo pudo estar tan ciega como para no ver que, mientras Fenn descubría quién era en realidad, también estaba enamorándose de Hayden? Dios, hasta se veían bien juntos, ambos hermosos y perfectos: Fenn con su altura, su musculatura y su cabello dorado, Hayden con sus atrevidos mechones rojos y su cuerpo despampanante. Una oleada de náuseas invadió su estómago. No soy más que la triste y pequeña hermana parásito de Fenn. Nunca tuve una oportunidad. Ella le había abierto su corazón, le había ofrecido todo su ser y nunca se había contenido. ¿Y qué había conseguido? Un corazón roto. Y todo por su propia culpa.
Quienquiera que hubiera subido las escaleras ahora estaba llamando a la puerta de su habitación. Contrólate, se dijo, y se limpió las lágrimas con el dorso de las manos.
—¿Quién es? —gritó, desesperada por ocultar su dolor.
Su padre no podía verla así. Acababa de llegar del hospital tras el infarto sufrido hacía un mes, y verla sufrir no le haría ningún bien. Se suponía que él debía estar descansando, dejando que los nuevos trabajadores del rancho y de la construcción se encargaran de todo el trabajo pesado y las obras importantes. Pero Jim Taylor nunca entendería la idea de descansar.
—Callie, soy yo, Wes —la voz de Wes Thorne era suave al otro lado de la puerta, como si intentara ser amable. No era amable. Era un lobo, un depredador. Lo había descubierto después de verlo por primera vez, cuando él y su hermana, Hayden, habían aparecido en el rancho para informarle a Fenn de su verdadera identidad y llevárselo a casa, lejos de ella. Wes era la última persona a la que quería ver ahora.
—Vete —exclamó. Cuando no oyó pisadas, se acercó sigilosamente a la puerta de su dormitorio y la abrió ligeramente. Se encontró cara a cara con una camisa costosa y una corbata de seda inmaculadamente anudada. El hombre siempre parecía salido de un anuncio de la revista Vanity Fair. Subiendo la mirada por su pecho, vio su garganta, luego sus labios carnosos y, por último, sus ojos azul cobalto.
Wes, el presagio de su perdición, estaba allí de pie, con las cejas fruncidas por la preocupación mientras la miraba.
—¿Estás bien? Me pareció oír… —la estudió, probablemente viendo sus ojos rojos. Lo último que ella necesitaba era su compasión.
—Disculpa —lo empujó, escapando de su habitación y de su mirada penetrante mientras corría por las escaleras, con las lágrimas casi cegando su visión. Tenía que salir de aquí, alejarse de él, de su padre. Quería encontrar un lugar tranquilo y oscuro y hacerse un ovillo para curar sus heridas, no soportar una veintena de preguntas de hombres que no tenían ni idea de la situación que estaba viviendo. Tengo que estar sola. Lo necesito.
Llegó al final de las escaleras y atravesó el salón en el mismo momento en que su padre apareció en la puerta de la cocina.
—Callie, cariño, ¿estás bien, cielo? Parece que has estado llorando —Jim empezó a acercársele, pero ella levantó una mano.
—Estoy bien, papá. Sólo necesito dar una vuelta a caballo, ¿vale? Volveré dentro de unas horas —y sin decirle nada más, salió corriendo al pequeño porche de su casa.
Aunque el aire fresco de las montañas de Colorado llegó a sus pulmones, no fue suficiente. Seguía sin poder respirar… Necesitaba espacio, distancia, claridad mental. Esperaba que tanto Wes como su padre la dejaran en paz. Con suerte, Wes se centraría en lo que siempre hacía. Los negocios. Si él se quedaba cerca de las nuevas cabañas que se estaban construyendo, ella podría evitarlo.
Había algo en él que la inquietaba. Muy reservado e intenso. A ella no le gustaba esa intensidad. Le aceleraba el pulso y las palmas de sus manos se llenaban de sudor. No como Fenn. Fenn era seguro, no la ponía nerviosa ni le aceleraba la respiración. Era demasiado confuso. Wes la hacía sentir como un gato de granja asustadizo.
Ahuyentó sus pensamientos y corrió hacia el establo, donde su cuarto de milla, Volt, estaba en su establo, comiendo avena alegremente. Esto era lo que necesitaba. Salir y cabalgar lejos de todo lo que la hería y confundía. Volt era rápido y la ayudaría a escapar. Desde niña, montar a caballo había sido su escape, una forma de liberarse de todo. En realidad, era culpa de su padre. Tras la muerte de su madre, cuando Callie sólo había tenido cuatro años, su padre le compró un pequeño poni para que tuviera algo a su cargo y aprendiera a montar. Desde entonces, la equitación había sido su cura para un corazón roto.
Callie le colocó la brida, la manta y la silla. Volt resopló y le rozó cariñosamente el hombro con el hocico mientras ella abrochaba la cincha y lo sacaba del establo. Ni siquiera esperó a salir del establo para montar.
Una vez a horcajadas sobre el caballo, lo pateó en los costados, chasqueando la lengua, y Volt se sacudió hacia adelante. Hizo que trotara para que entrara en calor. Él no tardó en coger el ritmo. Otra rápida patada y salió disparado a través del campo trasero, directo hacia las montañas. El viento le azotó el pelo en forma de dolorosas bofetadas, pero el dolor le sentó bien. Era un dolor en el que prefería concentrarse en lugar de la agonía abrasadora que sentía en el pecho.
Volt pareció percibir su necesidad de huir, y corrió a la velocidad de un relámpago en una tormenta de verano. Delante de ellos, las montañas arboladas estaban cubiertas con senderos de hierba verde brillante. Callie instó a Volt a galopar en paralelo al bosquecillo de álamos que bordeaba el extremo más alejado de la propiedad de su familia. Los troncos blancos parecían esbeltos fantasmas serpenteando el camino bajo la luz del sol moteada. Las brillantes hojas doradas le recordaron el color cadmio de la pintura que había estado mezclando en su paleta esta mañana. Esta mañana. Muchas cosas habían cambiado desde entonces.
Hacía unas horas había estado trabajando con pinturas acrílicas, explorando en realidad, ya que no tenía ni idea de cómo utilizar esa técnica en particular. Un lienzo parcialmente pintado, que representaba la caída de las hojas del álamo, iba a ser un regalo para Fenn Lockwood, para recordarle el hogar que había tenido en The Broken Spur. Y aunque ahora tenía una nueva vida en Long Island, The Broken Spur siempre formaría parte de él. Al menos, eso había esperado mientras se perdía en la creación del cuadro. Habían pasado veinticinco años desde la llegada de Fenn a Walnut Springs. Veinticinco años desde que Jim y Maggie habían acogido a Fenn como a un hijo. Todo un cuarto de siglo en el que Fenn no había sabido de la existencia de su verdadera familia a miles de kilómetros de distancia. Unos vínculos como ésos no desaparecían porque sí, ¿verdad? Aunque ella no pudiera ser el futuro de Fenn, sí formaba parte de su pasado, y se aferraba a ese pensamiento como a un salvavidas.
Todo en Fenn había sido perfecto. Alto, musculoso, rubio y de ojos color avellana, había sido su sueño vestido con unos Wranglers y una camisa a cuadros entallada, como un dios nacido para gobernar las tierras salvajes siglos atrás, antes de que el hombre invadiera el lugar. Un hombre fuerte, reservado e intenso que se preocupaba por todos los que lo rodeaban con tal profundidad de emociones que a veces la asustaba. Pero no podía mantenerse alejada.
Lo había seguido a todas partes, a todas sus competiciones de monta de toros, e incluso había sido su acompañante en el baile de fin de curso, ya que ella había tenido dieciocho años y se le había permitido llevar a una pareja mayor. Todas sus amigas se habían puesto celosas, pero esa noche, lo que más había deseado era que la besara. No lo había hecho, salvo un beso fraternal en la mejilla antes de mandarla a la cama. Ni una sola vez se había atrevido a decirle cuánto lo amaba, pero se lo había demostrado con cada aliento, cada mirada, cada acción posibles. Y eso ni siquiera había provocado que la mirara. ¿Habría importado si le hubiera dicho lo que sentía? No. No habría importado. Porque él mira a Hayden de una manera que nunca me ha mirado. Algunas verdades dolían. Terriblemente. Lo suficiente como para que, de pronto, tuviera problemas para recuperar la respiración tras un sollozo.
Y ahora se iba a casar. Con Hayden.
Su cara estaba llena de lágrimas. Ni siquiera estaba segura de si se debía al viento o a su corazón roto. Tirando de las riendas, frenó a Volt. Comenzó a trotar y luego a caminar.
—Tranquilo, chico —musitó y le acarició el cuello musculoso—. Siempre quieres esforzarte en exceso durante demasiado tiempo —era algo que ella también solía sentir en su interior. Una necesidad salvaje de sobrepasar sus propios límites hasta liberarse.
Volt sacudió la cabeza y su crin negra se agitó sobre su piel como si protestara por sus palabras, pero mantuvieron el ritmo pausado mientras avanzaban por la hilera de álamos, al tiempo que sus cascos hacían vibrar el tapiz de hojas de color amarillo intenso. Aún faltaban unos meses para que nevara, pero el lejano aroma del invierno era inconfundible. Algo en ese aroma la tranquilizaba. La nieve enterraba cosas. La nieve cubría cosas. Ocultaba cosas que debían borrarse o, al menos, olvidarse temporalmente.
¿Podía olvidarse de su corazón roto si yacía bajo una nevada prematura? Tal vez, pero eso no borraba el hecho de que tendría que ir a la fiesta de compromiso. Verlos sonreír, juntos, posando para las fotos, abrazados. Cosas que nunca podría hacer con Fenn.
El sinuoso sendero dorado por el que Volt ascendió, la condujo rápidamente a una pequeña colina donde grandes rocas grises cubrían la ladera. Callie tiró de las riendas y Volt se detuvo. Se bajó de su lomo y lo condujo hasta un bosquecillo. Después de pasarle las riendas por una rama baja y sólida de un árbol cercano, se acercó al afloramiento rocoso y trepó por una roca especialmente gruesa que alcanzaba su cintura y estaba parcialmente cubierta de musgo pálido. Su pierna colgaba por delante de la roca, mientras la otra se levantaba y apoyaba la barbilla en la rodilla.
Las nubes surcaban el cielo y sus sombras jugaban a perseguir las colinas danzantes y los valles repletos de árboles. Su padre le había mostrado este lugar tras la muerte de su madre. Los dos habían estado perdidos sin ella. La naturaleza se había convertido en la madre que ella había perdido. Su padre le había enseñado que una persona podía encontrar la paz aquí, bajo los cielos brillantes y los vientos cambiantes.
Se le escaparon algunas lágrimas, pero no las secó. Aquí no había nadie que la viera romperse en mil pedazos, sólo el viento, el cielo y las montañas, que guardarían su dolor secreto todo el tiempo que necesitara.
Sabía que era una tonta por pensar que Fenn podría corresponder a sus sentimientos, pero no había podido evitar albergar esperanzas. Pero ahora estaba segura; no habría ningún momento de cuentos de hadas para ella, ninguna gran transformación. Sólo la vida en el rancho y tal vez un empleo en la ciudad, si no necesitaba trabajar con su padre.
Lo que necesito es encontrar la manera de seguir adelante. Aprender a vivir sin él.
Un torrente de recuerdos la envolvió, la forma en que Fenn solía abrazarla y pasarle una mano por el pelo, la forma en que la había subido a la cama a sus diez años después de quedarse dormida en el sofá. Cómo su olor natural se adhería a sus abrigos y ella solía ponérselos cuando él no estaba, sólo para sentirse cerca de él.
Qué tonta… amar tanto y perder tanto.
No podía permitir que volviera a ocurrir. No volvería a enamorarse. No volvería a exponer su alma con la esperanza de que alguien la viera tal como era. No había lugar para vacilaciones; no podía soportar este tipo de dolor de nuevo.
Estoy harta de los hombres, harta del amor, harta de todas esas tonterías románticas. No merece la pena tanto dolor. Callie no iba a dejar que su corazón la engañara para enamorarse de un hombre nunca más.
El Gulfstream G150 se deslizaba en el aire, ascendiendo a gran altura en el cielo de última hora de la tarde. Las nubes sobre las montañas de Colorado eran densas y estaban pintadas de una gama de rojos como la mandarina y la granada. Wes se recostó en el mullido asiento de cuero blanco del jet privado de su familia y observó cómo las alas del avión surcaban los cielos.
Aún podía saborear a Callie, adictiva, dulce, tan jadeante e inocente. Todo su cuerpo había estado rígido por la pasión contenida hasta que se sentó en el avión. No debería haberla besado, no tan pronto, no cuando tendría que marcharse unos días antes de volver a verla.
Joder, la deseaba. De hecho, le dolía no tenerla cerca. ¿Le había pasado eso antes? No que él supiera. Dejó caer la cabeza contra el reposacabezas e intentó ordenar sus pensamientos. Sólo tenía que resistir un mes sin conseguir lo que quería ahora mismo.
Treinta días.
Treinta días eran suficientes para seducirla y conseguir que olvidara a Fenn. Su padre le había asegurado que tenía un pasaporte actualizado. Ella necesitaría un nuevo guardarropa y muchas otras cosas. Él llenaría sus días de aventura, pasión y arte. Le ofrecería el mundo y, a cambio, se la llevaría a la cama y conquistaría por fin esa extraña obsesión que sentía por ella.
Volvió a tocarse los labios, después de haberlo hecho varias veces en el trayecto de camino al aeropuerto. Besarla había hecho que volviera a sentir. Llevaba demasiado tiempo sin sentir nada. Había hecho todo lo posible por recuperar el más mínimo placer en su vida. Callie lo había cambiado todo.
Hacía un mes que había volado a Colorado para rescatar a su amigo de la infancia Fenn Lockwood —quien había desaparecido mucho tiempo atrás—, sólo para encontrarlo en la cama con su hermana. El encuentro inicial entre ellos después de veinticinco años pensando que Fenn estaba muerto no había ido bien, pues se habían peleado a puñetazos por Hayden. La pelea había tenido lugar en la tierra, en el exterior de una vieja caravana, y Jim Taylor se había acercado en coche y había disparado una escopeta sobre sus cabezas. Y entonces Wes levantó la mirada y la vio.
Una melena rubia como la miel, atacada juguetonamente por la brisa de la montaña con el propósito de crear un halo dorado alrededor de un rostro tan encantador que Wes se había olvidado de respirar. No era como ninguna de las modelos de las pasarelas de Milán o París. Era una cabeza más baja que él, con curvas impresionantes y un rostro de belleza clásica. Nariz ligeramente respingada, pestañas doradas, ojos verde avellana y labios rosa pálido. Labios que por fin había probado, y su imaginación no se había podido comparar con la realidad. Sí, había echado un vistazo a Callie Taylor, sabiendo que tendría que tenerla, poseerla en todos los sentidos porque ella lo había hecho sentir. La sangre aún vibraba en sus venas y el corazón le latía frenéticamente al pensar en la persecución, la seducción y, por último, en los meses que planeaba dedicar a aprender los secretos de su cuerpo y su alma para que fuera totalmente suya.
Su móvil vibró en el bolsillo y lo sacó, preguntándose quién llamaría. Corrine Vanderholt.
Era un problema que debía resolver antes de introducir a Callie en su mundo. Como uno de los principales miembros del exclusivo club BDSM The Gilded Cuff, una de las ventajas era el lujo de tener a su disposición a casi cualquier sumisa. Casi todas las integrantes del club eran chicas de la alta sociedad, educadas en apariencia, con las que charlaba y bailaba en actos benéficos y galas ante la mirada poco alerta de la multitud. Pero en The Gilded Cuff, estas mujeres se desnudaban y se arrodillaban a sus pies, suplicando ser dominadas. Él siempre había accedido con gusto. Corrine, sin embargo, no era como las demás. El resto sabía que cualquier relación en el club terminaba fuera de las puertas, y así les gustaba a todos. Para Corrine, el club era un trampolín hacia el matrimonio, y Wes sabía que ella había puesto sus ojos en él. Era una tonta si pensaba que podía controlarlo. Él era el dominante.
Con una pequeña sonrisa, contestó al teléfono.
—Habla Thorne —dijo, sin reconocer que había visto su nombre en la pantalla.
—Wes, cariño, soy yo —murmuró Corrine con voz ronca.
Casi puso los ojos en blanco.
—Tengo muchas chicas que me llaman cariño, ¿cuál eres tú?
Se carcajeó al oír su siseo furioso otro lado del teléfono.
—Soy Corrine —su tono era cortante.
—Oh, Corrine, por supuesto. ¿Qué pasa? —se acomodó en la silla y apoyó los pies en el asiento de cuero de enfrente.
—Pensé que querrías estar encima de mí en el club esta noche —ella estaba forzando esa ronquera en su voz ahora, y él intentó no sonreír.
—Me temo que no es posible. Iré a París dentro de unos días y tengo que organizar el viaje —lo último que quería hacer era estar encima de Corrine. Eso significaba ser su dom y llevar a cabo una escena sexual con ella. La única mujer que quería era Callie.
—Cuando vuelvas, entonces —insistió ella.
—No. No voy a dominar a nadie en el club por un tiempo.
—¿Qué? —su voz era dura y fría. Él había arruinado sus planes.
—Hay muchos doms que estarán encantados de hacer escenas contigo. Ahora si me disculpas, tengo que irme —no esperó respuesta, simplemente colgó. Guardó el móvil en el bolsillo y reanudó su estudio de las nubes.
Todo en su vida iba a cambiar en poco tiempo. Una cosa era llevar a cabo una simple escena con una sumisa en un club, pero entrenar a una y hacerlo en su casa era un asunto completamente distinto. Callie tenía cualidades sumisas innatas, pero no era débil ni fácil de domar. Sería un proceso complicado seducirla e introducirla en su mundo sin asustarla. Quería que todo fuera perfecto, para él, pero también para ella.
Se merecía una seducción dulce y lenta. Él ya había ido demasiado rápido, se había arriesgado con ese beso en la caballeriza. Ella no estaba preparada para él ni para su estilo de vida. Si la seducía demasiado deprisa, saldría corriendo, como una potra indómita. No era que él quisiera someterla. No, eso nunca, pero Callie necesitaba ser domada, y él planeaba calmarla con pequeños toques, ligeras caricias, susurros suaves, todas las cosas que un amante magistral sabía emplear. Y Wes era el mejor. De todos los dominantes del club, él era el que mejor entendía el arte del BDSM. Podía leer a una sumisa y saber inmediatamente lo que necesitaba y dárselo. Era lo más gratificante y excitante de ser un dom, saber que tenía el poder de darle a una mujer lo que necesitaba y satisfacer todos sus deseos y fantasías. Sería una mentira decir que la idea no lo excitaba. Le encantaba ejercer ese poder, saber que podía dar tanto placer a una mujer.
Callie era joven e inocente, y por mucho que su cuerpo deseara precipitarse a la cama con ella, el resto de él sentía que lo mejor era ir despacio. Ella había sufrido una ruptura en el corazón y eso necesitaría tiempo para curarse. Él sacaría a la mujer de su crisálida y vislumbraría la transformación a su propio ritmo natural.
Cuando su teléfono volvió a sonar, contestó con un gruñido de disgusto.
—¿Qué pasa, Corrine?
Una risita masculina lo hizo parpadear y mirar la pantalla del aparato.
—Sí, definitivamente no soy Corrine —dijo Royce Devereaux.
—Royce, ¿qué pasa? —espetó Wes.
Royce era uno de sus mejores amigos de la infancia, dominante también en The Gilded Cuff y profesor de paleontología en una universidad local de Weston, Long Island.
—Supongo que no te has enterado.
Wes se incorporó en su asiento.
—¿De qué se trata? ¿Les ha pasado algo a los gemelos? ¿A mi hermana? —la sangre empezó a latirle con fuerza en los oídos mientras viejos temores resurgían.
—No… Dios no. Todos están bien. Dios, Wes, sólo has estado fuera unos días. ¿Qué crees que pudo haber pasado en setenta y dos horas? —preguntó Royce con una risita.
Wes exhaló con evidente alivio. Después de todos los últimos acontecimientos, necesitaba descansar, relajarse. No más asesinos, explosiones ni villanos.
—Mientras no haya muertos ni moribundos, no me importa —dijo Wes—. Estoy de vacaciones, lejos de todo drama e incidentes que pongan en peligro mi vida.
Su amigo se rio.
—¿Te estás volviendo aburrido?
—Sabes que nunca soy tan aburrido —le recordó a Royce. Habían pasado demasiadas noches juntos en The Gilded Cuff como para que Royce dijera lo contrario.
—Sólo pensé que te interesaría saber que anoche robaron a los Morton.
Wes no vio la importancia de esto.
—¿Y esto me interesa porque…?
Royce suspiró de manera dramática.
—No fue un robo típico. Sólo se llevaron una cosa. Un cuadro.
Wes se enderezó en su asiento.
—¿Un cuadro? ¿Cuál?
Estaba íntimamente familiarizado con la colección privada de arte de los Morton. Había participado en la adquisición de la mayoría de las obras de su colección. Los Morton eran ricos, como su propia familia, pero a diferencia de sus padres, los Morton valoraban el arte y había sido un placer trabajar con ellos.
—Creo haber oído que era un Goya —dijo Royce.
¿Un Goya? Wes gruñó en voz baja. La obra más cara, valorada en cuatrocientos cincuenta mil dólares. Él había hecho la puja por los Morton en Sotheby's. Y ahora había desaparecido. Algo le oprimió el pecho, una pizca de dolor, seguida rápidamente de furia.
—¿Cómo se lo han llevado? Los Morton tienen un avanzado sistema de seguridad y su colección privada era bastante desconocida para el público en general. No es fácil llevarse algo como un cuadro.
—Sí, lo sé —Royce hizo una pausa—. Parece un trabajo profesional. El FBI lo está investigando. Les dije que fueran a verte si tenían alguna pregunta sobre el cuadro.
Wes se pasó una mano por la mandíbula, frunciendo el ceño. Lo último que necesitaba era al FBI encima de él, no cuando quería centrarse por completo en Callie. Los federales siempre mataban su estado de ánimo.
—¿A qué hora llegarás a la isla? —preguntó Royce.
Wes consultó su reloj.
—Unas cinco horas, ¿por qué?
—Podríamos ir al club. Hay una dulce y pequeña sub con la que me encantaría compartir un rato…
—No, gracias —Wes se rio—. Tengo que ocuparme de unas cosas y, además, puede que no vaya al club durante un tiempo.
—¿Oh?
Wes no pasó por alto el interés en el tono de su amigo.
—Sí —no dio más detalles. Callie era su pequeño secreto. No quería compartirla con nadie, y menos con un encanto como Royce. No podía correr el riesgo de que ella encontrara a otro hombre más atractivo que él.
El tono de Royce se volvió serio.
—¿Esto tiene algo que ver con Callie Taylor?
¿Cómo conocía a Callie? Wes no contestó. Sabía que responder revelaría más. Era mejor actuar como si no tuviera información.
—Estaba cuidado a Jim y a su hija para Fenn. Se preocupa por ellos, ya que él y Hayden no volverán a Colorado hasta dentro de un mes o dos, al menos no hasta después de la fiesta de compromiso.
—¿Cuidando, eh? ¿Así es como lo llaman los chicos hoy en día? —su amigo soltó una risita—. Apuesto a que cuidaste a esa dulce vaquerita toda la noche.
—Pasé todo mi tiempo trabajando en las cabañas para Hayden. No hubo ninguna noche así, Royce. Vuelve a hacer un comentario como ese y te arrepentirás —prometió sombríamente.
—Admítelo. Deseas a esa chica. He oído a Hayden hablar de ella. Es joven y dulce. Todo lo que tus compañeras de cama habituales no son. ¿Estás teniendo una crisis de mediana edad o algo así?
Joder. Su amigo no sabía cuándo cerrar la maldita boca.
—Tengo treinta y tres años. Un hombre no tiene la crisis de la mediana edad hasta que está realmente en la mitad de su vida —replicó.
—Ajá —respondió Royce, casi calmándolo—. ¿Tu hermana sabe que tienes una habitación oscura?
—Mi hermana no sabe ni sabrá nunca sobre esa parte concreta de mi casa. La pregunta más importante es: ¿cómo entraste en ella? —Royce y él habían compartido mujeres en el club, incluso en casa de Royce, pero la habitación oscura de la casa de Wes… ése era su secreto, su lugar privado que nadie debía conocer. Una habitación que contenía sus cuadros más preciados y otras cosas demasiado valiosas para compartirlas con el resto del mundo. También tenía una cama y una cómoda con algunos juguetes sexuales bastante divertidos, pero aún no había conocido a ninguna mujer en la que confiara lo suficiente como para enseñarle la habitación. La llamaba la habitación oscura porque no aparecía en los planos de la mansión y, a menos que alguien supiera dónde estaba, nunca podría encontrarla. Royce lo había visto salir una vez, pero no lo había interrogado al respecto. Al parecer, el cabrón había estado esperando hasta poder entrar a echar un vistazo.
Se oyó un leve tintineo, como si algo metálico golpeara la madera al otro lado de la línea telefónica.
—Sabía que estabas fuera de la ciudad, así que Hans me está enseñando a forzar cerraduras. ¿Puedes creer que no sabía escuchar las cerraduras? Por cierto, estamos practicando en tu casa.
Wes murmuró algunas palabrotas en voz baja.
—¿Tú y el guardaespaldas de Emery Lockwood estáis en mi casa forzando mis cerraduras? —sabía que no debería haberle sorprendido.
Royce era salvaje e impredecible en el mejor de los casos, y esta era, con mucho, una de sus bromas más tranquilas. Lo que le divertía, a pesar de su enfado por la invasión de su habitación oscura, era que Royce estuviera con Hans Brummer. El guardaespaldas rondaba los cincuenta años y era uno de los hombres más peligrosos para Wes. Hans había pasado los últimos veinticinco años protegiendo a Emery Lockwood después de que éste y su gemelo, Fenn, fueran secuestrados a los ocho años. Ahora que los hombres que intentaron matar a los gemelos estaban muertos, Hans debía de estar lo bastante aburrido como para liberar sus talentos y, al parecer, estaba entrenando a Royce en todo tipo de actividades ilegales.
—Nunca se sabe cuándo será útil forzar una cerradura —respondió Royce, y el chasquido volvió a oírse.
—¿Para qué necesita un profesor de paleontología saber forzar cerraduras? —preguntó Wes mientras se quitaba el reloj Breitling de la muñeca y reajustaba la hora. Aún le quedaban unas horas de vuelo, pero le gustaba tener el reloj configurado.
Royce resopló.
—Bueno, veamos. Emery y Fenn fueron secuestrados. Emery casi voló en pedazos, Cody el chico maravilla de los hackers fue torturado por un asesino, Hans recibió un disparo en el pecho, tú casi fuiste incinerado en un coche bomba. Estoy aprendiendo técnicas de supervivencia con mi viejo amigo Hans.
Se oyó una profunda carcajada en el fondo y Wes supo que era Hans.
—¿Cómo has forzado mi sistema de seguridad?
—Un juego de niños. Acabamos de cambiar el claveado.
Wes suspiró. Eso significaba que tendría que llamar a alguien para que lo arreglara.
—¿No tienes trabajos que corregir?
—Para eso está mi ayudante —anunció Royce con orgullo, y Wes sólo pudo negar con la cabeza—. Kenzie va a estar ocupada durante el próximo mes leyendo todo y preparando los exámenes finales que le envié.
—Creía que habías entrado en conflicto con tu asistente.
—Sí, bueno, Kenzie es demasiado lista para su propio bien. Tiene suerte de ser mi asistente, o la llevaría al club y la ataría a un banco de azotes y le destrozaría el culo —el tono de Royce se volvió repentinamente ronco, y Wes sabía lo que el otro hombre estaba pensando.
—¿Y por qué no lo haces? —Wes se burló de su amigo.
—Oh no, de ninguna manera me voy a liar con una estudiante. Me gusta mi trabajo.
—Pero ella tiene más de dieciocho años, ¿verdad? Es una estudiante graduada. Es legal.
Royce gruñó suavemente.
—Legal tal vez, pero no es bueno que vaya en contra de la política de la escuela. No quiero ser ese profesor. Mis alumnos ya conocen mis hábitos en el club, y los porteros tienen que comprobar cuidadosamente los carnés para asegurarse de que no se escabulla nadie que no sea miembro de verdad. A veces me siento como un maldito animal en un zoo.
Su amigo hizo una pausa y añadió:
—Quizá yo también necesite una habitación oscura.
—Sal de ahí ahora mismo, Royce —le advirtió. Ese espacio era suyo, sólo suyo, y ni siquiera su mejor amigo podía entrar allí.
—Bien. Arruínanos la diversión —replicó Royce—. Llámame mañana por la mañana. Tenemos que visitar a los Morton.
—Bien, gracias —definitivamente tenía que ver a los Morton y asegurarse de que las otras piezas de su colección seguían a salvo. Lloraría la pérdida del Goya.
Volvió a guardar el móvil en el bolsillo y cerró los ojos, imaginándose en la habitación oscura. Su refugio, su consuelo. Quizá pronto podría enseñárselo a Callie, dejarla entrar en su santuario.
Treinta días.
Él tenía que conseguirlo. Era crucial que ella tuviera su tiempo para aceptar el compromiso de Fenn y seguir adelante. Y una vez que lo hiciera, él intervendría y la reclamaría.
A las diez en punto de la mañana siguiente, Wes subió al Porsche Spyder de Royce, y pocos minutos después estaban atravesando la entrada principal de la mansión Morton. Wes llevaba su traje favorito, un Burberry gris claro de corte clásico y lana ligera, mientras que Royce había ido más informal con jeans y un jersey negro bajo un abrigo de cuero.
—¿El FBI sigue en la ciudad? —preguntó Wes a su amigo.
—Probablemente, pero no me he enterado. Seguro que los Morton lo sabrán.
Atravesaron las puertas negras coronadas con agujas doradas y se detuvieron en un camino circular ante una enorme mansión de estuco de estilo mediterráneo. Era una gran cerca que siempre impresionaba a Wes cada vez que la visitaba. La verdadera atracción eran las estatuas romanas que llenaban los jardines y la glorieta de piedra caliza donde cada primavera florecían glicinias de color amatista que cubrían la piedra y llenaban el aire con su intenso aroma. Era un espectáculo precioso a finales de primavera y principios de verano.
Wes llegó primero a la puerta y oprimió el pequeño timbre blanco incrustado en un marco dorado. Unos segundos después apareció un hombre vestido de negro. El mayordomo, el señor Clancy, saludó con la cabeza.
—Señor Thorne, señor Devereaux, por aquí, por favor —los condujo a uno de los salones del vestíbulo principal.
Los Morton, Jill y su marido Daniel, estaban sentados en un sofá de satén y hablaban en voz baja, con el rostro tenso. Rondaban los sesenta, pero ambos seguían siendo esbeltos y de aspecto casi atemporal. Eran una de las familias favoritas de la élite de la isla y se merecían toda esa atención. Los Morton, aunque ricos, no eran ostentosos y, como mecenas de las artes, invertían gran parte de su riqueza en la comunidad artística. Más de una vez, Wes había volado con ellos a Nueva York para ver una ópera o un ballet. También ofrecían piezas de su colección privada al Met para exposiciones temporales. Wes los admiraba, y admiraba a pocas personas en este mundo. Sólo deseaba que sus padres hubieran recibido lecciones de los Morton, en lugar de perderse en sus obsesiones por el poder social y el elitismo.
—Wes, querido muchacho —Jill se levantó y lo saludó, cogiendo sus manos entre las suyas y estrechándolas suavemente. Sus ojos azules, aunque algo apagados por la preocupación, seguían brillando. Querido muchacho. Era un hombre adulto, pero ella lo conocía desde que era un niño. El cariñoso gesto lo habría enfadado viniendo de cualquier otra persona, pero con ella solo pudo sonreír.
—Lo lamento, señora Morton. Royce me llamó con la noticia del Goya.
Daniel se avanzó y estrechó sus manos y las de Royce.
—Lo hemos pasado fatal —admitió Daniel, mostrando su leve acento británico. Se había trasladado a Estados Unidos de joven y había hecho fortuna aquí, se había casado con Jill y se había hecho ciudadano estadounidense, pero llevaba el acento británico bajo la piel.
—Un minuto el Goya estaba allí y al siguiente ya no. Estábamos celebrando una fiesta y, en el lapso de dos horas, nos lo quitaron delante de las narices.
Wes pensó en ello detenidamente.
—¿Tenéis una lista de invitados que pueda ver?
—Sí —dijo Jill—. El FBI se llevó una copia y está entrevistando a todos los invitados, pero ya sabes cómo pueden ser estas fiestas…
Wes sabía muy bien con qué facilidad podían salir mal las cosas en las fiestas de la costa norte de Long Island. Hacía veinticinco años, unos gemelos de ocho años habían sido secuestrados en su propia cocina en medio de una fiesta de verano que sus padres estaban organizando. Al parecer, los secuestradores no habían tenido problemas para desaparecer en la noche sin ser vistos ni descubiertos. La seguridad no había cambiado mucho.
—¿Cómo supisteis que había desaparecido? ¿Royce dijo que había una falsificación en su lugar?
—Oh —Jill se sonrojó—. Era el marco. Era la única forma de saberlo. La madera tenía una pequeña fractura, de cuando Daniel lo dejó caer hace unas semanas. Se podía sentir, pero no se veía la grieta.
Jill cogió un marco de madera de la mesita junto al sofá.
—El FBI nos lo devolvió después de examinarlo en busca de huellas. Estaba limpio. Pero no es nuestro marco —Daniel deslizó un dedo índice por el borde de una de las esquinas—. Había una grieta, justo aquí. Sólo me percaté de ello porque el cuadro estaba ligeramente torcido y lo toqué para reajustarlo. Fue entonces cuando vi la ausencia de la rotura.
Se pasó una mano por el pelo canoso y suspiró.
Royce examinó el marco y se lo entregó a Wes. El marco medía ocho por diez, increíblemente pequeño para la mayoría de los estándares artísticos. Más bien como la Mona Lisa. Muchos cuadros famosos eran diminutos en comparación con las expectativas del público en general, pero este Goya en particular era aún más pequeño.
El Goya era un pequeño cuadro de una mujer contemplando un acantilado desde una terraza. No tenía la forma de su época oscura, que era su estilo más famoso, sino más bien la de los años en que pintaba retratos de miembros de la alta sociedad. La imagen de la mujer era extrañamente personal, como si Goya la hubiera conocido íntimamente, por la forma en que el viento jugueteaba con su pelo y sus faldas ondeaban sobre sus piernas, mostrando su esbelta figura. Wes sabía que la mujer del cuadro tenía una historia que contar y, cuando salió a subasta, se puso inmediatamente en contacto con los Morton. Habían querido comprarlo y él les había ayudado a conseguirlo.
Siguió estudiando el marco.
—¿Qué te parece, Wes? —Jill cogió el marco y lo dejó sobre la mesa.
Wes apretó los labios, pensativo. No era agente, ni policía, ni tenía conocimientos de investigación, pero sabía de arte. Y lo que era más importante, conocía el lado más sórdido del mundo del arte.
—Quienquiera que se haya llevado esto tendrá que contratar a alguien para que lo arregle y luego lo pondrá en el mercado negro, a menos que ya tenga un comprador concertado. Voy a investigar, pero también quiero una copia de vuestra lista de invitados y copias del vídeo de la galería de la colección.
Daniel asintió.
—Por supuesto, podemos conseguirte eso. Estamos esperando a que el FBI termine con las cintas y entonces te las enviaremos.
—Bien —Wes agradeció a la pareja y luego él y Royce se dirigieron a la puerta.
Wes se quedó mirando el coche. Había estado distraído en sus pensamientos cuando Royce lo había recogido como para percatarse del estado del Spyder. Estaba sucio y cubierto de salpicaduras de barro.
—¿Qué demonios has estado haciendo en mi ausencia?
Royce echó la cabeza hacia atrás y se rio.
—No tienes ni idea, y desde luego no te lo voy a contar.
—Claro —Wes soltó una risita y se subió al asiento del copiloto. Su teléfono zumbó y cuando lo sacó vio que había un mensaje de Lilly Hargrave, una mujer que tenía una tienda de ropa y lencería de lujo en la ciudad.
—¿De vuelta a tu casa? —Royce se pasó una mano por el pelo antes de abrocharse el cinturón.
—En realidad, llévame a la ciudad. Lilly tiene algo para mí —Wes se abrochó el cinturón y no pudo evitar esbozar una sonrisa. El día había comenzado sombrío, pero las cosas estaban mejorando.
—¿Lilly? ¿Qué quieres con ella? Pensé que tú y ella habían terminado hace siglos —dijo Royce, el paleontólogo, escarbando en la fosilizada historia romántica de Wes intentando encontrar respuestas.
—Hemos terminado —le aseguró a su amigo—. Pero Lilly sigue siendo una amiga. Ha encargado algo para mí en París y quiero recogerlo inmediatamente.
—Vaya, qué misterioso estás hoy —Royce giró el volante y el Spyder salió disparado del camino de grava de los Morton hacia la carretera en dirección a la ciudad.
Wes ignoró la sutil burla de su amigo.
—¿Qué te parece esta situación del cuadro?
—¿A mí? —Royce se quedó callado un momento—. Dependiendo del nivel de acceso de los invitados, podríamos considerar a uno de los nuestros de la costa norte como posible ladrón. Por supuesto, un extraño pudo haber entrado en la casa durante la fiesta, pero me abstendré de hacer conjeturas hasta que vea las imágenes y la lista de invitados. ¿Y tú qué piensas?
Wes golpeó el alféizar de la ventanilla del acompañante con los dedos. No quería pensar que uno de los suyos fuera el responsable, pero la triste verdad era que podía ser muy posible.
—Creo que podemos tener un enemigo infiltrado, Royce —era hora de cazar.
* * *
Callie se quedó mirando el Gulfstream G150 en el asfalto, con los nudillos blancos sobre la pequeña bolsa de lona que contenía su ropa.
Jim soltó un suave silbido.
—Ese chico sí que sabe viajar con estilo. Menos mal, porque te mereces lo mejor, cariño —su padre la abrazó con un brazo y le besó la mejilla.
—Gracias, papá —susurró. Era raro pensar que se iría de Colorado por primera vez en su vida y que tendría que despedirse de su padre, al menos durante un mes.
—Estarás bien —dijo suavemente Jim—. Él cuidará bien de ti. Si no, le patearé el trasero.
Ella le devolvió el abrazo, debatiéndose entre las lágrimas y la risa.
Jim le sonrió y luego saludó con la mano a la figura distante que apareció en lo alto de la escalera del avión.
Wes Thorne, vestido de negro y con un aspecto tan intimidante como siempre, devolvió el saludo a Jim. Callie desvió la mirada, con todo el cuerpo acalorado por la vergüenza. Sabía que tenía que tener la cara roja. La última vez que lo había visto, él la había besado despiadadamente en el almacén del establo. No era una experiencia que pudiera olvidar. De hecho, estaba grabada en su mente, como un faro llameante, seductor y aterrador a la vez. No había podido pasar un día sin pensar en ese beso y en cómo la había cambiado. La había cambiado, no podía discutirlo. No había podido quitárselo de la cabeza. El contacto de sus labios contra los suyos, el calor de su cuerpo y el anhelo secreto de saber más de lo que podía haber entre ellos. Y al mismo tiempo, se odiaba a sí misma por esa curiosidad y ese deseo.
—Vamos, Callie —el estruendoso barítono de su padre la hizo sobresaltarse al darse cuenta de que él ya estaba desapareciendo en el interior del avión, sin duda para echar un buen vistazo a lo que había dentro.
Wes bajó los escalones y se reunió con ella al final. Estuvo a punto de tropezar hacia atrás porque él se alzó sobre ella, haciéndola sentir vulnerable al instante.
—Hola, Callie —su nombre era exótico y parecía como si pronunciar su nombre tuviera un delicioso sabor en su lengua. Cuando ella pensó en su nombre, se le escapó rápidamente de los labios en un suspiro sin aliento.
Con una pequeña sacudida, Callie se obligó a recuperar el control.
—Señor Thorne, me alegro de verlo de nuevo. No era necesario que me llevara en avión a Nueva York. Podría haber volado en avión comercial sin problemas.
Los ojos azul de cobalto de Wes se entrecerraron.
—Callie, todo lo que hago tiene un propósito claro —su tono era casi frío, y ella juró sentir su gélido ardor. Por alguna razón, eso la enfureció.
—¿Todo lo que hace tiene un propósito claro? ¿A eso le llama besarme en el granero? ¿Qué propósito tenía? ¿Era todo parte de su plan para seducirme? —Callie dejó caer la bolsa a sus pies y le clavó un dedo en el pecho. En lugar de alejarse de ella, él se inclinó aún más.
—En efecto, tenía un propósito, y cuando estés preparada, te lo contaré —explicó en un tono sedoso que parecía más peligroso que sensual.
—No puede utilizarme, señor Thorne. No soy ese tipo de chica —le advirtió, no muy segura de cómo había podido hacerlo. Si se atrevía a tocarla de nuevo, ella podría perder la cabeza.
—Algún día me suplicarás que te utilice, Callie, y cuando llegue ese día, cederé a tus deseos y nos satisfaré a los dos —le rozó la mejilla con el dorso de los nudillos y ella se estremeció, sin apartarse. No se atrevería a besarla de nuevo, no mientras su padre estuviera cerca.
—Eso nunca ocurrirá —le recordó ella.
Un destello de algo oscuro y salvaje ensombreció sus ojos durante un breve instante antes de que él enmascarara su reacción con fría indiferencia.
—Ya veremos. Después de todo, tengo treinta días para hacerte cambiar de opinión.
Callie se mordió el labio inferior y se inclinó para coger su bolso.
—No seas tonta —murmuró Wes y se le adelantó. Enredó sus largos y elegantes dedos en las correas del bolso de lona y lo levantó. Luego le dio la espalda y subió las escaleras del avión, donde entregó la maleta a uno de los auxiliares. Wes se volvió y le tendió una mano mientras ella subía los escalones.
Callie reaccionó sin pensarlo y aceptó su ayuda. Cuando sus dedos se cerraron en torno a los suyos, ella no pudo evitar preguntarse si había aceptado un trato con el diablo. El brillo de aprobación en sus ojos la calentó por completo.
—Elige el asiento que quieras.
Tuvo que presionar su cuerpo contra él para entrar en la cabina. Siempre hacía eso, invadía su espacio y la volvía consciente de su dominio físico y su fuerza, y de lo pequeña y delicada que se sentía en comparación con él.
Su padre estaba en la parte trasera del avión acariciando uno de los asientos de cuero y sacudiendo la cabeza con una sonrisa.
—Hermoso avión, Wes —anunció Jim con evidente aprobación.
—Gracias, señor Taylor. Estoy de acuerdo. Ponte cómoda, Callie. Tenemos bebidas y comida a tu disposición. Solo tienes que pedírselo a Lindsay, la azafata —señaló con la cabeza a la mujer rubia de mediana edad que se estaba ocupando de su equipaje.
—¿Te importa si hablo contigo, Wes? —Jim se colocó en la puerta del avión y con un sutil movimiento de cabeza indicó que lo acompañara afuera. Wes miró a Callie antes de seguir a su padre escaleras abajo y desaparecer.
Ay no, espero que papá no amenace con pegarle un tiro. Callie sonrió con satisfacción. Tal vez lo que el hombre necesitaba era patearle el culo a Wes.
* * *
Wes siguió a Jim por la pequeña escalera que conducía a la pista. Cuando ambos estuvieron lejos de la puerta abierta del avión, Jim se metió las manos en los bolsillos y estudió a Wes.
—Mi niña está sufriendo —observó.
—Sí —asintió Wes. La imagen de Callie de pie en su dormitorio, con la cara contorsionada por el dolor, su cuerpo temblando mientras se deshacía ante él… Fue un puñetazo en las tripas. La rabia que le producía pensar en ella amando a Fenn, un hombre que no la quería, se había desvanecido en un instante, y la necesidad de abrazarla, de consolarla, había dominado sus demás pensamientos. Ella despertaba en él los impulsos más extraños, y era condenadamente incómodo, pero si tenía que soportar sentirse desequilibrado con tal de tener a Callie en sus brazos, en su cama, lo aceptaría.
—Me agradas, Wes —el cumplido de Jim sonó más como una advertencia. Se acercó un paso más a Wes.
—El sentimiento es mutuo —dijo, sin saber qué responder. El viejo ranchero lo había engatusado, lo cual no era fácil.
—Bien. Ahora, ya que nos agradamos tanto, sería buena idea no hacer nada que ponga en peligro nuestra creciente amistad, ¿verdad? —los ojos del ranchero brillaban con picardía.
La pregunta pareció retórica y Wes no contestó.
—Sé que la deseas, muchacho. Y te diré esto. Es una mujer adulta, libre para vivir su vida, y yo quiero que lo haga —Jim rodó hacia atrás sobre los talones, con aire despreocupado y las manos aún metidas en los bolsillos.
—Por eso la llevaré a París. Es el mejor lugar para que viva, para que experimente una vida de aventuras y descubra quién es en realidad —no había querido dejar escapar esa última parte, pero lo hizo. Tal vez Jim no lo consideraría un romántico, porque ciertamente no lo era, pero sabía que eso era lo que Callie necesitaba más que cualquier otra cosa.
Los ojos de Jim se entrecerraron, pero sólo ligeramente.
—París es la ciudad del amor.
—Y del arte. Callie tiene talento. Tiene un don. Quiero que vea lo que podría llegar a ser si se aplica y recibe la mejor instrucción —tenía la extraña necesidad de justificar por qué quería llevar a Callie a Francia. No todo se trataba de seducción. No era un villano empeñado en hacer suya a una doncella inocente. Bueno, sí que quería hacerla suya, pero quería que viera hasta dónde podía llevarla su talento si estaba dispuesta a explorar su pasión por ello.
—Bien. Suena como un viaje que ella disfrutaría. Mi niña nunca ha salido del estado de Colorado y necesita ver el mundo —metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña caja de cuero y se la entregó a Wes.
—¿Qué es esto? —abrió la caja y encontró un pequeño brazalete de conchas marinas y un papel doblado.
—Se lo iba a dar a Callie en su vigésimo primer cumpleaños, pero ahora es el mejor momento. Sabía que estaría disgustada por lo de Fenn. Este brazalete era de su madre. Se lo hice con conchas que recogimos en Venice Beach, donde fuimos de luna de miel. Fue el único viaje que nos pudimos permitir cuando nos casamos. Pertenece a Callie. Dáselo cuando creas que es el momento adecuado.
—Gracias —Wes guardó la caja de cuero en su bolsillo.
Jim esbozó una sonrisa repentina.
—Oh, sólo una cosa más —se inclinó hacia él, con un brillo amenazador y feroz en los ojos—. No importa dónde estés, si mi bebé resulta herida y es culpa tuya, un rifle Winchester funciona igual de bien en Francia que en Colorado y tengo el pasaporte actualizado.
Wes sonrió, devolviendo la advertencia en su propia expresión.
—Entendido.
Jim asintió e hizo un gesto con la mano hacia el avión.
—Ahora, vete, no querrás perder tu vuelo a Nueva York. Y recuerda, cuida de mi niña.
—No le faltará de nada —prometió. Era una promesa que pensaba cumplir.
Wes tiró de su corbata, con una sonrisa agridulce en los labios, asintió con la cabeza, se volvió hacia el avión y subió los escalones.
* * *
Callie pensó brevemente en sentarse en uno de los asientos junto a la ventanilla y utilizar el bolso y la mochila para poner distancia entre ella y Wes, pero decidió no hacerlo. Ya era mayorcita y podía lidiar con él. Además, no había mucho que él pudiera hacer para seducir a una mujer en un avión.
Había un gran televisor en la parte delantera de la cabina, junto al espacio que conducía a la cabina de mando y a la zona de azafatas. Callie dejó el bolso y la mochila junto a la fila de sillones de cuero y se sentó. El cuero cedió ante su peso, y tuvo que reprimir un suspiro de satisfacción ante la sensación de ocupar un asiento tan lujoso. Estudió el televisor durante un minuto antes de ver un pequeño armario de madera brillante debajo de él que parecía más bien parte de la pared. Callie se inclinó hacia delante y empujó una de las esquinas de la puerta; el pestillo de presión hizo clic y la puerta se abrió. Dentro había una gran colección de películas, un reproductor de Blu-ray y un par de mandos a distancia.
Películas. Le encantaban las películas. Su padre la llamaba cinéfila cuando se burlaba de ella, pero era cierto. Había algo mágico en la forma en que se presentaba una historia en la pantalla. Suponía que el cine le atraía porque ella era muy visual, y eso era como cuadros en movimiento, o arte danzante, a su modo de ver.
Inclinó la cabeza hacia la derecha para leer mejor los títulos en los lomos de las cajas y se detuvo al llegar a una. Laura. Un clásico del cine negro de los años cuarenta sobre un detective de ciudad que se enamoraba de una bella mujer cuyo asesinato investiga. Era una de sus favoritas. Empezó a sacar el aparato, pero se detuvo y volvió a colocarlo en su sitio. No era su avión y debería preguntar a Wes antes de usar el reproductor.
Seguramente a Wes no le importaría, y ver una de sus películas favoritas la ayudaría a relajarse. Además, ¿qué sentido tenía viajar en un avión equipado con lo mejor de todo si no ibas a utilizarlo? Por otra parte, Wes le parecía un adicto al trabajo, y tal vez esa intensidad no le permitía holgazanear y ver una película en su avión privado.
Callie sintió una punzada de envidia al recordar con exactitud por qué Wes tenía este avión privado. Era especialista en arte y viajaba con frecuencia a Europa para consultar sobre obras a museos, casas de subastas y coleccionistas privados. Eso no sería trabajo para ella. Tener un trabajo así sería un sueño hecho realidad. Un sueño que, sin duda, nunca llegaría a vivir. A los veinte años, sabía que aún podía empezar la universidad, pero no había ahorrado y no sabría por dónde empezar el proceso de matricularse en una escuela de arte decente. La idea de averiguarlo todo y saber que abandonaría a su padre y el rancho le aterraba. Lo admitía, y se odiaba un poco a sí misma por sentir tanto miedo de algo que quería. Incluso si ganaba esta apuesta entre ella y Wes, y era capaz de ir a la escuela de arte con una beca, ¿qué pasaría si no era lo suficientemente buena para quedarse?
La ola de depresión que la golpeó la hizo hundirse en el sillón de cuero, con los hombros caídos. ¿Qué iba a hacer? No podía quedarse en el rancho para siempre, no cuando sabía que Fenn y Hayden volverían allí para vivir permanentemente. Había oído a su padre y a Fenn hablar de ello una noche por teléfono. Las cabañas de lujo eran el plan de Hayden y Fenn para salvar el rancho y crear un negocio que pudieran administrar al vivir allí. Y cuando volvieran a casa, el rancho se iba a sentir terriblemente abarrotado con ella como acompañante indeseada. No era estúpida. No había razón para torturarse o continuar dañando las heridas de su corazón.
—Tu padre dice que tiene que volver al rancho, pero que lo llames cuando lleguemos a Nueva York.
Callie se tensó y levantó la mirada para encontrarlo apoyado en la puerta de la cabina, observándola. Su pelo rojo había crecido un poco en el mes transcurrido desde que lo había visto. Era más largo, casi le llegaba a la punta de las orejas. De repente, ella sintió el impulso de deslizar los dedos por su pelo y comprobar si era tan suave como parecía. En lugar de eso, se acercó a la ventanilla del lado opuesto del avión y vio a su padre de pie en la pista. Él debió haberla visto porque levantó repentinamente una mano y la agitó en su dirección. Ella le devolvió el gesto y se le formó un nudo en la garganta mientras intentaba no salir corriendo hacia la puerta y bajar corriendo hacia él. Era la primera vez que abandonaba su casa y a su padre, y estaba muy aterrorizada.
—Él estará bien. Le dije que es mejor que se lo tome con calma mientras estés fuera, de lo contrario arruinará tu viaje haciendo que te preocupes —la mano de Wes se posó en su hombro con un suave contacto.
Frotándose los ojos irritados, se apartó de la ventanilla y él le permitió pasar a su lado para volver a su asiento. Callie se estremeció al percatarse de que había dejado abierta la puerta del armario con todas las películas expuestas.
—Puedes ver una película, si quieres —la voz de Wes era suave, divertida, y su tono casi dulce la sorprendió. Se quitó la chaqueta mientras hablaba, los gemelos y se arremangó. A excepción del rancho, esta era la ocasión en que ella lo había visto más relajado.
—Oh no, no podría…
—Tonterías —se giró hacia su izquierda, se arrodilló frente a ella de cara al mueble del televisor y eligió una película. Laura. La colocó en el reproductor de discos.
Callie lo miró fijamente. ¿Cómo demonios había sabido que esa película era la que ella quería ver? Pulsó «play» y encendió el televisor de pantalla plana. Se levantó y se dirigió a la zona de los asistentes, donde cogió un maletín y, sin siquiera pedir permiso, se sentó a su lado, sin mirarla. Se abrochó el cinturón de seguridad y buscó algunos papeles en el maletín antes de dejarlo en el suelo y reclinarse de nuevo, con el regazo cubierto de documentos. Dejó los gemelos en el reposabrazos y Callie los cogió, preocupada de que se cayeran al suelo. Sus superficies planas estaban grabadas con una letra T y una rama con espinas entrelazada alrededor de la base de la letra. Elegantes y atrevidas. Como él.
¿Wes tenía que hacer eso? ¿Sentarse a su lado cuando había otros asientos? Callie lo miró con los ojos entrecerrados, prácticamente sin creer lo que había hecho. Estaba segura de que lo hacía para molestarla.
—No tienes que sentarte ahí —casi susurró.
Él le dirigió una mirada diabólica y luego se inclinó hacia ella con aire de conspiración. Callie se acercó automáticamente, deseosa de oír lo que él planeaba decirle.
—Tengo que sentarme aquí, cariño. Estás acorralada, como a mí me gusta. Ese nerviosismo te acelera la respiración y me gusta saber qué piensas en lo cerca que estoy de ti.
Cuando él se reclinó en su asiento, Callie supo que su mandíbula rozaba el suelo mientras lo miraba boquiabierta. Entonces la irritación brotó bajo su piel. ¡Estaba jugando con ella! Con un gruñido de frustración, apartó el rostro de él y volvió a concentrarse en la pantalla del televisor.