EntreSiglos: infancias - Enrique Montalvo - E-Book

EntreSiglos: infancias E-Book

Enrique Montalvo

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Beschreibung

Los ocho ensayos que integran este libro ejecutan un género tan impredecible como lo puede ser el de los relatos de infancia. Impredecible en un doble sentido. Por lo general, creemos saber aproximadamente quienes fuimos; pero una vez que empezamos a hurgar en ese pasado descubrimos de improviso que sabemos muy poco. O, lo que es lo mismo: que no sabemos casi nada. No se trata simplemente del necesario e inevitable olvido, ni tampoco del paréntesis que crece día con día entre nosotros y ese pequeño otro que juega de manera despreocupada en algún rincón del tiempo. La imagen que nos hacemos de la infancia está entrecruzada por un haz de vivencias suprimidas o desplazadas, que nuestra mente ha recubierto con metáforas y guiños que nos apartan de ellas. Convertidos en una suerte de involuntarios arqueólogos de nuestra propia existencia, el pasado aparece como una zona del asombro, y el súbito reencuentro con esas vivencias puede prestarse a las más inveteradas consecuencias. Este libro habla de ese asombro. La niñez de tres de sus autores transcurre en el sureste del país; otra corría en los vergeles de Uruapan, varios son citadinos impregnados de recuerdos de otras regiones, uno es parte de una insólita familia migrante y uno más jugó en las secas tierras del Golán. En cierta manera, cada ensayo es una versión monográfica de la vida en México en los años cincuenta. La diversidad de las existencias que consignan justifica toda sospecha sobre la imagen convencional de un país que era unitario y monocolor. Tratan de infancias que transcurren en el inicio del "milagro económico" y del momento en que el orden autoritario alcanza su mayor despliegue, pero los niños habitan mundos ligeros, próximos, cargados de libertades, riesgos y alegrías. En rigor, narran un mundo que ha desaparecido casi por completo, y acaso en ello estriba su riqueza. No porque recobran un pasado, una tarea tan subjetiva como lo dicta toda memoria individual; sino porque nos muestran, de la manera más ineludible e íntima, que lo verdaderamente impredecible es la versión que nos aguarda del tiempo que ya fue.

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Colección Heterotopías

6. Dignidad intercultural

Ana Luisa Guerrero Guerrero (coordinadora)

7. Entre dos mundos: La antropologpía radical de Paul Stoller

Sergio González Varela

8. Estigma y villanía: la construcción simbólica del enemigo

Sofía Reding Blase, Stefano Santasilia (coordinadores)

9. El pasado que me espera: bosquejo de etnografía cinemática

Rodrigo Salido Moulinié

10. El arte de engañar: ensayos de antropología social

Sergio González Varela

11. Colonización del ser y el saber indígenas en la Historia general de las cosas de Nueva España

Itzá Eudave Eusebio

12. Bastión de brujos y sueños. Los pueblos otomíes y la construcción interétnica de un complejo chamánico sudhuasteco

Israel Lazcarro Salgado

Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana. Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento por escrito de su legítimo titular de derechos.

EntreSiglos:Infancias

Primera edición en papel: 2023

Edición ePub: noviembre 2023

D. R. © 2023, Bonilla Distribución y Edición, S.A. de C.V.

Hermenegildo Galeana #111, Barrio del Niño Jesús,

14080, Tlalpan, Ciudad de México

[email protected]

www.bonillaartigaseditores.com

D. R. © 2023, Instituto Nacional de Antropología e Historia

Córdoba, 45, Col. Roma Nte., 06700, Cuauhtémoc, Ciudad de México

www.inah.gob.mx

ISBN 978-607-8956-10-4 (Bonilla Artigas Editores) (impreso)

ISBN 978-607-8956-11-1 (Bonilla Artigas Editores) (ePub)

ISBN 978-607-8956-12-8 (Bonilla Artigas Editores) (pdf)

ISBN 978-607-539-844-0 (INAH) (impreso)

ISBN 978-607-539-845-7 (INAH) (ePub)

ISBN 978-607-539-846-4 (INAH) (pdf)

Cuidado editorial: Bonilla Artigas Editores

Responsable de la edición: Lorena Murillo Saldaña

Diseño de portada: d.c.g. Jocelyn G. Medina

Diseño editorial: d.c.g. Saúl Marcos Castillejos

Realización ePub: javierelo

Impreso y hecho en México

Introducción: La infancia figurada. Los años cincuenta en la memoria. Ocho relatos

Enrique Montalvo y Carlos San Juan

Un apunte para la memoria

Jaime Bali

El paso del aguador y los cantos escolares

Jorge Fernández Souza

Un mundo pequeño dentro del grande

Enrique Montalvo Ortega

Un crisol de vidas y recuerdos

Maya Lorena Pérez Ruiz

Los pasos ligeros

Claudia Mónica Salazar Villava

Memorias de la patria perdida

Carlos San Juan Victoria

La pantalla mágica: postales de una infancia

Ilán Semo

Una infancia en libertad

Claudio de Jesús Vadillo López

Sobre los coordinadores

Introducción: La infancia figurada. Los años cincuenta en la memoria. Ocho relatos

Enrique Montalvo y Carlos San Juan

En los momentos en que el reino de lo humano me parece

condenado a la pesadez, pienso que debería volar como

Perseo a otro espacio. No hablo de fugas al sueño o a

lo irracional. Quiero decir que he de cambiar mi enfoque,

he de mirar el mundo con otra óptica, otra lógica, otros

métodos de conocimiento y verificación. Las imágenes

de levedad que busco no deben dejarse disolver como sueños

por la realidad del presente y del futuro.

Italo Calvino

Los niños lanzan sobre el mundo una mirada fresca, leve y libre. Se mantienen al margen de la gravedad y sus leyes, aún no han sido atrapados por éstas. Su ignorancia, su marginalidad con respecto a las exigencias racionales que organizan la vida social les permite desafiar los mismos principios de Newton con absoluta naturalidad. Tal vez por eso, cuando Picasso luchaba por cimentar su voz pictórica, lo logró a través de una “revuelta contra el virtuosismo y un intento por alcanzar el ‘genio’ de lo infantil”, confesó a su amigo el fotógrafo George Brassaï. Picasso siempre admiró a su “rival” Matisse. Consideraba que la clave de su grandeza residía en la simplicidad infantil que el pintor francés lograba con tanta naturalidad.

Al rondar la línea de las siete décadas, ocho niños inquietos deciden hacer cuentas, cuentos y recuentos con sus vidas, su paso por un país y un mundo que a pesar del trayecto recorrido sigue intensamente vivo, vívido en su interior. A estas alturas, mediados de 2023, estos niños han transcurrido sus vidas tratando de conjuntar la difícil tarea de explicar este mundo y este país con la aún más complicada de transformarlo en un lugar más habitable, más humano. Seguramente en este camino han cometido muchos errores, han enfrentado gran cantidad de obstáculos y han logrado algunos aciertos. Pero aquí no pretenden realizar ningún recuento en términos de valorar o definir logros y desaciertos.

No se trata del gran e “inapelable” juicio de la Historia, sino de viajar en el tiempo para intentar algo muy atrevido y arriesgado: mostrar con relatos desnudos, despojados de teorías e ideologías, cómo miraban esos niños el mundo hacia fines de los años cuarenta, en los cincuenta y principios de los sesenta.

Intentan estos autores mirar a la vez como niños y como adultos que observan a esos niños. Es un desdoblamiento en el tiempo, en el espacio y en la mirada. A primera vista podría pensarse que se trata de un ejercicio de memoria personal, de traer al presente sus vidas, cosa que inevitablemente realizan; sin embargo, pretenden a la vez explorar la sociedad entera a través de rastrear cómo varios de sus fragmentos se grabaron en sus propias conciencias para proyectar algo que podríamos llamar retratos o instantáneas, o si se prefiere, para ser fieles a la época, fragmentos de filmes en “super-8”, en blanco y negro, de las realidades sociales que vivieron y que conforman facetas del colectivo social.

Si quisiéramos realizar una analogía literaria, habría que recurrir a la de Scherezada y el tesoro que yacía bajo la propia casa de uno de sus personajes sin que éste lo supiera. Estos niños pasaron sus vidas buscando claves para comprender el mundo, hasta que se dieron cuenta, con el paso de los años, que esas claves, esos tesoros que querían encontrar afuera, se habían impregnado en sus respectivas memorias y que era necesario desempolvarlas, explorarlas y exponerlas, pues ahí se escondían, hasta entonces deshilvanados y desconectados, a veces apenas visibles, múltiples procesos, experiencias vitales, relaciones sociales y humanas, a las que había que sacar a la luz como si se tratara de buscar en las profundidades del mar, en un barco hundido lleno de cofres con mapas, hojas de ruta y preciosos pergaminos.

Al principio trataban de recuperar las mutaciones sociales en y a través de sus propias vidas, cuando tras diversas reuniones, reflexiones y avances decidieron dirigirse al tiempo de su infancia. Parecía algo relativamente sencillo, fácil de lograr. Al momento de enfrentarse con el rescate de tantas experiencias que habían quedado tan atrás, empolvadas, escondidas o de plano casi borradas de sus neuronas, fueron emergiendo infinidad de reflexiones y dificultades.

Se enfrentaron a momentos entrañables, profundos, que querían emerger pero resultaba tortuoso llegar a plasmarlos. A veces la memoria mostraba dibujos borrosos, fotos deslavadas, fragmentos. Algunos acudieron a recuerdos, hermanos, parientes, viejos amigos, objetos. Para algunos fue casi un trabajo de arqueología de sus vidas y de lo que las rodeó. A veces alguien se preguntó: ¿qué interés puede tener contar mis juegos de canicas cuando tenía seis o siete años?

Cuando las experiencias infantiles fueron cobrando forma a través de la letra escrita, cuando comenzaron a ser narradas con la inocencia, la levedad, el placer de los niños, como mirando también hacia arriba, a todo lo que transcurría y miraban como testigos, quedaron asombrados sobre todo lo que podría revelar un juego de canicas o una excursión de domingo. Las narraciones de las vidas devinieron en actos de conocimiento nuevos, surgieron explicaciones intuitivas de hechos individuales que mostraban facetas que antes no habíamos percibido. Fue inevitable la mezcla de miradas, de los tiempos de las miradas. A veces era el niño, a veces el adulto. Ambos se disputaban la voz en el relato, su presencia alternada era inevitable.

El paso del tiempo ha transformado el espacio. “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, decía Marx, y tal vez hoy esta sentencia sea más certera que nunca, ahora podríamos parafrasear: todo o casi todo lo real se ha desvanecido en lo virtual, está disolviéndose hacia la virtualidad. Y si esto vale para el mundo de los objetos, también vale para el contenido de las instituciones, proyectos, relaciones humanas, etcétera. En este gran cambio cualitativo, en este paso de lo material a lo inmaterial, en este cruce de caminos, los escritores de este libro intentan narrar aquellos años en los que comenzaban a emerger, a situarse ingenuamente en el mundo. Ese mundo que venía saliendo de la guerra, tratando de olvidar los campos de concentración y los bombardeos, y en que nuestro país anunciaba el progreso por venir, con el lenguaje de la Revolución mexicana, que para entonces muchos consideraban ya traicionada.

Estos ocho niños se encuentran en este libro de manera casi mágica, después de haberse hecho economistas, sociólogos, antropólogos, psicoanalistas, historiadores, escritores, profesores o militantes de movimientos y partidos políticos, de diversas causas sociales. Se despojan de sus respectivos uniformes, títulos, clasificaciones y nombramientos que les ha otorgado la sociedad para identificarlos y se reúnen y reconocen que quieren revivir a esos niños del siglo xx tal como vivieron su tiempo. Quizá ésta sea una tarea imposible, un reto inalcanzable, porque es una utopía pretender que aparezca el niño que fue sin el adulto que hoy es, o tal vez no, o acaso no son la generación que creció creyendo, tratando de construir utopías que no fueron pero dieron sentido a la vida de grandes contingentes humanos.

Y quizá en las narraciones se encuentren los relatos, las perspectivas del niño y del adulto y entonces hagan posible esclarecer qué ha pasado con el mundo material, a dónde han ido los sueños, cómo sentían el país, el mundo, cuando vivían despojados de sus parafernalias actuales. ¿Literatura histórica, historia literaria? Ni una ni otra o ambas a la vez. Como discurre Annie Ernaux en Los años, lo que cuenta para estos niños es “captar esa duración que constituye su paso por la tierra en una época determinada, ese tiempo que l[os] ha atravesado, ese mundo que ell[os] ha[n] grabado, solo con vivir”.

Aquí encontrarán los lectores pedazos de vida con los cuales muy probablemente se identifiquen. Están niños que disfrutaron los privilegios de la provincia campirana mexicana, otros que tuvieron que realizar grandes o pequeñas migraciones dentro y hasta desde fuera de México en algún momento de sus vidas. Está la vida en las pequeñas ciudades, los ritos, prácticas y formas de control del México tradicional religioso, las disputas entre pri y pan que atravesaban y hasta dividían a las familias. Y en el trasfondo los ecos del régimen posrevolucionario mexicano y, sobre todo, el aroma, el ambiente de un país que se transformó, de una vida que se definía por su materialidad y su a veces abrumadora solidez. Quisimos recuperar ese espacio que nos constituyó para re-conocerlo de maneras nuevas y para hacerlo visible a las siguientes generaciones. Tratamos de lograrlo con los trazos a la vez sencillos y leves de los niños que éramos, tratando de recuperar la “genialidad” de las miradas infantiles, entremezclados con la que suponemos nos ha aportado la vida. Deseamos que disfruten estas historias tanto como nosotros lo hicimos al escribirlas.

Un apunte para la memoria

Jaime Bali

Uno se embarca hacia tierras lejanas, o busca el conocimiento

de hombres, o indaga la naturaleza, o busca a Dios; después

advierte que el fantasma que se perseguía era Uno mismo.

Ernesto Sábato

El que no juega volados, no es merenguero…

Corrían los tiempos en los que la vida transitaba por el túnel de los juegos y la ingenuidad; uno de los vecinos estrenó coche y nuestra cuadra sobre la calle de Atenor Salas, en la colonia Vértiz Narvarte, se colmó de gente para admirarlo, era un Pontiac rojo, flamante. Vi llegar al cura de la parroquia de Nuestra Señora de la Piedad, muy sobrio, casi sacro con su atuendo talar, la sotana de lana negra y el alzacuellos blanco; su asistente llevaba en las manos la sítula de plata con el agua bendita; la ceremonia de bendición de aquel auto causó mucha expectación entre los vecinos cuando el sacerdote introdujo el hisopo y su esfera mágica en el agua bendita y roció de manera festiva la lámina reluciente del coche y a los curiosos que estaban cerca. Nadie en ese momento imaginó que se trataba del disparo de salida de una historia que se llenaría de autos, hasta llegar a ser indiferente su modelo y su marca. Todavía, a unos metros, corría el río De la Piedad; durante el estío quedaba atrapada, en el canal, la basura. Había empezado tiempo atrás, no mucho, la destrucción de la cuenca, hasta que: la región más transparente del aire, Alfonso Reyes dixit, ingresó al archivo de las palabras perdidas.

Una novedad. Sobre la barda del terreno baldío frente a la casa amaneció ese día una pinta: “¡Miguel Alemán para Presidente! Este 6 de julio Vota pri” y al final el círculo de la banderita; fue, por decirlo de alguna manera, la primera impronta de un sistema hasta ese momento desconocido para mí y en cierto grado incomprensible, más allá de la escena visual. Se habían silenciado los cañones en Europa, la mayoría ignoraba los millones de muertos dejados en tierra por el enfrentamiento. Todo transcurría bajo el amparo de la distancia que nos separaba de la tragedia y, en todo caso, como aliado fortuito, tuvimos la tarea de abastecer un mercado nacido de las necesidades bélicas, un floreciente sector de la sociedad instaló sin ton ni son, a todo vapor, fábricas en parques industriales en el norte de la ciudad. Una expresión cultural de masas fueron el box y las corridas de toros, al tiempo que arrancaba lo que después se llamó la “Época de Oro” del cine mexicano.

Siguiendo la tradición familiar de migrantes, mis padres viajaron de Parral, Chihuahua, a la Ciudad de México, pero antes hicieron una parada en Molango, por asuntos de carácter familiar; finalmente se establecieron en una casa sobre la avenida Chapultepec, casi esquina con Bucareli; ahí vivimos tal vez un año o dos y después partimos hacia Acapulco, otra vez siguió la tournée y vivimos en Taxco, de estos lugares apenas tengo algunas imágenes guardadas en la retina, muy borrosas. Finalmente regresamos a la Ciudad de México y en este lugar donde bendijeron el auto nos quedamos mi hermana y yo bajo el cuidado de mi abuela, pues mis padres vivirían en Jojutla donde establecieron un negocio. No era la mejor opción, pero así lo decidieron y cursé la primaria sin tener un referente paterno o materno para organizar el estudio y el juego, mis dos actividades principales; así aprendí a improvisar y a encontrar salidas por mi propia cuenta. Esta condición hizo de mí un observador silencioso de ese siglo que ya estaba a la mitad del camino, desde ese barrio observé el entorno y me hice asiduo asistente a los juegos de beisbol en el Parque Delta, lugar en el que Baby Ruth conectó un home run a una bola que le pusieron exprofeso para dar el espectáculo; en esa época la gente decía, y los locutores también, que las bolas bateadas de home run iban a caer en el Panteón Francés; pasado del tiempo pude constatar que se trataba de una exageración.

Como pueden ver, todo esto que escribo es intrascendente, pero forma parte de una estructura propuesta previamente y por ello iré narrando las experiencias personales y observando el entorno del primer medio siglo, aunque algunos de los escenarios que describo, muchos de ellos de orden político, los viví de reojo y poco a poco con el paso del tiempo, se fueron haciendo más claros. Pero, bueno, también hubo miel sobre hojuelas: la abuela Beatriz, en las charlas de sobremesa, contaba historias de una época importante en la historia de México, ella me ayudó a empatar el fin del xix con el xx, del 1890 al 1927, sobre todo el periodo (1910-1922), en el que Parral fue tomada 26 veces por diferentes contingentes de tropas. Para poner la cereza al pastel se agregaba a todo esto la voz de mi madre, muy elocuente y exageradamente chihuahuense, además de valiente y encantadora; lo demostraría años después, y muy dada a la construcción de mitos, una forma narrativa para convertir en ficción el discurso del mundo que le tocó vivir. Su cuento estelar era el relato de cuando escuchó unos disparos camino a la escuela y esos disparos fueron los que mataron a Villa; ella y otro señor fueron los primeros en llegar al carro donde yacía muerto, acribillado, Francisco Villa, al lado, entre otros, del maestro Trillo, que ella había conocido personalmente. Uno de los que iban atrás, parados en una plataforma, custodiando al guerrillero, logró escapar, decía mi madre: “lo vi correr y desaparecer en el puente”.

Mil anécdotas aderezaban esas sentadas de sobremesa, pero dos historias chuscas se quedaron en la cinta de Moebius de mi memoria: primero, aquélla de un par de revolucionarios armados con sus carabinas que se vieron en medio de una sala sobre cuya pared había un gran espejo y, lleno de asombro, uno de ellos dijo: “Déjeme ver, compadre, que se siente ‘afusilarse’”, y acto seguido disparó haciendo añicos aquel portento de azogue traído desde Europa por los habitantes de esa residencia. Ahí mismo, otro miró con desagrado una pintura al óleo con la imagen de Bismarck, al confundirla con don Porfirio, por lo que ordenó al dueño de la casa: “Antes de que me enoje y lo pase por las armas, tire a ese señor a la basura”.

Escuché por ahí un comentario en el que se decía que el “cachorro de la Revolución” se acercaba a las puertas de Palacio, sólo era cuestión de tiempo, nada ni nadie lo detendría, “la Revolución se había bajado del caballo”. Los periodistas le hacían el juego a la política de salón, convirtiendo las decisiones de Palacio en una aparente disputa entre los involucrados. Esto no es un trabajo de investigación, no aporto datos duros, no fue momento de buscarlos en esos días, era yo un infante, hoy me produciría sueño profundo, prefiero quedarme con el murmullo…

Alguien de casa, tal vez un tío, dijo en una sobremesa: la alianza con el vecino cercano durante la guerra detonó el despegue industrial al norte de la ciudad; aparecieron las primeras industrias de la nueva era y, con ellas, los barrios y colonias en un proceso desordenado y con la prisa de la ganancia como factor de desarrollo se encimaron unas casas arriba de otras; ese paisaje sigue ahí, solo hay que darse una vuelta por Naucalpan para constatarlo. Pero no sólo eso, decía mi tío: los sindicatos obreros quedaron atados a la ctm, que se unció al carro de los regímenes de la posrevolución desde la época de Lázaro Cárdenas; y ese modelo generó un atraso no sólo de la clase obrera, sino también en el desarrollo de las fuerzas productivas; los dueños del capital no centraron su esfuerzo en la competencia con sus iguales, de dentro y de fuera, la apropiación desmedida de la plusvalía les impidió ver el bosque. La dependencia con el vecino del norte no se entiende solamente por el sometimiento al poderoso, se explica también por el papel de la burguesía mexicana que como clase desde la segunda parte del siglo xix fue evasiva y cortoplacista y no supo construir un proyecto de Estado-nación capaz de competir. En ese camino ganó la partida la llamada “inversión de viuda”, la semilla virginal de las grandes inmobiliarias; su resultado más claro es el caos urbano de la Ciudad de México, que nadie se explica. La tasa de ganancia y la renta de la tierra se impuso sobre la planeación ordenada y ahora hay espacios de la ciudad que causa horror verlos.

Mientras tanto se murió el abuelo Hugo y, en ese mismo año de 1950, se inauguró el viaducto: ya era posible ir del poniente al oriente por una vía rápida cuyo tramo principal fue llamado “Presidente Miguel Alemán”. Los habitantes de las colonias Lomas y Polanco podían llegar en esa época en escasos 15 minutos al aeropuerto; el viaducto se construyó para ellos, aunque el gusto les duró muy poco.

Se anunciaba en los hechos el nacimiento de un modelo en el que la iniciativa privada se apropió del escenario, el gobierno se encargaría de crear infraestructura y entonces se agregó al proyecto iniciado por Calles con la cinta de asfalto de México-Monterrey-Laredo (tramo concebido por Estados Unidos como parte de la carretera Panamericana, con proyección continental) la nueva vía del gobierno de Alemán: la ruta Ciudad Juárez-México-El Ocotal, con el aderezo de la Carrera Panamericana, planeada para estimular la adquisición de automóviles a nivel masivo. Esa carrera tuvo su icono: el piloto José “Ché” Estrada Menocal, que falleció en una de las competencias. Todos caímos en el garlito, el entusiasmo impidió ver que se trataba de una promoción comercial, como ocurre en nuestros días; después vendría la carretera del Pacífico: México-Guadalajara-Tijuana y el sureste se quedó para después… La carretera Panamericana quedó trunca en el Ocotal, después lo que seguía era selva. Como siempre, el sueño unitario de Bolívar no tuvo adeptos.

Recuerdo haber ido con mis papás y mis tíos hasta el Puente del Emperador, sobre la vieja carretera México-Puebla, para apreciar desde allí el paso de los veloces vehículos de aquellos días, improvisados como autos de carreras. En esa ocasión la algarabía fue grande cuando apareció por unos instantes el auto conducido por el “Ché”, José Estrada Menocal; era el año 1951, pasó, dijo alguien, a 140 kilómetros por hora derrapando frente a nosotros, llevaba el número 41 estampado sobre su flamante Packard. Muchos kilómetros adelante, en la siguiente etapa, perdió la vida al salir de una curva pronunciada, sobre la carretera Tehuacán-Oaxaca.

Todos los esfuerzos puestos hacia el norte, el auge de los automóviles y los tractocamiones crecería desorbitadamente, de manera gradual pero sin descanso. El transporte de carga por ferrocarril poco a poco pasó a un segundo plano. Lo que no se entiende hoy tiene su explicación en los orígenes. Esas imágenes las recorto para entender la película indescifrable que pasó frente a mí por esos días.

El presidente Miguel Alemán dio la pauta para un nuevo trato con Estados Unidos. Se profundizó la idea de la importancia de entender el estilo de gobernar para seguir en la foto. Definir su política frente a los grupos antagónicos era parte del juego. Afirmar en público su voluntad plena como presidente de encabezar un país soberano, mientras se ocultaba la dependencia aceptada sin chistar. Entender eso me llevó muchos años. Hubo siempre intelectuales y periodistas críticos y de izquierda, pero muy pocos, contados con los dedos de la mano, en el mar de la propaganda y la comunicación.

La muerte del abuelo, a la edad de 85 años, fue la primera imagen cercana de lo irremediable. Sólo algunos, no todos, conocíamos de su afición a la música “culta”, por llamarle de alguna manera, un eufemismo para evitar decir: para cultos. Pasando el tiempo me enteré por boca de uno de mis tíos que don Hugo, como le decían, en su papel de administrador de la Casa Stallforth, en Parral, tenía la tarea y el negocio de abastecer al sector minero en la región; pactó con la División del Norte: Francisco Villa guardó en el patio reservado para los tranvías de la ciudad los vagones cargados de maíz y pertrechos arrebatados por los villistas a las tropas de Huerta. Villa le extendió a don Hugo unos vales para que los gastos ocasionados por esa estadía y almacenaje fueran pagados al triunfo de la revolución; la única evidencia que tengo es la de haber visto a mi abuela Beatriz Baca, muchos años después, romper los vales sin pensar en su valor como documento histórico. Yo no tenía idea clara, no pude impedirlo.

Ya empezaban a inquietarse algunos sindicatos. En 1951 el gobierno reprimió a balazos una manifestación del Partido Comunista Mexicano frente a Bellas Artes; ése sería el trato con los sindicatos que pugnaran por independizarse. La ctm tomó el control de todos los sectores junto con lo que quedó de la crom. La Guerra Fría ya campeaba en el territorio nacional, con su secuela anticomunista. Fue inútil que Lombardo se arrepintiera de nombrarlo el “cachorro de la Revolución”. Sobre esa represión me queda el recuerdo difuso de una página de periódico, vista de reojo en uno de aquellos puestos desvencijados, no tuve claridad; se acomodó la duda entre la corteza del hipocampo del cerebro sin avisarme, hubo que esperar mucho tiempo para entender. Ahora me pregunto, ¿era necesario emplear la fuerza desmedida, como en esa ocasión, contra una organización que no representaba gran fuerza política o se trataba de un guiño del presidente a los personeros del macartismo?

Quebró el negocio de Jojutla. Todo iba bien pero mi padre se metió en la siembra de jitomate y arroz, lo que se volvió una actividad familiar; mi hermana y yo fuimos a cosechar en ese tiempo los mejores jitomates del mundo, como nos dijo una cosechadora, una mañana calurosa. Al principio todo iba perfecto; en temporada de buenos precios, la caja de jitomate se vendía en 40 pesos, por lo que al año siguiente invirtió todo el capital en jitomate, pero los precios se fueron al suelo: 6 pesos la caja; supimos entonces lo que significaba la oferta y la demanda. Los jitomates se quedaron en el campo y al poco tiempo entró un tractor a barbechar las tierras.

Algo imposible de olvidar es el ritual del café en nuestras vidas. Una imagen cotidiana era la de mi padre preparando el café turco: llenaba con agua el cezve, recipiente de latón y cobre, lo colocaba sobre una hornilla de alcohol y, justo en el momento en el que el agua empezaba a hervir, depositaba en su interior el café de grano molido fino; en ese preciso instante dejaba caer unas pequeñas gotas de agua de su mano humedecida para impedir que el café rebozara… ahí estaba el secreto.

Un pequeño episodio quedó grabado en mi biografía personal: tendría yo en ese entonces más o menos 11 años, cuando asistí a la sinagoga de la calle de Monterrey, en la colonia Roma, con motivo de la celebración en la que Moisés recibe las Tablas de la Ley y promete cumplir los designios de Dios. En esta ocasión seleccionaron a algunos de los niños asistentes al ritual y un señor de aspecto serio y con gran barba y sonrisa amplia me empujó para que yo acompañara a los demás niños en el paseo de las tablas por el templo; cuál sería mi sorpresa al escuchar una expresión de alarma colectiva preocupada por mi presencia; mi padre que sabía lo que ocurría, me tomó del brazo y salimos lentamente por el pasillo lateral del templo, en la ruta mi padre me quitó suavemente la kipá, era yo un pequeño nacido en vientre cristiano o, por decirlo mejor, un goyim. Así terminó mi experiencia religiosa; dejé de ir, como era lógico, al templo de Monterrey.

Cuando alguna vez me preguntó un familiar qué pensaba yo de todo esto, le respondí: en un principio no entendí el significado, después me alejé de Dios y con los años, al saber de la dura experiencia vivida por el pueblo judío, decidí estar contra cualquier forma de discriminación, represión y exterminio de personas o grupos, incluida la del Estado de Israel contra los palestinos. Como era de esperarse, mis palabras no fueron de su agrado. Salí del templo rechazado por no “ser” y en ocasiones sentí el acoso de los antisemitas, en este mi país, al detectar mis orígenes; debo confesar que muy pocas veces. Tal vez muchos no se percataron de que soy hijo de migrante Sefarad.

Terminé la primaria con relativo éxito, aprendí a leer y escribir y las operaciones aritméticas elementales, además del alef-bet… y algunas palabras en hebreo. Por esos días mi padre inició otra experiencia, ahora en Tapachula. Apenas cerramos el curso en la escuela viajamos en el tren del sureste a esa lejana ciudad desconocida, una ruta interesante llena de atractivos; en cada estación aparecían las vendedoras de alimentos con sus canastas impecables cubiertas con manteles bordados. Una sorpresa tras otra, la variedad gastronómica era infinita; en la ruta montañosa de Puebla pasamos lentamente sobre el puente de Metlac, una joya, símbolo del progreso decimonónico, estaba ahí, a la mitad del siglo xx, con su estampa frágil y a la vez poderosa, para asombro de los viajeros, y el disfrute de varias generaciones de fotógrafos.

La tirada hasta la frontera sur significaba una hazaña de maquinistas y viajeros; era preciso pasar por La Ventosa, en la cintura del Istmo de Tehuantepec, donde el curso y la velocidad del aire eran realmente sorprendentes. El recorrido se hacía eterno, la doble vía hubiera significado una inversión muy costosa y coincidir en los puntos de desviación para librar el paso del otro tren en dirección contraria no sólo era muy difícil, se trataba de una hazaña al más claro estilo de puntualidad inglesa, lo cual no era por aquellos días nuestro fuerte y tampoco lo es ahora, por fortuna; en algunos entronques la espera duraba horas. Leer fue para mí el mejor recurso: Dick Turpin, de un autor de apellido Harrison, la historia de un salteador de caminos, ladrón de ricos y amigo de los pobres que terminó en la horca; Oliver Twist, de Dickens, y el Periquillo Sarniento, de Lizardi, todos los libros viajaban acomodados en un veliz de piel que cargaba mi madre. Poco después, ya en la casa de Tapachula, con su cocina de carbón vegetal, su pileta y baño en el fondo, durante las noches muy calurosas, asediado por los mosquitos, leí De los Apeninos a los Andes, de Edmond de Amicis, y Sin novedad en el frente, de Erick María Remarque.

El sureste, en la costa del Golfo, región por la que pasamos, sin caer en cuenta de su importancia, por mucho tiempo representó únicamente, lo sé de cierto ahora, la extracción de crudo, misma que sostuvo al país por muchos años y apoyó el desarrollo de centros industriales como Guadalajara, Monterrey, Naucalpan y Ciudad de México, además de sostener parte de los gastos de la federación. No era cierto aquello de que el “sureste dormía”; millones de barriles de petróleo fueron extraídos de las entrañas de ese territorio por miles de obreros, a lo largo de muchos años.

Tapachula estaba casi en el fin del mundo, en la frontera con Guatemala, su desarrollo incipiente mantenía a la “Perla del Soconusco” prácticamente olvidada; su mercado municipal seguía pletórico de iguanas y frutas tropicales: el mango petacón y el aguacate pagua no tenían, fuera de allí, mercado accesible y su transportación hubiera sido imposible en esa época; una buena parte se “echaba a perder”. En este viaje, sentado cerca de nosotros, un señor con apariencia de maestro escribió en una hoja de papel: crom, y leyó en voz alta: “como roba oro Morones”, de izquierda a derecha, y después, de derecha a izquierda: “más oro roba Calles”. No entendí todo el sentido, pero se grabó para siempre la puesta en escena donde los personajes eran un presidente y un líder sindical, una comunión que duró muchos años.

En 1952 se inauguró el nuevo edificio de la preparatoria en Tapachula. Empezamos a asistir, se trataba de otro mundo, ahí me di cuenta de que los chiapanecos tenían un parecido especial con los guatemaltecos que conocí durante mi estancia en esa ciudad, llena de vegetación exuberante en los patios de las casas. La historia confirmó esa observación: de origen, chiapanecos y guatemaltecos son lo mismo.

Solo un año y medio duró esa aventura; el maestro de Guillermo, mi hermano, de apellido López Coutiño, nos invitaba a nadar, además de contarnos cuentos de X’tabay; así aprendimos a bracear sobre la corriente, a veces furiosas, de los ríos Coatán y Cacahuatán. Sesenta años después un amigo entrañable que vive allá me dijo: “A esos ríos se los tragó la ciudad.”

Una buena mañana mi padre se fue. Ese año de 1952, Miguel Alemán cerró su ciclo, impuso su estilo de gobernar, un demócrata de dientes para afuera… y cierto que los tenía. La unidad a toda costa emprendida por la izquierda terminó con conatos de enfrentamiento en las calles. Las protestas de los sindicatos obreros ferrocarrileros y petroleros, según palabras del simpático mandatario: “recibieron su merecido, el país estaba por arriba de los intereses mezquinos”. Los empresarios y sus diputados aplaudieron, el padre de un amigo de la secundaria, que era dirigente agrario, nos hablaba de esos detalles en el patio de su casa donde hacía las juntas con campesinos; la mitad entendíamos y el resto quién sabe. Quince años después nos visitó en casa el maestro que nos enseñó a nadar y nos trajo la mala noticia: al padre de mi amigo de la secundaria, el dirigente agrario que contaba todas esas historias, lo habían asesinado.

Mi padre escribió que estaba instalado en Tijuana y que al terminar los cursos nos esperaba por allá. Antes de viajar sufrió la región un embate de la naturaleza: Tapachula quedó aislada después de las crecidas de los ríos, pues se cayó un puente y el ferrocarril, único medio de comunicación, no pudo llegar durante 30 días; se generó un desabasto de alimentos, se cayeron algunos postes, la corriente eléctrica y el telégrafo dejaron de funcionar, mi papá envió un giro, pero no llegó; nos quedamos con lo justo. Beatriz, mi madre, cambió unas piezas de ropa por carbón y así la cocina siguió funcionando. Vimos a mi madre como una heroína, preparando gordas de harina de sal y de piloncillo, frijoles y caldillo norteño estilo Parral; ella siempre, preparaba la carne seca en el tendedero de ropa y teníamos reservas, así sobrevivimos al temporal. Llovió sin parar durante 15 días seguidos, era como el diluvio. Doña Cande, nuestra casera, fue muy solidaria.

Dos meses atrás, antes de partir para el norte, visité con amigos de la escuela una finca cafetalera; el papá de uno de los amigos nos llevó en una pick-up hasta un punto de la carretera, ahí seguimos una senda hasta llegar a la finca que los Edelman habían establecido ahí, desde el final de siglo xix. No recuerdo cuánto tiempo nos llevó el recorrido, pero sí el aguacero bíblico y que lo único que teníamos para taparnos eran las hojas de unas matas de gran dimensión, parecidas a las de la malanga. La primera noche dormimos en el almacén donde guardaban los granos de café desflemado. Menudo susto nos llevamos cuando, una vez dormidos en fila, pasó sobre nosotros una mazacuata de cuatro metros de largo, serpiente utilizada en el sureste mexicano para controlar a los roedores; cuando nos explicaron que no había ningún peligro nos fuimos tranquilizando hasta que nos rindió el cansancio.

Por esos días, de manera repentina y extraña, mi madre empezó a sufrir desmayos que los médicos no podían diagnosticar y me encargaron la labor de volverla en sí, utilizando sales de amoniaco. Ese encargo me fue muy difícil y estresante, pues imaginaba yo cada vez que ocurría que mi madre estaba muerta; después aprendí a detectar su tenue respiración y lograba traerla de regreso más pronto, para tranquilidad de todos.

Finalizaba el periodo de Miguel Alemán; el “tapado”, Adolfo Ruiz Cortines, había sido en su juventud un empleado de telégrafos. Alguien filtró una nota de prensa que lo señalaba como colaborador del ejército estadounidense en 1914; nunca pude saber si era una nota falsa o algo simplemente de carácter electorero, lo cierto es que lo escuché y lo leí. Ya estaba por esos días más avispado; mi madre, muy activa en la lectura de libros y periódicos, nos daba algunas pistas; los maestros de secundaria empezaron a esclarecer el panorama, el profesor de Historia y dueño de una librería en la ciudad tocaba temas de actualidad en su clase. Bien a bien no fue posible saber si esa nota le ayudaba a Adolfo Ruiz Cortines a consolidar su candidatura o lo perjudicaba.

Ruiz Cortines ya era candidato; se decía en los corrillos que tenía dos pasiones: México y las partidas de dominó. Llegaría a poner orden, confiaban unos; Miguel Alemán se había llevado todo, decían otros. No seguía yo tan de cerca esos temas, estaba preocupado por el largo viaje en puerta. Con los años, la familia de los Alemán se convirtió en un ente dueño de empresas, su nieto terminó como socio de Azcárraga y hoy es dueño de una compañía de aviación en medio de litigios y denuncias, a punto de quebrar. Pero la imagen que la prensa presentó de un presidente gris y sin acción, señalado como Ejecutivo de trámite llegado a “Los Pinos” para serenar los procesos y revisar el libro contable, era sólo una coartada; cuando fue necesario ejerció funciones estratégicas para contener los movimientos emergentes. La cifra del producto interno de esos días hoy puede dar risa, pero ese producto, por pequeño que fuera, ya estaba repartido y Ruiz Cortines contribuyó para que el monto total de los salarios de cientos de miles de trabajadores siguiera siendo infinitamente menor que los ingresos de unas pocas familias y sus adláteres. Pero decir que él fue el causante de esa situación sería darle un mérito inmerecido; ese asunto se cocina en la vida real, cuando los patrones se apropian de la plusvalía; no es necesariamente una historia de buenos y malos, es un resultado objetivo; el lugar de cada quien en esa historia tiene viejos orígenes, el proceso de acumulación es un monstruo incontrolable.

El banderazo de salida estaba dado, se anunciaba el “fin de la era de los fregaderos, los molcajetes, las hieleras, los metates, los braseros, los calzones de manta, los cántaros, los petates todos estos bienes serían muy pronto piezas de museo…” (esto lo leí en algún lugar que no recuerdo). La imagen del mexicano cambió, de eso dan fe los documentos fílmicos hasta nuestros días; se inició el fin de los sombrerudos, era el momento de aprender inglés y usar zapatos. La moda abrió una brecha profunda entre ricos y pobres.

Cortines asumiría la presidencia en 1952 y nosotros ya íbamos en el tren con destino a Mexicali, ahí tomaríamos el bus, como ya se le decía en esa época, para llegar vía la “Rumorosa” a Tijuana: la frontera más inquieta del mundo nos estaba esperando…

Hoy estoy más que consciente de que mi padre no reflexionó sobre el lugar que había escogido para que sus hijos ingresaran a la adolescencia, Tijuana estaba ahí, en ese momento, aclaro, tenía apenas 60 mil habitantes, corría el año de 1951. Anuncio rutilante de la mitad del siglo, polvorienta, reluciente, desvelada y eterna, atrapada entre los cerros, una postal descolorida con marquesinas en su calle nocturna, la avenida Revolución, una ironía o una broma de mal gusto este nombre paradigmático; pletórica de luz neón, de puertas abiertas con su burlesque en el que los demiurgos: las ficheras y los marineros de la base de San Diego, acorralaban el espacio; decenas de taxistas merodeaban en las banquetas ofreciendo abiertamente “Mexican señoritas” a los transeúntes, en su mayoría marines uniformados, todos ellos bajo la mirada de su propia “policía militar” que recorría muy campante la avenida Revolución con su cintillo en el antebrazo y las iniciales de mp,militar police, cuidando a sus muchachos que pronto partirían para Corea. Algunas columnas de periódicos afirmaban que la ciudad contaba entre sus activos principales con cinco mil prostitutas registradas. Así funcionó durante muchos años, fue una acumulación originaria sui generis.

Entre sus numerosos cabarets y cantinas destacaba una muy especial, “La Ballena”, un galerón con decenas de espejos cóncavos y convexos frente a la barra más larga del mundo, puestos ahí para hacer del desfiguro un evento inolvidable. En sus orígenes el local contaba con más de cien metros de largo, es decir, toda una cuadra, que iba de la calle Tercera a la Segunda, plagada de máquinas “traga nickles”. Los parroquianos disfrutaban acompañados de sus tarros de cerveza, que viajaban sobre la barra para llegar a los clientes, sobre una encerada pista interior, pulida al máximo para permitir su deslizamiento veloz. Hasta ese espacio llegaron miles de forasteros desde el sur y el norte para apostarle un “dime” al futuro; ahí donde la gente había perdido la conciencia del presente, estaba la puerta de los sueños, el camino del infierno adornado con oropel y muslos radiantes en las marquesinas que anunciaban el show de media noche. Era el recuerdo viviente de los años de la ley seca a la orilla del país vecino, “revuelto y brutal”.

Todavía quedaba en el ambiente lo que fue el impacto de la ley seca en la ciudad de Tijuana, contaba un vecino, empleado del casino de Agua Caliente, de aquellos que habían venido como forasteros para jugarse la última moneda en el casino y su casa de juego en esplendor, el Salón de los Espejos, el mismo, al que llegó Al Capone aparentemente sólo para saber cómo iba el negocio, dejando mudos a los hombres y sin respiración a las mujeres, y sobre todo, a la que le entregó su abrigo y recibió cien dólares de propina, billete que no gastó y guardó para siempre. Todos lo vieron, con la boca abierta, una noche plagada de estrellas, marcharse en su flamante Cadillac, Town Sedan, 1928.

A un lugar con esos antecedentes llegamos para vivir e instalarnos en una casa de madera, de ésas que cruzaban la línea sobre las plataformas de los tráileres y con técnica depurada bajaban e instantáneamente quedaba colocada sobre pilotes para desde ese momento poder habitarla. En los años cuarenta aumentó la importación de casas de madera y muchos barrios de Tijuana crecieron con la misma imagen que tenían los suburbios pobres de las ciudades californianas, donde originalmente esas casas fueron construidas en serie.

El callejón de la Séptima se volvió nuestro espacio, una breve calle sin asfaltar y con poco tráfico, lugar ideal para practicar el deporte preferido del tijuanense, de los adultos y de los niños: el béisbol y, además divertirse con todos los juegos callejeros posibles, incluyendo la rayuela, así como también introducirnos a un huerto en el que cosechábamos a hurtadillas los nísperos que pendían en racimos, de pequeños pero frondosos árboles.

La casa que escogió mi madre para vivir sobre la calle Séptima se hallaba en un vecindario de cuatro casas construidas en los años treinta, dos enfrente de las otras dos, con patio al centro, en las que vivían dos choferes de taxi, un policía de tránsito y, desde luego, nosotros. Muy buenos vecinos de las casas dos, tres y cuatro; las amas de casa eran ficheras que laboraban en los centros nocturnos de la avenida Revolución, todas excelentes personas que circulaban a partir de las tres de la tarde y lo hacían con toda naturalidad; no tenían la menor preocupación, su trato era afable y con nosotros eran especialmente cariñosas; sus hijos eran compañeros de juego en el callejón, el oficio de fichera no escandalizaba a nadie.

Tijuana ha sido en su esencia una ciudad de migrantes, eso y su condición de punto fronterizo le daba una vitalidad capaz de enfrentar sus propias deficiencias. Recién instalados, apenas salíamos con los gastos, situación que nos empujó a buscar ingresos adicionales; por las tardes, después de la jornada escolar, salíamos a la calle a vender medias “nylon”, un invento fatídico y hermoso que desplazó a las fibras naturales, en este caso la seda, y entonces las damas se podían comprar con dólar y medio un par de medias, lisas o caladas con figuras seductoras. Todo marchó sobre ruedas, cada estuche conteniendo un par de medias nos dejaba un quarter, es decir,25 centavos de dólar; así completábamos la renta. Estábamos entrando a la adolescencia y nuestra clientela, lógicamente, era femenina; donde había mujeres, incluyendo los centros nocturnos, estaba nuestro circuito. En una ocasión una fichera de buen ver nos dijo: “Les compro un par, pero me las tienen que poner…”, fue un descubrimiento interior, una mezcla de miedo y arrebato.

En ese reducto fronterizo, el más alejado del centro, el presidente Lázaro Cárdenas clausuró la casa de juego y, así, el Casino de Agua Caliente se convirtió en un centro de enseñanza afiliado al ipn, una escuela de lujo, tal vez como ninguna: aulas nuevas, canchas deportivas, pista de atletismo, gimnasio con aparatos, al más puro estilo inglés, etcétera. y en lo que era el hotel se acondicionó el internado; pero lo mejor era que teníamos un grupo de maestros de excelencia, entre ellos, el profesor Bargalló, que había sido director de la Escuela Normal de Barcelona, y el profesor Carlos Blanco, maestro de Literatura de la Universidad Complutense de Madrid. Hago esta ficha pensando en que se trataba de un lugar excepcional y un proyecto educativo de vanguardia. Aquella batalla la ganó al final la pasión y la ambición; hoy los edificios del viejo casino ya no existen, pero cerca de ahí está la firma que administra el juego virtual con el sello del antiguo nombre: Caliente.

Cuando la Federación Nacional de Estudiantes Técnicos convocó a la huelga nacional, la escuela se incorporó al movimiento y marchamos por la avenida Revolución en Tijuana, en el mes de abril de 1956, en defensa del internado, reclamando mejores salarios para los maestros y empleados; la gente en las aceras estaba asombrada al ver a los muchachos manifestarse, algunos de plano nos dijeron que dejáramos de perder el tiempo. El gobierno reprimió al movimiento, desmembró a las escuelas, es decir, las desincorporó, el ejercito asaltó el internado en la Ciudad de México, hubo heridos y detenidos, Nicandro Mendoza, el líder del movimiento, fue a la cárcel. Años después Nicandro declaró: “Los estudiantes luchamos por más horas de clase, más maestros, más laboratorios, más talleres, más aulas, más becas, más casas colectivas… y para que se ampliaran las oportunidades de educación para los hijos de obreros y campesinos.” El cardenismo había dejado su huella.

Por esos días llegó a nuestra casa, para esconderse, mi primo Víctor Baca, miembro de la mesa directiva de la fnet, este movimiento se menciona poco, tal vez porque lo impulsó la izquierda del pri, bueno, el Partido Popular Socialista, pero en esencia se trató de un movimiento social muy importante que dio la batalla durante seis meses; el programa que enarboló puede considerarse el antecedente estudiantil del 68, que tuvo un origen distinto, como sabemos, en aparienci una riña entre escuelas que terminó como movimiento social con alcances históricos. La figura autoritaria de padre-director, policía-presidente entró en crisis para un pequeño sector de la sociedad.

La huelga de 1956, sin importar su origen, abrió un paréntesis en nuestras vidas. Estaba de moda pasar a trabajar al otro lado utilizando el permiso de cruce fronterizo. Ir y venir, trabajar allá, estudiar en horario nocturno y dormir en casa, una condición fronteriza que funcionaba por un tiempo mientras “la migra” no te localizara; era sin duda emocionante, se ganaba bien, aunque no tenías derechos ni antigüedad, era como una transición para alcanzar la residencia; en algún momento, después de un trámite tras otro, ya tenías la famosa green card y estabas ya en la orilla del sueño, un sueño en el que la inmensa mayoría de los que lo alcanzaban eran invisibles, tenían la posibilidad de deambular con unos dólares en el bolsillo, pero sin sentido de pertenencia. El “otro”, cual prestidigitador, te ignoraba, te borraba de su visual, se trataba de una batalla en la que enfrentabas fantasmas y ellos también. No me agradó el sueño americano, me pareció poca cosa, vulgar y sin sentido, no puedo explicar por qué ocurrió eso. Muchos se quedaron para siempre. En una ocasión regresé a Ocean Side