Epunamün. El martillo de Pillán - M.M. Kaiser - E-Book

Epunamün. El martillo de Pillán E-Book

M.M. Kaiser

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Beschreibung

Después de perder lo que más ama, Lientaro solo desea la muerte, sin embargo, esta lo ha esquivado durante mucho tiempo. El suicidio es una cobardía para un mapuche y, sobre todo, para un joven guerrero como él. Para poner fin a todo, Lientaro se ve obligado a recorrer las tierras de la Araucanía. Pero entonces se encuentra con el brujo llamado Curimán, quien tiene una sorprendente revelación que hacerle: Lientaro es el elegido del dios Negenechén para conseguir y portar la Pillantoki, el martillo del dios Pillán, una poderosa arma con la que será capaz de detener a la serpiente gigante y antigua Kai Kai Vilu, que, junto con Trauko y sus esbirros vampíricos, pretende esclavizar al pueblo mapuche. A partir de entonces, Lientaro se embarcará en una aventura llena de peligros para salvar a su gente. «Epunamün» obtuvo el tercer lugar del North Texas Book Festival Award en 2019 y es el inicio de la saga Crónicas Australes. Esta epopeya chilena moderna, imaginada sobre la herencia de los mitos precolombinos y a partir de los paisajes y la cultura latinoamericana, es el viento fresco que cualquier amante de la fantasía épica sabrá apreciar.

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Seitenzahl: 371

Veröffentlichungsjahr: 2023

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M.M. Kaiser

Epunamün. El martillo de Pillán

 

Saga

Epunamün. El martillo de Pillán

 

Copyright © 2023 M.M. Kaiser and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728446942

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Prefacio

Epunamün es un espíritu equivalente a un dios de la guerra, consejero de batalla. A través de la machi, los toki consultaban con él antes de iniciar una acción bélica, tratando de conocer el resultado de esas acciones. Destinaban a su culto diversas ceremonias y un baile que consistía en una serie de saltos con ambos pies que se hacían llevando el compás de los kultrunes.

Los guerreros mapuche excepcionales, así como los conquistadores españoles, quienes supuestamente controlaban el poder del rayo a través de sus mosquetes, recibían también el nombre de Epunamün.

 

“Pillán, el Trueno, es la divinidad suprema de los araucanos, el que vive en las eminencias de la cordillera fraguando la tormenta. Sus hachas son los rayos que cortan de un golpe los viejos robles. Esto parece resultar de la leyenda del viejo Latrapai, referida por R. Lenz, 1897, según la cual Latrapai resolvió un día dar a sus hijas en matrimonio a sus sobrinos Konkel y Pediu, pero siempre que derribasen un bosque de robles, volteando cada árbol de un solo golpe, lo que consiguieron cuando bajaron las pillantoki, que ellos pidieron llamando hachas cuatro veces, en estos términos:

—¡Bájate, hacha del Pillán! ¡Bájate, hacha del Pillán! ¡Favorécenos, soberano de los hombres, bota dos hachas que corten un árbol con cada golpe!

Dicho lo cual, bajaron hachas por las copas de los arboles; y con ellas, cortando cada árbol de un golpe, satisficieron al viejo Latrapai, casando con sus hijas.

Y es de advertir, a propósito de hachas, que las de piedra, obra del hombre primitivo, son tenidas como hachas del rayo por los pueblos indígenas que las desentierran.”

 

Quiroga, Adán. “La Cruz en América”. p.75-76

0 La Conjura de los Dugún

El jovencito, ávido de conocimiento, bajó con su nueva instructora hasta la caverna en donde ella había prometido mostrarle la fórmula de la eterna juventud, esa que los machis de isla Mocha no habían querido enseñarle. Cuando llegaron a la caverna, iluminada por hongos y líquenes bioluminiscentes, volaron juntos hasta la playa de guijarros, donde los esperaba un anciano lisiado cocinando un pez en el fuego.

—Este es el legendario Rapimán —le dijo mostrándole al viejo manco y macilento que se calentaba junto a las brasas—. Él te convertirá en un dugún de renombre y te enseñará cómo llegar a ser un kalku poderoso. —El jovencito sonrió con ambición en los brillantes ojos. La mujer sopló un polvo en su rostro. El anciano se convirtió en un culebrón negro y engulló el cuerpo.

Luego de una semana, un renovado Rapimán salía de la pupa negra y dura en la que se había transformado.

—Han pasado más de mil quinientos años allí arriba, y necesito tu ayuda —dijo ella.

—¿Encontraste la manera de matar al crustáceo? —replicó el hechicero.

—Kai Kai ha luchado con Pillán y mi antigua tierra ya no está unida al continente: ahora la llaman Chiloé y es un archipiélago. Poco después de que desapareciésemos, la serpiente trató de ahogar a los humanos, subiendo el nivel de las aguas. Hombres e ilochefes rogaron por la intervención del padre para controlar al hijo. Como Pillán no puede salir de la cordillera, donde lo confinó su hermano Antu tras la batalla celeste, elevó el nivel de la cordillera para que los mapuche pudiesen subir y salvarse; pero esto no fue suficiente, las aguas seguían subiendo, así que Pirepillán entregó una pillantoki a los ilochefes para que derrotaran a Kai Kai a cambio de su esclavitud.

—¿Los ogros son ahora esclavos de Pillán?

—Eso es lo que se dice entre los brujos y los laftraches. Pero lo interesante de todo esto es la pillantoki. La que utilizaron los ilochefes se perdió hace mucho tiempo; algunos dicen que fue devuelta al dios, pero no hay manera de saberlo. Sin embargo, sienta un precedente.

—Necesitamos despertar el hambre de la Gran Serpiente, convencerla para atacar las tierras de los hombres. Si logramos que el Martillo de Pillán aparezca sobre la faz de la tierra nuevamente, podríamos usarlo para destruir a Gosh-e, y comer de la carne de El-Lal. ¿El ofidio sigue vivo?

—Aún se le rinde culto, pero su presencia está muy disminuida. Lo localicé sumergido y enroscado a la base de isla Mocha, alimentándose de las almas de los muertos que las trempulkalwes, las machis convertidas en blancas ballenas jorobadas, traen desde el continente para que se reúnan con PuAm. Es discreto con su comida, así que no ha llamado la atención de los curanderos que tienen un asentamiento ahí. Mocha es un lugar que utilizan para aprender a caminar por el astral, el mundo de los espíritus.

—En Mocha el mundo de los hombres y el de los espíritus casi no se disciernen el uno del otro. Imagino que no cometiste la locura de entrar a ese mundo sin entrenamiento; nosotros no podemos abrir portales al mundo espiritual a menos que estemos protegidos o que suceda en lugares donde la oscuridad sea más fuerte que la luz; tenlo en cuenta en el futuro.

—Solo me permití ver lo que sucedía en la isla, nunca caminé entre los espíritus; los muertos no me interesan. Además, jamás me acercaría a la culebra libidinosa. La sangre que corre por mis venas le da dominio sobre mi voluntad, y no quiero someterme a sus deseos nunca más.

—En el plano astral no hay solo muertos, mujer. Todo el conocimiento está ahí, custodiado por diferentes espíritus, por eso es peligroso aventurarse sin la guía y la protección adecuada. No obstante, cuando comamos la carne de El-Lal todo va a cambiar; no solo podremos acceder a los archivos astrales con más confianza, sino que tendremos la potestad de un dios sobre los elementos. Ahora debemos salir y hacer que Kai Kai ataque de nuevo, pero antes hay que proteger la caverna; nadie debe entrar a ella y quitarnos lo que nos ha costado tanto conseguir.

—Yo no puedo ayudarte a despertar a Kai Kai; si me atrapa, correré la misma suerte que antes, y no pretendo ser su consorte nunca más; ya te lo he dicho, brujo. Iré con los aónikenk y les enseñaré la caverna, ellos la protegerán mientras conseguimos la pillantoki. Me mezclaré con ellos, a ver si averiguo algo que nos dé más pistas respecto a cómo derrotar a la maldita jaiba.

—No encontrarás nada relevante; yo pasé varios años con ellos. Deberías reclutar algunos clanes y convertirlos a tu precioso matriarcado: te servirán para atacar y dominar a los mapuche cuando seamos semejantes a los dioses.

—¿No crees que con las facultades de un dios será suficiente para lograr mi cometido?

—Tendrás poderes inimaginables, pero nadie puede estar en cien lugares al mismo tiempo para imponer un nuevo orden. El control social es más complejo de lo que crees; necesitas practicar con una tribu si quieres luego gobernar un país. Recuerda esto, niña: quien controla lo que un pueblo cree, tiene dominio sobre ese pueblo. Tu lucha es una guerra de ideas, no solamente de músculos y lanzas.

—¿Por qué los hombres mataron a mi madre y a mis tías entonces?

—Para matar sus ideas. Las lanzas son necesarias, claro, pero si no tienes una idea que imponer, un nuevo relato que entregarles a tus mujeres, si no les das la esperanza de una vida mejor, tu proyecto nunca va a cuajar.

—Necesitaré sacerdotes y guerreros, y nuevos dioses.

—Ese es tu problema. Yo comenzaré a reclutar brujos y a entrenarlos en la creación de piuchén para sembrar el pánico entre los mapuche. Trataré de reunirme con mi pupilo el Trauko para asaltar la isla Mocha, desde donde invocaremos con ofrendas de sangre a su padre. Atacaremos hasta que Pillán decida entregarle una nueva pillantoki a los ogros o a los clanes mapuche, y luego robaremos el martillo para matar al cangrejo. Entonces, el mundo será nuestro. —Rapimán sonrió con satisfacción y salieron de la caverna.

—¿Cómo sabré que no te interpondrás en mi proyecto una vez que nuestro plan haya tenido éxito?

—No lo sabes.

—¿Qué pasa si el nuevo portador de la pillantoki mata a la serpiente? Podríamos devorar su carne y tendría el mismo efecto que el cadáver de El-Lal.

—Kai Kai Vilu es un dios degradado e incompleto. Cuando PuAm lo restauró, conservó algunos de sus poderes sobrenaturales, pero perdió su esencia divina, que es lo que estamos buscando.

—Espero que digas la verdad, que cumplas y no te interpongas en mis planes luego de haber logrado nuestro objetivo, anciano.

—Ya me sé esa cantinela, mujer… Cada uno tiene una misión. Nos tomará unos años, pero te mantendré informada de los avances.

***

Kutralrayén oficiaba una de las ceremonias más importantes para los tehuelche, en especial para la tribu de la Hija del Sol. Una de las jovencitas había menstruado por primera vez; la madre de la afortunada había pregonado la noticia por todo el campamento, y de inmediato comenzaron los preparativos. Los adultos armaron un gran toldo en tierra para acomodar a todos los comensales, cubriendo el armazón con mantas, ponchos y cojinillos, agregándole plumas de avestruz, discos de plata y colgajos arracimados de cuentas de lapislázuli, además de otras piedras semipreciosas encarnadas y amarillas, bandas de cuero con cascabeles y campanillas. Se encendió el fogón, y solo después de que la Gran Madre la hubiese saludado primero, las amigas de la joven se aproximaron para felicitarla. Los hombres pusieron animales al fuego y el tamboril comenzó a sonar. Luego de que todos comieron en abundancia, comenzó el baile; las mujeres se sentaron en un círculo dentro del cual, y alrededor de la nueva mujer —ubicada en el centro—, los jóvenes desnudos, excepto por una banda de cascabeles cruzada al pecho, comenzaron a danzar, práctica que los mozos ejecutaban con denuedo y dedicación, pues de sus destrezas dependería si serían elegidos por las féminas presentes o no. En medio del alboroto y la algarabía porque había una futura matriarca en el clan, llegó el mensaje que la Gran Madre había esperado por años.

Como lo había prometido, Rapimán mantuvo informada a Kutralrayén de sus avances. El brujo demoró veinte años en desatar la guerra y este era el mensaje definitivo. El portador del Martillo de Pillán, Epunamün, había aparecido por fin.

I El Asesino

La celebración se había prolongado por dos días, los jóvenes de la tribu costera danzaban al ritmo del trompe, las caracolas y los tambores, la música viajaba en la tibia brisa marina y la chicha fluía generosa. Lientaro se acercó a la ponchera encorvado y renqueante, como cualquiera que se arrima a los odres por enésima vez durante una larga celebración.

Observó a su objetivo, destacaba entre los demás tiahuanaco por la estatura, lo superaba a él por casi cuarenta centímetros, la cimera emplumada en forma de cóndor evidenciaba su rango.

Tenía órdenes claras, detener el avance de los extranjeros en territorio picunche. La forma de lograrlo era matar al príncipe Cóndor, general a cargo de la anexión de los territorios al sur del imperio. Cóndor venía de haber asegurado Kopayapo, mandado a construir varios tambos entre esta última localidad y el valle del Akonkawa, en donde, para asegurar la zona, había erigido el pucará de Kiyota eligiendo para ello el cerro Mauko. El proceso había sido pacífico, Cóndor no había enfrentado resistencia, a pesar de que le habían advertido de la fiereza de las tribus sureñas. Los picunche, “gente del norte”, siempre habían sido amantes de la paz, y recibían a cualquier invasor con los brazos abiertos, dispuestos a pagar impuestos mientras pudiesen comerciar y seguir con las bucólicas vidas que la fértil tierra en que vivían les permitía. Por esta razón, el mejor lugar para detener a los tiahuanaco era aquí, antes de que alcanzaran el Itata, la frontera norte del Wall Mapu, el gran país mapuche.

Lientaro avanzó entre la muchedumbre, estaba solo a un par de pasos del general, quien abrazaba a la hija de un apo local, que le había sido entregada como presente para consolidar la alianza con el imperio norteño. El mapuche se irguió, se quitó la capucha y le dio un empujón al gigante.

—Esa muchacha es mía —interpeló arrastrando la lengua, tambaleándose con torpeza fingida.

—¡No veo tu nombre en ella! —exclamó Cóndor, amenazante.

—¡Que los dioses lo decidan! —respondió Lientaro mirándolo con ojos de borracho, pasándose el dorso de la mano por la boca, para luego tirar al suelo el malwe del que bebía. La arena absorbió la chicha derramada como libación al dios de la guerra. El general apartó a la chiquilla y dio un paso adelante, aceptando el reto.

El silencio se apoderó de la fiesta para luego tornarse en murmullos, todos se preguntaban quién era aquel extraño, incluso la hermosa joven, que era la supuesta causa de la disputa. Los hombres de Cóndor lo consideraban invencible e inmortal, gracias a la magia negra que los nobles tiahuanaco utilizaban para alargar sus vidas, así que, junto a los locales, se entusiasmaron rápidamente por el duelo. Las apuestas corrieron con premura, la muchedumbre formó un círculo alrededor de los contrincantes cotilleando en voz baja, discutiendo si el extraño duraría minutos o segundos vivo.

De entre la multitud apareció el hacha de Cóndor, un arma tan enorme como letal, el mango medía casi dos metros, en la punta poseía una medialuna de sílex afilada de unos sesenta centímetros de diámetro. Lientaro no se inmutó ante la sonrisa sardónica de Cóndor, quien blandió el hacha con un movimiento circular ascendente, confiando plenamente en que sus habilidades y la borrachera del extraño le darían una rápida victoria.

Lientaro esquivó el golpe rodando hacia un lado, desenfundando el puñal de pedernal que traía en el cinto. El hacha descendía con velocidad sobre su cabeza, el filo se enterró hasta la mitad en la arena; los espectadores, animados por el mosto, que había fluido libremente durante toda la noche, exclamaron su asombro, vitoreando el espectáculo.

Cóndor miró a Lientaro con furia y asombro, el extraño no estaba tan borracho como le había hecho creer, soltando un gruñido levantó el hacha y la paseó a la altura de las rodillas en un movimiento circular paralelo al piso, que Lientaro esquivó dando un paso atrás. Aprovechando la apertura, el mapuche se abalanzó sobre el general, enterrando el hombro izquierdo en la cadera del gigante mientras le apuñalaba la corva derecha. Cóndor sostuvo la colosal arma con la intención de hundir la puntiaguda cacha en la espalda descubierta de Lientaro, sin embargo, este detuvo el golpe con la mano izquierda, le cortó la axila derecha y saltó a un lado para retar al gigante caído a viva voz.

—¡Ponte de pie, invasor! Lucha como guerrero, ¿o eres un maldito cobarde?

La muchedumbre gritaba excitada, los hombres de Cóndor se miraban entre ellos sin saber qué hacer. Nadie podía inmiscuirse o interrumpir un combate singular, ni siquiera en medio de una batalla campal, eso dictaban las antiguas reglas de la guerra.

Con un grito ensordecedor, apoyándose en la pierna sana, usando el arma para sostenerse, el príncipe se puso en pie. Estaba pálido por la pérdida de sangre, sudaba frío y la vista se le nublaba, sin embargo, en un último esfuerzo levantó el hacha para descargar un potente golpe sobre Lientaro, quien casi sin esfuerzo se movió con la rapidez de un felino hacia delante, esquivándolo, cortando la axila izquierda y luego pateando la rodilla sana de Cóndor, quien soltó el hacha y se derrumbó con un gemido de dolor.

Lientaro sostuvo la cabeza del príncipe por detrás, y ante la estupefacta mirada de los ahora silenciosos espectadores, cortó parsimoniosamente la garganta del gran general.

La multitud aulló, los pocos que apostaron por el desconocido ganaron una gran cantidad, los hombres de Cóndor se precipitaron rabiosos al centro del corro para levantar el cuerpo de su líder y príncipe, aprehender y matar al desconocido. La mujer que generó la disputa fue arrestada de inmediato, sin embargo, el misterioso novio local no apareció para rescatarla. Lientaro se había refugiado en el bosque cercano a la playa esperando que se organizaran cuadrillas en su búsqueda, el campamento tiahuanaco era un caos.

En la mañana, con cuarenta hombres menos, la avanzadilla de conquista marchaba al norte, derrotada por un solo hombre.

II Ogros de las Montañas

El ave, especialmente amaestrada para llevar mensajes, volvía después de entregar el informe de la muerte de Cóndor.

Lientaro estaba bajo una de las numerosas cascadas que se forman en el nacimiento del río Itata, el frío. La fuerza del agua de deshielo que bajaba desde la cordillera y le masajeaba los hombros le hacía olvidar, quería olvidar, ese era su objetivo, la razón por la cual se había autoexiliado y convertido en un guardián de la frontera, en un sicario de la nación mapuche.

Pichimanque, el pequeño tiuque mensajero, se posó en una de las ramas de mañío que bordeaban la oculta catarata; en su pata, una lana teñida de negro indicaba que algo ocurría, una emergencia. Los kipus, nudos en la lana hechos a una distancia calculada unos de otros no dejaban lugar a dudas, estaba siendo convocado con urgencia.

Lientaro reflexionó en torno a las posibles amenazas; cualquier incursión en la frontera norte sería informada por sus agentes, además, los picunche, al rendirse fácilmente le darían tiempo para notar cualquier actividad anómala más allá del Itata. Desde el sur era bastante improbable que se gestase algún peligro; las pocas tribus belicosas del septentrión eran demasiado pequeñas, y los canoeros kawésqar eran de naturaleza pacífica. Las tribus de navegantes que llegaban esporádicamente desde el oeste para comerciar nunca habían representado una amenaza, y un ataque de las colonias mapuche transcordilleranas era impensable; y si los tehuelche, que viven al sur del río Negro decidieran atacar, ellas serían las primeras en pedir ayuda. Los gigantes legendarios que viven más allá del Toltén, mucho más al sur, cruzando los campos de hielo y el gran glaciar al fin del mundo, a pesar de llenar su imaginación con contiendas épicas; colmando los campos de batalla montados en las bestias acorazadas que ellos llaman milodones, lanzando sus boleadoras a diestra y siniestra, moliendo a sus enemigos con garrotes tan grandes como troncos; eran una amenaza menos probable aún.

Algo extraño había en este mensaje que lo ponía nervioso; la idea de volver después de tantos años, la vergüenza que sentía cuando se acercaba al hogar de antaño; no lo tenía claro. Pero si su hermano lo necesitaba, él debía acudir.

Lientaro cruzaba las montañas a paso ligero, tratando de recorrer la distancia que lo separaba de su destino, el bosque de coigües y lengas que cruzaba era una conocida zona de ilochefes, debía atravesarla rápida y sigilosamente, pocos habían tenido contacto con esta raza huraña y escurridiza. Se decía que quien visitaba la montaña no era vuelto a ver, y solo los machis o su contraparte, los kalku o los dugún, conocen el idioma y pueden comunicarse con los temibles ogros de las montañas, quienes poseen el secreto para preparar ingredientes medicinales que los hechiceros necesitan para crear sus más poderosas pócimas.

Caía la tarde y Lientaro avanzaba rápido entre la vegetación virgen, guiándose por el patrón de crecimiento de los hongos que crecían en la base de los árboles, apartando las ramas de nalcas y helechos de su camino mientras cruzaba la ladera de la montaña para llegar al valle. De pronto, a la distancia divisó una fogata. Aminoró la velocidad, pero siguió avanzando. Lentamente y en completo silencio, haciendo uso de las destrezas aprendidas durante su prolongado exilio, se acercó y se encaramó a un árbol cercano al claro donde se encontraba la hoguera.

Frente a la pira había un anciano de baja estatura, moreno, vestido con pieles de huemul, el cuerpo era delgado pero nudoso, de movimientos seguros y mirada penetrante, el blanco cabello peinado y endurecido en puntas hacia atrás era un asunto nunca visto por el guerrero, no llevaba ni las joyas ceremoniales de los machis, ni los dibujos en el rostro o brazos que presentaban los dugún, ni las ropas negras de los generalmente muy delgados kalku; solo las calabazas llenas de elixires colgando de su costado denotaban su condición de hechicero. El vejete movía los brazos, declamando en un idioma que no era quechua ni mapudungún, ni ningún otro dialecto que Lientaro pudiese reconocer.

Desde el interior del bosque, desde las partes más altas de la montaña, el llamado comenzó a recibir respuestas, gritos roncos y gruñidos que se hacían más audibles a cada momento, hasta que unas sombras altas comenzaron a aparecer alrededor de la lumbre, sin entrar al círculo de luz. De un momento a otro, los sonidos cesaron. El crepitar del fuego sobresalía entre los sonidos propios del bosque y dominaba la tensa atmósfera. El joven trató de no sudar siquiera, pues los ilochefes eran famosos por su gran olfato y aguzado oído. Se decía que a la luz del día su vista era pobre, pero que veían bien en la oscuridad.

La curiosidad lo había metido en un aprieto. Si las leyendas eran ciertas, los ogros de las montañas no demorarían mucho en detectarlo y comenzarían a cazarlo de inmediato, despacharía un par de ellos antes de escapar, pero no saldría indemne.

Contó catorce en total. Uno de ellos, el más alto, se acercó a la fogata y enfrentó al viejo, medía más de dos metros y medio, su piel verde pálido contrastaba con unos ojos almendrados completamente negros, en ellos no se distinguían pupilas, su pelo era blanco y largo, peinado en una trenza, enmarcado por dos grandes y puntiagudas orejas que se elevaban unos quince centímetros sobre la mollera. El sonido de la voz sonó como un trueno cuando comenzó a hablar en su gutural idioma, el rostro mostraba una expresión dura y desconfiada, el viejo le respondía mirándolo a los ojos sin temor. Comenzó entonces un diálogo ininteligible que se prolongó por unos veinte minutos.

El chamán lanzó unos odres con licor de maíz hacia el ogro, luego extrajo unas diez pieles de chinchilla bien curtidas y las dejó junto a los odres. Otro ilochefe, de menor tamaño, se acercó y revisó la calidad de la mercadería expuesta, e hizo un gesto afirmativo a su jefe; al instante aparecieron calabazas pintadas de colores, amarradas a un cinto de cuero que fueron depositadas al lado opuesto de la fogata.

De súbito, el tono del ilochefe se tornó violento, y apuntó al lugar donde se escondía Lientaro; sin pensarlo, el guerrero asió el puñal con la mano derecha y comenzó a observar su entorno.

En ese momento, escuchó su nombre.

—¡Lientaro, baja de esa rama! ¡Ven aquí, muchacho! —exclamó el anciano. El interpelado movió la cabeza, sorprendido, pensando que podría tratarse de algún truco. Pero estaba rodeado, no tenía opción, debía seguirle el juego al veterano. Bajó del árbol y se detuvo al costado del brujo, enfrentando al ogro que parecía ser el líder—. Llegas justo a tiempo, jovencito —explicó entre dientes el anciano, mirando al frente con una sonrisa en la comisura de los labios y continuó—: Te estábamos esperando, ahora relájate y déjame hablar. —Le cerró un ojo y agregó—: Te sacaré de esta.

Lientaro acató las órdenes, no podía hacer otra cosa. Luego de unos minutos de charla, el hechicero hizo una reverencia y golpeó a Lientaro con el codo para que hiciera lo mismo. Otro ogro se acercó con una macana de metal, no estaba hecha de piedra, hueso o madera como las que manufacturaban los artesanos de su pueblo.

—Esa, Lientaro, es una macana muy especial, y tendrás que luchar con aquel ilochefe para conseguirla. Quien toque el suelo con la espalda primero o se rinda, será el perdedor y se irá a casa magullado y con las manos vacías. El combate no es a muerte, recuérdalo, si lo matas estaremos en problemas.

—Pero, pero… —balbuceó Lientaro—. ¿Por qué no puedo matarlo?

—Esas no son las reglas.

—Sería mucho más sencillo si lo mato.

—Harías que nos descuarticen a los dos.

—¿Por qué me pasa esto a mí?

—Porque tú eres el elegido, el que Negenechén ha enviado para conseguir la macana, vamos, tú puedes —lo animó el pequeño chamán, esbozando una sonrisa que le marcó profundas arrugas en el rostro. Lientaro se enderezó y avanzó hacia el ilochefe.

—¡Con esa misma macana te las voy a dar, maldito viejo enano y embustero! —le gritó por sobre el hombro. El viejo soltó una risita burlona por respuesta.

El contendor tenía el pelo blanco tomado en varias trenzas amarradas por anillos de metal, superaba a Lientaro por lo menos en setenta centímetros, sus brazos eran anchos y nudosos como troncos. Miró al mapuche, despectivo, enterró la macana en el suelo, apretó los puños y aulló mientras se golpeaba el pecho. Comenzó a rodear la macana, caminando a su alrededor como un puma al acecho. Lientaro avanzó sorpresivamente, los guerreros entrelazaron sus brazos probando fuerzas, el mapuche puso su pierna derecha entre las del ogro, metió la cadera y giró el torso tironeando a la bestia, pero el gigante verde no perdió el equilibrio ni se movió, al contrario, sostuvo a Lientaro por el cuello con el ciclópeo brazo y lo levantó unos centímetros del suelo sin esfuerzo aparente; el joven trató de agarrar la pierna de su enemigo para hacerle perder el balance. La maniobra resultó en un Lientaro proyectado por los aires. El mapuche se retorció como un felino y aterrizó con sus dos piernas y una mano tocando el suelo. Miró al ilochefe, que sonreía socarrón, y se lanzó al ataque por segunda vez; corrió a toda velocidad hacia su gigantesco enemigo y en el último momento se agachó e impactó con el hombro contra la cadera del ogro, mientras con los dos brazos atenazó con firmeza las dos musculosas piernas, sin embargo, y en una reacción sorprendentemente rápida para alguien de aquella envergadura, el ogro movió sus piernas hacia atrás e inclinó el pecho hacia delante, contrarrestando la maniobra del mapuche. Acto seguido, lo sostuvo por la cintura, lo levantó en vilo y lo lanzó lejos. Lientaro se estrelló de bruces contra el suelo rebotando, pero se levantó de inmediato.

—¡Esa macana será mía, pedazo de lagarto descompuesto! —gritó, furibundo.

El gigante se reía a mandíbula batiente sosteniéndose el estómago con las dos manos, secundado por el corro que los rodeaba. El líder de los ogros de las montañas, no obstante, observaba el duelo con preocupación.

Lientaro corrió a toda velocidad y en el último momento, cuando el ogro ya había tomado la posición para bloquearlo, le pasó por entre las piernas, se detuvo apoyando las manos en el piso, contrajo su cuerpo y luego como un resorte se estiró, golpeando con los dos pies los glúteos del sorprendido ilochefe, quien cayó de bruces al suelo. Con furia en la mirada, el ogro se recompuso y dio media vuelta para enfrentar al mapuche, sin embargo, para su sorpresa no había nadie ahí; de pronto, una de sus fornidas piernas se elevó con violencia para dejar pasar el cuerpo de Lientaro, que como un ariete impactó la corva izquierda a toda velocidad. El gigante se precipitó al piso de espaldas moviendo los brazos, su pesado cuerpo resonó al tocar el suelo.

Lientaro se incorporó presto y se dirigió a la macana, la sujetó con las dos manos y la desenterró. El artefacto era liviano comparado con las macanas mapuche, que podían llegar a pesar quince kilos. Al voltear, una mano verde en el cuello lo dejó sin aliento, era su enemigo que echaba espuma por la boca y lo miraba con los ojos inyectados en sangre. Lientaro comenzó a perder el aliento, estaba por desvanecerse cuando escuchó un grito a la distancia. La presión cedió; el mapuche cayó de rodillas tosiendo, el monstruo derrotado se internaba en el bosque, malhumorado. El líder de los ilochefes se le acercó.

—Ahora sí estoy muerto —dijo en voz baja Lientaro. El monumental ogro se detuvo ante él y lo ayudó a incorporarse, para luego hablarle en su jerigonza gutural.

El brujo se acercó y comenzó a traducir:

—Mi nombre es Risi, soy el líder de los ëtunaz o pürsar, como nos llaman ustedes. Ha sido un combate magnífico, eres el primero que derrota a Mako en muchos años, has ganado la macana y lo has humillado, no lo superará fácilmente. —Hizo una pausa¬—. Esta es la prueba de que eres de quien habla la profecía. Epunamün, tú y el enano deben dirigirse hacia el lago Kalafkén, adentrarse en las aguas donde encontraran tres islas, en la base de la más pequeña existe una entrada al sistema de cavernas que usaba nuestra gente en los tiempos antiguos, cuando éramos libres. Algunos de los nuestros aún moran en esas zonas, la macana de Mako será tu salvoconducto, les indicará a nuestros parientes cuál es vuestra misión. Las galerías los llevarán a la morada de Pillán, una vez allí, deberán conseguir una Pillantoki. Es la única forma de derrotar al enemigo ancestral que ha vuelto a despertar, y de paso, pagar la deuda que tu pueblo tiene con el nuestro. Deben darse prisa, el tiempo apremia. Que Negenechén te acompañe.

Dicho esto, el ilochefe se dio media vuelta y se internó en el bosque junto a los demás gigantes.

III La Doncella en Apuros

El perfume de la leña de raulí se había disipado, el trinar de las aves se escuchaba en derredor, Lientaro despertó adolorido y con frío. De la fogata solo quedaban los rescoldos, la macana del ilochefe estaba envuelta en una manta de lana fina de alpaca a su costado. Las botellas con elixires y pociones del chamán estaban a dos pasos de él, el pequeño anciano debía estar cerca. Se incorporó y se palpó el adolorido cuello, sostuvo la ligera pero sólida macana, que parecía ser el mango de un hacha o una maza; en la base tenía un contrapeso y en la punta se estrechaba. Luego de la detenida inspección del artefacto, comenzó a gritar hacia la espesura:

—¡Viejo, ven aquí, ven aquí, no va a pasarte nada, lo prometo! —En ese momento, el hechicero apareció de entre la espesura con un par de waches muertas al hombro.

—Qué bien —le dijo—, veo que por fin despertaste.

—¡Viejo maldito! —exclamó el joven al tiempo que levantaba la macana y la descargaba sobre el impertérrito anciano. El golpe atravesó al brujo como si este hubiese estado compuesto de niebla.

El viejo salió nuevamente por otro lado del bosque y se dirigió al claro. Lientaro corrió tras él para asestarle una andanada de puños que obtuvieron el mismo resultado del primer ataque; por tercera vez, el mago apareció desde la espesura, el mapuche sostuvo la macana por el pomo y se la lanzó, la imagen desapareció nuevamente y apareció otra más, y luego otra y otra, hasta que catorce viejos rodearon al guerrero y dijeron al unísono:

—Vamos, hijo, hay que preparar estos animalejos, tengo hambre, deja de jugar. Necesitas reponerte y yo tengo las pociones que tú necesitas.

—Tengo que irme viejo, mi mapu me necesita con urgencia —alegó el joven refunfuñando, para luego girar en redondo, sin saber a cuál de los viejos hablarle o golpear.

—Claro que es urgente, pero aporreado no le sirves a nadie, partiremos al anochecer.

—¿Partiremos, dijiste, tú y tus amigos verdes?

—Debemos ir hacia el Lanin y conseguir la Pillantoki lo más rápido posible, es nuestra única esperanza —esta vez habló solo un chamán, los demás comenzaron a fundirse en pares hasta que solo quedó el real.

—No, viejo, yo me dirijo a Languen Mapu, algo importante ha pasado y debo estar ahí cuanto antes, tus asuntos no me interesan. —Recogió la macana y se la entregó al viejo—. Puedes quedarte con este pedazo de basura.

El viejo le lanzó una calabaza pintada con símbolos extraños.

—Ponte este ungüento en las partes machucadas, voy a cocinar estas ratas almizcleras y seguiremos con nuestra charla. ¿Te parece?

—De todas formas, tengo que comer algo, pero te lo advierto, no voy a acompañarte a ningún lugar. Si ese asunto es tan importante como dices, uno de esos lagartos descompuestos debería ir contigo, no yo.

—El ir y venir de los hombres no nos queda a nosotros decidirlo —respondió el brujo mientras despellejaba los waches—, son los dioses quienes escriben nuestro destino — agregó mientras le sacaba las entrañas a la primera de ellas—. Tú me acompañarás, porque ese es tu destino. —Ensartó a los animales en varas de peumo, los ordenó sobre el fuego y miró al joven—. Si no vas conmigo, PuAm, el gran espíritu, se encargará de mover los contextos para obligarte y eso conllevaría un costo que estoy seguro no quieres pagar. Ahora voy a lavarme las manos y traeré agua de la vertiente que está detrás de esos árboles mientras está lista la comida. Trata de reponerte de la paliza que te dio Mako, tal vez puedas pensar con claridad más tarde.

Lientaro iba a contestar, pero la réplica murió en sus labios; como buen chamán, el anciano tenía respuesta para todo, era inútil y hasta peligroso discutir con él.

La grasa les corría por la barbilla, las brasas ardían suaves, terminando de cocinar la sabrosa carne asada, ambos masticaban con fruición apegados a la lumbre, acompañando la comida con chicha de frutillas que el veterano guardaba en una de sus calabazas.

—Ayer, en el claro, ¿cómo supiste mi nombre? ¿Sabías que estaba escondido en el árbol?

—Eres el guerrero que Negenechén nos ha enviado en el momento de necesidad de la nación mapuche, debemos cumplir nuestra misión para restaurar el equilibrio del mundo.

—¿Y quién eres tú, que hablas con los dioses y no eres machi?

—Yo soy Curimán, no soy un machi, es cierto, ni dugún ni kalku. Negenechén me ha despertado con un solo propósito, guiar al elegido para que se cumpla la profecía de los ilochefes: “un mortal blandirá la piedra luminosa, la Pillantoki, el Martillo de Pillán, y restaurará el orden en el Wall Mapu”.

—¿Y tú esperas que yo te crea ese discurso y que te siga al interior del Lanin? —bufó Lientaro—. Estás chiflado, vejete —sentenció masticando el muslo de rata almizclera—. Pero cocinas bien, solo por eso voy a perdonar tu vida —agregó deglutiendo—. Aun así, yo me largo, me debes una en todo caso, no lo olvides, abuelo, puede que me den ganas de cobrártelas en algún momento.

—Está bien, hijo, será como tú quieras. Primero iremos a Languen Mapu a ver a tu hermano Lientur, ahí te convencerás de lo urgente de la situación.

—¿Iremos, dices? —espetó el joven—. Viejo, yo no necesito lastres, no puedo encargarme de ti, ni quiero andar con ningún compañero. Cuando me largue será mejor que no me sigas, no serías el primer nigromante que despacho, ¿te queda claro?

—Como quieras, muchacho, entonces deberé buscar a otro para cumplir con la misión. Es una pena, eras el indicado… en fin… —Suspiró el veterano, avivó el fuego y terminó de comer su pata de wache con una sonrisa en el rostro—. Lamentablemente, verás que la única forma de ayudar a tu mapu es acompañándome, quiera Negenechén que no sea demasiado tarde cuando lo descubras y el precio de tu porfía demasiado alto. —Le lanzó otra calabaza—. Bebe un poco de esto, ayudará a tu recuperación.

—Ya veremos si el destino está escrito y es ineludible —replicó el joven, y tomó unos sorbos de la calabaza—. Ahora déjame dormir, me duele todo.

Al día siguiente, Lientaro había avanzado una buena cantidad de kilómetros. De sus machucones o el viejo no había rastro, al parecer no lo había seguido, lo cual lo decepcionaba un poco, pensaba que el anciano insistiría más con la idea demente de internarse en el Lanin.

La pomada había tenido efectos increíbles, se sentía incluso más ágil y con más energía que antes; si se detenía a pensarlo bien, no hubiese sido un mal compañero de viaje. Sin embargo, también sabía que las historias que incluyen brujos siempre terminan con un doblez, una vaguedad que les permite dejarte atrapado en las peores situaciones. Para el joven guerrero hubiese sido imposible fiarse del vejete.

Ya había dejado bastante atrás la montaña de los ilochefes, se detuvo para refrescarse en una vertiente; era media tarde, el trinar de los pájaros y el aroma dulzón de las flores silvestres llenaban el aire, los copihues colgaban rojos, rosados y blancos entre las ramas de los robles.

Aun viajando de día y de noche, demoraría por lo menos cuatro jornadas en llegar al valle que ocupaba el rewe donde se encontraba su hermano.

Decidió descansar unos minutos, se sentó en la hierba y se dejó acariciar por los rayos de sol que se filtraban entre las ramas dulcemente mecidas por el viento cálido del verano. Acunado por la música del bosque, se quedó profundamente dormido.

Lo despertó un grito femenino a la distancia, al principio pensó que era la pesadilla de siempre, sin embargo, los alaridos continuaron cuando abrió los ojos, es más, el sonido comenzó a intensificarse. Se puso de pie de un salto, sacó el puñal y se dirigió corriendo a la fuente de las voces de auxilio.

Entre los arbustos distinguió las piernas de una joven que pataleaba mientras la arrastraban brutalmente por entre la floresta. Lientaro se acercó raudo y sostuvo decidido uno de los tobillos de la joven, que soltó una exclamación de sorpresa al ver que sus plegarias habían sido escuchadas; el cuerpo de la muchacha comenzó a estirarse hasta quedar recto y tenso entre las manos de su captor que la afirmaba de las amarradas muñecas, y las de Lientaro que la sostenía ahora de ambos tobillos y afirmaba sus propios pies contra un par de troncos de raulí para no ser arrastrado por la descomunal fuerza del ser que se le oponía.

Le bastó solo una mirada de reojo para identificar a su enemigo; los deformes pies peludos y embarrados, la ropa hecha de fibras quilineja, el cuerpo ancho y grotesco, la melena larga y sucia que nacía bajo la calva mollera fueron suficiente indicio; no debía levantar la mirada por ningún motivo.

Fijó la vista en el piso y se concentró en la fuerza que debía desplegar para librar a la mujer de las poderosas manos del demonio que había comenzado a gritar con voz espantosa.

—¡Suéltala y mírame, hombre! ¡Muéstrame tu rostro, joven valiente, mírame a los ojos, mírame! —declamaba el monstruo, soltando horribles carcajadas y mostrando la podrida dentadura.

La joven chillaba de dolor. Lientaro tiraba con todas sus fuerzas, planeando una estrategia para salir bien librado de la situación. Otra más en la que no debió entrometerse —pensaba para sí— y esta vez no había ningún viejo entrometido que le echara una mano.

El guerrero observó la sonrisa en la contrahecha boca del monstruo, y cómo se tensaban los enormes y musculosos brazos justo antes de dar el jalón que lo arrastraría junto con la joven, o la partiría a ella en dos. En el último momento, soltó los tobillos: la mole rechoncha rodó por el suelo, la mujer cayó al piso, inconsciente. Lientaro, puñal en mano, se puso de inmediato en movimiento, rodeando a la bestia que se incorporaba rabiosa y sorprendida. Lo sostuvo por la melena para evitar la mortal mirada y comenzó a clavar el puñal en el grueso cuello, los pulmones, bajo las costillas y en el pecho, buscando los puntos vitales, enterrando la hoja hasta el mango con la pericia de un experto asesino. Sin embargo, el inmortal apresó la muñeca del mapuche y jaló. Lientaro puso el antebrazo libre en la grasosa nuca del monstruo para no ser proyectado hacia adelante, pero la fuerza del demonio era descomunal.

—¡Gusano insolente! —escupió la bestia—. ¿Cómo te atreves a atacarme con ese juguete, acaso no sabes quién soy yo?

—¿Una bola de grasa horripilante? —replicó Lientaro entre dientes, jadeando por el esfuerzo.

—Te decapitaré con mis propias manos y dejaré que los carroñeros se alimenten con tus entrañas. Yo soy el hijo de Kai Kai Vilu, Trauko el inmortal, el irresistible para las doncellas, y tú no puedes matarme —vociferó el monstruo, proyectando a Lientaro por los aires, este se estrelló contra un mañío. Mientras se incorporaba, se preocupó de no mirarlo a los ojos. Los peludos pies se acercaban. El dolor en la espalda era tan intenso que se le nublaba la vista. Había dejado caer el puñal.

De las heridas del Trauko brotaba un líquido negro, espeso y maloliente, el inmortal parecía no sentir dolor, y caminaba hacia el mapuche con una amplia y amarilla sonrisa.

—¡Vamos, mapuche! —lo desafiaba con ferocidad Trauko—. Sigue luchando, que me entretiene, voy a esparcir tus intestinos por el bosque mientras aún estés vivo —dijo, y lo agarró con fuerza por la nuca—. ¡Ahora, mírame! —exclamó acercando el rostro al del joven, tanto que Lientaro sentía el hediondo aliento del monstruo en la cara.

El mapuche apretaba los párpados, evitar aquella mirada era lo único que lo separaba de la muerte. Con el puño libre, Trauko descargó una tormenta de golpes a las costillas y el rostro, que comenzó a hincharse y luego a sangrar profusamente. Lientaro estaba al borde de la inconsciencia, pero no abrió los ojos, no iba a rendirse. Reunió sus últimas energías y pateó la corva de su verdugo, el cual perdió el equilibrio. Vio una oportunidad, aferró el pulgar de la mano que le aprisionaba la nuca y lo dobló hacia atrás, el demonio chilló de dolor. Al verse libre, el mapuche corrió hacia el puñal, Trauko fue tras él cojeando, rezumando ira, decidido a matarlo.

La reacción del joven fue rápida y sorprendió al confiado hijo de Kai Kai: le lanzó una andanada de cortes en las piernas y luego hundió el pedernal completo en la rodilla izquierda del inmortal, que aulló de sufrimiento, pero sostuvo la cabeza del mapuche por la melena y lo obligó a enfrentarlo.

—Te llevarás un recuerdo mío —exclamó el joven desafiante, mientras enterraba el cuchillo entero en la otra rótula, esta vez giró el mango y dejó la piedra incrustada en la articulación—. ¡Suéltame, bola de grasa!

Trauko dio un bramido que estremeció el bosque, pero no aflojó el agarre. Hundió los dedos bajo los ojos de Lientaro con tal fuerza que estos finalmente se abrieron. La magia de la criatura hizo efecto de inmediato, un entumecimiento comenzó a apoderarse del cuerpo del guerrero, internándose a través del nervio óptico hasta llegar a la medula espinal, bajando por la columna hasta agarrotar todos y cada uno de sus músculos; una negrura le cubrió los ojos, los sonidos y las sensaciones fueron perdiendo intensidad, hasta que sus sentidos se embotaron y su conciencia se perdió en el vacío y la oscuridad.

IV La Resurrección del Guerrero

Trauko se disponía a decapitar a Lientaro con las propias manos, en ese momento, un traro negro descendió sobre una rama, dio un par de aleteos y cambió de forma: Curimán sacó una pifilca nacarada de entre las ropas y comenzó a tocar. Suave al principio, aumentando el vigor del sonido a cada compás, el ritmo monótono hizo efecto sobre el inmortal, que por un momento buscó la fuente de la música. El poder de la tonada era mayor que el de la vara de padelwun