LaiAntü. La muerte del sol - M.M. Kaiser - E-Book

LaiAntü. La muerte del sol E-Book

M.M. Kaiser

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Beschreibung

El viejo héroe deja atrás su tierra, sus fracasos y sus dolores y se embarca en una nueva aventura, de la que espera ya no ser el protagonista. Lientaro, el elegido de Negeneché, el portador de la Pillantoki, el vencedor de Kai Kai Vilu y Kutralrayén, ya no es el joven mapuche aguerrido del pasado. El peso por las muertes de sus seres queridos, que le fueron arrebatados por Kutralrayén, la hija del sol, llena de dolor sus días. La culpa y la tristeza se ciernen en su alma como una tempestad. Pero de pie en la proa del barco, navegando hacia el septentrión, la brisa del océano parece llevarse su melancolía. Sin embargo, no durará mucho su paz, ya que Fen, la hija de Kutralrayén, ha crecido y se ha convertido en una temible guerrera que lo busca para vengar la derrota que sufrió su madre. «LaiAntü» es la esperada tercera parte de «Crónicas australes», la epopeya de fantasía épica chilena que no dejará indiferente a los amantes del género. Mitología precolombina en estado puro: sus paisajes, sus leyendas y su lenguaje, elementos que consiguen hacer de este universo fantástico un digno representante de la identidad chilena.

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Seitenzahl: 270

Veröffentlichungsjahr: 2023

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M.M. Kaiser

Laiantü. La muerte del sol

 

Saga

LaiAntü. La muerte del sol

 

Copyright © 2023 M.M. Kaiser and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728446966

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Prólogo

La luna aún no despuntaba tras la cordillera de los Andes. El brujo avanzaba sigiloso entre los árboles, envuelto en la oscuridad, acompañado del canto de las ramas agitadas por el viento otoñal, el ulular de un autillo o las patas de algún roedor corriendo entre la hojarasca húmeda por la reciente lluvia. Intentando percibir la energía vital de su derrotada aprendiz. Con lentitud, de izquierda a derecha, movió el rostro cubierto por una máscara de madera de raulí. Se detuvo. De entre la capa cubierta de plumas negras que lo envolvía de pies a cabeza, estiró el brazo derecho y abrió la palma de la mano, las runas tatuadas en la piel brillaron. Caminó con seguridad hasta un claro en el bosque, un círculo negro que la vegetación parecía evitar. Se desembarazó de la pesada túnica y comenzó a escarbar la reblandecida tierra.

Un delgado gajo de luna brillaba en el estrellado cielo cuando encontró lo que buscaba. Parecía un capullo de mariposa del tamaño de una persona en posición fetal. Continuó escarbando hasta que logró liberarlo y, con esfuerzo, levantarlo hasta la superficie. Acercó el oído. Escuchó un latido fuerte y constante, acompañado de otro débil y lento.

Arrastró el huevo hasta la orilla sur del río Cautín y se acomodó entre unas rocas que formaban una poza poco profunda. Del cinto sacó un puñal de sílex y comenzó a cortar, cuidando de sajar solo la cáscara. Apenas el filo penetró, un líquido viscoso brotó de la pupa, cuya superficie comenzó a moverse. Completó la incisión y metió el brazo hasta el codo, para luego tirar hacia fuera.

Una niña que aparentaba diez años cayó en sus brazos boqueando, los ciegos ojos abiertos, manoteando, tiritando de frío. El brujo se apresuró a acomodarla para cortar el cordón umbilical y amarrar los dos extremos. Luego le apretó el pecho, vaciando los pulmones de líquido amniótico y sumergió a la recién nacida en las frías aguas que entonaban un suave murmullo en su camino al mar. La limpió con cuidado antes de abrazarla, calmarla y subirla a una roca plana para abrigarla con un manto de lana de alpaca.

Cuando la niña se hubo dormido, limpió el capullo y lo volvió a cerrar, suturándolo con delicadeza.

Antes del amanecer, cargando con ambos bultos, el gran dugún se perdió en la floresta.

1. El Hombre Pájaro

De pie en la proa del barco, que se balanceaba grácil sobre las olas, Lientaro inspiraba hondo el aire salado que le revolvía los cabellos negros. La cordillera de los Andes se levantaba a su derecha como un muro de hielo construido por los mismos dioses; a su alrededor, la unión del cielo y el mar apenas se distinguía. Las aves marinas habían dejado de acompañarlos hacía dos días. Habían visto grupos de toninas, ballenas jorobadas y orcas pasar a unos cuantos metros y la pesca era abundante.

Mientras navegaban hacia el septentrión, la brisa del océano se llevaba el peso del pasado que lo había sumido en un estado de indolencia permanente: la vejación y muerte de sus esposas e hijos frente a sus ojos, la impotencia a manos del monstruo llamado Trauko. La decisión de matar a Kutralrayén, la guerrera que amenazó con conquistar y esclavizar a su pueblo, quien robó su semilla y llevaba su simiente, una hija suya en el vientre durante aquella última batalla en la cual había sacrificado su mano derecha a cambio de la victoria. La culpa y la tristeza se cernían en su alma como una tempestad que no se desataba nunca. Gracias a haber bebido del pozo de Urd, había obtenido un entendimiento profundo de la realidad y sus caminos, de las fuerzas que actuaban bajo la realidad manifiesta. Pero entender no significaba sanar. Lientaro necesitaba dejar atrás su tierra, sus fracasos y dolores, y embarcarse en una nueva aventura, en la cual esperaba ya no ser el protagonista.

―¡Tormenta! ―gritó Vikarr, sacándolo de sus cavilaciones. Un joven aesir rubio de incipiente barba, encaramado en la verga, aferrado del palo mayor, con las piernas colgando sobre la vela cuadrada.

―Skidbladnir puede resistir cualquier borrasca ―reclamó Wodan―. ¡Remen, hermanos, nuestro reino se encuentra más allá del horizonte! ¡Amarren la carga! ¡Aseguren la botavara!

―¡Calma, hijo de Bor! ―gritó Lientaro con una sonrisa amplia, abrazando a Iduna por la cintura―. Tu reino no va a ir a ninguna parte.

―Eres viejo y lento, tuerto ala de cuervo, descansa y deja que los jóvenes nos encarguemos ―replicó el fornido y rosado líder de los aesir.

―Aún estás verde, portador de la lanza.

La tripulación soltó sonoras carcajadas.

―¡Aseguren los remos! ¡Recojan la vela! ―ordenó Wodan con una sonrisa―. Vamos a bailar con las sumpalwes esta noche.

El cielo se oscureció, las nubes ondearon sobre ellos, levantando el mar antes de descargar una gruesa cortina de lluvia. Los relámpagos azules que precedían a los truenos que parecían rajar el aire iluminaban las montañas de agua salada que se levantaban enormes y poderosas a su alrededor. Skidbladnir se deslizaba veloz, dejando una estela blanca que se perdía entre la espuma del embravecido océano.

Vikarr aseguraba la vela en cubierta. Vili y Ve se aferraban al timón, haciendo un esfuerzo para escuchar las órdenes de Wodan, encaramado en el palo mayor, buscando la ruta adecuada en medio de la borrasca. Lientaro, empapado como sus compañeros de viaje, se arrebujó en su poncho, acomodó a Mutallfeñ ―la espada hecha con la quijada de camahueto― y de pie, firme en la proa, sonrió ante el aterrador panorama. El sol cayó tras el horizonte. Las tinieblas hacían difícil la navegación. Cuando sacó a su anchimallén, le dio algo de miel de una de las calabazas que colgaban de su cinto y lo echó a volar para que les indicase el camino. El brillo sobrenatural del pequeño ser de las profundidades de la tierra apenas se distinguía en medio de las precipitaciones y se perdía cuando los relámpagos cruzaban el cielo.

―¡Ánimo, hermanos, mucho tiempo vivimos en servidumbre en las entrañas del mundo, es hora de desafiar la libertad que nos ha sido otorgada! ―exclamaba Wodan, voz en cuello.

La noche pasó lenta, los hombres se aferraban a las jarcias. Mojados. Con los músculos ateridos. Enceguecidos por la violencia de los elementos que los llevaban de arriba abajo sobre colinas líquidas, que como una miríada de fauces monstruosas intentaban tragarlos.

Amanecía cuando el mar volvió a la calma. Las nubes altas en el cielo se iluminaban con colores de plata. Un frío que calaba los huesos los mantenía despiertos y sonrientes. La vela cuadrada volvió a elevarse y se infló de manera milagrosa, impulsándolos hacia el norte.

―¡Naufragio adelante! ―gritó Vikarr, de nuevo en el puesto de vigía―. Es un catamarán de totora. O lo que queda de él.

―Vili, Ve, ajusten el rumbo, vamos a ver si podemos ayudar ―ordenó Wodan.

Lo primero que topó el casco de Skidbladnir fue una piña, pequeña y amarilla, luego restos de tela de la vela y otros pedazos de la embarcación destruidos por la tempestad. Más adelante, dos hombres encaramados sobre uno de los flotadores del catamarán destruido les hicieron señas.

―¡Iorana! ―gritó el más joven de los náufragos, sosteniendo por debajo de la axila a su compañero para que no se hundiese.

Wodan miró a Lientaro, quien asintió con un leve movimiento de cabeza. Un par de jarcias fueron lanzadas por la borda. El joven amarró por el pecho a su acompañante y lo despertó hablándole en su idioma.

―Son los comerciantes del mar de los que les he hablado, los que construyen hombres de piedra y recorren el río océano en su balsas ―informó el mapuche. Le hizo un gesto a Iduna y esta fue a la bodega por frazadas de lana de llama y agua dulce―. Mari Mari ―dijo a continuación el tuerto, dirigiéndose a los rescatados, despatarrados en cubierta, agotados y entumecidos―. ¿Hablas mi idioma?

―Mauru uru, hoa ―respondió el joven moreno, alto, de pecho ancho y brazos fuertes.

―Mari Mari ―intervino el anciano barbudo con esfuerzo en veliche, con fuerte acento polinésico―. Pensamos que íbamos a morir, gracias por rescatarnos. ―Inclinó la cabeza varias veces y luego bebió del tazón de madera que les alcanzó Iduna.

―Mi nombre es Lientaro, del país del mar, de la nación Mapuche. Los antiguos cuentan que ustedes nos trajeron las gallinas y los cerdos. Nuestros pueblos han sostenido buenas relaciones comerciales. ―Lientaro hizo una pausa para permitir que el viejo tradujera al más joven―. Acompaño a mis amigos y protegidos en un viaje al norte, en la búsqueda de una tierra que puedan convertir en su propio reino. Wodan, hijo de Bor, es su líder. ―El tuerto apuntó con el muñón al platinado aesir y continuó―: Contar con tan afamados navegantes nos hará más fácil el trayecto si deciden acompañarnos. Sean bienvenidos a Skidbladnir.

―Mi nombre es Atiu ―respondió el raquítico viejo―. Soy el Ivi Atua de este joven guerrero, Fangatua. ―El joven saludó con la cabeza―. Él es nuestro Tangata Manu, el hombre pájaro de su clan. Mi deber es cuidarlo y guiarlo al Torneo Solar, en Tiahuanaco.

―La nación Mapuche mantiene relaciones poco amistosas con el imperio.

―Hace cuatro generaciones que se lleva a cabo en el templo de Kalasasaya, frente a la Puerta del Sol. Alguna vez nuestros antepasados ganaron el privilegio de procrearse con la diosa orejona, hija de Ra’a, para que el linaje de los dioses entrase en nuestro pueblo. Pretendemos recuperar ese honor. Necesitamos llegar al desierto, donde las balsas flotantes nos llevarán hacia el altiplano. Si nos dejan cerca de los nasqueños, les estaremos agradecidos.

―Eres un brujo. ―Frunció el ceño Lientaro.

―Y tú un guerrero ―respondió Atiu―. A juzgar por tus cicatrices.

―Me especializo en destripar hechiceros.

―Y en matar dioses ―agregó Wodan, palmeándole el hombro a su mentor.

―Soy un sacerdote, el Ivi Atua debe canalizar el maná de Hiva y tatuarlo en la piel del Tangata Manu. ―El anciano hizo una pausa, escrutando el rostro de su interlocutor―. Tal vez quieras participar en el torneo. Los mejores guerreros de nuestro tiempo se darán cita en Tiahuanaco para probar quién es el más fuerte. Entre ellos hay varios que de seguro llevan sangre inmortal.

―Los mapuche luchamos por nuestra libertad y por el honor de nuestras familias ―el manco chistó y se llevó la mano a la barbilla antes de mirar a su alrededor―. Pero tal vez alguno de mis jóvenes protegidos quiera probar suerte.

Wodan y Vikarr sonrieron.

―El imperio tiahuanacota está hacia el norte, y allá es donde nos dirigimos ―sentenció el caudillo de los aesir―. No hay gloria sin una buena batalla. Denle licor y alimento a estos hombres, serán nuestros guías de ahora en adelante.

La tripulación aprovechó el buen clima y las capacidades sobrenaturales del barco luengo en el que navegaban, para asar algunos peces frescos que guardaban en uno de los tantos odres con provisiones que llevaban bajo cubierta; prepararon tortillas, un guiso de papas, changles deshidratados, zapallo y carne de guanaco ahumada, sazonado con merquén, y comieron.

―¿Cómo lo hacen para navegar por el río océano en esas balsas endebles? ―preguntó Vikarr.

―Este barco no fue construido por ningún mortal ―respondió el Ivi Atua.

―Lientaro se lo quitó a un gigante de hielo ―intervino Wodan―. Nunca le falta el viento y siempre encuentra su camino.

―Somos gente de mar ―reveló Atiu―. Conocemos las corrientes marinas y leemos las estrellas, son como un mapa en el cielo para nosotros. En las islas en las que vivimos no abunda la madera, no podemos darnos el lujo de construir embarcaciones más grandes.

―Podrías enseñarnos ―dijo Vili, el hermano de Wodan―, para cuando nosotros construyamos nuestras propias naves.

―Estamos en deuda con ustedes, pero lo que me pides es sagrado.

―¿No temes que te echemos por la borda, viejo? ―preguntó Lientaro con una sonrisa maliciosa.

―Crees que te sería fácil lanzar al agua al Tangata Manu, el mejor guerrero Rapa Nui ―espetó el anciano, entendiendo la dinámica juvenil de sus nuevos compañeros.

―Tu muchacho necesita practicar para el torneo ―dijo Lientaro―. ¿Qué tal si le ayudamos y a cambio tú nos enseñas algunos trucos de navegación?

El Ivi Atua bajó la barbilla y se acercó a Fangatua, hablándole en su propio idioma. El hombre pájaro entrecerró los ojos y miró los rostros de los hombres y mujeres que lo rodeaban. Se veían atléticos. Exceptuando a Lientaro, eran pálidos como la leche o rosados. Sus cabellos variaban desde un rubio casi albino, hasta rojos cobrizos, los ojos azules o verdes destellaban con el hambre de aventura de la juventud. Aún eran niños.

El Tangata Manu asintió con el rostro impávido.

―¡Así me gusta! ―exclamó Lientaro―. Nada como una buena competencia de lucha para mantener a los chiquillos entretenidos durante el viaje.

―No te quejes si alguno de tus críos termina con un brazo quebrado ―advirtió Atiu.

―Eres un brujo, sabrás cómo sanarlos ―respondió el mapuche, mirando con intensidad a su interlocutor.

―¡Despejen la cubierta, hermanos! ―ordenó Wodan―. ¡Traigan el odre de hidromiel! ¿Quién quiere ir primero?

Un fornido pelirrojo se abrió paso, moviendo los brazos como las alas de un ñandú, aullando como un chacal. Gillingr el escandaloso, se acercó al círculo marcado en la cubierta y levantó las manos para que le diesen ánimos. Gritando y bailando alrededor de Fangatua, que lo miraba sereno.

Gillingr era el más viejo del grupo que había partido con Lientaro y Wodan en la expedición. Primo de Bor, patriarca de los aesir. El pelirrojo había luchado en la batalla del río Cautín contra los invasores tehuelche, los jinetes de milodón de Kutralrayén, la gran madre. A pesar de haber intentado asentarse en Boroa, su carácter pendenciero lo había excluido de los puestos de autoridad que habían ocupado sus hermanos.

El escandaloso era alto, barbudo, de pecho ancho, barriga prominente y gruesos brazos. A pesar de su contextura era un luchador infatigable. Lientaro lo había visto soportar abundante castigo y tumbar guerreros hábiles de un solo golpe.

―Ahora, vejete, explícanos las reglas del torneo, para que luchemos bajo aquellas condiciones y esto le sirva de entrenamiento a tu pajarraco ―Lientaro levantó la voz para que los presentes pudiesen escucharlo.

―Los duelos se llevan a cabo sin armas. Todo lo demás está permitido. El primero que muera, caiga inconsciente o se rinda, pierde ―respondió el Ivi Atua, mirando al mapuche y levantando una ceja.

―¿Te quedó claro, Gillingr? ―interrogó Wodan. El aludido asintió y las trenzas de su cabello y barba se movieron también.

―¡Adelante! ―gritó Lientaro, entusiasmado.

La cubierta de Skidbladnir era una superficie inestable, a pesar de que el mar estaba calmo, el barco se mecía surcando las olas. Gillingr el escandaloso, aprovechó el momento en que su posición se elevó para lanzarse al ataque. El fornido Fangatua levantó los brazos y ambos contendientes juntaron las palmas y midieron fuerzas por un segundo. Cuando la inclinación cambió y el rapa nui quedó arriba, el aesir bajó su centro de gravedad y sostuvo al Tangata Manu por la cintura y la parte interior del muslo derecho, quien al verse izado y a punto de ser estrellado contra el suelo, sostuvo la cabeza de Gillingr con una mano y con la otra extremidad asestó un codazo en la sien que lo obligó a soltarlo y retroceder un paso. El dolor bastó para enfurecer al aesir, quien volvió a la carga con una andanada de golpes de puño. Fangatua, con una rapidez sorprendente para un hombre de su contextura, dio un paso al costado derecho al tiempo que con la izquierda desviaba un brazo y la dirección del cuerpo del pelirrojo, que se vio por un instante desestabilizado. La palma de la mano del moreno viajó por sobre el codo del escandaloso y se cerró justo antes de impactar de lleno en la barbilla, mandándolo inconsciente al piso.

Por un momento, solo se escuchó el romper de las olas contra el casco. Luego los vítores y el choque de jarras con hidromiel sonaron atronadoras.

El Tangata Manu, de pelo rizado, peinado en cuidadas trenzas gruesas, levantó el rostro, miró a su audiencia desafiante y exclamó algo en su idioma. El cuerpo musculoso y cubierto de tatuajes se veía imponente en medio de tanta palidez.

―El pajarraco pregunta si alguno más se anima ―tradujo Atiu con satisfacción.

―Tenemos un guerrero poderoso a bordo ―asintió con una sonrisa amplia Lientaro, apuró un sorbo de su bebida y le hizo un gesto a Ve, quien dio un paso adelante―. Tu muchacho tuvo misericordia, pudo haberle fracturado el codo al escandaloso ―dijo Lientaro, mirando al Ivi Atua.

―Ves más con un ojo que la mayoría con dos. ―Sonrió el anciano.

―No le conviene contenerse ahora ―sentenció el mapuche.

―No queremos faltarles el respeto ―respondió Atiu, sonriendo con los labios apretados, lo cual destacó sus arrugas y líneas de expresión.

―Que se ponga serio ―sugirió Lientaro con la barbilla en alto, mientras los luchadores tomaban sus posiciones en medio de la cubierta.

Ve, el hermano de Wodan, había sido entrenado bajo la tutela del tuerto. Era rubio como la mayoría de los de su raza, nervudo y ágil, pero más bajo que su contrincante y varios kilos más liviano. Su contextura delgada lo ponía en clara desventaja.

Fangatua esbozó una sonrisa. Había sido criado desde temprana edad para luchar, y durante la competencia para convertirse en el Tangata Manu, había superado a todos sus contrincantes. Recordó la vista desde el acantilado, en ese tiempo él era aún uno de los tantos hopu manu, quienes permanecían en Orongo con sus jefes tribales hasta que el Ariki Henua, el gobernante supremo de la isla, les diera la orden de salida. Desde Orongo, a unos mil metros de altura, se podían observar los tres islotes: Motu Kaokao, el islote agudo; Motu Iti, el islote pequeño; y Motu Nui, el islote grande. Aquí llegaban a anidar cada primavera una gran variedad de aves marinas, entre las cuales estaba el pájaro fragata o makohe, cuya cabeza y pico se asemeja más a los relieves del Tangata Manu que el propio manutara o gaviotín, en honor al cual se celebraba el rito para decidir qué clan gobernaría la isla por un año.

Había descendido a toda velocidad por el acantilado de trescientos metros, varios de sus competidores se habían despeñado y yacían reventados o doblados en extrañas posturas entre las rocas. Se lanzó al agua y nadó, con ayuda de una pora o flotador, en dirección al Motu Nui, el islote más grande. En el trayecto, de más de un kilómetro, debió luchar no solo contra las fuertes corrientes y las violentas olas, sino también contra los tiburones, que devoraron a otros cuantos de los hopu manu que nadaban con él. Aitu, su Ivi Atua, le había enseñado a buscar las corrientes más frías para evitar a los escualos y eso le permitió superar con éxito el primer tramo de la carrera. Esa era la parte fácil.

Los contendientes que llegaban al Motu Nui debían esperar durante varios días o incluso semanas la llegada de los pájaros, que solía ocurrir unos días antes del equinoccio de primavera. Ese año las aves demoraron semanas en llegar, durante las cuales Fangatua debió defender sus provisiones de los otros hopu manu. Utilizando las técnicas del Mokomoko, la lucha sin armas o pelea sucia, se deshizo de la mayoría de sus enemigos. Las batallas habían sido cruentas y sin misericordia. No bastaba con conseguir el primer huevo del manutara, debió defenderlo a muerte de sus rivales. Cuando acabó con ellos se dirigió al peñón llamado Puku Rangi Manu, desde donde había gritado el nombre de su jefe tribal y la expresión “Ka varu te puoko”, afeita tu cabeza.

El esperado grito fue escuchado por el vigilante dispuesto en una cueva situada en la parte inferior de la pared del acantilado “Haka hongo manu” ―el escuchar de los pájaros― y el mensaje fue transmitido a los líderes de las familias.

Fangatua puso el huevo sagrado en una banda amarrada a su frente y se lanzó al mar para nadar de vuelta a Orongo. Todavía tenía que esforzarse para presentar el huevo intacto, librarse de los embistes de las olas contra las rocas y evitar despeñarse durante el ascenso. Ese año fue el único en volver con vida de la prueba.

El graznido de una gaviota, que pasó planeando por sobre la nave, lo sacó de sus cavilaciones y lo trajo de vuelta a la cubierta de Skidbladnir. Abrió las piernas a la altura de sus hombros y flectó el cuerpo, listo para atacar. Ve adoptó una posición baja y una guardia media. Ambos se miraron a los ojos, tratando de predecir los siguientes movimientos del otro. Los espectadores miraban silenciosos y atentos, el aire salino ululó entre ellos.

El hombre pájaro saltó hacia delante con los brazos extendidos, con la intención de aprovechar su superioridad física para reducir a Ve, quien con toda la fuerza de sus piernas fue al choque elevando la rodilla, tratando de añadir a su impacto el impulso de su enemigo.

El Tangata Manu apenas pudo mover el rostro a un lado para evitar de lleno la embestida y abrazó al aesir llevándolo al suelo. Ve enroscó las piernas a la altura de las costillas flotantes del moreno y pasando un brazo bajo la axila completó un ahorque. Fangatua luchaba por liberarse, levantó el brazo libre e intentó dar golpes de martillo, pero Ve tenía la cabeza hacia el otro lado; luego descargó ganchos cortos a las costillas y trató de levantarse para azotar al rubio contra el piso. En ese momento, Ve levantó las caderas y soltó el cuello del gigante polinésico, quien aprovechó la libertad y descargó una lluvia de puños que fueron esquivados por el aesir, quien al haber levantado la pelvis puso distancia entre el torso de su enemigo y su propio rostro, impidiendo que lo golpease con fuerza. Desvió uno de los puñetazos empujando el codo de su oponente, al tiempo que lo empujaba en diagonal por sobre su pecho con la fuerza de brazos y piernas, para luego meter el rostro bajo la axila del moreno y aferrarse al cuello y el brazo desviado. Sacó las caderas y las movió hacia un lado para volver a enroscarlas en la cintura de su rival, pero esta vez por el costado, acomodando los brazos, poniendo una mano bajo el propio bíceps y flexionando, apretó con fuerza. La presión sobre el brazo y el cuello estaban a punto de sofocar a Fangatua, pero este, a pesar de estar a punto de desvanecerse, se negaba a rendirse.

La multitud gritó, algunos levantaron los tazones rebosantes de licor. Lientaro esbozó una amplia sonrisa, mirando con satisfacción al Ivi Atua, quien permaneció en silencio con el ceño fruncido.

Entrenado para estar varios minutos bajo el agua, el Tangata Manu había pasado su vida realizando ejercicios en apnea, buceando para conseguir langostas rape-rape o pescar con arpón. Tensó los músculos de la cerviz y el brazo, llevó las rodillas en dirección a su pecho y se levantó, para luego bajar con fuerza y azotar a Ve contra la cubierta, quien soltó el agarre y rodó a un lado. Acto seguido, el aesir se lanzó hacia delante con un giro en el aire que terminó en una potente patada al rostro del moreno, quien, a pesar de haber levantado la guardia, no pudo detener el metatarso que le golpeó la mejilla. Pareció caer lento hacia un costado.

El rubio saltó sobre él montándolo, llevándolo al piso, descargando brutales codazos sobre el rostro del hombre pájaro que apenas atinaba a cubrirse la cara. En cualquier momento caería inconsciente.

En ese momento, los tatuajes en el cuerpo del Tangata Manu comenzaron a brillar, Fangatua pareció cobrar nuevas fuerzas y respondió de vuelta con puñetazos, intentando contrarrestar el bombardeo de Ve, quien no esperó demasiado para sostener uno de aquellos enormes brazos por la muñeca y el codo, acomodar las caderas a un costado, pasar las piernas por sobre el torso y el cuello del polinésico, y estirarse hacia atrás para poner presión en hombro y codo, completando una impecable palanca.

Fangatua gruñó de frustración, los tatuajes brillaron azules, como algas bioluminiscentes golpeadas por el oleaje. Con fuerza monstruosa flectó el brazo y estaba a punto de asestar un golpe mortal al rostro de Ve, cuando Lientaro, moviéndose como un relámpago, lo sostuvo de la muñeca y detuvo la pelea.

El Tangana Manu lo miró con ojos asesinos, había entrado en frenesí destructivo. Intentó zafarse, pero no pudo. Levantó el brazo libre para golpear al mapuche, pero este aplicó más presión en la muñeca, doblándola hacia abajo y lo hizo arrodillarse.

Ve, en cuclillas a un costado respiraba agitado, sudando, sonriendo. Aitu miraba con los ojos bien abiertos, conteniendo la respiración.

―¡Tenemos un ganador! ―exclamó Lientaro, levantando al polinésico, cuyos tatuajes volvían a la normalidad―. Nuestros compañeros han demostrado que son dignos de nuestra compañía. Es un honor para nosotros llevarlos hasta su destino.

El Ivi Atua volvió a respirar e hizo una leve reverencia. El Tangata Manu asintió y levantó la barbilla.

La tripulación vitoreó y el festejo continuó mientras duró el buen tiempo.

―Tu chico pájaro es fuerte, ¿crees que tiene oportunidad? ―dijo Lientaro, masticando un pescado ahumado.

―Creo que Fangatua puede asimilar algunas técnicas suyas antes de llegar a Tiahuanaco.

―La fuerza bruta es útil, pero hay más factores involucrados en una batalla. Me interesa presenciar el torneo, pero no sé si seremos bienvenidos.

―En él se darán cita los guerreros más poderosos del mundo conocido. No se le puede negar la oportunidad a nadie. Esas son las reglas ancestrales. Para nosotros será mejor viajar con una compañía como la suya, el camino es peligroso.

―Cuentan con mi protección, anciano ―sentenció el mapuche y volvió la vista al horizonte―. Creo que nos hemos ganado esas lecciones de navegación. ―Sonrió y le palmeó el hombro al Ivi Atua.

2. Semilla

El fuego crepitaba alimentado por las ramas secas que la niña, que aparentaba doce años, había recogido hace poco en la arboleda cercana. Entre las flamas se podía distinguir la forma de un pequeño zorro culpeo que danzaba, pasando del amarillo al rojo, del blanco al azul, del negro al naranjo, desplegando sombras sobre las paredes rocosas de la caverna. Colgó la cazuela de greda cocida sobre la lumbre, incorporó agua, granos de maíz, trozos de carne de ñandú salados y especias aromáticas. Mientras el estofado burbujeaba, se dedicó a golpear con piedras las lajas de sílex que había recolectado cerca del volcán Llaima. Tenía varias puntas de flecha terminadas, pero nunca eran suficientes para el entrenamiento sistemático al que se había sometido desde que tenía memoria. La construcción adecuada de saetas y arcos era compleja y delicada, pero había desarrollado el gusto por la tarea. Le ayudaba a calmarse mientras esperaba el regreso de su mentor, que solía pasar varios días fuera, dejándole una estricta rutina de ejercicios.

Rapimán entró a la gruta arrastrando un pudú ya eviscerado, en silencio comenzó a despellejarlo para faenarlo, salar la carne para el invierno y curtir el cuero.

Cuando el estofado estuvo listo, la muchacha lo sirvió en cazos de madera para ella y para el brujo, que detuvo su tarea y se sentó a su lado. Sacó una cucharada colmada y sopló antes de llevársela a la boca.

―Tus habilidades culinarias mejoran ―dijo Rapimán, sorbeteando.

―¿Eso significa que ya podemos partir?

―Necesitas más entrenamiento.

―¿Cómo voy a entrenar si no estás nunca para enseñarme?

―Faltan algunos preparativos para el viaje.

―Estoy lista. Sé disparar y luchar, cocinar y cazar.

―Eres igual a tu madre ―dijo el hombre suspirando, mirando hacia un costado, deteniéndose en lo que parecía ser un odre de cuero, rematado por una cabellera blanca bien peinada.

―Háblame de ella de nuevo ―pidió la muchacha, haciendo un puchero―. Por favor.

―Tu madre fue una gran guerrera, deseaba conquistar el mundo para las mujeres. Se sacrificó para salvarte, se enterró para protegerte, tú eres su semilla.

―¿Por eso me llamo Fen?

El dugún asintió.

―Estaría orgullosa de ver cómo has crecido.

―Pronto podrá verme. Conseguiremos ese corazón.

―Primero debemos obtener el arco, luego el astra ―reconvino Rapimán con la boca llena―. Debes tener paciencia, te he contado cómo ella falló por precipitarse.

―Cuéntame de mi mamá ―insistió la pequeña.

El dugún suspiró.

―Era hermosa y terrible, amada por su ejército, temida por sus enemigos. Cuando la conocí, yo estaba al servicio de Pillán, me habían atrapado buscando la manera de romper el sello de los ocho trigramas en las cavernas de los ilochefes y me habían quemado el rostro con…

―Esa historia ya me la sé, háblame de mi madre.

―Sucedió hace mucho tiempo ―carraspeó el brujo―. El archipiélago de Chiloé aún estaba unido al continente y las grandes serpientes no se enfrentaban todavía. Los hombres tomaron el control de la sociedad mapuche y ella debió escapar para salvar la vida. Era pleno invierno y a tu madre le estaba costando encontrar comida para ella y para tu hermano, Trauko. Era de noche cuando aparecí con provisiones y la misión de convertirme en el mentor de tu medio hermano. Cuando él dejó a tu madre para cumplir con los dictámenes de su naturaleza, Kutralrayén aceptó mi oferta de buscar el cuerpo de El-lal, el dios protector de los tehuelche, escondido en las entrañas de los Andes. Ahí comenzó su entrenamiento, era una alumna sorprendente, consiguió a Kutrañir ―el nigromante miró al elemental que danzaba en la lumbre―, tu zorro de fuego, mientras descendíamos hacia la tumba de El-lal. Lo dominó con su aliento y le dio un nombre para atarlo a su destino. Llegamos a la caverna donde estaba nuestro objetivo, logramos romper el sello y luchamos contra Gosh-e, el monstruo que protegía el sueño de El-lal. Utilizamos un ataque combinado de mi Malwen, mi cóndor blanco y Kutrañir. Intentamos asarlo. Pero fuimos derrotados. ―Rapimán hizo una pausa para llevarse un par de cucharadas a la boca.

―¿Cómo lograron derrotarlo?

―Te he contado la historia mil veces.

―Quiero escucharla. Por favor.

―Después de la batalla mi cuerpo quedó destrozado, el cabello de tu madre se tornó blanco como la nieve. Me quedé en la caverna hasta que ella trajo un nuevo cuerpo para mí. Cuando salimos habían pasado mil quinientos años, resulta que la tumba aquella estaba protegida por una trampa de tiempo. Hasta las estrellas habían cambiado su posición en el firmamento. Pero fuimos pacientes, urdimos un plan para despertar al portador de la Pillantoki, el martillo de Pillán. El infame asesino de tu madre, Lientaro Loncotraro, conocido como Epunamün, dios de la guerra, asesino de Kai Kai Vilu. No sabíamos en ese momento que nuestro instrumento se transformaría en su verdugo.

―¿Crees que tenga oportunidad de matarlo?

―¿Me vas a dejar continuar? ―reconvino el hechicero, levantando una ceja. La chiquilla guardó silencio―. Mientras tu madre cruzaba la cordillera y se convertía en la Gran Madre de las tribus aonikenk, logré despertar a la gran serpiente, Pillán le concedió una de sus piedras de trueno a Lientaro, a quien, luego de su victoria, hicimos adentrarse en las cavernas, manipulándolo para que derrotase a Gosh-e por nosotros. Sin su guardián, el cuerpo de El-lal estaba desprotegido, lo encontramos y nos lo comimos, absorbiendo su esencia divina. Tu madre ya tenía su ejército de jinetes de milodón preparado y ese mismo verano cruzó los Andes y atacó el Wallmapu. Nadie podía detenerla. Ni siquiera Lientaro pudo derrotarla en su primer encuentro. Kutralrayén avanzó dominando a sus enemigos con facilidad. Hasta que fue traicionada. Los antiguos líderes de las tribus tehuelche liberaron a Epunamün.

―¿Por qué no lo mató en el momento?