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Kutralrayén es la hija del sol, la gran madre, superviviente de una matanza que acabó con todas las mujeres de su tribu. Ahora ha reunido un ejército y, con los poderes sobrenaturales que le concedió Kai Kai Vilu, obtendrá su venganza. Lientaro, el veterano héroe del desastre de Tirúa y portador de la Pillantoki, tendrá que abandonar la comodidad que había ganado y enfrentarse a la formidable guerrera, que amenaza con acabar con el pueblo mapuche y reinstaurar el Matriarcado Original. «Los jinetes de Milodón» obtuvo el segundo lugar del North Texas Book Festival Award en 2019 y el primer lugar del premio Internacional Latino. Esta es la segunda parte de una epopeya épica, la saga «Crónicas australes» de M. M. Kaiser, que retoma la historia de Lientaro y todos los elementos de la mitología precolombina, sus paisajes, sus leyendas y su lenguaje, que hacen de este universo fantástico un digno representante de la identidad chilena.
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Seitenzahl: 553
Veröffentlichungsjahr: 2023
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M.M. Kaiser
Crónicas Australes
Saga
Los jinetes de Milodón. La gran madre
Copyright © 2023 M.M. Kaiser and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728446959
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
A la memoria de Nadime Musre. Licanray, enero 2017.
“La historia, como el drama y la novela, es hija de la mitología. Es una forma particular de comprensión y expresión donde, igual que en los cuentos de hadas de los niños y en los sueños propios de los adultos sofisticados, no está trazada la línea de demarcación entre lo real y lo imaginario. Se ha dicho, por ejemplo, de La Ilíada que el que emprende su lectura como relato histórico halla enseguida la ficción, y el que, por el contrario, la lee como una leyenda, halla la historia.”
Estudios de la historia, Arnold J. Toynbee.
Kutralrayén envejece lento, su rencor madura con los siglos, y con todo el tiempo del mundo, planifica su represalia contra los hombres que mataron a su abuela, su madre y sus hermanas. Esta es su historia.
Hace mucho tiempo, cuando la isla Grande de Chiloé aún estaba unida al continente americano, los primeros hombres, los lituches, llegaron desde su larga travesía por el río Océano hasta las costas del nuevo mundo. Por encargo de Elche —la manifestación creadora de Pu-am, el Gran Espíritu, del cual provienen y al cual vuelven todas las cosas—, fueron recibidos y protegidos por los ilochefes, quienes les enseñaron la historia de la tierra austral que ahora los cobijaba, y los preceptos de los dioses y guardianes que la rigen. Los primeros hombres vivieron en armonía con la feraz naturaleza, tomando de ella lo que necesitaban para vivir, respetando el Admapu entregado a ellos por Negenechén, el espíritu tutelar de los lituches, quien les enseñó a pedir y tomar con respeto los frutos de la tierra, dando gracias a su guardián, Negen-mapu, y a pedir y tomar con respeto los frutos del agua, dando gracias a su guardián, Negen-ko.
Generaciones vivieron y murieron, y los lituches prosperaron. Hasta que llegó el día en que las hijas de la primera mujer y el primer hombre, al ver que sus familias habían crecido en número, tuvieron miedo del futuro y olvidando el pacto de sus padres, comenzaron a herir la tierra para forzarla a dar frutos según su capricho y necesidad; las mujeres habían comprendido los ciclos del cultivo y la cosecha y pusieron cercos para proteger los huertos de los animales, para impedir que otros tomasen con libertad los regalos que la tierra proveía. Los hombres comenzaron a luchar por la propiedad y la dominación de los territorios. Organizados por las matriarcas, las líderes y protectoras de sus clanes, los guerreros derramaron la sangre de sus hermanos.
Negenechén vio la situación desde su milla-rüka, su hogar dorado en el cielo; el espíritu encargado de cuidar a los humanos se encarnó en la forma de una anciana mujer, instauró la orden de las machis y habló con las matriarcas para recordarles el antiguo pacto de Elche con sus madres; les recordó cómo comunicarse con los negen, a dar gracias por lo que tomaban de la tierra, revelándoles que los seres humanos no son más que custodios de este mundo y que los espíritus del cielo, los verdaderos dueños del universo, habrían de venir a poblarlo algún día. Pero los lituches olvidaron rápido las enseñanzas de su dios, y el Admapu fue abandonado nuevamente.
Viendo la obstinación del pueblo que le había sido encargado cuidar, Negenechén invocó al padre-madre de todos los cherufes —pues estos animales son hermafroditas—, y este cayó del cielo convertido en una bola de fuego, dejando una estela de humo a su paso. Cuando impactó, incineró un bosque completo y dejó un colosal cráter, alrededor del cual los árboles quedaron quemados y abatidos. La cordillera y el firmamento se estremecieron mientras el reptil de fuego buscaba refugio en las entrañas del mundo. Los hombres se aterraron por el signo divino y reprendieron a sus mujeres, destruyendo cultivos y cercas. Pero ellas no cesaron de herir la tierra y dividirla; no celebraron el Nguillatún, no ofrecieron las libaciones que les correspondían a los espíritus de la naturaleza y pretendieron adueñarse de la herencia de los dioses.
Entonces el espinazo de cordillera de los Andes entera comenzó a brillar con fuego y humo, la tierra tembló y rugió bajo los pies de los hombres que presintieron el castigo inminente de Negenechén. En secreto, en un claro escogido en medio de un bosque de mañíos, celebraron consejo. Luego de tres días, tomaron una dolorosa decisión.
Esperaron la noche en que Kuyén no se asoma a mirar a los seres de la tierra para brindarles su plateada luz, tomaron sus pesadas hachas de piedra y sus puñales de sílex, y comenzaron la matanza. Entraron a sus rukas y asesinaron a las mujeres, dejando vivir tan solo a aquellas que aún no habían derramado su primera sangre. Desde ese entonces, los hombres ostentan el control de los clanes y heredan el nombre de sus linajes.
En aquella aciaga noche, las primeras gentes adoptaron un nuevo nombre para sí mismos: reches, “verdaderos hombres”, con la intención de no olvidar que no eran ellos los dueños de lo que los rodeaba y los sustentaba, pues los hombres son simples custodios del mundo hasta que los dioses decidan descender del Wenumapu para vivir en él.
Solo una jovencita, del linaje de Katrupillán, que vivía en las costas del lago Huillinco, logró escapar de la carnicería. Kutralrayén, al ver cómo su padre y sus hermanos mataban a su madre, sus hermanas, primas y tías, corrió fuera de su ruka y se lanzó a las frías aguas del Huillinco. La muchacha nadaba con desesperación, mientras sus parientes braceaban tras ella. Los hombres estaban a punto de alcanzarla cuando, de pronto, una enorme culebra apareció desde las oscuras profundidades y enroscándosele en el cuerpo, se hundió con ella.
Fue así cómo Kai Kai Vilu, la serpiente formada por Pu-am con los restos destrozados del hijo de Peripillán, se apareó con la adolescente y esta recibió su ayuda, pudiendo ponerse a salvo en la otra orilla. Para cuando Kutralrayén llegó a la playa, estaba muriendo de frío. Kai Kai, sabiendo que la muchacha daría a luz, le dio a beber de su propia sangre, para que la jovencita y el fruto de su vientre cobrasen algo de la fuerza y la larga vida de los dioses.
Como era la costumbre entre las gentes de su pueblo, y por petición de su futuro suegro, Lientaro se dirigió a las montañas en busca del consejo de Fitón. Sobre su montura plateada sobrevoló los océanos verdes de bosques de robles, lengas, ñirres, mañíos y araucarias nevadas y llegó hasta la Ñamkukurao Piedra del Águila, ubicada en la cima de la cordillera de Nahuelbuta, en donde, antes del amanecer, encontró al anciano oráculo que todas las mañanas salía de su cueva para saludar a Antu con parsimoniosa adoración, para alimentarse de su energía y su luz. Delgadas nubes borneaban sobre la montaña o pasaban raudas a su alrededor. Cuando el cielo estaba despejado, se podía observar con claridad el brillo del mar y los nevados picos cordilleranos, teniendo completa visión de los valles, lagos y múltiples volcanes que conforman el Wall Mapu, el país mapuche. El anciano, de rostro curtido y arrugado, estaba sentado en la roca con el torso desnudo y los ojos cerrados; en su frente lucía los adornos de plata típicos de las machi, llevaba las uñas largas pintadas, y pesados aros de plata colgaban de los lóbulos de las orejas.
Lientaro descendió del alicanto y caminó hacia el vidente. Depositó ofrendas de comida, bebida y ropajes junto a la piedra y se sentó frente al sereno Fitón.
—Bienvenido, Lientaro, portador de la Pillantoki —exclamó el oráculo sin abrir los ojos—. ¿Qué hace un hombre que ha decidido forjar su propio destino en busca del consejo de un humilde adivino como yo?
—Es la costumbre de nuestros antepasados la que honro, no la voluntad de los dioses. Voy a tomar esposas nuevas y engrosar mi clan para extender mi linaje, mi fama y mi recuerdo; vengo a escuchar la fortuna que el Gran Espíritu tiene reservada para ellos. Dime qué ves.
—Un hombre como tú no debería preguntarle esas cosas a un insignificante ermitaño. Puede que no te guste mi respuesta.
—Y, sin embargo, pregunto.
—Para evitar que los hombres nos hagamos semejantes a los dioses, ellos no nos dejan revelar los hados con claridad. El destino de los hombres ha de mantenerse siempre incógnito.
—Habla, brujo, no tengo miedo.
—No soy responsable de las palabras que saldrán de mi boca. Solo soy un mensajero y temo la ira del hombre más poderoso del Wall Mapu.
—Prometo no hacerte daño, anciano, por más aciagos que sean tus vaticinios.
El viejo vidente levantó las manos al cielo y entonó una letanía. Abrió los ojos; Lientaro pudo ver que estos eran blancos y ciegos; el delgado cuerpo del chamán se tensó y el curtido rostro pareció perderse en el infinito, buscando la trama de los albures de los hombres. Por fin, Fitón se relajó y los párpados volvieron a cerrarse. Su rostro reflejaba dolor y miedo.
—Portador de la Pillantoki, guardián de la nación mapuche, ciertamente grandes espíritus han puesto ojos sobre ti. Solo esto me está permitido revelarte: ten cuidado en las profundidades, pues en ellas se encuentra el centro de la telaraña en la que ya estás atrapado. El traro de Languenmapu verá crecer su nido, y muchos polluelos engordarán en él; algunos de ellos se convertirán en grandes y terribles guerreros, que tendrán el poder para hacer temblar los cimientos de la creación misma, pero no todos te sobrevivirán. La serpiente del pasado repta en este momento y desde hace mucho tiempo, por las raíces de tu huerto. —El viejo hizo una pausa y suspiró—. El día de tu derrota se acerca. Perecerás dos veces y caminarás por las nubes como un pillán, te hundirás bajo el río Océano y bajo los hielos del fin del mundo y beberás del agua del destino antes de que los dioses te permitan volver a la vida, solo para requerir de ti, aún más sacrificios.
—La muerte ha sido mi compañera por muchos años, Fitón —espetó Lientaro con un bufido—. Los dioses no nos preguntan nuestras opiniones, no deberíamos preguntarles tampoco nosotros por sus mezquinas providencias. Si es verdad lo que dices, debo darme prisa y fortalecer a mi pueblo, antes de que me alcance la mala fortuna.
—Todo viene con un precio, Lientaro. Págalo con gusto cuando llegue el momento.
—Olvidaré tus palabras, vejete. El destino no está escrito y yo no soy un guanaco que acompaña con docilidad a su verdugo hasta la piedra de sacrificio.
Lientaro se levantó y escrutó el cielo. Las doradas crestas de Antu ya se habían levantado tras la cordillera. El viento mecía sus negros cabellos mientras contemplaba su país, tratando de entender. Pero las palabras de los videntes eran oscuras e intimidantes, y pocas veces valía la pena buscarles sentido. Se preguntaba qué le hubiese dicho Curimán, el único brujo que le había hablado claro en su vida, el único hechicero en quien realmente confiaba, y que ahora estaba muerto. Era casi medio día cuando se desprendió de sus cavilaciones, se montó en el ave plateada y voló de vuelta a su lof con solo un deseo en mente: proteger a su familia.
***
Habían pasado varios meses desde que el joven guerrero había escuchado la aciaga profecía y seguía teniendo pesadillas. Esa mañana Lientaro salió de la ruka antes del alba: unas pocas nubes correteaban en el cielo, los rosados dedos de Antu se asomaban recién tras la cordillera de los Andes, y un trío de tencas silbaban y saltaban, abriendo y cerrando las pardas alas mientras se afanaban buscando gusanos entre la hierba. Con él caminaba su hijo mayor, el pequeño Lientur, de ocho años. Los pies se hundían en la grama salpicada de pequeñas gotas de rocío y el frío les golpeaba el rostro, espantando la modorra. El padre miraba al avezado infante con una sonrisa. Le palmeó el hombro y corrió hacia el bosque. El niño lo siguió. Saltaron entre troncos caídos, esquivaron ramas tiernas de coligües, brincaron sobre piedras musgosas y escalaron pequeños montículos. La carrera era de diez kilómetros y la hacían todas las mañanas antes de llegar al claro de entrenamiento. Sus cuerpos estaban sudados y de sus espaldas emanaba vapor; retiraron la faja que les mantenía el poncho apretado a la cintura y dejaron bien dobladas las prendas en el suelo, quedando vestidos solo con la chiripa. Aún agitados, se dirigieron al centro del claro y se ubicaron frente a frente, en silencio; mirándose, estudiándose.
—Inche kai che Lientaro —exclamó el padre—. Que nuestros antepasados nos concedan sus fuerzas y destrezas.
—Inche kai che Lientur —replicó el hijo con voz infantil, mirando a su padre con fiereza, separando un poco las piernas, levantando la guardia.
—Debes recordar que los ataques directos contra oponentes diestros no son efectivos. Debes luchar tanto con tu mente como con tu cuerpo, cada movimiento es la preparación de los tres posteriores. El mejor ataque nunca se realiza de frente, sino por la retaguardia o bien en diagonal, por dentro o por fuera de la guardia del enemigo. ¿Estás preparado para la lección de hoy?
—Sí, padre. —El jovencito se lanzó de inmediato hacia adelante, lanzando tres patadas en el aire, una detrás de la otra.
Lientaro dio un paso a un lado, tomó la muñeca de su hijo con la mano izquierda y tiró de ella, desestabilizándolo. Con la derecha le palmoteó la nuca, mandando al pequeño a tierra.
—Donde va la cabeza va el cuerpo. Los ataques de poder directos son fáciles de esquivar porque son lentos. El primer ataque debe tener siempre el propósito de medir a tu oponente, o el de distraerlo, o incluso el de matarlo si ves una apertura clara… si lo has observado y tienes la certeza de que podrás finiquitarlo de un solo golpe.
El pequeño cayó, dando una voltereta, para luego rechazar y volver a saltar, amagando un volado a la cabeza de su progenitor con la pierna derecha, la que continuó recogida durante la maroma. Mientras su cuerpo giraba en el aire, sacó en la caída la pierna izquierda con el objetivo de golpear con el talón las costillas desprotegidas de su padre, quien, entendiendo la estrategia, lo atrapó por el tobillo y redirigiendo la energía, impulsó el cuerpo del jovencito al vacío. Tras una acrobacia, el pupilo aterrizó con los dos pies bien plantados en tierra, de espaldas hacia su padre; flectó las rodillas y dio un mortal atrás, atacando con un canillazo descendente dirigido la cabeza de su maestro, que detuvo el golpe sin problemas y rechazó al aprendiz con una cuidadosa patada de frente en el pecho. El joven cayó desparramado y sin aliento, tosiendo y embarrado, un par de metros más allá.
—Eres el futuro del País del Mar, tus hermanos y hermanas esperarán que los defiendas de todo aquello que los pueda amenazar en el futuro; no basta con dar poderosos saltos ni correr kilómetros sin cansarte: debes aprender a derrotar enemigos mejor alimentados que tú, mejor equipados que tú, más grandes que tú, que han dormido más que tú, a los que les han enseñado más cosas que a ti; debes entender cómo fluye el combate, cómo funciona el cuerpo y cómo funciona la mente, y atacar sin piedad ahí donde tu enemigo es más débil, usando sus propias armas y sus propias tácticas si es necesario, siempre trabajando desde tus fortalezas… ¡Ponte de pie!
El pequeño gruñó, entrecerró los ojos y miró a su padre con intensidad. Con una mano tanteó alrededor suyo hasta encontrar una piedra. Se la lanzó directo a la cabeza. El hombre la esquivó, haciéndose a un lado, apoyando todo su peso en una pierna: justo la reacción que el pequeño esperaba. Saltó sobre su padre, metiendo la cabeza bajo la axila, enganchando el brazo izquierdo en el cuello y enroscado la pierna izquierda en la parte posterior de la rodilla de apoyo de Lientaro, haciéndolo perder el equilibrio, para luego pivotear sobre la cadera, utilizando como apoyo la pierna derecha, que había plantado firme en tierra; de esta manera, proyectó a su progenitor al suelo. En medio de la caída, antes del golpe con el piso, cambió de posición: aferró la muñeca de su padre y pasó el tronco bajo el codo y las piernas por sobre el pecho y el cuello de Lientaro, con la intención de hiperextender hombro y codo con toda la fuerza de su juvenil torso. El maestro, tendido en el suelo, tensó el brazo con fuerza para ganar tiempo. Con la mano libre, agarró el dedo pequeño del pie del jovencito y lo retorció hasta que este soltó la llave, gritando de dolor. Lientaro aflojó la presión al dedo y se levantó riendo. Le tendió una mano a su joven pupilo y le palmeó la espalda.
—Hiciste trampa —espetó el padre, revolviéndole los cabellos con ternura.
—En la batalla todos los recursos son válidos. Eso me lo dijiste tú.
—Bien dicho —carcajeó Lientaro—. Mañana practicaremos la ubicuidad en el campo de batalla. La luz es muy importante; tratarás de ponerte siempre de espaldas a la luz cuando enfrentes a un oponente o cuando despliegues tu ejército; he ahí la importancia de escoger el terreno y, sobre todo, de escogerlo sin que tu enemigo sepa que lo has escogido.
—¿Y cómo se logra eso, papá?
—Ya conversaremos de eso mañana. ¡Ahora a endurecer el cuerpo, vamos! —Lientaro y Lientur caminaron hacia dos troncos de alerce envueltos en cuero de alpaca—. Cien golpes con el metatarso, cien con el talón, cien con el empeine, cien con el canto del pie, cien con la canilla, cien con la rodilla, cien con la punta de los dedos, cien con los nudillos, cien con el canto de la mano, cien con la palma, cien con el dorso de la mano, cien con la muñeca, cien con el antebrazo, cien con el codo, cien con el hombro, cien con la cabeza y luego lo mismo con el otro costado… ¡Vamos, vamos antes de que se enfríen nuestros cuerpos, aún debemos llegar al río!
El niño golpeó y volvió a golpear, sin quejarse, imitando a su mentor.
Tras trotar de vuelta, llegaron al banco del río, donde se sumergieron desnudos para el ritual del baño diario. El jovencito nadaba con soltura. El padre debió sacarlo a la fuerza del agua. Lo abrigó con una manta tejida por su abuela materna, lo secó y lo vistió con la chiripa y el poncho grueso de lana de alpaca. Caminaron tomados de la mano de vuelta al hogar, bebieron leche de chiliweke espesada con harina de pehuén y comieron tortillas de rescoldo con huevos de gallina, queso fresco con frutillas y charqui. Recogieron un morral con provisiones y volvieron a salir. El guerrero silbó y una enorme ave de plumaje de plata aterrizó frente a ellos; el padre tomó al hijo y lo montó sobre el alicanto, que pateaba el suelo frente al huerto.
Su mujer, Ray, yacía embarazada en el lecho junto a sus otros tres hijos. La lumbre crepitaba en el fogón, proyectando calor y luz sobre la familia. Lientaro los observó con detenimiento antes de cerrar la puerta, tomó la mano de Lientur y suspiró profundo. Su hijo le sonrió con ansias y admiración. No había nada que lo hiciera más feliz que acompañar a papá en las tareas del campo. Lientaro se apeó de un salto y despegaron.
Con el deseo de formar su propio clan familiar, y con la intención de protegerlo de los ataques de otros lof, el guerrero había construido su hogar en medio del bosque. La única manera de salir del claro donde vivían era por medio del alicanto plateado, un pájaro que había pertenecido a Pillán, el dios de la guerra, el fuego, el trueno y los volcanes; estos particulares seres alados brillaban con el color del metal precioso del cual se alimentaban; por esta razón se dice que quienes han sido capaces de seguirles la pista han encontrado ricas vetas de minerales preciosos. Este alicanto en particular sentía predilección por la plata.
Lientaro y su hijo sobrevolaron las costas cercanas a Punta Tirúa. Los ojos del pequeño lagrimeaban por el impacto del viento frío. A su diestra, se desplegaba la nevada e imponente cordillera de los Andes. A su siniestra, la costura azul entre el Pacífico y el horizonte, que se extendía hasta el infinito, salpicado por trenes de nubes gordas y azuladas que avanzaban con pereza hacia el norte. Contaron los ñandúes desde el aire y luego aterrizaron: hoy era día de recolección.
Lientaro dio un silbido agudo y prolongado, y un pequeño ser luminoso, como una centella, avanzó hacia ellos, flotando a medio metro de la hierba que se mecía con el viento fresco de la mañana; era un anchimallén. El pequeño Lientur lo recompensó con un cuenco lleno de miel de ulmo, que terminaron compartiendo. El goloso Yangkamil lamía ávido los regordetes dedos del divertido y embadurnado infante, que crecía feliz rodeado de los seres extraordinarios que su padre había ganado en sus pasadas aventuras por sobre y bajo la tierra.
Lientaro poseía una bandada de solo once ñandúes, nada impresionante para un lof lafquenche, un clan familiar del País del Mar. Pero estos animales singulares, a diferencia de los avestruces comunes, producían plumas de plata, las cuales eran vendidas a buen precio al lonko Alonkewun, un ilmin de Lelbún Mapu, el País de la Llanura, quien pronto se convertiría en otro más de sus suegros.
Como regalo para su primer matrimonio, el lonko Alonkewun, que sentía gran aprecio por el poderoso joven, le regaló una pareja de ñandúes. El macho resultó ser débil y enfermizo, y murió al poco tiempo; sin embargo, y a pesar de que en apariencia no había alcanzado a aparearse, la hembra puso siete huevos que se veían normales tanto en su color como en su tamaño, pero cuyos polluelos resultaron ser de un color bastante particular. Lientaro resolvió entonces el misterio de la paternidad de las aves, encontrando al mismo tiempo, y sin haberlo buscado, la manera de mantener de forma holgada a su familia. Las plumas de plata de sus aves eran intercambiadas por víveres y enseres de primera necesidad. Un solo saco de las hermosas plumas proveía a Lientaro y su lof de granos, frutos, miel, chicha, piedras de amolar, cerámicas, telas y tinturas para una temporada completa.
Entre los maravillosos tesoros del joven, también se encontraba el rutilante anchimallén, un ser del inframundo, pequeño, asexuado y glotón, que flotaba en el aire como una luciérnaga. Este ser, llamado Yangkamil, “Pequeña Piedra Brillante”, era quien cuidaba de la conspicua camada de aves que poseía su amo. Lientaro había encontrado a Yangkamil intentando cruzar la cordillera de Nahuelbuta por la ruta de las cavernas mientras se afanaba por escapar de un grupo de kalkus; un grupo de nigromantes malignos y sus poderosos piuchenes, muertos vivientes de fuerza monstruosa e insaciable sed de sangre, que se guarecían en aquellas oscuras galerías. Por último, estaba Pichimanque, un tiuque que Lientaro había amaestrado para transportar mensajes entre él y su difunto hermano. Ahora Pichimanque le servía para comunicarse con Ray y sus hijos, cuando salía de cacería. Su esposa tuvo problemas para entender el complicado código de nudos o kipus que hacían en la lana que amarraban a la pata del autillo. Sin embargo, y a pesar de su corta edad, Lientur, el hijo mayor de Lientaro, había aprendido rápido a enlazar e interpretarlos; el niño demostraba destreza y aptitudes, e insistía en acompañar e imitar a su padre en todo. Era una esponja que absorbía ávido los conocimientos que le entregaban. Lientaro esperaba que pronto estuviese listo para la ceremonia del nombre.
Luego de la recolección, Lientaro dejó a Lientur con su madre y se dirigió al lof de Alonkewun, quien le había ofrecido a tres de sus hijas en matrimonio. Una de ellas era la bella y chispeante Wirkalaf. Las jovencitas lo esperarían en la casa de su padre. Mientras, el guerrero preparaba los fogones donde las nuevas mujeres residirían. Las novias se sentían ansiosas de ser entregadas a un personaje connotado y esperaban impacientes la simulación del rapto, que en este caso se haría nada menos que sobre el mítico alicanto plateado del joven héroe de Languenmapu, el País del Mar.
En la sociedad mapuche, la cantidad de ganado y la cantidad de mujeres que un hombre poseía eran un sinónimo de estatus social, y las plumas de plata le permitían a Lientaro darse grandes lujos, entre ellos tomar por esposas a varias mujeres, quienes trabajarían la tierra, confeccionarían ropa, chicha y engendrarían una enorme descendencia, lo cual le aseguraría un exitoso pasaje al otro mundo; ya que, según las costumbres mapuche, había solo dos formas de convertirse en un pillán: la muerte en batalla y dejar una numerosa prole que elevase el nombre del difunto hasta las nubes, donde los espíritus de los antepasados continuaban batallando entre ellos, preparándose para el fin de los días, la batalla que limpiaría la tierra de la oscuridad antes de que los grandes espíritus viniesen a morar en ella.
Alonkewun aconsejaba con frecuencia a Lientaro. Después de la muerte de Curimán, su viejo mentor, el maduro magnate se había convertido en amigo y guía. Al viejo le convenía una alianza con el hombre más poderoso de las mapu dominadas por Negenechén; Lientaro era poseedor de la legendaria Pillantoki, y las mejores alianzas se sacramentaban con matrimonios, que significaban un compromiso práctico de ayuda mutua, una alianza estratégica y comercial que sus hijas se encargarían de mantener fuerte y saludable por medio de la costumbre de las visitaciones.
El carácter taciturno y circunspecto de Lientaro, su melancolía y férrea voluntad, habían cambiado poco en los años de paz. Se tomaba con serenidad y seriedad los planes de desarrollo para su nuevo clan. Alonkewun nunca hubiese pensado que el joven estuviese tan interesado en formar un lof propio cuando lo vio por primera vez, durante la celebración de su cumpleaños número cincuenta y dos, cuando el guerrero llegó de improviso con Curimán y terminó en los aposentos de su hija preferida.
Por medio del magnate, Lientaro compró también semillas y algunos chiliwekes u ovejas de la tierra, camélidos parecidos a las llamas que le proveerían de carne, leche y lana. Estos animales deberían ser llevados hasta la nueva ruka que Lientaro estaba construyendo en Punta Tirúa; el viaje se realizó por vía fluvial, sin complicaciones, mientras los familiares de las novias terminaban los preparativos para la boda. Con la ayuda de la Pillantoki, Lientaro había abierto un claro en medio del océano de coigües, avellanos, maquis y quillayes que rodeaban su pequeña vivienda; los árboles caían de un solo golpe de martillo. Ocupó la madera en construir tres nuevas alas y fogones conectadas a la ruka principal, preparó la tierra para el cultivo y despejó un camino hacia el río, en donde fabricó un atracadero y varias embarcaciones de modesta magnitud. Estas tendrían la finalidad de comunicar a las nuevas esposas con sus familias, permitiéndoles llevar a cabo los viajes de intercambio de regalos donde se estrechaban los lazos familiares, se comerciaba y se transmitían noticias. Tal actividad era de dominio exclusivo de las mujeres y les daba independencia económica y social, transformando a cada una de ellas y a sus hijos en una célula individual bajo la protección de su esposo.
Lientaro tendría cuatro esposas jóvenes a las cuales satisfacer, y a quienes planeaba mantener ocupadas y distantes las unas de las otras, con el fin de generar la menor cantidad de conflictos domésticos; esto, según Alonkewun, era imposible de lograr. El joven tenía planes ambiciosos para su familia; ya había escogido otras dos esposas de entre las hijas de Purén, y otras más en los escasos lof cercanos, que recién se estaban recuperando de la guerra.
Dos días antes del solsticio de verano, Lientaro partió en su alicanto a buscar a sus novias. El Gñapitúno ceremonia de matrimonio estaba preparado: la distinguida machi Amnillam, quien en ausencia de la anciana Kalfurray había asumido como líder del consejo de chamanes, presidió la ceremonia que uniría a las tres hermosas jovencitas con el popular guerrero. Alonkewun había dispuesto un festejo inmenso.
Lientaro recordó cuando él y el lonko ilmin se conocieron; la fiesta era tan grande y bulliciosa como aquella: había cientos de familias, cabezas de familia de distintos lof, mozos, mocetones y solteras. Los comsales bailaban y bebían de los abundantes cántaros de chicha de distintos colores y sabores que llenaban los lagares del magnate; las gentes comían de los exuberantes platos y preparaciones a base de chiliweke, ñandú, mariscos o peces; asados, cocidos, estofados o ahumados; que salían de los incontables fuegos que se habían dispuesto repartidos por el claro escogido para la fiesta, alrededor de los cuales se situaban las enramadas donde se acomodaban los invitados. La música y el jolgorio duraban toda la noche en este tipo de reuniones. Durante el día los jóvenes participaban en juegos de destreza física, mientras los más maduros se entretenían en juegos de mesa o azar. En todas las actividades se entregaban premios a los ganadores: cabezas de ganado, armas, finas telas o ropas ceremoniales. El cahuín de la fiesta de matrimonio no podía ser diferente: duró ocho días completos con sus noches y el suegro quedó más que satisfecho con un ñandú de plumas de plata como pago por sus bellas hijas. Luego de la fiesta, se realizó el ritual del rapto.
En medio de la oscuridad, en el silencio más completo, Lientaro redujo sin problemas a dos de sus cuñados, para luego entrar en los fogones de las distintas muchachas y llevarlas al bosque, donde fueron perseguidos por una gran cantidad de parientes que daban gritos y hacían gran bullicio. En poco tiempo, se vieron rodeados por la turba; el guerrero levantó entonces el puño y abrió la mano. Las mujeres vieron atónitas cómo de la nada aparecía un enorme martillo cobalto, el cual produjo un destello azul que cegó a sus perseguidores. En ese momento, sintieron el batir de unas enormes alas; un resplandor plateado brilló en el cielo. Sin darse cuenta, los cuatro estaban volando sobre los bosques del País de la Llanura hacia su nuevo hogar.
Kutralrayén se salvó de la matanza lanzándose a las gélidas aguas del lago Huillinco.
Despertó medio muerta, envuelta entre las escamas de la gran serpiente que la había salvado de la furia de los hombres. Lejos de toda esperanza, desorientada y aterrada, comenzó a sollozar por su suerte, y su llanto despertó al ser que la protegía. El ofidio, al verla exangüe y sabiendo que llevaba su simiente, abrió el enorme hocico lleno de filosos colmillos, se infligió un corte en la lengua y la llevó hasta la boca de la mujer, que bebió de ella y cobró fuerza y vida sobrenatural.
Para cuando el reptil se retiró, la joven deseaba creer que había despertado de una pesadilla. Pero el ardor en la entrepierna y los cardenales en el cuerpo la devolvieron a la apremiante realidad; la blanca piel de la muchacha presentaba enormes magulladuras con bordes violáceos, tenía el cuerpo adolorido y sentía una punzada entre las cejas; su andrajoso vestido, de delgada lana púrpura, apenas cubría su juvenil cuerpo.
No tenía tiempo para preocuparse por su apariencia o salud, no podía permanecer en la zona por mucho tiempo. Sus parientes no demorarían en recorrer el sector para cazar o recolectar, y no sabía si su protector volvería a aparecer. Apenas despuntó el alba y bajo una intensa lluvia, comenzó a caminar hacia el oriente, pensando en pedir refugio en el lof de su abuela materna, suponiendo con ingenuidad que lo sucedido la noche anterior había sido producto de la locura de los hombres de su clan: un hecho aislado, propiciado por algún desorden en el mundo de los espíritus, quizás un wekufe, que tomando posesión de sus cuerpos hubiese perpetrado el acto criminal.
Gruesas gotas se colaban entre las ramas de los notros y las lengas que la rodeaban. El aroma de la tierra húmeda le llenaba los pulmones. Un pitihue cantaba escondido en un tronco hueco. Bebió del agua acumulada en las hojas de las nalcas y recogió maquis y huevos de taguatera mientras marchaba, abriéndose paso por la espesa floresta plagada de helechos, plantas trepadoras, líquenes y hongos. Los nidos de esta ave de plumaje pardo y pecho amarillo le resultaron fáciles de distinguir, semejaban pequeñas canastas alargadas tejidas con esmero, con amor. Lo cual la hizo recordar.
Dos semanas atrás habían celebrado el ritual de los aretes. Su abuela le había regalado su nombre en la ceremonia que celebraba su madurez y la reconocía como mujer. Había menstruado por primera vez hacía dos semanas, y la familia no tardó en reunirse para el evento. Su padre escogió el más gordo y bello chiliweke, le amarró las patas, lo abatió y se sentó sobre él con ella en el regazo. Sus parientes, hermanos, hermanas mayores y menores, guerreros y mocetones los rodearon expectantes. Su abuela y su madre se acercaron y derramaron chicha en el suelo, dibujando el círculo sagrado. Luego su abuela dijo una palabra al oído de su madre y le entregó unos zarcillos de plata. La mujer levantó las dos pequeñas joyas, para que todos pudiesen verlas.
—Después de que Pu-am crease todo lo que hay en el universo —declamó la matriarca con tono solemne, la barbilla alta y el pecho inflado de orgullo—, luego de la lucha entre Peripillán y Antupillán, después de que estos hubiesen arrojado a sus propios hijos a la tierra y pisoteado sus cuerpos, formando con su violencia las cuencas de los océanos y las cadenas montañosas; después de que el furioso Peripillán fuese derrotado por su hermano y encerrado en las entrañas de la cordillera, condenado a rezumar y esconder su fuego poderoso; Elche derramó el agua y la colocó bajo y sobre el planeta. Luego creó al hombre y también a los animales. Cuando el primer hombre creció y llegó a su madurez, le preguntó a Pu-am por qué los animales habían sido hechos machos y hembras, y él debía estar solo sobre la superficie de la tierra. Entonces, el Gran Espíritu sumió al hombre en un sueño profundo, tomó del cielo a una wangülen, una estrella, y la envió a la tierra para que fuese la compañera del primer hombre. Es por eso que cuando una niña derrama su primera sangre y se convierte en mujer, le perforamos los lóbulos con aretes de plata que brillan como los cuerpos celestes, pues las mujeres nunca deben olvidar que su origen, a diferencia del hombre, es divino, y que bajo las plantas de sus pies crecen las flores del campo y los árboles del bosque —dicho esto, su madre vino hacia ella, le perforó las orejas y pronunció su nombre de mujer—: Kutralrayén, hija de Katrupillán, de la línea de las mujeres de fuego, he aquí tu nombre, he aquí tu linaje; que la luz de la madre Kuyén te guíe y que las estrellas te hagan fértil y sabia para que guíes a los hombres de tu tribu, como tu madre ha guiado a los suyos y tu abuela ha hecho lo propio antes que ella.
Cuando la sangre de las orejas recién perforadas tocó el suelo, su padre enterró un puñal de sílex en la carótida del animal sobre el cual estaban sentados, y comenzó el banquete: una fiesta que duró cuatro días con sus noches, para la cual se habían construido enramadas para acomodar a las visitas y en cuyo honor habían sido faenados varios lobos marinos y chiliwekes, cocinados después en kurantus o pedregales, pozos de medio metro de profundidad, que varios hombres habían cubierto con piedras seleccionadas con antelación y calentadas al rojo en las piras que rodeaban la zona escogida para la celebración. Luego de retirar los tizones, las habían cubierto con una capa de tierra y colocado sobre ellas hojas de pangue y más tarde los ingredientes de la comida: las carnes trozadas de guanaco, foca y pollo, los milcaos y chapaleles; tortillas hechas de papa y papa con harina; los mariscos; machas, choros, tacas, almejas, navajuelas; y distintos tipos de peces que fueron a continuación cubiertos con una nueva capa de hojas y otra de tierra. Mientras todo esto se cocinaba, los comensales se volcaron a la celebración: música, bailes, chicha y licor de oro habían animado el convite, donde ella había sido la principal celebrada y en torno a quien se hacían las libaciones.
La niña se había convertido en mujer.
Caminó cuatro días entre el espeso bosque y la lluvia incesante, cuando llegó a las cercanías de unas chacras que reconoció de inmediato, pues muchas veces las había visitado con su madre para intercambiar regalos y noticias. Había dejado de llover y la luna estaba alta en el cielo despejado.
Esperó un poco más antes de acercarse a la ruka de su abuela; lo hizo con cautela, ya que, si bien los fuegos ardían dentro de los hogares, el silencio que en ellos reinaba le llenaba el corazón de temor.
Se acercó para mirar. Alrededor del fogón, en el interior de la edificación de madera y hierba brava, solo había hombres durmiendo. No había rastro de las mujeres tejiendo, moliendo harina, o cocinando. Una terrible tristeza se apoderó de ella. Nada podía hacer, salvo seguir hacia oriente y buscar refugio en la cordillera, donde esperaba que la locura de los hombres no hubiese llegado aún.
Se retiraba, caminando sigilosa por entre los camellones de una chacra, cuando sintió el gruñir de un trewa. Uno de los perros de caza de su abuelo la había escuchado. El can comenzó a ladrar frenético. Los gritos de alarma dentro de la ruka no se hicieron esperar. La muchacha corrió rauda. El animal salió tras ella.
A la luz de la luna, los rastreadores notaron a primera vista que el intruso era una mujer que se dirigía con paso ligero hacia el bosque. En el acto se organizó una segunda cuadrilla de búsqueda, compuesta por unos diez hombres armados con lanzas, arcos y boleadoras, los cuales partieron tras la avanzadilla que trotaba guiada por los ladridos del mastín.
En su desesperación, Kutralrayén se internó entre los árboles y trepó hasta la copa de un alerce, desde donde pudo ver con claridad cómo el grupo de cazadores se acercaba inexorable. Debía pensar rápido y hacer algo para que dejaran de perseguirla. Quebró una rama y se abalanzó sobre el animal que ladraba bajo ella; lo aplastó con el cuerpo primero y luego lo golpeó hasta que quedó chillando, tendido en el piso. Corrió con la esperanza de que sin la ayuda del perro le perdiesen el rastro.
Ya amanecía. La joven avanzaba casi sin fuerzas. Su pecho subía y bajaba con esfuerzo. Sentía una fuerte punzada en las costillas. Oyó los ladridos de los trewa que guiaban a sus perseguidores. Por supuesto que su abuelo tenía más de un perro de caza y sus exploradores eran de los mejores de zona, había sido ingenua al pensar que podría perderlos tan fácil.
Si lograba escapar, tendría que evitar el contacto con sus congéneres. Necesitaba encontrar un lugar aislado, un lugar donde poder sobrevivir.
Los ladridos se escuchaban cada vez más cercanos. Sin más pérdida de tiempo, buscó un árbol frondoso y se encaramó en él: ya no podía seguir corriendo, estaba rodeada por perros y hombres. Sus miembros, agarrotados por el cansancio, despertaron por la explosión de adrenalina que le causó la cercanía de la muerte; su cerebro entumecido comenzó a barajar posibles soluciones. Pero no encontró ninguna.
Los perros seguirían su olor dondequiera que fuese, así que decidió que en última instancia no se dejaría atrapar con facilidad, que lucharía hasta la muerte. Los tres perros de caza mapuche rodearon el roble donde se había refugiado y se dedicaron a ladrar sin pausa. Los hombres no tardaron en llegar; dos de ellos comenzaron a trepar el árbol, para bajar a la muchacha.
—Baja de ahí, mujer, los dioses han hablado y debes morir, como tus hermanas. Se lo buscaron por no obedecer.
—Ven, jovencita, no te haremos daño. Solo queremos conversar —agregó otro, sarcástico.
En respuesta, Kutralrayén se afirmó de una rama alta y saltó hacia el árbol vecino. Una flecha silbó a sus espaldas, logró asirse con fuerza a una rama de luma y se balanceó otro poco. Los perros ladraron con mayor intensidad. Dos flechas hicieron blanco en el tronco a centímetros de su rostro, buscó apoyo y saltó otra vez. Unas boleadoras se enrollaron en un tronco rozando su tobillo izquierdo, se sostuvo como pudo de un raulí y volvió a trepar sobre un roble, afirmándose y doblando la rama flexible de un boldo. Los perros ladraban sin parar, en tanto que ella continuaba con su escape, saltando de una lenga a un coigüe, ganando un poco de tiempo. Pero los hombres de su abuelo no pretendían atraparla, sino matarla.
La muchacha saltó hacia el árbol siguiente y en ese instante se escuchó un sonido sordo. Un intenso dolor se esparció por su brazo, dejándolo agarrotado. Se dio vuelta y pudo ver a su atacante: un joven enjuto, de extremidades largas y ágiles recargaba su honda de cuero. Era uno de sus primos. No tenía tiempo para recuperarse: saltó de nuevo, esta vez con mucho sufrimiento. Los cazadores se organizaron, formando dos círculos concéntricos alrededor de la joven. Dos de ellos, los más jóvenes, treparon con agilidad entre las ramas.
Kutralrayén jadeaba, las manos le ardían. Se soltó de la rama alta en la que se encontraba y se balanceó entre las hojas para golpear de lleno el pecho a uno de los escaladores, que cayó con estrépito y terminó de bruces sobre raíces mohosas. El segundo quedó estupefacto con el espectacular derrumbe de su compañero; desprevenido, recibió una patada en las costillas que le quitó el balance y la sonrisa, aunque a último minuto logró aferrarse a una rama que se dobló por el peso. La muchacha aprovechó la oportunidad y saltó sobre la misma, que enseguida se descuajó del tronco, lo que precipitó a tierra a su perseguidor. Justo antes de caer, la joven fugitiva brincó una vez más y se perdió entre el follaje.
Una lluvia de flechas y piedras destrozó las hojas y se clavó en ramas y troncos, pero la fémina ya había saltado a otro árbol y luego a otro, con tanta prisa que la última rama cedió. Kutralrayén se despeñó, desplomándose sobre uno de sus atacantes, lo que amortiguó su caída. Los perros se abalanzaron de inmediato sobre ella. Pateó al primero mientras se levantaba, y estaba por atravesar al segundo con la lanza corta con punta de piedra que le había quitado a su persecutor, cuando sus brazos se vieron atrapados por un par de boleadoras, que luego de inmovilizarla le golpearon las costillas, dejándola sin respiración, obligándola a arrodillarse. Uno de los hombres detuvo a los furiosos perros, que no dejaban de ladrar; los otros se acercaron a la muchacha y la rodearon.
—¡Mátenme de una vez, primos! ¡Maten a la sangre de su sangre, blasfemen! ¡Maldigan el regalo de los dioses! —exclamó Kutralrayén, mirando desafiante a sus captores.
—Prima, esto no es personal, han sido los dioses. Negenechén mismo ha sido quien ha decretado la muerte de las mujeres por herir la tierra, por apropiarse de esta, por no compartir los frutos que provee para todos.
—Mientes.
—No, no miente —espetó su abuelo, abriéndose paso entre los mocetones con su toki de sílex negro en la mano—. Ustedes son el sacrificio que Negenechén en persona pidió de nosotros, y créeme, hijita mía, esto me dolerá más a mí que a ti, pues he de vivir para siempre con el remordimiento.
El cuerpo de su abuelo se estiró. Ella cerró los ojos.
El anciano levantaba el hacha de guerra para partirle la cabeza a su nieta, cuando una quebrazón de ramas resonó tras ellos. La muchacha pudo ver cómo una bestia de cuatro patas terminadas en pezuñas, amplios lomos, piel suave y verdosa, con manchas en forma de espiral en la parte superior del cuerpo, cabeza cuadrada y un formidable cuerno curvo en la quijada, apareció arando la tierra y abriendo un río tras de sí. El Camahueto embistió a hombres y perros sin piedad, con la velocidad del relámpago. Cuando Kutralrayén se recuperó de la impresión y miró a su alrededor, sus captores no eran más que trozos sanguinolentos de músculos y huesos rotos desparramados por el sotobosque. El bruto manchado de sangre soltó una bocanada de vapor y se sacudió, pateó el suelo y bufó un par de veces, antes de detenerse a mirarla con sus pequeños ojos negros y vidriosos. Luego se agachó con suavidad ante ella, haciendo una especie de reverencia. La mujercita comprendió que el ser sobrenatural había sido enviado por Kai Kai Vilu para protegerla. Las antiguas leyendas contaban que los Camahuetos nacían de las espinas que Kai Kai dejaba en las cimas de los montes cuando visitaba a su padre, que moraba en los volcanes.
Kutralrayén se liberó de las boleadoras que apresaban sus amoratados brazos e hincada, acarició suavemente las voluminosas mejillas del animal, apoyando su frente en la rectangular quijada. Frunció el ceño y se permitió llorar con un sollozo apenas audible.
Cuando se hubo calmado, se puso de pie con lentitud y dolor y se montó en la grupa del cuadrúpedo.
Galopó en dirección al sol naciente.
Lientaro se había convertido en un lonko ilmin, poseía abundantes cabezas de ganado y sus mujeres comerciaban lana, chicha, porotos, mote, zapallos, madi, quínoa, papas y avellanas; cambiándolos por pescado ahumado, choros zapato de medio metro de largo, ristras de cholgas y otros mariscos, jaibas, erizos y picorocos, y algas comestibles; cochayuyo y ulte; sal de mar y cuero de lobo marino; productos que abundaban a lo largo de la costa mapuche; de los clanes precordilleranos conseguían hongos comestibles; digüeñes, changles, gargales y morchellas.
El pequeño muelle, alejado lo suficiente de su lof, se convirtió con rapidez en un aliwen, un lugar de comercio y reunión social destacado en la zona. Una parada obligada para los comerciantes del País de la Cordillera, que bajaban y subían por los ríos en sus coloridas chalanas llenas de productos, noticias y cotilleos del Wall Mapu.
Ocupado en la restauración de su golpeado país, desde el epicentro de la herida más profunda asestada a la nación mapuche durante la guerra, Lientaro dedicaba sus días a la crianza de sus hijos y a reforzar los lazos de amistad entre las familias de Languenmapu. Tirúa, por estar frente a la isla Mocha, había sido la primera en recibir el impacto de la malevolencia de la gran serpiente Kai Kai Vilu, que había despertado en aquel lugar gracias a los oscuros ritos de sangre de los kalkus, lo último que necesitaba eran conflictos internos que debilitaran aún más a sus habitantes; la política, llevada a cabo por medio de alianzas, solidificadas con visitaciones, fiestas, mingas, matrimonios y juegos de linao, eran ahora su mayor preocupación.
Durante los períodos de calma, en las noches, Lientaro, sentado frente al fogón, acariciando los cabellos de Ray, su primera esposa, recordaba con cada trago de muday el momento en que el hechicero Curimán lo había interceptado para pedirle que lo acompañase a conseguir el martillo; hecho sucedido meses antes del desastre de Tirúa. En ese momento había decidido seguir su propia voluntad; el resultado fue la muerte de los mejores guerreros de su tierra. Él mismo fue rescatado agonizante desde el campo de batalla por el viejo brujo, y luego guiado hasta el interior del volcán Lanín para cumplir con su destino. Durante el enfrentamiento con el dios Pillán, Curimán fue calcinado mientras entonaba una melodía con su pifilca mágica, atrapando al dios en una forma humanoide. En aquel trance, en el cual su cuerpo había sido castigado de forma brutal, solo su fuerza de voluntad y sus deseos de venganza lo ayudaron a conseguir el favor del poderoso espíritu del fuego, la guerra y la tormenta. Había liberado a su país de la amenaza de la serpiente, pero eso no lo conformaba ni sosegaba su taciturno ánimo; Lientaro sabía que, de haber partido más temprano, hubiese detenido al gran ofidio en la isla, mucho antes de que pudiese enviar al grueso de sus tropas hasta la costa. Pudo haber impedido el desastre si hubiese accedido con prontitud a la petición del brujo: menos personas habrían perdido la vida, el País del Mar mantendría su vitalidad y su hermano Lientur todavía estaría vivo. La culpa yacía en el fondo de su corazón y no había forma de escapar de ella.
El joven guerrero mantenía contacto frecuente con los ilochefes, los temidos ogros verdeazulados de las montañas. Los visitaba tres veces en el año con excusas comerciales. Lientaro era bien recibido por ellos en cualquier fecha, sobre todo por Mako, quien se había convertido en un buen amigo del mapuche. La familia de Mako había forjado la Pillantoki, y había participado en la campaña de liberación del País del Mar. Como buenos veteranos de guerra, Mako y Lientaro compartían noticias, el ogro lo mantenía informado de lo que estaba sucediendo en los sistemas de cavernas de los Andes. Pero no todos los sistemas de túneles estaban bajo control ilochefe. Un ejemplo eran las galerías de los laftraches: estos pequeños seres grotescos, de prominentes narices y orejas carnudas, vivían en grutas ubicadas bajo el nivel del mar, y solían salir a la superficie a raptar mujeres y niños para aplacar el hambre de los cherufes, formidables reptiles humanoides que vivían dentro de los volcanes, chapoteando en lagos de lava burbujeante. Los cherufes eran mascotas de Pillán y cuidaban las vetas de minerales, producían enormes terremotos cuando tenían hambre y su alimento favorito eran los humanos. Lientaro se preocupaba de estar al tanto de estas actividades, tratando de evitar que los seres subterráneos causaran estragos en la superficie. Durante sus visitas, prestaba especial oído a las noticias referentes a los carcanchos, seres homínidos de enorme tamaño que vivían en las cavernas superficiales de los Andes y cazaban en la montaña; adaptados a las inclemencias de aquel ambiente con un pelaje hirsuto que les cubría el cuerpo completo y que hacía las veces de armadura y abrigo; un amplio tórax que les permitía a sus grandes pulmones extraer hasta la última dosis de oxígeno del finísimo aire cordillerano; poderosas garras y dientes afilados. Su capacidad intelectual no era muy alta y vivían en clanes familiares a más de dos mil metros de altura. La mayoría eran de color blanco, pero se habían visto a algunos con pelajes negros o castaños, dependiendo de la existencia de bosques en los alrededores de sus moradas. Eran criaturas temibles, no dudaban en cazar humanos para trocarlos con los laftraches, o venderlos a los dugún; quienes consumaban todo tipo de abominaciones con los cuerpos y las almas de los hombres. Existía en estos seres peludos una espeluznante tendencia a la maldad, que provenía de la naturaleza misma de su raza y su resentimiento contra los humanos, quienes les habían ido arrebatando tierras y cotos de caza. Por último, estaban los kofkeches, una raza pacífica y trabajadora de enanos peludos que habitaba en la tierra desde antes de la llegada de los lituches; la mayoría se dedicaba a la minería y vivían escondidos en las ramas de los alerces más viejos de la tierra. Era raro encontrarlos, pues rehuían el contacto con el hombre y en general no causaban problemas.
Lientaro salía a menudo a cazar carcanchos, asegurando así el libre tránsito para el comercio con las colonias mapuche trasandinas, de manera que los nuevos asentamientos estuviesen bien abastecidos y pudiesen recibir ayuda militar con prontitud en caso de que fuesen atacados por los tehuelches del sur o las tribus salvajes que vivían al norte del Río de la Plata. El mapuche, sin embargo, tenía una razón más profunda y también más egoísta para exterminar sistemáticamente a aquella raza de monstruos: hacía ya mucho tiempo, durante su juventud temprana, él y su caravana fueron atacados brutalmente; las bestias lo dejaron por muerto, pero se llevaron a su primera esposa. Lientaro perdió toda esperanza de volver a verla en este mundo y se autoexilió en la frontera, buscando la muerte en batalla, con la intención de convertirse en un pillán y reunirse con ella en el cielo de los héroes. La lucha constante era, según creía, la única manera a través de la cual mitigaría el dolor de aquella ausencia, de obliterar el recuerdo de la mujer que había amado con todo su corazón; la única que había llenado por completo sus pensamientos y que lo seguía persiguiendo y atormentando en sus sueños, llenándolo de odio contra sí mismo, un sentimiento que aun frente al calor del hogar, la dulzura del muday y la tibieza de los brazos jóvenes de sus nuevas esposas, no dejaba de horadar su alma. Con frecuencia, se disfrazaba de viajero, llevaba un par de guanacos o llamas y avanzaba con lentitud por los pasos cordilleranos. Las enormes bestias no podían resistirse a una presa fácil, siempre atacaban las caravanas poco numerosas.
Lientaro los calcinaba sin piedad.
Estas escapadas, sin embargo, habían ido menguando. Al principio lo atribuyó a los deberes maritales cada vez más exigentes, pero la verdad era que había comenzado a sufrir horrendas pesadillas relacionadas con el oráculo de Fitón. La conciencia de su propia vulnerabilidad dio paso a un miedo a la muerte que se agazapaba en lo más profundo de su inconsciente.
El otoño estaba terminando y Kintuillang, hija de Alonkewun y hermana menor de Wirkalaf por parte de padre y madre, sería entregada a un joven de las colonias trasandinas. La dote había sido pagada y el novio debía volver a su tierra con su nueva esposa. Alonkewun encargó el cruce de los Andes a Lientaro, y Wenchuleufu, hermano mayor de la novia, se ofreció para engrosar la caravana. El cruce en esa época del año era traicionero; las tormentas eléctricas eran frecuentes y a pesar de que las nieves no estaban altas, existía el peligro de quedar atrapados en una borrasca durante días o semanas. Nada de esto amilanó el espíritu jovial que reinaba en la compañía. Lientaro, a pesar de estar preocupado, agradecía la oportunidad de estar fuera del alcance de las exigencias de sus ahora numerosas mujeres. La mayoría de ellas, embarazadas o en época de lactancia, lo abrumaban pidiéndole lúcumas, chirimoyas, papayas, piñas, maní, calafates y avellanas fuera de temporada, obligándolo a viajar enormes distancias; desde la isla de los gigantes de piedra en medio del océano, frente al tambo tiahuanaco de Copayapu, hasta las tierras de las tribus que viven en los oasis inaccesibles en medio de los campos de sal, o hacia el sur profundo, las praderas de hielo de los onaisín.
Lientaro decidió cruzar por el paso de Icalma, pues los dejaba a diez días de viaje del lof del novio. Avanzaron con lentitud y tranquilidad en una chalana pehuenche adornada con lanas de colores brillantes, que llevaba sal de mar, mariscos y pescados frescos, pieles de foca y especias para intercambiar. Navegaron lento, remontando el río Allipén hasta el lof del lonko Melipeuco, en donde el cauce se bifurcaba, rodeando las faldas del volcán Llaima, el cual se erguía a su derecha, imponente con su cono nevado que llegaba a los tres mil metros de altura. A la izquierda los flanqueaban los nevados del Sollipulli. Allí desembarcaron y se separaron de la caravana de botes pehuenche. Continuaron a pie y sin contratiempos; las verdaderas dificultades comenzaron pasados los dos mil metros sobre el nivel del mar, donde nace el río Allipén. La nieve alta les hacía dificil el avance y los vientos les impedían escucharse incluso a medio metro de distancia, así que caminaban amarrados unos a otros.
Llegaron al lago Icalma. Frente a ellos se encontraba el majestuoso macizo cordillerano, nevado y brillante, más allá estaba el paso. Armaron una ruka de cuero de llama, una estructura circular con un hueco en el centro, por donde saldría el humo de la fogata que encendieron con musgo y algunas ramas de araucarias y robles. Aprovecharon los piñones que habían recolectado durante el camino y los comieron asados junto con algo de charqui. Derritieron un poco de nieve y la revolvieron con miel. Bien abastecidos y al calor del fuego, sus ateridos músculos se relajaron. Los viajeros estaban casi a mitad de trayecto y hasta el momento no habían tenido problemas con las tribus de la cordillera que controlaban el paso. La presencia de Epunamün, el hombre del relámpago, les garantizaba paso seguro; no solo por parte de los lof de la zona, que le debían mucho de la tranquilidad actual de las rutas comerciales, sino también de parte de los temidos ogros montañeses o ilochefes, losëtunaz o pürsar, como se hacían llamar ellos. Aunque estos, como bien sabía Lientaro, nunca habían atacado a los humanos.
El lago era frecuentado por los clanes mapuche y considerado un lugar neutral de reunión y comercio, un aliwen. Estaba a pocos kilómetros del paso y en primavera era normal ver caravanas acampando de forma simultánea en sus alrededores antes de dirigirse hacia las rutas fluviales o enfilar rumbo a las colonias trasandinas. Algunos lof incluso mantenían asentamientos estivales permanentes para comerciar y administrar las noticias que iban y venían.
El novio de Kintuillang, Kintrekewün, se mostraba de buen humor. Comenzó a cantar frente a la fogata, miró a su novia y le dedicó palabras de amor y fidelidad, contándole de las amplias llanuras de su tierra, de las manadas de guanacos y ñandús que incontables se perdían en lontananza, de la abundancia de peces y aves que colmaban los caudalosos ríos, y del bello espectáculo que supone ver el sol nacer desde el mar. Mientras, Lientaro y Wenchuleufu comentaban los resultados de los últimos partidos de linao entre las selecciones de sus respectivas mapu y jugaban al juego de las habas, apostando piñones. Los compañeros estaban relajados y alegres, disfrutaban del cansino crepitar del fuego, la comida y las bebidas calientes.
A pesar de que la época del año no era la más recomendable para cruzar la cordillera, el clima les había sido propicio hasta ahora, solo tenían que esperar a que amainase la tormenta para continuar. Luego de la frugal cena, se durmieron.
***
El viento comenzó a silbar, las membranas de cuero que los protegían vibraron por la potencia del vendaval que se había desatado. Los hombres se dirigieron a las orillas de la tienda para reforzar los bordes con estacas interiores. En ese momento la estructura se elevó entera, el viento y la nieve apagaron el fuego. Varias figuras blancas, peludas y enormes, se abalanzaron sobre ellos. Lientaro los reconoció de inmediato. No acababa de salir de su estupor cuando recibió un poderoso puñetazo que lo lanzó rodando por la nieve.
Sus dos compañeros estaban aterrados e inmóviles ante el ataque. Kintuillang, envuelta en pieles y lanas, comenzó a gritar. Un carcancho la agarró, se la puso sobre el hombro y se perdió en la oscuridad; la tormenta silenció los alaridos de la joven.