Érase un río - Bonnie Jo Campbell - E-Book

Érase un río E-Book

Bonnie Jo Campbell

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Beschreibung

Tras la muerte violenta de su padre, Margo Crane, de dieciséis años, con una escopeta Marlin, unos cuantos víveres y una vieja biografía de Annie Oakley, remonta el río Stark en busca de su madre. Pero el río ya no es el animado paraíso fluvial de su infancia. Ahora es un lugar peligroso. Un lugar habitado por matones, barqueros ebrios, traficantes de metanfetamina y tramperos tristes y solitarios. Chacales y basura a la deriva. Y todos fantasean con domarla. Pero ella no quiere ser la razón para vivir de nadie. No es la niña loba, ni la asesina, ni la esposa ideal con la que todos sueñan. Solo es una chica que necesita unas cerillas, un perro y un poco de gasolina para su motor fueraborda. «La ficción estadounidense ha esperado mucho tiempo la llegada de Bonnie Jo Campbell. Muchas de nosotras, y no solo mujeres, estábamos buscando una protagonista de este calibre, valiente como un carcayú, nada llorica, tan capaz como Sacagawea, con una sexualidad fuerte y sin remordimientos. Queríamos sentir sus raíces en una historia antigua, queríamos a Diana, la cazadora, pero no su virginidad; queríamos una chica humana real de la que pudiéramos creer que fue criada por osos, o lobos. Y para proporcionarnos esta clase de heroínas, los dioses nos han concedido por fin a Bonnie Jo Campbell, una de nuestras escritoras más importantes y necesarias, y a Margo Crane, el personaje central de Érase un río, una proscrita, una belleza montaraz capaz de disparar como Annie Oakley, su creación más conmovedora y mítica hasta el momento.» Jaimy Gordon, ganadora del National Book Award  «Quién podía imaginarse que Huckleberry Finn iba a necesitar una secuela, o que el propio Huck iba a necesitar una hermana. Pues aquí está, Margo Crane. Una vez que hayas conocido a esta singular hija del río, jamás la olvidarás.» Pinckney Benedict «Érase un río nos hace comprender, con una puñalada de pesar, lo estrechas y homogéneas que son nuestras vidas y nuestras expectativas de los demás. Espero que Margo siga ahí fuera, en alguna parte, despellejando un bagre y cocinándolo en una rama de nogal.» The Washington Post «Con todos los condimentos de una canción de Johnny Cash: amor, pérdida y redención.» Elle «Una excelente parábola norteamericana sobre las consecuencias de nuestro ideal favorito, la libertad.» Jane Smiley «Los ríos estadounidenses son propiedad indiscutible de Mark Twain y los escritores que se aventuren a surcarlos tendrán siempre la obligación de reconocer su señorío. La dura y confiada obra de Bonnie Jo Campbell rinde su merecido tributo al bardo del Mississippi, pero contando su propia historia cautivadora.» Wall Street Journal

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Seitenzahl: 533

Veröffentlichungsjahr: 2022

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BONNIE JO CAMPBELL (1962) creció en una pequeña granja de Michigan con su madre y sus cuatro hermanos y puede que sea una de las únicas beneficiarias de una beca Guggenheim que sabe cómo se castra un cerdo. Cuando se marchó a Chicago a estudiar filosofía, su madre alquiló su habitación. Después se recorrió EE.UU. y Canadá haciendo autoestop. Un día vio en una farola de Phoenix un cartel del célebre circo Ringling Bros. and Barnum & Bailey y se unió a la caravana vendiendo granizados. Los demás vendedores eran tipos rudos, desdentados, tatuados y llenos de cicatrices. La gente prefería el puesto de Bonnie Jo porque parecía la vecina inocente de la puerta de al lado. Se sacó mucha pasta. Más tarde ascendió los Alpes en bicicleta y organizó viajes de aventura por Rusia, los países bálticos y Europa del Este. En 1992, tras obtener un máster en matemáticas, comenzó a escribir sobre la vida en las pequeñas localidades rurales de Michigan. Es autora de dos novelas y tres colecciones de relatos y ha sido nominada al National Book Award en dos ocasiones. Actualmente reside con su marido y otros animales en las afueras de Kalamazoo. Estudia Kobudō, «el camino antiguo del guerrero», el arte marcial ancestral de Okinawa, y le gusta pasar el rato con sus dos burros: Jack y Don Quijote. En su refugio subterráneo ideal para el fin del mundo habrá arroz, frijoles, frutos secos, hortalizas deshidratadas, agua, una buena reserva de guantes y calcetines (porque es de pies fríos), material para escribir y todo Dickens. Su bar favorito es el Tap Room, donde suele haber peleas. Le gusta estar donde está la vida. La gente de ese bar son los personajes que pueblan sus relatos, su tribu. Aunque conviene señalar que ya no bebe ni se pelea tanto como antes, porque necesita estar despejada por las mañanas para poder escribir.

ÉRASE UN RÍO

ÉRASE UN RÍO

Bonnie Jo Campbell

Traducción Tomás Cobos

 

 

 

Título original:

Once Upon a River

W.W. Norton & Company, Inc., 2011

Primera edición: Septiembre 2019

Segunda edición: Agosto 2020

© Bonnie Jo Campbell, 2011

© 2019 de la traducción: Tomás Cobos

© de esta edición: Dirty Works S.L.

Asturias, 33 - 08012 Barcelona

www.dirtyworkseditorial.com

Traducción: Tomás González Cobos. Me ayudaron a afinar la puntería Ione Harris, Tracy Rucinski, Javier Lucini y Gabriel Range.

Diseño de cubierta: Nacho Reig

Ilustración: © Antonio Jesús Moreno «El Ciento»

Maquetación y correcciones: Marga Suárez

ISBN: 978-84-19288-18-9

Producción del ePub: booqlab

 

 

 

 

A todos los niños criados por lobos

 

 

 

 

Mi hogar está en el agua, detesto la tierra.

El hogar está en el agua, detesto la tierra.

Mi hogar está en el agua, detesto la tierra.

Antes la muerte que quedarme a ser tu perro.

«See See Rider», tradicional

1

El río Stark fluía por el meandro de Murrayville como la sangre por el corazón de Margo Crane. Le gustaba remar contra corriente para ver patos joyuyos, patos de lomo blanco y águilas pescadoras, para buscar salamandras tigre entre los helechos. Otras veces dejaba la barca a la deriva para concentrarse en la búsqueda de tortugas pintadas que se calentaban al sol sobre árboles caídos y contar garzas en la colonia que había junto al cementerio de Murrayville. O amarraba la barca y subía por pequeños arroyos para recoger cangrejos, berros y minúsculas fresas silvestres. Tenía los pies insensibles contra las piedras afiladas y los cristales rotos. Al nadar, Margo tragaba a veces pececillos vivos y sentía que el río Stark se movía en su interior.

Caminaba entre las raíces serpentinas para apresar culebras de agua y dejar que el hierro limpiara las heridas de sus mordeduras inofensivas. En alguna ocasión engañaba a una tortuga lagarto para que se aferrara a una rama con sus mandíbulas y entonces se la llevaba al abuelo Murray, que cocía la carne para hacer sopa y les decía a los niños que comer tortugas lagarto era como comer dinosaurios. Margo era la única a la que el viejo aceptaba llevar cuando iba a pescar o a inspeccionar las trampas para animales, porque ella era capaz de sentarse sin hablar durante horas en la proa de La Rosa del Río, su barca de madera de teca. Margo sabía que, cuando sentía la tentación de hablar o gritar, lo que debía hacer era callarse, observar y escuchar. El viejo la llamaba Duende o Ninfa del Río. Sus primos la llamaban Ninfómana o Ninfo, pero por lo general no cuando el viejo andaba cerca.

Margo –Margaret Louise, según la partida de nacimiento– y sus primos conocían bien las aguas fangosas y los remolinos, la arena y el cieno entre los dedos de los pies, y con aquellos materiales llenaban envases de plástico que antes habían contenido queso fresco y helado, y tamizaban el barro con las manos para modelar precarias estalagmitas y húmedos castillos. Excavaban en las orillas, hurgaban la tierra y tallaban las raíces para crear cavidades y túneles que se desmoronaban. Si un niño se quedaba demasiado rato en un terreno blando y se hundía hasta las rodillas, bastaba con que diera una voz y los demás acudían a rescatarlo. Pasaban los veranos desnudos o casi desnudos, recogiendo lombrices en los bosques musgosos y huevos de rana de los nidos viscosos bajo las ramas sumergidas. Construían balsas uniendo troncos del río con cuerdas de embalar. Todos aprendieron a leer en la superficie del agua las amenazas ocultas en el fondo. Una vez, cuando Margo tenía ocho años y Junior, su primo favorito, nueve, rescataron a un tío suyo que se había caído borracho al río.

Todos pescaban en los brazos muertos del río mojarras de oreja azul, peces sol y percas de roca, pero evitaban la zona por debajo de la fábrica metalúrgica Murray, donde una cañería de desagüe vomitaba al río un mejunje de aguas residuales, aceite industrial y disolventes; allí había peces con extraños tumores, ampollas en torno a la boca y las agallas deshilachadas. Algunos días de viento, el humo de color arcilloso de la central flotaba por todo el cauce, subía hasta alcanzarlos a través de las mosquiteras de los porches, y penetraba en sus casas por los tablones del suelo y los intersticios de las puertas.

Los Murray eran una tribu terca, y Bernard Crane no lo era menos por haber sido el hijo bastardo de Dorothy Crane y el viejo Murray durante una infidelidad pasajera, olvidada en el tiempo por una esposa que, pese a (o quizá por) su naturaleza indulgente, murió joven. El anciano rogó a Dorothy Crane que le diera al niño su apellido, pero en el certificado de nacimiento ella puso «padre desconocido». Algunos decían que Dorothy tenía sangre india y que por eso Bernard era tan bajito, y otros decían que aquella mujer no había tenido suficiente leche para su bebé porque el viejo se había negado a abandonar a su legítima esposa, mientras que otros, entre ellos Cal Murray, negaban que Bernard fuera uno de los Murray. Con todo, años después, cuando Bernard Crane –a quien todos llamaban Crane a secas– y su mujer, Luanne, tuvieron una preciosa hija de ojos verdes, el río experimentó un corto periodo de reconciliación, y todos los Murray acogieron a Margo. La madre de la pequeña llegó incluso a disfrutar del aprecio de las otras mujeres durante una temporada. Las más de las veces, sin embargo, la tachaban de «espíritu libre», y no lo decían como un cumplido.

Cuando el tiempo lo permitía, Margo y sus primos nadaban todo el día. Hasta en las épocas de sequía en que el nivel del río bajaba tanto que podía atravesarse a pie, nadaban hasta el caserón de los Murray en la orilla norte, donde la tía Joanna horneaba pan o tendía la colada, donde el tío Cal los dejaba a veces tirar al plato con fusiles o a dianas con escopetas del calibre 22. Nadaban también en dirección contraria, hasta la sombreada casa de Crane, donde Luanne se tendía a menudo en una tumbona al extremo del muelle flotante, el único lugar soleado en aquel terreno, con el bikini desabrochado. Luanne se tumbaba a dorarse como los panes de Joanna en el horno, y no levantaba la cabeza ni abría los ojos si no era para beber el vino blanco aguado que tenía en un frasco lleno de hielo medio derretido. Desprendía un aroma a manteca de cacao que llegaba hasta el agua y los chicos no podían dejar de mirarla.

Por las tardes, Margo volvía a casa remando, nadando o dejando la barca a la deriva, y su madre, al anticipar el regreso de su hija, se despertaba, se ponía en pie sobre el muelle, a veces con paso vacilante, con una toalla lista para Margo, su toalla preferida, demasiado grande y con un dibujo de jungla verde. A Margo le castañeteaban los dientes mientras su madre la arropaba y la abrazaba. Solo entonces sentía Margo el dulce perfume a vino en el interior de la nube de manteca de cacao. Luanne le decía: «¡Cuidado, Margaret Louise!», mientras pasaban abrazadas del muelle a la orilla, en dirección a la casa. Inspeccionaban en el porche el cuerpo de Margo por si tenía sanguijuelas y rociaban de sal a las que se resistían. Después de ducharse las dos, Luanne solía irse a la cama con la botella de vino a ver la televisión, o comenzaba sus doce horas de sueño, pero Margo se enroscaba en el sofá a esperar a que regresara su padre del segundo turno en la fábrica metalúrgica Murray, hojeando a veces su libro de Annie Oakley, cuya cara seria nunca se cansaba de examinar. Annie tenía una imagen muy natural con sus fusiles y escopetas, y a Margo le parecía lógico que todas las chicas tuvieran un rifle de caza. Cuando se lo contó a su madre, Luanne le respondió con voz cansada que no comprendía cómo «podía disparar Annie Oakley tantas veces sin matar a nadie, sin cargárselos a todos», y Margo no volvió a mencionar el tema.

Después de una gran tormenta o un deshielo repentino, el río se metamorfoseaba en una tromba frenética que transportaba corriente abajo todo tipo de objetos: barcas mal amarradas o fragmentos de muelles arrastrados contra los árboles. Sobre la orilla aparecía un variado revoltijo de cosas: bidones de doscientos litros, boyas cubiertas de moho aún atadas a sus cuerdas de nailon y cadáveres de animales. Y la inundación se tragaba lo que los Murray no habían fijado a la tierra por una u otra razón: arena de los areneros, los excrementos de la media docena de cerdos del pastizal, postes del huerto y enrejados para tomates del verano anterior, juguetes y escudillas para perros, miles de cartuchos utilizados cerca de la granja. Cada año, las inundaciones arrasaban las guaridas de las ratas almizcleras, ahogaban topos, se llevaban los barriles para hacer hogueras, erosionaban el terreno y desgajaban grandes masas de tierra. Un mes de febrero, después de un deshielo precoz, los Crane perdieron un montón de leña que habían apilado demasiado cerca de la orilla.

La muerte del abuelo de Margo, cuando ella tenía catorce años, afectó a toda la familia como una de aquellas riadas de finales del invierno, lo enfrió todo, acabó con la vieja generación y con cualquier pegamento o vínculo que hubiera mantenido unidos a los Murray. Cuando la dejaban, Margo solía pasar largos ratos en la galería junto al lecho del abuelo enfermo. Después del funeral, Margo salió con el tío Cal, cargó quince cartuchos en la Marlin del calibre 22, como Annie Oakley, deslizó la correa hasta el hombro y se dedicó a apuntar por la mirilla de hierro. Como el primer tiro salió desviado, Cal le sugirió que se sentara con las piernas cruzadas y apretara más la correa. Los catorce disparos posteriores acertaron en la diana de papel, concentrados en una zona justo a la izquierda del centro. Doce disparos dieron en el mismo sitio, perforando un agujero de poco más de un centímetro.

–¿Qué ha sido eso? –dijo Cal, pasando el dedo por el papel agujereado–. Yo no he disparado así en mi vida. Es impresionante.

Cal se atribuía el mérito de haberle enseñado a disparar, pero, aunque Margo había sido consciente de la ayuda de su tío, había sentido con la misma intensidad que era la escopeta misma quien la guiaba. La escopeta la estabilizaba, al tiempo que la tristeza afinaba su puntería.

Cuando Cal Murray se encargó de la presidencia de la fábrica metalúrgica, exigió a sus hijos que fueran a trabajar en verano en lugar de pasarse el día explorando el río. En torno a esa época, la madre de Margo comenzó a ponerse maquillaje y a desaparecer durante varias horas por la tarde. Siempre regresaba al anochecer, hasta una noche de julio en la que Margo se encontraba sola junto al muelle. Su red de pesca, demasiado grande, contenía un pedo de lobo gigante, blanco como la luna, más gordo que su cabeza. Margo se levantó y se subió al muelle con el champiñón de cráneo blanco en la mano, con la intención de trocearlo y freírlo para cenar. La pequeña casa de los Crane estaba en la oscuridad. Cuando encendió la luz de la cocina, se encontró una nota en la mesa. La leyó y releyó, pero no fue capaz de descifrar su código. Luanne había dicho muchísimas veces que no soportaba vivir en aquel lugar, pero seguía allí. Margo se rascó el tobillo y encontró una sanguijuela gorda. No tuvo la paciencia de resecarla con sal, sino que agarró un cuchillo de carnicero, aplastó con el mango de madera la cabeza de la criatura y lo retorció hasta que el amasijo sanguinolento cayó en las baldosas de la cocina.

Es posible que la decadencia de la fábrica metalúrgica Murray tras la muerte del viejo Murray y el desempleo que provocó fueran inevitables, a juzgar por las tendencias económicas de finales de los setenta, o quizá la culpa la tuviera la gestión de Cal. Quizá lo que ocurrió con el tío Cal y Margo después del Día de Acción de Gracias fuera igualmente inevitable. Margo acababa de terminar de fregar una segunda pila de cacharros y platos, y su tía Joanna la echó de la cocina.

–Ve a divertirte con los otros niños –le dijo Joanna–. Anda, fuera.

–Voy a ponerme los vaqueros –dijo Margo.

Llevaba un vestido de mangas largas, que Joanna le hacía ponerse cuando iba a la iglesia, aunque fuera solo para donar latas de conservas. El vestido no le quedaba mal por arriba, pero le caía por debajo de las rodillas.

–¿Qué tiene de malo llevar ropa de chica? –le preguntó Joanna–. Ve a decirle a tu primo Junior que deje ya los discos de rock & roll. Que ponga un poco de country.

La fiesta estaba en su apogeo, y desde los altavoces colgados de los árboles atronaba «Smoke on the Water». Joanna la acompañó hasta la puerta, le arrojó la chaqueta sobre los brazos y la empujó al frío del exterior. Margo se subió el vestido y lo plegó por la cintura para acortarlo. Era la primera fiesta sin el abuelo Murray y Margo echaba de menos su imponente presencia. Atravesó la hierba helada hasta llegar a su padre, que estaba enfrascado en una conversación sobre soldar. Como no le hacía caso, se acercó al sitio donde estaban cortando el cerdo asado. El tío al que Margo había salvado de ahogarse, Hank Slocum, estaba rebanando tiras de carne y las ponía en una bandeja grande de aluminio. Margo se quedó a mirar un rato hasta que se vio el blanco de los huesos del animal. Hank Slocum vivía con su mujer y sus seis hijos en un par de caravanas a menos de un kilómetro de la finca de los Murray. Julie Slocum, que seguía siendo una chivata, aunque ya tenía trece años, estaba coqueteando con su primo Junior, que estaba sentado con las piernas cruzadas junto al tocadiscos, sin hacerle caso. Billy Murray, varios meses mayor que Margo, estaba mangoneando a unos niños pequeños, incluidos sus hermanos gemelos, Toby y Tommy. Margo vio cómo les ordenaba que fueran a cuatro patas hasta donde estaban los hombres jugando a la herradura y escupieran en sus cervezas espumosas. Los hombres no se daban cuenta y cada vez que uno de ellos acercaba el vaso de plástico a los labios, Billy y los niños se partían de risa. Margo estaba tumbada en compañía del labrador negro, Moe, con quien mantenía una conversación de gruñidos y ladridos, cuando sintió la bota de su tío Cal en las costillas.

–Eh, Duende, si quieres ir a cazar, tendrás que aprender a desollar los ciervos.

Margo se levantó y se volvió a subir el vestido. Cal tenía fama de soltar cumplidos a las chicas si eran bonitas, así que todas se esforzaban por estar guapas.

–Si quieres aprender ahora mismo, te puedo enseñar –dijo arrastrando las palabras.

Aunque su padre le había dicho que no se acercara a los hombres cuando bebían –incluido él mismo–, Margo siguió al tío Cal hasta el cobertizo encalado. Se alisó el pelo para asegurarse de que no tenía un mechón rebelde. La estufa de leña se había apagado, pero aún hacía calor en el interior, así que Cal se quitó la chaqueta y la tiró al suelo de tierra. Margo se sorprendió al ver que Cal la atraía hacia él, de modo que tropezó y le empujó sin querer contra el ciervo destripado, que se balanceó, impregnando el aire de olor a sangre.

Cuando Cal le besó la cabeza, Margo apretó la cara contra el pecho amplio de su tío y sintió la camisa gruesa de franela en su mejilla. Le encantaba el olor a cuero que desprendía Cal, aunque estaba mezclado con carne de cerdo y cerveza. Cal la envolvió con sus brazos y la elevó hasta que sus caras estuvieron juntas, algo que hubiera entrado dentro de la normalidad cuando ella era una niña pequeña. Acababa de cumplir los quince.

–¿Quieres venir a cazar conmigo mañana, a las cinco de la mañana?

Margo asintió, aunque había visto el pánico en la cara de su tía Joanna cuando Cal sugirió varios días antes que iba a llevarse a Margo a cazar en el primer día de la temporada en lugar de a uno de sus cinco hijos varones. Margo agitó las piernas como si estuviera nadando.

Mientras la sostenía a medio metro del suelo, Cal la besó en la boca y susurró:

–¿Qué tal? No está tan mal, ¿no?

Margo se quedó sin aliento. Había besado a varios chicos en la escalera del colegio y a un amigo de Junior en la cabaña abandonada río arriba; había probado todo tipo de besos: suaves e intensos, rápidos y lentos. Después de asegurarse de que Junior estaba dormido, Margo y el amigo de su primo se habían quitado la ropa. Margo pensaba que nadie sabía que había llegado hasta el final con él, pero quizá Cal sí. Cal la llevó en brazos como si fuera una recién casada al pasar el umbral de la casa. Era un hombre muy guapo, la madre de Margo siempre lo decía. Cuando Cal colocó a Margo sobre su chaqueta enorme en el suelo de tierra, Margo intentó respirar con normalidad. Cuando las manos de Cal comenzaron a tocarla, intentó pensar en la vez que su tío le enseñó a disparar, colocando sus manos y sus brazos, diciéndole que «apretara» el gatillo, que no «tirara» del gatillo. Para el tirador, el disparo tenía que ser una sorpresa, según Cal, aunque todos sus gestos fueran en esa dirección.

–Eres preciosa –susurró Cal–. Impresionante.

Cal era el hombre más guapo del pueblo, según decía su madre, pero ¿dónde estaba su madre para explicarle lo que estaba pasando ahora? Margo sabía que aquello no era normal, y sabía que su padre estaría furioso, pero no dijo «no». Decir «no» habría sido como disparar una bala: no habría manera de hacer que el proyectil retrocediera. Cuando todo esto hubiera acabado, podía aprender a gritar «no», pero por ahora confiaría en Cal. La chaqueta se desplazó debajo de su cabeza, de forma que cuando se giró para mirar hacia la puerta, tenía la oreja contra la tierra. Notó un olor a sangre, moho y orín de ratón cuando Cal se colocó encima de ella. La luz dorada de la ventana orientada hacia poniente le calentaba la mejilla, y allí vio la cara de una chica. En un primer momento Margo pensó que era su propio reflejo, pero era Julie Slocum. La chica se tapó la boca con una mano y desapareció.

–¿A que no ha estado tan mal? –dijo Cal después.

Sabía que Cal no esperaba ninguna respuesta. Nadie esperaba nunca ninguna respuesta de ella. Ni siquiera los profesores. Antes de responder a cualquier pregunta que plantearan en el colegio, siempre sentía la necesidad de preguntarse cuál era su relación con todas las demás cosas que sabía. Ella respondía horas después, cuando estaba sola en su barca estudiando los insectos sobre la superficie del río. Le resultaba más fácil resolver los problemas de matemáticas en la cabeza mientras remaba; le resultaba más fácil entender cómo se dividían las células cuando estaba bajo el agua.

«¿Había estado tan mal?». Margo se subió las bragas. Pensó que, si no se concentraba en la respiración, se olvidaría de respirar. Miró a su alrededor para comprobar si había cambiado algo más. El cuerpo del ciervo no había cambiado, ni las telarañas, ni el olor a sangre. El tío Cal tenía la misma sonrisa. Margo sintió la necesidad de salir de la cabaña, de analizar todo esto desde fuera para comprender lo que había pasado.

Entonces entró como un vendaval el padre de Margo. Cal se estaba levantando, abrochándose la bragueta, cuando su padre, apenas más alto que Margo, abrió la puerta de un puntapié y le dio una patada a Cal en la boca con la bota de trabajo. Margo oyó un crujir de huesos y en el suelo rebotaron dos perlas rojiblancas, los dientes del tío Cal. Los medio hermanos, famosos por su temperamento, se pusieron a gruñir como osos. Cal le dio un puñetazo a Crane en la mandíbula tan fuerte que Margo oyó cómo se rompía un hueso.

La tía Joanna se presentó en la cabaña justo después de que el padre de Margo le golpeara con la cabeza a Cal con tanta fuerza que le rompió una costilla. Alrededor se formó un grupo de doce espectadores, quizá más, unos dentro de la caseta, otros en la puerta o en la ventana sucia. Julie Slocum entró y le pasó la mano por el pelo a Margo. Margo percibió el olor a queroseno en la chica, por los calefactores que tenía su familia en las caravanas. Cal estaba ahora tumbado en la tierra, y encima de él se veía la columna vertebral de Joanna, inclinada sobre su marido. Le limpió la sangre de la boca con un pañuelo y le susurró unas palabras con tono furioso. En voz baja, Cal se defendió, pero de pronto todo el mundo se quedó callado.

–Esta zorra me ha atraído hasta aquí, pero te juro que no la he tocado –dijo.

Todo el mundo se quedó en silencio hasta que Julie retrocedió en dirección a la puerta. Alguien tosió y la gente comenzó a murmurar.

Joanna le lanzó una mirada a Margo.

–¡Maldita seas! –le dijo.

Margo miró a Cal entrecerrando los ojos, observándole como a través de la mirilla de hierro de la escopeta Marlin, a la espera de una explicación o un guiño, lo que fuera, un gesto que sugiriera que no había dicho aquello en serio. La ruptura entre Margo y el resto de la familia, que había comenzado con la muerte del abuelo de Margo en enero y la marcha de su madre en julio, era ahora completa. Hasta su padre, que sangraba al lado de Margo por la mejilla y la boca, parecía distante mientras le decía que se levantara.

En el asiento delantero de la camioneta, su padre le exigió que le contara lo que había pasado, pero Margo no dijo nada. Llevó el coche hasta el aparcamiento de la comisaría y le rogó a Margo que entrara con él. Durante un momento forcejeó con Margo, pero ella se agarró a la palanca de cambios con la mano izquierda y al reposabrazos con la derecha y sujetó fuerte. No había opuesto resistencia a Cal, pero estaba aprendiendo a marchas forzadas la lección de la resistencia. Esa noche, en casa, desvelada en la cama, oyó la llamada de un búho. «Uh uh, ¿quién eres tú?». Ella susurró imitando el sonido. Se imaginó apuntando y disparando al ave en su estúpida rama de cedro. Desde la ventana, se veían las luces en la casa de los Murray al otro lado del río y se oía una música suave.

A la mañana siguiente, Margo se despertó por los lamentos de su padre en la habitación de al lado. Abrió el pestillo de la puerta de la habitación con un cuchillo para untar y le encontró en la cama, con olor a licor de moras, la cara hinchada y cubierta de sangre coagulada. Le pidió a Margo que le trajera una lata de cerveza. Margo sacó el paquete intacto de doce cervezas que había junto al frigorífico y lo tiró fuera del porche de un puntapié, de forma que se fue rodando por la hierba hasta pararse bajo la ventana de su padre, con el cartón reventado. Abrió una lata y dejó que la espuma le llenara la mano, dio un trago largo a lo que quedaba y lo escupió. Depositó la lata en un tocón. Puso una segunda lata, sin abrir, en la horcadura de un árbol e hizo una pausa para escuchar el arrullo de una huilota en la tierra escarchada. Con un chillido igual de melancólico, le pidió al pájaro que se fuera. Colocó una tercera lata bajo un grupo de cañas de frambuesas. Fue colocando una a una todas las latas en el bosque. En una mano tenía el fusil de caza de su padre, del calibre 20, y en su bolsillo tenía doce cartuchos. Se alejó unos metros, metió cuatro en el cargador, cargó una ronda en la recámara y pulverizó la primera lata. Absorbió el retroceso sin inmutarse. Recargó, apretó la culata con más fuerza contra el hombro, disparó otra vez y observó cómo explotaba la segunda lata. Un chorro de espuma salió disparado a un metro del suelo. Fue reventando las latas, una a una, en la penumbra, hasta hacerlas añicos, parando solo para recargar. Inspiró profundamente el dulce aroma a pólvora. Cada disparo emitía un eco a través del bosque, sobre la superficie del agua.

En la habitación de su padre se encendió una lámpara. Tenía que llevarle al hospital. Mientras esperaba a que saliera, escuchó el flujo del agua junto a ella, bajando por el río Stark, de camino a la presa de Confluence, al otro lado estaba el río Kalamazoo y, por último, el lago Michigan. En sus oídos aún resonaban los disparos. El hombro le palpitaba.

2

Un año después, el domingo antes del Día de Acción de Gracias, arrodillada entre dos cedros en la penumbra que precede al alba, justo por encima de su casa, Margo observaba a un ciervo macho con seis puntas en las astas que buscaba bellotas entre el lecho de hojas heladas. Margo tenía todo el tiempo del mundo para examinar a la criatura, con sus pezuñas oscuras, sus patas esbeltas y su pecho moreno, tan ancho como el de un hombre, con su pesada corona, su barba blanca y su mirada fiera. El ciervo levantó la cabeza, con los orificios nasales dilatados como si captara el aroma de una cierva. Margo levantó la escopeta contra el hombro y apretó la mejilla contra la culata. Tuvo la impresión de que el río guiaba su brazo y su vista mientras apuntaba al corazón y los pulmones, apretaba el gatillo y ¡pum! Fue al levantarse cuando se dio cuenta de que tenía la rodilla mojada y se le estaba formando hielo en el tejido de los vaqueros.

Se encendió la luz en el cuarto de su padre. Una vez en el exterior, tras vestirse y ponerse las botas, Crane se puso a menear la cabeza y refunfuñar al ver a Margo arrastrando al ciervo en un trineo hasta el columpio que había en la parte trasera de la casa. Era la tercera pieza que se había cobrado en cinco días.

–Se acabó, no vas a volver a cazar, hija –dijo Crane, y a continuación la ayudó a serrar las patas y a colgar al animal atándole una cadena al cuello. Su padre se sentó en un tocón de roble a la orilla del río y afiló su cuchillo de carnicero contra una piedra. Más abajo, el agua corría negra y gélida.

–¿Me has oído, Margo? Se acabó la caza. Respóndeme. ¿Has perdido el habla?

–Te he oído –dijo ella, con una voz apenas más alta que un suspiro.

Durante el verano y el otoño Margo había recibido clases de tiro y caza en el club juvenil 4-H con el señor Peake, y se había sentido reconfortada cuando el hombre declaró que, gracias a su «calma natural», sería una buena tiradora.

–Te puedo preparar las dianas que quieras, pero se acabaron los ciervos.

Margo asintió, pero se quedó mirando un objeto en medio de la niebla gris, un papel naranja colgado en el haya que se alzaba junto al camino. Entre los arces, los robles y las castañuelas había un haya de tronco liso en el que Luanne había ido marcando, con un cascanueces, las líneas de la altura y las edades correspondientes de Margo. Con gran sigilo, Margo se dirigió hacia el árbol rodeando la casa.

–El congelador está lleno, Margo. Tenemos carne de sobra.

Crane miraba corriente arriba, con los ojos entrecerrados, como si recelara del horizonte rosado.

Margo caminaba con pasos ligeros, pero las hojas heladas crujían bajo sus pies.

–Da igual que tengas dieciséis años, tienes que cumplir la ley –dijo Crane.

Tocó con el filo del cuchillo el borde de una caja de cerillas para comprobar el corte y después se guardó las cerillas en el bolsillo. Le dio un par de pasadas más al cuchillo contra la piedra de afilar. Aunque era un hombre bajito, tenía una voz poderosa que viajaba lejos.

–Con la licencia que llevas en la chaqueta solo puedes cazar un ciervo, Margo, no tres.

El día inaugural de la temporada de caza, el jueves, habían descuartizado el primer ciervo, y pasaron la tarde envolviendo unas cuantas chuletas y filetes en papel verde para congelar. La mayor parte de la carne, sin embargo, la transformaron en hamburguesas con una picadora atornillada a la mesa de la cocina, mezclando la carne magra de venado con sebo de vaca de la tienda en la que trabajaba ahora Crane, por un salario reducido a la mitad de lo que ganaba antes. Habían destripado el segundo ciervo que mató Margo y, tras varias llamadas telefónicas, pusieron el animal muerto en la parte de atrás de la camioneta, cubierta con una lona, y se la entregaron a un hombre que tenía ocho hijos y acababa de perder su trabajo en la fábrica Murray.

Al girarse, Crane vio que Margo se alejaba discretamente sin prestarle atención. Dejó el extremo del cuchillo clavado en el tocón y se levantó.

–Por amor de Dios, hija, aunque no respondas, escucha lo que te estoy diciendo.

Margo se puso de puntillas, pero el papel naranja estaba grapado demasiado alto en el árbol. Entonces Crane se materializó junto a ella, con los ojos fijos en el papel escrito a mano.

«Fiesta anual de los Murray por Acción de Gracias, viernes 23 de noviembre», decía la nota, que indicaba la dirección, Stark River Road, como si no lo supieran todos los Murray. También había un dibujo sencillo de un cerdo, un pavo y un pastel, añadidos por la tía Joanna, sin duda; nadie más se habría molestado en decorar las invitaciones.

–Hijo de perra –dijo Crane, apretando tanto la mandíbula que se le tensó el músculo delante de las orejas. Saltó varias veces para intentar agarrar el papel, pero no lo alcanzó.

Margo sospechó que quizá quien trajo la nota fue su primo Billy, que ya era tan alto como Cal, el de las orejas de soplillo, el que le amargaba la vida a Margo en el instituto. Hacía un mes su primo casi la atropelló cuando volvía a casa –tuvo que saltar a una cuneta llena de zarzas– y Margo se la devolvió metiendo una marmota muerta en los asientos de atrás del Chevrolet Camaro de Billy en el aparcamiento del instituto. Para vengarse, Billy la asaltó en los pasillos, armado con unas tijeras, y le cortó un trozo de su larga coleta morena. Ella le mintió a su padre, le contó que se lo había hecho ella. Crane hizo un gesto de desaprobación y, cuando ella le entregó el mechón de pelo, lo enrolló alrededor de la mano y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta, igual que había hecho con la nota de la madre de Margo.

Junior Murray solía ir a buscarla al instituto, pero el día después de que Cal le sorprendiera fumando marihuana por tercera vez en el verano, le mandó a una academia militar al oeste. Antes, a Margo le gustaba ir a escondidas a ver a Junior en la cabaña abandonada río arriba que su primo bautizó como la «Casa de la Marihuana». En alguna rara ocasión, Margo había dado alguna calada, pero no le gustaba el sopor que le producía la hierba. A veces, de camino a la cabaña, Margo veía a su prima Julie Slocum sentada sola a la orilla del río, cantando junto a un transistor. Le hubiera gustado hablar con ella. Pero si Julie no se hubiera entrometido un año antes, nadie habría sabido lo que había pasado entre Margo y Cal, y todo habría seguido igual.

Cuando Crane se alejó echando chispas, Margo pasó los dedos por las cicatrices de la corteza lisa del haya. Antes de irse, Luanne había medido a Margo, que entonces tenía catorce años, y como aquel año no había crecido nada, Luanne no hizo ninguna marca.

–Será que ya está –dijo–. Ya has dejado de crecer.

Crane regresó con la motosierra y tiró del motor hasta que arrancó con un rugido. Margo se apartó justo antes de que su padre clavara la punta de la motosierra en el haya, a la altura de los muslos. Saltó serrín y, con un tajo limpio y rabioso, el árbol adolescente se separó de sus raíces. El árbol era más alto de lo que Margo pensaba y la copa aguantó enganchada en un roble palustre antes de soltarse, no sin antes llevarse consigo una rama del roble. Al aterrizar entre la camioneta de Strong y la casa, el haya aplastó una madreselva que siempre había desprendido un olor dulce en primavera. Crane plantó el pie sobre el tronco talado y cortó unos pedazos de leña. Cuando llegó a la altura de la invitación, la trituró con la motosierra. A Margo le sorprendió lo mucho que tardó en destruirse la palabra «Murray».

–Tendrá cara el hijoputa –dijo Crane.

Margo tragó saliva.

–Hija, si tienes algo que decir, dilo. A esta hora de la mañana no aguanto esa cara tan seria de pasmarote.

Crane cortó media docena más de leños, y después apagó el motor y depositó la motosierra en la parte de atrás de la camioneta.

–¿Vas a hablar de una vez?

Margo pensó en negar con la cabeza, pero se abstuvo.

–No nos va a insultar de esta manera –dijo Crane antes de meterse en la parte delantera de la camioneta y cerrarla de un portazo. Al arrancar, el tubo de escape vomitó una nube negra y las ruedas traseras de la camioneta Ford penetraron en la capa de hielo del camino de dos sentidos. Cuando ya no se le veía, Margo oyó el sonido de la gravilla al paso de la camioneta y, después, el ruidoso tubo de escape al cruzar el puente río abajo.

No, aún no estaba lista para hablar de todo aquello. Y no estaba lista para mandar a su tío Cal «a que se pudriera en la cárcel», como decía su padre. Ojalá Crane tuviera más paciencia con ella. Si no se hubiera puesto tan desquiciado con la motosierra esta mañana, Margo podría haberse alzado apoyándose en las manos de su padre para alcanzar el papel. Lo habría arrancado y lo habrían quemado junto con la basura de la cocina. Ahora se había convertido en una lluvia de confeti naranja por todos lados, y cada pedacito le recordaría a Crane el tema de la invitación todos los días, hasta que llegara la primera gran nevada. E incluso varios días después, la cartulina soltaría una sangre naranja en la nieve, y hasta la primavera siguiente, cuando la nieve ya se hubiera fundido, habría restos de la invitación.

Margo volvió al columpio, pasó el brazo alrededor del ciervo suspendido y miró en dirección al río. Quizá la invitación no fuera un insulto dirigido contra Crane. Seguramente era una señal de que, al menos por un día, podían olvidarse del jaleo del año pasado y juntarse para comer, beber y divertirse. A Margo le encantaría ver a Joanna, que le había enseñado a cocinar, algo que no había aprendido de su madre; Luanne era capaz de quemar hasta el agua, como solía decir Crane. Joanna estaría haciendo ya los pasteles del viernes: fruta picada, manzana, calabaza y nueces. A los chicos se les daba bien abrir las nueces con martillos, pero se cansaban enseguida de sacarlas de sus cáscaras, de modo que al final el trabajo siempre recaía en Joanna y Margo. Sus primos habían sido casi como hermanos, aparte de Billy, que siempre le tendría rencor por el hecho de que el abuelo le hubiera dado a ella, y no a él, la barca de teca, La Rosa del Río. Si Cal se disculpaba por lo que había hecho y lo que había dicho, y si le devolvía a su padre el trabajo en la metalúrgica Murray, todo estaría otra vez en orden. Su padre podría dejar la bata azul turquesa de tendero y ponerse el viejo uniforme con el nombre CRANE bordado en letra cursiva roja sobre un parche blanco encima del bolsillo del pecho, y ganarían suficiente para pagar la factura del dentista.

Margo recuperó el cuchillo afilado del tocón y volvió al ciervo suspendido, el más grande de los tres que había matado hasta ahora. Ya había atado el intestino ciego y quería acabar cuanto antes con la primera, larga, incisión, porque sabía que esta tercera vez no sería más fácil que la primera o la segunda. Todo resultaba más sencillo después de ese corte inicial, cuando el animal muerto se convertía en carne. Le había sorprendido que matar fuera la parte fácil. Crane podía ayudarla a destripar y a desollar al animal si ella se lo pedía, pero el abuelo Murray siempre había insistido en lo importante que era hacer las cosas por sí misma. Estiró los brazos e insertó el cuchillo dos centímetros y medio en la carne, justo debajo de donde se juntaban las costillas. Tiró hacia bajó con fuerza, apretando con firmeza el canto del cuchillo con la mano libre, desvistió al ciervo del pecho a los testículos, desgarrando piel, carne y grasa, y después, mientras las tripas se desparramaban sobre el fregadero galvanizado, cerró los ojos.

Se oyó el estampido de un tiro en la granja Murray, al otro lado del río, y Margo soltó el cuchillo en el fregadero repleto de entrañas humeantes. Se oyó un segundo tiro. Los cuatro beagles de los Murray comenzaron a ladrar y a arrojarse contra la madera y el alambre de las paredes de la perrera. El labrador negro emitió un quejido que sobrevoló el agua del río. A Margo le gustaba leer tumbada con la espalda apoyada en aquel perro, y a veces se lo llevaba en la barca y nadaba con él. El verano pasado, Crane le había prohibido nadar o atravesar el río por el motivo que fuera.

Sonó un tercer disparo desde la otra orilla.

Margo había temido que llegara aquel día, el día en que Crane mataría a su tío. Y ahora Crane iría a la cárcel y ella se quedaría sola. Margo no había recibido noticias de su madre desde que se largó un año y medio antes. En su nota, un papel azul con un dibujo de garzas que había dejado en la mesa de la cocina, decía: «Querida Margaret Louise, espero que sepas que no te estoy abandonando. Me gustaría llevarte conmigo, pero primero necesito encontrarme y aquí no lo puedo lograr. Cuida de tu padre, me pondré pronto en contacto. Te quiere, Mamá». Margo temía que, si no cuidaba del papel con precaución, la tinta azul oscuro se evaporaría, las garzas abandonarían la nota y el papel mismo se disolvería sin dejar más rastro que un aroma a cacao y unas gotas de vino.

El eco de un cuarto disparo atravesó el río.

Margo examinó la zanja que había cavado en la tierra semihelada para enterrar las tripas del ciervo. Sabía que tenía que actuar rápido para ocultar el crimen cometido por su padre. Agarró la pala y la sierra de la mesa de cortar venado, las arrojó a la barca y remó hasta el otro lado. Amarró la embarcación y remontó la orilla. Sintió náuseas al pasar junto a la cabaña encalada, pero siguió andando hasta que vio el nuevo Chevrolet Suburban blanco de Cal. Estaba hundido sobre sus neumáticos deshinchados. Cal estaba de pie junto al vehículo, una figura alta, de hombros anchos, que le gritaba a la retaguardia abollada de la camioneta Ford de Crane que acababa de arrancar para irse.

–Crane, ¡hijo de perra! ¡Acababa de estrenar las ruedas!

Margo dejó caer su peso, aliviada, contra la caseta.

La tía Joanna estaba junto a Cal; llevaba un vestido con mandil y sin rebeca, con una manzana en la mano en carne viva y un pelador en la otra. Margo estaría incluso dispuesta a perdonarle todo a Cal si eso implicaba que podía quedarse con Joanna pelando manzanas en la cocina enorme de los Murray con la estufa de leña encendida, escuchando a Joanna cantar o hablar sobre sus estudiantes de cocina del club 4-H, al que antes pertenecía Margo.

El miércoles, la víspera de Acción de Gracias, Margo estaba sentada junto al río, observando la finca de los Murray, cuando bajó un ciervo trotando por el camino junto a la cabaña blanca en dirección a la orilla. Bebió y después miró río abajo, ofreciéndole a Margo su perfil perfecto. Margo levantó el arma, colocó la mira en un punto justo al lado de la pata delantera y después apuntó ligeramente por encima para compensar el efecto de la gravedad a aquella distancia. Con una calma absoluta, hundió la bala en el corazón y los pulmones del animal y absorbió el retroceso. No estaba segura de ser capaz de acertar a treinta metros, pero el ciervo se derrumbó sobre las rodillas y cayó en la arena, como en un gesto de reverencia. Esperó unos minutos por si salía algún Murray al oír el ruido, pero nadie salió a investigar. Margo se llevó el cuchillo largo en la barca, con la esperanza de no tener que utilizarlo para rematar al ciervo cortándole la yugular –una posibilidad sobre la que le había advertido el señor Peake–, pero estaba muerto cuando llegó a su lado. Tenía la intención de llevárselo, para que no se lo quedaran ni el tío Cal ni Billy.

Rodeó el pecho y el cuello del ciervo con los brazos y trató de levantarlo, pero era demasiado pesado. Levantando los cuartos traseros, se las arregló para meter la mitad del animal en la barca, pero le resultó imposible mover la parte delantera. Por último, se le ocurrió meterse, con la cabeza por delante, bajo el torso. Maniobró bajo el cuerpo del animal, sobre el barro frío, hasta encontrarse con el vientre contra el suelo, totalmente aplastada bajo el ciervo. Olió el almizcle y la orina; olió la sangre, la tierra, el musgo, el sudor; sintió el peso cálido sobre su cuello y su espalda. Cuando el ciervo estuvo sobre su espalda, con la nariz, la chaqueta, los pantalones y los calcetines manchados de barro, temió asfixiarse. Recordó que el señor Peake le recomendó calmarse antes de disparar, ralentizando la respiración y los latidos. Reunió todas sus fuerzas, alzó la cabeza bajo la barbilla del ciervo y se incorporó lentamente. Se puso de rodillas, de forma que ahora llevaba al ciervo como si fuera una capa sangrienta. A continuación, se alzó para que el ciervo resbalara por su espalda. Cayó con un ruidoso golpe sobre la proa de La Rosa del Río. Dos patas sobresalían sobre el agua. De camino a casa, le costó remar contra la corriente por el peso del ciervo.

Al llegar del trabajo, Crane se encontró a Margo arrastrando el cuerpo caliente y flexible del ciervo de diez puntas de la barca a la orilla.

–¡Maldita sea!

Margo dejó de arrastrar y le miró.

–No puedes seguir así, hija –dijo, negando con la cabeza–. Te van a multar y no tengo suficiente dinero para pagarlo. Dios, me encantaría echar un trago ahora, solo un trago.

Margo volvió a tirar del ciervo, pero una de las patas se había enganchado en unas raíces de hiedra venenosa. Pegó varios tirones, sin soltar el ciervo, por el temor a que se le cayera por la orilla y tuviera que empezar de nuevo.

–Escucha –dijo Strong–. Los Murray podrían hacer una llamadita y, como los mamones de los guardas de Michigan abran el frigorífico, vamos a tener un buen lío.

Margo sabía que no había por qué preocuparse. Cal ni siquiera había denunciado a Crane por dispararle a las ruedas el otro día. Sabía que su padre no iba a entender por qué tenía que matar a esos ciervos –ni siquiera ella lo entendía–, pero el caso es que cuando tenía a uno en el punto de mira, sentía la necesidad de abatirlo, era una necesidad tan natural como respirar.

Cuando Margo se puso a tirar del ciervo otra vez, Crane saltó a la orilla y liberó la pezuña y la pata de las raíces. Con una mueca de desesperación, ayudó a su hija a subir el ciervo por la orilla, y después lo elevaron con la polea.

–Eres una cazadora de primera, eso sí. No sé de dónde has sacado esa puntería, pero siempre aciertas cuando apuntas.

Le dio una palmada en la espalda, apartando un poco de tierra y dejó el brazo apoyado en el hombro de la chaqueta de Margo.

–¿Has estado tirando del ciervo en el barro?

Margo le sonrió. Se dio cuenta de que era la primera vez que su padre le pasaba el brazo por el hombro desde que ganó el primer premio en el concurso de tiro 4-H el mes pasado. Ella había presenciado cómo el señor Peake le decía a su padre que su hija era una tiradora «asombrosa», y también que era casi un milagro si se tenía en cuenta que disparaba con una vieja escopeta Remington 510 de su padre con la mira de hierro.

–Margo, no te olvides de que eres el único motivo en este mundo por el que estoy vivo y sobrio. –Olfateó el aire y después la chaqueta de su hija–. Pareces un ángel, pero hueles como un ciervo en celo.

Mientras Crane entraba a por el cuchillo, Margo se olió la manga. Vio, al otro lado del río, a Billy saliendo del granero, arrastrando por las patas la barbacoa para asar el cerdo sobre la tierra helada, avanzaba apenas un metro con cada tirón. La barbacoa estaba hecha con un barril de combustible de mil litros cortado en dos. Margo había tenido suerte de que no la hubiera visto nadie.

Al mismo tiempo, la tía Joanna salía de la casa con unas botas de goma y un chaquetón de tela a cuadros, tirando de un extremo de un alargador eléctrico de color naranja. Caminó hasta la plataforma, también hecha con barriles, con una guirnalda de bombillitas navideñas de colores que ya centelleaban entre sus manos. El año pasado Margo había ayudado a su tía a poner alcayatas por el borde de la plataforma, para que tuviera un aspecto festivo al anochecer, con todas aquellas luces reflejadas en el agua. Después de la fiesta del día de Acción de Gracias, los Murray subían la plataforma a tierra firme para protegerla de las heladas y las inundaciones.

–Sé que echas de menos a tu tía Joanna –dijo Crane cuando regresó junto a ella–. Sé lo duro que es vivir sin madre. Pero ni se te ocurra ir a esa fiesta.

–Tengo madre –susurró ella–. En algún lugar.

Al otro lado del río, a Joanna se le cayó el cordel con las bombillitas en el río, y Margo vio el bamboleo del extremo de la guirnalda en el agua y las lucecitas encendidas varios metros corriente abajo. Es muy posible que Joanna se estuviera riendo mientras capturaba las bombillas en la corriente fría, pese al riesgo de electrocutarse. En aquel momento Margo oyó en su mente la voz de Joanna que decía: «¡Déjate de agobios y canta conmigo, Duende! A nadie le gustan las chicas hurañas».

Había sido Joanna la que había sacado el libro de Little Sure Shot1 de una estantería para Margo en cuanto la chica mostró interés en disparar. Todos los chicos Murray se habían negado a leer historias sobre una chica. En el dibujo de la portada, alguien había pintado a Annie Oakley una barba y un bigote con una cera negra, pero Margo había logrado borrar casi todo, y solo quedaba una sombra gris sobre la cara de Annie. A Margo le generaban curiosidad las extrañas vestimentas con que iba cubierta Annie de la cabeza a los pies, incluido el cuello alto y las calzas que vestía bajo la falda. A Margo le encantaba analizar la expresión melancólica en la cara de Annie.

Margo sabía que Crane quería que conociera gente que no fuera de la familia. Y Margo sentía curiosidad por otros chicos en el colegio, pero ellos pensaban que su silencio era pretenciosidad, y que su lentitud al responder durante la conversación era estupidez. Crane quería que Margo hablara más, pero la calma y el silencio del año pasado habían alimentado en ella un deseo de más calma y silencio, y no estaba segura de que aquella situación fuera a acabar. El silencio le permitía rumiar no solo sobre Cal y lo que había ocurrido el año pasado, sino también sobre su abuelo, para evocar el contacto de su piel acartonada, para recordar la tristeza y el miedo que había expresado el anciano en la galería ante la cercanía de la muerte. El silencio le devolvía el sonido de los suspiros que se le escapaban a su madre cuando, en ciertos días de invierno, se sentía demasiado deprimida para levantarse. Margo no estaba segura de si sería capaz de seguir desplazándose hacia el futuro mientras el pasado no cesara de reclamar su atención.

–No te das cuenta de lo que te ha hecho esa gente –dijo Crane cuando vio la intensidad con que Margo observaba a Joanna. La agarró por los hombros–. Si hubieras declarado contra Cal, le habrían encarcelado. Joder, ¡te violó! Me lo dijo la hija de Slocum.

La soltó y se fue en dirección a la casa a grandes zancadas y con un gesto de exasperación.

«Violar» sonaba a algo brusco y violento, como hacer que alguien vacíe la cartera ante la amenaza de una navaja, como disparar a alguien o robar una televisión. Lo que Cal había hecho era más suave, más personal, como contagiarle un virus. Ella no había expresado rechazo ante lo que le había hecho Cal en el cobertizo; incluso había sentido cierta curiosidad por lo que estaba pasando. Sin embargo, todo aquel año lo sucedido había estado reconcomiéndola y Margo había tenido tiempo de formular ese rechazo en su mente.

 

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1 Un libro sobre Annie Oakley (1860-1926), una famosa tiradora estadounidense que participó en el legendario espectáculo de Buffalo Bill, en el que se recreaba la vida en el salvaje Oeste. (N. del T.)

3

El Día de Acción de Gracias, Margo y su padre comieron pechuga de pavo, con el relleno comprado en el ultramarinos, patatas y salsa de arándanos de lata. Jugaron al rummy hasta que Crane se quedó dormido en la silla. La mañana siguiente, el viernes, Margo preparó huevos revueltos con tostadas. Sonó el teléfono y, al colgar, Crane dijo:

–Va a venir Brian Ledoux a por la carne. Te va a dar dinero.

Margo asintió.

–Guárdate el dinero –dijo Crane–. Te lo has ganado. Igual te hace falta para munición. Pero no quiero que vuelvas a matar más ciervos, Margo. Me llevo el fusil. No hace falta que me lleve también la escopeta, ¿no? Nadie va a matar un ciervo con un disparo de un calibre 22, aunque me temo que igual tú sí eres capaz.

Ella negó con la cabeza.

–Prométemelo o me llevo también la escopeta.

–Te lo prometo –susurró ella.

–No te vendrá mal tener algo con lo que protegerte si viene uno de los Murray. Pero no hagas nada a no ser que no tengas otra opción. Piensa antes de disparar. Piensa en las consecuencias.

Margo asintió.

–Y no olvides que no puedes ir a esa fiesta. Si pones los pies en la finca de los Murray, voy en la camioneta y te traigo a casa de la oreja.

Ella volvió a asentir, sin saber cuánto tiempo más sería capaz de soportar el encarcelamiento. El próximo verano tenía la intención de nadar, le daba igual lo que dijera su padre.

–Volveré a las siete. Cenaremos juntos, Margo. Tenemos pavo de ayer y voy a comprar un pastel de manzana si tienen en la tienda. Estoy haciendo las cosas lo mejor que puedo. Sabes que eres el único motivo por el que tengo ganas de vivir, ¿verdad?

La miró hasta que ella asintió, y después introdujo el fusil en su funda y movió el asiento de la camioneta para meterlo detrás. Margo apreciaba su cariño, pero era una carga demasiado grande ser el único motivo por el que alguien tenía ganas de vivir.

Después de que Crane se fuera, Margo sacó la escopeta y disparó a una diana con reinicio automático que su padre había soldado para ella en su antiguo trabajo. Tenía cuatro blancos colgantes por debajo que giraban el recibir un impacto, y cuando disparaba al quinto se reiniciaban todos. Repitió el ciclo veinte veces sin fallar ni una vez, recargando con cada disparo. Se había puesto, incluso, los tapones de espuma amarillos que tanto recomendaba el señor Peake; le había dado a Margo una bolsa llena, junto con un montón de dianas de papel. A continuación, sacó del baño el espejito con el que se afeitaba su padre, lo colocó contra la culata del arma y disparó de espaldas, por encima del hombro, copiando uno de los trucos de Annie Oakley. Después de veintipico disparos desviados hacia el monte, acertó en el centro de una diana de papel fijada a un trozo de contrachapado, y a continuación dio en el blanco diez veces seguidas. Los disparos la calentaron, de manera que se desabrochó la chaqueta Carhartt, un abrigo de su padre del que se había apropiado.

Por la tarde se sentó en la orilla y se comió un sándwich de huevo frito con pan de molde comprado en la tienda. Joanna habría horneado al menos una docena de hogazas para la fiesta, además de un bizcocho con canela para el día siguiente. Margo elevó la escopeta y apuntó al otro lado del río, a toda la gente que se fue presentando a la fiesta de los Murray. Después de varias horas, cuando el viento cambió de dirección, empezó a oler el asado de carne. Se oía la música de los altavoces al aire libre. Apuntó a Billy.

–¿Te vas a cargar a unos cuantos invitados?

La voz del hombre la sobresaltó. Iba en el asiento del piloto de un barco pontón, una embarcación de algo más de cuatro metros de largo que derivaba hacia ella. En el flanco decía Playboya. Estaba tan reconcentrada que no había oído el motor. Bajó la escopeta y descendió hasta la orilla del agua y después se subió al muelle. Cuando la embarcación se acercó lo suficiente, estiró el brazo y agarró el lateral. Dos de los tres hombres a bordo tenían barba y el pelo rizado y negro; eran tan parecidos que uno podría haber sido un clon del otro. El tercero, más delgado y rubio, estaba dormido en un banco a babor. El hombre moreno al timón era Brian Ledoux, amigo del abuelo, aunque era de la edad de Crane. El que estaba de pie a su lado tenía el mismo cuerpo gigantesco, pero con la piel pálida, por lo que contrastaba más con su pelo oscuro. Había algo extraño en su mirada.

–¿Tienes un ciervo para mí? –dijo Brian.

Margo señaló el animal, destripado y sin piel, sobre una lona azul bajo el columpio.

–Hablé anoche con tu padre, me contó que eres una auténtica cazadora, Maggie. ¡Y con esa escopeta, además! –dijo, guiñando.

No sabía por qué Brian la llamaba Maggie, pero le gustó su sonrisa.

Los dos hombres subieron el cuerpo muerto a la embarcación y le pasaron la lona por encima. Ella había estado en la cabaña de Brian con su abuelo, por lo general cuando no había nadie más. La cabaña estaba a más de cuarenta y cinco kilómetros río arriba, en una parte salvaje del río, sin ruta de acceso ni electricidad. Parecía que la vivienda se apoyaba sobre pilotes, como si quisiera estar más cerca del agua de lo que ya estaba. En aquella zona los árboles, según recordaba Margo, eran altos y estaban recubiertos de musgo y hiedra venenosa. Se acordaba sobre todo de una vez que alguien había atrapado una zarigüeya en una trampa. El abuelo estaba a punto de dispararle, pero Margo señaló a las crías que llevaba metidas en su bolsa peluda, doce criaturas diminutas de color rosa con los ojos saltones, y con los miembros y las narices translúcidas. Al ver lo fascinada que estaba su nieta, el abuelo soltó a la torpe madre.

–Yo admiraba a tu abuelo, que en paz descanse –dijo Brian–, pero tengo que reconocerte que no me caen tan bien los otros Murray de Murrayville.

–Brian le saltó un par de dientes a Cal –dijo el otro hombre de barba, que era bizco de un ojo. Su voz era más aguda que la de Brian y parecía más nervioso.

–El muy capullo me despidió –dijo Brian–. No se atrevió a hacerlo en persona, sino que envió a un secretario. Así que fui a su despacho y le dije lo que pensaba. Me dijo que no le gustaba mi conducta, así que pensé que le convenía una lección de buena conducta, para que supiera reconocerla la próxima vez.

Del hombre borracho que estaba dormido en el banco brotaron unas palabras semigruñidas. Se removió sobre los cojines y Margo vio que tenía bigote.

–¿Va a despertar alguien a ese imbécil? O le tiramos por la borda –dijo Brian. Los dos hombres se rieron.

–No, cariño –protestó el borracho.

–Al parecer han vuelto a ponerle dientes en la boca a Cal –dijo Brian–. Me dan ganas de romperle unos cuantos más a ver si son capaces de ponérselos otra vez.