Las Aguas - Bonnie Jo Campbell - E-Book

Las Aguas E-Book

Bonnie Jo Campbell

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Beschreibung

La maestra del rural noir regresa con una novela feroz e hipnótica sobre unas mujeres excepcionales y el alma dividida de un pueblo pequeño. Los habitantes de Whiteheart, Michigan, no se aventuran a cruzar el puente que conduce a la isla Massasauga, situada en medio de la gran zona pantanosa conocida como «Las Aguas». Hay carteles con calaveras y huesos cruzados que desaconsejan dar un paso más allá. Es un lugar primitivo, una isla que bulle de fragancias florales y musgosas, de vegetación inmóvil y vaho de marismas, rebosante de vida y podredumbre. Más de uno se ha interpuesto alguna vez en la trayectoria de una bala o ha desaparecido sin dejar rastro en los cenagales que bordean la isla. Los niños hablan de «la casa de la bruja» y del «fantasma del pantano», una presencia alta y gris que también dicen haber visto los granjeros que se emborrachan al final de la jornada en el merendero del Muck Rattler. Y los feligreses de la antigua Iglesia Pentecostal, rebautizada ahora como la Iglesia de las Nuevas Direcciones (en la que ya no manipulan serpientes), hablan de una «asesina de bebés»... Allí dentro, en el corazón de la isla, separadas del pueblo y en claro desafío a los designios divinos, viven las misteriosas mujeres de la familia Zook, brujas o ángeles, inspirando temor y reverencia. Donkey, la más joven del clan, revolucionará la vida de la comunidad y sacará a la luz viejos secretos.

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Seitenzahl: 792

Veröffentlichungsjahr: 2024

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BONNIE JO CAMPBELL (1962) creció en una pequeña granja de Michigan con su madre y sus cuatro hermanos y puede que sea una de las únicas beneficiarias de una beca Guggenheim que sabe cómo se castra un cerdo. Cuando se marchó a Chicago a estudiar filosofía, su madre alquiló su habitación. Después se recorrió EE.UU. y Canadá haciendo autoestop. Un día vio en una farola de Phoenix un cartel del célebre circo Ringling Bros. and Barnum & Bailey y se unió a la caravana vendiendo granizados. Los demás vendedores eran tipos rudos, desdentados, tatuados y llenos de cicatrices. La gente prefería el puesto de Bonnie Jo porque parecía la vecina inocente de la puerta de al lado. Se sacó mucha pasta. Más tarde ascendió los Alpes en bicicleta y organizó viajes de aventura por Rusia, los países bálticos y Europa del Este. En 1992, tras obtener un máster en matemáticas, comenzó a escribir sobre la vida en las pequeñas localidades rurales de Michigan. Es autora de dos novelas y tres colecciones de relatos y ha sido nominada al National Book Award en dos ocasiones. Actualmente reside con su marido y otros animales en las afueras de Kalamazoo. Estudia Kobudō, «el camino antiguo del guerrero», el arte marcial ancestral de Okinawa, y le gusta pasar el rato con sus dos burros: Jack y Don Quijote. En su refugio subterráneo ideal para el fin del mundo habrá arroz, frijoles, frutos secos, hortalizas deshidratadas, agua, una buena reserva de guantes y calcetines (porque es de pies fríos), material para escribir y todo Dickens. Su bar favorito es el Tap Room, donde suele haber peleas. Le gusta estar donde está la vida. La gente de ese bar son los personajes que pueblan sus relatos, su tribu. Aunque conviene señalar que ya no bebe ni se pelea tanto como antes, porque necesita estar despejada por las mañanas para poder escribir.

LAS AGUAS

LAS AGUAS

Bonnie Jo Campbell

Traduccién de Tomás Cobos

Título original:

The Waters

W. W. Norton & Company, Inc., 2024

Primera edición Dirty Works: Septiembre 2024

© Bonnie Jo Campbell, 2024

© 2022 de la traducción: Tomás González Cobos

© de esta edición: Dirty Works S. L.

Asturias, 33 - 08012 Barcelona

www.dirtyworkseditorial.com

Traducción: Tomás González Cobos

(me sumergí en el barro con Ione Harris, y también

contribuyeron a mejorar la poción Pablo González, Carlos

Gregorio, Javier Lucini, Iván Martín y Tracy Rucinski)

Diseño de cubierta: Nacho Reig

Ilustración: © Antonio Jesús Moreno «El Ciento»

Mapa: © Monica Friedman

Maquetación: Marga Suárez

Correcciones: Fernando Peña Merino

ISBN: XXXXXXXXX

Depósito legal: XXXXXXXX

Impreso en España:

Imprenta Kadmos. P. I. El Tormes

Río Ubierna, 12 – 37003 Salamanca

A mi queridísimo Christopher

Inhalt

LAS AGUAS

Capítulo cero – Prólogo

El pueblo tiene un alma atormentada

Capítulo uno

Rose Thorn siempre vuelve a casa

Capítulo dos

Titus Clay siempre amará a Rose Thorn Zook

Capítulo tres

Herself sabe cómo criar a una niña

Capítulo cuatro

El mundo en torno a una niña se convierte en su educación

Capítulo cinco

Una chica tiene que cometer sus propios errores

Capítulo seis

Los tiempos cambian más rápido que las personas que los transitan

Capítulo siete

En ningún sitio se está como en casa

Capítulo ocho

Todos los vivos se están muriendo

Capítulo nueve

Rose Thorn siempre vuelve a casa

Capítulo diez

El amor, como la esperanza, es un manantial eterno

Capítulo once

Hay muchas formas de salvar vidas

Capítulo doce

La libertad tiene un precio

Capítulo trece

El cero no equivale a la nada y el infinito no equivale al todo

Capítulo catorce

La verdad os hará libres

Capítulo quince

El amor no lo es todo

Capítulo dieciséis

Rose Thorn siempre se marcha

Capítulo diecisiete

Queremos más a quienes más sufrimiento nos causan

Capítulo dieciocho

Todos nos estamos muriendo

Capítulo diecinueve

No es fácil ser una persona adulta

Capítulo ∞ — Epílogo

Siguen apareciendo padres

Agradecimientos

Nota final

LAS AGUAS

«Una mujer que no tiene un burro es una burra.»

PROVERBIO RURAL DE ETIOPÍA

«Somos como cuencos. Siempre ha habido cuencos. Si tienen la forma que tienen es por algo. Sí, algunos están adornados con florituras o dibujos de ángeles, pero un cuenco es un cuenco, siempre ha sido un cuenco, estaba aquí antes de que tú llegaras y te sobrevivirá.»

DIANE SEUSS, del poema «Cuenco»

Capítulo cero – Prólogo

El pueblo tiene un alma atormentada

Érase una vez una isla llamada M’sauga, un lugar donde las madres desesperadas abandonaban a sus recién nacidas y donde algunas jóvenes acudían para interrumpir sus embarazos. En tiempos recientes, el lugar era famoso por una casa, Rose Cottage, donde vivía la herborista Hermine «Herself» Zook, quien crio allí a sus tres hijas. La mayor, Primrose, era una abogada exitosa; la mediana, Maryrose —conocida como Molly—, trabajaba de enfermera y era la más pragmática; y la menor, Rose Thorn, se distinguía por su belleza y su inclinación a la ociosidad.1 En la actualidad, la gente de Whiteheart, un pueblo del estado de Michigan, habla despectivamente de las pociones, bálsamos y tisanas de Hermine a la luz del día. Sin embargo, cuando cae la noche, siguen usando esos frascos y botellas sin etiquetar, si es que no los ha tirado ya algún obseso del orden o un fisgón que se meta donde no lo llaman. Solo se necesitan pequeñas cantidades, ya que con el tiempo las medicinas se han vuelto más eficaces; a veces, basta con destapar un frasco para liberar una nube reconfortante en un hogar enfermo. La isla y sus mujeres ocupan un lugar prominente en los sueños de los habitantes de Whiteheart , que a veces se despiertan empapados en sudor por visiones de brujas vestidas de negro (aunque las mujeres de la isla nunca llevaban ropas de dicho color); de cuervos vigilantes en las copas de los árboles; o de agua pantanosa que borbotea a través del suelo entarimado de las casas. Se dice que la isla, donde las aguas curativas se filtran hasta la superficie, era un lugar donde las mujeres compartían sus sueños y hacían lo que les venía en gana.

Cualquier lugareño puede indicarte el camino. Sal de la antigua autopista por la comarcal 681, en dirección noreste, gira a la izquierda al llegar al granero de Dinzik —quizá te digan que es rojo, pero apenas quedan vestigios de pintura color óxido en la madera— y sigue por una pista llena de baches conocida como Schoolhouse Road , aunque la escuela a la que hace referencia el nombre se quemó antes de que naciera cualquier alma que aún pise la tierra. La pista termina en Lovers Road . A la derecha está el club de tiro, así que dirígete a la izquierda. Hace años, el nieto de Ada McIntyre se salió al final de Schoolhouse Road en estado de embriaguez y fue a parar a las aguas pantanosas, donde se estrelló a gran velocidad contra un árbol. Murió desangrado, debido a la hemofilia que padece gran parte de esa familia. Dobla a la izquierda y verás una taberna en una caseta militar de estilo Quonset, con el nombre Muck Rattler2 escrito en grandes letras de molde sobre la puerta.

En los siguientes dos kilómetros y medio de Lovers Road , al mismo lado que la taberna, se extienden campos de cultivo; al otro, hacia el norte, junto al pantano, se alza una hilera de sauces gigantes. Avanza hasta toparte con un granero y un pastizal en el lado sur del camino, donde verás dos burros viejos pastando: un macho gris, Triunfo, y una hembra moteada llamada Desastre, más conocida como Áster,3 igual que la flor. A cierta distancia de la carretera se encuentra una casa de dos plantas con techos altos, cuya entrada ostenta un cartel que reza «Boneset». Poner nombre a una casa y a una finca constituía un acto extravagante por estos pagos, y, efectivamente, Wild Will era un hombre excéntrico, aunque en realidad el nombre se lo sugirió su esposa. Vista desde ciertos ángulos, la madera de cedro desgastada de la casa y el granero, que nunca han recibido una mano de pintura, resplandece plateada al alba y al atardecer.

Al otro lado de Lovers Road , en una zona cubierta de hierba a la sombra de unos sauces gigantes, se encuentra la Mesa de Boneset, con una hucha cerrada con llave y atornillada a la superficie. Cuando la niebla lo permite, a través de un resquicio entre los sauces se puede divisar la orilla de lo que en la región todos llaman Las Aguas. Allí se eleva una isla a la que se accede por un puente de tres tablones de ancho, suspendidos en los extremos sobre barriles de combustible vacíos que flotan en el fango. Este es el lugar donde, bajo las ramas de sicomoros, robles y almeces americanos, se halla Rose Cottage, una casa pintada de verde que se hunde levemente en las dos esquinas más cercanas, de modo que parece estar en cuclillas sobre el puente, lista para lanzarse al fango. Más allá, los árboles dan paso a una tierra virgen infestada de mosquitos, donde se mezclan matas, marismas, bajíos, montículos, pozas, arroyos y manantiales, ocupando una superficie de ochocientos metros de ancho entre la tierra firme y el río de la Vieja. Allí es donde Herself cosechaba arroz silvestre, espadañas, zumaque de Virginia y miles de plantas más. Ahora Rose Cottage está tapiada, pero cualquiera que consulte en la oficina del condado puede verificar que las tierras de Las Aguas, que abarcan cientos de hectáreas y aún son propiedad de Hermine Zook, están al día en el pago de impuestos.

Las Aguas se encuentra en el cuadrante noreste del municipio, una zona de dos mil quinientas hectáreas, y toda esa extensión, salvo la sección de Hermine, está bajo protección estatal debido a media docena de flores silvestres raras, así como a la tortuga de Blanding y la serpiente de cascabel massasauga, también llamada «m’sauga», en peligro de extinción. Los humedales no aportan ingresos al estado, aparte de algunos aficionados a la ornitología que paran en la gasolinera. Incluso las familias de Whiteheart que nunca han cultivado saben que las aguas del pantano pueden infiltrarse en las tierras de cultivo situadas en zonas bajas y socavar lo que parece sólido.

Hace medio siglo, Wild Will Zook se adentró en Las Aguas y se enamoró de Herself, después de que ella le curara una mordedura de serpiente de cascabel, cocinando la serpiente que le había mordido y dándosela de comer. Quizá se casó con Herself por algún hechizo que ella le lanzó, o quizá solo porque era lo más escandaloso que un hombre podía hacer en aquel pueblo. La boda, en efecto, causó sensación y le hizo parecer aún más alto. Tras casarse, Wild Will compró el terreno de Boneset en una subasta y construyó el caserón de madera de cedro con vistas a la isla, pero nunca pudo convencer a su esposa para que viviera allí con él. El hecho de que esa vivienda de dos plantas y techos altos permaneciera vacía y con las ventanas tapiadas durante décadas fue una muestra del poder y la determinación de Hermine Zook. A la gente le encantaba criticar la terquedad de la mujer, tanto por negarse a vivir en la casa como por dejarla vacía todos esos años, y también, sobre todo, por negarse a vender ninguna parcela, ya fuera de Las Aguas o de la finca de Boneset.

Durante el tiempo que Hermine y Wild Will estuvieron juntos, ella elaboraba medicinas placenteras, eficaces y dulces, aromatizadas con moras y miel. Por aquel entonces, Hermine dejaba que la gente acudiera a la isla a bañarse en las pozas de aguas minerales, poco profundas, a que les corrigiera la tensión con sanguijuelas, a que les drenara las heridas con gusanos e incluso a que les colocara los huesos si se trataba de fracturas sencillas. Sin embargo, al cabo de quince años, tras echar a Wild Will , las medicinas sufrieron una transformación. Aunque siguió dedicándose a la sanación, nunca volvió a dejar entrar a nadie en la isla y apenas dispensaba medicinas, reuniéndose con sus pacientes junto a la carretera, en la Mesa de Boneset. Sus remedios habían cambiado: sabían amargos, quemaban la piel al aplicarlos y la garganta al ingerirlos. De igual modo, el whisky añejo que almacenaba bajo Rose Cottage y elaboraba para Wild Will desapareció. Ya solo ofrecía un aguardiente de contrabando que quitaba el esmalte de los dientes a los hombres. Finalmente, dejó de vender alcohol. Al mismo tiempo, aparecieron carteles en los confines de la vasta finca pantanosa. Imágenes de calaveras amenazadoras pintadas en árboles y rocas, sin palabras, en ocasiones rodeadas por montones de huesos.

Las nuevas pociones, con su sabor acibarado, inspiraban miedo, por lo que la gente pensaba que los remedios eran más potentes y eficaces, y así Herself se granjeó una nueva forma de respeto. A medida que más familias abandonaban las granjas para trabajar en la fábrica de papel, empezaron a desconfiar de curas que no conllevaran un castigo, que no intensificaran de manera momentánea el sufrimiento que prometían aliviar. Y, en épocas más recientes, la gente comenzó a acudir a Herself presa de la confusión y la cólera, con cánceres lentos en el hígado y los órganos reproductores, males que ella no podía curar. A veces se detenían junto a Boneset y pedían a voz en grito algún remedio, como si Herself, al otro lado del canal pantanoso, regentara una farmacia.

Aun teniendo en cuenta el calentamiento del planeta, el invierno de Whiteheart todavía es prolongado y frío, y cuando por fin llega la primavera y, con ella, el deshielo, sus habitantes sienten una energía que brota de la tierra y penetra en sus cuerpos a través de las suelas de los zapatos. En esos momentos, más que nunca, les asalta un anhelo de belleza, y sueñan que la hija menor de Hermine, Rose Thorn, una joven perezosa y despreocupada, de cabellos dorados, vuelve a fluir hacia ellos como un arroyo luminoso en el cauce de un río ya seco, aunque también puede presentarse bajo la forma de un astuto animal hambriento que trota por el campo. Otras veces, Rose Thorn aparece en sus sueños envuelta en gavillas de trigo dorado, o emerge del corazón de unos tallos de apio tiernos y blanquecinos que brotan del lodo en extensos campos, pese a que ninguno de los pocos agricultores que quedan cultiva ya trigo ni apio, solo maíz y soja, como recomienda el Departamento de Agricultura.

De niña, Rosie tenía la piel tan fina que sufría sabañones y quemaduras por frío durante el corto trayecto hasta la parada del autobús, en las mañanas en que su hermana Molly lograba convencerla para que fuera al colegio. La mayoría de los días de invierno no iba a clase y los pasaba en la isla, leyendo libros de Oz y cuentos de hadas en la cama. Ya en la adolescencia, se escapaba de casa durante parte del invierno para visitar a Primrose, que trabajaba de abogada en el sur de California. Numerosos hombres tienen una foto antigua de Rosie metida en una bolsa de plástico y escondida en sitios en los que a las esposas o las novias no se les ocurriría mirar. Ninguna de esas imágenes borrosas le hace justicia, pero cualquier libación es bienvenida en tiempos de sed.

Chismorrear sobre la simpleza de Rose Thorn aún levanta el ánimo de los lugareños, y vaya si chismorrean. El recuerdo de la imagen de Rose Thorn sonriendo y parpadeando a la luz del sol, con una cerveza en una mano y un cigarrillo Pall Mall en la otra, sin molestarse en espantar a los mosquitos ni a las abejas, anima a la gente a sembrar los huertos, a besar a sus hijos pese a que se porten mal e incluso a hacer el amor. El caso es que Rose Thorn está aquí, en Whiteheart , en carne y hueso, aunque ya no vive en la isla. Estos días prefiere evitar la atención pública y, cuando hace frío, se sumerge en un estado letárgico semejante al de las serpientes massasauga, es decir, en brumación, una especie de hibernación durante la cual siguen bebiendo para subsistir y muerden si se sienten amenazadas. Si Rose Thorn necesita algo de un vecino, será su hija quien se acerque a pedirlo.

En primavera, cuando los hombres del pueblo se dirigen en sus vehículos al club de tiro, que se encuentra en el otro extremo de Lovers Road , pasan frente a la isla, a veces al ralentí, y miran hacia la orilla para comprobar si la nueva cancela que da acceso al puente de la isla sigue cerrada con llave. (Titus Clay, el vecino más cercano, instaló la verja para mayor seguridad, aunque lo que resulta más eficaz es que se han retirado los tablones de un tramo de tres metros del puente.) Una combinación de superstición, culpa, respeto y miedo impide a la gente atreverse a cruzar el cenagal, aunque esto no es óbice para que, de vez en cuando, algunos hombres disparen a las serpientes de cascabel desde el arcén de Lovers Road .

A veces, a las dos de la madrugada, cuando Smiley Smith, el soltero propietario del Muck Rattler, echa del bar a un grupo de trabajadores, estos hombres sienten el magnetismo de la isla, sobre todo si corre un viento cálido y propicio del sureste, o si una luna llena —o una media luna luminosa— se levanta sobre el montículo de tierra como un cuerno de caza. Ávidos de un misterio ancestral, se dirigen por la carretera hacia el lugar donde Hermine solía sentarse con los afligidos. Apoyan las latas de cerveza en la Mesa de Boneset —sus seis patas son ahora tuberías de hierro bien clavadas en la tierra—, debajo de la cual aún cuelga el pequeño Cesto de los Nenes, acolchado con una manta limpia. Antes, Herself ofrecía allí una rica selección de hierbas, curas y huevos medicinales, para sanar heridas y achaques incluso en el invierno más crudo. Ahora, en la mesa solo hay unas pocas verduras, frutas del bosque o corteza de árbol, que a saber quién ha dejado para quién.

Herself solía curar los pies podridos y el estreñimiento de Whiteheart , y por cada bebé (o «nene», como decía ella) que nacía, dejaba sobre la mesa un poco de sanadora leche de burra, pues se contaba que hacía que los niños crecieran más listos y se portaran mejor. Además, se decía que, al entrar en la sangre, la leche de burra actuaba como un antídoto profiláctico, reduciendo la reacción a las mordeduras de serpiente de cascabel. Por este motivo, Herself tocaba a todos los bebés al menos una vez. Aunque Titus Clay jura que sigue viva, hace años que la anciana no mueve un dedo para ayudar a nadie, ni siquiera ha asistido a ningún funeral para quemar cedro y hierbas con el fin de purificar y avivar los recuerdos, como hacía antes. Todo el mundo sabe que Titus, actual dueño y capataz de Granjas Whiteheart —la finca que se extiende al final de Lovers Road , que en su día fue la mayor explotación de apio del mundo—, tiene un interés en la familia que va mucho más allá de procurarse medicina para su enfermedad, denominada «sangre fina» por Hermine Zook.

Rose Cottage solía iluminarse con la luz de sus habitantes, pero ahora la casa está sumida en la penumbra por la noche y, a menudo, cubierta de niebla, lo que la oculta a las miradas curiosas. Se puede oír el croar de una rana, el ulular de un búho americano o, de vez en cuando, el chillido de un chotacabras. Al cabo de varias horas oyendo esos sonidos antiguos, discretos, los hombres no solo sienten sus dolores y erupciones en carne viva, sino también angustia, por el temor a que, sin la ayuda de Herself, el futuro conlleve un empeoramiento de los síntomas, junto con el deterioro del mundo natural que les da de comer. La fragancia fresca y penetrante de las flores y el fango del pantano puede despertar en los hombres un extraño anhelo de que los toquen y los escuchen, y como tocarse entre ellos resulta impensable, recurren a echar un trago de cualquier botella que lleven encima. En esas ocasiones, a algunos les da por contar la historia de Wild Will , de quien dicen que medía dos metros y medio y tenía unos brazos como los de John Henry —el afroamericano que, según la leyenda, venció con un martillo a un taladro industrial—, unos brazos surcados por cicatrices de alambre de espino, mordeduras de animales y tatuajes, en el izquierdo el nombre de Hermine envuelto en serpientes. Wild Will acostumbraba a contar historias de fantasmas que provocaban escalofríos en las vértebras e infundían tal miedo que cualquier figura misteriosa que se avistaba en el pantano parecía un demonio acuático o un ladrón de almas. Aunque la gente no recuerda esas historias con precisión, siguen inspirando pavor cuando se percibe cualquier luz o sonido de origen desconocido en Las Aguas.

Nadie ajeno a la familia sabe cuál fue el crimen por el que Hermine desterró a su marido tras quince años de matrimonio. En el seno de la familia se reconoce que lo ocurrido no fue técnicamente un delito —su hijastra Prim tenía diecisiete años, por encima de la edad de consentimiento sexual— y que la misma Prim afirmó que no se trató de una violación. El hecho de que Herself echara a Wild Will preservó la reputación del hombre y contribuyó a darle un aura de misterio y atractivo, ya que desapareció en la plenitud de su vigor y belleza. Incluso si hubiera llegado a confesar, muchos hombres lo habrían disculpado, recurriendo a pasajes de la Biblia, y se habrían negado a condenar a Lot por unos pecados que, a su juicio, eran obra de las hijas.

En la penumbra de un sábado cualquiera por la noche, de pie junto a la Mesa de Boneset, un grupo de hombres que no están en casa con sus esposas recuerdan la época en que el lugar rebosaba vida y risas. En ocasiones, solo sienten la necesidad de expresar confusión, pena o rabia. Un hombre saca un revólver de la funda del cinto y dispara desde la cadera a la vieja casita verde, cuyas ventanas ya están destrozadas y, además, tapiadas con contrachapado. A modo de respuesta, otro hombre saca una pistola de competición M1911 de un arnés y agujerea la niebla con varias ráfagas, a fin de erigirse en director de la orquesta de ruidos nocturnos e imponer su autoridad sobre unas criaturas que zumban, silban y murmuran, y que en ese momento enmudecen de golpe. Un hombre saca la escopeta del calibre doce de su padre de la cabina de la camioneta, apunta y dispara a una sección del puente que aún sigue en pie, aunque ya está medio hundida sobre los barriles de combustible. Sin embargo, tras varias descargas, los hombres, que por la mañana tienen que ir al trabajo o a misa, sienten malestar en el estómago y deciden dejar de malgastar munición en el cadáver de una criatura que, a todos los efectos, ya parece muerta.

Capítulo uno

Rose Thorn siempre vuelve a casa

Érase una vez, en las llanuras anegadas de lodo negro de Whiteheart , una población no incorporada donde los impuestos son bajos4, las familias de agricultores cultivaban el apio más dulce y tierno del mundo, conocido como «apio Whiteheart ». El pueblo no debe su nombre, «Corazón Blanco», a los colonos europeos que se empeñaron en destruir la rica cultura potawatomi que los precedió, sino al cultivo del apio que sembraron los nuevos pobladores y que los sustentó durante medio siglo.

La propia isla de Massasauga tiene una historia que se remonta a siglos atrás, pero la parte relatada en estas páginas comienza un ocho de mayo de hace catorce años, cuando el sol brillaba en lo alto, aunque no para las gentes del lugar, pues no lograba penetrar la densa capa de nubes. En ese momento, Herself aún vivía en la isla y curaba los males de alguna gente, si bien sus medicinas tenían un sabor muy amargo desde que se había quedado sin sus tres hijas. En septiembre, la menor —Rosie— se había escapado a California, donde vivía su hermana Primrose, que curiosamente había elegido el estado del país más alejado de Herself. Molly, la mediana, trabajaba en un hospital cerca de la isla, pero ahora se encontraba en Lansing, terminando un programa intensivo para la formación de enfermeras facultativas. La historia de las hijas, pues, comienza con su ausencia.

Aquel día, un puñado de hombres, entre ellos tres hijos de granjeros y un jornalero, bebían cerveza y refrescos en el Muck Rattler Lounge, tratando de mitigar el dolor y la nostalgia que ahora sentían siempre después de misa. Con los sermones del reverendo anterior, salían de la iglesia temblorosos, mareados y abrumados como por una historia de fantasmas, mientras que ahora recibían listas de instrucciones, prohibiciones y veredictos. Aquel día, el reverendo Roy, sobrino de su predecesor, les ordenó que resistieran la tentación de pedirle remedios a Hermine Zook. Dado que Cristo sufrió, argumentó Roy, ellos también debían sufrir.

—El conocimiento de Dios nace del horno de la aflicción —afirmó.

Justo en el momento en que había pronunciado esas palabras, una punzada de dolor había recorrido la parte baja de la espalda de Roy —una operación reciente no había servido para curarle—, y se había adueñado de su voz un sufrimiento muy real que dio mayor gravedad a su mensaje. Su sufrimiento había empeorado con la marcha de Molly. Con todo, no reconocía esa ausencia como la razón de su malestar, sino que consideraba las dos adversidades a las que se enfrentaba como pruebas del Todopoderoso.

Los cinco hombres del Muck Rattler habían optado por beber en el exterior, en la mesa de merendero ubicada junto a la carretera, ya que la noche anterior se había producido una tormenta, y dentro del bar, que no contaba con ventanas, reinaría la oscuridad hasta que regresara la luz. Bajo aquel cielo lechoso, de un color semejante al ojo de un caballo ciego, los hombres tenían que hablar a gritos ante el estruendo del generador, que mantenía en funcionamiento los frigoríficos del bar. No obstante, de haber estado dentro se habrían perdido lo que llegaba por Lovers Road .

Al este y al oeste del bar, centenarios sauces negros, algunos de más de veinticuatro metros de altura —más grandes de lo habitual en esa especie—, se alzaban hasta donde alcanzaba la vista. El suelo estaba blando por la tormenta, y el follaje exhibía un verde exuberante, todavía a salvo de los irritantes mosquitos que eclosionarían en el pantano y en las cunetas de las carreteras en cuanto llegara el calor. Esa semana, los hijos de los agricultores estaban ayudando a sus padres a poner a punto la maquinaria, pese a que sus abuelos hubieran dicho que era demasiado pronto para sembrar. Con el paso de los años, sembraban cada vez más pronto, aunque no les gustara decirlo. El abandono de las prácticas de sus abuelos y bisabuelos les producía desasosiego, y algunos empezaban a entregarse a una curiosa experimentación. Sufrían pesadillas en las que sus almas abandonaban los cuerpos tendidos en la cama y se alejaban flotando por las ventanas abiertas; a continuación, se despertaban, a las tres de la madrugada, y decidían salir al oscuro granero. Una vez allí, encendían la sembradora y recorrían la carretera desierta a toda velocidad, hasta llegar a su campo de cultivo más cercano.

Esos agricultores no sabían qué les movía, pero la siembra temprana era en parte una respuesta natural al paulatino calentamiento del planeta que sentían en los huesos. Una vez que un hombre sembraba el primer campo, el resto reconocía el surgimiento de un líder y seguía su ejemplo. Todo ello, pese a que sus padres y abuelos les habían enseñado que el grano no germinaba en suelos fríos, y pese a que tal temeridad desencadenaba noches de insomnio llenas de miedo a que las semillas se congelaran.

Por su parte, la mayoría de las mujeres esperaba a sembrar los huertos, como de costumbre, hasta ver a Hermine plantar el suyo, frente a la casa de Wild Will en Boneset —la isla era demasiado umbría para las hortalizas—, aunque algunas se solidarizaban con los hombres y lo hacían de forma prematura. Por precaución, estas mujeres germinaban más semillas para una segunda cosecha en macetas hechas con hueveras, las cuales protegían en pequeños invernaderos fabricados con ventanas viejas. Durante todo el año iban guardando hueveras y dejaban las sobrantes en la Mesa de Boneset, para que Herself las llenara con huevos de las gallinas de la isla, alimentadas a base de hierbas.

Esa tarde, Titus Clay no se encontraba todavía entre los hijos de granjeros que estaban en el Muck Rattler. Después de misa, había dicho que se iba a casa con su padre para comprobar los generadores y que no tardaría en unirse a ellos, pero los hombres del Muck Rattler no se fiaban del todo de que su progenitor, también llamado Titus Clay, no comenzara a plantar antes que el resto. A pesar de su extrema delgadez, que había transmitido a Titus hijo, era un hombre ilustre en la comunidad, seguro de sí mismo y riguroso, que vivía en un mundo de certezas; tenía fama de tomar decisiones firmes y vinculantes en un abrir y cerrar del granero. Mientras el sol trataba de abrirse paso a través de la bruma, los hombres miraban hacia el oeste con la esperanza de ver la camioneta de Titus. Todo tenía más sentido cuando él los acompañaba. Aunque solo tenía veinticuatro años, siempre se le ocurría el chiste adecuado, la referencia bíblica oportuna y el comentario idóneo, ya fuera para un hombre que estuviera trabajando en un hoyo («Larry, parece que estás cavando una fosa para tu peor enemigo... porque me da que te vas a caer dentro»), ya para una mujer seductora que apareciera en el pueblo («Atad bien las lonas, chicos, es un tornado con falda»). Mientras lo esperaban, se removían inquietos, como si incluso la forma de estar de pie o sentados no fuera del todo correcta, y se ajustaban los cuellos y los cinturones. La mayoría vestía vaqueros y camisetas deportivas impolutas, adecuadas para la iglesia, mientras que Rick Dickmon lucía una camisa abotonada; Jamie Standish , en cambio, destacaba del resto con sus habituales pantalones de camuflaje y camiseta verde. Además, siempre llevaba una pequeña pistola en el bolsillo, incluso en la casa del Señor.

Se trataba de hombres que no tenían más aspiración que una vida decente y confortable. Todos ellos —incluido Smiley, el tabernero, que no tardaría en salir— imaginaban que sus familias y amigos los querían y respetaban de manera sincera, y se sentían cómodos hablando con cualquiera en el pueblo. La única mancha en su humildad era el deseo de ser reconocidos como hombres semejantes a sus padres y abuelos, aunque no se consideraban demasiado importantes en el plan maestro de la vida. Standish pensaba que podría haber desempeñado un papel relevante de haberse alistado en la Armada, pero a la tierna edad de veintitrés años tenía los pies de un anciano: planos y castigados por juanetes y uñas encarnadas que tendían a infectarse.

—¿Crees que es aceptable tomar aspirinas? —preguntó Tony Martin—. El reverendo ha dicho que tenemos que aguantar el dolor.

Nadie tenía una respuesta, ni siquiera una réplica graciosa. Todos abrigaban la esperanza de que no fuera eso lo que había querido decir el párroco. Standish sacudió la cabeza con fastidio al ver que Tony sacaba a colación aquel enigma. Tony, apodado Dos Pulgadas, no era de Whiteheart , sino que sus abuelos procedían de Potawatomi, al otro lado del río, y se había casado con la pelirroja Cynthia Darling hacía seis años, por lo que aún no había logrado integrarse del todo en la comunidad. El mes pasado, Cynthia se había emborrachado con Prissy, la mujer de Standish , en la cocina de este último, quien se encontraba en la habitación de al lado viendo la televisión y las oyó reírse de la ineptitud sexual de sus maridos. A la mañana siguiente, aparcó la camioneta en Lovers Road y se acercó hasta Hermine Zook, Herself, que estaba sentada en una butaca junto a la Mesa de Boneset, como acostumbraba a esa hora del día, con las trenzas enrolladas en la cabeza a modo de corona y aquel escalofriante collar de conchas de cauri en el pecho. Ahora se sentía como un tonto. El mero recuerdo de haberse sentado en una silla plegable junto a aquella bruja y haberle cogido la mano, en un lugar donde cualquiera podía haberle visto, lo ruborizaba de vergüenza y le provocaba dolor de pies. Herself le había mirado con los ojos llenos de lágrimas. Pero ¿quién narices era ella para llorar por él?

—Si se supone que tenemos que sufrir y aguantarnos —dijo Whitey Whitby—, entonces ¿por qué se ha operado de la espalda el reverendo?

Whitby era primo de Titus por parte de madre, y trabajaba en Granjas Whiteheart desde los diez años. Era casi tan alto como Titus y, aunque solo tenía diecinueve años, ya exhibía una barba desaliñada. Como no padecía la sangre fina —que se transmitía por vía masculina—, Titus Clay padre le obligaba a realizar los trabajos peligrosos de la granja, como castrar a los toros y subir a los silos para desatascarlos.

Standish levantó la vista y vio a un cuervo que se burlaba de él desde una rama. Se dirigió a la camioneta con sus pies doloridos y sacó el rifle del portaequipajes de la cabina. Al cerrar la portezuela, el cuervo echó a volar sobre Las Aguas, presumiendo de libertad.

En aquel momento, el viento cambió de dirección y envió el humo del generador hacia los hombres, y Whitby sufrió un ataque de tos tan fuerte que tuvo que dejar el cigarrillo, junto a su refresco Mountain Dew, en el borde de la mesa de merendero. Arrastraba un resfriado y una sinusitis de los que no acababa de curarse.

—Pues yo voy a arriesgarme a la condena eterna y le voy a pedir a Herself algo para la tos —dijo Whitby al recuperar el habla. Tenía reputación de arrogante y bromista, pero en los últimos meses andaba pensativo, fumaba de manera compulsiva y veía pocos motivos de alegría en la vida.

—Herself le daba a mi padre una medicina potente para el catarro vírico —dijo Dickmon, apretándose las pesadas gafas negras contra la cara—. A él le funcionaba muy bien. Pero primero te va a decir que dejes el tabaco.

—El reverendo Roy tiene razón. No necesitas esa medicina de brujas —dijo Standish , aunque tanto su padre como su abuelo habían confiado en ese remedio agridulce para la tos, hecho con eupatoria5, olmo resbaladizo y miel.

Standish le pidió a la anciana otro brebaje: algo que hiciera que su mujer lo amara, una «poción»; el mero recuerdo de dicha petición hizo que se sonrojara de vergüenza. Al ver las lágrimas de Herself, Standish apartó la mano, subió a la camioneta y se marchó.

—¿Qué es un catarro vírico? —preguntó Tony Dos Pulgadas.

Tony no se parecía a los demás: para empezar, tenía el pelo oscuro y tupido y una nariz aguileña. Era más bajo que los otros, fuerte y fibroso como un acróbata, aunque una de las piernas no le había crecido tanto como la otra. Su mote, en todo caso, no guardaba relación con la estatura o las proporciones. Se debía a que alguna gente decía que su trabajo con el hormigón adolecía de falta de grosor y consistencia, después de que una marmota resquebrajara el suelo en el garaje del tío de Ralph Darling. Antes, una raíz de árbol se había abierto paso en un patio que Tony había acondicionado cerca del Dollar-Mizer, el ultramarinos del pueblo. Pero ¿qué puedes hacer si las marmotas de la región tienen la complexión de luchadores de sumo y las raíces de los árboles poseen la fuerza de serpientes de pantano?, decía en su defensa. Tony necesitaba más encargos para llegar a fin de mes, pero la incertidumbre sobre el futuro hacía que la gente considerara innecesario pavimentar patios o invertir en los cimientos de nuevas construcciones.

Los agricultores estaban recelosos tras la mala cosecha del año anterior, aunque costaba mucho encontrar a uno que alguna vez confesara haber tenido una buena temporada. Algunos lo achacaban a una maldición de Hermine Zook, quien había estado de mal humor desde que Rose Thorn se había ido. Rosie era un rayo de luz en la vida de todos. Durante los últimos diez años, la gente acudía a sentarse junto a Herself, al borde de la carretera, con la esperanza de ver a aquella chica guapa y soñadora leyendo un libro en la hierba o caminando con paso lento y perezoso por el puente de la isla. Cuando la joven hablaba, mencionaba personajes de los libros, como si esas aventuras fueran reales, o aseguraba haber visto un trol bajo el puente.

—El abuelo decía que el viejo McIntyre vivió cien años porque bebía el agua de aloe que preparaba Hermine —prosiguió Whitby—. Y ya sabéis que trabajó todos los días de su vida, hasta que cayó muerto en su pantano de arándanos. Esa sí que es forma de morir.

—Yo prefiero morir como un guerrero —dijo Jamie Standish , asintiendo con gesto sabio.

—Mi padre decía que McIntyre murió a los noventa y nueve. No llegó a los cien. Nadie de Whiteheart ha llegado nunca a los cien años —dijo Dickmon, hinchando su tórax con forma de tonel.

Estaba harto de Standish y de su mentalidad militar. Dickmon también tenía un arsenal, pero después del susto que se había llevado al principio del embarazo de su mujer Hannah Grace, no quería saber nada de disparar ni de matar. ¿No veían los demás lo valiosa que era la vida? Standish , que tenía una hija de cuatro años, debería darse cuenta, más que nadie.

—Menos Herself —dijo Whitby.

—¿Cómo va a tener cien años? —preguntó Dickmon, exasperado—. Si no tendrá ni setenta. Tiene una hija de dieciocho.

—Parece que tiene cien años, con esa pinta de bruja arrugada —espetó Standish .

—¿Qué es lo que te reconcome? —preguntó Whitby—. Solo intenta ayudar a la gente. Si no quieres que te ayude, no se lo pidas.

—Sí, y Satanás también ayuda a la gente cuando quiere su alma.

—El día que el viejo McIntyre murió y le abrieron, miraron en su interior y dicen que estaba limpio como un bebé —dijo Whitby—. Eso cuentan.

—A mí nadie me va a abrir cuando me muera —dijo Ralph Darling, acariciándose con amor la barriga—. No quiero que nadie sepa lo que llevo dentro.

Con tan solo veintiséis años, ya tenía la barriga cervecera de su padre, así como la extraña costumbre de sobársela continuamente. Su padre bebía discretamente en casa, pero su abuelo, el Viejo Red, había sido un borracho famoso por desmayarse a ojos de todo el mundo. Al igual que el Viejo Red, Ralph buscaba la compañía de otros cuando empinaba el codo, por lo que nadie sabía adónde lo llevaría el alcohol.

—Creo que hoy el reverendo se ha levantado con el pie izquierdo —gritó Whitby para hacerse oír por encima del estruendo del generador, que acababa de revolucionarse— porque no está Molly.

Los hombres hicieron una pausa para deleitarse con la irreverencia de Whitby, mientras el generador retumbaba. Whitby no podía resistirse a la tentación de cuestionar a todo hombre con la autoestima subida, como parecía ser el caso del reverendo. Varios meses antes, había presenciado cómo cierto hombre ilustre resultó no ser tan ilustre como la gente pensaba, y no estaba seguro de qué hacer al respecto, aparte de sentir un profundo escepticismo.

—Solo llevan saliendo diez años —dijo Standish —. Si de verdad cree en el sufrimiento, debería casarse.

Smiley Smith abrió la puerta del Muck Rattler y se quedó en el umbral.

—¡Aleluya, amén, y que lloren las mujeres! —anunció.

Salió y dejó que la puerta mosquitera se cerrara con un chasquido. Aún no había quitado el plástico que clavó en el marco de madera al comenzar el invierno y que ahora estaba rajado y aleteaba. Se estaba secando las manos en un delantal blanco de algodón, una prenda que siempre parecía manchada de sangre, aunque en el Muck Rattler no había carne cruda, solo las pizzas que preparaba su madre. Por contra, siempre tenía las manos limpias y resecas de limpiar la barra o fregar platos. Tenía entradas y suficiente edad para ser el padre de la mayoría de aquellos jóvenes, aunque nunca se había casado ni contaba con descendencia.

—Hermoso día en Las Aguas. Los pajaritos cantan —dijo.

—Apuesto a que las serpientes de cascabel están saliendo de sus guaridas ahora mismo —dijo Standish —. Si pudiera cargarme a seis este año, me haría unas botas como las de Wild Will .

Entre los accesorios adornados de piel de serpiente que Wild Will había reunido —llaveros, abrebotellas y alfileres de corbata—, las botas eran especialmente famosas. La m’sauga era una especie protegida, pero como a muchos les parecía un despropósito proteger a un ser venenoso, casi tan absurdo como defender el pecado, ningún hombre iba a denunciar a otro por matar a una.

—No sabes ni atarte los cordones de las botas —dijo Dickmon, recolocándose la montura de plástico negro de las gafas y alisándose la camisa, que ahora le quedaba un poco ceñida, tal vez por los ricos guisos de Hannah Grace. La cardiopatía de su padre era una advertencia a la que sabía que tendría que prestar atención en algún momento—. Vas muy desaliñado.

—Mis pies necesitan aire —dijo Standish , que no se sentía cómodo hablando de su dolor con aquellos tipos. Se trataba de la misma aflicción que padecía su madre, aunque eso nunca impidió que la mujer anduviera detrás de los hombres.

En la cuneta de Lovers Road del lado de Las Aguas, unos machos de sargento alirrojo trinaban en busca de pareja desde el extremo cimbreante de las espadañas. Las ranas de coro chirriaban y las verdes, gangueaban. Se oía la vibración de las serpientes m’sauga, y a los hombres les picaba el dedo en el gatillo por el deseo de acribillarlas, en el remoto caso de que lograran verlas.

—¿Quién viene por ahí? —preguntó Darling, entrecerrando los ojos en dirección este, hacia el club de tiro, a un kilómetro y medio de distancia. Se subió a la mesa de merendero para ver mejor. Los demás también miraron, pero por la forma en curva de la carretera, la figura quedó oculta tras los sauces coyote y los cornejos de hojas rojas.

—Será que comes muchas zanahorias. Yo no veo nada —dijo Whitby, entornando los ojos.

—¿Por qué no abren el campo de tiro el domingo? —preguntó Standish , en vista de que todos miraban en esa dirección.

—Igual es un perro —dijo Dickmon—. En la iglesia he oído que Ed Cole está buscando a su labrador cruzado.

—He visto a ese perro esta mañana antes de ir a misa, cruzando River Street. Iría detrás de alguna perra en celo, seguro —dijo Darling, con la mano apoyada de forma protectora sobre el vientre—. ¿Qué creéis que está haciendo Titus? No estará sembrando, ¿verdad?

El padre de Darling se negó a vender las tierras a Titus Clay padre, y no fue el único. La misma tía de Titus padre, Ada McIntyre, dueña de la otra mitad de Granjas Whiteheart , con sus campos de frutales y sus pantanos de arándanos, también rechazó la oferta. Pero Ada le dejó cultivar su terreno a cambio de que Titus hijo le echara una mano con la fruta. Alan, el nieto de Ada, la ayudaba antes de morir desangrado en el pantano el otoño anterior. Las mujeres como Ada transmitían la sangre fina, pero no sufrían los síntomas.

—Titus no ha dicho nada sobre sembrar —dijo Whitby.

—Sería de necios empezar a sembrar antes del viernes —dijo Dickmon, preparado para que alguno discrepara.

Afirmar algo con tanta confianza era arriesgado, más aún cuando él ya ni siquiera se dedicaba a la agricultura. El padre de Dickmon había vendido unos terrenos a Granjas Whiteheart hacía seis años, antes de mudarse a Alabama y dejarle a su hijo dos hectáreas y la casa de la granja, que necesitaba un sinfín de arreglos.

—Es una persona, sin duda —dijo Darling.

—¿Te han dicho cuándo vuelve la luz? —preguntó Dickmon a Smiley, que se encogió de hombros.

—Espero que pronto. No me atrevo a dejar el generador en marcha si no estoy.

Los hombres empezaban a sentir curiosidad por saber quién se acercaba por la carretera. Es curioso que, cuando se presta atención un buen rato, suele haber algo digno de ver, aunque solo sea un trío de ánades reales que surgen de entre la maleza: dos machos que tratan de cabalgar a una hembra y, al escabullirse esta, se montan entre sí. O una hembra de mirlo que cede a las súplicas de un macho que exhibe las manchas rojas de los hombros sobre una espadaña que se mece de forma cómica. O una pareja de jóvenes enamorados que pasan despacio en un coche, en busca de un rincón apartado. Los hombres se arremolinaron alrededor de la mesa y miraron todos en la misma dirección, mientras en las manos sentían el peso de los gruesos vasos de cerveza de barril o el frío de las latas de aluminio, al tiempo que sentían la vibración del generador cercano.

Al otro lado de la carretera, los manantiales del pantano borboteaban bajo el húmedo peso del cielo. Desde la llegada de la primavera, franjas enteras de Las Aguas brillaban con diminutas flores silvestres cargadas de polen. En verano y otoño, rebosarían de pequeños frutos agrios que comían las alimañas y que Herself —navegando entre las pequeñas islas del pantano con una balsa y una pértiga— recolectaba para elaborar medicinas. A pesar de las marcas en las rocas y los troncos de los árboles que rodeaban la isla de M’sauga, nadie sabía a ciencia cierta dónde terminaba la finca de Herself y dónde empezaba la propiedad protegida del condado. Los hombres no tenían ninguna gana de toparse con la robusta mujer, así que por lo general no se acercaban por allí. Había otra figura que Whitby y Dickmon habían visto en el pantano. Un hombre, o quizá el fantasma de un hombre. No era algo de lo que quisieran hablar con los demás.

—¡Mirad! —dijo Darling, señalando—. ¡Cegatos, no me digáis que no lo veis ahora!

—Puede que sea una persona —dijo Whitby. Ya no se fiaba de sus ojos, o más bien temía lo que pudieran ver. Antes del otoño pasado, le gustaba trabajar en Granjas Whiteheart , más que estar en casa, y podía contemplarse en el espejo sin nada que reprocharse. Y, lo que es más importante, podía mirar a otros hombres y dar por sentado que eran decentes, que de verdad eran lo que parecían. Pero en otoño había comprendido que no hacía falta cometer un delito para sentirse culpable; bastaba con presenciar un delito.

—¿Veis? Si es que no me hacéis caso —dijo Darling, satisfecho de que no le hubieran creído antes.

—¿Seguro que no es un coyote? —dijo Standish , que apuntó a través de la mira telescópica que había puesto en el Winchester de su padre.

Dickmon empujó el cañón del rifle de Standish hacia el suelo con un ligero toque.

—No irás a disparar a nadie, ¿no? ¿Cuántas cervezas llevas? —dijo.

—Es solo para ver mejor. Además, ¿no decías que era un coyote? ¿Desde cuándo me vas a impedir que dispare a un coyote? Dios me dio este rifle para usarlo.

—Pero si te lo dio tu padre —dijo Whitby—. ¿O es que ahora Dios es tu padre?

—Dios me dio el derecho a llevarlo.

—El derecho te lo dio la Constitución —dijo Dickmon.

—Bueno, pues Dios me dio la Constitución —dijo Standish , cada vez más nervioso. Bajó el rifle y dejó que le colgara del hombro en la correa de cuero.

El ser que se acercaba, visto a través de los árboles, era amarillento, del color de la hierba que aún no había reverdecido en el lado opuesto al pantano. Se movía de un lado a otro del camino, a un ritmo cambiante, ahora rápido, ahora despacio, como si el deseo del caminante de dirigirse en una dirección, o incluso de avanzar, se intensificase y después flaquease. Un escuadrón de cuervos iba saltando de árbol en árbol para seguirle el paso. La figura parecía diminuta junto a los gigantescos sauces.

—¿No será un jorobado? —preguntó Smiley.

—¿Un jorobado? —dijo Tony Dos Pulgadas—. Nunca he visto a un jorobado.

—¿Nunca has visto a Quasimodo? —A Dickmon le encantaba pronunciar ese nombre extraño—. Lo interpretó Anthony Quinn. En la versión muda era Lon Chaney.

—Charles Laughton también hizo de Quasimodo. Es una de las películas favoritas de mi abuela —dijo Smiley, apoyándose en la esquina de la mesa—. La he visto una docena de veces. ¿Sabéis que mi padre contaba que un hombre se hizo una casa subterránea en el pantano después de que cerraran la planta de procesamiento? Según mi padre, el tipo robó montones de ladrillos para construirla.

—Mi abuelo contaba que era un hermanastro de Wild Will , hijo de otra madre —dijo Darling—. O algo así. Que al parecer ese hombre le salvó la vida una vez que durmió borracho en el pantano. Que le enseñó una guarida subterránea, una antigua zorrera. Y dentro no hacía frío, ni en invierno.

—Lo que yo he oído es que, con lo que bebía, el Viejo Red tenía para vivir una aventura en el País de las Maravillas cada noche —dijo Whitby. Si reconocía haber visto a alguien en Las Aguas, los demás podían convenir en la necesidad de investigar. A Whitby no le apetecía andar husmeando por allí.

—Seguro que le salió joroba de vivir bajo tierra —propuso Tony Dos Pulgadas, contento de que le dejaran un hueco en la conversación—. De no poder ponerse de pie.

—¿De qué demonios hablas? Es imposible vivir bajo tierra en la zona del pantano. Se inundaría todo —dijo Dickmon.

—A lo mejor le salió joroba como castigo por robar ladrillos —dijo Smiley, y Tony Dos Pulgadas asintió.

El castigo era uno de los temas favoritos del grupo. Era un principio del que estaban seguros, que los malvados acabarían siendo castigados.

Whitby, sin embargo, pensaba de otra manera desde el otoño: todos, culpables o no, iban a recibir su castigo.

—Creo que es una chica —dijo Darling—. Sí, es una chica.

Esta noticia hizo más profunda la respiración de los hombres. El generador se frenó, amenazó con calarse y después se reactivó.

—Será tu hermana pequeña, Standish —dijo Whitby—. Ha salido escopeteada de la iglesia. ¿De quién era el coche en el que se ha metido?

—Espero que no sea mi hermana. Se supone que está con mi mujer. —Todavía le gustaba decir «mi mujer», todavía se sentía orgulloso de que una mujer se hubiera casado con él, aunque lo tratara mal.

—¿Cómo es posible que un cabrón tan feo como tú tenga una hermana tan bonita? —preguntó Whitby.

—Mi madre no es fea —dijo Standish .

—Eso es verdad —dijo Whitby—. Tu madre está de buen ver.

—Tú ahí no tienes nada que ver. — Standish sintió que se ruborizaba. Su madre se quedó embarazada de él siendo muy joven y, ciertamente, seguía siendo atractiva. Por contra, su padre le doblaba la edad.

—Seguimos sin respuesta al misterio. ¿Cómo es que eres tan feo? —dijo Whitby.

—Creo que no es un jorobado —dijo Smiley—. Parece una mochila propulsora.

—¿Una mochila propulsora? ¿Quién coño tiene una mochila propulsora? —preguntó Dickmon.

—No sé —dijo Smiley—. El Ejército tiene todo tipo de armas que desconocemos. Tecnología alienígena, armas que vaporizan seres humanos.

—Y tú tienes todo tipo de teorías —dijo Dickmon—. Pero de pacotilla. ¿Has oído lo de que la tierra es plana?

Las risas de los hombres resonaron en Las Aguas, acompañadas por el sonido de criaturas que reptaban y se lanzaban reclamos agudos, que zumbaban y entonaban gorjeos de fertilidad, y que, en el caso de las serpientes, cascabeleaban. En los armarios de Whiteheart aún se conservaba un medicamento autóctono elaborado por Herself: frasquitos azules con un antídoto de textura mucosa que, si se aplicaba de inmediato en la herida y a través de pequeñas incisiones practicadas a su alrededor, entraba en el torrente sanguíneo y viajaba como un rayo por el cuerpo en busca de cada molécula de veneno. En un principio, el antídoto se hacía con la sangre de Wild Will , que había sufrido tantas mordeduras que su sangre se había convertido en una cura. Después de echar a Wild Will , Herself preparaba el antídoto con sangre de Áster, la burra, tras inyectarle pequeñas cantidades de veneno a lo largo del tiempo.

—Es una chica rubia, ya lo veo —dijo Darling—. Y lleva una mochila, seguro.

—Eh, pero si es Rose Thorn. ¡Está viva! —dijo Whitby cuando ella estuvo más cerca—. ¡Ha vuelto Rosie de California! ¿Y Titus dónde coño está?

Rose Thorn era conocida por su encantadora presencia, capaz de consolar cualquier pena con solo mirarte. Y todo el mundo conocía su relación con Titus, que había jurado a Dios y a todo el pueblo que esperaría a que Rose Thorn cumpliera los dieciocho para casarse con ella con todas las de la ley. Cuando Rose se fue del pueblo en septiembre, Titus se disgustó tanto que se alistó en el Ejército, lo que desató la furia de su padre. ¡Con la falta que hacía cada par de brazos en la granja! Cuatro meses después, descubrieron que tenía sangre fina y lo licenciaron, lo que supuso un gran alivio para el padre y, en el fondo, para él.

Finalmente, Standish dejó que todo el peso del rifle recayera en la correa. Una escena tierna acudió a su mente de inmediato: su hija lo miraba y le preguntaba por qué salía el sol cada mañana. Al ver a Rose Thorn, se acordó de que se había comprometido a arreglar el coche de su madre, aunque le irritaba que el novio de la mujer no pudiera encargarse. Aquel hombre trataba a Standish como si fuera un muchacho descerebrado y su madre nunca lo defendía, pero luego le pedían que dedicara su día libre —el único en el que no tenía que ir a trabajar a Grand Rapids— a reparar el coche.

—Sabía que volvería —dijo Standish .

—No mientas, gilipollas —murmuró Dickmon—. Ni tú ni ninguno lo sabíamos.

Mientras Dickmon contemplaba a Rose Thorn, decidió que, antes de ir a casa, recogería un ramo de geranios silvestres para Hannah Grace, su mujer, que estaba embarazada. Quizá podría levantarla del suelo y abrazarla, pese a que le dolía la espalda de clavar postes en el patio trasero el día anterior. Lo estaban vallando parcialmente, ya que tenía una superficie pedregosa por el antiguo vertedero que había bajo el suelo.

Al divisar a Rose Thorn, Smiley consideró la posibilidad de acompañar a su madre esa misma tarde a la residencia Reposo Cristiano, donde podrían disfrutar juntos de una película con la abuela. Tanto él como su madre eran aficionados a las películas de acción, pero la abuela prefería los musicales antiguos de Fred Astaire y Ginger Rogers. Se movía en la silla de ruedas como si bailara. Mientras los otros hombres no paraban de hablar de sus padres y abuelos, Smiley siempre había sentido una mayor afinidad con las mujeres de la familia.

A Tony Dos Pulgadas se le ocurrió desempolvar la cometa de caja —del tamaño de un hombre— que había empezado a construir el año pasado y que ahora colgaba, olvidada, de las vigas del garaje. Podía ir con toda su familia —Cynthia, el niño y la recién nacida— para hacerla volar en el cementerio, detrás de la iglesia. Sería un auténtico espectáculo, con los colores del arco iris ondeando al viento. A pesar del dolor en la cadera, Tony no dudaría en correr junto a su hijo para elevar la cometa.

Darling y Standish se dispusieron a esperar a Rose Thorn al borde de la carretera. Por un momento, Whitby pensó en ir a su encuentro, pero se acobardó. Un día de septiembre, Whitby estaba en Granjas Whiteheart , sentado en una caja junto a la sidrería, bebiendo su tercera cerveza robada, cuando vio a Rose Thorn merodeando en la oscuridad, fuera del antiguo dormitorio de Titus. Tras la baja médica del Ejército, Titus se mudó a la tienda que había detrás de la casa de su tía abuela Ada. Allí había vivido Alan, el ya fallecido nieto de Ada y primo de Titus. Además de trabajar para su padre, Titus hijo se ocupaba ahora de los frutales y del pantano de arándanos rojos de Ada. Whitby no lo envidiaba. Titus tenía que fumigar y podar los manzanos y melocotoneros, e inundar, enarenar y drenar el pantano de arándanos rojos, por no hablar de la recogida de la fruta a mano. Le había comentado a Whitby que, en su opinión, aquellas hectáreas de humedales podían aprovecharse mejor.

Aquella noche de septiembre, a Whitby le había parecido graciosa la forma en que Rose Thorn golpeaba la ventana de Titus y gritaba su nombre, diciendo que quería hacer el amor con él. Whitby sabía que Titus no estaba allí, pues había salido a pescar, y pensó en decírselo a Rosie, pero en última instancia optó por disfrutar observándola.

Entonces apareció un hombre, pero no era Titus, el amor de Rosie, sino Titus padre, tío político y jefe de Whitby, que venía de una taberna. A su esposa, la tía Mary, no le gustaba que bebiera. Whitby lo evitaba a esa hora de la noche —como todo el mundo—, en parte porque el ilustre granjero no era un borracho apacible, y también porque podía poner a trabajar a Whitby en el acto, aunque fuera de noche. Pese a que Rose Thorn lo rechazó y llamó a gritos a Titus hijo, pese a que se resistió, y pese a que se reveló un destello del muslo de la chica, a Whitby le costaba creer lo que estaba viendo. Tenía que ser algún tipo de pesadilla o el efecto de las tres cervezas. Whitby se apresuró a coger la bicicleta y se alejó tembloroso por Lovers Road .

Si Titus notó que Rose Thorn actuaba de forma extraña después de aquello, no comentó nada a Whitby ni a los demás, que no la vieron durante un tiempo. Y unas semanas más tarde, cuando Titus le pidió que se casara con él, Rose Thorn lo rechazó, pese a que se suponía que era solo una formalidad —habían planeado la boda para el día en que ella cumpliera dieciocho—. Nadie podía creerlo. Entonces cayó una helada temprana, y Rose Thorn huyó a casa de su hermana Prim.

A pesar de que habían transcurrido muchos meses, Whitby no dormía bien. El incidente lo afectó a tal punto que cualquier forma de tumbarse en la cama le causaba dolor; ninguna postura le resultaba cómoda.

Los hombres de Whiteheart habían desarrollado un peculiar sentido de la camaradería, que implicaba hacer la vista gorda ante los desmanes de los demás, un legado que perduraba entre los varones jóvenes del pueblo. Les parecía un gesto de honor elemental no delatar a un hombre que vertiera aceite usado en una zanja, disparara a un pato protegido fuera de temporada o le propinara un bofetón a su mujer o a un niño en el asiento del copiloto. Había ocasiones en las que un hombre no podía hacer gran cosa por un amigo, pero siempre podía mostrar respeto manteniéndose al margen de sus asuntos, por turbios que fueran. Bastante tenía uno con lidiar con su propia conciencia, como para que viniera otro a señalarle la gravedad de determinado comportamiento. En este mundo de pecado, ¿quién era un hombre para juzgar a otro hombre? Con todo, Whitby pensaba que, si algo así volvía a ocurrir, intervendría de inmediato, antes de que la cosa fuera a más, y diría: «Esto no está bien, caballero», ya fuera un amigo, un tío o el mismísimo reverendo.