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Erica Spindler nos retrata con gran habilidad la historia de tres generaciones de mujeres, sus complejas vidas, sus misterios, sus pecados, y al hombre que lo sabe todo sobre ellas y puede desvelar los más ocultos secretos. Lily Pierron es una legendaria madame que sabe que en la cálida Nueva Orleans se puede cometer cualquier pecado a cambio de un alto precio. Para ella, el precio es su hija Hope. Hope Pierron St. Germaine es la elegante y piadosa mujer de una acaudalado hotelero y la dedicada madre de Glory durante el día, pero por la noche sucumbe a las pasiones carnales que amenazan con destruirla. Glory St, Geramine ignora los vergonzosos secretos de su familia, pero sufre las consecuencias de una oscuridad cuya existencia desconoce. Obstinada y atolondrada, Glory encuentra el amor prohibido en el hombre que lo sabe todo sobre las Pierron Los lectores se sentirán irremediablemente atraídos por las tramas policíacas. Publishers Weekly
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Seitenzahl: 292
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1994 Stephanie Laurens. Todos los derechos reservados.
ESCÁNDALO Y PASIÓN, Nº 12 - agosto 2012
Título original: Fair Juno.
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicado en español en 2004.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Romantic Stars son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0765-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
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Martin Cambden Willesden, quinto conde de Merton, recorría decididamente el pasillo del Hermitage, su residencia principal. Cualquiera que lo conociera habría sabido, por el ceño fruncido que estropeaba sus maravillosos rasgos, que estaba de un humor espantoso. Era bien sabido entre los hombres del séptimo batallón de los húsares que si el rostro del comandante Willesden mostraba alguna emoción, los presagios no eran buenos. «Y hoy», pensó el ex comandante Willesden ferozmente, «tengo todo el derecho a estar furioso».
Lo habían hecho volver de su placentero exilio en las Bahamas y se había visto obligado a dejar atrás a la amante más satisfactoria que nunca hubiera tenido. Cuando había llegado al sombrío Londres, había tenido que librar una difícil batalla para sacar el patrimonio de la familia de la situación lamentable en que se encontraba, sin que, aparentemente, pudiera culparse a nadie por ello. Tanto Matthews, el mayor de Matthews & Sons, como el hombre de confianza de la familia le habían advertido que el Hermitage necesitaba atención y que no aprobaría el estado en que se encontraba. Él había pensado que aquello era un intento del viejo Matthews para convencerlo de que volviera a Inglaterra sin tardanza. Debería haber recordado la tendencia de Matthews al uso de eufemismos. Martin apretó los labios. La mirada de sus ojos era cada vez más lúgubre. El Hermitage estaba incluso en peor estado que las inversiones que había estado reorganizando durante tres semanas.
Mientras recorría el largo pasillo, el sonido de los tacones de sus botas penetró en sus pensamientos. Casi al borde de un síncope, Martin se detuvo. ¡No había alfombras! Pisaba directamente sobre el suelo de madera. Y, si su vista no lo engañaba, ni siquiera estaba bien encerado.
Lentamente, sus ojos grises se elevaron y se clavaron en el papel de la pared, roto y grisáceo, y en las cortinas de los ventanales, descoloridas y anticuadas. La casa estaba habitada por el frío y la penumbra.
Cada vez de peor humor, el conde de Merton dejó escapar un juramento, y añadió mentalmente otro asunto más a la lista de los que requerían su inmediata atención. Si alguna vez visitaba el Hermitage de nuevo, aquel lugar tendría que estar en perfectas condiciones. El piso de abajo estaba en mal estado, ¡pero aquello! No encontraba palabras para describirlo.
Dejó a un lado su irritación y volvió a encaminarse hacia las habitaciones de la condesa viuda. Desde que había llegado, ocho horas antes, había pospuesto el inevitable reencuentro con su madre, con la excusa de solucionar los problemas que afectaban a las posesiones de la familia. La excusa, en realidad, no había sido una exageración. Pero ya había decidido los cambios más importantes y había tomado las riendas del condado.
A pesar de aquel éxito, tenía pocas esperanzas puestas en la entrevista que se avecinaba. Sintió cierta curiosidad, y una cautela que no creía que siguiera conservando.
Su madre, lady Catherine Willesden, la condesa viuda de Merton, había atemorizado a los miembros de su familia desde que Martin tenía uso de razón. Los únicos aparentemente inmunes a su dominación habían sido su padre y él mismo. A su padre, ella lo había excusado. Martin no había tenido tanta suerte.
Se detuvo ante la puerta de las habitaciones de la viuda. Hubiera lo que hubiera entre ellos, la condesa era su madre. Una madre a la que no había visto durante trece años, y a la que recordaba como una mujer fría y calculadora, que no tenía sitio para él en su corazón. ¿Hasta qué punto sería ella la responsable del deterioro de sus posesiones ancestrales? No lograba entender lo que había sucedido, porque conocía el orgullo de aquella mujer. De hecho, tenía unas cuantas preguntas más, incluyendo la de cómo iba a tratarlo en el presente. Las respuestas lo estaban esperando al otro lado de la puerta.
Irguió los hombros y apretó los labios. Sin más preámbulos, llamó con los nudillos. Oyó claramente la orden de que pasara y abrió la puerta. Se detuvo en el umbral, con la mano en el picaporte, y con una estudiada tranquilidad, paseó la mirada por la habitación. Lo que vio resolvió algunas de sus dudas.
La figura de su madre, alta y estirada, sentada en una silla al lado del ventanal, era casi como él la recordaba. Estaba más delgada y tenía el pelo gris, pero conservaba aquella expresión decidida que él tenía en la memoria. Fue la visión de sus manos retorcidas, que descansaban inútiles en su regazo, lo que le reveló la verdad. Le habían contado que se mantenía recluida en su alcoba, víctima del reumatismo, y él había creído que sería una reacción caprichosa ante una enfermedad sin importancia. Sin embargo, en aquel momento vio la realidad cara a cara. Su madre era una inválida que estaba encadenada a una silla.
Sintió una aguda punzada de pena. La recordaba como una mujer activa, que montaba a caballo y bailaba sin descanso. Entonces, sus miradas se cruzaron, y la de su madre, de un gris helado, altiva como siempre, le pareció más fría que nunca. Al instante, Martin supo que la lástima sería lo último que su madre aceptaría de él.
A pesar de la impresión que había sufrido, consiguió que su rostro se mantuviera impasible. Sin alterarse, cerró la puerta y entró en la habitación, tomándose un segundo para echar un vistazo a la otra persona que lo miraba, con los ojos abiertos de par en par. Era Melissa, la viuda de su hermano mayor.
Catherine Willesden observó cómo su tercer hijo se acercaba con la expresión tan inalterada como la de ella. Apretó los labios al fijarse en su poderoso cuerpo y en la sutil elegancia que lo envolvía. La luz le iluminó los rasgos mientras se aproximaba, y entonces, la aguda mirada de la viuda detectó rápidamente que tras la elegancia había una determinación despiadada y un hedonismo bien disimulados.
Entonces, Martin se detuvo frente a ella, y para su horror, le tomó la mano. Lo habría evitado si hubiera sido capaz, pero las palabras se le quedaron en la garganta, atrapadas por el orgullo. Sintió cómo una mano cálida y fuerte se cerraba alrededor de sus dedos retorcidos. Su sorpresa se vio barrida por una repentina emoción cuando su hijo se inclinó y ella sintió sus labios en la piel. Suavemente, él volvió a dejarle la mano sobre el regazo y le besó la mejilla.
–Mamá.
Aquella palabra, pronunciada por una voz mucho más grave de lo que ella recordaba, devolvió a lady Catherine a la realidad. Parpadeó, y sintió que se le aceleraba el corazón. ¡Ridículo! Fijó la mirada en su hijo, frunciendo el ceño y luchando por que sus ojos grises siguieran transmitiendo frialdad. Por la ligera sonrisa que curvaba la boca de Martin, lady Catherine supo que él era consciente de que aquel gesto la había afectado. Sin embargo, tenía la determinación de meter en el redil a aquella oveja negra. Ella podía, y debía, asegurarse de que su hijo no arrojara nuevos escándalos sobre la familia.
–Creo, señor, que le hice llegar instrucciones para que se presentara aquí en cuanto llegara a Inglaterra.
Sin dejarse perturbar en absoluto por la mirada de su madre, Martin caminó hacia la chimenea, apagada, con una ceja arqueada que expresaba su sorpresa.
–¿No te escribió mi secretario?
La indignación se reflejó en el rostro de lady Catherine.
–Si te refieres a esa nota de un tal señor Wetherall, que me informaba de que el conde de Merton estaba ocupado tomando las riendas de su herencia y de que me visitaría cuando tuviera oportunidad, la recibí, sí. Lo que quiero saber es qué significa eso. Y por qué, una vez que has llegado, has tardado un día entero en recordar el camino hasta mi habitación.
Al percibir en la expresión de su madre las inequívocas señales de la ira, Martin tuvo la tentación de recordarle su título. Nunca habría creído que disfrutaría de aquella conversación, pero, de alguna manera, su madre ya no le parecía tan distante ni tan hostil como la recordaba. Quizá fuera su enfermedad lo que hacía que pareciera más humana.
–Debería ser suficiente con decir que los asuntos del condado estaban, por decirlo de alguna manera, mucho más enredados de lo que yo tenía entendido –apoyó el codo en la chimenea, y, sin alterarse, miró a su madre–. Sin embargo, ahora que he conseguido algo de tiempo para dedicarte, después de llevar a cabo la ímproba tarea de poner el patrimonio en orden, quizá pudieras decirme por qué querías verme.
Lady Catherine, haciendo un ejercicio de control, consiguió que la sorpresa no se le reflejara en el rostro. No fueron sus palabras lo que la asombraron, sino su voz. Ya no había ni rastro del tono ligero y encantador de la juventud. En su lugar, había una profundidad dura y áspera, con un trasfondo de autoridad que casi no podía ocultar.
Se dio ánimos mentalmente. La idea de que aquel rebelde la intimidara era absurda. Él siempre había sido un insolente, pero no un estúpido. Aquel cinismo contenido se quedaría en nada una vez que ella hubiera dejado las cosas claras. Se irguió, altivamente, y después se embarcó de nuevo en la «educación» de su hijo.
–Tengo mucho que decir sobre cómo has de proceder en el futuro.
Con una actitud atenta, Martin apoyó los hombros en la chimenea y cruzó con elegancia las piernas, al tiempo que miraba a su madre fijamente.
Lady Catherine frunció el ceño.
–Siéntate.
Martin sonrió lentamente.
–Estoy bastante cómodo. ¿Qué es eso de lo que tienes que informarme?
Lady Catherine decidió no dejarse llevar por la ira. Su tranquilidad la enfurecía, y era mejor no dejarlo traslucir. Se obligó a sí misma a mirarlo a los ojos.
–Lo primero, creo que es de importancia capital que te cases cuanto antes. Para ello, he arreglado el compromiso con la señorita Faith Wendover.
Martin arqueó una ceja.
Al verlo, la viuda se apresuró a continuar.
–Dado que el título ha recaído en el tercero de mis hijos, no puede sorprenderte que asegurar la sucesión sea para mí la mayor de las preocupaciones.
Su primogénito, George, se había casado para contentar a la familia, pero Melissa, la aburrida y simple Melissa, no había podido cumplir con las expectativas de darle un heredero. Su segundo hijo, Edward, había muerto unos años antes, cuando formaba parte del ejército que detuvo la invasión de Napoleón. George también había muerto, de unas fiebres, el año anterior. Hasta entonces, a la viuda nunca se le había ocurrido pensar que su imposible tercer hijo pudiera heredar el condado. Más bien, se temía que muriera en una de sus extravagantes aventuras. Entonces, su cuarto hijo, Damian, habría sido el conde de Merton.
Sin embargo, Martin era el conde, y ella tenía que asegurarse de que estuviera a la altura de las circunstancias. Completamente decidida a acabar con cualquier tipo de oposición, lady Catherine miró autoritariamente a su hijo.
–La señorita Wendover va a heredar, y es medianamente atractiva. Será una condesa de Merton excepcional. Su familia es muy respetada, y ella aportará muchas tierras con su dote. Ahora que estás aquí, y que puede firmarse el compromiso, la boda podrá celebrarse en tres meses.
Lady Catherine, preparada para defenderse de una tormenta de protestas, alzó la barbilla y observó con impaciencia la fibrosa figura de su hijo, apoyado en la chimenea. Una vez más, se quedó sorprendida por el cambio, invadida por la exasperante sensación de estar tratando con un extraño que, sin embargo, no era un extraño. Él estaba mirando al suelo, sin decir nada. Con curiosidad, lady Catherine estudió a su hijo. Sus últimos recuerdos de Martin eran de un joven de veintidós años, ya versado en todo tipo de vicios, en la bebida, en el juego y, por supuesto, en asuntos de mujeres. Había sido su facilidad para atraer al sexo opuesto lo que había puesto fin, abruptamente, a su tempestuosa carrera. Serena Monckton. Aquella belleza había afirmado que Martin había intentado violarla. Él lo había negado, pero nadie, ni siquiera su propia familia, lo había creído. A pesar de ello, él había resistido todos los intentos de convencerlo de que se casara con la mocosa. Enfurecido, su padre le había pagado a la familia de la chica una considerable suma de dinero, y había enviado a Martin a vivir con un pariente lejano, a las colonias. John había lamentado aquello amargamente hasta el día de su muerte. Martin había sido siempre su favorito, y el conde había fallecido sin volverlo a ver.
Absorta en la tarea de encontrar pruebas de que el hijo al que recordaba no había cambiado, en realidad, lady Catherine examinó sus anchos hombros y sus miembros largos y fibrosos con un bufido interior. Todavía tenía aquella figura de Adonis, musculosa y ágil debido a su afición por las actividades al aire libre. Sus manos de largos dedos estaban muy bien arregladas, y llevaba el sello de oro que su padre le había regalado por su vigésimo cumpleaños. Tenía el pelo rizado y negro como el ébano. Todo lo que ella recordaba. Lo que no recordaba era la fuerza grabada en sus rasgos, el aura de seguridad, que era mucho más que pura arrogancia, los movimientos felinos que transmitían la impresión de poder bajo control. De todo aquello, ella no se acordaba en absoluto. Cada vez más insegura, esperó a que él demostrara su resistencia. Sin embargo, aquello no ocurrió.
–¿No tienes nada que decir?
Él salió de su ensimismamiento con un sobresalto. Estaba rememorando la última vez que su madre había insistido en que él tenía que casarse. Martin levantó la cabeza y miró a la viuda a la cara. Arqueó las cejas.
–Todo lo contrario. Pero me gustaría escuchar todos tus planes primero. Estoy seguro de que no has terminado.
–Por supuesto que no –lady Catherine le clavó una mirada que hubiera hecho estremecerse a muchos hombres. Sin embargo, allí de pie, él parecía demasiado poderoso como para intimidarlo. Aun así, estaba decidida a cumplir con su deber–. También tengo que referirme al patrimonio y a los negocios de la familia. Dices que has estado poniéndote al corriente. Yo deseo que dejes todos esos asuntos en manos de los empleados que contrató George. Sin duda, ellos lo harán mucho mejor que tú. Después de todo, no tienes experiencia y no podrías hacerte cargo de unas posesiones de tales proporciones.
A Martin le temblaron los labios, pero consiguió contenerse.
Lady Catherine, embebida en exponer sus argumentos, no percibió la advertencia.
–Por último, una vez que tú y la señorita Wendover estéis casados, viviréis aquí durante todo el año –hizo una pausa y miró a Martin–. Puede que no te hayas dado cuenta todavía, pero es mi dinero lo que mantiene las propiedades de los Merton a flote. Recuerda que yo no era precisamente una don nadie antes de casarme con tu padre. He permitido que lo que heredé cuando murió tu padre mantenga con sus intereses las fincas, que no producen lo suficiente como para evitar la ruina.
Martin se mantuvo en silencio.
A pesar de la actitud impasible de su hijo, lady Catherine tenía una confianza total en su victoria, y sacó el as de la manga.
–A menos que aceptes mis condiciones, retiraré mi dinero de las tierras, lo cual te dejará en la indigencia.
Al pronunciar aquella última palabra, sus ojos recorrieron el largo cuerpo que todavía estaba apoyado con indolencia en la chimenea. Iba vestido impecablemente, con una elegancia que le hizo recordar a la condesa que su hijo nunca había sido vulgar.
El objeto de su escrutinio estaba examinando la puntera de su bota.
Sin inmutarse, la viuda añadió un argumento decisivo.
–Además, te desheredaré, y Damian heredará mi fortuna.
Cuando hubo expresado su última amenaza, lady Catherine sonrió y se apoyó en el respaldo de la silla. A Martin siempre le había desagradado Damian, y había tenido celos debido al hecho de que el más pequeño fuera el favorito de su madre. Sabiendo que había ganado la batalla, la condesa miró a su hijo.
No estaba preparada para la lenta sonrisa que se le dibujó en los labios, confiriéndole una belleza demoníaca a sus rasgos. Aunque no tuviera nada que ver en aquel momento, la condesa pensó en que no era sorprendente que, de sus cuatro hijos, aquél nunca hubiera tenido ningún problema en ganarse el favor de las damas.
–Si eso es todo lo que tiene que decir, señora, yo también tengo unos cuantos comentarios que hacer.
Lady Catherine pestañeó, y después inclinó la cabeza majestuosamente, preparada para ser magnánima en la victoria.
Con aplomo, Martin se irguió y caminó hacia la ventana.
–Lo primero que tengo que decir es que, en lo que se refiere a mi matrimonio, me casaré con quien quiera, y cuando quiera. Y, a propósito, lo haré si quiero.
El asombrado silencio que notó a sus espaldas hablaba por sí solo. Martin siguió con la mirada las copas de los árboles del Home Wood. Las órdenes de su madre eran indignantes, pero de esperar. Sin embargo, aunque sus maquinaciones no fueran aceptables, él entendía y respetaba la devoción familiar que había motivado sus acciones. Y, aún más, aquello confirmaba su suposición de que ella no había tenido nada que ver en el declive de la fortuna de los Merton. Mientras estaba recluida en su habitación, el servicio y el resto de la familia se habían visto bajo el dominio de un gerente sin escrúpulos. Él mismo se había dado el lujo de increparlo, antes de despedirlo y echarlo de la casa sin contemplaciones. Así pues, dudaba que su madre tuviera la más ligera idea del estado en el que se encontraba el resto de la casa. Sus habitaciones estaban en buenas condiciones, mucho mejor que el resto. El gerente había conseguido intimidar al resto del servicio y, muy probablemente, había convencido a Melissa y a George de que aquella decadencia era irremediable. Y si lo único que veía su madre desde las ventanas de su habitación era aquella fracción de los jardines y el bosque, ¿cómo podría saber que el resto estaba en estado salvaje? Martin se detuvo al lado del ventanal, tamborileando con los dedos en el alféizar.
–A propósito de Damian, creo que no te estará muy agradecido por apresurarme hacia el altar. Después de todo, él es mi heredero hasta que yo tenga un hijo legítimo. Y teniendo en cuenta sus dificultades económicas, no es probable que aprecie tus motivos para casarme, y además, con tanta prisa.
Lady Catherine se quedó rígida. Martin le dirigió una mirada a su cuñada, acurrucada en su silla mientras escuchaba atentamente la conversación entre madre e hijo, con la mirada fija en el bordado. Con una ceja arqueada, y cierto cinismo, Martin volvió a mirar a su madre, que estaba furiosa.
–¡Cómo te atreves! –durante un momento, la ira dejó a la viuda sin palabras. Entonces, la presa se desbordó–. ¡Te casarás, tal y como te he dicho! Es imposible pensar que las cosas pueden ser de otra manera. Ya está todo planeado y convenido.
–Naturalmente –replicó Martin, en un tono de voz frío y preciso–, lamento cualquier molestia que tus acciones puedan causarle a terceros. Sin embargo, no entiendo qué es lo que te ha dado la impresión de que podías hablar en mi nombre en lo relacionado a este asunto. Me resulta difícil de creer que los padres de la señorita Wendover hayan sido tan imprudentes como para creerlo. Si de verdad lo han hecho, su desconcierto será consecuencia de su propia estupidez. Te sugiero que los informes rápidamente de que no habrá ningún matrimonio entre la señorita Wendover y yo.
Estupefacta, lady Catherine protestó.
–¡Estás loco! ¡Sería mortificante tener que hacer eso! –se incorporó y se sentó muy erguida, con las manos retorcidas en el regazo, totalmente consternada.
Martin reprimió un súbito impulso de confortarla. Tenía que aprender que el joven que salió de la casa hacía trece años ya no existía.
–Tengo que decir que cualquier vergüenza que puedas sentir sólo la ha causado tu forma de actuar. Es necesario que sepas que no dejaré que me manipules.
Incapaz de mirarlo a los ojos, lady Catherine bajó la mirada hacia sus dedos, sintiendo, por primera vez en varios años, una incontrolable necesidad de colocarse las faldas. De repente, Martin hablaba como su padre. Era exactamente igual que su padre.
Al ver que su madre permanecía en silencio, Martin continuó con calma, pero en tono seco:
–Y en cuanto al segundo punto, tengo que informarte de que, una vez que he tomado las riendas de mi herencia, he rescindido todos los contratos que había firmado George. Nuestros agentes, Matthews & Sons y los Bromleys, y nuestros banqueros, los Blanchards, continúan a nuestro servicio. A ellos los eligió mi padre, y siempre fueron leales. Pero mi gente se ha hecho cargo de esta finca y de las de Dorset, Leicestershire y Northamptonshire. Los hombres a los que había contratado George estaban sangrando las fincas. Está más allá de mi comprensión, madre, por qué ni siquiera cuestionaste la afirmación de que las tierras de los Merton, de repente, habían dejado de tener la capacidad de sostener a la familia.
Martin hizo una pausa para reprimir la ira que sentía. Con sólo pensar en el estado en que se había encontrado el condado se lo llevaban los demonios. Por la expresión de su madre, dedujo que necesitaba unos instantes para asimilar lo que le estaba revelando, así que dejó que su mirada vagara por la habitación.
En realidad, la mente de lady Catherine trabajaba febrilmente. De repente, recordó la extraña mirada que le había dedicado el viejo Matthews cuando ella, furiosa por que Martin hubiera heredado, había expresado su frustración y había enumerado un largo catálogo de los defectos de su hijo. Se había quedado asombrada cuando el hombre le había respondido, calmadamente, que el señor Martin era exactamente el tipo de hombre que necesitaban las fincas de los Merton. Ella nunca hubiera pensado que Matthews apoyaría a alguien como Martin, manirroto y libertino. Más tarde, había sabido que Martin había encargado a la misma firma que su familia la gestión de sus propios negocios. Había sido toda una impresión el darse cuenta de que su hijo tenía el tipo de negocios que requerían la asesoría y la gestión de Matthews & Sons. El comentario de Matthews le había resultado molesto. Y en aquel momento, había entendido lo que él quería decir. Demonios, ¿por qué no se habría explicado con más claridad? ¿Y por qué ella no le habría preguntado nada?
Después de observar la cabeza agachada de Melissa, rubia con algunas canas, y de confirmar la conclusión a la que había llegado hacía años, de que no había nada dentro, Martin se volvió hacia su madre. Como había supuesto lo que ella estaría pensando, apretó los labios.
–Tienes mucha razón al decir que no tengo experiencia en dirigir fincas del tamaño de ésta. Las mías son mucho más grandes.
Aquellas palabras, al confirmar que su hijo había cambiado por completo, hicieron peligrar la compostura de la condesa. Y echaron por tierra sus planes.
Martin sonrió al ver su expresión.
–¿Es que creías que tu hijo pródigo iba a volver de una vida de privaciones para agarrarse a tus faldas?
La mirada que ella le dirigió fue respuesta suficiente. Martin se sentó en el alféizar de la ventana y estiró sus largas piernas.
–Siento muchísimo desilusionarte, pero no necesito tu dinero. Cuando vuelva a Londres, le diré a Matthews que venga para ayudarte a cambiar tu testamento. Espero que mantengas tu promesa de desheredarme. Damian nunca te perdonaría si no lo hicieras. Además –añadió con expresión candorosa–, él necesita el apoyo que le dará el saber que es tu heredero. Por lo menos, eso debería librarme de la necesidad de rescatarlo cada dos por tres de que sus acreedores lo tiren al río Tick. Por lo que a mí respecta, puede irse al infierno como y cuando quiera. Y si usa tu dinero para hacerlo, yo no pondré objeciones. Sin embargo, decidas lo que decidas finalmente, no se usará ni un penique más de tu dinero para mantener las fincas de la familia Merton.
Martin examinó el rostro de su madre, cuya belleza había sucumbido a los estragos de la edad. Después de la impresión inicial, había recuperado la compostura. Su mirada se había vuelto helada de nuevo y tenía los labios apretados, como si quisiera reprimir la incredulidad. A pesar de su enfermedad, todavía tenía el mismo carácter fuerte y decidido. Para sorpresa de Martin, se dio cuenta de que ya no sentía la necesidad de contraatacar, ni de devolverle los golpes, ni de impresionarla con sus éxitos para demostrarle lo mucho que se merecía su amor. Aquello también había muerto con los años.
–Y con respecto a tu última estipulación –dijo, levantándose del alféizar de la ventana y tirándose de las mangas para colocárselas a la perfección–, yo, por supuesto, viviré la mayor parte del tiempo en Londres. Aparte de eso, tengo intención de viajar por mis fincas y de visitar las de mis amigos, como es de esperar. También tengo la intención de traer invitados aquí. Según recuerdo, mientras mi padre vivió, el Hermitage era famoso por su hospitalidad –miró a su madre mientras terminaba de hablar. Ella tenía la mirada perdida, más allá de su hijo, luchando por enfocar aquella nueva imagen de él–. Por supuesto, esas visitas no ocurrirán hasta que la casa esté totalmente restaurada y amueblada.
–¿Qué? –la exclamación, poco apropiada de una dama, se le escapó a lady Catherine de los labios. Asombrada, miró directamente a su hijo a la cara, con una pregunta en los ojos.
–No tienes que preocuparte por eso –le respondió Martin, frunciendo el ceño. No había necesidad de que ella supiera el estado en el que se encontraba la casa. Aquello la mortificaría–. Voy a enviar a mis decoradores, una vez que hayan terminado en Merton House –hizo una pausa, pero su madre tenía de nuevo la mirada perdida. Cuando vio que no hacía ningún comentario más, Martin se irguió–. Vuelvo a Londres en una hora, así que, si no tienes nada más que decirme, me despediré.
–¿He de suponer que tus decoradores, siguiendo tus instrucciones, van a cambiar también estas habitaciones? –el sarcasmo que impregnaba las palabras de su madre podría haber cortado el cristal.
Martin sonrió. Rápidamente, revisó mentalmente las opciones que tenía.
–Si quieres, les diré que consulten contigo. Lo referente a tus habitaciones, claro.
Él no podía, evidentemente, encargarle a su madre que supervisara las reformas y la decoración de toda la casa, y, a decir verdad, quería aprovechar aquella oportunidad para estampar su propio sello en la que había sido morada de todos sus antepasados.
La mirada de su madre le libró de toda preocupación de que ella respondiera a su rebeldía dejándose morir. Aliviado, arqueó una ceja con impaciencia.
De evidente mala gana, lady Catherine inclinó suavemente la cabeza a modo de despedida. Él le hizo una graciosa reverencia y saludó también a Melissa. Después, salió de la habitación.
Lady Catherine observó cómo se marchaba, y después reflexionó en silencio. Mucho después de que la puerta se hubiera cerrado, permanecía con la mirada fija en la chimenea, en el hogar apagado. Finalmente, deshaciéndose de sus recuerdos, no pudo evitar preguntarse si, en lo más profundo de su alma y a pesar de las dificultades, no estaba un poco aliviada de tener, de nuevo, a un hombre de verdad al mando de la situación.
Martin bajó las escaleras y salió por la puerta hacia el carruaje que lo esperaba, donde su par de purasangres preferidos piafaban con impaciencia. Una tos profunda lo saludó desde un costado del carruaje. Frunciendo el ceño, Martin acarició las narices aterciopeladas de los caballos y los rodeó para acercarse a su cochero, mozo de cuadra, secretario y ordenanza, Joshua Carruthers, que tenía los ojos llorosos y media cara tapada por un enorme pañuelo blanco.
–¿Qué demonios te ocurre? –mientras Martin formulaba la pregunta, se dio cuenta de la respuesta.
–No es nada más que un catarro –murmuró Joshua, mientras sacudía una mano para quitarle importancia. Tragó saliva y se guardó el pañuelo en uno de los bolsillos, dejando la nariz, colorada y brillante, a la vista de su amo–. Vamos a ponernos en camino.
Martin no se movió.
–Tú no vas a ninguna parte.
–Pero yo le he oído decir, claramente, que nada en el mundo le obligaría a pasar una sola noche en este agujero destartalado.
–Como de costumbre, tu memoria es acertada, pero no tu oído. He dicho que tú no vas a ninguna parte. Yo sí.
–¡No! Sin mí, no.
Exasperado, con las manos en las caderas, Martin observó cómo el viejo soldado se iba tambaleándose hacia la parte de atrás del coche. Cuando vio cómo se apoyaba en una de las puertas, mientras otro acceso de tos le hacía estremecerse, Martin soltó un juramento. Después, vio a dos mozos del establo que estaban observando la escena, y los llamó:
–Sujetad a los caballos.
Una vez que los dos caballos estuvieron asegurados, Martin agarró a Joshua por el codo y lo llevó hacia la casa sin contemplaciones.
–Considera esto como una orden de permanecer en las barracas. Demonios, Joshua, ¿no te das cuenta de que no habríamos avanzado ni un kilómetro y ya te habrías desmayado?
Joshua intentó protestar, pero fue en vano.
–Pero...
–Sé que este lugar no está en buenas condiciones –replicó Martin, empujando a su reticente cochero hacia arriba, por las escaleras–, pero ahora que nos hemos librado de ese maldito gerente, el resto del servicio recordará, sin duda, cómo se hacen las cosas. Al menos –añadió, deteniéndose en la puerta de la entrada–, eso espero.
Había dado órdenes para que el servicio se comportara tal y como lo había hecho mientras su padre vivía. La mayoría de los antiguos criados todavía estaban en la casa, así que esperaba que todo fuera razonablemente bien. Aquellos sirvientes, que habían trabajado con la familia Merton durante generaciones, se habían visto abrumados por el tirano al que George había contratado, y parecían, ya liberados, completamente decididos a conseguir que el Hermitage volviera a recuperar su antiguo esplendor.
–¿Y los caballos? –preguntó Joshua.
Martin arqueó las cejas.
–No estarás a punto de sugerir que no sé cómo manejar a mis propios caballos, ¿verdad?
Farfullando algo en voz baja, Joshua le dirigió una sombría mirada.
–Vete directamente a la cama, viejo cascarrabias. Cuando te hayas recuperado y puedas montar, toma un caballo del establo y ven a Londres.
Joshua dio un bufido, pero sabía que no merecía la pena discutir. Se conformó con hacer una última advertencia:
–Va a haber lluvia, así que será mejor que se dé prisa.
Después, se dio la vuelta y entró por una de las puertas laterales del vestíbulo.
Sonriendo, Martin volvió al carruaje. Despidió a los mozos y subió al coche. Agitó las riendas y se puso en marcha sin mirar atrás.
Cuando salía por la verja de hierro de la finca, dejó escapar un suspiro. Durante trece años, la casa había brillado en su recuerdo como un lugar lleno de encanto y de gracia, un paraíso que ansiaba recuperar. El destino le había concedido volver a su hogar, pero le había negado su sueño. El encanto y la gracia se habían desvanecido, privados de todo cuidado, cuando su padre había muerto.
Él lo recuperaría. Le devolvería la belleza, el sentimiento de paz. Estaba completamente decidido a conseguirlo. En realidad, estaba contento de dejar atrás la casa; permanecería en Londres hasta que el trabajo estuviera terminado. La próxima vez que viera su hogar, sería de nuevo el lugar que había llevado en su corazón durante todos aquellos años de exilio. Su paraíso particular.
El camino hacia Taunton se extendía ante él. Miró hacia el oeste; Joshua tenía razón al decir que habría lluvias. Martin pensó en las opciones que tenía: si se detenía en Taunton, le quedaría demasiado camino hasta Londres como para hacerlo al día siguiente; iría hacia Ilchester. Joshua y él habían pasado la noche en el Fox, razonablemente cómodos. Una vez decidido, Martin soltó un poco las riendas y dejó que los caballos estiraran las patas. Según su memoria, el camino hasta Ilchester no era demasiado largo, así que conseguiría llegar antes de que empezara la tormenta.
Dos horas después, el carruaje se inclinó peligrosamente cuando las ruedas se metieron, por enésima vez, en un surco. Martin soltó un juramento. Tiró de las riendas para detenerse y observar el cielo, cada vez más oscuro. El camino, que él recordaba como una buena carretera, no había estado a la altura de sus expectativas. Un ruido retumbó en la lejanía. Martin miró al horizonte, que casi no se veía, bajo una inmensa nube gris. No creía que fuera posible ni siquiera llegar a la carretera de Londres antes de que comenzara la tormenta.
Estaba hablándoles dulcemente a los caballos para que prosiguieran el camino, cuando un grito rasgó el aire. Los animales se asustaron. Rápidamente, él bajó del coche y se acercó a ellos para tranquilizarlos, justo antes de oír un segundo grito. Sin duda alguna, era una mujer, y provenía del bosquecillo que había al lado del camino. Rápidamente, Martin ató a los caballos a un tronco y tomó un par de pistolas que llevaba en el asiento de atrás del carruaje. Silenciosamente, avanzó hacia el lugar de donde provenían los chillidos.
Unos instantes después, se quedó inmóvil. En el pequeño claro que se abría ante él había tres personas enzarzadas en una lucha.
–¡Estate quieta, pequeña...!
–¡Oh! ¡Dios! Me ha mordido el dedo, la muy...
Cuando una de las figuras se separó, Martin vio claramente que eran dos hombres y una mujer. Indudablemente, era una señora. Iba vestida con un traje de noche de seda que brillaba a la luz del atardecer. El más alto de los hombres se las arregló para agarrar a la mujer por detrás y le juntó las manos por la espalda. A pesar de los esfuerzos que ella hacía por patearlo, él consiguió sujetarla.
–Escuche, señora. Mi amo dijo que la retuviésemos aquí y que no le tocáramos un solo pelo de la cabeza. Pero... ¿cómo vamos a conseguirlo si usted no se está quieta?
La exasperación que transmitía la voz del hombre hizo que Martin sonriera comprensivamente. El claro era demasiado grande como para que él pudiera arrastrarse hasta ellos. Silenciosamente, se movió alrededor hasta colocarse a la espalda del hombre que estaba sujetando a la mujer.
–¡Idiotas! ¿Es que no saben cuál es el castigo por secuestro? Si me dejan marchar, les pagaré el doble de lo que les ha ofrecido su amo.
Martin arqueó ambas cejas. La voz de la mujer le pareció, inesperadamente, muy madura. Estaba claro que ella no había perdido la cabeza.
–Quizá sí, señora –respondió el otro hombre, doliéndose de su dedo–, pero el amo es un terrateniente, y ellos son muy malos cuando están enfadados. No. La verdad es que no sé cómo podríamos complacerla.
Sosteniendo las dos pistolas cargadas, Martin salió de entre los árboles.
–Pero bueno, ¿es que nadie les ha enseñado que siempre se debe complacer a una señora?
El hombre que sostenía a la mujer la liberó y se volvió para mirar a Martin.