Eso no puede pasar aquí - Sinclair Lewis - E-Book

Eso no puede pasar aquí E-Book

Sinclair Lewis

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Beschreibung

"Eso no puede pasar aquí" es una sátira política en la que se describe la América rural y provinciana que surge tras el crac bursátil de 1929. Los personajes y los hechos que se relatan en la novela son como juegos de espejos de los reales en una América en la que Roosevelt pierde las elecciones presidenciales, y un partido totalitario toma el poder en un momento decisivo de la historia del siglo xx, con el auge de los totalitarismos en Europa y el New Deal aún sin terminar de implantarse. La novela cuenta la historia del director de un periódico de Vermont, Doremus Jessup, y de su oposición al candidato a la presidencia Buzz Windrip, quien detrás de un discurso populista y demagógico, sustentado por los supuestos ideales americanos, oculta su verdadera intención de crear una sociedad totalitaria a imagen de las europeas pero con rasgos norteamericanos. El libro incluye un detallado glosario realizado por Amaya Bozal en el que deconstruyendo el juego de espejos podemos apreciar la gran variedad de nombres, hechos y fechas que hacen de esta novela casi una historia subterránea y contracultural de los EEUU. Cuando Sinclair Lewis escribió Eso no puede pasar aquí tenía buenas razones para creer que lo que oía, veía o leía podía acabar como esta fábula fascista en el país de la Libertad.

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SINCLAIR LEWIS

Eso no puede pasar aquí

Traducción de:

Amaya Bozal e Íñigo Rodríguez Villa-Aramburu

Glosario, documentación y notas:

Amaya Bozal

EDITA A. Machado Libros

Labradores, 5. 28660 Boadilla del Monte (Madrid)

[email protected] • www.machadolibros.com

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni total ni parcialmente, incluido el diseño de cubierta, ni registrada en, ni transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro sin el permiso previo, por escrito, de la editorial. Asimismo, no se podrá reproducir ninguna de sus ilustraciones sin contar con los permisos oportunos.

Título original: It Can’t Happen Here

Copyright © Sinclair Lewis, 1935

Copyright © renewed Michael Lewis, 1962

© de la traducción: Amaya Bozal e Íñigo Rodríguez Villa-Aramburu, 2012

© de la presente edición: Machado Grupo de Distribución, S.L.

DISEÑO DE LA COLECCIÓN: M.a Jesús Gómez, Alejandro Corujeira y Alfonso Meléndez

REALIZACIÓN: A. Machado Libros

ISBN: 978-84-9114-019-1

PRESENTACIÓN

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14

CAPÍTULO 15

CAPÍTULO 16

CAPÍTULO 17

CAPÍTULO 18

CAPÍTULO 19

CAPÍTULO 20

CAPÍTULO 21

CAPÍTULO 22

CAPÍTULO 23

CAPÍTULO 24

CAPÍTULO 25

CAPÍTULO 26

CAPÍTULO 27

CAPÍTULO 28

CAPÍTULO 29

CAPÍTULO 30

CAPÍTULO 31

CAPÍTULO 32

CAPÍTULO 33

CAPÍTULO 34

CAPÍTULO 35

CAPÍTULO 36

CAPÍTULO 37

CAPÍTULO 38

ANOTACIONES A LA TRADUCCIÓN

Presentación

CUANDO A mediados de los años ochenta del recién pasado siglo XX una voluptuosa y curvilínea morena de nombre “Diana” engullía cual reptil una rata delante de millones de miradas más o menos adolescentes, casi con toda seguridad ninguno de aquellos expectantes alucinados televidentes sabía en ese momento que la escena que estaban admirando formaba parte de la adaptación de una novela escrita cincuenta años antes como alarma sobre los crecientes fascismos europeos de entonces. Una probabilidad de la que –según defiende el argumento de la obra en la que se inspiró– no quedaban excluidos los Estados Unidos de las libertades. La imagen pertenece a la ya mítica serie de ciencia ficción “V” (1984) y el libro en el que se basó la serie se trata de la novela que aquí presentamos, Eso no puede pasar aquí (1935), de Sinclair Lewis (1855-1951).

Según Kenneth Johnson, creador y guionista de la serie, en un principio su idea era mucho más sencilla, no era más que una adaptación televisiva y fiel a la novela. Al final, la imagen sugerida por los posibles productores de una ocupación alienígena de corte reptiliano en nuestro planeta (primero con falsas buenas intenciones y, luego, sometiéndolo a la fuerza –y gracias al colaboracionismo de un buen número de seres humanos–), se impuso, para alegría de todos aquellos adolescentes que fuimos. Así nació esta alegoría de ciencia ficción sobre un Reich estadounidense que, si bien podría resultar solo anecdótico, no lo es tanto cuando se piensa en el momento en que aparecen y, sobre todo, reaparecen ciertas obras. La serie de televisión se escribe en los años ochenta, en plena era Reagan. Seguramente, para muchos los malvados alienígenas no eran sino aquellos que estaban al otro lado del telón de acero. Para otros, los reptiles estaban mucho más cerca. Como dirían los que gustan de conspiraciones extraterrestres: “están entre nosotros”.

Quizá solo como una más o menos acertada alegoría de ciencia ficción, la obra de Lewis podía llegar a las pantallas. Ya en 1936 la novela quiso ser llevada al cine, pero no pasó la censura de los estudios del Hollywood de por aquel entonces, censura que controlaba Will Hays, leal republicano que vio en el libro un ataque claro a su partido. Sin embargo, la representación teatral de la obra gozó de un gran éxito: 500.000 personas vieron las funciones (en las que Lewis hizo sus pinitos, como se suele decir, como actor, donde hacía el papel protagonista, el director de un periódico local, Doremus Jessup) en las 260 semanas que estuvo en cartel. Casi un éxito equiparable al que alcanzó la mencionada serie de televisión.

Aun así, no hay esculturales lagartas, ni atractivas o fornidos resistentes, ni armas láser, ni naves nodrizas en la obra de Lewis. Pero el libro original, bastante olvidado durante muchos años –aparece en la polémica lista del canon de Harold Bloom (1994)–, vuelve a ser reseñado y reeditado a mediados de los años 2000. En la era Bush (hijo), a quien algunos ociosos internautas –siguiendo con la anécdota de la analogía alienígena– consideran un honorable reptiliano. Se pueden ver divertidos montajes al respecto en YouTube. Por tanto, quizá sea cierto, y siguen entre nosotros. Una parte del mensaje de la obra de Lewis puede ser precisamente este en lo que respecta a la sociedad norteamericana: no nos podemos confiar, el germen está entre nosotros, y en cualquier momento puede surgir. Quizá no como un régimen puramente fascista –cualesquiera sea la orientación ideológica de este–, entre estandartes, uniformes, discursos agradecidos y nacionalismo de saldo, pero sí como un gobierno que se exceda recortando algunas libertades en nombre del bien común, de la seguridad e incluso de la propia democracia.

Cuando Lewis escribió la novela afirmó no estar demasiado atento al detalle, o no especialmente, de lo que sucedía en Europa. Tomó la forma de los regímenes en auge en el viejo continente para buscar analogías en su entorno sociopolítico. Un entorno propio con el que llevaba años siendo crítico desde diversas perspectivas en sus novelas anteriores. Eran los años treinta, apenas pasado el crack del 29, una época de crisis profunda en la que, como vemos hoy, resuellan especialmente alto las soflamas fáciles en los que el culpable, claro, siempre es el otro. Anteriormente a ninguna crisis, Lewis ya había escrito alguno de sus mejores libros, antes y de pleno en los felices años veinte; pero no por felices renunció a hacer crítica, en ocasiones satírica, de la sociedad que construiría y después arruinaría aquella década dorada.

Con Calle mayor (1920) ya nos dibuja el provincianismo de las pequeñas ciudades del medio-oeste americano en el que creció, ciudades como la Gopher Prairie de la novela.

Tan parecidas entre sí que produce hastío ir de unas a otras. En todas ellas, al oeste de Pittsburg, y a menudo al este también, hay el mismo almacén de maderas, la misma estación de ferrocarril, el mismo garaje Ford, la misma fábrica de mantequilla, las mismas casas de dos pisos que parecen cajones. Las casas nuevas revelan los mismos intentos de diversidad: los mismos hotelitos, las mismas casas cuadradas, de estuco y ladrillo. Las tiendas ofrecen artículos standard anunciados por todo el país; los periódicos de regiones distantes unas de otras tres mil millas publican idénticos originales suministrados por las agencias; el muchacho de Arkansas luce el mismo traje hecho, flamante, que el muchacho de Delaware; ambos hablan una jerga idéntica, extraída de las mismas páginas deportivas, y si uno de ellos es estudiante y el otro trabaja en una barbería, no hay modo de presumir quién es uno y quién es otro.

Es toda esta uniformidad la que sus paisanos del Midwest consideran ideal, necesaria (uniformidad que estilísticamente también dan las listas, a las que recurre Lewis muy a menudo); la verdadera América que construye su glorioso país sin hacerse demasiadas preguntas o llamar la atención de la comunidad. La América con la que choca Caroline, su inquieta protagonista, nativa de Saint Paul, la segunda ciudad más importante de Minnesota. La América de su marido, Will Kennicott, doctor de esa pequeña ciudad en la que todo permanece como debe de ser, pero que a ojos de su mujer “dan muestra de su tiranía bajo cien apariencias distintas con denominaciones siempre pomposas, como ‘la sociedad civilizada, la familia, la iglesia, los negocios sólidos, los partidos, el país, etc.’”.

Regiones y época de crecimiento industrial y consolidación del puritanismo. Como Zenith, la ciudad-alegoría de su otra gran novela, Babbitt (1922), epítome del hombre de negocios de la clase media americana que alcanza el éxito, el tan nombrado para todo sueño americano, siempre y cuando se pueda cuantificar en valor monetario. Y esta es precisamente la crítica de Lewis en Babbitt, que el crecimiento no debe de ser –o no solo– económico, sino también espiritual, en valores, en cultura, en conocimiento. Pero la crítica de Lewis no siempre es acusadora, sus principales personajes –que en varias ocasiones se han señalado como la representación literaria del mismo Lewis, el anónimo ciudadano de Sauk Centre, pequeña localidad también de Minnesota– son hombres de la calle, con defectos y virtudes, no solo defectos, pues son producto de una educación y entorno social concretos, y no tanto de sí mismos. Son ciudadanos de éxito que no han querido preguntarse qué otras cosas se han dejado atrás a cambio de su amable y ejemplar vida. Según palabras de Paul Morand para el prólogo a la edición francesa de Babbitt: “Sinclair Lewis détesteĺexceptionnel. Il a le culte du non-héros.” Cierto, sus antihéroes, vulgares, se adentran en lo estándar para desmenuzar y cuestionar esos mismos estándares aceptados por la feliz clase media norteamericana, quizá la representación social de eso que se ha dado en llamar “la inocencia americana”. Para el norteamericano medio que describe Lewis en sus novelas, cambiar, salirse de los estándares aprobados por la mayoría, es complicado. Recuerda Susan Sontag en Estilos radicales cómo Gertrude Stein afirmó que Estados Unidos es el país más viejo del mundo, a lo que añade Sontag: “Ciertamente, es el más conservador. Es el que más tiene que perder con el cambio.”

El miedo común al cambio es el que describe Lewis, la cerrazón en ver más allá de lo local, de lo convenido, de lo que narraba la literatura norteamericana anterior a Lewis y que representaba ante todo, literariamente hablando, William Dean Howells, pluma del idealismo práctico, del “realismo sonriente” que evita detenerse en “los detalles sórdidos de la vida moderna” (Henry F. May, 1959). Un idealismo que tenía su reflejo en la vida cultural norteamericana, en contra de cualquier cosa que entendieran como sensacionalista, en contra del lenguaje coloquial, precisamente el lenguaje que introduce Lewis en sus novelas. Y en este contexto, el Midwest representaba un lugar ejemplar, de gente educada, donde conciliar el campo con algunas –pocas– virtudes de la ciudad, y donde la moralidad rige su progreso. El “Social Gospel” y la clase media protestante son ejes de esta sociedad cuyos hijos comienzan a prestar más atención a las películas del cine y otras atracciones de fines de semana o los coches, cada vez más veloces, y el baile, los hijos de Babbitt, quienes tendrán enfrente a otra generación posterior, los hijos de Los padres pródigos (1938), “niños bien” jugando a la revolución, “que ‘hacen’ un poco de comunismo de la misma forma que practican tenis o golf”, como aquellos universitarios nuestros de las Últimas tardes con Teresa.

Señala Lionell Trilling que, para la metafísica norteamericana, la realidad (palabra fundamental según él para comprender el espíritu americano) es siempre “realidad material, ardua, resistente, informe, impenetrable, repulsiva”, a la vez que pareciese que tienen una especial resistencia a contemplar de cerca la realidad. Trilling ve cierta astucia en la obra y crítica de Lewis, si bien advierte limitada su tarea de comprensión social. Detenerse en esos detalles de la realidad, ponerlos en duda, es un ejercicio de creación y de imaginación subjetiva que la mentalidad americana a la que se enfrenta Lewis no acepta fácilmente, ni siquiera como ejercicio literario. La americanidad de los hombres gentiles de esa sociedad del medio-oeste no puede ser puesta en duda, ni desde dentro, ni mucho menos desde fuera.

Luego llegarían El doctor Arrowsmith (1925), Elmer Granty (1927) o Dodsworth (1929), entre otras. En esta última se relata el sueño europeo de todo americano. El mundo de fuera, la vieja civilización que nutre durante siglos la sociedad norteamericana y que, una vez se establecen en su territorio, deben olvidar toda raíz europea para formar parte de ese indispensable proceso de americanización. El anciano Sam Dodsworth abandona su Zenith natal para viajar sin demasiadas ganas con Fran, su joven y –claro– bella esposa, a Europa, la Europa monumental y de lujosas mercancías para la alta sociedad norteamericana con la que Fran quiere tener contacto, la Europa “sexy”. La novela sirve para enfrentar el pensamiento europeo al norteamericano y donde queda claro que ser crítico con su propio país no quiere decir, en el caso de Lewis, ser antiamericano.

Lewis afirmó amar a América, aunque no le gustaba. Él también había hecho el obligado viaje a Europa muchos años antes, un viaje exterior que según él mismo solo supuso una huida de la realidad. El verdadero viaje, subrayó, era “por los pueblos de Minnesota, en una granja de Vermont, en un hotel de Kansas City o Savannah, escuchando el zumbido diario habitual de lo que son las personas más fascinantes y exóticas del mundo: los ciudadanos comunes y corrientes de los Estados Unidos, con su amabilidad con los extranjeros y sus bromas pesadas, su pasión por el progreso material y su tímido idealismo”. El mundo que en muchos aspectos desdeñaba pero que también amaba lo suficiente para evidenciar lo que creía eran sus defectos. Son palabras autobiográficas de tan solo un año después de la publicación de Dodsworth, y con motivo de la recepción del Premio Nobel (1930), el primer norteamericano en conseguirlo hasta entonces.

Para su discurso de agradecimiento, de nuevo el miedo: “El miedo americano a la Literatura” fue su título. En él se explaya, se defiende, agradece y, una vez más, se enfrenta a la Academia, a algunos que critican más a su persona que a su obra, a los gentiles en la literatura de su país que le precedieron, a detractores que incluso piensan que darle el premio a él, a alguien que se ha atrevido a poner en duda algunos valores norteamericanos, es una ofensa al país que, a su pesar, representa. A la vez, termina elogiando a la generación de escritores siguientes que sale poco a poco del provincialismo, la generación de Hemingway, Wolf, Dos Passos, Faulkner. Merece la pena leerlo entero.

Entraban los años treinta. Una década entera en la que, no solo la clase trabajadora, sino también la clase media tenía pocas expectativas a la hora de encontrar un trabajo. Exactamente como hoy. La década de los regímenes totalitarios de todos los colores. Pero la proliferación de estos movimientos políticos no es espontánea, como todos sabemos, sobre todo en el caso de Europa. En el caso norteamericano, los años veinte no fueron solo los “locos años veinte”, también fueron los años de la prohibición, de movimientos ultraconservadores y de corte fundamentalista como los que se describen en Eso no puede pasar aquí y en otros libros mencionados de Lewis. Así, en la línea crítica del autor, se pasa del provincianismo de los años veinte al conservadurismo extremo de corte fascista de los años treinta, aunque sin perder su naturaleza e idiosincrasia locales en esta novela.

Sin desenmascarar los detalles de la obra, podemos adelantar que la novela cuenta la historia del mencionado director de un periódico de Vermont, Doremus Jessup, y de su oposición al carismático líder Buzz Windrip, candidato –por cierto demócrata– que asume la tentación de un gobierno dictatorial con un discurso populista, de puertas adentro con respecto a la política exterior, sustentado en el terruño y todos los ideales de la América que ya hemos señalado y con la que tan crítico fue Sinclair Lewis. Básicamente, el perfil de muchos de los líderes de aquella época, y de ahora. Churchill, en 1932, dijo no recordar ningún momento en el cual la distancia entre el tipo de palabras que usaban los estadistas y lo que pasaba realmente en muchos países fuera tan grande como lo fue entonces.

Eran los discursos de paz que traían sometimiento y guerras, como los que da Buzz Windrip a lo largo de la novela, o en su obra doctrinal, La hora cero, donde expone todas sus teorías, muchas anti-europeas –de donde solo llegan hordas de inmigrantes groseros e ignorantes a los que “hay que darles algo parecido a la cultura americana y las buenas maneras”–, anti-intelectuales (“no queremos todas esas intelectualidades elitistas ni todos esos libros”, dice la Sra. Gimmitch, ferviente seguidora del futuro líder; de nuevo, el miedo a la literatura, a la literatura “profana”), pero también a los bancos –aunque no contra los banqueros–, y todos los etcétera que se pueden incluir en un discurso habitual del mismo corte populista. Cómo no, Windrip también goza de su propia guardia de orden personal, los “Minute Men”, una suerte de versión americana de las SA alemanas.

Creo que el escenario de la obra, sin necesidad de desvelar mucho más de ella, está más que claro. Algunos la han llamado obra de anticipación, dado que fue en 1935 cuando la escribió y los fascismos europeos todavía no habían mostrado su lado más extremo y autoritario, que es el que se narra según avanza la novela. Por tanto, esta ficción literaria se asemeja en cierto sentido a obras como 1984, de Orwell, o aún antes a Nosotros, de Zamiatin, obras donde una situación socioeconómica determinada es base para la representación del miedo. Una ficción literaria que, como se puede ver en el detallado glosario fruto de una laboriosa investigación y que incluimos en esta edición, tiene su lectura real con nombres, movimientos y situaciones que existieron y que aparecen en la novela. Por tanto, en el trasunto de la ficción, cuando Sinclair Lewis escribió Eso no puede pasar aquí, quizá tenía algunas buenas razones que oía, veía o leía en los periódicos de entonces para pensar que todo era posible, hasta su fábula fascista, en el país de la Libertad.

Un buen momento este –bueno para la lectura, que no para la política y, sobre todo, para la castigada sociedad de hoy- en el que adentrarse entre estas páginas cuya edición fue pensada en una etapa coyuntural concreta para una malograda editorial que dirigía, pero que reaparece, de nuevo, y quizá en el tiempo preciso, en la Editorial Machado. Bienvenidos a esta sátira, y parafraseando a Cyril Connolly –y donde dice escritor me permito poner lector–, “que el lector cuyo estómago no pueda asimilar con genio el almidón y el ácido de la política contemporánea rechace su plato”. Lewis, desde luego, no lo hizo.

José A. Vázquez Aldecoa

ESO NO PUEDE PASAR AQUÍ

1

EL ELEGANTE comedor del Hotel Wessex, con sus escudos dorados de escayola y el mural que representaba a las famosas montañas Green, había sido reservado para la cena de las damas del Rotary Club de Fort Beulah.

Aquí, en Vermont, el evento no era tan pintoresco como podría haber sido en las praderas occidentales, pero también tenía sus atractivos: había una sátira en la que Medary Cole (molinero y propietario de una tienda de ultramarinos) y Louis Rotenstern (sastre por encargo, planchado y lavado) se hacían pasar por aquellos vermonteses históricos Brigham Young y Joseph Smith, y, con sus chistes sobre diversas esposas imaginarias, lanzaban cómicas indirectas a las damas presentes. Sin embargo, en esta ocasión reinaba la seriedad. Desde 1929, tras siete años de depresión económica, toda América estaba seria. Había pasado el tiempo suficiente desde la Gran Guerra de 1914-18 para que los jóvenes nacidos en el 17 estuvieran listos para ir a la universidad..., o a otra guerra, casi a cualquier guerra práctica.

Esta noche los temas que tocaban los rotarios no tenían nada de gracioso, al menos no de un modo evidente, pues se trataba de los discursos patrióticos del general de brigada retirado Herbert Y. Edgeways, estadounidense, que se entregaba con ira al tema: “La paz a través de la defensa. Millones para armamento, pero ni un céntimo para los homenajes”; y de la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch, tan conocida por su valiente campaña anti-sufragista de 1919 como por haber mantenido a los soldados americanos fuera de los cafés franceses durante la Gran Guerra mediante el astuto truco de enviarles diez mil juegos de dominó.

Ningún patriota con conciencia social podía desdeñar sus recientes, aunque poco apreciados, esfuerzos por mantener la pureza del Hogar Americano, excluyendo de la industria cinematográfica a cualquier persona, actor, director o cámara que: a) se hubiera divorciado; b) hubiera nacido en algún país extranjero, excepto Gran Bretaña, pues la Sra. Gimmitch tenía en muy alta estima a la reina María, o c) se negara a jurar la bandera, la Constitución, la Biblia o cualquier otra de esas instituciones típicamente estadounidenses.

La cena anual de las damas era una reunión de lo más respetable; la flor y nata de Fort Beulah. La mayoría de las damas y más de la mitad de los caballeros vestían de etiqueta y se rumoreaba que, antes de la fiesta, el círculo más íntimo había degustado unos cócteles, servidos en secreto en la habitación 289 del hotel. Las mesas, dispuestas en tres lados de un cuadrado vacío, brillaban con velas, platos de cristal tallado llenos de golosinas y unas almendras algo duras, figuritas de Mickey Mouse, las típicas ruedas de latón de los rotarios y pequeñas banderas estadounidenses de seda clavadas en huevos duros pintados de color dorado. En la pared había una pancarta que rezaba: “El servicio a los demás por delante del interés propio”, y el menú (crema de apio, sopa de tomate, abadejo a la parrilla, croquetas de pollo, guisantes y helado de tuti fruti) estaba a la altura de la calidad del Hotel Wessex.

Todos escuchaban boquiabiertos. El general Edgeways estaba acabando su viril y mística divagación sobre el nacionalismo:

“... porque Estados Unidos, sola entre las grandes potencias, no quiere conquistar tierras extranjeras. Nuestra más alta aspiración es... ¡que nos dejen en paz de una maldita vez! La única relación auténtica que tenemos con Europa es la ardua tarea de tener que educar a las masas groseras e ignorantes que Europa exporta e intentar darles algo parecido a la cultura americana y las buenas maneras. Pero, como ya he explicado, tenemos que estar preparados para defender nuestras costas de todas las bandas extranjeras de mafiosos internacionales que se definen a sí mismas como ‘gobiernos’ y que, con una envidia tan enfermiza, tienen siempre su mirada puesta en nuestras minas inagotables, nuestros imponentes bosques, nuestras desmesuradas y opulentas ciudades, nuestros hermosos y extensos campos”.

“Por primera vez en toda la historia, una gran nación debe seguir armándose cada vez más. No para conquistar. No por envidia. ¡No para la guerra, sino para la paz! Recemos a Dios para que nunca sea necesario, pero si las naciones extranjeras no hacen caso a nuestras advertencias, surgirá, como cuando se sembraron los dientes del dragón proverbial1, un guerrero armado y valiente en cada metro cuadrado de estos Estados Unidos, cultivados y defendidos con tanto ardor por nuestros padres fundadores, en cuyas imágenes de espadas ceñidas debemos convertirnos..., ¡o pereceremos!”

El aplauso fue estruendoso. El “profesor” Emil Staubmeyer, director de escuela, saltó de su asiento para gritar: “¡Tres hurras por el general! ¡Hip, hip, hurra!”

Todos los miembros del público volvieron sus rostros resplandecientes hacia el general y el Sr. Staubmeyer; todos salvo un par de excéntricas mujeres pacifistas y un tal Doremus Jessup, editor del periódico Daily Informer de Fort Beulah y considerado en la localidad como “un tipo bastante listo, pero un tanto cínico”, quien susurró a su amigo el reverendo el Sr. Falck: “¡Nuestros padres fundadores hicieron un trabajo bastante discutible al cultivar con ardor algunos metros cuadrados de Arizona!”

El punto álgido de la cena fue el discurso de la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch, conocida en todo el país como “la chica de los Unkies”, pues durante la Gran Guerra había abogado por llamar a nuestros muchachos de las Fuerzas Expedicionarias Estadounidenses “los Unkies”2. No se había limitado a darles dominós; de hecho, su primera idea había sido mucho más imaginativa. Quería enviar a cada soldado en el frente un canario en una jaula. ¡Imaginen lo que hubiera significado para ellos, acompañándoles y recordándoles al hogar y la madre! ¡Un pequeño y delicioso canario! Y, ¿quién sabe? ¡Quizá se les podría enseñar a cazar piojos!

Emocionada con la idea, consiguió entrar a la oficina del general del cuerpo de intendencia, pero ese estirado oficial con mente de máquina se negó (o más bien, rechazó a los pobres chicos, tan solos allí en el barro), murmurando como un cobarde no sé qué tonterías sobre la falta de transporte para canarios. Según dicen, sus ojos echaron chispas y se encaró al insolente chupatintas como una Juana de Arco con gafas, mientras “le decía cuatro verdades que no olvidaría en su vida”.

En aquella época, las mujeres realmente tenían oportunidades. Se las animaba para que mandaran a sus maridos, o a los maridos de cualquiera, a la guerra. La Sra. Gimmitch se dirigía a cualquier soldado que se encontrara (y ya se encargaba ella de conocer a cualquiera que se aventurara a menos de dos manzanas de su persona) como “mi queridísimo muchacho”. Según la leyenda, saludó de este modo a un coronel de los marines que estaba de permiso y este le contestó: “Nosotros, los queridísimos muchachos, estamos conociendo a muchas madres últimamente. Personalmente preferiría conocer a unas cuantas amantes más.” Y al parecer ella no dejó de hacer comentarios, excepto para toser, hasta una hora y diecisiete minutos después, según el reloj de pulsera del coronel.

Sin embargo, sus servicios sociales no se limitaban solo a las eras prehistóricas. Hace bien poco, en 1935, se puso manos a la obra para purificar el mundo del cine y, antes incluso, había defendido primero y luchado después contra la Ley Seca. Puesto que la habían obligado a votar, también había sido miembro de una comisión republicana en 1932 y enviaba diariamente al presidente Hoover un largo telegrama lleno de consejos.

Aunque, desgraciadamente, no tenía hijos, era apreciada como conferenciante y escritora sobre cultura infantil, y había publicado un volumen de canciones para niños que incluía el inmortal pareado:

Todos los gorditos duermen en filas, Con lorcitas bajo las axilas.

Sin embargo, tanto en 1917 como en 1936, siempre estuvo afiliada a las Hijas de la Revolución Americana (D.A.R. en sus siglas inglesas).

La D.A.R. (pensó el cínico Doremus Jessup aquella noche) es una organización bastante confusa, tanto como la teosofía, la relatividad o el truco hindú de la cuerda y el niño que desaparece, y en realidad se parece a los tres. Está formada por mujeres que se pasan la mitad del día presumiendo de ser descendientes de los sediciosos colonos estadounidenses de 1776 y la otra mitad, mucho más fogosa, atacando a todos sus contemporáneos que creen exactamente en los principios por los cuales lucharon sus antepasados.

La D.A.R. (meditó Doremus) se ha convertido en una organización tan sacrosanta, tan imposible de criticar como la Iglesia católica o el Ejército de Salvación. Además, cabe destacar que ha proporcionado a la gente sensata numerosas ocasiones para disfrutar de sonoras e inocentes carcajadas, ya que se las ha ingeniado para ser tan ridícula como el Ku Klux Klan, desgraciadamente desaparecido, sin necesidad de llevar grandes capirotes ni camisones en público.

Así, si llamaban a la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch para estimular la moral militar o para convencer a las sociedades corales lituanas de que comenzaran su programa con la canción patriótica “Columbia, the Gem of the Ocean”, siempre era en calidad de miembro de la D.A.R., cosa que se podía deducir fácilmente al escucharla con los rotarios de Fort Beulah en aquella alegre noche de mayo.

Era una mujer baja, rellenita y de nariz respingona. Su abundante cabellera gris (tenía sesenta años, la misma edad que el sarcástico editor Doremus Jessup) se podía apreciar debajo de su juvenil y flexible sombrero italiano de paja; llevaba un vestido estampado de seda con una enorme ristra de cuentas de cristal y una orquídea entre lirios del valle prendidos con alfileres sobre sus senos turgentes. Derrochaba simpatía hacia todos los hombres presentes: se les insinuaba sutilmente, los abrazaba y, con una voz que parecía llena de flautas y dulce como la salsa de chocolate, pronunció su discurso sobre: “Cómo ustedes, los chicos, pueden ayudarnos a nosotras, las chicas.”

Las mujeres, afirmó, no habían hecho nada con el voto. Si Estados Unidos le hubiera escuchado a ella en 1919, podría haberse ahorrado todas las molestias. No. Por supuesto que no. Nada de votos. De hecho, la mujer debe volver a ocupar su lugar en el hogar y, “como ha resaltado el Sr. Arthur Brisbane, gran escritor y científico, lo que debería hacer cualquier mujer es tener seis hijos”.

En ese mismo momento se produjo una interrupción vergonzosa, espantosa.

Una tal Lorinda Pike, viuda de un conocido pastor unitario, era la gerente de una gran casa rural llamada “La taberna del valle de Beulah”. Se trataba de una mujer más bien joven, con un aspecto engañoso de madona italiana, ojos tranquilos, un sedoso cabello castaño con raya en medio y una voz suave, teñida con frecuentes risas. Pero al hablar en público, su voz se volvía estridente y sus ojos se llenaban de una furia lamentable. Se la consideraba la gruñona del pueblo, la cascarrabias. Se metía constantemente en asuntos que no eran de su incumbencia y en las reuniones municipales criticaba cualquier tema importante relacionado con el condado: las tarifas de la compañía eléctrica, los salarios de los maestros, la censura de los libros para la biblioteca pública que realizaba la Asociación Ministerial de manera totalmente altruista, etc. Ahora, en este momento, cuando todo debía ser radiante y lleno de amor por el prójimo, la Sra. Lorinda Pike rompió el hechizo, mofándose de la siguiente manera:

“¡Un aplauso para Brisbane! Pero, ¿qué hace una pobre chica si no puede pescar a un hombre? ¿Tener seis hijos fuera del matrimonio?”

Entonces, el caballo de batalla que llevaba dentro Gimmitch, veterana en cientos de campañas contra los rojos subversivos, y entrenada para neutralizar, mediante la ridiculización, la cantinela hipócrita de los bocazas socialistas y devolverles el escarnio, pasó a la acción con gallardía:

“Mi querida amiga, si una chica, como usted la llama, posee verdadero encanto y feminidad no tendrá que ‘pescar’ a ningún hombre; ¡los encontrará haciendo cola a tropel en su propia puerta!” (Risas y aplausos.)

La metomentodo del pueblo solo había conseguido despertar la vehemencia pasional de la Sra. Gimmitch. Ya no abrazaba a nadie y fue directamente al grano:

“En verdad os digo, queridos amigos, que el problema en este país es que muchos de sus habitantes son egoístas. De los ciento veinte millones de estadounidenses, el noventa y cinco por ciento solo piensan en sí mismos, ¡en lugar de recurrir y ayudar a los empresarios responsables para que nos devuelvan la prosperidad! ¡Todos esos sindicatos corruptos y egoístas! ¡Avariciosos! ¡Solo piensan en cuántos salarios pueden arrancarle a su desafortunado patrón, con la de responsabilidades que este tiene que soportar!”

“¡Lo que este país necesita es disciplina! La paz es un sueño maravilloso..., ¡pero a veces quizá sea una quimera inalcanzable! No estoy tan segura..., quizá esto les sorprenda, pero quiero que me escuchen como a una mujer que les revelará la auténtica verdad, en lugar de soltarles un discurso empalagoso y sentimental. ¡No estoy segura de que tengamos que participar otra vez en una guerra de verdad para aprender un poco de disciplina! No queremos todas esas intelectualidades elitistas ni todos esos libros. No es que estén mal en su propia área, pero, ¿no son, después de todo, más que un juguete entretenido para los adultos? No. Si este gran país quiere mantener su elevada posición en el Congreso de las Naciones, lo que todos nosotros debemos fomentar es la disciplina. La fuerza de voluntad. ¡El carácter!”

Luego se giró con gracia hacia el general Edgeways y se rio:

“Nos acaba de contar cómo podemos garantizar la paz, pero..., ¡venga, general!, entre nosotros, rotarios y rotarias, ¡admítalo! Con su gran experiencia, ¿no piensa sinceramente que quizá, solo quizá, cuando un país se ha vuelto loco por el dinero, como todos nuestros sindicatos y trabajadores con su propaganda para aumentar los impuestos sobre la renta (para que los ahorradores y trabajadores tengan que pagar por los vagos), entonces, quizá, una guerra venga bien para salvar sus almas holgazanas y forjarles algo el carácter? ¡Venga, muéstrenos de qué pasta está hecho, general!”

A continuación, se sentó dramáticamente y los aplausos llenaron la sala como una nube de suaves plumas. El público gritó: “¡Venga, general! ¡Levántese!” y “Le ha puesto en evidencia, ¿qué va a hacer?” o solo un tolerante “¡Arriba, general!”.

El general era bajo y redondo; su cara roja, suave como el culito de un bebé, estaba adornada con unas gafas de montura de oro blanco. Sin embargo, ofreció el resoplido autosuficiente de los militares y una sonrisa viril.

“Bueno, señores”, dijo mientras soltaba una carcajada de pie y agitaba su dedo índice a la Sra. Gimmitch de manera amistosa, “como ustedes están empeñados en sacarle los secretos a este pobre soldado, mejor será que confiese que, aunque detesto la guerra, pienso que existen cosas peores. ¡Ay, amigos míos, mucho peores! ¡Como un Estado de supuesta paz, donde las organizaciones laborales están llenas de conceptos enfermizos que se transmiten como gérmenes desde la Rusia roja y anarquista! Un Estado donde los profesores universitarios, los periodistas y los escritores famosos están promulgando en secreto esos mismos ataques sediciosos... ¡contra la antigua y espléndida Constitución! Un estado en el cual, al ser alimentado con estas drogas mentales, ¡el pueblo es flojo, cobarde, codicioso y carente del fiero orgullo del guerrero! ¡Un estado así es mucho peor que la guerra más monstruosa!”.

“Supongo que, quizás, algunas de las cosas que dije en mi anterior discurso resultaban un poco obvias y ‘manidas’, como decíamos cuando mi brigada estaba acuartelada en Inglaterra. ¿Que Estados Unidos solo quiere paz y no meterse en los líos extranjeros? ¡No! Lo que realmente me gustaría que hiciéramos es salir y decirle a todo el mundo: ‘Bueno chicos, ya no importa el aspecto moral del asunto. ¡Tenemos poder! ¡Y el poder no necesita excusas!’”

“No admiro todo lo que Alemania e Italia han hecho, pero hay que reconocer que han sido lo suficientemente sinceros y realistas como para decir a las otras naciones: ‘Ocupaos de vuestros propios asuntos, ¿de acuerdo? ¡Nosotros tenemos fuerza y voluntad, y para cualquiera que posea esas cualidades divinas, usarlas constituye no solo un derecho, sino un deber!’ Nadie en este mundo de Dios ha amado nunca a un debilucho, ¡ni siquiera él mismo se ama!”

“¡Y yo les traigo buenas noticias! Este evangelio de fuerza limpia y agresiva se está extendiendo por todo el país entre los jóvenes más selectos. Hoy en día, en 1936, menos del 7% de las instituciones universitarias carecen de unidades de entrenamiento militar bajo una disciplina tan rigurosa como las de los nazis. Y, aunque en el pasado las autoridades las imponían, ahora son los jóvenes fuertes los que exigen el derecho a que les adiestren en las virtudes y habilidades bélicas. También cabe destacar que a las chicas, con su instrucción en enfermería, producción de máscaras de gas, etc., no les falta ni una pizca del entusiasmo de sus hermanos. ¡Y todos los profesores realmente inteligentes están con ellos!”

“Aquí, hace solo tres años, un porcentaje de estudiantes asquerosamente amplio estaba formado por descarados pacifistas que querían apuñalar a su propio país por la espalda. Pero ahora, cuando los desvergonzados payasos y los defensores del comunismo intentan celebrar reuniones pacifistas..., bueno, amigos míos, en los últimos cinco meses, desde el uno de enero, al menos setenta y seis de estas orgías exhibicionistas han sido asaltadas por sus propios compañeros. Y al menos cincuenta y nueve estudiantes rojos y desleales han recibido su justo merecido: ¡les dieron una paliza tan brutal que nunca volverán a izar la bandera manchada de sangre del anarquismo en este país libre! ¡Y eso, amigos míos, son BUENAS NOTICIAS!”

Cuando el general se sentó, entre un éxtasis de aplausos, la alborotadora del pueblo, la Sra. Lorinda Pike, se puso en pie de un salto y volvió a interrumpir el festín de amor:

“Escuche, Sr. Edgeways, si usted cree que puede quedarse tan fresco después de estos sádicos disparates sin...”

No pudo decir ni una palabra más. Francis Tasbrough, el dueño de la cantera y el industrial más importante de Fort Beulah, se levantó presuntuosamente, hizo callar a Lorinda con un brazo extendido y retumbó con su voz de bajo al estilo del himno “Jerusalem, the Golden”: “¡Un momento, por favor, querida señora! Todos nosotros en esta región nos hemos acostumbrado a sus principios políticos. Pero, como presidente, lamentablemente es mi deber recordarle que el general Edgeways y la Sra. Gimmitch han sido invitados por el club para que nos expresen sus puntos de vista, mientras que usted, si me disculpa, ni siquiera está emparentada con ningún rotario, sino que se encuentra aquí simplemente como invitada del reverendo Falck, quien nos honra con su presencia más que cualquier otro miembro. Por tanto, si no le importa... ¡Muchas gracias, señora!”

Lorinda Pike se había dejado caer en la silla con la palabra en la boca. El Sr. Francis Tasbrough no se dejó caer; se sentó como el arzobispo de Canterbury en el trono arzobispal.

Doremus Jessup saltó para calmar a todos, pues era amigo íntimo de Lorinda y, desde su más tierna infancia, había jugado con Francis Tasbrough y le había detestado.

Aunque Doremus Jessup, editor del Daily Informer, era un hombre de negocios competente y un redactor de editoriales ingenioso y directo al más puro estilo de Nueva Inglaterra, todavía se le consideraba el excéntrico más destacado de Fort Beulah. Formaba parte de la junta de la escuela y la junta de la biblioteca, y presentaba a gente como Oswald Garrison Villard, Norman Thomas y el almirante Byrd cuando acudían a la población para dar conferencias.

Jessup era un hombre bastante bajo, flaco, sonriente, bien bronceado, con un diminuto bigote gris y una plateada barbita bien recortada (en una comunidad en que lucir una barba equivalía a confesarse granjero, veterano de la Guerra Civil o adventista del séptimo día). Sus detractores afirmaban que llevaba la barba solo para parecer “intelectual” y “diferente”, para aparentar ser un “artista”. Quizá tuvieran razón. De todas maneras, Jessup se levantó de un salto y murmuró:

“Bueno, Dios los cría y ellos se juntan. Mi amiga, la Sra. Pike, debería saber que la libertad de expresión se convierte en libertinaje cuando se atreve a criticar al Ejército, discrepa con la D.A.R. o aboga por los derechos del populacho. Por tanto, Lorinda, creo que deberías disculparte al general, al que deberías estar agradecida por explicarnos lo que las clases gobernantes de este país realmente quieren. Venga, querida amiga, levántate y pide disculpas”

Miraba a Lorinda con severidad, pero aun así, Medary Cole, el presidente del club, se preguntó si Doremus no les estaba tomando el pelo. Ya lo había hecho antes. Sí, no, quizá estuviera equivocado, dado que la Sra. Lorinda Pike estaba diciendo alegremente (sin levantarse): “¡Oh, sí! ¡Mis disculpas, general! ¡Gracias por su revelador discurso!”

El general levantó su mano regordeta (con un anillo masónico y otro de la academia militar de West Point, en sus dedos gordos como salchichas), hizo una reverencia como Galahad o un jefe de camareros y gritó con una virilidad digna de una plaza de armas: “¡No se preocupe, señora! A nosotros los veteranos nunca nos molesta una pelea sana. Nos alegra que a alguien le interesen nuestras estúpidas ideas lo suficiente como para picarse con nosotros. ¡Ja, ja, ja!”

Todo el mundo se rio y reinó la dulzura. La programación se cerró con Louis Rotenstern, que interpretó una serie de cancioncillas patrióticas: “Marching through Georgia”, “Tenting on the Old Campground”, “Dixie”, “Old Black Joe” y “I’m Only a Poor Cowboy and I Know I Done Wrong”.

Todos en Fort Beulah consideraban a Louis Rotenstern “un buen tipo”, una casta por debajo del “verdadero caballero a la antigua usanza”. A Doremus Jessup le gustaba ir a pescar y a cazar perdices con él y consideraba que ningún sastre de la Quinta Avenida podía hacer un traje de milrayas con más gusto. Sin embargo, Louis era un patriota chovinista. Con bastante frecuencia explicaba que no eran él ni su padre los que habían nacido en el gueto de la Polonia prusiana, sino su abuelo (cuyo apellido, según sospechaba Doremus, había sido algo menos elegante y nórdico que Rotenstern). Los héroes de bolsillo de Louis eran Calvin Coolidge, Leonard Wood, Dwight L. Moody y el almirante Dewey (y Dewey era un vermontés nato, se alegraba Louis, que había nacido en Flatbush, Long Island).

No solo era estadounidense al 100%, también conseguía arrancar un 40% de interés chovinista al capital neto. En numerosas ocasiones se le podía escuchar diciendo: “Deberíamos mantener a todos esos extranjeros fuera del país. Tanto a los judíos como a los espaguetis, a los desgraciados del este de Europa y los chinitos.” Louis estaba totalmente convencido de que si los políticos ignorantes mantuvieran sus sucias manos alejadas de la banca, la bolsa de valores y el horario laboral de los dependientes en los grandes almacenes, entonces todos los habitantes del país sacarían tajada como beneficiarios del crecimiento del mundo de los negocios y todos ellos (incluidos los vendedores al por menor) serían ricos, como Aga Khan.

Por tanto, Louis puso en sus melodías no solo su ardiente voz de solista de Bydgoszcz, sino todo su fervor nacionalista, con lo que todo el mundo se unió a él en los estribillos, en especial la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch, con su famosa voz de contralto parecida a la de los tipos que anunciaban los trenes.

La cena se disolvió entre alegres adioses que sonaban como cataratas. Doremus Jessup masculló a su querida esposa Emma (un alma sólida, bondadosa y preocupada a la que le gustaba tejer, hacer solitarios y leer las novelas de Kathleen Norris): “¿Hice mal en inmiscuirme de ese modo?”

“¡Oh, no, Dormouse! Hiciste bien. Le tengo mucho cariño a Lorinda Pike, pero, ¿por qué tiene que alardear de todas sus ridículas ideas socialistas?”

“¡Vieja conservadora!”, respondió Doremus. “¿No quieres invitar a la Gimmitch, ese elefante asiático, para que venga a casa y se tome una copa con nosotros?”

“¡Claro que no!”, afirmó Emma Jessup.

Al final, mientras los rotarios iban saliendo y se distribuían en grupos entre los innumerables automóviles, fue Frank Tasbrough quien invitó a los hombres más selectos, incluido Doremus, a su casa para una fiesta posterior a la reunión.

Notas al pie

1 La expresión inglesa “sembrar dientes de dragón” significa provocar la guerra, debido a la creencia de que si plantabas sus dientes en la tierra brotarían guerreros armados y sanguinarios. N.T.

2 La palabra “unkie” suele utilizarse para llamar cariñosamente a los “tíos”. En este caso, puede que se trate de un juego de palabras entre yankie y unkie, o una designación utilizada antiguamente que hoy ya ha perdido su vigencia. N.T.

2

MIENTRAS LLEVABA a su mujer a casa y subía Pleasant Hill hacia la residencia de Tasbrough, Doremus Jessup reflexionó sobre el patriotismo epidémico del general Edgeways. Sin embargo, al poco rato lo dejó para quedarse absorto en las colinas, como había sido su costumbre durante los cincuenta y tres años (de los sesenta que tenía) que había vivido en Fort Beulah, en el estado de Vermont.

Aunque oficialmente se trataba de una ciudad, Fort Beulah era un cómodo pueblo formado por edificios de ladrillo rojo antiguo, viejos talleres de granito y casas de listones blancos de madera o pizarra gris, con unos pocos bungalows petulantes, modernos y pequeños de color amarillo o marrón claro. Tenía poca industria: un pequeño molino de lana, una fábrica de puertas y otra de surtidores. El granito, que constituía su producción principal, provenía de las canteras a cuatro millas de distancia; en Fort Beulah mismo solo estaban las oficinas..., todo el dinero... y las precarias casuchas de la mayoría de los trabajadores de las canteras. Era una población de quizá diez mil almas, que vivían en unos veinte mil cuerpos; la proporción de posesión de almas quizá sea demasiado alta.

Solo había algo parecido a un rascacielos en el pueblo: el edificio Tasbrough de seis plantas, donde estaban situadas las oficinas de las Canteras de Granito Tasbrough & Scarlett, las del Dr. Fowler Greenhill (yerno de Doremus) y su socio el anciano Dr. Olmsted, así como las del abogado Mungo Kitterick, Harry Kindermann (representante de sirope de arce y productos lácteos) y otros treinta o cuarenta “samuráis” del pueblo.

Era una población relajada y somnolienta; una población que rezumaba seguridad y tradición y seguía creyendo en el Día de Acción de Gracias, el 4 de julio y el Día de los Caídos en la Guerra, y en la que el primero de mayo no era una ocasión para montar desfiles de trabajadores, sino para distribuir pequeñas cestas de flores.

Era una noche de mayo, de finales de mayo de 1936, con la luna casi llena. La casa de Doremus estaba a una milla del centro de Fort Beulah, en Pleasant Hill, un espolón que salía de la oscura e imponente masa del monte Terror como una mano extendida. En las crestas, muy por encima de él, podía adivinar los prados típicos de las tierras altas y la luna brillando entre los bosques de píceas, arces y álamos; por debajo, a medida que su automóvil iba subiendo, se veía el arroyo Ethan que fluía a través de los prados. Bosques profundos, imponentes baluartes montañosos, un aire puro como agua de manantial y apacibles casas de tablas de madera que recordaban a la guerra de 1812 y a la niñez de aquellos vermonteses errantes, como Stephen A. Douglas (el “pequeño gigante”), Hiram Powers, Thaddeus Stevens, Brigham Young y el presidente Chester Alan Arthur.

“No. Powers y Arthur eran unos debiluchos”, reflexionó Doremus. “Pero Douglas, Thad Stevens y Brigham, ese viejo semental...

¡Me pregunto si estamos criando algún paladín como aquellos resistentes diablos cascarrabias de antaño! ¿Se estarán criando en algún lugar de Nueva Inglaterra? ¿En algún lugar de América? ¿En algún lugar del mundo? Ellos sí que tenían agallas. Independencia. Hacían y pensaban lo que querían y todo el mundo podía irse al infierno. Los jóvenes de hoy en día... Bueno, los pilotos de aviones tienen bastante coraje. Los físicos, esos doctores de veinticinco años que violan el átomo inviolable, son auténticos pioneros. Pero la mayoría de los jóvenes actuales no tienen personalidad. Van a toda velocidad pero no se dirigen a ninguna parte. ¡Ni siquiera tienen suficiente imaginación como para querer ir a algún lugar! Consiguen su música moviendo un dial. Sacan sus frases de los cómics, en lugar de leer a Shakespeare, la Biblia, Veblen o el viejo Bill Sumner. ¡Fondones que solo comen papilla! ¡Como ese pedante cachorro, Malcolm Tasbrough, que anda rondando a Sissy! ¡Ah!”

“¿No sería horroroso si ese estirado de Edgeways y Gimmitch (esa Mae West de la política) tuvieran razón y realmente necesitáramos todos esos trucos militares, y quizá una estúpida guerra (para conquistar cualquier país húmedo y caluroso que no querríamos ni regalado), para inyectarles algo de entereza y vigor a estas marionetas a las que llamamos hijos nuestros? ¡Ah!”

“Pero, ¡diablos! ¡Estos montes! Como las murallas de un castillo. Y este aire... ¡Que se queden con sus Cotswolds, sus montañas Harz y sus montañas Rocosas! Doremus Jessup: ¡todo un patriota topográfico! Y además soy un...”

“Dormouse, ¿te importaría conducir por el carril derecho de la carretera? ¡Al menos en las curvas!”, rogó su esposa apaciblemente1.

Un pequeño valle de las tierras altas y neblina bajo la luna; un velo de niebla sobre las flores de los manzanos y los pesados ramilletes de un antiguo arbusto de lilas situado junto a las ruinas de una granja... Imágenes grabadas durante estos sesenta años y pico.

El Sr. Francis Tasbrough era el presidente, director general y principal propietario de las Canteras de Granito Tasbrough & Scarlett, en West Beulah, a cuatro millas de Fort Beulah. Era rico, persuasivo y constantemente tenía problemas con los trabajadores. Vivía en una casa georgiana de ladrillo en Pleasant Hill, un poco más allá de la de Doremus Jessup; dentro albergaba un bar privado tan lujoso como el de cualquier director de publicidad de empresa de automóviles en el próspero barrio de Grosse Point (Detroit). No era el ambiente tradicional propio de Nueva Inglaterra ni el de la zona católica de Boston. Frank presumía de que, aunque su familia había vivido en Nueva Inglaterra durante seis generaciones, él no era un yanqui estricto, excepto en su eficacia y su arte para vender: todo un ejecutivo empresarial panamericano.

Era un hombre alto con bigote rubio y una voz enérgica pero monótona. Tenía cincuenta y cuatro años, seis menos que Doremus Jessup. Cuando era un niño de cuatro años, Doremus le había protegido de las consecuencias derivadas de su mala costumbre, especialmente detestable, que consistía en golpear a los otros chicos pequeños en la cabeza con objetos, todo tipo de objetos, desde palos y camiones de juguete hasta fiambreras y excrementos secos de vaca.

Esta noche, después de la cena de los rotarios, estaban reunidos en su bar privado el propio Frank, Doremus Jessup, el molinero Medary Cole, el director de escuelas Emil Staubmeyer, R. C. Crowley (Roscoe Conkling Crowley, el banquero más importante de Fort Beulah) y, aunque resulte sorprendente, el reverendo Falck, el pastor episcopaliano de Tasbrough, con sus manos de anciano tan delicadas como la porcelana, su pelo salvaje, blanco y suave como la seda, y su rostro espiritual que denotaba haber llevado una buena vida. El Sr. Falck provenía de una sólida familia neoyorquina y había estudiado en Edimburgo y Oxford, así como en el Seminario Teológico General de Nueva York. Aparte del propio Doremus, no había nadie en el valle de Beulah que se refugiara con más satisfacción en las montañas.

El bar había sido decorado profesionalmente por un joven caballero neoyorquino que era interiorista y tenía la peculiar costumbre de quedarse de pie, con la palma de la mano apoyada en la cadera. Contaba con una barra de acero inoxidable, ilustraciones enmarcadas de La Vie Parisienne, mesas plateadas de metal y sillas de aluminio cromado, con cojines de cuero escarlata.

Todos ellos, excepto Tasbrough, Medary Cole (un trepador social para el que los favores de Frank Tasbrough eran como miel e higos maduros) y el “profesor” Emil Staubmeyer, se sentían incómodos en esta elegante jaula de loros, pero a ninguno, incluido el Sr. Falck, parecía desagradarle la soda, el excelente whisky escocés ni los sándwiches de sardinas de Frank.

“Me pregunto si a Thad Stevens le hubiera gustado esto”, pensó Doremus. “Habría gruñido como un viejo lince acorralado. ¡Pero seguro que no habría dicho ni mu acerca del whisky!”

“Doremus”, preguntó Tasbrough, “¿por qué no lo entiendes de una vez? Todos estos años te has divertido mucho criticando. Siempre contra el Gobierno, tomándole el pelo a todo el mundo y haciéndote pasar por un tipo tan liberal, que podría soportar a todos esos elementos subversivos. Ya es hora de que dejes de jugar con ideas locas. ¡Ven y únete a la familia! Esta es una época delicada. Probablemente haya veintiocho millones de personas que reciben ayudas del Estado y el asunto está empezando a ponerse feo; ahora, todos creen que tienen derecho a ser mantenidos.”

“Y los comunistas y financieros judíos están conspirando entre ellos para controlar el país. Puedo entender que, de joven, pudieras mostrar un poco de solidaridad por los sindicatos e incluso por los judíos. Aunque, como bien sabes, nunca podré perdonarte del todo por ponerte del lado de los huelguistas cuando esos matones intentaron arruinarme el negocio, incendiando mis talleres de pulido y tallado. ¡Pero si incluso te llevabas bien con ese asesino extranjero llamado Karl Pascal, que inició toda la huelga! ¡Cómo disfruté despidiéndole cuando todo acabó!”

“Pero bueno, esos mafiosos del mercado laboral se están juntando ahora con los líderes comunistas y están decididos a dirigir el país; ¡a decirnos a la gente como yo cómo tenemos que dirigir nuestros negocios! Y como dijo el general Edgeways, se negarán a servir al país si nos vemos arrastrados a cualquier guerra. ¡Sí, señores! Estamos en una época muy delicada y ya es hora de que te dejes de charlas y te unas a los ciudadanos realmente responsables”

Doremus respondió: “Bueno, sí. Estoy de acuerdo en que es una época delicada. Con todo el descontento que se palpa en el país entero, perfecto para arrastrarle al cargo, ese senador Windrip tiene una oportunidad excelente para ser elegido presidente el próximo noviembre y, si sale elegido, probablemente su panda de buitres nos meterá en alguna guerra, aunque solo sea para fomentar su orgullo demente y mostrarle al mundo que somos la nación más machota del planeta. Y entonces a mí (el liberal) y a ti (el plutócrata y conservador falso) nos darán el paseíllo y nos fusilarán a las tres de la madrugada. ¡Ya verás qué delicado!”

“¡Anda! ¡Estás exagerando!”, replicó R. C. Crowley.

Doremus continuó: “Si el obispo Prang, nuestro Savonarola particular en Cadillac, pone al público de su programa de radio y a su Liga de Hombres Olvidados del lado de Buzz Windrip, este ganará. La gente creerá que le está votando para fomentar más seguridad económica. ¡Y entonces llegará el reinado del terror! Dios sabe que se han dado pruebas suficientes de que podemos tener una tiranía en Estados Unidos: el arreglo de los aparceros en el sur, las condiciones laborales de los mineros y productores de tejidos y el haber tenido a Mooney tantos años en la cárcel. ¡Pero espera hasta que Windrip nos enseñe cómo hacerlo con ametralladoras! La democracia (aquí, en Gran Bretaña y en Francia) no ha producido una esclavitud tan triste como la del nazismo en Alemania, ni un materialismo tan hipócrita y represor de la imaginación como el de Rusia; aunque haya fabricado industriales como tú, Frank, y banqueros como tú, R. C., y os haya concedido demasiado poder y dinero. En general, con excepciones vergonzosas, la democracia ha otorgado al trabajador común más dignidad de la que tuvo nunca. Puede que esto se vea amenazado ahora por Windrip, por todos los Windrips. ¡De acuerdo! Quizá tengamos que luchar contra una dictadura paternalista con un buen parricidio: metralletas contra metralletas. Esperad a que Buzz se haga cargo de nosotros. ¡Será una verdadera dictadura fascista!”

“¡Tonterías, tonterías!”, gruñó Tasbrough. “Eso no podría pasar aquí, en Estados Unidos. ¡De ninguna manera! Somos un país de hombres libres.”

“La respuesta a tu afirmación”, sugirió Doremus Jessup, “si el Sr. Falck me lo permite, es ‘¡y un cuerno que no!’. ¡Anda! No existe un país en el mundo que se pueda poner más histérico (¡sí, e incluso volverse más servil!) que Estados Unidos. Mirad cómo Huey Long se convirtió en el monarca absoluto de Luisiana y cómo el honorable senador Berzelius Windrip es dueño de su estado. Escuchad al obispo Prang y al padre Coughlin en la radio: ¡oráculos sagrados para millones de personas! ¿Recordáis con qué indiferencia han aceptado la mayoría de los estadounidenses la corrupción demócrata de Tammany Hall, las bandas mafiosas de Chicago y la falta de honestidad de muchos de los cargos designados por el presidente Harding? ¿Pueden ser peores los grupos de Hitler o de Windrip? ¿Os acordáis del Ku Klux Klan? ¿Y de nuestra histeria durante la guerra, cuando llamábamos ‘repollo Libertad’ al chucrut y hubo gente que incluso propuso llamar a la rubeola, ‘sarampión Libertad’?2 ¿Y de la censura de la prensa honesta durante la guerra? ¡Tan horrible como en Rusia! ¿Recordáis cómo besábamos los pies de Billy Sunday, el evangelista del millón de dólares, y de Aimée McPherson, quien, según decía, nadó desde el océano Pacífico hasta el desierto de Arizona y consiguió salirse con la suya? ¿Os acordáis de Voliva y la madre Eddy? ¿Y qué me decís de nuestro miedo a los rojos y los católicos, cuando toda la gente bien informada sabía que los miembros de la O.G.P.U. (policía política soviética) estaban escondidos en Oskaloosa y que los republicanos en contra de Al Smith les habían contado a los montañeses de Carolina que si Al ganaba, el Papa haría que sus hijos fueran ilegítimos? ¿Os acordáis de Tom Heflin y Tom Dixon? ¿Y cuando los legisladores paletos de ciertos estados, obedeciendo a William Jennings Bryan (que aprendió biología gracias a su anciana abuela beata), se establecieron como experimentados científicos e hicieron que el resto del mundo se partiera de risa prohibiendo la enseñanza de la teoría de la evolución? ¿Y recordáis a la escuadra nocturna de vigilantes en Kentucky? ¿Y cuántos trenes llenos de gente han ido a disfrutar de los linchamientos? ¿Que no puede pasar aquí? La Ley Seca consistió en abatir a gente a tiros solo porque quizá transportaban alcohol. ¡No, eso no podría pasar en Estados Unidos! ¿En qué otra época de la historia ha estado un pueblo tan preparado para una dictadura como el nuestro? Ahora mismo estamos listos para iniciar una cruzada infantil, aunque con adultos. ¡Y los excelentísimos reverendos Windrip y Prang están preparados para liderarla!”

“Bueno, ¿y qué si lo están?”, protestó R. C. Crowley. “Quizá no sea algo tan malo. No me gustan todos esos ataques constantes e irresponsables contra nosotros, los banqueros. Por supuesto, el senador Windrip tiene que fingir públicamente que reta a los bancos pero, en cuanto llegue al poder, les dará su merecida influencia en la administración y seguirá nuestro asesoramiento financiero. Sí. ¿Por qué te asusta tanto la palabra ‘fascismo’?, Doremus. Es solo una palabra, ¡una palabra! Y quizá no sea algo tan malo, con la cantidad de vagos que tenemos hoy en día mendigando ayudas estatales y viviendo de mis impuestos y los tuyos. Al menos no es peor que tener a un hombre fuerte de verdad, como Hitler o Mussolini (o como Napoleón o Bismarck en los buenos tiempos), que dirija el país de verdad, para que sea eficiente y próspero de nuevo. En otras palabras, un médico que no aguante insolencias, sino que realmente mande al paciente y le haga ponerse bien, ¡tanto si le gusta como si no!”

“¡Sí!”, corroboró Emil Staubmeyer. “¿No salvó Hitler a Alemania de la plaga roja del marxismo? Tengo primos allí. ¡Yo sé lo que pasó!”

“Ajá...”, dijo Doremus, pues era una expresión que usaba a menudo. “¡Curar los males de la democracia con los males del fascismo! Curiosa terapia. He oído decir que curan la sífilis administrando malaria al paciente, ¡pero nunca escuché que curaran la malaria administrándole sífilis!”

“¿Te parece que ese es un lenguaje apropiado en presencia del reverendo Falck?”, bramó Tasbrough.

El Sr. Falck saltó: “¡Creo que es un lenguaje bastante apropiado y una explicación muy interesante, hermano Jessup!”

“Además”, finalizó Tasbrough, “de todas maneras, es una tontería seguir hablando tanto sobre el tema. Como dice Crowley, quizá nos venga bien tener un hombre fuerte al mando, pero eso no puede ocurrir aquí, en Estados Unidos.”

Y a Doremus le pareció que los labios del reverendo Falck se movían lentamente y formaban las siguientes palabras: “¡Y un cuerno que no!”

Notas al pie

1 Su esposa Emma le llama Dormouse, literalmente, “lirón”, por el parecido con su nombre, Doremus. N.T.

2 “Rubeola” en inglés es, literalmente, “sarampión alemán”, de ahí el juego de palabras, ya que el chucrut es el repollo fermentado alemán. N.T.

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