Espejismo 38 - Kjell Westö - E-Book

Espejismo 38 E-Book

Kjell Westö

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Beschreibung

En el club de los miércoles en Helsinki se reúnen un grupo de caballeros, presididos por el abogado Claus Thune. Discuten de política y beben juntos. Corre 1938 y la agitación política en Europa afecta a la cohesión del club. Thune, que ha vuelto a casa después de varios años sirviendo como diplomático en Moscú y Estocolmo, se ha divorciado recientemente y se encuentra desubicado; vive y trabaja sin gran entusiasmo, y la creciente ansiedad política y el caos en su vida se sienten como las dos caras de una misma moneda. Contratará para su despacho a una nueva secretaria, Matilda Wiiras que con una fachada pulcra y eficiente, vive atormentada por los recuerdos de la guerra civil finlandesa. El pasado volverá para ella, pero esta vez no es una víctima indefensa.

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Seitenzahl: 534

Veröffentlichungsjahr: 2016

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ESPEJISMO 38

Kjell Westö

Título original: Hägring 38

La traducción de esta obra se hizo posible gracias al apoyo de FILI – Finnish Literature Exchange

© Kjell Westö, 2016

Published by agreement with Hedlund Agency

© De la traducción: Carmen Montes Cano

Edición en ebook: septiembre de 2016

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-16830-10-7

Diseño de colección: Filo Estudio

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Maquetación ebook: [email protected]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Kjell Westö

Westö estudió en la Escuela Sueca de Ciencias Sociales en Helsinki. Antes de comenzar a escribir, trabajó como periodista en Hufvudstadsbladet y en la revista Ny Tid. Vive en Helsinki. Hizo su debut literario en 1986, y desde entonces ha publicado poesía,libros de cuentos y novelas. Sus cinco grandes obras están ambientadas en Helsinki en el siglo XX. Considerado como el mejor escritor en lengua sueca de Finlandia. Su gran éxito internacional llegó en 2006 con la novela Där vi en banda GATT. En 2014, gana con Espejismo 38 el prestigioso premio del Consejo Nórdico.

Contenido

Portadilla

Créditos

Autor

Prólogo

1

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Epílogo

Varias observaciones

Agradecimientos

(miércoles, 16 de diciembre)

Al ver que la señora Wiik no acudía al trabajo aquella mañana, lo primero que hizo fue enojarse.

Quizá le quedara en el corazón algún rescoldo de ese enojo después del malogrado viaje a Kopparbäck la noche anterior. Se había callado lo que pensaba por no herir a Jary, y luego se desveló y se pasó toda la noche dándole vueltas, y llegó al despacho casi dos horas antes de lo que solía.

Estaba exhausto, así de sencillo. La reunión nocturna del Club se le antojaba una carga, y se le amontonaba el trabajo. Tres clientes nuevos en dos semanas, un caso complicado de derecho civil, facturas impagadas, formalidades un tanto turbias en torno al despido de Rolle, cartas que había que dictar, escribir y enviar: sin la señora Wiik, mal le vendrían dadas.

A las siete y media, ya estaba en el despacho. Rara vez llegaba antes de las nueve, prefería trabajar hasta tarde por la noche. Pero sabía que la señora Wiik se presentaba todos los días a las ocho en punto, sábados incluidos.

El enojo persistía mientras esperaba que apareciera en cualquier momento, y aún quedaba algún vestigio cuando dieron las nueve y media y se le ocurrió pensar que quizá debería llamar a su casa y asegurarse de que no se hubiese roto una pierna o tuviera faringitis y se hubiera quedado afónica o algo así.

Cuando marcó el número por primera vez estaba disperso. Mientras esperaba a que ella contestara, pensó en la reunión de esa noche y en aquello de lo que quería hablar a solas con los demás. Le pediría a Arelius que dejara de criticar sus opiniones políticas delante de Esther, su madre. Y sobre todo, tenía que hablar con Lindemark acerca de Jogi Jary: tenía que haber algo que pudieran hacer.

Al ver que la señora Wiik no respondía, pensó que seguramente estaría camino del despacho. Oiría sus pasos en la escalera y la llave en la cerradura en cualquier momento, estaba seguro.

Pero no llegaba. Y después de haber llamado tres veces sin que le respondiera, empezó a preocuparse.

La señora Wiik era la puntualidad personificada. Y siempre le pedía permiso si quería prolongar la hora del almuerzo o llegar más tarde una mañana.

Todavía no eran las nueve, pero decidió ir a Tölö y llamar a su puerta. Una vez tomada la decisión, obró con celeridad. Se puso el gabán y los guantes, cogió el sombrero del estante, bajó las escaleras y fue medio corriendo a la parada del tranvía.

Y ya sentado en el vagón cayó en la cuenta de su torpeza. ¡Si tenía el coche en la plaza de Kaserntorget! ¿Cómo no lo había cogido y se había ido derecho a la calle de Mechelingatan? Habría sido mucho más rápido.

1

(ocho meses atrás, miércoles, 16 de marzo)

Era aquélla una de esas mañanas somnolientas, brumosas y húmedas.

Como una cuerda floja, pensaba Señoritamilia, una soga grisácea tensada a la ligera entre el invierno moribundo y la primavera aún lejana.

Mucho después recordaría que había estado soñando despierta con irse a casa temprano, y que tenía un plan concreto de cómo sería el resto del día.

Su sueño: dejar el despacho a las tres e ir caminando las pocas manzanas que la separaban de la librería Akademiska Bokhandeln, sita en el oscuro y flamante edificio de Stockmann. Comprar una revista, preferiblemente el último número de Elokuva-Aitta, ése en cuya portada aparece Rolf Wanka. Luego, tratar de hacerse la manicura con la señora Tuomisto, en el Salon Roma, a pesar de que no había pedido hora de antemano.

Se había permitido la primera manicura de su vida el verano anterior, en julio, cuando en Hoffman&Laurén le dieron dos semanas de vacaciones con salario completo. A estas alturas volvía a tener las manos maltrechas, las uñas rasposas y desiguales, de tanto traer y llevar papeles y archivadores para Thune, y a causa de las tareas domésticas. Aunque, por qué mentir: cuando Señoritamilia se sentía inquieta y nadie la veía, se mordía las uñas, eso era lo que se las afeaba, y después era la señora Wiik, tan pulcra ella, la que se veía en la tesitura de tener que pasar vergüenza y disimular los desperfectos en la medida de lo posible.

Señoritamilia se mordía también las yemas de los dedos, bien entrada la noche, después de haber echado las cortinas antes de dormir. Entonces era capaz de abstraerse en un libro o perderse en sus ensoñaciones hasta el punto de que no se daba cuenta y, en su despiste, empezaba a morderse la piel de las yemas de los dedos y a tirar con los dientes. La piel se soltaba en hilillos y, con los años, Señoritamilia se había vuelto muy habilidosa y sabía perfectamente cuándo dejar de tirar, siempre cortaba con los dientes el fino jirón de piel antes de que empezara a sangrarle la yema del dedo, luego escupía el pellejito en el suelo, o lo lanzaba para que aterrizara a su lado en la cama.

Llevaba un tiempo sin sucumbir a aquel vicio. Tenía las uñas desiguales, pero, por lo demás, las manos se veían cuidadas y enteras; y con ellas tenía intención de leer la revista cinematográfica en el salón; mientras la señora Tuomisto le hacía la manicura en una mano y luego en la otra, ya iría pasando las páginas con la mano libre. Elegiría un artículo para leer, quizá la crónica internacional de cotilleos de Hollywood y de los estudios UFA de Berlín. Se dedicaría a admirar las fotos de sus ídolos Leslie Howard y Cary Grant, y a disfrutar, sencillamente.

En el monedero llevaba un recorte amarillento de Cary Grant y Randolph Scott en bañador, era de hacía tres años y no se lo había enseñado nunca a nadie. Le daba vergüenza. Tenía treinta y siete años, pero a Señoritamilia aún le gustaban con locura los actores americanos de pelo engominado y dientes blancos, y con un hoyuelo perfecto en el centro de la barbilla. I am a very great lover of your art and I should be the luckiest. Señoritamilia quería escribir a Grant y a Scott y a Howard y a los demás para pedirles una foto. También a Rolf Wanka —Ich bin eine grosse Verehrerin— tenía intención de escribirle. Pero, hasta la fecha, no le había escrito a ninguno.

Por lo demás, Santeri Soihtu tenía un hoyuelo igual de perfecto que Cary Grant y Rolf Wanka. Pero no era lo mismo. Santeri Soihtu no vivía en un palacio de una ciudad del cine lejana y fabulosa, sino con su mujer, en un apartamento del barrio de Tölö. Se lo podía ver en Helsingfors un día cualquiera, se lo veía entrar en una sucursal bancaria o cenar en el Kämp o en el Monte Carlo o en cualquier otro de los buenos restaurantes de la ciudad. En la pantalla, Soihtu representaba a un valiente activista que luchaba contra la opresión rusa en 1902 o a un probo oficial de infantería ligera del invierno de 1918, pero en la realidad Soihtu no era nada emocionante.

¿O sí lo sería? Elokuva-Aitta había escrito que Santeri Soihtu era un nombre artístico y que la estrella quería mantener en secreto su verdadero nombre. Para que lo dejaran en paz, decía el artículo. Y ahí era donde entraba en juego la testarudez de Señoritamilia. A ella no le habría importado lo más mínimo enterarse de que Cary Grant no se llamaba Archibald Leach, sino Bronimir Mankulowski, o que Leslie Howard nació con el nombre de Yoram Kardasian y no con el de Leslie Steiner. Pero aquí, en Helsingfors, Señoritamilia quería saber de dónde era la gente, y quería saberlo de verdad. Si nadie conocía el verdadero nombre de Santeri Soihtu, tampoco podría nadie averiguar a qué se dedicaba veinte años atrás. Entonces aún debía de ser un niño, un niño pequeño, pero ¿y si había estado en alguno de los campos? Quizá sirvió de chico de los recados o se dedicó a lustrar las botas de los soldados para sacarse un dinerillo con el que comprar algo de comer. En aquel entonces reinaba el caos, la necesidad y el miedo se enseñoreaban de todo, la gente hizo cosas de las que luego no quería hablar.

Terminada la manicura, y después de pagarle a la señora Tuomisto, iría a una tienda de ultramarinos. A alguna de las más selectas, a Klimscheffskys o a Marstios. Se permitiría el lujo de alguna exquisitez para la cena, un tarro de melocotones en almíbar o un cucurucho de un surtido de caramelos. O quizá algunos bombones Da Capo: le encantaba el papel amarillo sol que envolvía el chocolate negro.

Luego cogería el tranvía a Tölö.

El olor a hierro oxidado, ropa mojada y cuerpos sin lavar durante el viaje.

Haría la compra en el colmado de la calle Caloniusgatan. Prepararía la cena, comería y fregaría los platos. Esperaría hasta que comenzara el concierto nocturno en la radio, bajaría un poco el volumen, encendería la lamparita, se sentaría en el sillón rojo de brazos claros, se arroparía con la manta y se pondría a leer, procurando tener a mano el chocolate o el cuenco de melocotones.

Y se soñaría en otro lugar. En Brentwood o Beverly Hills, en casas de veinte habitaciones y descapotables de lujo y piscinas, en un mundo de jardines bien cuidados con palmeras y acacias y buganvillas, con chóferes de uniforme de larga levita y exuberantes sirvientas negras que siempre sabían dar una respuesta severa y reconfortante a la vez.

Un mundo muy distinto de aquel suyo, abrupto, cruel, gris.

Se dejaría engullir por los artículos, sólo saldría del ensimismamiento cuando sonara el himno nacional. Fin de la emisión, vuelta a la realidad. Apagar la radio, apagar la luz, proceder al aseo nocturno, comprobar que la estufa de gas estuviera cerrada. Temía arder allí encerrada, las explosiones de gas eran frecuentes y los incendios devastadores, ella comprobaba la estufa siempre que salía y todas las noches, antes de acostarse.

Haría frío en el dormitorio, en aquel pisito de dos habitaciones siempre había corriente, hasta bien entrado mayo. La cama estaría vacía, tan vacía como lo había estado desde que Hannes la dejó, se cansó sin más y se fue sin mediar palabra. Extendería la manta del sillón, se acurrucaría bajo el edredón, se tumbaría de costado, encogería las piernas, se colocaría en posición fetal, quizá se pondría una mano en la barriga, entre el edredón y el camisón, para conservar mejor el calor.

Sentiría la soledad, qué duda cabe, la sentiría hasta las entrañas.

Pero también disfrutaría.

De haber llegado a algún sitio, al fin y al cabo. Lejos de todo aquello que nadie, y menos que nadie el abogado Claes Thune y sus distinguidos clientes, podían imaginar siquiera cuando lanzaban esas miradas furtivas (¡o eso creían ellos!) a la falda de su traje, sencillo pero de buen corte, y al brillo de su cabellera y a esos tobillos bien finos que apoyaba en los zapatos de tacón.

Y, a partir de mañana, a las manos arregladas, a las uñas limadas y pintadas de rojo.

Sí. Esta noche se pondría en la barriga una de esas manos recién arregladas para conservar mejor el calor, y Señoritamilia se portaría bien y guardaría silencio y Matilda se dormiría tranquila y rápidamente y seguiría soñando. Con algo mejor. Algo mejor aún que lo que ya tenía.

2

Media hora después del almuerzo ya había pasado a limpio la correspondencia saliente, la había metido en sobres y la había franqueado. Matilda levantó la vista y contempló la plaza de Kaserntorget: la niebla se había adensado, apenas podía distinguir el edificio de la radio al otro lado.

Se levantó de la silla, iba a llamar a la puerta del abogado para preguntarle si podía marcharse a las tres. Thune había tenido varios clientes por la mañana, ella los había hecho pasar a su despacho, pero, por lo demás, apenas lo había visto, le había dictado aquellas dos cartas, eso era todo. Eran cartas breves y de tono austero rayano en lo descortés. Thune almorzó en el despacho, unos bocadillos de paté de hígado y pepinillo encurtido, envueltos de cualquier manera en papel vegetal, lo había visto sacarlos del maletín por la mañana. Los bocadillos parecían resecos y aplastados, y se preguntó para sus adentros con qué bebida los acompañaría. Cerveza floja, quizá; en la pared, al lado de la ventana, había una fresquera, y allí dentro había atisbado ella unas botellas de color marrón. Sabía que Thune acababa de separarse: se diría que aún no había entrado en la nueva rutina.

La puerta se abrió y la cabeza oblonga, casi despoblada, del abogado asomó en la abertura. Matilda volvió rauda a la silla, esperó a que él le dirigiera la palabra. Thune se parecía un poco al Flaco, a Stan Laurel, de eso ya se había dado cuenta durante la entrevista de trabajo. Allí estaba ahora, apoyado en la jamba de la puerta con las manos en los bolsillos, aquella figura larguirucha parecía casi de serpiente. La semejanza con la serpiente era una ilusión óptica, pensó Matilda, una idea típica de Señoritamilia, un espejismo fruto de su cabeza. A Thune le quedaba el traje tan mal como siempre, el de hoy era azul, con arrugas.

A ella Thune le gustaba bastante. De vez en cuando se comportaba como un engreído, sin darse cuenta siquiera, y se vestía de cualquier manera y a veces decía cosas un tanto extrañas. Pero también era amable, y parecía justo. Inteligente y agradable, no era una combinación que se diera con facilidad necesariamente. Por lo menos, no en los clientes que visitaban el despacho de Thune. Bulliciosos y de fingida amabilidad, Ésa era la impresión de Matilda. Algunos la trataban como si no existiera en absoluto, otros la miraban con descaro.

—La señora Leimu sufre un terrible resfriado —dijo Thune, y parecía nervioso cuando continuó—: se ha quedado en cama en su casa. Tengo una cita con Grönroos dentro de unos minutos y el Club de los Miércoles se reúne esta noche en el despacho. ¿Le importaría bajar al Mercado de Abastos y comprar por cuenta mía lo que falta, señora Wiik?

La señora Leimu era la sirvienta de Thune, y su chica para todo después del divorcio; sin ella, Thune se habría visto superado por las cuestiones de tipo práctico. Y Leopold Grönroos era uno de los miembros del Club de los Miércoles, quizá el más acaudalado. Propietario, rentista, especulador, avaro, vividor… Matilda ya había oído sobre Grönroos todos esos apelativos, a pesar de que sólo llevaba mes y medio trabajando para Thune.

Grönroos: puntual a la misma hora todas las semanas, el miércoles a las dos y media de la tarde. Seguramente, Thune y él se sentarían en el gabinete y hablarían largo y tendido sobre las inversiones de capital de Grönroos. Éste iría gesticulando irritado de vez en cuando, tamborilearía crispado con aquellos dedos carnosos en la mesa. Cada vez que Thune, con toda parsimonia, le señalara que existía cierto riesgo de ver reducidos los dividendos, Grönroos arrugaría la nariz. Al cabo de una hora más o menos, Thune llamaría a Matilda y le pediría que les llevara la botella de oporto y el whisky, y unas copas apropiadas del mueble bar de su despacho. Luego le propondría un vasito, y Grönroos lo rechazaría de entrada por la gota, que iba a peor con los años. Pero Grönroos cambiaría de idea casi a renglón seguido y Thune y él no tardarían en tener delante el segundo y hasta el tercer vasito. A esas alturas ya no hablarían de dinero, sino que habrían pasado a departir sobre corredores de larga distancia y orquestas sinfónicas y, más pronto que tarde, al cuarto o quinto vasito, estarían ebrios los dos. Todo aquello lo había visto Matilda cuando iba a llevarles archivadores y libros contables y a servirles la bebida. El gabinete siempre estaba en penumbra, unas ascuas ardían en la estufa, sólo había encendida una lamparita con pantalla. Así lo quería Thune. Pero también había podido observarlos sin ser vista las ocasiones en que la luz era algo más intensa, y estaban tan inmersos en la discusión que apenas notaban que ella entraba y salía.

Se sentía decepcionada por el giro que había tomado la jornada, pero ocultaba su malestar como buenamente podía. El Club de los Miércoles era un grupo de amigos que se reunían a beber el tercer miércoles de cada mes, cada vez en casa de uno. Matilda no sabía mucho más de ese club. Pero sí sabía que, si la señora Leimu estaba enferma y la reunión de marzo iba a celebrarse en el despacho, ella no podría irse temprano.

—¿Qué quiere que le traiga del Mercado de Abastos? —preguntó.

—Un paté de campaña, que sea sabroso —dijo Thune—. Unos quesos, bien curados. Galletitas saladas, que sean británicas. Y aceitunas verdes, sin hueso. Italianas, no españolas. Dos tarros.

Thune se puso las gafas en la punta de la nariz y la miró con amabilidad:

—Y ya le he dicho que no tiene que señorthunearme de continuo. Me basta con menos.

Sacó la cartera del bolsillo de la chaqueta arrugada, fue pasando los billetes de un fajo y sacó uno de cincuenta marcos. Cambió de idea, guardó otra vez el billete de cincuenta y sacó uno de cien:

—¿Puede pasar también por el Bolaget? Dos botellas de oporto y dos de whisky. Pregunte por Lehtonen, el encargado. Fue él quien anotó el pedido, no tenían la mercancía en la tienda.

Matilda cogió el billete y le echó una ojeada. En primer plano se veía un grupo de personas desnudas y atléticas, al fondo, las chimeneas de una fábrica escupían nubarrones de humo. ¿Habría visto Thune que la mujer que había en el extremo de la izquierda tenía un trasero bien moldeado? Seguro que sí, se respondió Matilda para sus adentros.

Más tarde recordaría que la plúmbea neblina propia de la época del año tenía ese día un tono vaporoso, casi amable. No era la grisura normal del mes de marzo, cruda e inhóspita, con el chapoteo de placas y terrones pequeños de hielo resonando en las dársenas interiores del puerto, donde el agua aún era negra por completo. Al contrario, era una grisura más tibia, un manto en el que guarecerse. Como en septiembre, cuando las olas de calor ya habían quedado atrás y habían pasado las últimas tormentas.

Un ambiente irreal flotaba sobre la ciudad. La vida, un sueño, un espejismo desdibujado. Allí estaba otra vez aquella palabra; se preguntaba por qué le venía a las mientes una y otra vez. Y entonces se acordó de Konni. Le escribió en febrero, desde Åbo, donde vivía, y donde Arizona tenía un contrato para todo el invierno en el Hamburger Börs. Konni le hablaba de las últimas canciones que había compuesto, una de las cuales se llamaba precisamente así, Espejismo.

Konni le decía que quería grabar Espejismo con Arizona, pero que andaba mal de dinero y se estaba planteando venderle la canción a Dallapé o a Ramblers. Ya había vendido canciones con anterioridad, cuando los discos de Arizona se resistían en el mercado. Konni, su hermano querido. Hacía ya cerca de un año que no se veían y Matilda lo echaba de menos. Habían pasado mucho tiempo viviendo cada uno en un lugar, sin saber el uno qué había sido del otro; eso fue cuando Matilda estaba a punto de dejar la adolescencia y convertirse en adulta mientras Konni seguía siendo un niño. Aun así, estaban muy unidos, se carteaban si no podían verse. Pero Konni rara vez hablaba de sus sentimientos ni de sus pensamientos más profundos. Tuulikki y él habían tenido otro hijo en noviembre, el tercero ya, y desde el primer momento se habían visto cortos de dinero. A veces Matilda se preguntaba cómo estaba Konni en realidad.

Desechó aquellos pensamientos sobre su hermano y siguió ejecutando las tareas con movimientos mecánicos. No la amargaba el hecho de haber tenido que renunciar a sus planes. La vida era así, rara vez salían las cosas como uno se había imaginado. Estaba acostumbrada a amoldarse a los demás y ésa era una de las razones por las que era tan buena en su trabajo. Además, la noche no habría resultado tan divertida como había planeado. Empezaron a dolerle los riñones, y también sintió un dolor abajo, por las ingles, mientras recorría apresurada la calle de Kaserngatan. Pronto empezaría a sangrar, seguramente esa misma noche, y el primer día solía dolerle la barriga las veinticuatro horas.

Se puso a llover y de pronto se formaron colas por todas partes, las compras le llevaron más tiempo de lo esperado y, cuando volvió al despacho, Thune y Grönroos ya no estaban solos. El Club de los Miércoles había aterrizado, Matilda oyó las risotadas varoniles desde la escalera, bullía la animación. Era un edificio de principios de siglo y no tenía ascensor, así que iba subiendo con el cesto de la señora Leimu en una mano y la bolsa de red con las botellas en la otra. Ahora ya oía las voces con toda claridad, lo más probable es que los señores estuvieran agolpados en el rellano con la puerta aún abierta. Oyó la voz de Thune, y a Grönroos, y también varias voces que no conocía: hablaban con ese tono estentóreo y de buen ánimo exagerado que gastaban los hombres cuando llevaban tiempo sin verse.

Se quedó petrificada.

Entre las voces desconocidas había una que sí reconoció. En un primer momento no la supo localizar, pero la llenaba de inquietud, y pronto empezó a sospechar a quién pertenecía. Y cuando oyó al hombre decir algo con tono despreocupado —no se enteró de qué hablaba ni a quién se dirigía— y reírse luego de sus palabras, entonces no le cupo la menor duda. Cabía la posibilidad de que la voz se le hubiera oscurecido un poco, pero la risa era exactamente la misma.

Las voces masculinas resonaron en el rellano, bajaban hasta ella en oleadas como un río incontenible. Se vio transportada a otro tiempo. Una ventana abierta. Verano. Al otro lado de la ventana, una explanada de arena, un campo de tiro enorme, inundado de sol, polvoriento. Un pino alto y solitario, un ejemplar añoso, era el único en interrumpir la uniformidad del lugar. Los había oído llamarlo Sáhara. Estaba mareada, y deseaba estar allí. Deseaba estar allí a pesar de que sabía que, durante los trabajos, alguien moría todos los días de hambre y de debilidad. Oía voces, se encontraban en la misma habitación que ella, hablaban en varias lenguas. La mirada pertinaz, clavada en el otro lado de la ventanilla, el asiento, que se le pegaba en los muslos, los pies descalzos y fríos.

Estaba al pie de la escalera. Oyó pasos raudos y la puerta se cerró arriba. Las voces se redujeron a un vago murmullo, y se debilitaron más aún cuando los hombres dejaron el vestíbulo y entraron en casa de Thune. Matilda aguardó unos instantes, el silencio se extendió sordo y atronador. Se le había helado todo el cuerpo y notaba las piernas débiles y temblorosas, como si no fueran a poder sostenerla nunca más.

Luego sacó fuerzas de flaqueza, agarró bien la bolsa de red y el cesto con los quesos y todo lo demás y subió las escaleras.

3

Durante unos instantes, antes de dirigirle la palabra o de presentársele delante siquiera, en el momento en que entornó la puerta y la vio allí, indecisa, delante del escritorio de la entrada, mientras él seguía oculto en la semipenumbra de la habitación, Thune recordó las respuestas comedidas de la entrevista de trabajo. La señora Matilda Wiik le había parecido inteligente, pero también misteriosa. Su solicitud escrita a máquina no revelaba gran cosa. Tenía treinta y seis años y en realidad Thune, que acababa de cumplir cuarenta, habría querido contratar a alguien más joven. Y más guapa, pero eso le costaba reconocerlo incluso ante sí mismo: no era en eso en lo que consistía el trabajo de mecanógrafa.

La señora Wiik no era ni mucho menos desagradable. Tenía unas facciones definidas, se vestía con sencillez y sobriedad, tenía una bonita figura, parecía más joven de lo que era. Y tenía un currículum impecable: titulación del Instituto de Comercio, mecanografía y estenografía, conocimientos sobresalientes del sueco y el finés, suficientes de alemán, rudimentarios de inglés, un empleo de larga duración en la prestigiosa compañía de transportes Hoffman&Laurén. Pero había en ella algo esquinado, algo gélido que hizo que Thune se anduviera con cautela y precaución durante la entrevista.

Él: Se llama usted Milia Matilda Aleksandra Wiik, ¿no es así?

Ella: Sí.

—Pero la llaman Matilda, ¿verdad?

—Sí, lo prefiero.

—¿Por qué?

—No sé. Terminó siendo así. Matilda es más bonito.

—¿Y es usted suecoparlante?

—Mi padre lo era. Mi madre sólo hablaba finés y ruso.

—¿Habla usted ruso?

—No, por desgracia. Entiendo un centenar de palabras. Pero entender no es hablar.

Él le sonrió y le dijo:

—Y hablar de un tema no es lo mismo que ser un entendido en él.

Sólo una levísima ondulación de la comisura de los labios cuando respondió:

—No, desde luego.

Él: ¿Y sus padres?

Ella: No viven.

Él esperaba que continuase, pero no lo hizo. Se dejó vencer por la curiosidad:

—¿Qué les pasó? Si me permite la pregunta…

—Murieron jóvenes. Enfermos. Yo me crie con… unos parientes. ¿Es eso relevante?

A Thune lo sorprendió la franqueza de su pregunta. Quiso pasar por alto su falta de tacto y preguntó:

—¿Por qué dejó usted Hoffman&Laurén?

—Eso es algo de lo que prefiero no hablar.

—Pues ellos han escrito unas referencias brillantes. Si tanta confianza tenían en usted, ¿por qué…?

Ella lo miró con la expresión de quien escucha a un niño díscolo y torpe.

Y respondió:

—¿No podría limitarse a creer que lo que dicen las referencias es verdad?

Thune lo había visto: la soledad que la rodeaba. Pero en la brevedad y la precisión de sus respuestas había también cierto poder de atracción. Corrió el riesgo y la contrató, y ella no lo había decepcionado. Hacía su trabajo a la perfección, en las siete semanas transcurridas no se había preocupado por su profesionalidad ni un segundo.

Aquel miércoles, Thune recibió a tres clientes antes del almuerzo. Le pidió a la señora Wiik que pidiera varias conferencias al extranjero, una de ellas a la delegación finlandesa de la calle Stankévich, en Moscú; otra a un banco de Estocolmo. Le dictó dos cartas. Tenían un tono sobrio por demás y ante una frase particularmente cáustica la señora Wiik levantó la vista y enarcó ligeramente la ceja izquierda. Por lo demás, todo iba como solía. Él disponía de sus servicios sin dedicar un segundo a pensar en quién era ella o qué le pasaba por la cabeza.

Era perspicaz.

Era inteligente.

Pero, a pesar de todo, pertenecía al servicio. Estaba disponible, se dedicaba a resolver asuntos por cuenta de Thune, ésa era la cuestión.

Mientras, allí en la puerta, sacaba el billete de cien marcos y mandaba al mercado y a la licorería a la señora Wiik, Thune no pensaba precisamente en sus obligaciones. Eran simples tareas domésticas que él habría podido hacer durmiendo.

Estaba pensando en que el Club de los Miércoles iba a reunirse en el gabinete dentro de unas horas.

Y en que, antes de eso, tendría que aliviar por enésima vez esa preocupación tan enfermiza que tenía Polle Grönroos de que su fortuna dejara de crecer. Si Thune no estuviera tan enfadado con Robert Lindemark, habría enviado a Grönroos con Robi hace tiempo. Lo que Grönroos necesitaba era un médico para los nervios, no un asesor financiero.

La entrada de los alemanes en una Austria exultante sería el tema de conversación de aquella noche. Ya habían pasado varios días, pero todos seguían hablando de ello. Thune estaba junto a la ventana en la soledad del dormitorio pensando en Gabi y escuchando las campanas que llamaban a la misa dominical mientras el locutor de la Agencia de Noticias de Finlandia reproducía las palabras triunfales de Hitler en la radio. La Gran Alemania, los herederos del Imperio romano, el reino del mundo, con miles de años dorados ante sí. Era propio de aquella época hablar así: Thune tenía colegas que imaginaban una Gran Finlandia, con la frontera oriental más allá de los Urales, cuando se emborrachaban en la cena después de las reuniones de la Sociedad de Abogados.

Thune estaba a punto de replantearse toda su vida. A veces, como ahora, pensaba en los seis hombres jóvenes que fundaron el Club de los Miércoles y en los seis hombres de mediana edad que seguían en él. Los seis primeros no coincidían con los seis últimos, dos habían desaparecido en el transcurso de los años y otros dos se habían incorporado al grupo.

Fundaron el Club en otoño del 27, tan sólo unos meses después de que Thune se casara con su querida Gabi, en plena bonanza económica, cuando la ciudad estaba llena de bares de jazz recién abiertos y la bailarina Ida Bedrich actuaba prácticamente desnuda en el Lido de la calle Fabiansgatan. Se habían despedido de la vida estudiantil —todos salvo el gandul de Guido Röman— y habían encontrado trabajo en compañías e instituciones sólidas. En los estatutos del Club de los Miércoles se leía que el objetivo de la actividad consistía en «contribuir a mantener un diálogo político y cultural en lengua sueca en la ciudad de Helsingfors, y a profundizar en él», pero la verdadera intención era procurar a los socios la ocasión de emborracharse. Hubo una actividad notable hasta principios de 1933, luego se lo tomaron con tranquilidad mientras Thune servía en las delegaciones de Estocolmo y de Moscú y ahora por fin volvía el Club a estar vivo.

Thune no era hombre fanfarrón. Nunca era obstinado ni instigador en las discusiones y, ante los extraños, prefería suavizar su papel. Pero sabía que era importante para el Club de los Miércoles.

El pobre de Bertel Ringwald se las tuvo que ver con Viskärsfjärden, aquella bahía tan traicionera del archipiélago de Åbo; ya en el verano del 31, iba a cazar la vela mayor cuando navegaba con mar gruesa, pero cayó al agua y se ahogó. Un año después se casó Hugo Ekblad-Schmidt con una parisiense y su suegro le asignó el puesto de vicedirector de su agencia, con sede en una calle de Marais.

De los miembros fundadores quedaban el psiquiatra Robert Lindemark, el periodista Guido Röman, el poeta y actor de teatro Joachim Jary, alias Jogi, y Thune.

El hombre de negocios Leopold Grönroos y el médico Lorens Arelius, llamado Zorro, habían entrado en el grupo posteriormente; en el caso de Arelius, nada menos que en 1936.

Un grupo heterogéneo. Pero unido por fuertes vínculos.

Tampoco en esta ocasión estarían al completo.

Robi Lindemark volvería a participar por primera vez desde lo de Gabi. A Lindemark lo habían invitado pro forma las últimas veces, pero él había declinado la oferta. Nadie sabía si lo había hecho por consideración a Thune o por miedo o por vergüenza. Que tenía que ver con Gabi, eso sí era seguro.

Gabi y Robi. Gabi y Robi y el tonto, el bueno, el ciego de Klabben. Thune aún sentía el rayo de los celos en su fuero interno como un cuchillo de frío acero, le ocurría por lo menos una vez a la semana. Pero estaba decidido. Ahora se imponía ser magnánimo. Había llamado a Lindemark y lo había invitado personalmente. La conversación no fue muy fluida, pero Thune insistió y, algo desconcertado, Robi terminó por aceptar.

Cuando un miembro volvía al grupo, faltaba otro. Joachim Jary había comunicado que no asistiría. O, mejor dicho, durante la conversación telefónica el jefe de servicio médico Lindemark le había comunicado a Thune la inasistencia de Jary: había sufrido otro ataque y lo habían ingresado en el hospital de Kopparbäck, al norte de la ciudad.

Thune pensaba en su amistad con Robi Lindemark, no podía remediarlo.

Cómo deambulaban por el Brunnsparken y el puerto de Havshamnen hacia Sandviken cuando eran estudiantes de bachillerato, deambulaban por la luz blanca de la primavera y las largas noches oscuras del otoño departiendo sobre filosofía y literatura. Bergson y Barbusse, Kipling y Tolstói, Aho y Schildt. Thune, tan alto y flaco y rubio como Lindemark era recortado, corpulento y moreno. El Cuervo y el Buitre, Uña y Carne, Max y Moritz: qué montones de sobrenombres no les daban entonces a aquellos dos jovenzuelos atrevidos que saltaban lomas nevadas en invierno y nadaban hasta Rönnskär en verano. Pero a Robi y a Klabben no les importaban las burlas. Eran amigos desde la infancia, los dos vivían en la calle Parkgatan, procuraban sentarse juntos en el liceo normal todos los años. Eran amigos íntimos; más incluso, eran hermanos de sangre. El verano que cumplieron doce años, llevaron a cabo el ritual: se cortaron solemnemente la yema del pulgar con una navaja y mezclaron su sangre.

Sellaron un pacto.

Pero de eso hacía mucho.

Thune recordaba aquel viernes ventoso de hacía año y medio, cómo todo se le antojó una opereta.

Octubre del 36. Unos meses después de que Thune y Gabi hubieran vuelto de Estocolmo, unas semanas antes de que Thune fuera a mudarse a Moscú. Gabi ya le había anunciado que quería quedarse en Helsingfors, ya no tenía fuerzas para vivir otra vez en el extranjero. Y no confiaba en los bolcheviques, decía, en particular en alguien como Stalin.

Algo más de un año después, Thune encontró por azar el escondite donde Gabi guardaba su diario. Y los relatos, que había empezado a escribir sin que él lo supiera.

Lo que leyó lo llenó de malestar, pero al principio decidió no sospechar nada.

Inmediatamente después del regreso a Helsingfors y tras haberse mudado al apartamento de la calle Högbergsgatan, se aseguró de que Gabi seguía teniendo el diario y los cuadernos de escritura en el mismo escondite. Y continuó leyéndolos cada vez que se le presentaba la ocasión.

Un jueves de octubre comunicó al personal administrativo que no acudiría al ministerio al día siguiente: trabajaría en casa, y no quería que lo molestaran con llamadas telefónicas.

A las once de la mañana del viernes se vio con Lindemark en la escuela Brobergska. Thune se acomodó en el Opel Olympia gris metalizado de su amigo el neurólogo y se fueron a lo que era el orgullo de Lindemark, el nuevo y moderno hospital mental de Kopparbäck.

No hablaron mucho durante el trayecto. Unas ráfagas de viento furibundo zarandeaban el coche de acero y obligaban a Lindemark a agarrar bien el volante y a concentrarse en la conducción. Pero lo que se dijeron fue de peso. Cuando ya habían dejado atrás Tusby y se acercaban a Kopparbäck por el sur, Thune dejó escapar un suspiro de resignación y, sin girar la cabeza, sin mirar al amigo, declaró:

—Gabi está a punto de dejarme. Se conoce que tiene una aventura que va en serio.

Lindemark hizo un gesto compasivo, pero con la mirada fija en la carretera. Mejor así, pensó Thune, porque el Olympia daba unas sacudidas preocupantes con tanto viento.

—Dramático, Klabben. E inverosímil. ¿Con quién?

—Contigo, Robi —respondió Thune con tono sereno. En ese mismo instante, se preguntó por qué no se echaba hacia la izquierda y daba un tirón brusco del volante, habría sido facilísimo, y las consecuencias habrían resultado terribles a buen seguro, dada la velocidad, entre 75 y 80 kilómetros por hora.

Pero se limitó a añadir:

—Eso era lo que querías contarme hoy en el almuerzo, ¿verdad?

A cualquiera que no los conociera le habría parecido cómico que siguieran adelante con el almuerzo. Fue una idea que tuvieron cuando la vida empezó a llevarlos por caminos diferentes, y que los dos convirtieron en una tradición: una vez al año, Lindemark invitaría a almorzar a Thune, y otra vez sería a la inversa. Cuando nombraron a Lindemark jefe de servicio en el hospital de Kopparbäck, empezó a invitar a Thune allí. Cuando le tocaba el turno a Thune, éste solía reservar mesa en alguno de los restaurantes del centro de Helsingfors, el Kämp o el Royal o el Monte Carlo.

Naturalmente, las circunstancias convirtieron el almuerzo en una tortura para los dos. No encontraron ningún medio de abordar el tema del día de un modo constructivo. Así que se limitaron a guardar silencio. La comida estaba rica —sopa de rebozuelos, lucioperca cocida, crema de vainilla, café con coñac—, pero vino acompañada únicamente del tintineo de los cubiertos y de los pasos discretos pero raudos de los criados que iban de las cocinas de la residencia oficial del médico al salón donde comían los dos hombres.

En un momento dado, acababan de empezar a tomar la sopa, Robi alzó la copa y prorrumpió en un «¡Salud! ¡Bienvenido, pese a todo!». Thune respondió alzando la copa también. Luego la apuró de un trago, se la llevó a la altura del tercer botón de la chaqueta contando desde arriba y dejó escapar un sonoro «¡Aaaah!». Al mismo tiempo, se preguntaba por qué Robi y él se comportaban de pronto como dos aspirantes de la escuela de cadetes de Munksnäs. Ninguno de los dos tenía inclinación militar, ni siquiera la tuvieron a la edad de veinte años, cuando el país se convirtió en un infierno en el que todos desconfiaban de todos.

Al otro lado de la ventana del salón brillaba el sol, pero el viento del norte aún soplaba igual de impetuoso y en el silencio que siguió al brindis se oyeron sus silbidos con claridad. Thune escuchaba el sonido y soñaba con un duelo a pistola como los de antaño. Luego cayó en la cuenta de lo ridículo de semejante idea. Él no practicaba el tiro, ni con pistola ni con escopeta, ni siquiera pertenecía a los voluntarios de la Guardia Blanca y, que él supiera, Robi tampoco.

Más tarde, sin embargo, llegados a la crema, que era blanca y espesa, Thune no podía quitarse de la cabeza el trasero velludo de Robi moviéndose como un pistón encima de Gabi, entre sus piernas abiertas, quizá estuviera desnuda o quizá sólo se hubiera subido el camisón por debajo las nalgas y hasta la barriga, tal y como solía hacer cuando estaba con Thune. Mientras Thune echaba mano de la cuchara del postre, veía ante sí cómo, una y otra vez, clavaba en las posaderas desnudas de su antiguo amigo un cuchillo de trinchar. Pero cuando Lindemark miró a Thune a los ojos y alzó la copita de spätlese dulce hasta el tercer botón de la chaqueta, Thune guardó las apariencias y le dio las gracias por la invitación y le dijo con voz firme que el lucio estaba exquisito. Habría querido preguntarle a Lindemark qué estaba pensando —a penny for your thoughts—, porque sospechaba que su anfitrión también estaba pensando en Gabi en aquellos momentos, en aquel instante inane de tan serena apariencia. Por cierto, ¿habría estado Gabi allí, habrían estado Lindemark y ella juntos en la residencia oficial? Seguro que sí. Pero Thune no hizo ninguna pregunta, y Lindemark, por su parte, se puso a mirar por la ventana mientras se comía la crema de vainilla; tenía la mirada prendida del gran arce del hospital, que ya había empezado a llamear entre rojos y amarillos, y nada podía leerse en su rostro.

Y ahora era un brumoso miércoles de marzo, había transcurrido un año y medio, Gabi había alquilado un piso de dos habitaciones en un extremo de la calle Albertsgatan, pero pasaba bastante más tiempo en el amplio apartamento que Robi tenía en Villagatan, y el proceso de divorcio de Thune y Gabi seguía su curso.

Thune se había negado a presentar una demanda por infidelidad, de ahí que Gabi y él tuvieran que vivir dos años en direcciones distintas antes de que el divorcio entrara en vigor.

—Soy un hombre moderno, y un jurista moderno —le soltó Thune a Gabi—. Ten por seguro que no pienso invocar algo tan propio del Antiguo Testamento como el adulterio.

Hacia las tres y media de la tarde el primero en llegar al rellano y llamar al timbre para acudir al Club de los Miércoles (si exceptuamos a Grönroos, que ya empezaba a estar borracho) fue el hombre que le había robado la mujer a Thune, que fue a abrir personalmente, ya que la señora Wiik no había vuelto todavía.

—Querido Robi, bienvenido —dijo Thune sin extenderse gran cosa, y dio unos pasos hacia atrás para que Lindemark pudiera entrar.

—Klabben, cuánto tiempo, muchas gracias por la invitación —replicó Lindemark. A Thune le pareció que sus palabras sonaban falsas. La cara de Lindemark expresaba jovial benevolencia y una gran serenidad, pero se apreciaba un frenesí inusual en los movimientos de sus manos cuando sacudió el paraguas empapado y lo puso a secar en el rellano de la escalera.

La señora Wiik no volvió con la comida y las botellas hasta pasadas las tres y media. Para entonces, también habían llegado Röman y Arelius. A la señora Wiik la sorprendió el aguanieve, traía el abrigo empapado y parecía preocupada por cómo tendría el pelo. Thune sabía que las botellas de más eran un exceso de celo. Tenía en el despacho vino y aguardiente de sobra, pero no quería correr el menor riesgo: lo peor que podía ocurrir era que se les acabara la bebida.

Thune le fue presentando uno a uno a los miembros del Club, a todos salvo a Grönroos. Le presentó a Lindemark con el título de jefe de servicio médico, pero no pudo por menos de añadir «y sibarita». Lo dijo con cierta ironía. Los demás hombres, que estaban al tanto de todo, lo notaron y se miraron discretamente. Lindemark fingió no darse por enterado y la señora Wiik no pareció notar nada.

Luego la presentó a los hombres, no sin orgullo:

—Nuestra reciente, inmejorable adquisición en el despacho. La señora Wiik no lleva aquí más de siete semanas, pero ya se ha hecho insustituible.

Guido Röman soltó una risita y dijo:

—¿Por qué hablas de «nosotros» y dices «nuestra», Klabben? Yo creo que todos saben que aquí sólo estáis ella y tú.

—Es transitorio, hermano Guido. Este verano, Rolle estará de vuelta.

El sobrino de Thune, Rolf-Åke Hansell, se había encargado del bufete los años que Thune estuvo empleado en el ministerio. A pesar de su juventud —veintiocho años—, Rolle Hansell era mejor jurista y asesor financiero que su tío materno. Pronto defendería la tesis en Uppsala. Thune, que nunca se engañaba en cuestiones profesionales, deseaba con todas sus fuerzas que su sobrino volviera al bufete.

Miró de soslayo a la señora Wiik, que no había pestañeado durante el intercambio. Saludó educada pero sobria a Arelius, a Lindemark y a Röman, y flexionó ligeramente las rodillas. Thune la encontró pálida y cansada. ¿Sería la bruma, aquel día plúmbeo y gris? ¿O estaría tratándola con demasiada dureza? ¿No debería permitir que algún día se fuera del despacho un poco antes?

4

Cuando los demás se fueron, Thune se quedó allí.

Empezaba a hacer frío en la habitación, así que cogió unos troncos, abrió las portezuelas de la estufa y encendió el fuego de nuevo.

Al otro lado de la ventana dominaba la niebla, densa y cargada de humedad. La plaza de Kaserntorget estaba desierta, un silencioso mundo subacuático: los círculos de luz de las farolas, de contorno difuso, como pálidas medusas.

Thune se sentía como un idiota.

Aquel encuentro lo agobiaba, se había esforzado duramente por armarse de la buena voluntad que, pese a la amargura y la soledad, se había propuesto demostrarle a Robi Lindemark.

Ahora estaba apesadumbrado, no se sentía libre, como si alguien le hubiera sujetado la cabeza fuertemente con una banda metálica.

La conversación giró en torno a Europa y la política. No fue agradable. De la comida que debía mitigar el efecto del alcohol dieron cuenta a lo largo de la primera hora. Luego, el consumo de alcohol fue aumentando, pero no caldeó el sentimiento de antigua camaradería tal y como Thune esperaba. Por el contrario, el estado de embriaguez prendió la llama de la discordia cuyo rescoldo los separaba desde hacía tiempo.

Thune se había sentado enfrente de Robi Lindemark, y se sintió incómodo. Trató de no pensar en Gabi.

Naturalmente, estuvo pensando en Gabi.

Estuvo pensando en Gabi toda la noche.

En un par de ocasiones, la imprecisión de sus intervenciones a propósito de la candente cuestión alemana lo descubrió de un modo flagrante. Por primera vez en los diez años de historia del Club de los Miércoles quedó patente un desacuerdo tan profundo que puso a prueba el respeto mutuo de los miembros. Por primera vez, empezaron a intuir que incluso el círculo de amigos más íntimamente unidos corre el riesgo de dividirse cuando la política termina en guerra. ¿Y qué hace en una ocasión así el jurista licenciado Claes Thune?

Se queda allí sentado a la mesa, presente de cuerpo pero no de alma.

Se queda allí sentado, sumido en negros pensamientos sobre la que fuera su mujer, en cavilaciones que giran en torno a sus preferencias y apetitos.

Recordó el último verano que pasaron juntos en Suecia.

Julio del 36. Gabi había viajado a la costa oeste con unas amigas suecas. Dos semanas de evasión. Navegando a vela por Marstrand, vida de playa y baños en el mar de Tylösand, Thune no lo sabía con detalle. Él se había quedado en Estocolmo, tenía unos informes que escribir. Luego, se tomaría sus vacaciones. Gabi y él irían a Finlandia, a la casa veraniega que la familia de ella tenía en Sommaröarna, en el archipiélago cercano a Esbo.

Thune le dio vacaciones a Elsa, la criada, iba a cenar al Sturehof y al Anglais, se encargaba de las tareas rutinarias en la cancillería, desierta en verano, que la delegación tenía en la calle de Strandvägen, bebía cerveza con algunos periodistas en Säcken, se sentía seguro y en paz con la idea de estar a gusto él por su lado y Gabi por el suyo. La mayor parte del tiempo la pasaba en el caluroso y angosto apartamento que tenían cerca de la iglesia de San Juan, en la mesa del comedor tenía la máquina de escribir, se pasaba los días con los pantalones de jugar al tenis, las mangas de la camisa arremangadas, descalzo, trabajaba con los informes de un modo relajado, regaba las plantas, hacía limpieza entre sus chismes después del trajín de la primavera y de principios de verano en el trabajo. Buscó una chaqueta de lino que no conseguía encontrar para asistir a una reunión en Bellmansro, en su distracción fue a revolver en el baúl de Gabi en lugar del suyo.

Gabi era despreocupada con todo lo práctico, exactamente igual que Thune: se había olvidado de cerrar el baúl. Thune había empezado a rebuscar entre la ropa cuando se dio cuenta de su error. Para entonces, el diario y los cuadernos estaban ya ante su vista. Y él se encontraba en un apartamento donde nadie más pondría un pie hasta que Elsa volviera para limpiar el lunes siguiente.

La tentación pudo con él.

Tal vez fuera por falta de autoestima, tal vez por celos puros y simples. Al cabo de tres años en Estocolmo, Thune aún se sentía inseguro en la ciudad. A Gabi le costaba mucho menos que a él hacer amigos, todos caían rendidos a su chispa y su encanto.

Una sensación que lo corroía por dentro fue creciendo mientras leía, la impotencia que se le extendió por todo el cuerpo, la debilidad física que lo hizo sentirse como si no pudiera volver a mover las articulaciones nunca más, como si nunca más pudiera volver a dar un paso con rapidez, como si nunca más pudiera rodear con la mano la nuca de una mujer y besarla en la boca, como si nunca más pudiera sentir de nuevo ese cosquilleo cuando el miembro empezaba a crecer en los calzoncillos.

De repente se acordó de que vivía en el barrio de Hjalmar Söderberg. Allí, en el parque de la iglesia, un atormentado Arvid Stjärnblom se había apostado a mirar la ventana de Lydia Stille.

Juegos serios:1 ya en la primera lectura, Thune encontró una larga anotación en el diario acerca de la tensión que surgió durante una fiesta celebrada en el jardín de una casa de Grankulla, durante la visita a Finlandia el verano anterior. El hombre por el que se había interesado Gabi figuraba como R., decía que era encantador, de modales suaves, y que sabía escuchar. R. sólo aparecía una vez más ese año, de pasada, en noviembre, a propósito de una gran cena que ofreció en su casa el ministro Erich.

No había cartas apasionadas. No había cartas de ninguna clase. No había, en el fondo, fundamento para las sospechas. Pero Thune recordaba que Robi Lindemark estaba sentado a la mesa del ministro aquel noviembre, Robi participó en un congreso médico en Estocolmo aquella semana, precisamente.

Thune parecía otro cuando Gabi llegó a casa después del viaje estival por el oeste. Estaba de mal humor. Se quejó de lo manirrota que había sido Gabi y del piso en el que vivían. Tenía continuamente arrebatos caprichosos, incomprensibles para él mismo.

Elsa había cubierto los muebles con sábanas y Thune y Gabi tomaron el vuelo a Helsingfors. Aterrizaron en la bahía de Kronberg, a las afueras del cabo de Skat, y siguieron viaje rumbo a Sommaröarna, a la flamante casona de crujiente parqué donde reinaba el patriarca Boris Fahlcrantz y Gabriella, hija de Boris, y sus hermanos y hermanas obedecían órdenes, de nuevo convertidos en niños pequeños.

Allí, en aquel paraíso familiar, empezó Thune, cada vez más avinagrado, a venir con nuevas exigencias en la cama. Una de ellas incluía un guante de encaje blanco, pero Gabi se negó. Las exigencias se derivaban del hecho de que Thune hubiera leído a escondidas El cojín de seda, uno de los relatos de Gabi, pero eso ella no podía saberlo.

Bufete de abogados Claes Thune, cuarta planta, a la habitación más recóndita la llaman el gabinete. Aquel miércoles de marzo de 1938 mientras la tarde se hacía noche: discordia, declaraciones ofuscadas, palabras duras. Pero la mirada de Thune estaba anclada en la lejanía, en veranos perdidos y en Gabi. Lo que se decía llegaba a su conciencia sólo fragmentariamente, sus propios comentarios eran vagos y nada comprometidos. Ya habían pasado varias horas cuando Lorens Arelius le hizo una pregunta directa:

—¿No es verdad, Klabben? Tú también te conoces Berlín, así era entonces, tal y como yo lo he descrito, ¿no estás de acuerdo?

Thune miró a su alrededor y, por unos instantes, se vio en medio del cuadro Simposio, de Gallen-Kallela. Los ojos de los demás estaban tan sombríos como los de Sibelius y Kajanus en el famoso cuadro. Zorro Arelius tenía un aspecto agradable que inspiraba confianza a los pacientes, pero ahora se veían sus facciones desencajadas por el alcohol, la mirada frenética y aguanosa, la boca torcida en una mueca de irrisión despótica y arrogante. Arelius era un año mayor que Thune, y el apodo le venía de los años de estudiante: de joven se parecía a Douglas Fairbanks, que había interpretado en el cine el papel de don Diego de la Vega, alias el Zorro, el conocido vengador. Ahora, en cambio, se parecía más bien a alguna de las criaturas del gabinete del doctor Caligari, alguien a quien seguían la corriente para que no incordiara, y Thune dijo de improviso:

—Pues… no lo sé, puede ser.

En la silla, al lado de Arelius, un Robi Lindemark igual de ebrio negó furioso con la cabeza y exclamó:

—Pero qué demonios, Klabben, ¡no hablarás en serio! ¿Dirías lo mismo si el que estuviera sentado en esa silla fuera Jogi?

Thune sintió una punzada de añoranza cuando oyó nombrar a Joachim Jary. Los últimos años había estado entrando y saliendo sin parar de la clínica de Lindemark, cada vez se volvía más frágil. Siempre fue una persona nerviosa, un soñador y un fantasioso, con un arco tan tenso que todos los días se le saltaban un par de cuerdas. Jary había sufrido miedo escénico desde su juventud; hacía unos años se le agudizó hasta el punto de que tuvo que dejar el teatro. Al mismo tiempo, aumentó ese estado de sobreexcitación general. Además, empezó a ver odio a los judíos también en situaciones cotidianas que no eran más que bromas inocentes, igual que se gastaban bromas sobre una nacionalidad o una raza cualquiera.

Thune sintió una punzada más: los remordimientos por haberse dejado llevar al responder a la pregunta de Arelius a pesar de no saber a qué se refería. Era consciente de que se arriesgaba a quedar como un superficial y un necio, así que se puso a rebuscar en la memoria a la desesperada.

Llevaban toda la noche hablando de Alemania y Austria, y de Hitler. Lindemark pronunció un largo monólogo sobre las ideologías contemporáneas, habló de lo manipulador que resultaba su cuasiclasicismo y de su querencia por los grandes escenarios y las fortificaciones deslumbrantes. Caracterizó al nazismo como la ideología de núcleo más perverso: «Dejamos suelta a la fiera hace muchos años, y ahora nadie es capaz de meterla otra vez en la jaula, se ríe del domador, se ríe de la carnada y del látigo».

Arelius y Grönroos, que sabían que Lindemark había votado por los socialdemócratas no suecos en los últimos comicios, protestaron enseguida. Arelius lo acusó de entregarse a una retórica barata, le preguntó si de verdad estaba dispuesto a absolver a un intrigante sanguinario como Stalin, al tiempo que condenaba al líder alemán, que seguramente se andaba con mano dura, pero que había conseguido levantar el país, a todas luces.

Thune creyó atisbar en Arelius una ardiente voluntad: la voluntad de atacar a Lindemark con más dureza todavía y de exponer otra forma de considerar el momento presente: la progermánica.

Y Lindemark se mostró igual de temperamental, faltaría más. Los austriacos iban a votar si se unirían o no a la Gran Alemania, y los periódicos habían publicado el texto de la papeleta de voto. Lindemark echaba espuma por la boca de rabia:

—¿Se confiesa adepto a nuestro líder Adolf Hitler y, por ende, a la reunificación con Alemania que se completó el 13 de marzo de 1938? ¿Qué demonios de papeleta de voto es ésa? ¿Dónde está la libertad de voto cuando te formulan la pregunta en esos términos?

—La libertad de voto radica en que puedes decir que no, claro —replicó Arelius con tono seco.

Lindemark:

—¡Que puedo decir que no! ¿A qué precio, Zorro? ¿Que alguien pinte una ene hermosísima de color negro en la fachada de mi casa? ¿Que me pase un año en el campo de trabajo de Dachau, bajo la amable supervisión del señor Loritz?

Guido Röman trató de restar dramatismo a la discusión:

—¿Por qué os encendéis así? ¿No veis que Hitler es un hombrecillo de poca monta? En su momento veremos al rey tristemente desnudo, y de nada servirán entonces ocupaciones militares o espectáculos nocturnos en Núremberg.

Arelius, con voz punzante:

—No es que yo caiga rendido ante sus desfiles, qué va. Pero mira el paro, ¡casi ha desaparecido!

—Y las cifras de la industria pesada rayan en lo extraordinario —lo secundó Polle Grönroos.

—¿Cómo podéis reducir el nazismo a una cuestión económica? —exclamó Lindemark con el temblor de la ira en la voz. Se aclaró la garganta y, al tragar aire, vieron cómo se le movía la nuez. Se diría que, literalmente, se quisiera tragar la rabia. Y continuó—: Lo que hacen los nazis sólo es provechoso para la industria y el partido. A los ciudadanos les dan margarina en lugar de mantequilla, ¡Ersatz en lugar de bienestar!

Grönroos dijo con media sonrisita:

—Robi, ¿no deberías alegrarte de que la gente tenga trabajo? ¿Ya has olvidado aquellos años duros? Cuando millones de jóvenes viven ociosos y hambrientos en todos los países, ¿qué hay más fácil para su líder que mandarlos a la guerra? El riesgo de guerra ha disminuido desde que Hitler llegó al poder.

Lindemark meneó la cabeza otra vez:

—¡Si de veras fuera así! Pero están en movimiento fuerzas imponentes. El instinto de adorar y el instinto de odiar se cuentan entre los más potentes del ser humano.

—¡Yo no defiendo las consecuencias! —intervino Arelius—. Y no tengo nada contra los judíos. Son arrogantes, pero también tienen motivos para ello. Nuestro querido Jogi es una prueba de que son raros pero inteligentes. Pero yo hice la pasantía en Berlín cuando era joven y uno de cada dos médicos y uno de cada dos abogados era judío. Por no hablar de cómo estaban las cosas en las universidades.

Y en ese momento fue cuando Arelius se volvió hacia Thune, que estaba distraído, y le hizo aquella pregunta. Y cuando Thune respondió, y ante las protestas de Lindemark, intervino Polle Grönroos en defensa de Arelius:

—Sois injustos con el hermano Lorens. Lo único que está diciendo en realidad es que los judíos fastidian a muchos porque son una raza de éxito. Son mejores que nosotros, ésa es la verdad. Mirad si no la filosofía, la ciencia, mirad el arte, los negocios. ¡Judíos por doquier! Sólo en el ámbito del deporte parece que se mantienen a raya.

La discusión se transformó entonces en un griterío achispado en el que todas las nacionalidades —rusos, alemanes, judíos, finómanos, suecómanos— fueron sometidas a crítica y a examen. En todo caso, uno de ellos, Thune creía recordar que fue Lindemark, se levantó y declaró que el día siguiente era laborable y que más valía ir pensando en retirarse. Enseguida se pusieron el gabán y se enrollaron la bufanda para protegerse de la crudeza y la humedad de la niebla, y empezaron a bajar las escaleras dando bandazos hasta la calle y luego hasta la plaza, donde se encontraba la parada de coches de alquiler.

Pero antes de llegar allí, mientras los demás, entre resoplidos y maldiciones, se ponían los zapatos, Robi Lindemark se acercó a Thune y, avergonzado a pesar del vino, dijo:

—Resulta que el libro de Gabi va a salir dentro de unas semanas. En Schildts.

Thune lo miró fríamente.

—¿Ah, sí? ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

Lindemark carraspeó nervioso.

—Pues… es que resulta que uno puede elegir libremente su nom de plume. Y Gabi ha elegido…, bueno, ha elegido Linde.

Thune enarcó la ceja derecha.

—Su nom de guerre, querrás decir. Porque eso significa que pensáis casaros a no mucho tardar, ¿no? Y está tanteando el terreno, ¿verdad?

—No, no, nada de planes en ese sentido —murmuró Lindemark con la mirada vacilante—. Lo cierto es que ha sido Gabi quien me ha pedido que te lo cuente. Pensaba que…, bueno, que querrías saberlo.

—Y un cuerno voy a querer saberlo.

Thune gruñó aquellas palabras como para sus adentros, pero Lindemark las oyó y quiso arreglar las cosas: