Esperando un milagro - Jackie Braun - E-Book
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Esperando un milagro E-Book

Jackie Braun

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Beschreibung

Al descubrir que se había quedado embarazada, Lauren Seville supo que la vida que conocía había llegado a su fin… y que era el comienzo de lo que siempre había soñado. Entonces encontró el lugar perfecto para ella y su futuro hijo y algo que no esperaba: una sorprendente atracción por su guapísimo casero. Desde el momento en que Lauren se mudó a aquella casita de su propiedad, Gavin O'Donnell sintió un increíble instinto de protección hacia ella. Pero a medida que se acercaba la fecha del parto, aquella mujer tan independiente despertó en él algo más: el deseo de ser padre.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Jackie Braun Fridline

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Esperando un milagro, n.º 2200 - febrero 2019

Título original: Expecting a Miracle

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-448-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

LAUREN Seville aparcó a un lado de la carretera y bajó del coche. Hacía un maravilloso día de verano, de cielo azul y soleado. Contempló el pintoresco paisaje rural de Connecticut, inspiró el aroma de las flores silvestres y escuchó el gorgojeo de los pajarillos. Después se dobló por la cintura y vomitó.

El día podía ser maravilloso, pero su vida estaba tan revuelta como su estómago en ese momento. Estaba embarazada.

Tiempo atrás, antes de conocer y casarse con el inversor Holden Seville y emprender su carrera como Esposa de Hombre Muy Importante, los médicos la habían informado de que nunca concebiría. Tras cuatro años de un matrimonio tan estéril como se había creído ella, había concebido.

Se enderezó y acarició el estómago aún plano, por encima del ligero vestido de verano. La noticia, que había recibido hacía dos semanas, seguía llenándola de júbilo, asombro y excitación. Habían transcurrido tres meses de lo que ella consideraba un milagro.

Su esposo no compartía su alegría por el bebé, sino más bien al contrario

–No quiero hijos.

Ella había notado el frío rechazo de su voz, pero no la había sorprendido. Él lo había dejado muy claro cuando le propuso matrimonio, un año después de su primera cita. Los niños eran molestos, ruidosos y, sobre todo exigentes. No encajaban con el estilo de vida profesional y social del que Holden disfrutaba y quería seguir disfrutando.

Lauren no estaba de acuerdo con él, pero no había discutido. No merecía la pena, al fin y al cabo, no podía quedarse embarazada.

Tuvo una segunda oleada de náuseas.

–Oh, Dios –murmuró después de vomitar, apoyándose en el lateral del coche.

Había sido una tonta al esperar que la rígida opinión de su marido se suavizara ya que la cosa no tenía remedio. Seguía doliéndole que él hubiera pretendido remediarla.

–Pon fin a tu embarazo –había dicho. Tu embarazo.

Como si Lauren fuera la única responsable de su estado. Como si él no tuviera ningún vínculo con la nueva vida que crecía en su interior. Le había dado un ultimátum.

–Si no lo haces, pondré fin a nuestro matrimonio.

Así que, veinticuatro horas después de negarse, Lauren se encontraba sola en una carretera rural, mareada, agotada y anhelando la comodidad de la enorme cama de su piso en Manhattan. Volvería, eventualmente. Se había marchado llevándose sólo el bolso y una intensa desilusión. Pero no volvería hasta tener un plan. Cuando volviera a enfrentarse a Holden lo haría con dignidad, con sus emociones bajo control. Le ofrecería sus propios términos y condiciones.

–¿Está bien?

La profunda voz sobresaltó a Lauren. Se dio la vuelta y vio que un hombre corría hacia ella desde la granja que había a unos metros. Se preguntó si lo habría visto… todo. Se sonrojó de vergüenza.

–Estoy bien –contestó Lauren. Forzó una sonrisa y rodeó el capó del coche, esperando que no se acercara más. Pero él siguió por la carretera y estuvieron cara a cara antes de que ella pudiera abrir la puerta del Mercedes y subir.

Subir al coche en ese momento habría sido grosero. Y Lauren nunca era grosera. Así que se quedó de pie, con la misma sonrisa educada que la había ayudado a soportar montones de cenas tediosas con los socios y compañeros de trabajo de su marido.

–¿Está segura? –preguntó el hombre–. Aún está pálida. Quizá debería sentarse.

Lauren calculó que tendría treinta y tantos años y estaba en forma, a juzgar por sus brazos musculosos y morenos. Era de estatura media y cabello color castaño, despeinado por el viento.

–He estado sentada mucho rato. Bueno, conduciendo –indicó la carretera con la mano–. Sólo me he parado para… estirar las piernas.

–Ya –sus ojos la escrutaron con amabilidad–. ¿Seguro que no necesita un vaso de agua, o algo?

–Seguro. Pero gracias por ofrecerlo.

Era una respuesta programada que abandonó sus labios con facilidad. Estaba acostumbrada a mentir sobre sus sentimientos, subyugar sus necesidades y ver el lado positivo de todo. Lo había hecho mientras crecía para no interferir en los acelerados horarios de sus padres, adictos al trabajo. Lo había hecho como esposa, poniendo a Holden y a su exigente carrera por encima de todo. Pero llevaba conduciendo más de dos horas sin destino fijo. No sabía cuánto tardaría en llegar al siguiente pueblo. Y, en ese momento, era innegable que necesitaba utilizar el cuarto de baño y daría cualquier cosa por un colutorio bucal.

Así que, antes de poder cambiar de opinión nuevamente, decidió aceptar.

–La verdad, me vendría muy bien utilizar… sus instalaciones sanitarias.

–Instalaciones sanitarias –repitió él. Ella pensó que ser reiría, pero no lo hizo. Indicó la casa con la mano–. Por supuesto. Vamos.

Mientras caminaban hacia la casa, puso la mano en la parte baja de su espalda, casi como si adivinara que no se sentía demasiado segura sobre las piernas. A ella le pareció un gesto anticuado, caballeroso casi. Resultaba extraño en un tipo que llevaba una camiseta desvaída y unos pantalones vaqueros cubiertos de manchas de pintura.

Se recriminó por juzgarlo basándose en las apariencias. Lauren sabía mejor que nadie que podían ser muy engañosas. A lo largo de los años había conocido a muchos farsantes vestidos con ropa de diseño. Gente que decía las cosas apropiadas, apoyaba las causas correctas y sabía qué tenedor utilizar para la ensalada, pero eran sólo apariencias. Ella cazaba su falsedad al vuelo. Nada como un farsante para descubrir a otro.

Se preguntó si alguien conocía a la auténtica Lauren Seville. Ese pensamiento la llevó a recordar sus modales.

–Me llamo Lauren, por cierto.

–Encantado de conocerte –sonrió y unos hoyuelos se formaron en las mejillas oscurecidas por un principio de barba–. Yo soy Gavin.

Cuando llegaron a la casa, subieron los escalones del porche y le abrió la puerta. Ella miró a su alrededor con curiosidad. El salón estaba vacío de muebles, a no ser que una sierra eléctrica que había junto a la chimenea pudiera considerarse uno.

–¿Estás trabajando aquí?

–¿Por qué lo preguntas? –soltó una risa–. Lo cierto es que la casa es mía. Estoy en mitad de una renovación completa.

–Eso veo.

–La cocina va avanzando y el dormitorio de esta planta ya está acabado –se puso las manos en la caderas y miró a su alrededor satisfecho–. Aquí estoy terminando las molduras. No sé si barnizarlas o pintarlas de blanco. Lo mismo me pasa con la repisa de la chimenea. ¿Qué opinas?

–¿Quieres saber mi opinión? –la desconcertó que Gavin le preguntara eso sin conocerla apenas.

–Claro –el encogió los hombros–. Una opinión imparcial. Además, pareces una persona con buen gusto –la miró de arriba abajo, con franqueza y aprecio, no con lujuria. Ella se sintió halagada. Y turbada.

–¿Has construido tú la chimenea? Tienes buenas manos.

–Eso dicen.

Lauren sintió que le ardía la piel. Decidió que era culpa de las hormonas. Y del cansancio.

–El cuarto de baño está por ese pasillo, primera puerta a la derecha –dijo Gavin.

–Gracias.

–Ignora el desastre –dijo él mientras se alejaba–. También lo estoy reformando.

Desde luego, lo del desastre no era broma. Había un montón de azulejos rotos en un rincón, y la luz era una bombilla desnuda que colgaba del techo.

Lauren se acercó al lavabo y abrió el grifo, casi esperando que saliera agua marrón. Pero era clara y fresca y le sentó de maravilla mojarse el rostro. Aunque no era dada a cotillear, la desesperación la llevó a abrir el armario, en busca de algo que le quitara el mal sabor de boca. Suspiró con alivio al encontrar un tubo de pasta dentífrica. Se puso un poco en el dedo índice y lo utilizó como cepillo de dientes improvisado. Cuando se reunió con Gavin en el porche, unos minutos después, se sentía casi humana.

Él estaba sentado en un extremo, con una botella de agua en cada mano y un teléfono móvil entre la oreja y el hombro. Al verla salir, finalizó la llamada y maniobró con las botellas para volver a colgarse el teléfono del cinturón. Se levantó.

–¿Te encuentras mejor? –le preguntó, ofreciéndole una botella de agua.

–Sí, gracias.

–Me alegro. Siéntate –indicó el columpio del que acababa de levantarse.

Parecía cómodo, a pesar del cojín desgastado. Cómodo y acogedor, igual que él. Aunque estaba deseando sentarse, Lauren negó con la cabeza.

–Debería irme ya –dijo.

–¿Por qué? ¿Llegas tarde a algún sitio?

–No. Sólo… no quiero molestar. Estoy segura de que tienes cosas mejores que hacer.

–Nada importante. Bueno, la casa. Eso no se acaba nunca –Gavin soltó una risa–. Pero puede esperar. Venga, Lauren, siéntate un rato –insistió al verla titubear–. Considéralo tu buena acción del día. Cuando te marches tendré que volver al trabajo. Agradeceré el descanso.

–Bueno, en ese caso… –sonrió y, aunque no era normal en ella, charlar con un desconocido en mitad de la nada, se sentó en el columpio.

Crujió bajo su peso. Dejó que se meciera suavemente. La brisa agitó el carillón de viento metálico, que produjo un sonido agradable y relajante. Lauren tuvo que controlarse para no cerrar los ojos.

–¿Adónde vas, si no es indiscreción? –preguntó Gavin, apoyando una cadera en la barandilla del porche.

–No tengo ningún destino concreto –Lauren abrió la botella y tomó un trago de agua–. Estoy conduciendo sin rumbo fijo.

–Hace un día agradable para hacer eso.

–Sí –ella miró a su alrededor–. Esto es muy bonito.

–Deberías haberlo visto en primavera, cuando el huerto estaba en flor.

–¿Huerto?

–Dos mil metros cuadrados de manzanos –dijo él, señalando detrás de ella.

Ella giró la cabeza y vio las manzanas verdes, del tamaño de una pelota de golf, que habían sustituido a las flores. Lauren siempre había vivido en la ciudad, primero en Los Ángeles y después en Nueva York. El campo nunca había sido lo suyo. Incluso pasaba las vacaciones en entornos urbanos: París, Londres, Venecia, Roma. Pero ese lugar le resultaba muy atractivo. Debía ser por la paz que se respiraba. Diez minutos en el porche de Gavin habían tenido el mismo efecto que una hora con su masajista.

–¿Hace mucho que vives aquí? –le preguntó.

–No. Compré el terreno el año pasado –tomó un sorbo de agua–. Después de mi divorcio.

–Lo siento.

–No hace falta. Yo no lo siento.

La respuesta fue rápida y firme, pero Lauren creyó percibir un deje de amargura.

–Entiendo.

Gavin no parecía haber esperado ningún tipo de respuesta, porque cambió de tema.

–Me gustan los retos, ésa es una de las razones por la que lo compré. Unos meses después de empezar a trabajar en la casa, me cansé de venir de la ciudad los fines de semana. Así que decidí tomarme una vacaciones largas del trabajo y me mudé aquí.

Ella no podía imaginarse a Holden tomándose unas vacaciones, largas o cortas, del trabajo. Su marido comía, dormía y respiraba Bolsa. Incluso en las vacaciones seguía en contacto continuo con su oficina. Incluso si él cambiara de opinión respecto al bebé, seguiría siendo una familia monoparental en la mayoría de los sentidos.

–Estás frunciendo el ceño –dijo Gavin.

–Disculpa. Estaba pensando en… –movió la cabeza–. Nada –como él seguía observándola, añadió–. Entonces, ¿has vivido en Nueva York?

–Durante los últimos doce años –dijo él.

Ella no se lo imaginaba entre rascacielos, calles ajetreadas y tráfico. Aunque acababa de conocerlo, parecía el tipo de hombre que disfruta de los espacios abiertos y de la tranquilidad. Lugares como ése. Y aunque Lauren siempre había sido urbanita, entendía el porqué.

–Yo vivo en Nueva York –dijo.

–Pero no eres originaria de allí, ¿verdad?

–No –ella parpadeó–. Soy de la Costa Oeste. De Los Ángeles. ¿Cómo lo has sabido?

Gavin la estudió. No había esperado esa respuesta. Algo en Lauren parecía demasiado suave e incierto para la vida ciudadana. Sin embargo, su aspecto encajaba. Se permitió otro discreto paseo de su imagen, desde el cabello perfectamente peinado a los zapatos a la última moda. Había visto a muchas mujeres con el mismo aspecto que Lauren, paseando en el club privado Colony, de Manhattan, o bajando de limusinas ante lujosos apartamentos de Park Avenue. Pero aun así…

–No pareces neoyorquina –dijo por fin.

–Yo estaba pensando lo mismo de ti –le replicó ella, sorprendiéndolo.

–Tampoco soy oriundo –admitió–. Nací y crecí en una pequeña ciudad, cerca de Buffalo. ¿Aún se nota?

–En realidad no.

Él pensó que lo decía por cortesía. Suponía que dada su vestimenta y dónde estaban sentados, su opinión era lógica. Tal vez lo vería de otra manera si llevase uno de los trajes que había comprado en su último viaje a Milán y se hubieran encontrado en un museo de arte contemporáneo. Durante un momento, casi deseó que ése fuera el caso. Hacía mucho que no disfrutaba de compañía femenina.

–¿Te gusta Nueva York? –preguntó ella.

–Al principio lo adoraba –respondió él, aunque le parecía una pregunta extraña. Bebió agua y dejó que su mente diera marcha atrás. Nueva York le había parecido muy excitante y había cerrado su primer gran negocio inmobiliario–. ¿Y a ti? ¿Te gusta?

–Sí –contestó ella tras un leve titubeo–. Desde luego. ¿Cómo no iba a gustarme? Tiene restaurantes fantásticos, infinitas opciones de ocio y atractivos culturales de todo tipo.

La respuesta le sonó como algo leído en un folleto turístico, en vez de como algo sentido. La miró con curiosidad y asintió lentamente.

La conversación se diluyó, pero el ambiente entre ellos era distendido. El columpio crujía rítmicamente y el carillón de viento ofrecía una melodía abstracta mientras la brisa movía las hojas de los robles que daban sombra a la parte delantera del jardín.

Creyó oír un suspiro de Lauren y le pareció buena señal. La mujer estaba tensa y era obvio que necesitaba relajarse. Gavin conocía bien la sensación. No hacía mucho él también había estado así.

–¿Qué te llevó a mudarte aquí? –preguntó ella un rato después.

–Buscaba un ritmo de vida más relajado –era la verdad. Había estado trabajando sesenta e incluso setenta horas a la semana–. Estaba muy estresado.

Lo sorprendió haber compartido eso con alguien, y más con una persona desconocida. Ni siquiera le había confesado la verdad a su familia.

–Sin duda esto es más relajado –dijo ella–. Es un buen sitio para pensar.

–Exacto –Gavin había pensado mucho allí.

–No hay tráfico, ni cláxones ni humos. Ninguna sensación de… urgencia –su voz sonó anhelante y sincera, como si estuviera ocurriendo algo en su vida que la llevara a apreciar el entorno bucólico y la tranquilidad inherente allí.

–¿Estás buscando un sitio en el campo? –preguntó él, pensando que quizá por eso estuviera allí.

–¿Yo? No. Yo… –movió la cabeza, pero luego lo miró con curiosidad–. ¿Por qué? ¿Conoces algún sitio cercano?

–Pondré éste en el mercado cuando acabe la rehabilitación. Pero al ritmo que voy, eso será dentro de un año por lo menos.

–¿Vas a venderlo? –ella alzó las cejas, sorprendida.

–Claro. Eso es lo que hago para ganarme la vida, más o menos –explicó él. El más era que solía comprar edificios mucho más grandes que valían millones de dólares. El menos era que delegaba el trabajo de rehabilitación en sí a otras personas.

–Entonces, ¿esto no es más que un trabajo? –sonó decepcionada.

–Supongo que se podría decir eso –Gavin encogió los hombros.

Lauren arrancó un trozo de pintura levantada del brazo del columpio.

–Pues se diría que es un obra hecha con amor –dijo ella con cierta tristeza.

¿Una obra hecha con amor? Él consideraba que el trabajo físico era terapéutico, agotaba su cuerpo y así su mente no se centraba en los recuerdos desagradables. Pero Gavin, al pensar en las molduras y en la chimenea, y en la satisfacción que había sentido al fabricarlas, decidió que tal vez Lauren tuviera razón. Aun así, vendería la casa cuando acabara. No pensaba convertirla en su dirección permanente. En algún momento tendría que volver a Nueva York y a Construcciones Hermanos Phoenix, la empresa de la que era copropietario con su hermano, Garret. No podía esconderse en Connecticut para siempre, evitando a amigos y familia y dejando que otros cargaran con sus responsabilidades.

–Entonces, ¿no buscas una propiedad?

–La verdad es que sí –dijo Lauren, pensativa. Señaló la casa–. Pero necesito algo más pequeño que esta casa y más, en fin, inmediato.

Más pequeño. Eso no era lo que él había esperado oír. Más inmediato, tampoco. Tuvo una idea, escandalosa, pero Gavin la desechó por el momento.

–¿Vas a… trasladarte? –preguntó.

–Al menos temporalmente. Sí –asintió con firmeza, como si acabara de convencerse de ello–. ¿Sabes de algo disponible por aquí cerca?

–¿En Gabriel’s Crossing?

–Gabriel’s Crossing –los labios de Lauren se curvaron al repetir el nombre del pueblo, y Gavin tuvo la sensación de que no había sabido que era allí donde se encontraba.

–Puede –dijo, su atroz idea de antes resurgió.

–¿Está cerca? –preguntó ella.

–Mucho. Hay una casita a unos cincuenta metros de la casa principal. Está junto al huerto y tiene vistas magníficas. Yo viví allí hasta que remodelé la instalación eléctrica de ésta.

–¿Y está en el alquiler?

Lo cierto era que no lo había estado. Gavin nunca se había planteado tener un inquilino. No necesitaba los ingresos ni las molestias. Pero asintió.

–No es muy grande –admitió.

–No hace falta que sea grande.

Él miró la ropa cara de Lauren y su aspecto estilo Park Avenue. La casita entera habría cabido en el dormitorio principal de su piso de Nueva York. Habría apostado a que también en el de ella.

–No tiene muchos armarios –añadió, convencido de que eso le haría dar marcha atrás. Casi deseó que fuera así. Había actuado de forma impulsiva, una tendencia que le había causado muchos problemas en el pasado. Pero la falta de armarios no pareció apagar el entusiasmo de Lauren. Tenía expresión de esperanza y excitación.

–¿Podría verla?

–¿Estás interesada? –Gavin comprendió que él sí lo estaba, y no por recibir un alquiler. La mujer era bella y enigmática. No le importaría desvelar algunos de sus secretos.

Por primera vez desde su llegada, miró su mano izquierda. Lucía anillos, uno de ellos con un gran diamante. Estaba casada. Tuvo que tragarse una risotada, pensando que eso era lo que se merecía por hacer ofertas sin pensar.

Si ella decidía alquilar la casita, Gavin tendría a una parejita enamorada anidando a pocos metros de su casa. Decidió que así sería mejor, él no buscaba una relación. No lo había hecho desde su divorcio. Y aunque echaba de menos ciertos aspectos de la compañía femenina, en general no se arrepentía en absoluto de su decisión.

–Creo que me interesa –dijo Lauren tras una larga pausa. Sus labios se curvaron con una sonrisa–. ¿Podría verla ahora mismo? No sé si puedes dedicarme algo más de tiempo.

–Claro –Gavin esbozó una sonrisa–. Como he dicho, no tengo nada urgente que hacer ahora mismo.

 

 

Lauren estaba en el centro de la habitación principal de la casita. Era pequeña, pero «acogedora» habría sido una descripción más exacta, y estaba vacía, excepto por algunas cajas polvorientas que Gavin le aseguró que se llevaría. Se imaginó un mullido sillón y un reposapiés frente a la ventana que daba al huerto, y tal vez un pequeño escritorio en el hueco de debajo de la escalera. Ya habían visto el dormitorio de la planta superior. Había justo el espacio suficiente para una cómoda, una cama de matrimonio, una cuna y un cambiador.

–¿Qué te parece? –preguntó Gavin.

Lauren no era impulsiva. Normalmente pensaba bien las cosas antes de tomar decisiones. Incluso escribía listas con puntos a favor y en contra, que analizaba meticulosamente, antes de decidirse.

Pero ese día era uno de nuevos comienzos. No sólo había dejado plantado a su marido, estaba pensando en alquilar una casa. Un hogar para ella y para su bebé.

–Me la quedo –dijo. Sintió que se le quitaba un enorme peso de encima–. Tal vez debería ser impulsiva más a menudo –murmuró para sí.

–¿Disculpa?

–Nada. Pensaba en voz alta. ¿Por cuánto la alquilas?

Gavin se rascó la barbilla y pensó antes de nombrar una cifra que Lauren no tendría problema en pagar. No había llegado pobre al matrimonio, y aunque había renunciado a su trabajo seis meses antes de casarse, por petición de Holden, estaba licenciada en publicidad y tenía experiencia de trabajo en una gran empresa neoyorquina. Si le hacía falta, podía volver a trabajar. Pero de momento quería paz y tranquilidad.

–Con gastos incluidos –dijo Gavin, esperando su respuesta.

Ella miró la habitación, las ventanas y las bellísimas vistas. Sintió que otra capa de tensión desaparecía. La paz que buscaba también estaba incluida en el alquiler.

–¿Cuándo puedo instalarme? –le preguntó.