Esposa en público - Emma Darcy - E-Book
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Esposa en público E-Book

Emma Darcy

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Beschreibung

El multimillonario Jordan Powell solía aparecer en la prensa del corazón de Sidney y, en esa ocasión, lo hizo con una mujer nueva del brazo. Acostumbrado a que todas se rindieran a sus pies, seducir a Ivy Thornton, más acostumbrada a ir en vaqueros que a vestir ropa de diseño, fue todo un reto. El premio: el placer de la carne. Pero Ivy no estaba dispuesta a ser una más de su lista.

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Seitenzahl: 171

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2011 Emma Darcy. Todos los derechos reservados. ESPOSA EN PÚBLICO, N.º 2060 - marzo 2011 Título original: Hidden Mistress, Public Wife Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9818-8 Editor responsable: Luis Pugni

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Esposa en público

Emma Darcy

Capítulo 1

El rey de las rosas vuelve a estar libre –comentó Heather Gale, girándose para sonreír a Ivy–. Acaba de escoger los bombones de jengibre junto a las tres docenas de rosas rojas para la chica con la que sale. Es la señal de despedida. Ya lo verás. Acaba de tacharla de su lista.

Ivy Thornton puso los ojos en blanco. La jefa de ventas estaba demasiado interesada en las actividades amorosas de Jordan Powell. Ivy lo había visto una vez, brevemente, en la última exposición de pintura de su madre. Eso había sido dos años antes, poco después de la muerte de su padre, y ella todavía había estado intentando tomar las riendas de la empresa de cultivo de rosas sin él.

Para disgusto de su madre, Ivy había ido a la exposición vestida con vaqueros, ya que no le interesaba lo más mínimo competir con las personas de la alta sociedad que iban a asistir a la misma. Por algún perverso motivo, Jordan Powell había pedido que se la presentaran, cosa que había desagradado a su madre, que había tenido que reconocer en público que su hija no se había esforzado nada en ponerse guapa.

Jordan la había mirado con curiosidad, probablemente porque no encajaba con el resto de los presentes, pero el encuentro había sido muy breve. La modelo que iba de su brazo enseguida se lo había llevado, celosa por que le hubiese prestado atención aunque fuese de manera momentánea a otra mujer.

Era comprensible.

Jordan Powell no sólo era multimillonario, sino que también era muy atractivo. Tenía los ojos azules y brillantes, era alto y moreno, con un físico perfecto, una voz encantadora y una boca muy sensual, cuyo gesto había sido divertido al hablar con Ivy. Seguro que, con tanto dinero y con ese físico, debía de pensar que el mundo existía para que él se divirtiese.

–¿Cuánto tiempo le ha durado esta última aventura? –preguntó, sabiendo que a Heather le gustaba seguir todas sus relaciones.

Jordan Powell era su mejor cliente. Heather se giró de nuevo hacia el ordenador para comprobar sus archivos.

–Veamos… hace un mes encargó gominolas con las rosas, lo que quiere decir que simplemente quería divertirse. Ella no debió de entender el mensaje, y por eso va a dejarla. Un mes antes, había encargado los bombones de ron y pasas, lo que indica que estaban en una fase de gran actividad sexual.

–Eso no puedes saberlo, Heather –protestó Ivy.

–Tengo mis motivos para pensarlo. Cuando manda rosas por primera vez a una mujer, siempre las acompaña de los bombones de chocolate. Es evidente que intenta seducirla.

–No creo que le haga falta seducir a nadie –murmuró Ivy, pensando que la mayoría de las mujeres caerían rendidas a sus pies por el más mínimo motivo.

–Supongo que no, pero tal vez algunas se hagan las duras al principio –le explicó Heather–. Entonces es cuando les manda las rosas con los bombones de nueces de macadamia, lo que significa que lo está volviendo loco. Y a ésta no le mandó ésos.

–Por lo tanto, fue una conquista fácil.

–Yo diría que fue directo al grano –dijo Heather–. Y eso fue… hace casi tres meses. No ha estado mucho con ella.

–¿Acaso ha estado mucho tiempo con alguna?

–Según mis archivos, lo máximo han sido seis meses, y sólo en una ocasión. Lo normal es que las relaciones le duren entre dos y cuatro meses.

Heather volvió a girar la silla para mirar a Ivy, que estaba sentada frente a su escritorio, intentando concentrarse en su trabajo, pero sin conseguirlo, debido a aquella conversación, que le estaba recordando la última que había tenido con su madre. Ésta iba a hacer otra exposición. Y había vuelto a aconsejarle que vendiese el negocio de las rosas y se marchase a Sidney, a buscarse la vida entre personas interesantes. También le había insistido en que fuese de compras, para que ella pudiese sentirse orgullosa del aspecto de su hija.

El problema era que su madre y ella estaban en dos mundos diferentes, algo que había sido así desde que Ivy tenía memoria. Sus padres no habían llegado a divorciarse, pero siempre habían vivido separados. Ella había crecido allí con su padre, mientras que su madre se dedicaba a sus actividades culturales en la ciudad. La horticultura no le interesaba lo más mínimo y siempre había insistido a Ivy para que dejase aquello y disfrutase de la vida asistiendo a innumerables fiestas.

Pero Ivy adoraba la finca. Era lo único que había conocido, el lugar en el que se sentía cómoda. Y había querido mucho a su padre, que le había enseñado todo lo que sabía acerca del cultivo de rosas. Era una buena vida, que la hacía sentirse satisfecha. Lo único que le faltaba era un hombre al que amar y, lo que era más importante, un hombre que la amase. Había creído que lo había encontrado…, pero Ben no había sabido apoyarla cuando más lo había necesitado.

–Eh, tal vez vuelvas a encontrarte a nuestro donjuán en la próxima exposición de tu madre. ¡Y esta vez estará libre! –exclamó Heather arqueando las cejas varias veces.

–Dudo mucho que un hombre como él se presente solo –replicó Ivy. No obstante, Heather siguió barajando todas las posibilidades.

–Eso nunca se sabe. Apuesto a que le harías girar la cabeza si te soltases el pelo y te arreglases un poco. No es frecuente ver una melena pelirroja como la tuya.

–Aunque lo hiciese, ¿crees que Jordan Powell se interesaría por una chica de campo? ¿O que a mí me interesaría ser la siguiente de su lista de enamoradas?

Sin inmutarse, Heather ladeó la cabeza y se quedó pensativa. Era brillante en su trabajo, además de una persona agradable por naturaleza, y a pesar de tener dos años más que Ivy, casi treinta, edad a la que pensaba tener un bebé, se habían hecho muy amigas desde que Heather se había casado con Barry Gale, que estaba al frente de los invernaderos.

Heather había querido trabajar también allí y, dados sus conocimientos de informática, era muy útil para el negocio. Ivy daba gracias al cielo de que Heather hubiese aparecido justo cuando más necesitaba que la ayudasen con el trabajo de oficina. Después de que a su padre le diagnosticasen un cáncer inoperable, habían pasado una época muy estresante en la finca. A pesar de saber que su enfermedad era terminal, Ivy no había estado preparada para su muerte. Sin Heather, el dolor y el vacío que había quedado en su vida, le habrían impedido mantener la reputación de la empresa.

–A mí me parece que a Jordan Powell le vendría bien una experiencia nueva, y a ti, también, Ivy –continuó Heather divertida.

Ella se echó a reír.

–Aunque llamase su atención, conozco sus antecedentes.

–¡Exacto! Mujer prevenida vale por dos. No te romperá el corazón porque ya sabes cómo es. Hace tres años que no te tomas unas vacaciones, y más de dos que no sales con ningún hombre. Estás aquí, malgastando lo mejor de tu vida trabajando, y si vegetas durante demasiado tiempo, luego no sabrás divertirte. Apuesto a que lo pasarías estupendamente con Jordan Powell. Yo creo que merece la pena intentarlo, aunque sea sólo para tener otra perspectiva de la vida.

–Todo eso son castillos en el aire, Heather. No me imagino a Jordan Powell rondándome, aunque llegue solo a la galería –se encogió de hombros–. Y, con respecto a lo demás, estaba pensando en hacer un viaje ahora que las cosas están tranquilas por aquí. Ayer le eché un vistazo a la sección de viajes del periódico y…

–¡Eso es! –gritó Heather triunfante, poniéndose en pie de un salto–. ¿Todavía tienes el periódico de ayer?

–Está en la papelera.

–Vi algo perfecto para ti. ¡Espera! Voy a buscarlo.

Unos minutos más tarde, Heather le estaba enseñando las páginas de moda del periódico.

–Hablaba de irme de vacaciones, no de comprarme ropa –le recordó Ivy.

Heather golpeó con el dedo una fotografía de una modelo con una chaqueta negra cubierta de lentejuelas y un cinturón ancho de cuero, una minifalda rosa también con lentejuelas y unos zapatos de plataforma negros.

–Si te pusieses esto para la exposición de tu madre, todo el mundo se quedaría de piedra.

–¡Ah, claro! ¿Una falda rosa con mi pelo naranja zanahoria? Estás como una cabra, Heather.

–No, no lo estoy. Seguro que la hay en otros colores. Podrías comprarla en verde. Iría a juego con tus ojos. Te quedaría genial, Ivy. Eres lo suficientemente alta y delgada para ponerte un conjunto así –insistió Heather–. Y mira los pendientes largos. Te quedarían estupendos.

–Todo esto debe de costar una fortuna –murmuró ella, imaginándose con aquella ropa, pero consciente de que no tendría otra ocasión para volver a ponérsela.

La finca estaba a cien kilómetros de Sidney, en un valle en el que todo el mundo vestía siempre de manera informal.

–Puedes permitírtelo –continuó Heather–, después de las ventas del día de San Valentín. Aunque vayas a ponértelo sólo una vez. ¿Por qué no? ¿Acaso no te ha dicho tu madre que quiere que te arregles más para esta exposición?

Ivy hizo una mueca al recordarlo.

–Para que no desentone.

–Bueno, pues dale una sorpresa. Y sorprende también a Jordan Powell si aparece por allí.

Ivy se echó a reír. Ambas cosas la tentaban.

Su madre, Sacha Thornton se quedaría boquiabierta si la veía así vestida. Y tal vez dejase de darle consejos y de hacerle críticas cada vez que se veían.

Y con respecto a Jordan Powell… no estaba segura de que fuese a asistir, pero… sería divertido ver si podía atraer al hombre más sexy de Australia. A su ego femenino le sentaría bien.

–¡De acuerdo! Métete en tu ordenador y averigua dónde puedo comprar esa ropa –decidió Ivy.

–¡Sí! –dijo Heather, levantando el puño en el aire y agarrando el periódico antes de volver a su silla mientras entonaba la canción de Abba–: Take a chance on me…

Ivy no pudo evitar sonreír. Si iba a hacer la locura de ponerse aquel conjunto, tendría que conseguirlo lo antes posible para poder practicar a andar con aquellos zapatos. La inauguración de la exposición tendría lugar ese viernes por la noche, con un cóctel a las seis de la tarde. Sólo le quedaban cuatro días y medio para prepararse.

Capítulo 2

Jordan Powell estaba sentado a la mesa del desayuno, hojeando las páginas de venta de propiedades del periódico mientras esperaba a que Margaret le sirviese unos huevos fritos con beicon perfectos, que no hacían tan bien ni en los mejores restaurantes. Margaret Partridge era una joya, un ama de llaves meticulosa y una fabulosa cocinera. Y también le gustaba de ella que fuese tan sincera. En general, le merecía más la pena mantenerla que a Corinne Alder.

El delicioso olor a beicon recién hecho le hizo levantar la vista y sonreír a Margaret, que acababa de entrar en la terraza en la que Jordan desayunaba y comía cuando estaba en casa. Ella no le devolvió la sonrisa. Jordan dobló el periódico, consciente de que a Margaret le pasaba algo esa mañana.

Ella le tiró el plato de huevos con beicon encima de la mesa, puso los brazos en jarras y le advirtió en tono brusco:

–Si vuelves a invitar a Corinne Alder a esta casa, Jordan, me marcharé. No voy a permitir que una mocosa inútil me haga callar sólo porque es lo suficientemente guapa como para que hayas querido acostarte con ella.

Jordan levantó una mano para pedirle que se calmara.

–No te preocupes, Margaret. He terminado con Corinne esta misma mañana. Y quiero disculparme por el comportamiento que tuvo contigo. Sólo puedo decir en mi defensa que conmigo era casi empalagoso.

–Es normal, ¿no? –lo interrumpió Margaret, hablando en tono despectivo–. No me importa que tengas una aventura detrás de otra. Me parece más honesto que casarse y engañar a la mujer. Puedes traer a esta casa a quien quieras, pero no permitiré que nadie me falte al respeto.

–En el futuro, se lo dejaré claro a cualquier mujer a la que invite a venir –le prometió él muy serio–. Siento haberme equivocado con Corinne.

–Tal vez debieras intentar ir más allá de la superficie.

–Intentaré sumergirme en las profundidades la próxima vez.

–También fuera de la cama –le advirtió Margaret.

Él suspiró.

–Vaya, ¿te parece bonito decirme eso, Margaret? ¿Acaso no te he demostrado ya lo mucho que me importan tus sentimientos rompiendo con Corinne?

–¡Ya era hora! –declaró ella con satisfacción–. Y si hoy no te he quemado el desayuno, es precisamente porque siempre te portas bien conmigo –añadió, dedicándole una sonrisa–. Espero que lo disfrutes.

Mientras salía de la terraza, Margaret añadió entre dientes:

–Y tenía el trasero enorme.

Era evidente que eso era un defecto físico para Margaret, y Jordan sonrió divertido.

Margaret no tenía trasero. Era de estatura baja, muy delgada, tenía unos cincuenta años y ningún interés en resaltar su feminidad. Nunca se maquillaba, casi nunca vestía otra cosa que no fuesen vestidos camiseros blancos, que le parecían un buen uniforme de trabajo, y zapatos planos también blancos. Y siempre llevaba el pelo cano recogido en un moño. No obstante, irradiaba una extraordinaria energía y había una gran inteligencia en sus brillantes ojos marrones. Además de eso, de vez en cuando dejaba suelta su afilada lengua.

A Jordan le había gustado nada más verla.

Cuando la había entrevistado para el trabajo, Margaret le había contado que estaba divorciada, que no pretendía volver a casarse y que, si tenía que limpiar y cocinar para un hombre, prefería hacerlo cobrando. Sus dos hijos estaban bien sin ella y le gustaba la idea de ganarse la vida trabajando en casa de un multimillonario. Le había prometido que, si le daba un mes de prueba, ella le demostraría que era la mejor.

Y Jordan se consideraba un hombre afortunado por haberla encontrado. Sobre todo, a la hora del desayuno. Siempre había mujeres bellas que querían llamar su atención, y a él le divertía probarlas, pero ninguna sabía tan deliciosa como las comidas de Margaret.

No le sería difícil reemplazar a Corinne. Con respecto a buscar algo más que una compañera de cama… no, no volvería a intentarlo. Ya se había equivocado con Biancha, que le había hecho creer que sería la esposa perfecta, siempre dispuesta a cumplir con sus deseos y necesidades, hasta que había llegado la decepción.

A Biancha sólo le había interesado su dinero.

Margaret se habría dado cuenta de cómo era Biancha si hubiese estado trabajando para él por aquel entonces. A su ama de llaves no se le pasaba nada. De hecho, teniéndola a ella en casa, Jordan no veía ningún motivo para tener una esposa, sobre todo, cuando le sobraban compañeras de cama.

Eran pocos los matrimonios que funcionaban, sobre todo, en su círculo social, y no había nada más amargo que las secuelas económicas de un divorcio. Como ejemplo, Jordan tenía los matrimonios de su hermana. Olivia ya había dado tres veces con tres cazafortunas, y todavía no había aprendido la lección.

Al menos, sus padres habían tenido el sentido común de seguir juntos, pero ellos eran de otra generación. Su padre siempre había sido muy discreto con sus amantes, permitiendo así que su madre mantuviese intacto su orgullo de esposa de uno de los principales empresarios de Australia. Además, siempre había encontrado quien la acompañase cuando su padre no había podido ir con ella a la ópera o al teatro, hombres homosexuales a los que les gustaba el arte tanto como a ella, y a los que les encantaba poder tener el privilegio de acompañarla sin tener que pagar las entradas.

Sus padres habían estado unidos treinta años, y al final, todavía había habido algo de cariño entre ambos. Su madre había llorado sinceramente la muerte de su padre. Al fin y al cabo, habían pasado juntos muchos años, a pesar de los altibajos. Jordan dudaba que hubiese en la tierra una mujer que le interesase lo suficiente como para querer compartir con ella algo más que un par de meses. Todas acababan siendo demasiado exigentes.

«Quiero… Necesito… Mírame… Háblame. Si no soy el centro de tu universo, me voy a enfadar o voy a tener un berrinche».

Acababa de terminar de desayunar cuando sonó su teléfono móvil. Se lo sacó del bolsillo, esperando que no fuese Corinne la que lo llamaba. Había tratado a Margaret con desdén y Jordan no iba a admitir ninguna excusa por haberse comportado así con su querida empleada.

Se sintió aliviado al ver que se trataba de su madre.

–Buenos días –la saludó, contentó–. ¿Qué puedo hacer por ti?

–Puedes estar libre este viernes por la noche para acompañarme a una galería de arte –respondió ella con su habitual tono categórico.

Era increíble, pero algunas personas se inclinaban ante ella cuando les hablaba en ese tono. Aunque su riqueza también influía mucho. Nonie Powell era conocida por ser muy generosa, y sabía aprovecharse de ello.

–¿Qué le pasa a Murray? –le preguntó, mencionando a su acompañante más estimado.

–El pobrecito se ha resbalado y se ha roto un tobillo.

El pobrecito tenía ya sesenta años.

–Lo siento. ¿De qué exposición se trata?

–Es en la galería de mi querido Henry, en Paddington. Hay una exposición de las últimas obras de Sacha Thornton. Compraste dos de sus cuadros en su última exposición, así que tal vez te interese ver lo que ha hecho últimamente.

Jordan recordó los dos cuadros, de vívidos colores. Un campo de margaritas en Italia y un jarrón de caléndulas. Con ellos había adornado las paredes de la oficina de ventas de dos de sus complejos residenciales para ancianos. También se acordaba del vívido color rojo del pelo de la hija de Sacha Thornton. Que había ido vestida con vaqueros. A Margaret le hubiese parecido bien su trasero, aunque él había pedido que se la presentasen por su pelo.

No obstante, no había sido ni el momento ni el lugar adecuado, teniendo a Melanie Tindell agarrada de su brazo. Aun así, a Jordan le apetecía volver a ver a la hija de la artista. Tenía una piel clara increíble, sin pecas, y unos ojos tan verdes, que no le importaría sumergirse en sus profundidades. Habría podido estar espectacular con un poco de esfuerzo, y Jordan se había preguntado por qué no lo habría hecho. A la mayoría de las mujeres les gustaba sacarse partido.

Recordó su nombre… Ivy.

Había habido algo de tensión entre su madre y ella.

Todo muy curioso.

–Las puertas se abren a las seis en punto –le informó su madre–. Henry nos servirá un champán estupendo y unos canapés. Si pudieras estar preparado en casa sobre las cinco y media, le pediría a mi chófer que pasase a recogerte de camino.

Su casa de Balmoral quedaba de camino desde la de su madre, en Palm Beach.

–¡De acuerdo! –le dijo, decidiendo que ya improvisaría a la vuelta si decidía que le interesaba Ivy.

–Gracias, Jordan.

–Es un placer.

Sonrió, colgó el teléfono y volvió a metérselo en el bolsillo.

No le importaba complacer a su madre, sobre todo, si cabía la posibilidad de que él también resultase complacido.

Capítulo 3