Estampas egipcias - José Maria Eça de Queirós - E-Book

Estampas egipcias E-Book

José María Eca de Queirós

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Beschreibung

Eça de Queirós, quizá el más grande de los novelistas del XIX portugués, viajó a Egipto en 1869 con el fin de redactar una serie de crónicas acerca de la inauguración del canal de Suez, la mayor obra de ingeniería de su época, que cautivaría la imaginación de todo Occidente. En lo que será para él un viaje iniciático, un choque cultural con lo real y lo ideal de Oriente, descubrirá lo exótico pero también lo miserable, rasgos que fusiona en sus descripciones literarias de marcada influencia flaubertiana, llenas de perspicacia e ingenio. La Alejandría que vio pasear a Cleopatra se convierte a sus ojos en un lugar sórdido, con un barrio egipcio sucio y pobre, y un barrio europeo de aires provincianos. El Cairo, por el contrario, le resulta fascinante por su pintoresca inmundicia. Pocos años después, Eça de Queirós volverá a la zona para detallar la destrucción de Alejandría en las seis memorables piezas que constituyen "Los ingleses en Egipto", incluidas asimismo en este volumen.

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Seitenzahl: 198

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Estampas egipcias

José Maria Eça de Queirós

Traducción y prólogo de

Martín López-Vega

Introducción

Eça de Queirós en Egipto

por Martín López-Vega

En 1869, Eça de Queirós viajó a Egipto acompañado de Luís de Castro, conde de Resende, hermano de su futura esposa, Emília de Castro («Le Comte de Rezende, grand amiral de Portugal et chevalier de Queirós», tal como refieren las crónicas de los periódicos cairotas de la época), para asistir a los festejos de inauguración del canal de Suez. Tenían, respectivamente, veintitrés y veinticinco años. Eça permaneció junto a su acompañante durante dos meses en el país, tomando nota de cuanto vio y oyó, haciendo crónica de cuanto pensó y escuchó.

Durante una semana se alojó en el hotel Shepheard de El Cairo, donde coincidió con Théophile Gautier. En alguna ilustración de la época puede verse la marquesina de entrada al hotel pintorescamente rodeada de palmeras y hombres vestidos a la variada manera que Eça describe en las primeras páginas de este libro. Un accidente leve impidió que Gautier viajase por Egipto para comprobar si lo que había soñado en La novela de la momia era cierto (la había escrito antes de visitar el país); Eça, sin embargo, tomaría abundantes notas para su novela La reliquia, que vería la luz en 1887, y también para El misterio de la carretera de Sintra, publicado antes, en 1870, y firmado junto a Ramalho Ortigão.

En las notas que Eça escribe en Egipto encontramos la misma afilada inteligencia de siempre, la misma ironía compasiva del mejor heredero de Garrett. Como escribe Manuel Bandeira comentando sus colaboraciones para la Gazeta de Notícias de Río de Janeiro:

Entre sus páginas más generosas se encuentran las cartas que analizaban la miseria de las clases pobres, la política de pillaje de las grandes potencias. No le cegaba en esos análisis el amor que sentía por las culturas inglesa y francesa: bajo el esplendor de la civilización material y espiritual sabía ver con imparcialidad en la democracia burguesa de Francia una vasta casa de negocios, y en el orden imperial británico la ambición mercantil de un pueblo de tenderos.

El relato «De Alejandría a El Cairo» está tomado de las notas de viaje de Eça durante su viaje a Egipto para la inauguración del canal de Suez en 1869, y aparecen en el libroO Egito, publicado de forma póstuma en 1926. Las crónicas de la inauguración del canal se publicaron entre el 18 y el 21 de enero de 1870 en el Diário de Notícias de Lisboa, y fueron recogidas también póstumamente en el volumen Notas contemporâneas (Livraria Chardron de Lello & Irmão, Porto, 1909). Por último, «Los ingleses en Egipto», que detalla la destrucción de Alejandría, se publicó primero en forma de crónicas enviadas desde Bristol, donde era cónsul, al periódico brasileño Gazeta de Notícias entre el 27 de septiembre y el 24 de octubre de 1882. Se recogieron en libro por primera vez formando parte de las Cartas de Inglaterra (primera edición, póstuma, de 1905), aunque también ha sido editado (lo mismo que De Alexandria ao Cairo)de forma exenta. Eça no cuenta cómo terminó la guerra de Egipto. Tal vez no hiciera falta; todo ocurrió tal y como había predicho. Arabi Pachá fue derrotado el 13 de septiembre de 1882 en la batalla de Tel-el-Kebir y tras ser condenado a muerte, fue amnistiado y enviado al exilio en Ceilán hasta recibir el perdón definitivo en 1901, cuando regresó a su país. Naturalmente, Gran Bretaña ocupó Egipto. Situó al viejo jedive como soberano títere y en 1914 terminó nominalmente con su ocupación cediendo el poder al sultán Hussein Kamil, aunque la presencia militar británica se prolongaría hasta 1936.

Martín López-Vega

De Alejandría a El Cairo

Alejandría

Por la mañana avistamos una tierra baja, casi al nivel del mar. Era Egipto.

Nos acercamos a la terrible embocadura con su muralla de rocas cubiertas de espuma. Al fondo se veía una línea de arena de color miel, como el de los leones: era el desierto. Junto al agua se alzaba una ciudad de grandes edificios blancos y, a lo lejos, en un saliente de tierra, se recortaba la silueta de unas palmeras. Era por fin Alejandría.

Tardamos en anclar. En la distancia se erguía la columna de Pompeyo.

Junto al paquebote, barcas árabes tripuladas por figuras negras, ágiles, relucientes, de turbantes coloridos sobre caras famélicas y rostros enjuntos corrían velozmente, inclinadas por el viento. Aquellos hombres hablaban una lengua gutural, áspera, arrastrada, de la que no era posible comprender ni siquiera la intención de las frases. Había velas rayadas de amarillo y el sol golpeaba los grandes edificios blancos de Alejandría.

Saltamos a una barca. Los árabes remaban con estruendo y hablaban con violencia, en una agitación perpetua. Al pasar junto a uno de los grandes navíos del pachá se izó la bandera roja con la media luna blanca; en la cubierta se distinguían figuras oscuras con pantalones largos rojos y eltarbuchescarlata en la cabeza. Corríamos por el agua azul de la bahía; se veían palacios, un edificio con una cúpula redonda, un minarete. El enorme palacio del pachá, de gusto italiano, asentaba su masa monótona sobre la arena, a lo lejos. Un cielo inmóvil, infinito, profundo, dejaba caer una luz magnífica.

Yo, mientras tanto, iba pensando en que me disponía a pisar el suelo de Alejandría. ¡Surcábamos las mismas aguas en las que otrora habían fondeado las galeras con velas de color púrpura que regresaban de Accio! Alejandría, vieja ciudad griega, vieja ciudad bizantina, ¿dónde estás? ¿Dónde están tus cuatro mil baños públicos, tus cuatro mil circos y tus cuatro mil jardines? ¿Dónde están tus diez mil mercaderes y los doce mil judíos que pagaban tributo al santo califa Omar? ¿Dónde están tus bibliotecas, tus palacios egipcios y el jardín maravilloso de Ceres, oh ciudad de Cleopatra, la más hermosa de las lágidas?

Estabas ante mí: ¡y lo que yo veía eran vastas construcciones negras y desmoronadas hechas con el barro del Nilo, un lugar enfangado e inmundo, lleno de escombros, una acumulación de edificaciones miserables e inexpresivas!

En el muelle, una muchedumbre de árabes gritaba, empujaba, gruñía. Un camello cargado avanzaba solemnemente. Viejos barcos chocaban entre sí mientras se mecían sobre el agua junto a un muelle de piedra pulido por las mareas, ¡y aquellas piedras cubrían el suelo venerable, casi mitológico, que pisara Homero!

Allí estaba la isla de Faros. Los ptolomeos unieron la isla a tierra firme mediante un camino de piedra: un istmo poblado de casas. Lo que no era más que un camino se ha ido ensanchando y hoy sobre él se asienta Alejandría de modo tan fuerte y seguro como El Cairo se asienta sobre la tierra del viejo Egipto.

En el muelle, un hombre de bigote militar, largo chaquetón harapiento, vil e innoble, azotaba con un látigo de piel de búfalo a un pobre campesino de rostro egipcio, con la cabeza pequeña, la mirada levemente ebria, el rostro anguloso y los pies planos. El miserable azotado resoplaba mientras esperaba con actitud doblegada y paciente el final de los latigazos. El hombre de aspecto militar dejó caer el brazo; el campesino se sacudió y se arrojó con una violencia ávida sobre nuestras maletas…

Frente a nosotros se abría un gran arco en la fachada de un enorme edificio: era la aduana. El sol caía mordiendo. Un anciano de rostro devastado e innoble pedía, sombrío, el «óbolo del derviche», recostado en actitud impasible contra la pared del edificio. Alrededor nuestro y de nuestras maletas rondaban un ansia ávida, un clamor miserable, zancadas, latigazos y un olor molesto…

¡Así fue como te nos apareciste, oh negro Egipto, romántica tierra de los califas!

Comenzamos a atravesar el barrio árabe acomodados (es un decir) a los lados de la montaña de nuestro equipajeen un carruaje forrado de indiana con un cochero albanés, precedidos por un criado. Ese barrio es una red de calles estrechas, infectas, obstruidas por el barro, con construcciones irregulares, desmoronadas, caducas, hechas de todos los materiales, desde el mármol hasta el barro, con todos los aspectos posibles y una extrema falta de previsión en líneas y arquitecturas. Esas calles están llenas de una muchedumbre ruidosa de turbantes, detarbuches, de gorros griegos, de birretes albaneses, de capuces, de mujeres envueltas en sus túnicas blancas, de burros cargados que trotan menudamente. Y todo ello resulta confuso y pintoresco, extraño y miserable.

Llegamos por fin a la plaza de los Cónsules. Es una plaza enorme, rodeada de edificios: hoteles, consulados, bancos, casinos, casas de negociantes levantinos. Allí ya se siente el Oriente. Un sol pesado y tibio cae sobre la plaza. Pasan filas de camellos; campesinos cargados corren con las túnicas azules llenas de aire; en las esquinas, cambistas de moneda con el dinero en grandes cestos se sientan con las piernas cruzadas sobre sus esteras. Más allá, vendedores de flores hacen sus ramos junto al muro de un jardín del que cuelgan, como parasoles, las agudas hojas de las palmeras. Se ven flores maravillosas, largas, de una carnalidad luminosa y de un aroma acre. Mujeres con actitud altiva, jóvenes aún, vibrantes, pasan, envueltas en túnicas partas que les moldean el cuerpo. Los brazos emergen de largas mangas colgantes. Una tira de tela ajustada a lo alto de la cabeza deja una abertura para los ojos y desciende hasta los pies. Nos cruzamos con levantinos al galope en sus pequeños burros ágiles y erguidos ensillados con altas sillas rojas. Un regimiento de soldados del pachá atraviesa la plaza: son negros, traen uniformes blancos, el fez morado, un gran saco a las espaldas y, al costado, una espada corta: sus rostros son duros, aceitosos, lustrosos, huesudos. Un oficial galopa al frente sobre un caballo árabe de cuello erguido y blande su sable curvado, dorado, inútil contra la tela bordada en oro que viste al caballo.

Por lo demás, el aspecto de la plaza es trivial. Las casas son masas de cantería, monótonas y cerradas. Sobre el asfalto se abren las puertas de los cafés y de los billares. Olvidado sobre una mesa vemos un ejemplar delLe Figaro. En las esquinas hay carteles de las Bouffes-Parisienes. Algunas mujeres desvergonzadas, con la cabeza afeitada, arrastran por el barro grandes faldas de seda.

Es una ciudad humildemente mercantil. Las colonias que la habitan, griegos, italianos, marselleses, se encuentran en ella de paso: oprimen, chupan, engordan, consiguen esclavas en Fayum y se encierran en sus casas pretenciosas, hartos de comida, usura y sensualidad. El movimiento es comercial, rápido, precipitado. Las calles están flanqueadas por almacenes; las carrozas dejan surcos en el barro. El interés, la aspereza de la ganancia y el estado de colonos expoliadores dan un aspecto de brutalidad y avidez a la población: el griego pierde su perfil correcto, agradable y penetrante; el marsellés ya no tiene su fisonomía cálida, expresiva, sutil, aventurera, ni el italiano sus rasgos voluptuosos y plenos. Todos tienen las facciones combativas y agudas de los exploradores ávidos.

Fuimos a visitar a Bei, uno de los ministros de Ismail Pachá, al Banco Egipcio. Bei es un renegado. Un hombre gordo, pesado, fuerte, de fisonomía alargada y aceitosa, boca cavernosa y llena de negruras, cubierta por un bigote enorme y entrecano; mira con ojos vivos, levemente fatigados, voluntariosos y libertinos. Es un ser inmundo: lo encontramos ahogado en su propio sudor, con los zapatos desatados, la chaqueta negra sucia y una camisa llena de manchas negras. Hablamos poco tiempo. Me pareció un hombre limitado en extremo, grosero, ávido de exploración. Se adivina en él a uno de los pequeños tiranos del país: desembarcado un día en algún puerto de Egipto llegado de Siria o de India; miserable y astuto y guiado por la fuerza, por la intriga, por las complacencias deshonestas; devorador, brutal, vanidoso; enflaquecido en su ánimo por la frecuentación de las esclavas, mantenido por el servilismo. Tan solo una cosa admirable había en él: ¡sus cigarrillos turcos!

Recorrimos algunas calles. Siempre el mismo aspecto: un largo espacio de fango bordado de altas masas de albañilería pintadas de rosa o amarillo, cuadradas, simétricas, silenciosas, recortadas sobre un azul sublime.

Lo cierto es que Alejandría comenzaba a hastiarnos. La tarde caía. Algunos carruajes atravesaban la plaza, llenos de levantinos con sustarbuchessobre la cabeza y de viajantes ruidosos, con grandes cabelleras untadas de pomada, bigotes rizados, actitudes caballerosas, de un género canalla. Es la juventud comercial alejandrina. Pasaban también damas levantinas, enormes, envueltas en túnicas blancas, apoyadas en los almohadones de los carruajes, parecidos a sacos de harina. Vimos a otras damas en sus victorias gobernados por cocheros nubios, engalanados en escarlata, con un lujo imbécil, ruidoso, de una afectación voluntaria: se siente el mal gusto, la falta de una elegancia delicada, los bajos instintos del burgués, enriquecido y perverso…

—Y aquí ¿por dónde se pasea?

—Por el Mamudieh.

El Mamudieh es el canal que trae a Alejandría el agua del Nilo. Sirve para el consumo y es navegable.

Se pasan las calles triviales y silenciosas y se penetra en un paisaje de una originalidad inesperada. Caminamos por una gran avenida de sicómoros de hojas delgadas. Junto a ellos, alguna construcción abandonada; después, colinas de arena: es el comienzo del desierto libio.

Se deja la avenida y se penetra entre bosques de palmeras: sus troncos son enormes, sus hojas flexibles se arquean. La vegetación pende de hojas relucientes, fuertes, que crecen sin orden. Todo está empolvado por el viento del desierto. Es un paisaje muy cálido, de un colorido poderoso. Atravesamos filas de camellos. Un beduino ya anciano, montado a lomos de su dromedario, con el cuerpo sumido en una oscilación monótona y con la lanza posada sobre las rodillas, nos mira gravemente. Un anciano musulmán de túnica azul, gran faja escarlata, turbante blanco o verde, pasa con solemnidad montado en su burro con las piernas colgando y pasando las cuentas de un rosario.

Hay un gran silencio. Llegamos al Mamudieh. Aspecto maravilloso: la luz desmayada, pues ya ha oscurecido un poco; el cielo, hacia poniente, tiene grandes manchas ensangrentadas, un claroscuro sobre fondo opalino. Una larga avenida corre paralela al canal. De un lado están los muros de los jardines del palacio, abarrotados de copas de árboles que se inclinan, cubiertas de flores, derramando un dulce aroma. Del otro, las raíces poderosas de fuertes sicómoros bucean en el agua.

La inmovilidad del agua es vagamente luminosa. Algunos veleros están amarrados a las orillas del canal. Las ramas luminosas de los árboles resplandecen en la tarde oscura; se siente el olor acre, la sensación de tierra quemada por el sol. Mujeres campesinas descienden, con el cántaro sobre los hombros, hasta el canal.

La línea de vegetación, en la otra orilla, se recorta nítida en sombra bajo el cielo amarillento y cálido: son macizos redondos y cóncavos de follaje bajo los cuales se yerguen palmeras espigadas como cúpulas verdes de agudos minaretes.

De vez en cuando un barco pasa corriente abajo con las velas abiertas como las dos alas de una cigüeña. Hay un silencio, una serenidad tropical, apagada, aromatizada…

Regresamos. Los cafés son bulliciosos, los casinos están iluminados. Algunos campesinos, acostados en el asfalto, arrodillados sobre sus mantos, duermen bajo la niebla, a la luz de las estrellas. Por las calles oscuras, de vez en cuando, pasa un árabe con una linterna…

El día siguiente lo pasamos también en Alejandría. Teníamos curiosidades clásicas por examinar. Hacía un calor mórbido. Por eso fuimos al bar árabe, sobre la bahía, en la orilla más alejada.

La terraza del café, cubierta por un porche, se abre sobre las aguas y el mar se extiende hasta donde la vista se pierde, sereno, azul, pacífico, cubierto de luz. A lo lejos, un brazo de tierra se adentra en el agua: se distinguen una cúpula blanca, refulgente, y una palmera levemente inclinada junto a ella. En el horizonte distante brilla una niebla luminosa.

Tomamos café turco y fumamos el narguile persa. Lentamente, el humo adormece el calor tibio y disolvente en el espíritu. Las cualidades fuertes, la energía, la voluntad, se disipan, se desvanecen en una somnolencia dulce. Caemos en ese estado que los árabes llaman «quife»: una especie de desmayo vivo en el que la vida se vuelve pura pasividad casi vegetal. Del narguile se eleva un humo azulado y dulce. No se piensa más que por imágenes, por formas. El cerebro habita en lo más profundo de un sueño. El azul molesta… Pasa una bandada de palomas: vienen de Malta, vienen de la isla Citerea. La cabeza cae en un adormecimiento común al resto del cuerpo…

Y así y todo el animal dentro de nosotros se siente en toda su plenitud… ¡Es terrible!

Después es necesario caminar deprisa, mover gimnásticamente los brazos, pensar en cosas energéticas, querer con fuerza: solo de ese modo se consigue salir completamente de la postración.

Al caer la tarde fuimos a ver la columna de Pompeyo. Es una alta columna griega, de granito rosado, que se yergue sobre una colina de arena. Fue alzada en honor de Diocleciano por un prefecto de Egipto.

Ahí, en esa soledad, tiene una melancolía altiva y llena de pasado. A sus pies negrea una estatua de granito del tiempo de Ramsés, medio enterrada en la arena, cubierta de inmundicia.

Alrededor de la colina se extiende un cementerio árabe: piedras lisas y, en el lugar del calvario, una pequeña columna cubierta por un turbante; las piedras lisas se esparcen por la arena desolada sin árboles, sin sombra, sin flores, al azar. De día los niños juegan allí, sórdidos, con los ojos llenos de moscas. Al oscurecer las patrullas vagan entre las tumbas, linterna en mano; después, los chacales ululan hasta la madrugada.

A veces la familia del muerto viene a visitarlo: trae su arroz, su sandía, su pastel y come junto a la lápida en silencio. Después las mujeres se abalanzan sobre la sepultura y profieren esos gritos agudos, trémulos, guturales y desolados que son particulares de las mujeres de Oriente y que, ya sea en bodas o en funerales, tienen un encanto fatal y hacen pensar en cosas sobrenaturales.

Fuimos a ver también, a propósito, las Agujas de Cleopatra. Las encontramos en una huerta cercada por una hilera de casas. Una está en pie, nítida, de granito rosado; las otras yacen en el suelo; a su alrededor crecen las legumbres. Me acerqué, y después de verlas y cerciorarme de que habían pertenecido al templo de Heliópolis y que habían sido llevadas a Alejandría para ser colocadas en un templo dedicado a Ceres, volví los ojos y bostecé…

¡Querida Alejandría, ciudad de Cleopatra, de Amru y de los padres de la iglesia, anda que no nos resultaste pesada y fastidiosa!

Así que al día siguiente, en la pálida mañana, tomamos el tren y partimos hacia El Cairo.

El Delta

Un poeta árabe comparó el Delta con un abanico verde, un poco cerrado, que tuviese en su extremidad, en el ojo, una joya finamente cincelada: El Cairo.

En efecto, junto a El Cairo el Nilo se separa en dos ramales que se alejan como los dos brazos de un compás y que van a desembocar uno a Roseta, antigua ciudad hoy en ruinas, y el otro a Damieta, donde se batió San Luis.

Los antiguos conocían siete ramales del Nilo; como la serpiente mitológica, el Nilo sumergía sus siete cabezas en el mar. Sin embargo el tiempo, las arenas, la dejadez de las dinastías persas, la negligencia turca, la inercia árabe, la falta de canales y de diques hicieron que cinco ramales se enfangasen, se secasen y que se les perdiese el rastro.

Hoy el Nilo se reparte entero entre los dos ramales de Roseta y Damieta. La tierra triangular entre esos dos ramales del Nilo es el Delta, tierra tan fértil que, en tiempos, por sí sola alimentaba al mundo romano.

La vida de Egipto es el Nilo: sin el Nilo, Egipto no sería más que la continuación del desierto libio hasta el mar Rojo. Con el Nilo, Egipto es el país más fecundo en que al hombre le ha sido dado sembrar.

Egipto es el valle del Nilo. Es un trazo de vegetación, de vida, de frescura en la infinita lividez del desierto.

Evidentemente, en tiempos hubo allí un mar enorme: si se cava en la tierra, incluso en el Delta, incluso en los lugares en que es mayor la abundancia de cultivos, se encuentra una capa de tierra vegetal, y bajo esa capa, un depósito de arena del mar de una profundidad indeterminada que probablemente se posa en la roca. En tiempos remotos quizás se extendiese sobre ella la lívida planicie de Ceres, soledades pedregosas que llegaban hasta el mar Rojo desde el desierto de arena del Sahara.

Después, el Nilo descendió desde sus orígenes misteriosos (que hoy parecen ser los lagos de Etiopía) y allá por donde pasó creó vida. Donde llega su agua todo florece y germina. Junto al Nilo, el alimento; más allá, el rubio desierto. Hay lugares en los que la separación entre los cultivos y la arena está marcada como por un trazo de lápiz. La vegetación termina bruscamente, como el agua de un lago: una serpiente puede tener la cola escondida en la vegetación del Bajo Egipto y la cabeza posada en el calor de la arena libia.

Cada año el Nilo crece, sube, se alarga, se expande, potente, sobre los terrenos crestados por el sol: deja su lodo, vivifica, trabaja, alimenta, germina, fecunda y después de eso se recoge serenamente en su lecho. Así el Nilo, fundamento de la vida agrícola, es también fundamento de la vida civil. Tiene sus instituciones, sus legislaciones, fiestas, plegarias, guardas, pregones. Él es quien regula las estaciones: estación de la crecida, estación de la decrecida, estación del agua natural. Sube durante cuatro meses; baja durante otros cuatro; y durante los otros cuatro se conserva pacífico y neutral.

En nuestro país es el cielo quien cultiva los campos; es él quien riega, quien madura, quien conserva, quien manda la lluvia, el calor, el rocío. En Egipto el cielo es indiferente a la vida de los hombres: limpio, liso, profundo, eterno, implacablemente azul, mantiene la hierática indiferencia de un ídolo. Es el Nilo quien trabaja la tierra.

En junio, cuando el sol resplandece en el azul inmóvil, el campesino que a cada momento observa, atento, al buen Nilo, su antiguo padre, comienza a ver cómo pierde su transparencia; a lo largo del río hay oscilaciones, contracciones, como los movimientos de un monstruo que apenas comienza a caminar: es el Nilo que empieza a crecer. Al poco tiempo adquiere un color verdoso y mate; después en todo su curso aparece un tono rojo, sanguíneo; la corriente es más poderosa, el agua sube lentamente, los campos próximos comienzan a inundarse. Entonces se amarran los barcos junto a las aldeas; el campesino toma su darbuka de cuerdas de metal, las mujeres se reúnen en coros, batiendo palmas, y por todo el valle del Nilo comienzan los cantos, las fiestas en su honor.

Él, en su beatitud, crece serena, equitativamente, sin injusticia ni cólera. A veces cuando, en junio, el Nilo se mantiene aún inmóvil y por todo Egipto se temen el hambre y las pestes, los cadíes, los pachás, los imanes, los ulemas y los derviches van en grandes procesiones, escoltados por soldados, seguidos por los clamores de la muchedumbre a través del viejo El Cairo hasta la mezquita de Amru. Fue allí donde se posó, sobre la jaima de Amru, la paloma venida de La Meca, el lugar santo. La multitud se postra ante un santuario especial, el mihrab de la crecida, y se sumerge en el gran silencio de la oración. Y al día siguiente, sin más tardanza, el Nilo comienza a crecer.