Estragos - Tomás Iorii - E-Book

Estragos E-Book

Tomás Iorii

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Beschreibung

Estragos es una novela humorística que sigue el recorrido de los objetos más poderosos del mundo —una mohosa porción de pizza, un par de espadas antiguas y el famoso manto sagrado— a través de la historia. Comienza en 1588 con el Papa Noel I y cada capítulo subsecuente acompaña a un personaje distinto. Los relatos se van cruzando y reconstruyen de a pequeñas piezas el camino de los objetos hasta las manos de Der Meister, un alemán con el deseo de acabar con la sociedad como la conocemos. La trama hace Estragos con los personajes y los arroja a situaciones confusas con una secta de cultistas del Rap Rock, una competencia clandestina de artes inmarciales en un crucero, un superhéroe que se dedica a cuidar autos, un pescado policía, unos secuestradores apasionados por la moda, un parque de diversiones que se esmera en decapitar a sus excursionistas, la ambición de una empresaria obsesionada con la religión, un hombre que definitivamente no es un asesino, un perro que se llama Microondas, una aerolínea con la política de solo contratar discapacitados, un ejército de pastores, una invasión extraterrestre, una organización de inteligencia secreta con dificultades para mantenerse en secreto, un millonario proyecto científico para controlar la mente de las personas y hacer que compren más celulares, la detonación de un misil y, principalmente, muchos sonidos de pato. Suficiente para que suene interesante y no tuve que mencionar las acaloradas escenas de sexo.

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TOMÁS IORII

Estragos

Iorii, Tomás Estragos / Tomás Iorii. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4601-2

1. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

A Rodrigo Murseli y la memoria de Franco Battipiedi,las dos razones por las que existe este libro(sin contar la abundancia de tiempo al pedo, claro)

Índice de contenido

I

Primera Instancia - El Rompecabezas

II

III

IV

V

VI

VII

Segunda Instancia - Chorii

VIII

IX

X

XI

Tercera Instancia - El Manuscrito

XII

XIII

XIV

Cuarta Instancia - OH, NO

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

Quinta Instancia - Pastor Inc.

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

Sexta Instancia - Nada

XXXI

XXXII

XXXIII

Séptima Instancia - El Cruce

El Cruce

XXXIV

XXXV

XXXVI

XXXVII

XXXVIII

Octava Instancia - Viaje a Merlín

XXXIX

XL

XLI

XLII

XLIII

XLIV

I

Era 1588. Como en el inicio de todos los días, el Papa Noel I recorría los distintos pasillos del Vaticano. Un hombre imponente de vestimenta roja y blanca y una larga barba canosa. Portaba un solideo que cubría parte de su cabellera nívea y botitas charoladas talle treinta y cinco. Vagó por la basílica hasta detenerse de frente a una gótica puerta de madera al final de un corredor. La atravesó. Era un salón rústico, amoblado en madera y con aspecto de calabozo. Se acercó sexy y casual a una mesa a un lado. Allí se detuvo. Levantó un bastón de caramelo de los tantos que había y comenzó a afilarlo con su afila-cuchillos. Alzó la mirada para hacer contacto visual con el joven hereje que colgaba cabeza abajo de la pared.

—¡Jo jo jo! —rio—. ¡Tengo un regalito para ti! —Había terminado de afilar el bastón de caramelo y verificaba el filo con su gordo dedo índice—. Así que, ¿el Señor no es lo suficientemente bueno para ti? —Sonrió—. No sé; yo creo que es demasiado bueno con aquellos como tú.

Lo miró intimidante durante unos segundos.

Levantó su brazo en el aire y lanzó el bastón de caramelo a su rodilla. El hereje aulló de dolor.

—Ya sabes lo que dicen —volvió a hablar entre cantos y con su gran sonrisa perturbadora—, ¡somos una religión de amor! ¡Nuestro Señor nos ama incondicionalmente! —Se acercó a su cara empapada en lágrimas—. Con la condición de que creamos en él… —, mientras retorcía el bastón.

El muchacho gemía en agonía.

—¡Guardias! —gritó el papa, frunciendo el ceño y alejándose.

Dos hombres de armadura roja entraron a la sala, quedándose firmes junto a la puerta a la espera de órdenes.

—¡Quiero sus bolas en el arbolito! —, señalando la entrepierna del joven.

—¡Sí, Su Santidad! —contestaron al unísono.

—¡Ese es el espíritu! —Sonrió de nuevo.

Siendo así, el Papa Noel I se retiró de la escena. Mientras avanzaba por el corredor, podía oír los desgarradores gritos del joven perderse en el ambiente.

Siguió camino hasta el salón principal del Vaticano. Una sala enorme y lujosa, con acabados en oro y obras de arte por doquier. En lo alto, cabezas de renos sobresalían de cada columna con relucientes narices rojas; mas la atención caía sobre el centro del salón, donde un pino nevado de siete metros de altura exhibía los decorados más brillantes que nuestras mentes pueden imaginar. A su base se encontraba un gran pesebre de madera repleto de esculturas de animales y rodeando el esplendoroso trono papal. Allí se sentó Noel.

Su estómago gruñó; el matar judíos y musulmanes lo había dejado hambriento, pues era un gordo de mierda. Acarició su barba un momento y luego tomó la cruz a su cuello. Golpeó delicadamente una campana próxima al trono con la cruz. Un hombre flaco y de baja estatura se hizo presente. Sus zapatos sonaban a cascabel con cada paso, estaba vestido de verde y llevaba un divertido gorro puntiagudo. Con miedo, dejó un antiguo papel enrollado sobre una escultura cercana y se retiró sin decir una palabra. Noel se extendió para alcanzarlo. Lo desenrolló siendo cuidadoso de no romperlo. Tomó una pluma —en otro momento la habría mojado en tinta para que sea funcional, pero perdió la costumbre hacía unos meses cuando notó lo divertido que era torturar a los sirvientes que no acataban sus pedidos por carta. Desde entonces solo simulaba escribir—. Acercó la pluma al papel. Su mano se detuvo a mitad de camino. Recordó que la pizzería a la que estaba a punto de escribir había sido destruida en una de sus legendarias Pizzadas, donde los Pizzeros Templarios destruyeron todos los locales que no fuesen cristianos. Al reflexionar sobre todas esas personas con creencias, esperanzas y futuros que habían sido asesinadas tan solo por pensar distinto, le dio más hambre. Revoleó el papel y la pluma por el aire y volvió a sonar la campana de un golpe con su puño.

Otra vez apareció el personaje de la vestimenta verde. Se acercó todo tembloroso y con el mayor de los respetos.

—Irvin —dijo el Papa Noel I—, quiero una pizza.

—Pero, Su Santidad, ya no quedan pizzerías.... Su Santísima Santidad...

—Irvin —repitió—, quiero... una... ¡pizza!

—Pero… —El papa sacó un bastón de caramelo de su bolsillo—. Ya mismo —, y dejó el salón con prisa.

De pronto, se escucharon más cascabeles; otro hombre, de aspecto similar a Irvin, ingresó a la sala con una larga lista entre manos.

—Ah, em… —dudó Noel al verlo.

—Carlos, Su Santidad —ayudó aquel hombre.

—¡Carlos, claro! ¡Jo jo jo! ¿Qué me traes ahí?

—Es una lista de los niños de la ciudad. Necesitamos definir quiénes fueron los niños buenos este año.

—¿Niños buenos? ¡Todos se portan como el orto! ¡Mocosos de mierda!

—Pero, los regalos…

—¡Siempre pidiendo mierda! ¿Qué se creen? ¿Que los billetes nos llueven? ¡Por favor! ¿Que vamos por ahí recibiendo dinero gratis? ¡Esto es una iglesia! ¿Acaso creen que vendemos suvenires? ¿Que vendemos el perdón del Señor? —Se detuvo de pronto—. Espera —, tras unos segundos de silencio—, no es mala idea. ¡Anótalo, Carlos! —El sirviente se enderezó—. ¡Sí! ¡Me encanta! ¡Que la gente nos dé dinero a cambio de ir al cielo! ¿Cómo no se me ocurrió antes? —Carlos tomaba nota de cada palabra—. ¡Podemos llamarlo «Iglesia Evangelista»!

En ese momento, reapareció Irvin, acompañado por un muchacho esbelto y de mostacho refinado. Noel los vio.

—Luego seguimos, Carlos —dijo; este asintió y cedió su lugar a Irvin y compañía—. ¿Y bien? ¿Manos vacías?

—Su Santidad —habló Irvin—, él es Marcoponeli Sintempolio, el maestro pizzero italiano más reconocido de Suecia, Su Santisisísima Santidad.

El pizzero hizo una reverencia.

—¿Reconocido? —dudó Noel.

—¡Sí, Su Santidad! —dijo Marcoponeli con orgullo—. ¡No hay pizza como la mía! ¡No hay ciudad en la que no se sepa mi nombre! ¡Hombres han vendido a sus mujeres solo para probar una de mis exquisiteces!

—Ya veo.

—¿En qué puedo servirle?

—Qué tal… ¿una pizza?

—¡A sus órdenes! ¡Sería el mayor de los honores!

—¡Irvin!

—¿Sí, Su Santidad? —titubeó este.

—Escóltalo hasta la cocina. —Irvin asintió nervioso—. Y quiero la pizza aquí en veinte minutos… o la Santa Inquisición conseguirá dos nuevos clientes esta semana.

El pizzero dejó el lugar escoltado por Irvin.

Mientras tanto, el Papa Noel I continuó con su pasatiempo favorito: editar la Biblia. Tomó una copia del Santo Libro junto con una pluma que ya se encontraba entre las viejas hojas. Se puso sus lentes y comenzó a leer.

—¿«No robarás»? ¿Quién inventó esto? —protestaba solo—. No suena bien —, haciendo un pequeño tachón; o eso habría hecho si tuviese tinta—. ¿Y qué dice aquí? ¿«El adulterio se castiga con la muerte»? —siguió—. Bueno, eso también se puede obviar. —Acarició su barba—. Y podría agregar un par de versículos acerca de cómo los hombres somos mejores que las mujeres. Creo que Jesús dijo algo en ese estilo. —Anotó—. Sí, mucho mejor.

Entre tanto, Marcoponeli Sintempolio llegaba a la cocina.

—Si necesitas algo, en aquella mesa hay un látigo —dijo el sirviente, señalando al otro lado de la cocina—. Tienes permiso para usar los esclavos papales si debes. ¡Buena suerte! —, y se retiró.

El italiano se puso los guantes pizzeros que traía en el interior de su extravagante traje renacentista. Estaba determinado a preparar su especialidad, su famosa familiar de mozzarella, y la mejor que jamás había hecho. Se abalanzó sobre la despensa para recolectar los ingredientes.

Yendo de un lado a otro y gozando de su trabajo, Marcoponeli había terminado de preparar la masa en un asombroso abrir y cerrar de ojos. Comenzó a elaborar la salsa con tomates rigurosamente seleccionados mientras introducía la masa al horno con su pie. Esparcía virtuosismo por donde mire. Hasta revolvía con elegancia; desplegaba todo su talento al acariciar cada gota en las paredes de aquella olla. Sacó la masa del horno tras pocos minutos y la estremeció de placer con las manos que la empaparon de rojo. Luego la mozzarella. Luego el orégano. Luego un suspiro.

La pizza estaba lista. Era una obra de arte. Era, en verdad, lo más bello que jamás había visto, y sus débiles lagrimales eran conscientes de ello.

Abrió la puerta del almacén. Dentro había un hombre de tez oscura, avejentado, con una gran joroba, barba larga y casi desnutrido. El pizzero trepó a su joroba con hombría, tomó la pizza y empuñó el látigo. Azotó con fuerza al hombre. Este comenzó a correr con Marcoponeli como timonel en dirección al salón principal.

Llegó cabalgando triunfante. Su Santidad aún lidiaba con la Biblia; los sirvientes, Irvin y Carlos, observaban en silencio.

—¡Esto es una basura! —protestaba—. Mejor digamos que son todas metáforas y que el Señor actúa en formas misteriosas. ¡Al carajo! Eso nos ahorrará tiempo —, y tiró la Biblia a un lado. Carlos la interceptó en el aire.

Ambos sirvientes se retiraron dejando a Marcoponeli a cargo de la escena.

—¡Jo jo jo! ¡Por fin! —celebró Noel al verlo.

—¡Su Santidad! —Marcoponeli desmontó del rendido esclavo con la pizza en mano y se reverenció—. Le presento la mejor pizza de mi carrera —, extendiendo su brazo hacia él.

Noel se reclinó y dio una profunda inhalada.

—¡Jo jo jo! —Sus ojos denotaban fascinación, y mucha hambre. Se enderezó contra el respaldo del trono y palmeó sus manos—. ¡Traigan a Excálibur!

Se escuchó la expresión de asombro del esclavo. Un hombre de túnica negra entró a la sala con dos imponentes espadas tras sus hombros; una negra y una blanca. Su cara estaba cubierta por un velo. Marcoponeli se echó atrás en admiración.

—¿Excálibur? —dijo.

—¡La misma! —contestó Noel con su pecho inflado.

—¿Cuál de las dos?

—¿Eh? ¿Cómo que «cuál de las dos»? ¡Ambas son Excálibur!

—¿Acaso Excálibur no es la famosa espada del Rey Arturo?

—No eres tan sabio al parecer —señaló arrogante—. El Rey Arturo era ambidiestro —explicó—. Ahora, ¡trae esa pizza aquí! —, con su gordo dedo apuntándole.

El pizzero se acercó reconstruyendo su orgullo. El hombre de la túnica tomó la pizza de sus manos y la posó sobre una de las esculturas. Le hizo cuatro cortes perfectos y volvió a enfundar las espadas en lo que Pitágoras tardaba en sumar dos y dos. Se hizo a un lado, permitiéndole a Noel alcanzar una porción. El papa volvió a olerla con sus ojos cerrados.

—¡Espero que lo pases bien allí adentro, perdón por el desorden! —exclamó; y la comió de un solo bocado.

Hubo un breve silencio.

Se relamió.

Cazó otras tres porciones de sobre la estatua y empezó a tragarlas como podía.

—¡Es lo mejor que probé! —dijo con su boca llena y entre expresiones orgásmicas—. ¡Háganlo Santo! ¡Ahora mismo!

El pizzero rio halagado:

—No lo veo necesario, Su Santidad.

—¡Por favor! —insistió—. A partir de hoy serás nombrado «Santo Marcoponeli, el pizzero papal» —, mientras tragaba. Cazó tres porciones más y las aventó en su boca.

—Lo aprecio, pero en verdad soy ateo, no hace falta.

—¿¡Cómo dices!? —Tragó—. ¿Otro infeliz que cree que el Señor no es lo suficientemente bueno para él?

El papa clavó su mirada en el italiano.

—¡Jo jo jo! ¡Ya comenzaba a aburrirme! ¡Guard... —, y en medio de su grito, Noel se tomó el cuello con ambas manos.

Tosió.

Su cara se tornó violeta.

Los sirvientes corrieron a asistirlo. Marcoponeli permaneció helado; jamás había estado en una situación tal.

—¡Rápido! ¡Tráele algo de beber! —le gritó Carlos al asustado Irvin, quien corrió hacia una pequeña fuente a un lado de la sala, sumergió un antiguo cáliz y regresó. El Papa Noel I cayó de su trono y comenzó a rodar en el suelo. Mientras Irvin intentaba ayudarlo a beber el agua bendita, Carlos se volvió hacia el pizzero—. ¿¡Qué has hecho con Su Santidad!?

—¡Nada! ¡Lo juro!

—¡La pizza! —recriminó—. ¿¡Qué había en la pizza!?

—¡Era completamente ordinaria! ¡Una simple pizza de mozzarella! ¡Tomates en la salsa! ¡Pan árabe para la masa! ¡Un poco de orégano!

Al oír esto, Noel se puso de pie. Su cara estaba morada.

—¿¡Pan árabe!? —, con sus ojos llenos de rabia—. ¿¡Dijiste «pan árabe»!? —El italiano asintió confundido—. ¡Malditos musulmanes! —Se abalanzó sobre Marcoponeli tambaleando su gigantesco cuerpo—. ¡Me hiciste un hereje! —Su voz era cada vez más gutural y comenzaba a faltarle el aire—. ¡Mátenlo! ¡Ahora!

El hombre de la túnica desenfundó Excálibur a su orden. Marcoponeli corrió a ampararse detrás del trono. El papa se posó sobre la escultura en la que yacía la última porción de pizza. Carlos fue a asistirlo. Irvin solo contemplaba la situación, temblando y desde detrás del esclavo.

El sujeto de las espadas iba a paso tranquilo tras Marcoponeli. Se paró frente al trono papal. Lanzó un feroz espadazo que destruyó el respaldo. El pizzero cayó sobre su espalda y retrocedió. El de la túnica caminó sobre lo que quedaba del asiento y volvió a alzar Excálibur a punto de liquidarlo. En ese instante, el esclavo lo tomó por la espalda, haciéndolo soltar ambas espadas. Marcoponeli advirtió la situación y se apresuró a levantarlas mientras el hombre de la túnica era salvajemente golpeado por el esclavo. Se arrastró hasta Excálibur y las empuñó. Se puso de pie.

—¡Mátenlo! ¡Lo quiero muerto! —El papa volvía a desgarrar su garganta en pos del capricho.

En un acto de fervor, Sintempolio le aventó ambas espadas. Cortaron el aire llevándose la atención de todos, casi deteniendo el paso del tiempo. Ambas se incrustaron con armonía en el pecho de Noel, quién soltó su último aullido de dolor mientras los demás en la sala quedaban inmóviles. Marcoponeli se tomó la cabeza; acababa de matar a un hombre, y no a cualquiera.

El papa cayó expirante al suelo y tiró la escultura consigo; la última porción de pizza aterrizó sobre su pecho, justo entre ambas espadas. La herida comenzó a iluminarse en un resplandor dorado; la sangre del papa hereje trepaba capilarmente por el filo de las espadas. El caudaloso río carmesí continuó empapando la porción, y esta se iluminó de igual forma.

Carlos se apresuró y tomó el manto sagrado de Cristo de un baúl cercano en el que guardaban la ropa sucia. Corrió y colocó aquel trapo de lino amarillento sobre el pecho del casi fallecido papa; intentaba contener las heridas. Un haz de luz envolvió el manto y Carlos fue despedido por él. Una naciente nube de humo azul invadió la sala. Todos se aterraron; empezaban a perder dimensión del lugar y sus vistas los vendían. Una ráfaga de viento con olor a canela sopló arrastrando todo el humo en un torbellino, y este acabó por consumarse en el pecho de Noel.

Se oyó un sonido de pato.

El Papa Noel I había muerto.

Marcoponeli Sintempolio fue sentenciado y quemado vivo en la hoguera días después. La porción de pizza fue guardada como pieza histórica por la dinastía Barbaj de Sudán. El resto de los objetos se perdieron en la perpetuidad, y por más esfuerzo que haya puesto la Iglesia Católica en rastrearlos, no se supo nada de ellos en siglos. Ambas espadas y el manto sagrado se desvanecieron en las tragedias del tiempo, que abandonan no más que hechos. Vida efímera y muerte física: la sangre del papa hereje vivirá por siempre en la cárcel del legado.

Primera Instancia

El Rompecabezas

II

Luca regresaba a su hogar luego de un lunes difícil en el trabajo. Sus responsabilidades volvían a golpearlo, pero aún no se sentía preparado para lidiar con ellas. Estaba cansado de las tareas atrasadas, de recibir pésames y, sobre todo, de que sigan preguntándole si es policía —pues ese era su apellido, «Policía»; sin embargo, Luca era contador—. Que le pregunten por su apellido solía divertirle; ahora le recordaba a él. Su corto cabello castaño flameaba al atravesar el jardín. No dejaba de extrañarlo.

Se detuvo en medio del paso.

Un presentimiento calló las penas por su hermano menor.

Miró en todas direcciones. Nada.

Decidió ignorar aquella noción de irreconciliable absurdo: el agotamiento en su trabajo había sido suficiente para enloquecer cualquier mente sensata. Saludó al hombre enmascarado al otro lado de la cerca, quien se encontraba saliendo de la casa de su vecino con un televisor, y retomó su camino. Solo quería llegar y descansar.

Al arrimar a su entrada, notó que la puerta estaba abierta y la cerradura destruida. No se extrañó —la cerradura que había comprado no era exactamente de primera calidad—. Continuó convencido de que había sido el viento —en efecto, la cerradura era muy trucha, pues Luca destacaba por su consciente y constante gestión del dinero: se escondía tras su corto salario y el pobre ahorro para acechar los lujos que no se atrevía a perseguir—. Se adentró en su hogar frotando su cabeza y con ánimos de por fin echarse a la cama. Arrimó la puerta y volteó hacia el comedor. Notó un rastro de sangre sobre las cerámicas blancas. Estaba demasiado cansado como para alarmarse. Asumió que, luego de que el viento rompiese la cerradura, el tigre doméstico de su vecino de enfrente entró comiéndose alguna paloma o algún gato, o al vecino mismo tal vez. Mantuvo la calma y se acercó a una repisa para tomar el repelente de tigres.

Se escuchó un grito proveniente de la cocina.

Luca bostezó. Asumió que, luego de que el viento abriese la puerta y el tigre entrara comiéndose una creatura indefensa, un policía notó la situación y entró a ahuyentarlo, pero, en el proceso, tropezó con el cable de la heladera cayendo al piso adolorido. No había razón para desesperar; salvo que se haya roto el cable, en cual caso debía comprar otro. Oró porque no fuese así. Dejó el repelente de tigres sobre la mesa y fregó sus ojos. Solo pensaba en ir a dormir. Avanzó a paso cansado hasta el final del rastro. Asomó su cabeza en la cocina a oscuras. Pudo distinguir la silueta de un hombre parado en una silla; un hombre sin rostro.

Luca miró a su alrededor en confusión, buscaba al policía herido. No había nadie más allí. Sus sospechas se levantaron sobre la extraña figura. Se encimó de espaldas sobre el interruptor de la luz.

La encendió.

Se oyó un grito.

La silueta desapareció.

El miedo terminó de despertarlo. Comenzó a sentir olor a quemado y tras la mesa algo humeaba. Se acercó. Largó un suspiro de alivio:

—¿Barbas? —, al verlo tendido en el suelo.

Sí, se trataba del «Barbas», uno de sus viejos compañeros del secundario. No había cambiado tanto: todavía tenía sus lentes, el cabello hacia un lado con gel y su característica barbilla desnuda. Lo único distinto era que parte de su cabeza parecía estar en llamas. Luca estaba intrigado por su presencia, era de los pocos conocidos a los que no le había pedido dinero —aún—. Y sí, tenía rostro, es solo que estaba oscuro y el Barbas era negro.

—Luca —dijo aquel sujeto tan familiar en tiempos distantes—, lamento entrar a tu casa de esta forma, pero necesito tu ayuda.

—¿Qué? ¿Con el fuego?

—Sí, si no es mucha molestia.

Luca caminó hacia su despensa para tomar una sartén. Extinguió el fuego en su cabeza a golpes —habría usado el extintor, pero la sartén estaba más cerca—. Dejó la sartén y lo ayudó a levantarse.

—¿Y eso? ¿Qué te pasó? —le preguntó Luca, en referencia a una importante herida que notó en su estómago.

—Anoche fui a una fiesta. —Luca lo sostenía para dejarlo en una de las sillas y rezaba porque no le pidiera plata—. En una iglesia. Vengo de allá. ¡Una locura! Creeme, las monjas la tienen clara. Una se tomó un tacho de lavandina con…

—¿Es relevante? Estoy muy cansado y ya me empieza a doler la cabeza. ¿Podés tener algo de empatía?

—Es verdad, voy a ser concreto; no creo tener mucho tiempo —, presionando su humeante herida. Luca puso atención—. Una monja entró armada a la iglesia justo cuando empezaba el show de strippers. Preguntaba a gritos por una porción de pizza.

—¿Una porción de pizza?

—Escuchaste bien. Nadie supo contestarle. Entonces empezó a disparar. —«Eso explica su herida», pensó Luca—. Por instinto, corrí debajo de uno de los bancos y logré huir ileso —, mientras evitaba desangrarse.

—¿Huiste ileso? —preguntó Luca con escepticismo.

—Sí.

—¿Seguro?

—Ni un rasguño —afianzó el Barbas cada vez más débil.

—¿Y entonces qué carajo te pasó?

—Al salir de la iglesia —reanudó—, noté que tenía los cordones desatados. Pero fue demasiado tarde. Tropecé sobre una paloma —, entre tosidos.

Luca se puso de pie. Tomó un papel de la mesada:

—Para tu… —, y señaló la herida.

—Gracias. —El Barbas lo tomó y lo presionó contra su estómago.

Luca se sentó frente a él.

—No vaya a ser que me manches la mesa. Es de pino, no sabés como absorbe.

—Está bien…

—¿Y el fuego? ¿Qué fue eso?

—Te estaba cambiando la lamparita justo cuando prendiste la luz. Estaba chispeando cuando llegué. ¿Hace cuánto que no la cambiás?

—¿Las lamparitas se cambian?

—Sí.

—Eso es un invento. Es como los que dicen que el papel higiénico no se reutiliza.

—El papel higiénico no se reutiliza.

Luca miró el papel en la herida del Barbas. Lo miró a los ojos. Miró el papel.

—Bueno, no importa. —Se puso de pie—. Te llevo al hospital —dispuso, buscando las llaves de su bicicleta. La nafta había aumentado esa semana y el hospital más cercano estaba a unos considerables cinco kilómetros.

El Barbas lo detuvo al tomar su brazo.

—No es la herida lo que me trajo —, levantó la mirada—: esto es más importante que mi vida o que la tuya. —Su voz comenzaba a rasgarse—. ¿Tenés algo para tomar?

Un enredado intercambio de miradas tomó lugar.

—Y… es una pregunta complicada —contestó Luca—; a veces tengo, pero no mucho.

—¿Eso qué quiere decir? —, entre expresiones de dolor y dificultosas tragadas de saliva—. ¿Tenés o no?

—Están caras las bebidas últimamente, ¿viste?

—¿Enserio?

Luca se encogió de hombros.

El Barbas tomó con resignación la billetera de sus pantalones a lo MC Hammer. Buscó en ella mientras el dueño de casa le servía algo.

—¿Qué ibas a decirme? —preguntó, dejando el vaso sobre la mesa y tomando el dinero.

El Barbas mostró un táper rosa; lo puso sobre su regazo.

—De esto se trata —musitó con su última sonrisa—. Cuidala.

Sus ojos se cerraron. Se podía sentir cómo su débil pulso se desvanecía. Su sonrisa permaneció estática, calcándose en la consciencia del aturdido dueño de casa. Luca se abalanzó sobre él; estaba desconcertado. No terminaba de digerir la situación —ni el almuerzo, es difícil hacerlo cuando se está abrazado a un cadáver—. Tomó el vaso que le había servido y volvió a volcarlo en la botella —no estaba en condiciones de andar derrochando—. Con el mayor de los pesares, empujó al Barbas dentro de la heladera. Cerró la puerta y se volteó. Bostezó. Estaba listo para ir a la cama; pues ya habría tiempo para llorarle al otro día. «Casi lo olvido», se dijo y regresó hacia la heladera. La desconectó para disminuir la factura de luz.

Camino a su cuarto vio el táper aguardándole sobre la mesa. La curiosidad venció su sueño. Se sentó frente a él. ¿Por qué era tan importante aquel objeto? Lo alzó en sus manos y lo revisó de punta a punta. Lo olió. Lo midió con la cinta métrica que llevaba en su bolsillo. Lo pesó, con su cinta métrica también. Lo sometió a un test de alcoholemia con su balanza. No comprendía qué había de especial en ese táper. Su cabeza volvía a dolerle, por lo que se despreocupó y supuso que, luego de ser mortalmente herido por la paloma, el Barbas decidió pasar por el banco para extraer todo su dinero, colocarlo dentro del táper favorito de su madre y dárselo a su único amigo, que por alguna extraña razón acabó siendo él. Tras una breve consideración, se le ocurrió abrirlo.

La verdad lo deslumbró de la forma más inesperada y entonces decepcionante. Las respuestas le aguardaban bajo la rosada tapa plástica en forma de una vieja porción de pizza. El conocimiento lo iluminó —aunque no logró descifrar al instante cuál era su importancia, ni por qué el Barbas dio hasta su vida por ocultarla. En verdad, no comprendió nada. Incluso acabó más confundido; pero comenzaba a formular su ingeniosa hipótesis.

No tuvo tiempo para dedicarle a los pensamientos errantes que se asomaban en su cabeza; sintió una fuerte frenada al igual que toda la cuadra. Evitando ser carcomido por la incertidumbre, aplicó la razón una vez más: supuso que aquella frenada podía tratarse de un conductor que, para evitar chocar contra un niño que jugaba al minigolf en la acera, frenó violentamente, impactando contra su medidor de gas. Se detuvo un segundo a considerarlo y acabó por pararse con prisa: si tenía razón, la factura sería descomunal. Entró en pánico, ¿cómo llegaría a fin de mes?, ¿cómo compraría aquella hidrolavadora que lo saludaba desde la vidriera camino al trabajo?, ¿quién pondría la comida todos los días sobre su mesa? —en el caso que tuviera que comprarla, claro: desde hace ya meses que se quedaba con las sobras del restaurante tailandés a la vuelta de su manzana a cambio de clases intensivas de gestión del dinero—. Corrió hacia el comedor. Se asomó por la ventana. Vio un deportivo gris estacionando frente a su puerta. El medidor se evidenciaba intacto. Se desorientó.

El coche se abrió. Una monja alta y fornida bajó de él.

El miedo abatió a Luca.

La enorme monja caminó hacia su entrada con movimientos bruscos y robóticos; apenas flexionaba sus rodillas. Era de tez oscura y sus brazos eran por lo menos dos veces los de Luca. El aterrorizado dueño de casa recordó de la cerradura. Se arrastró tras la puerta e intentó evitar que la abriese. Una fina gota de sudor bailaba en su frente burlándose del corazón que quería escapar de su pecho. Podía oír sus pisadas en el pasto del jardín. Presionó fuerte con su espalda. En verdad temía por su vida.

Las pisadas cesaron.

El picaporte giró.

—¡Ocupado! —gritó Luca.

Un empujón sacudió la puerta; logró resistirlo. Se puso de pie aun presionando con su espalda.

—¡Estoy seguro de que la casa que buscás es al lado!

El segundo empujón tiró la puerta abajo y a Luca con ella; desarmó todas sus fuerzas y lo lanzó al centro de la sala. Para cuando pudo levantarse, ella estaba adentro:

—¡La pizza! ¡Ahora! —exigió, con voz gruesa e inexpresiva, mientras palmeaba aleatoriamente su cintura.

Se detuvo.

—¿Dónde…? ¡No te muevas! —gritó; y corrió hasta el auto.

Volvió pronto con una pistola en mano.

—¡La pizza! ¡Ahora! —repitió, apuntando el arma a la pared—. ¡Mierda! ¿Por qué es tan difícil? ¡Un segundo!

Manteniendo el brazo rígido, movió su torso hasta que el arma apuntó a Luca.

—¡Ahora sí! ¡La pizza!

Luca estaba paralizado. Miraba de reojo la porción de pizza sobre la mesa de la cocina. No podía entregarla; el Barbas acababa de dar su vida por protegerla.

—¿Se escuchó lo que dije? ¡La pizza! ¡Ahora!

—¿Pizza? ¿Cuál pizza? ¿De qué hablás? —, parándose frente a la entrada a la cocina para que no pudiese verla.

—Sé que está acá, la trajo el otro chabón.

—Ah, esa pizza… ¡Me la comí! —improvisó.

—Bien —, la monja bajó su arma—, voy a tener que abrirte el estómago entonces.

Comenzó a acercarse con movimientos robóticos. Luca entró en pánico. Cerró sus ojos y se arrinconó contra la pared.

—¡No! ¡Ya fui al baño! ¡Soy de digestión rápida!

—¿Cómo que…

Se detuvo.

Luca abrió sus ojos tras unos segundos.

La monja estaba sin hacer el más mínimo movimiento y con su boca abierta. Se había pausado en medio de la oración. Luca se acercó intrigado; ni siquiera parpadeaba.

—…te la comiste? ¡Idiota! —reanudó, asustándolo—. ¿Dónde está el otro infeliz?

—Acabás de trabarte como un minuto, ¿lo notaste?

—¡No quieras desviar! ¿Dónde está el otro?

—¡El Barbas no está! Y la pizza fue reconvertida en caca.

La monja se dejó caer de espalda con sus extremidades rígidas cual Playmobil. Su nuca dio un golpe seco contra el suelo. Luca se asustó.

—¿Estás bien? —, acercándose.

—¡No sabés lo que hiciste! ¡No tenés ni idea! —atacó la monja desde el piso. Su voz se oía afligida, mas su cara era totalmente inexpresiva—. No era cualquier pizza, fue alterada mágicogastronómicamente. Es posible que sea el objeto más preciado del mundo. Guerras se han desatado por ella, imperios han caído tratando de dominar su poder. ¡No tenés si quiera idea de su eminencia! —Se sentó con sus piernas extendidas—. Podría hacer realidad cualquier voluntad con tan solo un pensar. ¡Y ahora me van a rajar del laburo!

Se volvió a echar al suelo.

—Bueno, quisiera irme a dormir, si no te molesta. —Luca señaló la salida.

La monja intentó repetidas veces ponerse de pie sin flexionar las piernas. Finalmente lo logró. Se marchó murmurando lamentos y dejando a Luca atónito en su comedor. Se acercó a su deportivo gris. Frente a él volvió a quedarse inmóvil. Luca trataba de descifrar qué estaba haciendo. Repentinamente, y sin darle tiempo para suposiciones, la monja atravesó el cristal de la puerta trasera con su brazo y arrancó del interior a un indigente que dormía en el asiento; lo aventó por el aire. Ingresó al auto y aceleró desvaneciéndose fuera de la vista.

Luca volteó hacia el interior de su casa. Levantó la puerta y la apoyó en su lugar. La acarició. Le dolía saber que tendría que comprar otra, con lo que le había costado pagar aquellas setenta y dos cuotas. Y además tendría que traer a un cerrajero para que reemplace la cerradura. Le costaría una fortuna. Su cabeza se dejó caer. Caminó hasta la cocina. Vio el táper con la pizza sobre la mesa. No creía lo que acababa de oír, aunque el hecho de que el Barbas se sacrificara por ella seguía sembrando dudas. Abrió el táper, tomándola en sus manos. No podía concebir por qué tanta gente estaba dispuesta a matar por ella. ¿Que un trozo de pizza pueda «cumplir cualquier voluntad»? —podía no creerlo, pero sería idiota si no lo intentara—. La alzó junto a su pecho y pidió por lo único que deseaba más que cualquier dinero: tener de vuelta al hermano del que hace tan poco se estaba despidiendo. Cerró sus ojos, ya arrepentido de dejarse llevar por fantasías que solo reparten consuelo para conformistas.

Al abrirlos, una nube de humo azul lo bloqueó. No podía ver nada. Sintió una ráfaga de viento con olor a canela revolver aquella nube. Se asustó al oír un sonido de pato entre el azul. Pudo divisar una figura no tan distante a medida que el humo se amainaba. Su hermano menor aparecía delante de él. Se lanzó sobre aquella silueta y la abrazó cuan fuerte pudo.

La sensación era real, sus manos no mentían.

La cara de Franco venció la neblina; no sabía dónde estaba, ni cómo. Luca compartía la confusión. La felicidad de tenerlo de vuelta lo movía tanto como el saber que ahora podría pedirle un reembolso a la funeraria. Parecía un sueño, mas era tan real como aquel abrazo.

Aquello acerca de la pizza era cierto. Aún no era consciente de las implicancias, pero pronto lo sería. Y así, después de darse cuenta del poder que tenía entre manos, de lo que significaba el hacer realidad cualquier deseo, Luca la vendió en internet y se compró alto coche.

III

Solo debía esperar cinco minutos más. Le costaba quitar la mirada de su celular. La descarga iba al ochenta y tres por ciento y la espera se le hacía interminable. Miró apenas unos segundos por la ventana, suficiente para recordar su realidad de eterno abandono. Vio a un niño jugando en la vereda bajo el sol, una anciana paseando a su perro, el emergente dedo medio del jardinero que acababa de notar que estaba siendo observado: todo revivía la soledad de oscuras noches.

Apartó la mirada de la ventana y se volvió hacia su Brickphone. Su corazón no sabía mediar entre la ansiedad y el terror. Procuraba no exaltarse. Tantos fueron los ratos en los que no hubo nadie allí para él, ¿cómo no podría esperar unos minutos más?

En cuanto volvió a chequear su celular, la descarga había acabado. Sonrió.

Bajó del colectivo una parada antes, como hacía siempre que se encontraba inspirado. Hay quienes desearían que el colectivo los deje a metros de su casa, sin embargo, Manco era de aquellos que prefieren despejarse con una caminata.

Era una hermosa tarde nublada. Sentía una brisa algo fresca en su cara. Con cada paso, un mundo de posibilidades florecía en su mente; escenarios irreales lo estremecían. Abrazó la idea de volver a ser amado, pues, desde que falleció su esposa nada era igual. Su familia se borró. Su hija no recordaba ni su nombre. Ya no era más que un despojo en mentes distantes. De solo pensar que podía volver a recibir afecto le daban palpitaciones.

Llegó a su casa exhausto y se dejó caer sobre el sillón de la sala. Sus piernas temblaban. No todo hombre de setenta y ocho años puede darse el gusto de salir solo y sin preocuparse por su condición. En ese sentido, Manco reconocía ser un privilegiado.

Tomó su Brickphone y ejecutó la aplicación que tanto ansiaba probar.

La pantalla mostró la primera pestaña. Se tomó su tiempo para leer y, sobrellevando sus problemas de la vista, llenó aquella fórmula. Primero ingresó su nombre: «Manco». Apellido: «Rottenberg». Su edad siguió apenas unos renglones debajo. Allí se tomó un momento. «19» acabó por tipiar, pues le pareció lo más acorde entonces. Continuó con los datos de su ciudad, barrio, la cantidad de veces que escribió mal alguna palarbar4 y sus intereses particulares como resolver crucigramas y llamar a la embajada de Suecia para quejarse de que Dancing Queen de ABBA es propaganda monarquista.

Y llegó el momento de ponerle una cara a aquel perfil. Manco eligió la foto del joven más apuesto que encontró en internet. Siendo así, accedió a Finder.

Mientras estaba perdido en su Brickphone, lo sorprendió un mensaje: una invitación para participar de la competencia de artes inmarciales por el objeto más preciado del mundo. Y no, no se trataba de una copia autografiada de Estragos, sino de una mohosa porción de pizza. Aceptó sin deliberar demasiado y retomó con sus asuntos.

Todo iba bastante bien por ser su primera vez en Finder. Y el hecho de que su perfil estaba algo sesgado no parecía molestarle. Consiguió decenas de solicitudes solo en la primera hora. Pero fue una de ellas la que llamó su atención. Francesca era su nombre. Hermosa como la sensación de ganarle a Ernesto en el bingo del club de jubilados. Con ojos de un provocador castaño como el de la madera en su bastón de nogal y una sonrisa que iluminaba hasta el más oculto de sus deseos: el de alcanzar la felicidad —si no contamos el de un riñón nuevo que lo salve de diálisis—. ¿Y lo mejor de todo? Estaba interesada en Manco Rottenberg; o al menos en el joven y atractivo Manco Rottenberg. Algo es algo.

Aceptó su solicitud con pudor.

Francesca no tardó en escribir. Manco intentaba mantener la calma. Le costaba creerlo; era la primera vez que alguien se interesaba en él —sin contar la vez en que lo contactó aquel famoso director de cine para rodar un documental acerca de viejos forros—. Francesca era un ángel. Sus ojos pixelados le aclamaban cuanto cariño pudiese darle. Y tenía la misma edad que su nieta: dieciocho años —o eso tendría en unas semanas—. Manco suspiró.

Mantuvieron contacto por unos días. Se llevaban bien. Ella desbordaba simpatía. Tenía ese humor típico adolescente que él tanto debía forzar. Y era ella, la joven Francesca, quien no veía la hora de encontrarse. Manco se ocultaba en su rubor al evadir cada propuesta, aunque la insistencia eventualmente lo quebró.

Accedió. Sabía que las apariencias suelen engañar, pero sostuvo la absurda esperanza de que ella pudiese encontrar a aquel joven en él; y que lo amara.

Aprovechando la corta distancia que separaba sus casas, propuso verse en la plaza a la esquina de su manzana. Antes de que cualquier pensamiento pudiese derrumbar su orgullo, Francesca aceptó. Acordaron que sería el viernes. Otra vez, Manco sintió palpitaciones. No podía creer que volvía a asomarse la posibilidad de dar su primer abrazo después de encontrar tanto hermetismo en corazones que parecían afines.

Aquel ansiado día, lo despertó el sonido del timbre.

Atontado por el corto sueño, abrió la puerta. Allí lo esperaba el cartero con tremendo paquete. Manco tuvo que poner su brazo frente a su boca para evitar babearse. Levantó la mirada hasta el rostro del joven. Este habló:

—Av. Coronel Ravioli 6656, ¿no es así?

Manco asintió senilmente.

El cartero sacó una caja del interior de su bolsa.

—Usted debe ser —, mientras leía el grabado en la caja— «el viejo de mierda que todo el barrio odia».

—Solo en mi tiempo libre. —Sonrió incómodo—. Soy Manco Rottenberg, creo que el paquete es mío. La caja quiero decir… no hablo de…

—Sí, entiendo. ¡Tenga!

Manco tomó el pesado paquete en sus manos.

El joven se agachó para retomar su bolsa, permitiéndole al viejo orbitar su cintura con la mirada. El cartero se enderezó de pronto. Tenía la sensación de que estaba siendo demasiado observado; y no era solo una sensación.

Se montó la bolsa al hombro y retrocedió.

—¡Nos vemos! —dijo—. ¡Espero que tenga un día de mierda, forro! ¡Ojalá se muera! —, y dejó su entrada.

El anciano tan solo sacudió su mano con una picaresca sonrisa; seguía con su mirada aquella firme retaguardia alejarse.

Cerró la puerta al fin y volvió a la sala. Dejó el paquete sobre la mesa. No tardó en reconocer de qué se trataba. Luego de tanto tiempo, Microondas había regresado a casa. Sabía que iba a llegar en esos días, sin embargo, lo tomó desprevenido. Abrió el paquete.

En efecto, era él. El caniche saltó fuera de la caja. Se lo notaba feliz y agradecido con su dueño por enviarlo de viaje de intercambio al norte. Tras haber pasado cuatro años en Canadá, Microondas era todo un can. Se lanzó sobre su dueño en la euforia del reencuentro y comenzó a masticarle las piernas. Manco tomó su garrote acariciador y lo ayudó a descansar un rato. «Debe estar agotado, fue un viaje largo», intuyó. El caniche quedó dormido frente al sillón tras pocas caricias; y junto a él se sentó Rottenberg.

Estuvo resolviendo crucigramas hasta que se hicieron las dos de la tarde; hora de encontrarse con Francesca.

Volvió a conectar su Brickphone al servidor de la NASA antes de salir. Siempre consideró más fácil robarle a la NASA que lidiar con un proveedor de internet, y tal vez no estaba tan equivocado.

Dejó su hogar sin despertar a Microondas. Atravesó la puerta y ya todo en el paisaje le inspiraba nuevas sensaciones. Saliendo a flote entre el romanticismo de sus sueños íntimos y las ideas que trataban de emular el amor que jamás había sentido, se mostraba el terror. Sus expectativas empezaban a derrumbarse. Se estrellaba contra una realidad y aún se negaba a verla. Los nervios hacían eterno el camino hacia la esquina. Le costaba siquiera levantar la mirada. Iba contando las baldosas, esquivando los soretes de perro, tratando de despejar el caos en su cabeza. Sin embargo, todos los gritos callaron al llegar a la plaza y notar que ella no estaba.

Buscó unos minutos con su mirada. Recibió un mensaje a su Brickphone. Lo tomó del bolsillo. Era el presidente de los Estados Unidos advirtiéndole sobre una posible catástrofe, otra vez —esa era la única desventaja de colgarse de los servidores de la NASA—. Apenas un instante más tarde, recibió otro: era Francesca, disculpándose por el retraso y estimando que estaría allí en quince minutos.

Se sentó a esperar en uno de los viejos bancos de madera y tuvo suficiente tiempo como para reflexionar. Reconocía que estaba mal haber engañado a Francesca, mas no era su intención herir a nadie: solo estaba en busca desesperada de amor, como siempre lo estuvo. «Quizás no es el modo», pensó. «¿Cómo alguien podría amar a un mentiroso?». La culpa lo estaba consumiendo, por lo que decidió al menos comprarle un helado.

Dejó aquel banco casi tan viejo como él y se acercó a uno de los puestos ambulantes junto a la entrada. La joven que manejaba el carro de helados lo atendió rápidamente:

—¡Señor! ¿Qué puedo ofrecerle? —dijo, con una sonrisa—. Oh, no. ¿Usted de vuelta?

—Dos helados de coco, por favor —, mientras le entregaba el dinero arrugado que traía en su bolsillo. La heladera bajo la afilada mirada de Manco tomó el billete y lo guardó en su delantal.

—Muy bien, gustos de mierda para un viejo de mierda. ¡A la orden! —, y volteó a prepararlos.

La mirada de Rottenberg comenzó a descender.

—¡Manco! —escuchó de pronto, sorprendiéndolo.

Al darse vuelta, reconoció entre el resto de la gente a su instructora de danza artística.

—¿Gloria? ¡Qué sorpresa! —saludó incómodo—. ¡Tanto tiempo!

—Te estás haciendo el gil y ya no venís a mis clases —dijo con un tono dulce y entre sonrisas—. Si veo que estás haciendo danza en otro lado, te recago a trompadas. —Volvió a sonreír.

—No te preo…

En ese momento volvió la vendedora con los helados.

—¿Y eso? ¿Te vas a comer los dos, gordo de mierda? —dijo Gloria, mientras el sol reflejaba en sus ojos azules—. Nunca conocí a un viejo tan forro como vos, ¡de verdad!

Manco tomó los helados y esquivó un derechazo de Gloria que iba directo a su boca. Se echó atrás. La instructora volvió a sonreír mientras cruzaban incómodas miradas.

El viejo volteó indignado hacia la heladera:

—¡Casi me pega!

—¡Lo sé! ¡Es triste! —respondió esta. Miró a la instructora con desaprobación—. ¡Intentá de nuevo, yo lo tengo esta vez! —, acercándose a Manco.

El viejo desesperó —si bien esto podía ser el primer contacto físico que tenía con otra persona desde que rozó a aquel conserje en el pasillo del supermercado hace treinta y dos años, no llegaba a tal nivel de necesidad.

Pateó el seguro en la rueda del carro de helados. Este rodó calle abajo y por sobre el pie de Gloria. La vendedora fue tras él. Manco sostuvo ambos helados en una mano y aprovechó que su instructora estaba ocupada —insultándolo, claro— para levantar una rama del suelo y golpearla en la cabeza.

Gloria se desplomó.

El viejo requirió de un momento para recuperar el aire. Por más que le costara aceptar su edad, cada articulación rechinante en su cuerpo se la recordaba.

Hizo la rama a un lado con disimulo. Enderezó su espalda. Se alejó.

Su Brickphone advirtió otro mensaje en su camino de vuelta al banco; de nuevo Francesca. Decía que ya había llegado: estaba junto a los juegos para niños y tenía muchas ganas de por fin conocerse; a lo que el romántico de Manco contestó que compró helado de coco.

El mundo volvía a caer sobre él, pero ya no temía enfrentarlo. De una vez por todas debía levantar la cabeza y perseguir sus sueños. Estaba convencido de que lo merecía, y nada podía nublar su juicio. Hacia allí se dirigió a paso firme y seguro de sí mismo por primera vez en su triste vida.

Antes de llegar a la esquina, sintió una cálida mano en su hombro. Se estremeció al instante.

Volteó con una sonrisa.

Se encontró con dos sujetos en máscaras de lentejuelas. El más alto lo golpeó en el estómago y entre ambos lo subieron a un furgón hippie que aguardaba a pocos metros.

El alto se adelantó hasta el asiento del conductor, dejando a Manco con su compañero en la parte trasera. El motor se encendió. Aquel sujeto no dejaba de empujarlo contra la pared interna de la cajuela. Se quitó la máscara: tenía una corta barba arreglada, ojos claros y delineados con brillo, peinado perfecto y no más de treinta años. El furgón aceleró.

El hombre que acompañaba a Manco peinaba su barba diabólicamente con un spray y lo observaba. El viejo no podía quitar su atención de la ventana, donde veía la plaza alejarse junto con toda ilusión de alcanzar sus sueños. Allí vio morir su última esperanza tras el cristal.

—Así que, ¿Manco? —habló el sujeto.

La camioneta se detuvo en un callejón y, junto con ella, el añoso corazón de Manco.

—Creo que acá estamos bien, Papi —dijo el conductor.

—¡Sh! ¡No digas mi nombre, Vito!

—Perdón —, dejando su asiento para unírseles detrás.

Manco no pudo decir nada. Una gota de helado de coco chorreaba por su mano.

—No voy a mentirte —habló de nuevo el primero mientras peinaba sus cejas con un pequeño peine. El alto desabrochaba de a uno los botones en el pantalón de Manco—. No sos lo que esperábamos. Pero, es lo que hay.

Y se comieron su helado.

IV

Era una aburrida tarde de domingo lluviosa. Los hermanos Ariel y Cristóbal ansiaban por su novela policial a aparecer en el pequeño televisor. Sería el último capítulo de la temporada, el gran final. Luego de ocho meses de verla, todo se reducía a aquella noche. Estaban más ansiosos que el segundo elefante en la fila para entrar al arca cuando le dijeron que había un problema con su pasaporte e iban a tener que consultar con la embajada.

La tensión se quebró. Los títulos de El Pescadito Travieso aparecieron en pantalla. Cristóbal se dirigió a la cocina con prisa en busca de las bebidas calientes y los kits de llanto que habían preparado en anticipo al emocionante episodio. Ariel se encargaba de estirar la alfombra a los pies del sillón para ver la telenovela recostados en ella. Se plantaron frente al televisor.

La novela comenzó. Ariel tomó los pañuelos y el oso de peluche de su kit de llanto apenas se mostró la primera escena. Cristóbal, demostrándole madurez a su hermano menor, no derramó ni una lágrima sino hasta el final del capítulo.

Justo tras los créditos, llegó a casa Leo, el mayor de los tres. Era de cuerpo voluminoso, cara redonda, con una pobre barba y gruesos lentes. Estaba empapado por la lluvia. Al verlos, se unió al llanto colectivo:

—¿Cómo se enteraron? —preguntó entre lágrimas.

—¡Lo vimos! —le respondió Cristóbal—. ¡Lo vimos recién!

—¿Recién? ¿Cómo? ¡Si desapareció esta mañana!

—No desapareció —interrumpió Ariel, mientras buscaba más pañuelos en su kit de llanto—, al final la Sra. Fishy lo encuentra en el acuario. —Soltó la bolsa y se sonó la nariz con sus rastas.

—¡Claro! —adhirió el del medio, dándole un pañuelo de su bolsa.

Ariel lo tomó y se retiró al baño para limpiarse.

—¿Acuario? ¿De qué están hablando? —Leo secó sus lágrimas—. ¿Quién carajos es esta «Sra. Fishy»?

—¿No te referías a la novela de pescados policía?

—¿Miran esa basura?

—Respeto, hermano; no tiene nada de malo. —La mirada silenciosa del mayor lo presionó—. Igual, no —, alcanzando el control con disimulo—. ¡Eso es para idiotas! —Apagó el televisor y sonrió. Leo seguía afligido—. Si no es el pescadito, ¿qué te tiene así?

—Alfreda, ¡se llevaron a Alfreda Mercurio! —, alzando el tono.

Ariel regresó justo para oírlo.

—¿Cómo que se la llevaron? ¿Quién? —se inquietó el menor.

—La saqué a pasear esta mañana y camino a la biblioteca nos…

—¿Biblioteca? —interrumpió Ariel.

—Tenía que devolver este —, sacando de su mochila una copia de Estragos—. Al final insistieron para que me lo quedara.

Lo miró por un momento. Lo lanzó al cesto de basura.

—¿Entonces qué pasó con Alfreda? —se impacientó Cristóbal.

—Camino a la biblioteca nos interceptó un furgón hippie. Se bajaron dos hombres vestidos de plateado y se llevaron a mi Alfredita—, su voz se cortaba.

—¡Nuestra Alfredita!

—Tengo que encontrarla. Necesito que me ayuden con esto.

—¡Ni lo dudes! —dispuso Cristóbal, demostrándole su total cooperación para encontrar al avestruz—. Pero, ¿cómo?

—Pude ver la patente; es PUT 000.

Cristóbal corrió a su cuarto en busca de su Brickbook. Buscó la patente en internet.

Luego de evadir cientos de resultados confusos y fotos prometedoras de hombres en poca ropa y maquillajes excéntricos, encontró algo relevante: la publicación de un furgón hippie en una plataforma de ventas online. Había finalizado hace años, pero figuraba el número de teléfono, la dirección y el nombre del vendedor: Agustín Chidori.

Cristóbal tomó el Brickphone de Ariel —ya que el suyo estaba sin batería y Leo no tenía uno— para marcar el número.

El tono sonaba, pero a nadie hallaba al otro lado.

Volvió a intentarlo, una y otra vez.

Luego de haber llamado veinticuatro veces, Leo evitó la llamada número veinticinco:

—Es inútil —se resignó con la frente caída.

—¡Lo tengo! ¡Tengo una idea! —interrumpió Ariel, levantándole la frente a su hermano.

—¿¡Qué!?

Ambos giraron hacia él.

—¿Y si pensamos en otra cosa?

—¡Brillante! ¡Gran idea! —felicitó Cristóbal. Pronto sus ánimos volvieron a decaer—. Otra cosa… ¿cómo qué?

—Todavía no llegué a esa parte —, mientras peinaba sus rastas.

—¿Y si vamos a buscarlo? —propuso Leo—. Seguro puede ayudarnos a encontrar el furgón. Tenemos su dirección —, agarró la Brickbook de su hermano—: «Av. Richar Llave 607» —leyó—. Eso queda en… —Se detuvo.

—¿Qué pasa? ¿Dónde queda eso? —preguntó el del medio.

—Cerca de la casa de Gervasio —, con cara de malos recuerdos.

—¿Gervasio? ¿Quién era ese?

—Mi ex, el fisicoculturista. —Suspiró—. Si tengo que ir hasta allá para encontrar a Alfreda, no hay mucho que pensar.

—Entonces, ¿salimos ya? —Ariel ya estaba algo excitado por la idea de la búsqueda; se sentía como el Pescadito Travieso en uno de sus casos.

No hubo más debate, salieron casi de inmediato. Tenían un largo viaje por delante. Leo conocía el camino, por lo que se ofreció a conducir. Corrieron hasta su auto tratando de no mojarse con la lluvia que parecía cada vez más fuerte. Leo giró la llave. El motor no hizo ni el más mínimo sonido; estaba muerto.

Ariel y Cristóbal tuvieron que bajarse a empujar esa vieja lata. Y luego de quitarla del camino, empujaron el coche. Lo movieron unos veinte metros.

Se detuvieron al escuchar el grito de Leo curiosamente a sus espaldas:

—¿¡Qué hacen!? ¡Ese no es el mío! —, desde el interior de su auto.

Sus hermanos voltearon. Leo tenía razón, aquel coche que se cargaron hasta mitad de cuadra no era el suyo, era el de su vecino boxeador.

Sonó la alarma.

Ambos corrieron detrás del coche de su hermano. Chequearon que esta vez sea el correcto y empujaron. Lograron arrancar el motor. Leo frenó en la esquina y esperó a que subiesen sus hermanos.

La puerta del vecino se abrió.

Ariel y Cristóbal corrían bajo la pesada lluvia sin mirar atrás.

—¡Mi auto! —se oyó a sus espaldas; pronto unos presurosos pasos en su dirección—. ¡Malditos sean, hombre con rastas y joven mediocre de aproximadamente un metro setenta y dos!

Los hermanos alcanzaron el coche. Partieron hacia Av. Richar Llave 607. Sus corazones retomaron el ritmo normal.

El viaje fue una tortura. Cristóbal en el asiento del acompañante, Leo conduciendo y Ariel cómodo en el baúl, vistiendo el chaleco de fuerza que usaba todos los días lluviosos. Soportaron los CD del artista favorito de Leo, Boy George Michael Jackson Five, uno tras otro.

Un policía los detuvo antes de alcanzar la mitad del camino. El encuentro fue corto. Leo tenía toda la documentación en regla. El policía, de todos modos, dijo que necesitaba chequear el baúl. Lo abrió y asomó la cabeza dentro con su linterna. Saludó al encadenado hermano de las rastas y hasta aquel momento parecía que todo iba bien. Pero fue entonces que Ariel dejó caer un kilo de la marihuana que llevaba por su resfrío. Con astucia, sus hermanos dijeron que no sabían quién era ni por qué estaba en el baúl. El policía no preguntó demasiado y lo bajó del coche.

Siguieron camino sin Ariel, su hermano, sangre de su sangre. El cielo ya estaba oscurecido y la lluvia se había cambiado por una simple llovizna. Los hermanos se esforzaron por no decaer en ánimos, pero, arrastrándose otra vez lejos de sus confortantes esperanzas, se vieron forzados detenerse.

Estaban en medio de la oscura ruta de tierra, un solo carril y ningún coche detrás; pero sí uno delante. Se habían topado con un gran camión de carga obstruyendo el camino. El camión tenía las luces encendidas, mas no se movía. No parecía tener conductor. Los bocinazos de Leo se perdían entre los árboles y la incomodidad comenzaba a tensar el aire como cuando los chanchitos se enteraron de que solo había presupuesto para una casa de ladrillos. Estuvieron tras la escena por unos minutos.

Casi de la nada y proporcionándole un preinfarto al desprevenido Leo, un hombre gordo y alto golpeó su ventanilla.

Leo bajó el vidrio:

—¿Qué pasó? ¿Es tuyo el camión?

El hombre se asombró. Sacudió su cara empapada.

—¿Leo? ¿Sos vos? —dijo.

—¿Gervasio? —Leo se acercó más a la ventana. Suspiró al reconocerlo—. Sí, soy yo…

Era increíble lo diferente que se veía. Sus bíceps parecían haberse deprimido, sus fornidos pectorales eran vencidos por la gravedad, y donde solían estar sus abdominales, bajo aquella grasosa camisa azul, se estacionaba un abultado dirigible publicitario de comida rápida.

Cristóbal contempló la situación y trató de no interferir, aunque podía sentir el disgusto de Leo quebrantando toda comodidad.

Gervasio dejó asomar una sonrisa.

—Te extrañé… —dijo—. Y sí, el camión es mío. Se quemó el motor y lo tengo parado hace una hora. —Señaló con ambas manos—. El camión también está parado.

—¿Puedo hacer algo para ayudarte?

Las cejas de Gervasio se elevaron.

—Y me refiero al camión… —aclaró Leo.

Gervasio se arrimó a la ventanilla.

—¡Dame un beso, Lechuguita!

—¿Lechuguita? ¿Acaba de llamarte…? —Su hermano se abrió en carcajadas.

—Ya no me digas así, Gervasio. Lo nuestro murió hace tiempo; no hay mucho que puedas hacer. Si no te importa, estoy apurado. —Intentó levantar el vidrio.

Gervasio se lo impidió posando su mano sobre el cristal.

—¡Mirá lo que me hiciste! —dijo, ya no tan simpático—. ¡Mirá lo que soy! ¡Mirá!

—¡Yo no te hice nada! ¡Hace dos años que no te veo!

—Cuando me dejaste… —Golpeó la puerta del coche con su puño cerrado—. ¡Es tu culpa! ¡Yo te amaba, Lechuguita!

—Que te hayas deprimido y vuelto gordo es cosa tuya. Tenés bien en claro por qué te dejé. ¡No me interesa escuchar más planteos!

Leo logró cerrar su ventanilla. Gervasio le dio la espalda en silencio.

Pronto volvió a enfrentar el auto.

—¡Te voy a arrancar los dientes, sorete! —gritó, y pateó la rueda delantera—. ¡Salí que te fajo! —Intentó abrir la puerta.

Leo entró en pánico. Aceleró.

El auto chocó contra el acoplado del camión.

Al retroceder, la puerta del acoplado se abrió. Y allí había gente. Los hermanos estaban perplejos.

Una multitud de hombres y mujeres vestidos como el Chavo del Ocho saltó fuera del camión y se abalanzó sobre el coche y sobre Gervasio. Se oyó como el gigantesco hombre llamaba por ayuda mientras era rodeado. Su grito despertó en Leo el peor de los terrores.

—¡Acelerá! ¡Rápido! —gritó Cristóbal.

Leo pisó el acelerador llevándose por delante a cuatro Chavos y desviándose por la banquina. Pasó el camión de Gervasio. El último Chavo acabó por caer del capó pocos metros más adelante.

Leo siguió camino hasta que el camión desapareció en el horizonte. Un cruce de sus miradas bastó para acordar no hablar jamás de ello. Hicieron lo posible para dejar atrás aquella escena, sin embargo, algo aún alimentaba la curiosidad de Cristóbal.

—Leo —dijo, luego de minutos de puro silencio—, ¿qué fue lo que pasó con Gervasio?

—Se lo comió una manada de Chavos salvajes —, en voz perturbada.

—No, me refiero… entre ustedes. ¿Qué fue lo que pasó?

—¿De verdad te interesa?

Leo le dio su mejor cara de «no querés saberlo, creeme». Su hermano asintió; estaba intrigado.

—No soy gay —confesó Leo.

—¿Te gustan las chicas?

—Sí —respondió, avergonzado—, las grandes me duelen —, y rio.

—¡Las mujeres! ¡Si te gustan las mujeres! —enmendó, asqueado por el chiste fácil.

—No digas eso. Me gustan los hombres, pero no soy gay.