Estrategia de seducción - Kim Lawrence - E-Book
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Estrategia de seducción E-Book

Kim Lawrence

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Beschreibung

Rachel se había equivocado con Ben. Había pensado que era un vagabundo y resultó ser su nuevo jefe. Había creído que era un bromista y resultó ser tremendamente serio, al menos en una cosa: en su idea de seducirla. Ben hacía que se sintiera fuera de control. ¿Debería haber aceptado la petición de matrimonio del sensato Nigel? Así al menos su hija habría tenido un padre y su vida sería menos inestable... pero también menos emocionante.

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Seitenzahl: 213

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Kim Jones

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Estrategia de seduccion, n.º 1139 - abril 2020

Título original: The Seduction Scheme

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-085-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL CAMARERO levantó la tapa de la sopera de plata con un ademán ostentoso. Él sonrió de satisfacción cuando la joven atractiva sofocó un grito de sorpresa.

Rachel estaba sorprendida. Ya sabía que Nigel se iba a declarar aquella noche, le había dado bastantes pistas, pero no esperaba un gesto tan teatral como aquel. Con la boca ligeramente abierta se quedó mirando al diamante colocado sobre el cojín de terciopelo como si pudiera saltar y darle un mordisco en cualquier momento.

Nigel Latimer se inclinó hacia delante plenamente satisfecho de la reacción de su acompañante y despidió al camarero con una sonrisa de complicidad.

–No muerde –dijo tomándole la mano–. Pruébatelo –la animó–. Dios mío Rachel, estás temblando.

Rachel siempre permanecía serena y controlada. Él estaba encantado y sorprendido de que su esfuerzo hubiera causado semejante impacto.

Rachel desvió la mirada del anillo hacia su mano cubierta por la de Nigel.

–Estoy tan impresionada –mintió con voz temblorosa. Él se ofendería si retiraba la mano.

Había resultado obvio durante semanas que llegaría aquel momento. Había pensado mucho en ello, pero seguía sin tener la menor idea de qué decir. Vaya un momento para estar indecisa.

Miró a Nigel, a su atractivo y seguro rostro, a sus facciones bien definidas, al cabello gris que le daba ese toque distinguido que tan bien funcionaba con sus pacientes. Todo él hablaba del cirujano competente y exitoso que era. ¿No sería la excitación en lugar de la preocupación lo que hacía que su estómago sufriera espasmos? Él esperaba que dijera que sí. Al fin y al cabo era la respuesta a las plegarias de la mayoría de las mujeres: atractivo, amable y rico. A veces se preguntaba cómo un hombre así seguía soltero a los cuarenta. Siempre esperaba mucho de ella y ella sentía como si estuviera actuando para él. Las mujeres perfectas siempre dicen la palabra justa en el momento apropiado. ¿Cómo reaccionaría si descubriera sus imperfecciones?

Debía quererla con locura para perseguirla a pesar de la provocación extrema de su hija Charlotte. ¿Lo quería ella? ¿Importaba? ¿No había cosas más importantes como el compañerismo y la compatibilidad? Tenía treinta años y ya se le había pasado la edad de ver cumplidos sus sueños de adolescente.

Cientos de pensamientos atravesaron su mente en un segundo. Sintió una gota de sudor resbalándose por su espalda mientras intentaba responder lo que debía. «¿Qué me está pasando?», se preguntó. Las primeras señales de preocupación empezaron a aparecer en el rostro de Nigel cuando el camarero volvió disculpándose para anunciar que había una llamada urgente para la señorita French.

El deseo desesperado de un respiro no fue lo único que la hizo levantarse de un salto. La única persona que sabía que estaba allí era la canguro. «¿Qué le ocurría a Charlie?», se preguntó alarmada.

Regresó poco después y era obvio que algo no iba bien.

–¿Qué ocurre, cariño? –preguntó Nigel poniéndose inmediatamente a su lado. Rachel contuvo un sollozo.

–¡Charlie ha desaparecido!

 

 

–Ya estás aquí –dijo mientras Benedict Arden se encogía cuando un par de bracitos se abrazaban a su cazadora de cuero–. ¿Lo ven? Les dije que no me había perdido.

Ese último comentario iba dirigido a una pareja de mediana edad que lo estaban examinando con indecisa desaprobación.

Como la mayor parte de sus treinta y cuatro años había tenido un aspecto que haría que una pareja como aquella lo juzgara de un modo benevolente, Benedict se permitió sonreír irónicamente al recordar la importancia de la primera impresión antes de que su mente volviera al tema candente: ¿quién diablos era aquel niño?

–¿Es éste tu padre? –preguntó la mujer con una mezcla de pena y escepticismo.

–¡Dios mío, no! –respondió Benedict con cierta repugnancia mientras echaba un paso atrás.

Se sintió aliviado al comprobar que su cartera estaba donde debía, en el bolsillo de su cazadora de aviador. La había heredado de su abuelo y era la prueba de que además de los rasgos de aquel hombre a quien no había conocido también había heredado su constitución.

La cazadora junto con un cabello lo bastante largo como para resultar problemático además de una barba oscura incipiente le daban un aspecto casi siniestro. A primera vista, Benedict sería el primero en admitir que no era la clase de persona que cualquiera esperaría ver abrazando a un niño.

Aquellos brazos delgados se aflojaron y un par de ojos azules lo miraron con reproche. Al observar aquel rostro delicado Benedict se dio cuenta de que no era un niño sino una niña vestida con vaqueros y camiseta.

–Es mi hermano –explicó ella sin apartar los ojos azules de su cara–. Mi hermanastro, mi padre se casó con su madre –se inventó suavizando el asunto. Arrugó la frente mientras componía mentalmente la historia de su familia–. Su padre ha muerto.

Benedict parpadeó perplejo. Aquella niña era increíble. Su descaro era digno de admiración aunque podría estar loca o ser peligrosa o posiblemente ambas cosas.

–Probablemente fue la bebida.

Sintió la suave exhalación de alivio de la niña e inmediatamente se arrepintió de su frívola respuesta mientras aquellos ojos azules le sonreían con aprobación. Quiso protestar, lo último que quería hacer era animar a aquella criatura chiflada. Para ella se había convertido en una especie de cómplice. Había sido tonto por dejar pasar la oportunidad de negar que la conocía. ¡Pronto rectificaría! Tenía planes. Eso pensó aunque era poco probable que Sabrina le hubiera esperado, a pesar de sus promesas, y le había faltado la compañía femenina en la propiedad que su abuela le había dejado en el campo de Australia.

–¿Cree que es responsable permitir que una niña vaya vagabundeando por la ciudad a estas horas de la noche?

La mujer torció la boca disgustada mientras lo miraba de arriba abajo. La expresión del hombre también reflejaba disgusto y prudencia. Mantenía una distancia de seguridad respecto a aquel personaje de aspecto peligroso.

–No lo es –replicó Benedict con sinceridad. Compartía la opinión de la mujer. Arrugó los ojos de enfado al pensar en los padres irresponsables que le robaban a los niños su inocencia dejándolos vagar por las calles solos.

–Sí, bueno… –tartamudeó la mujer mientras se le bajaban los humos tanto por el brillo de ira en sus ojos oscuros como por su inesperada afirmación.

–Intentaron que me fuera con ellos, Steven –la niña tenía una voz clara y penetrante. El hombre parecía avergonzado y alarmado–. ¡Mamá dice que no debo hablar con extraños!

–Solo queríamos llevarla a una comisaría.

Sintió una creciente compasión por aquella pareja de samaritanos. Quería ceder la responsabilidad de aquella niña a alguien que estuviera más preparado y dispuesto que él. La broma ya había durado demasiado. Cuando dio un paso hacia ellos el hombre se echó hacia atrás.

–En fin, bien está lo que bien acaba –concluyó tomando a su mujer más reacia del brazo con fuerza–. Buenas noches.

La mujer continuó lanzando miradas de sospecha por encima del hombro mientras se alejaba. Benedict observó cómo se marchaban con consternación.

–Creí que no se iban a ir nunca –aseguró la niña soltándole la mano de repente–. Has sido muy útil.

Benedict suspiró. La conciencia resultaba incómoda a veces.

–Solo estaban intentando ayudar. Eso es algo encomiable.

–Yo no necesito ayuda.

–La comisaría me parece una buena idea.

Por muy lista que pareciera la niña, no podía dejarla sola en una zona llena de indeseables. Las siguientes palabras de la niña dejaron claro que le consideraba uno de ellos.

–La policía les hubiera creído –afirmó señalando en la dirección donde la pareja había sido engullida por la multitud que se agolpaba en las aceras–. La policía no creería a alguien como tú. Te elegí porque pareces sucio y malo –le explicó con franqueza–. Diría que habías intentado secuestrarme y que yo había gritado muy fuerte. Me creerían, aquel hombre pensó que ibas a pegarlo –terminó con tono triunfal.

Su razonamiento era perfecto y su serenidad asombrosa. Una mirada al cristal de un escaparate le confirmó que ella tenía razón.

La reacción de su madre ante el aspecto de su hijo pequeño había sido retroceder horrorizada. Su padre había sido menos reservado. «Dios mío, se ha convertido en un indígena» y «Córtate esas greñas» era una selección de los consejos más moderados que le había dado. La respuesta de su hermana adolescente había sido menos predecible.

–Te acosarán las mujeres queriendo comprobar si eres un hombre sensible e incomprendido bajo ese aspecto oscuro y peligroso. Seductoramente siniestro –había concluído satisfecha de su aliteración.

Esa opinión hecha a tan tierna edad le había parecido preocupante. Acostumbrado a la atención de las mujeres, ya se había percatado de esa sutil diferencia desde que había vuelto a casa. Y hablando de precocidad tenía un problema más inmediato del que preocuparse.

–Si no quieres ir a la comisaría… –intervino él. Quizá ya la conocían allí. Sintió una punzada de furia ante la injusticia de que el futuro de alguien pudiera ser tan deprimente y previsible–. ¿Y a tu casa? –sugirió. Dudó que casa significara lo mismo para aquella niña que para él.

Ella seguía manteniendo la distancia pero su comentario la hizo detenerse.

–El taxista me dijo que no tenía suficiente dinero para llegar a mi casa. Iré caminando. Quería haber vuelto antes pero… Estaré bien –aseguró mordiéndose el labio.

A pesar de su aspecto sereno no pudo evitar que le temblara un poco la voz. Él pensó que quizá no estaba tan de vuelta de todo como pretendía. Probablemente la pobre cría estaba muerta de miedo.

–Te pagaré el taxi.

–¿Tú? –exclamó haciendo un mohín.

–¿Crees que no puedo hacerlo?

–No voy a entrar en un coche con un extraño.

–Me alegra oír eso. Yo no voy en tu dirección.

–¿Por qué quieres ayudarme?

Buena pregunta. Aquella niña tenía una habilidad desconcertante para ir al grano.

–Tan joven y tan cínica –dijo y de repente recordó que estaba hablando con una niña–. Cínica significa…

–Ya sé lo que es. Soy una niña no una idiota.

Él contuvo la necesidad de sonreír en respuesta a la interrupción desdeñosa de la niña.

–Y yo soy tu ángel de la guarda así que lo tomas o lo dejas.

Hizo parecer que no le importaba un bledo.

–Creo que estás loco pero tengo una rozadura –replicó mirándose a los pies–. Deportivas nuevas –añadió.

 

 

–¡Siga a ese taxi!

Al taxista no le importó obedecer una vez que Benedict le pagó. Hubiera pagado más sólo para tener la oportunidad de decirle a aquellos malos padres lo que pensaba de ellos. Algo en aquellos ojos había provocado que su instinto protector clamara venganza.

El edificio frente al que se detuvo el taxista no estaba en el tipo de barrio que había esperado. Villas victorianas se alineaban en las calles con una aire de tranquila opulencia. Observó cómo la niña caminaba hacia la entrada del edificio mientras salía del taxi.

Ella no le vio hasta que no metió la llave en la cerradura.

–¿Qué estás haciendo aquí?

–Me gustaría hablar con tu padre.

–Yo no tengo padre.

–Entonces con tu madre.

–Ha salido. No volverá hasta muy tarde –afirmó. Abrió la puerta, se coló dentro como un duende y desapareció cerrando la puerta tras ella–. ¡Su novio le va a pedir la mano esta noche!

Las últimas palabras quedaron casi ahogadas por el ruido de la puerta al cerrarse.

La imagen de una mujer despiadada y egoísta tan preocupada por su propio placer que descuidaba a su hija le indignó. Llamó al timbre no queriendo dejar pasar la oportunidad de decirle a aquella mujer lo que pensaba de ella.

 

 

La canguro había empezado a gritar otra vez al nombrar a la policía.

–¿Policía? ¿De verdad es necesario, Rachel?

Rachel French se giró sobre los talones con los ojos grises llameando de ira.

–¡Necesario! Son las once y media de la noche, Nigel, y mi hija de diez años no está en la cama ni siquiera en casa o en el edificio. ¡Podría estar en cualquier parte!

Teniendo en cuenta la discusión que habían mantenido Rachel tenía la ligera sospecha de hacia donde había ido su hija. Saberlo solo incrementó el pánico que amenazaba con reducirla a una idiota balbuceante. Observó a la canguro que se había desplomado en el sofá. No podía permitírselo, ¡con una idiota era suficiente! Se hacía dibujos con las uñas en las manos pero su expresión seguía siendo serena.

–No…no fu…fue culpa mía.

–No he dicho que lo fuera. Charlie es muy… ingeniosa. ¿Has dicho algo Nigel? –preguntó con frialdad.

–Ingeniosa no es la palabra, se me ocurren otras cuantas…

Los planes frustrados que tan meticulosamente había planeado para aquella noche le habían alterado haciéndole olvidar su habitual reserva.

–Me encantaría escuchar tu opinión pero en otro momento…

–Rachel, cariño, yo…

–Déjame –replicó con brusquedad mientras se desprendía del brazo protector que le rodeaba los hombros–. ¿Susan, a qué hora la viste por última vez? No hablo de oír música en su habitación sino de verla. Sé que estás disgustada pero es muy importante.

Contuvo el impulso de sacarle la información con violencia y se obligó a permanecer serena y razonable.

–Necesitamos saber cuánto hace que se marchó.

–No estoy… segura. Estaba repasando… tengo los finales la semana que viene.

Rachel contuvo una réplica mordaz que tenía en la punta de la lengua.

–Se te paga para que cuides de la niña no para que estudies –intervino Nigel. Esa observación precisa pero a destiempo redujo a la muchacha a un mar de lágrimas otra vez.

–Nigel, ¿por qué no te callas? –le soltó Rachel. El sonido incesante del timbre la interrumpió–. ¡Charlie!

 

 

–¿Por qué no lo dejas y te marchas? –se la oyó decir. La puerta se abrió–. No quería que Susan se enterara de que he estado…

–¡Charlie!

–¡Mamá!

La niña dejó de sujetar la puerta y Benedict aprovechó para abrirla. Un grito surgió del fondo del pasillo. Rachel sujetaba su vestido de noche largo de color lavanda con una mano y con la otra un teléfono móvil. Los dejó caer y uno se resbaló por sus piernas y el otro le dio al distinguido caballero de cabello cano directamente en la nariz.

–Yo a ti te mato, granuja –dijo cariñosamente. Su voz grave y áspera le provocó una sensación como de dedos moviéndose por la espalda. La mujer había caído de rodillas y la niña había caminado hacia sus brazos–. ¿Estás bien? ¿Cómo has podido? –preguntó. Rachel sentía los mismos deseos de regañarla que de besarla–. No digas nada, está bien –murmuró mientras el cuerpecillo se estremecía entre sollozos.

Rachel se percató de la presencia del hombre por primera vez. ¡Qué lástima! Instantáneamente se le ocurrió que era una pena que alguien tan guapo no tuviera ni un destello de inteligencia en aquellos ojos casi negros de enormes pestañas. Apretó la cara húmeda de su hija contra su pecho y observó aquel rostro ido. Poca mandíbula, mirada vidriosa y vacía, él le devolvió la mirada. Seguro que era de origen latino, aquella piel aceitunada y ese pelo negro no tenían nada de anglosajones.

–¿Quién es, Charlie?

–Es… Steven. Me trajo a casa. Pensé que estaría de vuelta antes de que llegaras. ¿Cómo supiste…?

–Susan nos llamó.

–Susan nunca mira después de que llega John. ¡Qué mala suerte!

–¿John? –preguntó y se giró para mirar a la canguro que estaba temblorosa al fondo.

–Mi novio. A veces viene a hacerme compañía. Tenía que irse pronto hoy.

Su rostro húmedo por las lágrimas enrojeció al intentar evitar la mirada de Rachel.

–Qué suerte tenemos de que tuviera algo que hacer.

Rachel se apartó de la cara el mechón de pelo castaño que se le había escapado del moño y el brillo de ira de sus ojos se difuminó. Podía permitirse ser magnánima cuando su hija ya había vuelto. Sus dedos se deslizaron por el cabello sedoso y rubio de Charlie y se relajó aliviada. Podía haber sido peor.

Volvió a mirar al tipo magnífico de la puerta. Un samaritano poco común, pensó con los ojos llenos de gratitud.

Benedict esperó que su gruñido no se hubiera oído. ¡Qué ojos tan increíbles! Una piel pálida casi translúcida y unos ojos almendrados hacían pasar por alto que sus facciones no eran simétricas.

–Lo siento, señorita French. Es que John y yo no podemos vernos mucho. Ambos trabajamos media jornada para completar la beca y…

La voz cansada de Rachel cortó por lo sano el balbuceo de la joven.

–No pongo ninguna objeción a que te acompañe tu novio, Susan. Pero no quiero que descuides a Charlie. Ha sido una noche muy larga. Quizá deberías irte a casa.

–Claro… Iré a buscar mis cosas.

Volvió a prestar atención a su hija advirtiendo signos de cansancio en su delicado rostro.

–Y bien, señorita, ¿mereció la pena?

La regañina y el castigo vendrían más tarde.

–¿Sabes a dónde he ido?

–No soy adivina, cariño.

La discusión que habían mantenido sobre estar con hordas de fans jovencitas frente a un local con la esperanza de ver a su grupo favorito llegando a una entrega de premios había durado varios días. Charlie se había rendido demasiado rápido, eso debió haberla alertado.

–Había tanta gente que no pude ver nada –confesó Charlie–. El taxista me cobró de más y había aquella gente molesta…

–Una pequeña aventura –murmuró Rachel. Sabía que no haría ningún bien reconcomiéndose con lo que podía haber pasado aquella noche pero era difícil controlar su imaginación.

–¿Es eso todo lo que vas a decir? –preguntó Nigel con incredulidad.

Madre e hija se giraron para mirarlo con idéntico gesto. Aunque se parecían poco en momentos como aquel su parentesco resultaba evidente. Rachel se enderezó rodeando a su hija con los brazos, las dos haciendo de modo inconsciente frente común.

–En este preciso momento, sí –respondió tranquilamente.

–La niña necesita un castigo, necesita saber que lo que hizo estuvo mal.

–¡No es asunto tuyo! –gritó Charlie apartando los brazos de su madre.

Rachel suspiró.

–No está bien que le hables así a Nigel. Estaba muy preocupado por ti.

–¡No lo estaba! Ni siquiera le gusto.

Rachel se estremeció cuando su hija cerró de golpe la puerta del salón.

–Lo siento, Nigel.

Ella advirtió con consternación la mirada cansada de su novio.

Aunque sabía que los comentarios inoportunos de Nigel eran fruto de sus buenas intenciones, Rachel no podía evitar estar de acuerdo con su hija. Habían estado las dos solas tanto tiempo que ella misma no podía evitar sentirse molesta a veces por sus bienintencionados esfuerzos por compartir la responsabilidad. «¿Quiero compartir esta responsabilidad?».

–¿De verdad? –preguntó y se pasó una mano por el cabello suspirando–. Lo siento, Rachel –se disculpó–. Es que se suponía que esta noche iba a ser especial…

–No creo que podamos olvidarla –replicó ella–. Quizá sea mejor que olvidemos que esta noche ha existido.

–¿Estás intentando decirme que no quieres casarte conmigo? –preguntó con incredulidad.

–Claro que no.

«¿O sí?». Ese pensamiento la hizo sentirse culpable mientras observaba la expresión dolida de Nigel.

Rachel se adelantó con la intención de besarlo. Se había quitado los zapatos de tacón y la tela de seda de su vestido se enganchó en un zócalo.

–Maldita sea –murmuró mientras se rasgaba la tela–. Gracias.

Una mano grande y hábil había liberado la tela con una sorprendente delicadeza. Ella advirtió que a pesar de su aspecto desaliñado las manos parecían bien cuidadas. Mientras el joven se levantaba sus ojos oscuros la miraron directamente a la cara. Su sonrisa se tensó ligeramente.

Ella borró mentalmente la etiqueta de tonto pero amable que le había colocado. Su mirada no tenía nada de tonta ni de amable. Se le empezó a encoger el estómago y esperó sin aliento a que la sensación parara. Nunca en su vida había estado tan cerca de un hombre tan claramente masculino. El sonido lejano que zumbaba en sus oídos se parecía bastante a una señal de alarma.

Aún le estaba agradecida pero su gratitud estaba atemperada por una cierta precaución. Había inteligencia en aquellos ojos oscuros como la noche y una seguridad que rozaba la arrogancia y que no asociaría a alguien preocupado por lo que iba a comer al día siguiente.

Pensándolo bien, no parecía desnutrido, nada más lejos de eso. Sintió una repentina oleada de calor al examinar su cuerpo musculoso pero delgado y sus hombros anchos. No importaba cómo fuera vestido porque destacaría entre la multitud. ¡De eso nada, la multitud se apartaría para dejarlo pasar!

–No sé cómo darle las gracias.

Enfadada porque algo tan insustancial como un muslo bien desarrollado pudiera distraerla pensó que le había salido una voz muy cursi. «Por favor, Rachel, ¿ese hombre ha salvado a Charlie de vete tú a saber qué peligros y tú te comportas como una esnob?».

¿Cómo agradecérselo? No debería ni pensarlo pero Benedict no pudo evitar pensar en la respuesta obvia. Al menos podía volver a pensar otra vez aunque sus pensamientos fueran demasiado groseros para compartirlos. Ya había sentido lujuria a primera vista otras veces pero nunca algo que le paralizara el cerebro tanto como haber puesto los ojos en aquella mujer, Rachel. Le gustó su nombre, le gustó…

–Por las molestias…

Benedict miró los billetes que su novio tenía en la mano y después lo miró a la cara. Tendría unos cuarenta. ¿Qué había visto en él? Aparte del olor a dinero.

–No quiero su dinero.

Ni se molestó en ocultar su desprecio.

Rachel le dio un codazo a Nigel y le observó de reojo.

–Por favor no se ofenda –se disculpó rápidamente–. Nigel sólo quería…

–Salda la deuda y deshazte de él, baja de categoría al vecindario –comentó Ben con sarcasmo.

–No, escucha es que…

No le sorprendía que Nigel no pareciera tan seguro como siempre. Aquella sonrisa tensa y aquella mirada siniestra debilitarían la seguridad de cualquiera. Rachel dudó que estuviera acostumbrado a que le respondieran con semejante desprecio.

–¡Nigel! –protestó en un tono que traslucía más irritación que compasión. Se estaba comportando como si aquella fuera su casa, su hija, su deuda. ¿No se daba cuenta que había herido el orgullo de aquel hombre? Se conmovió por empatía–. Quizá sea mejor que nos despidamos ahora. Charlie está…

–¿Me estás pidiendo que me vaya? Muy bien…

–No seas bobo, Nigel.

–Eres muy considerada con sus sentimientos –afirmó. Aquella acusación la dejó sin aliento–. ¿Y yo qué? Una de las cosas que me gustan de ti es tu actitud equilibrada, Rachel, pero a veces sería bueno obtener una respuesta que no fuera… ¡Olvídalo! –dijo apretando los labios y lanzando una última mirada al extraño–. Te llamaré por la mañana, Rachel, y no te olvides que cenamos con los Wilson el martes. Ponte un vestido un poco menos… –comentó observando con ojo crítico el escote amplio y bajo de su vestido–. Revelador. Ya sabes lo conservadora que es Margaret.

Una disculpa murió en sus labios mientras Nigel se marchaba. Normalmente podía ignorar sus comentarios sobre su ropa. Normalmente los expresaba en un tono tan jocoso y sutil que no podían resultar ofensivos pero aquella vez no fue posible obviar la crítica.

Miró hacia abajo con el ceño fruncido. Los tirantes finos habían hecho imposible ponerse un sostén pero el escote no era demasiado amplio… ¡y tampoco había mucho que lucir! Tiró del bajo del vestido y escudriñó el contorno de sus pechos firmes.

–¡Maldita sea! –dijo en tono desafiante, dejando que la tela volviera a su sitio. Intentar complacer a Charlie, intentar complacer a Nigel, estaba cansada de caminar sobre la cuerda floja. También estaba harta de sentirse culpable constantemente.

La arruga que tenía entre las cejas arqueadas se hizo más profunda y echó la cabeza hacia atrás mostrando la elegante curva de su maravilloso cuello. Por una fracción de segundo Benedict se preguntó qué sucedería si la besaba en aquel punto fascinante donde el pulso latía contra su clavícula. «Gritar, idiota», se respondió poniendo fin a su estúpida fantasía.

–¿Ha sido culpa mía?

Ella parpadeó y él se dio cuenta de que había olvidado dónde estaba. Su pálido rostro enrojeció al ser consciente. Lanzó una mirada nerviosa al vestido para comprobar que seguía donde debía y Benedict apretó los labios.

–Claro que no. De verdad se lo agradezco mucho y me gustaría darle las gracias sin…

–¿Herir mis sentimientos? –sugirió. Esas palabras la hicieron sonreír y que le brillaran los ojos.

–¿Cómo podría…?

–Aún no he cenado por traer a Charlie a casa. ¿Qué tal un sándwich? –sugirió acompañando sus palabras con la sonrisa que había derretido el corazón de las mujeres desde que tenía cinco años.

¿Invitar a un hombre con ese aspecto a su casa? La cautela inculcada desde la niñez luchaba contra un profundo sentido de gratitud maternal.

Ella asintió casi imperceptiblemente.

–Sígame.