Estrellas errantes - Gema Bonnín - E-Book

Estrellas errantes E-Book

Gema Bonnín

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Beschreibung

En el sistema Qantus, dos planetas comparten órbita y están poblados por humanos. Tásidar es un mundo avanzado que domina la ciencia y la tecnología, Mitsval es todo lo contrario. Las relaciones diplomáticas avanzan llenas de dificultades que se multiplican cuando en ambos planetas se producen atentados simultáneos con reivindicaciones diferentes y armas que podrían proceder del contrabando. Niki Rendix es una contrabandista de Tásidar a la que acusan de participar en uno de los atentados. Cuando huye perseguida por Lux Kentaurus, sargento de la Guardia Nebular, un incidente los deja en Mitsval sin otra alternativa que la de colaborar para salir de ese entorno inhóspito. Mientras, en la capital de Tásidar se decide el porvenir de ambos mundos con la visita de Palvidia Rin, la soberana más importante de Mitsval. Su propósito es conocer a los que podrían llegar a ser sus aliados... o, por supuesto, sus enemigos.

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© de la obra: Gema Bonnín, 2021

© de los fondos: Rawpixel, NASA

© de las ilustraciones del final: Victoria López, 2021

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: octubre de 2021

ISBN: 978-84-18440-16-8

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ESTRELLAS ERRANTES

Sistema Qantus

En la capital de un reino de Mitsval, la gente abarrotaba el mercado.

En Sunna, una de las metrópolis más grandes y demográficamente densas de Tásidar, tenía lugar un desfile.

Ambas ciudades eran muy distintas entre sí. No en vano pertenecían a planetas diferentes. La primera, con casas bajas construidas a base de argamasa, piedra y madera, estaba enmarcada por montañas verdes y bosques frondosos. Un enorme castillo blanco, con agujas doradas que coronaban cada torre, se alzaba en mitad del paisaje, rodeado de cascadas susurrantes bajo un cielo despejado.

La segunda era gris y metálica, y su único resplandor provenía de las luces que serpenteaban sobre la superficie de los rascacielos, de los anuncios holográficos que parpadeaban en mitad de la calle. Los vehículos flotantes avanzaban en filas perfectamente alineadas, dando una falsa sensación de orden.

En la primera era mediodía. En la segunda atardecía.

En una, primavera. En la otra, verano.

Dos planetas que giraban alrededor de una misma estrella, compartiendo órbita desde hacía milenios. Tan lejos. Tan cerca.

El desfile en Sunna consiguió reunir a una cantidad nada desdeñable de ciudadanos, que se apiñaron en las calles colindantes a la avenida principal, por donde estaban pasando las carrozas y las naves urbanas con el fin de impresionar a las personalidades más influyentes de Mitsval. Para muchas de ellas esa era su primera visita a Tásidar. Entre los presentes había tanto embajadores como eruditos que se dedicaban a las relaciones con el planeta vecino y llevaban mucho tiempo viviendo allí; no obstante, aquel despliegue de medios y tecnología todavía lograba quitarles el aliento. El mero hecho de estar sentados en un palco flotante que se mantenía en el aire mediante turbopropulsores les seguía desconcertando.

Los festejos en su honor eran dignos de elogio. Las carrozas luminosas eran tan bellas como cualquier monumento de Mitsval, y el cielo estaba salpicado de las luces de la pirotecnia. La gente aplaudía con un entusiasmo encomiable. Docenas de carteles digitales daban la bienvenida a los extranjeros y abogaban por un acercamiento entre ambos mundos.

De pronto, en mitad del regocijo, aparecieron otras luces y otros fuegos acompañados por un estruendo ensordecedor y hostil.

El universo pareció detenerse durante unos eternos segundos que anticipaban el caos. Los vítores se convirtieron en gritos que ascendieron desde la calle hasta los palcos flotantes, que se retiraron a toda velocidad de sus respectivos puestos. Se activaron todos los dispositivos de seguridad de la zona. Uno de los dignatarios mitsvalenses se atrevió a asomarse por un flanco y vio el horror bajo sus pies. Incontables personas muertas, algunas irreconocibles a causa de la explosión… O explosiones. Era pronto para saberlo. Vio a un niño pequeño que lloraba a gritos, atrapado bajo una montaña de escombros y miembros cercenados.

La música se ahogó en el desastre en que acababa de sumirse aquella magnífica ciudad, ahora herida donde más le dolía.

Unos minutos después, a millones de kilómetros, en una ciudad mitsvalense llamada Livana, la gente compraba en la plaza. Inspeccionaban los puestos de los tenderos, donde algunos artículos expuestos procedían de muy lejos, aunque no lo suficiente como para que fuera ilegal comerciar con ellos. Envueltos en sus ropas largas y sencillas, caminaban despreocupados.

Entonces oyeron un fuerte ruido, como un trueno seco que hubiera partido la tierra. Y luego otro, y otro. Los gritos llegaron pronto, la gente empezó a caer sobre los adoquines y a teñirlos de rojo con su sangre. Solo unos pocos presentes comprendieron lo que estaba pasando. Los atacantes de la multitud no eran simples bandidos blandiendo espadas, arcos y flechas, sino que llevaban unas armas mucho más sofisticadas. Armas que venían de ese otro mundo del que todos allí habían oído hablar, pero pocos atisbaban a imaginar.

Se trataba de las llamadas armas de fuego, unos artilugios que, en un reino como aquel, convertían a quienes las poseían en seres casi invencibles. Los atacantes vestían esa prenda, recientemente incorporada a su cultura, llamada pasamontañas. Solo podían verles los ojos, y en ellos no había rabia u odio; tan solo frialdad. Frialdad y cálculo, lo que revelaba que la masacre no era el fin, sino el medio. O eso creyó deducir una de las muchas mujeres a las que dispararon, justo cuando caía de rodillas con su verdugo a escasos metros de donde estaba.

Supo con una certeza pasmosa que, como ella, muchos perecerían antes de que la guardia de la ciudad lograra detenerles.

Y así, sin que nadie pudiera preverlo, el horror se apoderó de los dos planetas vecinos.

CAPÍTULO 1

Tar Nalux

En contra de lo que la mayoría de la gente pensara, aquel antro de mala muerte estaba lleno de mentes brillantes y Niki lo sabía.

Tal vez lleno fuera una exageración, pero las había y eso bastaba. Si los rumores eran ciertos, allí encontraría a la persona capaz de confirmárselos, y no solo eso, sino que le ayudaría a beneficiarse de ellos.

Arrugó la nariz. Hubo una época en la que estaba más que acostumbrada al aire viciado de esa clase de clubs, sobre todo durante su adolescencia. Con disimulo, se aseguró de que su pistola siguiera en la funda que llevaba sujeta al cinto del muslo. No sería la primera vez que se la sustraían sin que ni siquiera lo notara.

El local aglutinaba individuos de toda calaña: hombres y mujeres, la mayoría con atuendos oscuros y el contorno de los ojos ennegrecido con maquillaje para ofrecer un aspecto aún más amenazador. Niki hacía lo contrario: se pintaba una raya blanca en la parte inferior del párpado. Era un color claro de por sí, pero en su tez morena resaltaba todavía más.

Se detuvo junto al escenario, donde un hombre y una mujer bailaban sinuosamente. Tenían la piel cubierta solo por una fina capa de pintura fluorescente, y el movimiento fluido de sus cuerpos resultaba hipnótico en aquellas tonalidades magenta y cian.

Desvió la mirada y entrecerró los ojos con la esperanza de hallar lo que estaba buscando. No tardó en hacerlo. Con una sonrisa confiada, Niki se acercó a un joven no mucho mayor que ella, con gafas de sol, pelo de punta con las terminaciones de cada mechón teñidas de amarillo y una cantidad indecente de implantes cibernéticos junto a ambas orejas. Estaba concentrado en las imágenes que proyectaba ante sus ojos una pantalla holográfica.

Se detuvo delante de él.

—Fíjate, te encuentro justo donde te dejé la última vez —saludó Niki.

Él alzó la cabeza.

—Señorita Rendix —dijo, claramente satisfecho de verla—. Ya pensaba que te habías olvidado de tu viejo amigo Miraf. —Se recostó en el asiento granate que envolvía parcialmente la mesa circular a la que se había sentado—. Ponte cómoda, anda.

—No sabía que fuera posible sentirse cómoda en este agujero, pero puedo intentarlo. —Se sentó mientras Miraf profería una carcajada—. Por cierto, ¿qué te has hecho en el pelo? ¿Has perdido una apuesta o algo así?

—¿No te gusta? Vas a hacer que me eche a llorar, tu aprobación es todo a lo que aspiro.

La joven esbozó una media sonrisa.

—Sabes que disfruto con nuestros intercambios de sarcasmo, pero vamos a tener que dejarlos a un lado un momento. Necesito información.

—¿Sobre qué? Si hay algo sobre lo que merezca la pena estar al tanto, yo lo estaré, así que dispara.

—Sobre… —Antes de seguir hablando, Niki se aseguró de que nadie les prestaba atención—. Sobre un nuevo modelo de motor antimateria. Un modelo mejorado. Dura más, consume menos… ¿Qué hay de cierto en eso?

—Pero bueno, Niki, eso es de dominio público. ¿O es que las noticias importantes no llegan a ese paraíso tuyo llamado Axia Prime?

Niki suspiró al reconocer una nota de reproche en su voz. En Axia Prime se vivía infinitamente mejor que en Tar Nalux, todo el mundo lo sabía… Pero no todo el mundo tenía la oportunidad de comprobarlo, especialmente si nacías y te criabas en Tar Nalux. Ella era una afortunada excepción. Aunque en su caso no consideraba que la suerte hubiera tenido nada que ver.

—Nadie se lo cree porque la AMRA lo niega —dijo, pasando por alto la pulla.

Miraf se rio con desdén.

—La AMRA… Pues claro que lo niegan; no es cosa suya, ya les gustaría. Menuda panda de pretenciosos. Tienen recursos, tienen medios, pero ¿tienen cerebros capaces de sacarle el máximo partido a esos dos factores? ¡Ja! La mitad de los tíos que hay en este agujero, como lo has llamado, podrían competir en inteligencia con los ingenieros y científicos de la AMRA. Lo que pasa es que ninguno de ellos se siente cómodo con uniformes, con jerarquías laborales, con horarios o con la idea de cumplir las normas, así en general, y aquí están. En fin, qué te voy a contar.

—Eso digo yo, déjate de rollos y háblame de la nueva versión de los motores. ¿En qué consisten las mejoras?

—Trabajar motores antimateria es extraordinariamente complejo…, así que, aunque conseguí bastante información, no me enteré ni de la mitad.

Niki apoyó la cabeza en la mano y alzó una ceja.

—Dime, Miraf, ¿crees que eres el más tonto de este bar?

—Muy graciosa. La próxima vez, que te saquen de dudas tus muertos, ¿qué te parece?

Niki reprimió una sonrisa.

—Perdona. Cuéntame lo que sepas, va.

—Eh, eh, eh —cortó él, inclinándose hacia delante y alzando una mano como para pedir una pausa—. ¿Crees que trabajo gratis? No soy una ONG, ¿sabes?

Niki puso los ojos en blanco.

—¿Qué quieres? —preguntó en tono cansado, arrastrando las vocales.

—Lo que quiere todo el mundo: pasta.

—Cuarenta perseis —ofreció Niki.

Él se cruzó de brazos y chasqueó la lengua con aire escandalizado.

—Con eso no me da ni para veinte litros de politrixeno.

—Es que ha subido mucho —repuso ella con indiferencia.

—Adáptate.

—Cincuenta y de ahí no me vas a mover. Tú mismo has dicho que este es un asunto de dominio público, puedo preguntarle a cualquiera sin que mi cartera se vaya a casa llorando.

—Sí, puedes sacarles algunas cosas a estos tarados, cierto. Pero nadie tendrá tantos datos como yo, eso también lo sabes.

Niki agitó una mano en el aire con desdén.

—Tampoco es que quiera tener todos los detalles, amigo mío —soltó—. Es más, vuelvo a bajar a cuarenta: o lo tomas o lo dejas, y te aseguro que no es un farol. Al fin y al cabo, yo solo había venido aquí a esclarecer un rumor.

—Qué mentira más atroz. Si solo fuera eso, no me habrías ofrecido dinero tan rápido.

—Es posible, pero eso no significa que esté dispuesta a dejar que me atraques. Habla o me largo y ya nos veremos.

Miraf se quitó las gafas, se llevó una mano a la oreja y pulsó un par de botones de sus implantes. Sus ojos, que habían perdido parte de su humanidad por las intervenciones quirúrgicas que le aportaban ventajas tecnológicas, emitieron un haz de luz de color rojo. La estaba escaneando.

—¿Se puede saber qué haces? —increpó ella.

—Comprobar que no llevas ningún dispositivo capaz de grabar esta conversación. —Hizo una pausa—. Apaga tu intercomunicador.

—Al otro lado está Kayl, no tienes que preocuparte.

—No me preocupa que Kayl lo sepa, sé a ciencia cierta que se lo vas a contar en cuanto pongas un pie en vuestra preciosa nave; lo que me preocupa es que se ponga a grabarlo desde allí o que la Guardia Nebular tenga intervenidas vuestras comunicaciones.

—¿Tan importante es lo que vas a contarme?

—Eso lo juzgarás tú; en cualquier caso, no quiero que nadie pueda usar en mi contra lo que te voy a decir. Sé que tienes una tendencia preocupante a meterte en problemas con gente con la que es preferible llevarse bien.

El semblante de Miraf ahora denotaba absoluta seriedad. Aun así, Niki enarcó las cejas e intentó convencerlo una última vez:

—Pero si llevo un año de tranquilidad absoluta, me estoy reformando.

—Niki, sin cachondeo. Apágalo.

La joven suspiró y colocó los dedos índice y corazón sobre su muñequera digital.

—Kayl —dijo sin apartar las pupilas de Miraf—, te dejo unos minutos.

—Recibido —le llegó la voz del otro lado.

El intercomunicador que llevaba en la parte interior de la oreja se apagó.

—Mira, te cuento esto porque creo que tú más que nadie tienes que saberlo. La versión mejorada del motor antimateria es algo en lo que están trabajando varias… facciones, por así decirlo.

—¿Facciones?

—Sí, incluida Supernova.

Oír aquel nombre hizo que un escalofrío le recorriera la espalda, pero no perdió la compostura. Forzó una expresión despreocupada y se pasó la mano por el cabello trenzado.

—¿Y qué quieres decirme con eso? —El tono hostil de su voz traicionó el gesto relajado que se estaba esforzando en mantener.

—Esto no es todo. Fue Supernova quien presentó la idea al gremio de contrabandistas. Aunar fuerzas para obtener motores antimateria mejores que los que posee la AMRA por el momento, como ocurre con los sistemas de camuflaje informático.

A los sistemas de camuflaje informático recurrían todas las naves de contrabando para garantizar el éxito de sus misiones. El espacio transitable estaba repleto de controles de la Guardia Nebular, la policía que se encargaba de combatir la delincuencia en Qantus, por lo que no era fácil llegar a Mitsval, donde más se requerían sus servicios. Por eso los señores del crimen de Tar Nalux habían decidido aparcar sus diferencias y rivalidades para dar con el modo de evitar los controles de la manera más eficiente. Así ganaban todos. Aunque en realidad las rencillas entre los distintos grupos les impedían ser honestos con sus compañeros cada vez que se producía un avance en materia de camuflaje de naves espaciales, pues querían aprovechar la ventaja para aumentar la competitividad de sus efectivos.

Luego estaban los lobos solitarios. Contrabandistas que operaban por libre, sin rendirle cuentas a nadie. Muchos ni siquiera tenían contacto con el gremio. Niki era una de ellos. Y su nave contaba con un inhibidor de frecuencias del que no podía quejarse, pero convenía revisarlo de vez en cuando para que la Guardia Nebular no la pillara por sorpresa. Hacerlo era posible siempre que supieras a quién acudir. Y Niki lo sabía. Si algo tenía, era contactos y la mayoría de allí, por lo que pasaba en Tar Nalux más tiempo del que le habría gustado. Aquella estación espacial era enorme, albergaba a casi cuatro millones de almas y casi la mitad vivía al margen de la ley. La otra mitad se dedicaba a oficios tan poco atrayentes como la siderurgia o la minería en satélites y asteroides cercanos. Ahora ella vivía en Axia Prime, la estación residencial más grande y cómoda de todas, donde la gente no temía por su integridad física día sí y día también.

Sin embargo, siempre volvía a Tar Nalux, aquel mundo artificial de cielos rojizos y casas maltrechas. Niki tenía la sensación de que, por mucho que lo intentara, nunca lograría dejarlo atrás. Y esta sensación se intensificó con la mención de Supernova.

—Los sistemas de camuflaje eran necesarios —acertó a decir Niki al cabo de unos segundos de reflexión—. Los necesitamos para seguir trabajando. La Guardia Nebular está cada día más pesada con el tema del contrabando. Pero… ¿mejorar los motores antimateria? No necesitamos que nuestras naves vayan más rápido que las que fabrica la AMRA. No urge. ¿Por qué hacerlo? No tiene que ser nada barato. Toda la investigación que requiere…

—Ahí quería llegar… Resulta que Supernova no presentó la idea por amor al arte. Alguien acudió directamente a Sulvara y le dijo que sabía hacerlo, que solo le faltaba respaldo económico.

Angelina Sulvara era la líder de la organización Supernova y una de las señoras del crimen más temidas y respetadas de la estación. Casi nunca se dejaba ver, pero quienes habían tenido la oportunidad de conocerla en persona aseguraban que su mirada de hielo te dejaba sin respiración. Tenía el control absoluto de ocho distritos, más que cualquiera de sus adversarios.

Por la expresión de Miraf, Niki sabía perfectamente qué debía preguntar a continuación.

—A Angelina no le pega nada concederle tiempo a un don nadie, por muy prometedoras que sean sus ideas. ¿De quién se trata?

Su interlocutor tragó saliva. Ahí estaba: la mala noticia. Miraf iba a contestar, pero se detuvo ante la llegada de una camarera. Vestía un bikini con colgantes que tintineaban, y sobre las partes de su cuerpo que quedaban al descubierto había delicados trazos de pintura brillante en formas geométricas. Con la mano derecha sostenía una bandeja repleta de vasos alargados y burbujeantes. La mujer los miró con una sonrisa.

—Corregidme si me equivoco, pero creo que lleváis aquí un rato y no habéis pedido.

—Ponnos dos de esos —dijo Miraf señalando la bandeja.

—Yo no quiero nada —dijo Niki.

—Hazme caso, sí quieres.

Niki no replicó. La camarera les sirvió y luego cogió a Niki del mentón con suavidad.

—Alegra esa cara, ojazos, y avísame si quieres una compañía un poco más placentera.

Ella esbozó una media sonrisa.

—Lo tendré en cuenta.

La camarera se retiró.

—Ligando tú más que yo, esto es inaudito —se quejó Miraf.

—Ya te he dicho que ese pelo no te favorece.

—No, si te acabaré haciendo caso…

—Venga, dame el nombre —insistió Niki.

Miraf apretó los dientes y pareció decidir que lo mejor era soltarlo sin rodeos.

—Weid Derios.

Niki no contestó enseguida. La comisura de sus labios se curvó en un rictus amargo. Transcurridos unos segundos, chasqueó la lengua y le dio un golpe a la mesa con el puño.

—Su puta madre… —masculló—. ¡Su puta madre!

—¡Shhh! Baja la voz, no te conviene llamar la atención.

—¡Valiente imbécil! Como me lo cruce, me lo cargo.

—Ahora cuenta con la protección de Supernova, Niki. Eres tú quien se la juega si te acercas a él.

La contrabandista bebió el líquido rosa y burbujeante del vaso que les habían servido momentos antes y analizó lo que acababa de decir su compañero. Miraf fue una de las primeras personas con las que se topó cuando se atrevió a dejar atrás su anterior vida, todo lo que conocía, para recorrer su propio camino. Dejar atrás, huir… En su caso, la diferencia era mínima y Miraf estaba al tanto. Sabía casi tan bien como ella misma cuáles eran sus circunstancias y qué le convenía hacer.

Y ahora tenía razón, pero esa certeza no servía para aplacar la ira que le ascendía por la garganta. Ira y temor.

CAPÍTULO 2

Mitsval

La familia Dier Namoreil llevaba tres siglos gobernando Limdal, uno de los reinos más prósperos del mundo. En los últimos años, con la incorporación de nuevas colonias a sus dominios, el poder de la nación había aumentado a un ritmo frenético. Por eso la heredera sentía vértigo. Un vértigo atroz. Y luego estaba el asunto de ese otro planeta con el que el suyo había empezado a dialogar.

De eso estaba hablando ahora con su preceptora, una mujer de treinta años nacida en Tásidar pero que vivía en el —para ella— primitivo Mitsval. No obstante, su visión estaba menos polarizada que la de la mayoría: se había criado entre ambas realidades, ya que sus padres eran unos importantes diplomáticos que trabajaban para suavizar las relaciones entre unos y otros. Por norma general, los tasidarianos no podían acceder libremente a Mitsval.

«Pero podrían entrar si les diera la gana y nosotros no tendríamos modo alguno de impedírselo», decía siempre el rey cuando estaba en compañía de su familia o junto a personas de su confianza.

Palvidia Rin, la princesa de Limdal, no tenía muy claro cuáles eran las ideas de su padre con respecto a las relaciones que debían establecer con el planeta vecino. Probablemente porque ni siquiera él lo sabía. Ahora, la muchacha paseaba junto a su preceptora por los jardines colgantes del castillo, una estructura esbelta cuya arquitectura competía con los diseños más atrevidos e ingeniosos. Habían tardado más de cien años en construirlo.

Desde aquella altura podía ver el océano y a veces, si la brisa soplaba en la dirección correcta, le llegaba el aroma a salitre que tanto le gustaba.

—Y hasta hoy, que por fin nos hemos animado a tomarnos en serio las negociaciones —estaba diciendo—. El desfile de mañana en Tásidar tiene un valor esencialmente simbólico, pero es muy importante. Se retransmitirá en todos los televisores.

Rin sabía lo que era un televisor, se lo habían explicado, pero aún no lograba entender cómo funcionaban, cómo la gente que los tenía aceptaba su existencia sin más. Superficies sobre las que se proyectaban imágenes de cualquier índole, en movimiento, y que la mayoría de las veces correspondían a sucesos reales que tenían lugar en ese preciso instante. Una locura.

—Me pregunto qué le parecerá a mi padre.

—Yo me pregunto qué le parecerá Tásidar en general y Sunna en particular. Es una ciudad increíble. La primera vez que la ves siempre impresiona. Me impresiona a mí, que soy de allí, imaginaos.

—He visto fotografías.

—Se quedan cortas.

En ese momento, corriendo por uno de los caminos empedrados del hermoso jardín, apareció una niña. Palvidia Mei, su hermana pequeña. Se sujetaba la parte baja del vestido para no tropezar, pero trastabilló de todas formas.

—Cuidado, Mei —le advirtió Rin.

—Ya he terminado mis tareas por hoy, me he dado más prisa que nunca. ¿Cuándo vuelve padre?

—Todavía falta un par de semanas.

—Ah, bueno… Oíd, ¿qué ha ido a hacer allí exactamente? Nadie me lo quiere contar, dicen que no lo entendería.

Mei tenía once años, seis menos que Rin, y a ella empezaron a explicárselo todo cuando era aún más pequeña. Pero eso se debía a que era la heredera. Se haría cargo de la corona en cuanto su padre ya no pudiera continuar con semejante tarea, y para entonces tenía que estar más familiarizada que nadie con la situación interplanetaria que tenían entre manos desde hacía un par de décadas. No obstante, su hermana era lista y merecía estar informada. Que el papel que fuera a desempeñar en el futuro no fuera tan relevante como el suyo no significaba que hubiera que mantenerla en la ignorancia.

—Contádselo vos, alteza. Veamos qué tal lo hacéis —alentó Lintra con una sonrisa. Era ella quien se había pasado tardes enteras a su lado, aleccionándola sobre las diferencias entre ambos mundos y cómo habían empezado a relacionarse. Quería ver el fruto de su trabajo.

—Muy bien.

Se sentaron en un banco de piedra junto a una barandilla que las separaba del vacío. Mei miraba a su hermana mayor con ojos curiosos y brillantes, esperando una gran historia, una revelación sorprendente.

Rin recolocó la diadema en su pelo, cogió aire y la miró.

—Hace veinticuatro años llegaron del cielo unos extraños de procedencia desconocida. Hombres y mujeres que tenían poder para volar y viajar más allá de las nubes y las estrellas. No fue nuestro reino el primero que visitaron, sino que aterrizaron…

—¿Qué es aterrizar? He oído esa palabra, pero no sé qué es.

Rin se mordió el labio inferior.

—Es lo que hacen las naves cuando se posan en el suelo. Sus naves son como barcos que van por el cielo en lugar de por el agua.

—Sí, eso ya lo sabía.

—Bien, pues aquí cundió el pánico cuando llegaron. No sabíamos quiénes eran ni qué querían. Unos decían que eran una amenaza; otros, que se trataba de los enviados de los dioses. Al final ellos mismos nos explicaron que eran humanos provenientes de otro mundo.

—¿Cómo lo hicieron? ¿Hablaban nuestro idioma?

—Sí, eso es lo más sorprendente. Lo aprendieron. Resulta que antes de su llegada ya habían enviado sondas y aparatos para recabar información sobre nosotros. Ellos no podían venir porque su tecnología… Es decir, sus inventos aún no les permitían acercarse tanto o aterrizar de forma segura.

—¿Es muy difícil aterrizar?

Rin intercambió una mirada con su preceptora, que se encogió de hombros en un gesto divertido. Tal vez los adultos que le habían negado una explicación a Mei estaban en lo cierto y todavía era demasiado joven para comprenderlo. Devolvió la atención a su hermana.

—Hay factores a tener en cuenta. Cosas que nosotros no entendemos. Atmósfera, presión, gravedad… Ni siquiera yo me aclaro con esos términos.

—Ah —balbució la pequeña, absorta en lo que le estaban contando.

—Como decía —prosiguió la princesa—, los caminantes del cielo, como se les empezó a llamar por aquí, llevaban años estudiándonos y hacía siglos que sabían de nuestra existencia. Durante años y años, la gente vivió en su planeta sabiendo que había un mundo parecido al suyo no muy lejos y que en él había otros humanos.

—¿Por qué ellos lo sabían y nosotros no?

—Porque en ese planeta tienen máquinas que les permiten adquirir conocimientos muy amplios. Son un mundo más avanzado que el nuestro. Más viejo. Han tenido más tiempo para investigar y…

—Alteza, no recuerdo haberos dicho eso nunca —interrumpió Lintra.

—Fue un sacerdote del templo el que me lo contó. El mes pasado fui a la Ceremonia de la Resolución y, ante las dudas de algunos de los presentes, nos dio esa explicación.

—Pues es poco rigurosa. Nuestros mundos solo se diferencian en unos pocos miles de años. A escala astronómica no es gran cosa. Si en Tásidar el ser humano ha avanzado y en Mitsval no, es porque hay culturas que se prestan al progreso más que otras.

—¿Podéis afirmar eso con rotundidad? Me parece más un planteamiento filosófico que un hecho irrefutable.

—Es posible. Quizá dentro de quinientos años, si triunfan las políticas autonomistas y nuestros mundos se mantienen al margen, obtengáis tecnología similar a la nuestra gracias a vuestro propio trabajo. Pero quizá no. El ser humano tiene el mismo potencial para lograr cosas aquí y en Tásidar. No son las personas las que son distintas, son los contextos en los que se educan. Eso sí supone una diferencia.

Rin no dijo nada, pero le molestaba un poco la superioridad moral e intelectual de la que a veces hacían gala los tasidarianos.

—También ocurre en Mitsval —continuó diciendo Lintra, consciente de que no había convencido a Rin—. Limdal es un reino más poderoso que Klumá, por ejemplo, y no es porque el vuestro goce de más recursos o se sitúe en una localización más estratégica. Diría que al contrario. Pero la cultura klumita es conformista y eleva la tradición a una posición sagrada. Cualquier cosa que suponga desafiar normas ancestrales se convierte en un problema para sus gentes. Sus creencias les dicen que su tierra está bendecida por los dioses, la suya y la de nadie más, y mientras que ellos permanecen allí adorándola sin el menor interés por cruzar sus fronteras o ampliarlas, en Limdal decidisteis arriesgaros y surcar los mares. Fuisteis vosotros los que demostrasteis que el mundo es un globo y no una superficie plana. Ya lo sabíais antes de que llegáramos los tasidarianos a contároslo. Fuisteis vosotros porque vuestra cultura anima al descubrimiento y favorece la libertad individual que hace falta para que las personas que destacan lo hagan y el resto pueda beneficiarse de sus talentos. Ese mérito es vuestro.

—Sí, pero tales méritos a veces nos engañan para hacernos creer que podemos imponernos a quienes no los tienen. Vos misma me lo contasteis cuando hablamos de historia de Tásidar. Países que sometieron a otros por la fuerza y que se creyeron con derecho a hacer y deshacer a su antojo en territorios que no les pertenecían, consolidando así una superioridad que en ningún caso debería usarse para perpetrar injusticias. ¿No es así?

El rostro de Lintra adquirió un cariz compasivo. Cogió de la mano a la princesa y la miró a los ojos.

—Alteza, vos habéis tenido una educación tanto mitsvalense como tasidariana, al menos en lo referente a principios morales y éticos. Yo misma me ocupé de que así fuera… Pero esas ideas sobre lo que es justo, lo que está bien y lo que está mal, lo que es legítimo y lo que no, son preceptos que se descubren, se trabajan y se definen. Hace diez siglos, en Tásidar no los teníamos, como tampoco los tenéis aquí en el presente.

Rin suspiró y sus ojos violetas relucieron. Las colonias que su reino tenía en los territorios de ultramar… Era consciente de su importancia, de lo mucho que les beneficiaban tanto a ellos como a los habitantes que, con dichas conquistas, se reincorporaran a su reino. Pero le preocupaba aquello de lo que no estaba al tanto. Cosas que se hacían mal en nombre de la corona. Su corona.

—Nada de eso existió para mi padre, pero sí para mí. Creo que en eso somos distintos. Aunque no lo considero un mal rey. Lo que está haciendo en nuestras colonias… Bueno, no lo considero malo. Pero quizá pueda hacerse mejor.

—Mitsval entero podría ser una colonia de Tásidar si quisiéramos, pero no lo es.

—Lo sé.

—No lo es porque la mentalidad del ser humano va cambiando. Aprendemos, evolucionamos… En Tásidar la gente de a pie no vería bien que entrásemos aquí a bocajarro.

—En cambio, en Mitsval no logramos entender por qué no lo habéis hecho todavía.

—Porque vosotros sí lo habríais hecho.

—Exacto. Aquí quien tiene la fuerza tiene el poder. A quien sea capaz de someter a otros se le presupone el derecho a hacerlo. El derecho, Lintra. Un derecho.

Su preceptora suspiró con tristeza.

—Muy pocos de vuestros súbditos conocen esa palabra. Lo sabéis, ¿verdad?

—Lo sé. Lo que no sé es cómo sentirme al respecto. Por un lado, me indigna porque percibo cierta injusticia…, pero por otro comprendo las circunstancias y preveo los riesgos implícitos en cambiarlas a la fuerza. No sé si me explico.

Lintra sonrió con ternura. Acudió a su mente una ocurrencia que no era nueva y tampoco inesperada. Se había ido dando cuenta en los últimos meses: la princesa tenía una crisis de identidad con una gravedad añadida a la que como adolescente le correspondía. Era una joven inteligente que gozaba del estudio y la lectura… Y aquella era su tortura. Su cerebro nunca descansaba. Los valores de su tierra, de su gente, de su mundo chocaban brutalmente con los de ese otro planeta del que tanto había oído hablar y con cuyos principios parecía comulgar en ciertas ocasiones.

—Sois sabia, Rin. Mucho más que cualquier joven de vuestra edad que haya conocido. Es cierto que como hija de un rey habéis gozado de una formación excepcional, pero habéis sabido sacarle todo el provecho, y eso no siempre es fácil. Que os lo diga vuestra hermana, que tanto se queja de sus lecciones.

Miraron a la pequeña Mei, que llevaba un rato callada. Se había quedado dormida. Rin no pudo reprimir una sonrisa.

—Pobre —musitó con cariño—. La hemos aburrido.

—Os ahorráis tener que explicarle que nuestros líderes mundiales se encuentran ahora reunidos en Tásidar para iniciar una cumbre que decidirá si se permite la libre circulación entre los dos planetas o no.

—Bueno, eso tampoco es tan difícil de explicar.

—Os preguntaría quién estará a favor, quién en contra y por qué. Y ese, alteza, es el asunto más complejo de nuestra era.

La princesa dirigió la vista hacia el mar al tiempo que el viento traía consigo el perfume de las olas. Su pelo castaño y largo se agitó; cerró los ojos, preguntándose hacia dónde caminarían ella y su pueblo. La decisión se tomaría de manera conjunta. Los líderes más importantes de Mitsval debían ponerse de acuerdo y, si no lo hacían, ganaría la opción con más apoyos, fuera cual fuera.

Permitir que los caminantes del cielo se pasearan a sus anchas por su bello mundo y compartieran con ellos su sabiduría o cerrarles las puertas para protegerse de los peligros que pudieran traer consigo.

La elección de algunos reinos ya era evidente antes de que se pronunciaran, como era el caso de Klumá, que no quería saber nada de civilizaciones ajenas. Su líder ni siquiera había ido a Tásidar para tener una visión amplia de la realidad, a diferencia del resto. En cualquier caso, nada estaba claro; los dos reinos más influyentes del mundo, Harak y Limdal, seguían indecisos (aunque, según decían, el primero empezaba a decantarse) y resultaba evidente que otras naciones más modestas estaban esperando la decisión de esos dos gigantes para dar a conocer sus propias inclinaciones.

CAPÍTULO 3

Ylion

En la sala de control general todos trabajaban sin descanso y con una eficiencia que solo se alcanzaba tras años y años de adiestramiento. El despacho de la mayor Valentia Kestri tenía un cristal que daba al centro, de modo que desde allí podía ver cómo cincuenta agentes a su servicio procesaban la información a través de ordenadores, distribuían instrucciones y comprobaban gráficos. Como siempre hacía antes de salir, se aseguró de que su uniforme estuviera perfecto. Le pareció que la charretera izquierda estaba torcida y la reajustó.

En cuanto cruzó la puerta, vio que su segundo al mando esperaba con una tableta holográfica entre las manos.

—Informe —ordenó.

—El sargento Kentaurus ya está aquí, junto al total de su pelotón.

—¿El total?

—Así es. Cero bajas.

Empezaron a caminar.

—No daba esa sensación la última vez que hablamos con ellos.

—Perdimos el contacto porque el enemigo neutralizó todos sus comunicadores de forma permanente, incluido el de su nave.

—¿Y no se les ocurrió restablecer el contacto desde un dispositivo externo?

—Eso va en contra del protocolo de seguridad, mayor.

—¿Y desde cuándo el sargento Kentaurus se ciñe al protocolo?

Su suboficial se encogió de hombros.

«Ah, sí, desde que hacerlo se traduce en llenarme de preocupación», pensó, pero no lo dijo. A aquel muchacho le gustaba demasiado ponerle a prueba. Nunca tenía problemas a la hora de contravenir las reglas, a no ser que hacerlo fuera lo que ella esperaba que hiciera. Apretó los puños. Tenía que ser profesional. A sus cincuenta años no podía permitirse darle tanto peso a las emociones.

Valentia echó un vistazo por la cristalera alargada que había a su derecha. Como siempre, la recibió la negrura tachonada de estrellas y el contorno de un planeta verdoso, allá, a lo lejos. Pero no era eso lo que quería ver. Posó las pupilas en la hilera de hangares laterales que sobresalían de Ylion.

Se metieron en un ascensor.

—¿Han recuperado todo el politrixeno robado?

—No, un setenta y nueve por ciento.

—Bueno, no está mal. ¿Qué se sabe del resto?

—Nada. Probablemente lo consumieron.

—Aun así, peinad la zona de la redada por si acaso escondieron esa cantidad en alguna parte.

—El sargento ya dio esa orden antes de partir.

—¿Y?

—Nada.

Valentia hizo una mueca. Sus compañeros lo harían, pero ella no podía considerar aquella misión como un éxito. Podría sentirse cómoda con aquel término si hubieran evitado el robo en primer lugar, ya que ese era su deber.

La compuerta se abrió y se adentraron en un vestíbulo, donde el pelotón B-17 aguardaba con todos sus miembros firmes y su sargento a la vanguardia. Vestían la armadura ligera: un traje azul de pieza única con casco retráctil incorporado y luces blancas en brazos, piernas y costado. Eran ocho, contando a Lux Kentaurus, el oficial al mando.

Valentia se detuvo ante él e hizo el saludo militar.

—Sargento Kentaurus —saludó.

—Mayor.

Aquel joven de veintitrés años era astuto, eficiente, reservado y algo menos disciplinado de lo que su actitud seria sugería. Aunque últimamente la mayor ya no era capaz de discernir qué rasgos de aquellos formaban parte de la auténtica personalidad de Lux y cuáles eran una máscara, un disfraz que adoptaba en el trabajo.

—Me alegro de que no haya habido bajas, pese a los indicios de peligro.

—Cuento con un buen equipo.

Valentia asintió y miró al resto. Veinteañeros con ganas de comerse el mundo, lo que les podía llevar tanto a la insurrección como a aceptar sin vacilar las misiones más irrelevantes, aunque a su vez peligrosas, en las que agentes de más edad y rango superior preferían no involucrarse.

—Descansen —dijo, y automáticamente los ocho guardias adoptaron una pose relajada—. Tienen seis rotaciones de permiso. Aprovéchenlas. Si alguien necesita una autorización para abandonar la estación, que vaya ya mismo al departamento de expediciones.

Los guardias nebulares asintieron enérgicamente y abandonaron la estancia. Lux Kentaurus seguía allí.

—Acompáñeme, sargento.

Recorrieron la estación hasta el despacho de la mayor Kestri y por el camino algunas personas se detuvieron para felicitar a Lux por su misión. Él les respondía con una sonrisa tenue y un escueto «gracias», y mientras tanto Valentia no podía evitar fijarse en él, en sus ojos marrones, en aquel cabello oscuro peinado hacia atrás que tanto le recordaba a su padre, un guardia nebular al que todos echaban de menos, aunque nadie más que ella.

Una vez en el despacho, la puerta se cerró automáticamente, pero eso no era suficiente. Valentia pulsó un botón junto a la entrada y la ventana que daba al interior de la sala de control se volvió traslúcida. Lux se dejó caer en el sillón frente a la mesa.

—Esta mañana ha llamado Doyle Livadir. No mis superiores inmediatos, sino Livadir en persona. Quería hablar conmigo.

Eso aumentó el interés de Lux. Aquel no era cualquier hombre: se trataba del director de la Asociación Mundial de Recursos Aeroespaciales, la AMRA. Era la organización que había posibilitado los viajes al espacio, y no solo para sus propios efectivos, sino también para civiles. Y además habían liderado la construcción de cuatro de las cinco estaciones espaciales que Tásidar había puesto en órbita y colaborado bastante en la realización de la quinta. La propia Guardia Nebular era una iniciativa de la AMRA, apoyada por varios gobiernos y al servicio de los mismos. Ylion era la estación espacial de este cuerpo de seguridad. Allí solo residían agentes de la AMRA, guardias nebulares y sus familias, confinadas en el sector residencial. Valentia Kestri no era la gobernadora de Ylion, pero sí era la oficial al mando de la Guardia Nebular. Tenía autoridad sobre el armamento, las naves y, en definitiva, todos los recursos de los que el cuerpo disponía, incluidas aquellas impresionantes instalaciones, que eran el epicentro de toda su actividad. Incluso la academia y los complejos de entrenamiento estaban allí. Un coronel y un teniente coronel eran los intermediarios habituales entre la mayor Kestri y el director de la AMRA. ¿Por qué esta vez había sido distinto?

—¿Qué quería?

—Que frustremos más operaciones de contrabando entre Tásidar y Mitsval. Siempre les ha preocupado, pero al parecer la situación se está volviendo crítica y nuestras estadísticas son lamentables.

—¿Crítica en qué sentido?

Valentia se pasó una mano por su pelo corto. Se había rapado la nuca recientemente y le relajaba sentir el tacto punzante del cabello.

—Un informe de los servicios de inteligencia de la CND asegura que la fractura social en Mitsval es cada día mayor. Unos quieren abrirse a Tásidar, mientras que otros creen que somos el apocalipsis encarnado. Se sabe que lo que aviva esa discordia son los productos tasidarianos que la gente corriente obtiene gracias al contrabando.

—La gente corriente y no tan corriente —corrigió Lux—. Los nobles de Mitsval son los mejores clientes de los contrabandistas.

—Sí, pero la mayoría de nobles se opone al acercamiento entre ambos mundos.

—Pues claro que lo hacen. Gracias a su fortuna, tienen acceso a tecnología tasidariana que les facilita la vida, pero dejarnos entrar de lleno en su sociedad supondría arriesgar sus privilegios. Detestan nuestras ideas. Les hablas de democracia o igualdad ante la ley y les da un ictus.

—Soy consciente de los factores a tener en cuenta en todo esto, sargento Kentaurus.

—Creía que habíamos dejado atrás las formalidades. Para eso has vuelto traslúcido el cristal de la ventana, ¿no?

—Está bien, no quería llegar a esto tan pronto…, pero, si insistes, lo haré. Quiero que vengas a cenar a casa esta noche. Nos tienes abandonados a tu hermano y a mí.

—A mi hermano no, estuve con él hace unos días en los recreativos.

—Bueno, pues a mí. Casi parece que no tengas madre.

Lux se puso de pie y la miró con una ceja alzada.

—¿De verdad estás intentando hacer que me sienta culpable?

La mayor lo miró a los ojos sin pestañear. Era más alto que ella, pero nunca habría podido intimidarle.

—Lux, lo de tu padre fue hace ya tres años. Los dos sufrimos su pérdida aquel día, no solo tú. Tendríamos que habernos apoyado el uno en el otro y, sin embargo, me diste la espalda.

—Porque tú fuiste la responsable. Bastaba con que dieras una orden para detenerle. Pero no te fiaste de mí.

—No me fie de tus fuentes —corrigió—. Y sabes perfectamente que lo consulté con él y decidió continuar.

—Los dos os equivocasteis.

Valentia tragó saliva.

—Y no pasa un solo día sin que me arrepienta. —Silencio—. Sigues siendo mi hijo, Lux. Me sigue interesando lo que pasa en tu vida. Sigo queriendo formar parte de ella, pero pasas los días en ese apartamentucho que compartes con otros oficiales de bajo rango y nunca vienes a verme. Y hablando de rangos, vas a tener que buscarte uno de tenientes porque te voy a ascender.

Lux alzó las cejas.

—¿Ascenderme?

No esperaba oír esas palabras hasta pasado mucho tiempo. No después del desastre de la Operación Púlsar, la primera misión importante que le asignaron. Aunque, bien pensado, ya habían pasado veintiséis meses tasidarianos desde aquello.

—Por eso estamos teniendo esta charla —explicó Valentia—. Quiero que a partir de ahora te emplees a fondo en las misiones anticontrabando, y para eso necesitarás más efectivos y más autoridad.

—Entiendo. Gracias, mayor Kestri.

—Agradécemelo viniendo a cenar.

Lux tensó la mandíbula y asintió. Los guardias nebulares eran susceptibles de caer en servicio, y su padre no había sido una excepción. Eso no hacía que su muerte resultara menos dolorosa. Le quemaba. No solo por los vínculos familiares y afectivos que les unían, sino porque era muy consciente de que podría haberlo evitado y no lo consiguió. Y aunque sentía rabia al recordar que su madre no le había ayudado en aquella tarea, no podía odiarla ni despreciarla. Era su madre. Y si le pedía que fuera a cenar a la casa donde le había criado, iría. Le gustaría poder ser más amable con ella, más cercano, dejar atrás esa muralla de hielo que se erigía cuando la tenía cerca. Pero la mera idea le hacía sentir más débil que nunca y todavía no sabía cómo lidiar con esa clase de vulnerabilidad.

Tal vez, en el fondo, no fuera un castigo que le estuviera infligiendo a ella más que a sí mismo.

CAPÍTULO 4

El espacio

Niki se animó a abrir los ojos muchos minutos después de haber despertado y lo primero que vio fue un mapa estelar que tenía pegado al techo. Pegado, pues no era ninguna proyección, sino un papel. Probablemente fuera el objeto más inútil y antiguo que tenía, pero no deseaba desprenderse de él. Aquello era todo cuanto se llevó consigo al huir de su hogar en Tar Nalux. Aunque llamarlo hogar era exagerar. Conservaba aquel póster porque era eso lo que la había incitado a soñar con lo que había más allá de los muros entre los que creció. Y con esa ilusión llegó el coraje necesario para hacerlo realidad. Tardó unos años, pero llegó. Aquel hilo de pensamientos desencadenó en dos nombres: Angelina Sulvara y Weid Derios.

Colaborando. Juntos.

Era imposible sentirse tranquila ante aquella perspectiva. Se incorporó y hundió la cabeza entre las manos, sintiéndose tremendamente cansada a pesar de lo mucho que había dormido…

—Vaya, vaya, vaya —dijo una voz desde el umbral de la puerta, que se había abierto un segundo antes. Niki soltó un quejido; sabía qué pretendía Kayl. Su pelo rojizo, su piel de mármol y esa cara de fingida ofensa. Inconfundible—. Oye, sabes que no tengo problema en quedarme en la nave mientras tú te vas por ahí y que, si me pides que me quede fuera de juego un rato y corte la comunicación contigo mientras a ti te van a soltar la revelación del siglo, yo la corto, pero no pienses que lo hago porque sea una persona íntegra y decente, lo hago porque doy por hecho que en cuanto regreses me pondrás al día de todos los detalles. En cambio, me encuentro con que ni me miras a la cara, y no solo eso, sino que te metes en tu habitación y te pones a dormir prácticamente un día entero. Veintidós horas en las que casi me mata la curiosidad. ¿Quieres decirme qué demonios te contó el payaso ese de Miraf?

Niki hizo una mueca de dolor. Tanta palabrería le martilleaba el cerebro.

—¿Cómo es posible que hables tanto y tan seguido?

—¿Cómo es posible que tú ayer no hablaras nada?

—Estaba cansada y tenía mucho sueño acumulado. ¿Has esperado detrás de la puerta a que me despertara o qué?

—No, Deneb me ha avisado.

—Traidora —masculló ella.

Cuando la capitana está descansando, mi deber es cumplir las órdenes del copiloto, jefa Rendix.

—Y ahora me llama jefa, la muy cachonda.

La inteligencia artificial de la nave no solo tenía nombre y voz propios: contaba con una personalidad basada en un modelo de carácter que su software diseñaba y alteraba a medida que pasaban los años, como si realmente las experiencias vividas y los ratos compartidos con sus dueños influyeran en su desarrollo. El Destello Rojo era un vehículo impresionante por el que Niki sentía un gran apego, pero a veces la mente que lo ocupaba, aunque fuera artificial, no le inspiraba el mismo afecto.

—No me cambies de tema. Dime qué pasó. —Kayl, ahora en cuclillas frente a ella, había adoptado una actitud más seria, consciente de que, si su compañera no había querido hablar de ello, tenía que ser algo grave.

Niki estaba sentada en el borde de la cama, con unos pantalones cortos y una camisa de tirantes blanca. Su aspecto dejaba mucho que desear, pero Kayl era como un hermano y en esas circunstancias jamás se sentía incómoda. Se puso en pie.

—Ve al puente y deja que me vista. Yo iré luego, que tenemos trabajo.

—Niki…

—Ahora, Kayl. —Él no se movió. Ella puso los ojos en blanco—. En el puente hablaremos. Venga, vete.

Ante aquella garantía, Kayl se levantó y la dejó sola en su cuarto. Niki se puso unos pantalones largos que se ajustaban en la cintura, un jersey blanco de cuello alto sin mangas y unas botas moradas con cordones automáticos de color azul eléctrico. Pulsó un botón junto a la cama y un espejo digital se proyectó en la pared. Tenía las trenzas algo deshechas y sus ojos aguamarina habrían presentado un aspecto menos cansado de no ser por los cercos oscuros que los rodeaban.

—Qué desastre —susurró para sí.

Puedo recomendarte algunos productos de belleza que, según los foros más fiables, funcionan muy bien. Hay una gama para tonos de piel oscura que…

—Deneb —cortó Niki—. No necesito una asesora de imagen, necesito una computadora central que se encargue de estudiar cada mísero rincón de esta nave por si algo falla.

Ya he hecho un examen de mantenimiento completo.

—Entonces ponme al día. ¿Tiempo para alcanzar destino?

Dos horas y trece minutos.

Niki asintió. Aún tenía tiempo de recuperarse antes de seguir con su vida. No podía ocultarle sus preocupaciones a Kayl, no sería ni justo ni inteligente. La charla que iban a tener en el puente acabaría siendo una confrontación, ella lo sabía, pero debía sufrirlo para poder pasar página. Lo que había descubierto en aquel club maloliente de Tar Nalux no era algo que fuera a olvidar, pero no podía dejar que le afectara. En unas sesenta horas debía realizar una entrega muy importante en Mitsval, un encargo anual que suponía el pico de ingresos más elevado del año. Tenía que estar centrada. Luego podría irse de vacaciones a alguna isla privada de Tásidar y dejar que el agua, la arena y los masajes del personal del hotel le ayudaran a asimilar la noticia.

Cuando llegó al puente, se sintió sobrecogida. Incluso después de tanto tiempo, todavía le pasaba. Aquel era su sitio. En él era poderosa, casi invencible. Cuando se sentaba en la cabina superior para iniciar el pilotaje manual, tenía la sensación de estar en el único lugar del mundo donde su presencia era legítima. Aparte de eso, también le parecía bello: el suelo oscuro, tan liso y reluciente como el mar de un mundo sin lunas, las pantallas de cristal líquido, las proyecciones azuladas con los datos de navegación, el visor panorámico de metacrilato que les permitía ver la infinidad de la galaxia. En el centro de aquel paisaje se distinguía una masa esférica que se asemejaba a una perla sucia, metálica: Tásidar. Delante de ella, Axia Prime, la estación espacial a la que se dirigían.

Kayl manejaba una proyección táctil para disponer distintas rutas y rumbos en función de los controles que la Guardia Nebular había realizado en los últimos dos ciclos. Niki se situó a su izquierda. Él alzó la vista y frunció el ceño.

—Con lo bonitos que tienes los ojos y ya te has vuelto a poner las lentillas marrones. Te juro que no lo entenderé nunca.

Era un comentario casual para romper la tensión que la joven traía consigo, por lo que podría ignorarlo sin mayor repercusión, pero no lo hizo.

—Los ojos marrones también son bonitos —rebatió ella—. Además, sabes la razón.

—Nunca me la has dicho.

—Pero la intuyes.

—Eso es otra cosa. ¿Sabes?, al principio pensaba que era porque en Mitsval es útil, pero luego vi que no, que se trataba de algo más.

Esta vez, Niki no respondió. Tenían que hablar de algo más importante. Con la vista al frente y las manos a la espalda, dijo:

—Weid está con Angelina.

No pudo evitar mirar de reojo a su compañero para leer su reacción. Kayl alzó las cejas y, por un momento, Niki creyó que se le iban a salir de la frente.

—¿Estar de…?

—No, no; por todas las estrellas, no. Estar de que colaboran juntos en un proyecto para construir una versión mejorada de los motores antimateria que ya usamos. Al parecer fue idea de él.

—No me sorprende. Tiene una mente brillante, era cuestión de tiempo que diese con algo que pudiera interesar a Angelina Sulvara. Y ella también es lista; si le ha dado su confianza, será porque de verdad cree que puede salir bien.

—Ya, claro, seguro que es por eso. Estaríamos ante la casualidad más monumental de la historia.

—Las casualidades monumentales existen. En serio, no creo que haya nada más, Niki…

—Pues claro que hay más. ¿De verdad eres tan ingenuo como para pensar que a estas alturas todavía no han hablado de mí?

—Yo no soy un ingenuo, tú eres la paranoica —se defendió él mientras seguía con su tarea de programación—. Angelina no debía de saber ni quién era Weid hasta que se presentó en la puerta de su despacho, y Weid desconoce la relación que te une… o te unió con Angelina. Porque no le dijiste nada, ¿verdad?

Niki desvió la mirada.

—Se lo dije todo.

—¡Niki!

—¿Qué? Era mi novio, joder, claro que le conté mi vida. Se la conté entera.

—Mira que te dije que fueras precavida con eso.

—Estaba enamorada y…, no sé…, fui tonta.

Kayl torció los labios, consciente de que ella tenía una tendencia muy poco sana a mortificarse en silencio.

—Bueno, tampoco te tortures más de la cuenta. El primer amor es una mierda, nos vuelve a todos imbéciles.

Niki no supo reaccionar al percibir pesar en el tono de su amigo. No era un comentario casual, él también tenía su propia historia y, de hecho, aún no se había librado del embrujo de ese primer amor. Para él, el primero también había sido el único y todavía lo era aunque nunca hablara de ello. Cuando Niki perdió a Weid porque, según sus palabras, ya no sentía lo mismo, quiso hablar con Kayl e intentar servirse de la comprensión mutua. Pero él nunca desactivó esa coraza con la que siempre cargaba. No obstante, la losa emocional que parecía llevar consigo a todas partes no le impedía disfrutar de los placeres y la compañía con la que siempre contaba en los distritos nocturnos y festivos de Axia Prime. Pasaba noches enteras en paradero desconocido, seguramente en casa de su última conquista.

Capitana. —La voz de la nave les sorprendió a ambos.

—Ahora no, Deneb.

Capitana —insistió—. Ha ocurrido algo que creo que tenéis que ver.

A continuación, la nave proyecto unas imágenes en mitad del puente. Niki y Kayl las observaron entre perplejos y confusos. Reconocían Sunna, la capital de Rósvandar y, tácitamente, de todo Tásidar. La metrópoli donde estaba teniendo lugar el desfile en honor a los dignatarios de Mitsval, el planeta vecino. Pero lo que estaban viendo no se correspondía con la idea que ambos tenían de un desfile. Gente gritando, ciudadanos heridos, el servicio de bomberos apagando incendios, la policía corriendo de un lado a otro sin dar abasto. Deneb estaba reproduciendo lo que Espejismo TV emitía en esos momentos. Un hombre trajeado, con la mandíbula cuadrada y el pelo engominado, apareció frente a ellos para informar de lo ocurrido.

Las explosiones se han sucedido desde entonces y fuentes oficiales del Estado confirman que se trata de un atentado. El número de víctimas mortales asciende a doscientas veintisiete a las nueve menos cuarto de la noche, hora local. En estos momentos todavía es pronto para dar esa cifra como definitiva, pero nuestra compañera nos mantendrá al tanto desde el lugar de los hechos. Aunque de momento nadie ha reclamado la autoría, debido a las circunstancias históricas que han enmarcado el incidente hay quienes aseguran que esta masacre tiene como fin mostrar la disconformidad de quienes no apoyan un posible acercamiento diplomático entre Tásidar y Mitsval…

—Deneb —llamó Niki, y sintió que era otro quien hablaba.

¿Capitana?

—Quiero que antes de llegar a Axia Prime introduzcas en todos los ordenadores un documento que contenga información relevante acerca de los protocolos de emergencia y seguridad que se están aplicando allí. Necesito saber cuáles nos podrían afectar y estudiarlos antes de llegar.

—Estoy alucinando… —murmuró Kayl, claramente conmocionado.

—Pues no es buen momento para alucinar, tenemos que prepararnos —dijo Niki justo antes de sentarse frente a uno de los grandes ordenadores y ponerse a pulsar botones.

—¿A qué te refieres?

—Mientras nadie reclame la autoría del atentado, los primeros sospechosos somos nosotros.

—¿Nosotros quiénes? ¿Te refieres a los contrabandistas?

—Obviamente.

—Pero ya lo has oído, en la tele han dicho que sospechan de grupos reaccionarios en contra de las relaciones abiertas entre ambos planetas.

—Sí, Kayl, eso es lo que van a decir los políticos y lo que la prensa repetirá como un loro, y por supuesto es lo que la opinión pública se tragará, pero la policía, la Guardia Nebular y todos los cuerpos que de verdad tienen que afrontar este follón van a pensar en los contrabandistas porque nadie tiene más motivos que nosotros para querer frustrar las negociaciones.

Kayl quiso replicar, pero fue incapaz de pronunciar palabra. La evidencia de lo que estaba diciendo Niki cayó sobre él como una jarra de agua fría. Si las negociaciones entre Tásidar y Mitsval triunfaban y el planeta vecino decidía abrirse al suyo, el contrabando dejaría de tener sentido porque no tardarían en regular el comercio. La mayoría de contrabandistas no trabajaban con materiales peligrosos o controvertidos, como drogas y armas, sino que les llevaban cosas tan inofensivas como cepillos de dientes, linternas, champú, ropa, bolígrafos, mecheros y medicamentos simples. La gente de a pie se mataba por conseguir esa clase de productos. Luego había clientes más sofisticados con exigencias delicadas, como productos químicos, material de laboratorio, armas, sustancias psicotrópicas… De esos se ocupaban organizaciones como Supernova, claro. La especialidad de Niki y Kayl eran las lentillas graduadas, entre otras cosas, aunque no siempre se dedicaron a esa clase de bienes.

—Voy a repasar las falsificaciones —resolvió Kayl tras meditarlo unos instantes—. Será lo primero que nos pidan en la aduana… Y se supone que somos una pequeña empresa familiar de mensajería; igual deberíamos ir pensando en casarnos para que al menos lo de familiar sea verdad.

—Ni lo sueñes, chaval. Empezamos casándonos para reforzar la tapadera y acabamos teniendo hijos.

—Pues nada, has perdido tu oportunidad. —Kayl enmudeció. Había una pregunta que le quemaba en la punta de la lengua—. ¿Niki?

—Dime.

—¿Y si tienen razón?

—¿Quiénes?

—El servicio secreto, la Guardia Nebular… ¿Y si lo que ha pasado es por el contrabando? ¿Tan raro te parecería que el gremio de contrabandistas de Tar Nalux estuviera detrás?

Niki lo pensó. Por su propio bien, su subconsciente había estado bloqueando esa ocurrencia, pero Kayl acababa de darle alas. Que Supernova formara parte de ese gremio era todo cuanto necesitaba saber.

—No —respondió finalmente—. No me parecería raro.

CAPÍTULO 5

Ylion

El mirador de la estación espacial era una de las zonas de recreo preferidas de Lux. No era un área restringida, por lo que guardias nebulares y civiles coincidían con frecuencia. Muchos de estos últimos eran miembros del personal de mantenimiento de la estación, cuyas familias vivían en el sector residencial. Aunque gozaba de unas extraordinarias instalaciones, no era un destino soñado ni mucho menos. Al fin y al cabo, Ylion era una estación relativamente pequeña y su carácter militar implicaba cierto grado de aislamiento. Puestos a abandonar Tásidar, Axia Prime era la estación predilecta. Nactarion 1 y Nactarion 2 tampoco estaban mal, aunque no presentaban una realidad tan idílica como la primera, en especial Nactarion 2, que era la más pequeña y se había creado con el fin de que orbitara alrededor de Mitsval y de que tanto la AMRA como otras instituciones científicas tuvieran un buen porcentaje de sus instalaciones y recursos allí. Y luego estaba esa cloaca infecta de Tar Nalux… En ese caso, la cosa cambiaba. Vivir en Ylion era indiscutiblemente mejor que vivir allí.

Frente al cristal blindado pero muy nítido, Lux observó. La sensación de vértigo no desaparecía por mucho que pasaran los años. La inmensidad del espacio siempre era sobrecogedora. A su izquierda, hermoso, imponente, se hallaba Mitsval, un mundo sano, verde y azul. Muy distinto del planeta con el que compartía órbita con una diferencia de sesenta grados respecto al sol. Distinto pero no tanto como para que las sociedades que en él se desarrollaban fueran incompatibles con las otras, las suyas. Su cara oculta resultaba metafórica, pues aunque todos los tasidarianos tenían información sobre él, había muchas cosas que desconocían.