Reflejos de Shalott - Gema Bonnín - E-Book

Reflejos de Shalott E-Book

Gema Bonnín

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Beschreibung

Cerca de Camelot y sus campos de cebada se halla una solitaria isla bordeada de lirios. Allí, aislada en una torre, vive la dama de Shalott. La joven sabe que sobre ella pesa una maldición y sucederá algo horrible si alguna vez se asoma al exterior. Así, pasa las horas tejiendo día y noche, contemplando el mundo a través de un espejo por cuyas mágicas visiones conoce a la corte del rey Arturo. Pero un día, el caballero Lanzarote se acerca a lomos de su corcel y, por primera vez, la dama de Shalott siente la tentación de mirar más allá del espejo... Reflejos de Shalott reinterpreta uno de los mitos artúricos más célebres e inmortalizado por Alfred Tennyson en su poema «La dama de Shalott», incluido en la edición.

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De la novela: © Gema Bonnín, 2022

De la traducción del poema «La dama de Shalott», de Alfred Tennyson:

©Luis Alberto de Cuenca y Prado, 2021

© Reino de Cordelia, S.L.

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: diciembre de 2023

ISBN: 978-84-19680-48-8

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para Aless; así como Elaine miró a Lanzarote, yo te miré a ti.

Aún se complace en su telar, tejiendo las mágicas visiones del espejo.

Veía con frecuencia, en las noches silentes, cortejos funerarios, con penachos y luces y música, ir a Camelot; o pasar, con la luna en lo alto del cielo, a parejas de amantes recién casados.

«Enferma estoy de tantas sombras», dijo la dama de Shalott.

ALFRED TENNYSON:

La dama de Shalott

REFLEJOS DE SHALOTT

Prólogo

La maldición

Le hablaron las sombras.

La envolvieron en su abrazo y la muchacha ni siquiera pudo discernir las esquinas de la estancia cuando oyó la voz.

«De la visión exterior quedáis privada y Camelot se os es arrebatada —le dijo un susurro en el que se percibía el eco de un millar de voces inidentificables—. Si vuestros ojos se encuentran con los colores vivos de la realidad del reino, si tenéis la osadía de mirar de frente, os marchitaréis como una flor bajo un sol ardiente. Recluíos allí donde podáis proteger vuestras pupilas del paisaje vivaz que más allá se extienda si no queréis que el latido de vuestro corazón se detenga».

La joven Elaine, que hacía apenas un verano que había dejado atrás la infancia, se volvió en busca del dueño de aquella voz extraña. Mas nada halló. Estaba sola.

Ni siquiera se atrevió a mirar por las ventanas cuando corrió por los pasillos del palacio de los Astolat, posesión de su familia desde hacía siglos, en busca de su padre, el duque.

Las mejillas húmedas de su hija alarmaron a sir Bernard, conocedor de la alegría inherente al carácter de su pequeña, herencia que su esposa Eisnere le había legado el día que la trajo al mundo y ella lo abandonó.

—¿Qué os ocurre?

Elaine relató entonces lo que había sucedido, cómo la luz a su alrededor se había disipado para dar paso a un susurro ineludible y firme cuyas palabras retumbaban aún en sus tímpanos. Reprodujo el mensaje a la perfección, y el duque supo que no podía ser una invención de la pequeña.

Hizo llamar a su sabio de confianza, hombre vetusto que sirvió a su padre antes que a él. Cuando este aún era un joven impetuoso e inexperto, el viejo Faledyr ya tenía canas. O eso decían. Vivió para ver la muerte de su antiguo señor y Bernard intuía que viviría para ver la suya.

Faledyr transcribió a un pergamino las advertencias del Susurro, al que pasó a referirse como si fuera un ente pensante con personalidad e identidad propias, y lo releyó varias veces antes de dar un veredicto.

—Todo apunta a que es una maldición —sentenció—. No es la primera vez que veo algo así, y tened por seguro que no hay nada exagerado en sus palabras.

—¿Qué significa? —quiso saber el duque, con su hija aferrada a su cintura.

—No es especialmente críptico —dijo Faledyr con un encogimiento de hombros—. La pequeña Elaine no puede contemplar el exterior sin poner en riesgo su vida.

—¿Y cuál es el remedio? ¿Cómo rompemos la maldición?

—Me temo que no hay remedio posible. Al desconocer el origen de la misma, la maldición es irrompible.

Bernard dio un golpe sobre la mesa, presa de la ira, y Elaine se sobresaltó y tragó saliva para contener el llanto.

—¡Exijo saber quién ha tenido las agallas de maldecir a mi hija y por qué!

—Habéis ido coleccionando múltiples enemigos a lo largo de los años, señor, sobre todo en vuestra juventud. No me aventuraría a dar un nombre y ni siquiera creo que el mejor de vuestros espías pudiera hacerlo. Aunque quizá eso sea conjeturar demasiado —reflexionó Faledyr mientras se atusaba la barba—. Quizá se trate de un hechicero ansioso por poner a prueba sus habilidades y haya escogido a vuestra hija como podría haber escogido a otra muchacha de alcurnia.

—¿Y por qué no una plebeya? Sería menos inoportuno.

—Precisamente. Es una cuestión de estilo.

Bernard puso a trabajar a toda una red de espías e informadores en busca de un rival capaz de recurrir a la magia para atestarle un golpe como aquel, pero hasta que dieran con el responsable, debía ocuparse de proteger a su hija.

La abuela materna de la criatura, que no tardó en enterarse del percance, ofreció una vieja torre abandonada, posesión de su familia, como hogar de retiro para Elaine. La habían erigido en una pequeña isla llamada Shalott, en medio del río que fluía hasta Camelot. Desde allí, tanto la capital del reino como sus alrededores eran visibles.

—Enviáis a vuestra nieta, que tiene prohibido deleitarse con las vistas del reino, al lugar desde el que mejor se ven —le recriminó Bernard.

—Es una crueldad ceder a ese castigo y privar a nuestra Elaine de las bellezas que exhiben los paisajes de Camelot —rebatió Margalda—. La maldición habla de mirar de frente, de que sus ojos y el mundo se encuentren sin velos. Nada de eso ocurrirá.

Así pues, adecentaron la torre y, en la estancia en la que ella pasaría más horas de su tiempo, en la que había un amplio ventanal, colocaron un biombo que lo cubriera, pero no lo suficiente como para evitar que el paisaje exterior se reflejara en la superficie pulida de un enorme espejo circular.

Elaine, tras un viaje desde el palacio de su familia hasta Shalott, trayecto en el cual tuvo que llevar los ojos vendados, contempló cómo la imagen de Camelot relucía sobre la plata con una nitidez pasmosa. Pronto se dio cuenta de que no era un espejo corriente.

—Así es —se adelantó su abuela, intuyendo la pregunta—. Este es un espejo muy singular, no hay otro igual, y en él presenciaréis la historia del reino. No olvidéis que Camelot es más que lo que guardan sus fronteras; son las gentes que lo pueblan y sus vivencias. Y no solo os mostrará con absoluta precisión lo que sucede en el lugar que refleja, sino que revelará también el reflejo de lo que fue.

Elaine frunció el ceño.

—¿Lo que fue?

Margalda se agachó para que su rostro quedara a la altura del de su nieta.

—Eso he dicho. Fue un regalo que me hizo un príncipe de Oriente hace muchos años, cuando era bella y deseable y hombres gentiles hacían cola para cortejarme. Me dijo que este espejo, a veces, también es capaz de mostrar el pasado de aquello que refleja en el presente. Muestra la apariencia y también muestra la historia, tanto del hoy como del ayer. Fijaos. —Se acercaron al espejo—. Fijaos —volvió a decir Margalda.

Elaine se sumergió en el reflejo de Camelot y, sin saber cómo, vio a su padre en la corte de Uther Pendragon, explicándole a su majestad en qué situación se hallaba su hija. Eso era lo que había dicho que haría, y por eso no estaba allí con ellas.

«Elaine de Astolat será a partir de hoy la moradora de Shalott», estaba diciendo.

Uther asentía sin demasiado interés. La terrible afección que sufría desde hacía algunas semanas enfriaba sus entusiasmos. Bernard iría a ver a Elaine una vez instalada, cuando hubiera finalizado su audiencia con el rey.

—Caray… —susurró Elaine.

—Así no os perderéis nada, mi pequeña. No quedaréis ciega a los trasiegos de la vida.

La joven percibió una nota de tristeza en la voz de su siempre entera abuela.

—¿Cómo sabré qué pertenece al hoy y qué al ayer?

Margalda esbozó una sonrisa.

—La ausencia de color simboliza lo que ya ha pasado.

Elaine asintió, aunque no estaba segura de haber comprendido. Observó el resto de la estancia: un escritorio, una rueca, una cama con dosel, ricos tapices. Su hogar a partir de entonces.

—Es muy bonito. Si voy a pasar mucho tiempo encerrada, me alegra que sea aquí.

Los ojos verdes de Margalda se volvieron plomizos.

—Prometedme que jamás, pase lo que pase, miraréis por la ventana.

Las pupilas de Elaine se perdieron en la superficie cristalina del espejo.

—Lo prometo.

Capítulo I

Shalott

Su abuela se había afanado en adornar su nuevo hogar para que fuera acogedor. En sus primeros días como moradora de la torre, Elaine descubrió que el patio interior le proporcionaba un consuelo inesperado. Su estructura circular, el sauce llorón que se erguía orgulloso al fondo, el rosal trepador que revestía parte del muro y envolvía la ventana que daba a la cocina, el banco de piedra arropado por el árbol…, todo parecía recibirla con los brazos abiertos.

La joven se descalzaba sobre la hierba fresca y se tumbaba para sumergir la vista en el cielo abierto, donde las golondrinas danzaban inquietas y diseminadas. La primera tarde, su padre se tumbó a su lado, incómodo por lo informal de la postura, y mientras ella discurría sobre lo mucho que iba a añorar el palacio que hasta entonces había sido su casa, Bernard de Astolat escuchaba en silencio. Cuando se incorporaron, Elaine creyó atisbar una perla de agua en su pómulo izquierdo. Ni siquiera pudo pensar en ello con la palabra correspondiente porque esta, simplemente, no casaba con su padre, que en mejores tiempos fue un fiero y noble caballero que había mirado a la muerte a los ojos sin pestañear y ahora era un respetado y reposado conde.

Pero aquel día, Elaine se dio cuenta de que, en realidad, solo era un hombre y como tal no todo lo podía, lo que significaba que quizá no lograra librarla de la maldición, algo que no había barajado con seriedad hasta entonces.

De no ser por los deberes para con el reino que su posición nobiliaria y su condición de viuda le imponían, su abuela se habría mudado con ella, y así se lo aseguró. En compensación, pasados unos días, Margalda le obsequió con un regalo que paliaría la soledad de su nieta.

Fue en el patio interior donde Elaine recibió el presente.

—Es un perro pastor de las tierras germanas —explicó Margalda, con el cachorro entre los brazos. Su pelaje negro y marrón cautivó a la joven, aunque no tanto como sus ojos profundos y brillantes—. Es hembra. Deberíais ponerle un nombre.

Elaine, con los labios entreabiertos por la emoción, cogió a la perrita entre los brazos y la acunó como si fuera un bebé. ¿Cómo llamarla? Lo único que había hecho en el poco tiempo que llevaba en Shalott había sido cantar y leer, y entre sus lecturas figuraban títulos que algunos considerarían paganos por versar sobre falsas y viejas divinidades fruto de la superstición y no de la verdad revelada, pero a Elaine le habían parecido de lo más interesantes. Eran textos que, pese a su mala fama, su abuela le había legado sin ningún reparo. «Esa maldición ya nos ha privado de mucho. No podemos permitirnos darle la espalda al conocimiento», declaró. A Elaine le gustaba que hablara de la maldición como si fuera algo que compartiesen, como si también ella padeciera y sufriera aquel infortunio. Le hacía sentir acompañada en su desdicha.

Así pues, miró a su nueva amiga.

—Freya —dijo.

Margalda esbozó una sonrisa divertida.

—Bonito. Deduzco, pues, que os gustó el ejemplar sobre mitología nórdica que os mostré el otro día.

—Sí, ya lo terminé. Algunos de sus mitos son muy inquietantes.

—No lo decís con disgusto —observó la anciana.

Elaine se encogió de hombros. Acariciaba las pequeñas orejas de Freya con aire distraído.

—Me gusta que las cosas ni siquiera sean idílicas en la ficción, donde podrían serlo.

Margalda distinguió entonces un rasgo de su nieta que hasta entonces le había pasado desapercibido. Siempre había sido despierta, curiosa e incluso astuta, pero eso era todo. Aquel día, comprendió que también era clarividente, porque la mujer vio las razones detrás de esa conclusión con incluso más claridad que la joven, y eran motivos que solo podían nacer de la lucidez de quien ve más allá de lo que el mundo está dispuesto a revelar.

—¿Por qué? —preguntó aun así.

Ella volvió a encogerse de hombros.

—No lo sé. Tiene más sentido, supongo.

Lo tenía, desde luego. Elaine sabía que toda ficción era obra del ser humano y que, como tal y al margen de la voluntad del autor, reflejaba la naturaleza de este. Si en la literatura, donde todo era posible, el hombre se empeñaba en explorar el dolor, la pena, la pérdida, el desespero y la mezquindad era porque estos aspectos eran tan inseparables de la experiencia humana como el amor, la alegría, el gozo o la bondad. Quizá no fuera consciente de ello, pero eso, en unas circunstancias en las que Elaine creía que el destino le había vetado de participación alguna en los vaivenes del mundo, era reconfortante, porque no se sentía sola.

—Es el poder de los libros, mi estimada nieta —le dijo Margalda mientras tomaba asiento sobre la piedra. Le acarició el cabello trigueño con afecto—. Nos brindan un enfrentamiento con nosotros mismos a través de la mente de otro. Y así es como nos damos cuenta de que nadie está tan lejos de los demás como pueda pensar, por muy desamparado que se sienta.

Elaine rio por lo bajo cuando Freya intentó morderle el dorso de la mano como parte del juego que habían iniciado. Aquel sonido encendió el corazón de la anciana, pero el desasosiego no tardó en recuperar su legítimo puesto en su pecho, y más ahora que había quedado clara la sagacidad de la pequeña. La inteligencia. La sensibilidad. Aquellas virtudes le harían encarar la vida que le esperaba con fuerza, ya que le proporcionarían el ánimo y el espíritu necesarios para aprovechar el tiempo pese a estar encerrada, para crear cosas hermosas, tal vez, pues Margalda sabía que cultivar aficiones sería clave para lidiar con el encierro. Sin embargo, a la larga, tales rasgos se volverían en su contra. Harían que el pesar fuera más sangrante y las carencias, más profundas.

La mujer abrazó a su nieta, que seguía prisionera del hechizo que la perrita ejercía sobre ella, y se preguntó, una vez más, por qué.

Por qué. Por qué a ella. Por qué a alguien. Aquella maldición era una expulsión de la vida, un destierro. El responsable de semejante condena pretendía cegar a Elaine, convertir en ajeno todo lo que debería haber sido familiar, pero el espejo sería el remedio. Sería su mirada, y así el mundo no quedaría reducido a las limitadas paredes de Shalott.

Capítulo II

Visión del espejo

La isla envuelta en brumas

La muerte del rey Uther había sido anunciada tiempo atrás, pero solo para quienes sabían ver y escuchar. Merlín era una de esas personas y, por lo tanto, sabía lo que tenía que hacer ahora que el venerado soberano estaba a las puertas del Más Allá. Era consciente de los tiempos oscuros que se avecinaban, pero, si el porvenir seguía sus designios, no durarían demasiado.

Llegó a Ávalon unos instantes antes del amanecer, cuando las luces de la aurora apenas eran una fina línea en el horizonte azul, pese a que sobre su cabeza todavía brillaban la luna y las estrellas. La niebla espesa que rodeaba la mística isla nunca se disipaba, pero Merlín, envuelto en su larga túnica del color de los bosques, no necesitaba claridad en su entorno, solo en su mente. Su larga vida le había permitido presenciar la clase de sucesos que marcaban la historia: civilizaciones que caían, otras que nacían. Reyes e imperios ahora olvidados. Pero aquel lugar seguía siendo lo único que jamás dejaba de sobrecogerle, por muchas veces que hubiera estado allí. La energía sobrenatural que irradiaba la isla era abrumadora y alimentaba la certeza, más que la sensación, de que era allí donde se decidía el destino de los hombres.

El bote avanzaba entre las aguas como movido por una fuerza invisible, pues el viejo mago no necesitaba remar. Sujetaba su báculo con firmeza y este emitía un débil resplandor que parecía estar directamente relacionado con la inexplicable fuerza motriz que le acercaba a la orilla.

Allí lo recibió una mujer de aspecto joven, pero cuya mirada encerraba un alma vieja. Su cabello largo emulaba el color de la noche y su piel era tan pálida que resultaba casi traslúcida. Un vestido blanco envolvía grácilmente su figura esbelta y dejaba sus tersos brazos al descubierto. La suya era una belleza capaz de enloquecer a cualquier mortal.

—Nimue —saludó Merlín—. No esperaba encontrarte aquí. Ha pasado mucho tiempo.

—Mucho —coincidió ella—. Pero ansiaba ver a mi viejo maestro y sabía que hoy vendrías.

Merlín esbozó una sonrisa casi imperceptible.

—Me conoces bien. ¿Cómo está tu pequeño?

—Ya no es tan pequeño, es casi de la misma edad que el tuyo. —Los ojos de Merlín relampaguearon. Tenía sentido que Nimue conociera la existencia del vástago de Uther, pero había tenido la esperanza de que le hubiera pasado desapercibida. Y sabía sin la menor duda que era a él a quien se refería, aunque no fuera hijo suyo ni ningún parentesco les uniera, del mismo modo en que él se había referido al pequeño de ella sin ser tampoco alguien de su sangre—. No pongas esa cara, Emrys —prosiguió la dama con una nota de diversión en su voz cristalina, y Merlín sintió una punzada de nostalgia al oír su viejo nombre. Muy pocos eran ya los que lo conocían y muchos menos los que lo usaban—. Por eso has venido, ¿no es así? Por algo relacionado con el futuro rey, en el que, a mi juicio, depositas excesivas esperanzas.

—Ese muchacho tiene todo lo que hace falta para ser el soberano más digno y honorable de nuestra historia. Y lo será, con la guía adecuada.

—El tiempo dirá, como siempre. —El rostro de Nimue se ensombreció—. Morgana está aquí.

Merlín hundió sus ojos acerados en las pupilas oscuras de ella.

—¿Desde cuándo?

—Desde anoche.

Suspiró pesadamente. Morgana era la hijastra de Uther, resultado del primer matrimonio de Igraine, la mujer del rey, y Gorlois, duque de Cornualles. Tanto ella como Gorlois fallecieron tiempo atrás y la joven había pasado los últimos años antes de casarse bajo la custodia de su padrastro. Su marido era un noble de bajo rango aunque con preciadas posesiones, lo que le convertía en un peón importante para la Corona. Merlín conocía bien a Morgana y fue testigo de cómo pasó de ser una niña inteligente, vivaz y risueña a una joven astuta, ambiciosa y, lo más peligroso de todo, poderosa. En su alma se distinguía la marca de lo sobrenatural, dones al alcance de algunos individuos que no podían considerarse estrictamente humanos. Cuando Merlín se dio cuenta de esta virtud en la joven Morgana, se ofreció a instruirla y ver, así, el alcance de sus habilidades. Y el alcance era grande, más de lo que se había atrevido a confesarle a la propia Morgana. Ella apenas tenía dieciséis años cuando la desposaron y se vio obligada a abandonar la corte. Fue repentino y en contra de su voluntad, pero acató las órdenes de su rey y padrastro y lo hizo. La última vez que Merlín la vio, la joven montaba a caballo en el patio del castillo para dirigirse a su nuevo hogar cuando le dirigió una mirada lacerante que el viejo mago no había olvidado.

—Ansía el trono —murmuró Merlín.

—¿Tan seguro estás?

—No es casualidad que esté aquí hoy.

—Hace años que nos visita —replicó Nimue.

—Creo conocerla e insisto en que no es casualidad que haya decidido visitar a las Nueve en estas horas tan aciagas.

—No —resonó una voz a sus espaldas—. No lo es. —Morgana se acercó a ellos. Lucía un pesado vestido negro y morado ribeteado en plata que apenas disimulaba su vientre abultado, en el que se gestaba la vida de su primogénito. Su ondulado cabello castaño destacaba a las luces del alba—. Sé que Uther agoniza y debemos anticiparnos al cambio —declaró. Se detuvo junto a ellos y sonrió al recién llegado—. Merlín —le saludó.

—Morgana —contestó él. Siete años habían transcurrido desde su último encuentro. Su semblante se había endurecido—. No puedo decir que me entusiasmen vuestras visitas a este lugar, pues lo que aquí mora va más allá de vuestra comprensión. No obstante, si las Nueve os han dejado pasar, no me corresponde a mí negaros ese derecho.

Pese a que entre las criaturas de su condición no existían las formalidades propias de la corte o del mundo de los hombres, él era incapaz de dirigirse a ella de otra manera que no fuera el modo al que se había ceñido mientras fue princesa y él, un consejero de su majestad. Y además no quería reconocerle el grado de ser mágico, digno de pisar Ávalon. No quería dirigirse a ella como si fuera una de los suyos.

—Así que no te entusiasman —dijo la joven, que sí se había desprendido de toda formalidad—. ¿Acaso desearías impedirme que busque instrucción aquí? ¿Precisamente tú, que eres quien me empujó a esto? No, no alces la ceja como si te desconcertara mi acusación. Tú persuadiste a Uther de que me ofreciera en matrimonio y así deshacerte de mí, porque no querías seguir aleccionándome en las artes mágicas. Supe que fue por ti, pero no supe por qué. Creía que era buena alumna y que apreciabas mis dones. Con el tiempo comprendí que sí, quizá los aprecies, pero también los temes, y por eso detuviste mi aprendizaje. ¿Me equivoco?

—Sois sagaz, Morgana —contestó Merlín sin que le temblara la voz, consciente de que la mentira no le ayudaría en aquella situación—, y no os equivocáis. Pero vuestra ambición crece cada día y sé que hoy ansiáis el trono que pronto quedará vacío. Y un día eso no os bastará.

—Será mi problema. Hoy por hoy, el asunto que me concierne es el trono, no solo porque lo desee, sino porque me pertenece por derecho, dado que Uther morirá sin descendencia.

Merlín no la sacó de su error y, por fortuna y pese a su carácter a veces malicioso, Nimue tampoco.

—En cualquier caso, aún no sois lo suficientemente poderosa como para haceros con Camelot, y mucho menos en cuanto muera el rey, pues pasará a ser ambicionado por muchos otros.

—Lo sé. Pero la impaciencia no es uno de mis defectos. Que los perros peleen por la carne mientras puedan —dijo ella, altiva—. Cuando yo me decida a tomarla, nadie me la arrebatará. —Entonces miró a Nimue—. Regreso a mis tierras, Dama del Lago. Espero que volvamos a vernos pronto.

—Presiento que así será.

Morgana le dirigió una última mirada a Merlín.

—Ni siquiera me interesa lo que hayas podido venir a hacer aquí. Nada de lo que se te ocurra, ninguna de tus estratagemas, evitará que consiga lo que quiero.

—Aunque no os lo parezca, Morgana, todavía no suponéis para mí una amenaza lo suficientemente considerable como para que me obliguéis a recurrir a este lugar sagrado.

Ella esbozó una media sonrisa y, por un momento, el mago vio en su rostro la sombra de la niña que fue.

—Pero lo harás.

Sin más, desapareció entre las brumas que rodeaban la isla.

Merlín se giró hacia Nimue.

—Tiene carácter —apuntó la Dama del Lago sin disimular su agrado—. Y mucho poder. Ella misma se está percatando de ello.

—No deberíais recibirla aquí de buen grado.

—No podemos cerrarle las puertas a una de las nuestras, Emrys. Para bien o para mal, pertenece a este lugar.

Merlín no contestó y empezó a caminar. Ni Nimue ni Morgana eran las personas que había ido a ver.

—¿A qué has venido? —le preguntó entonces Nimue.

—Mis asuntos ya no te conciernen, estimada amiga.

—¿Es aquí y es hoy donde comienza el mito de la espada? —preguntó ella.

Merlín se volvió para mirarla.

—Hace una eternidad que te hablé del poder que podía llegar a encerrar una espada debidamente forjada y empuñada por la persona correcta; una eternidad desde la primera vez que pensé en ponerlo en práctica algún día.

Ella se encogió de hombros.

—¿Y qué es una eternidad mortal para nosotros? Tan solo media vida. —Se acercó a él y le acarició la barba. Su rostro sin mácula se perdió en una reminiscencia del ayer—. A nadie le has vuelto a hablar de ello como me hablaste a mí, por eso lo he sabido sin necesidad de que me lo dijeras. Pese al transcurso de los años, recuerdo con claridad los días en que éramos inseparables.

—Entonces también recuerdas por qué terminaron —replicó él al tiempo que retiraba por la muñeca la mano de ella.

Nimue le dedicó una enigmática sonrisa.

—Esperabas demasiado de mi corazón, como esperas demasiado del joven al que pretendes convertir en rey.

Él se la quedó mirando durante unos instantes, en silencio, antes de dar media vuelta y adentrarse en el corazón de Ávalon, donde aguardaban las Nueve Hadas que regían aquel lugar y que ya habían previsto su llegada.

La Dama del Lago fue tras sus pasos.

Capítulo III

El templo en el bosque