Everlost - Neal Shusterman - E-Book

Everlost E-Book

Neal Shusterman

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Beschreibung

Nick y Allie no sobreviven al accidente de coche, pero sus almas tampoco llegan a donde deberían. Ahora ambos están atrapados entre la vida y la muerte, en una especie de limbo conocido como Everlost: una sombra del mundo de los vivos rebosante de cosas y lugares que ya no existen. Es un sitio misterioso y lleno de peligros, donde las vidas pasadas se desvanecen y donde muchos se convierten en algo... diferente. Cuando localizan a la autoproclamada reina de las almas perdidas, Nick siente que ha encontrado su hogar, pero Allie no está dispuesta a pasar allí la eternidad. Así, decide aventurarse por su cuenta en un territorio oscuro, donde se rumorea que un monstruo amenaza a todas las almas de Everlost. En esta inquietante y evocadora novela, Neal Shusterman -autor de libros tan exitosos como Siega y ganador del Premio Nacional de Literatura Juvenil en Estados Unidos- explora temas como la vida, la muerte y lo que podría haber a medio camino.

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Título original: Everlost

Spanish language copyright © 2023 by Nocturna Ediciones

Original English language edition: Copyright © 2006 by Simon & Schuster

Text copyright © 2006 by Neal Shusterman

Published by arrangement with Simon & Schuster Books For Young Readers, an imprint of Simon & Schuster Children’s Publishing Division. All rights reserved. No part of this book may be reproduced or transmitted in any form or by any means, electronic or mechanical, including photocopying, recording or by any information storage and retrieval system, without permission in writing from the Publisher.

© de la traducción: Adolfo Muñoz. Traducción cedida por Grupo Anaya, S.A.

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: junio de 2023

ISBN:978-84-19680-12-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para mi tía, Mildred Altman,

que me transmitió el amor por

los libros y la lectura.

EVERLOST

PRIMERA PARTE

Neoluces

1

Hacia la luz…

Un día como otro cualquiera, en una curva muy cerrada de una carretera que transitaba por encima de un bosque seco, un Toyota blanco chocó contra un Mercedes negro, y por un instante ambos se fundieron en un borrón gris.

En el asiento de delante del Toyota iba sentada Alexandra, Allie para sus amigos. Iba discutiendo con su padre sobre el volumen al que debían oír la música. Se acababa de desabrochar el cinturón para ajustarse la camisa.

En la parte de atrás del Mercedes, en el centro, iba Nick, vestido para la boda de su primo. Nick intentaba comerse una barra de chocolate que había permanecido en su bolsillo durante la mayor parte del día. Su hermano y su hermana, que lo aprisionaban cada uno por un lado, le daban con el codo con toda la intención, lo que hacía que el chocolate derretido le manchara la cara entera. Como se trataba de un coche de cuatro plazas e iban cinco pasajeros, Nick no contaba con cinturón de seguridad.

Además, en la carretera había una pieza de hierro pequeña pero cortante que se le había caído a un camión que iba cargado hasta los topes de chatarra. La habían esquivado más o menos una docena de coches, pero el Mercedes no tuvo tanta suerte: pasó por encima de la pieza de hierro, reventó el neumático delantero de la izquierda, y el padre de Nick perdió el control del coche.

Cuando el Mercedes traspasó a toda velocidad la doble línea amarilla e invadió el carril de sentido contrario, tanto Allie como Nick levantaron la mirada y vieron al otro coche acercarse muy rápido. Ante ellos no apareció de pronto el compendio de su vida: no hubo tiempo para tanto. Todo ocurrió tan deprisa que ninguno pensó ni sintió apenas nada. El impacto los lanzó hacia delante y ambos notaron el golpetazo del airbag, pero a semejante velocidad y sin el cinturón puesto, los airbags hicieron muy poco por aminorar la sacudida. Sintieron el parabrisas contra la frente, y a continuación, en un instante, lo atravesaron.

El estrépito del cristal hecho añicos se convirtió en un sonido de viento huracanado, y el mundo se volvió muy oscuro.

Allie aún no sabía qué pensar de lo que estaba ocurriendo. Al tiempo que el parabrisas caía tras ella, se sentía trasportada a través de un túnel, por el que iba ganando velocidad, acelerando a la vez que el viento se volvía más intenso. Al final del túnel había un punto de luz, que se hacía más grande y brillante conforme se acercaba. En su corazón sintió una sensación de tranquilo asombro que no hubiera podido describir.

Pero, de camino hacia la luz, golpeó contra algo que la desvió de su ruta. Se agarró a aquello, aquello lanzó un gruñido, y por un instante Allie fue consciente de que se había dado contra alguien, alguien que debía de tener su mismo tamaño, y que olía claramente a chocolate. Tanto Allie como Nick giraron como locos, chocándose y rebotando en las paredes del túnel, que eran más negras que el negro, y al salirse de su rumbo la luz que habían tenido delante desapareció. Se pegaron un fuerte golpe contra el suelo, y el vuelo los dejó completamente agotados.

Durmieron sin soñar nada y durante mucho, mucho tiempo.

2

Llegada a Everlost

Hacía mucho que el muchacho no se acercaba a la carretera. ¿Para qué? Los coches iban y venían sin detenerse nunca, sin siquiera frenar un poco. Le daba igual saber o no quién pasaba por su bosque de camino a otros lugares. Ellos no se preocupaban por él, así que ¿por qué iba a preocuparse él por ellos?

Cuando oyó el accidente, estaba jugando a su juego favorito: saltar de rama en rama y de árbol en árbol lo más lejos del suelo que pudiera. El repentino crujido de aceros fue tan inesperado que le hizo calcular mal y perder el agarre a la siguiente rama. Empezó a caer de inmediato. Rebotó en una rama, y después en otra, como una bola en el pinball. No le dolieron todos estos golpes. De hecho, se estuvo riendo hasta que terminó de atravesar por entre las ramas y ya no quedó más que una larga caída.

Pegó fuerte en la tierra: fue una caída que ciertamente habría acabado con su vida de haber sido otras las circunstancias, pero que en realidad no constituyó sino un modo muy rápido de llegar al suelo.

Se levantó y tardó un instante en orientarse, oyendo ya los ecos del accidente que tenía lugar en la carretera. Los coches frenaban con un chirrido, la gente gritaba… Él salió corrien­do en dirección al ruido y trepó por la empinada cuesta de piedra berroqueña que subía a la vía. No era el primer accidente que tenía lugar en aquel traicionero tramo de carretera: había muchos, varios cada año. Hacía tiempo un coche se había salido de la carretera volando como un pájaro para aterrizar en el mismo suelo del bosque. Sin embargo, nadie había llegado con él. Sí, seguro que había gente en el coche en el momento del accidente, pero se fueron adonde tenían que ir incluso antes de que el muchacho se acercara a inspeccionar el desastre.

Aquella nueva colisión tenía mala pinta. Muy mala. Mucho follón: ambulancias, camiones de bomberos, grúas… Para cuando se fueron todos aquellos vehículos, ya se había hecho de noche. Pronto donde se había producido el accidente no quedaron más que cristales rotos y trocitos de metal. El muchacho puso mala cara: también aquellos se habían ido adonde tenían que ir.

Resignado y algo furioso, el muchacho volvió a bajar la cuesta de regreso a su bosque.

¿A quién le preocupaba, de todas formas? ¿Qué pasaba si no llegaba nadie más? Aquel sitio era suyo. Reemprendería sus juegos, y seguiría jugando a ellos al día siguiente, y al otro y al otro, hasta que ya no quedara ni carretera.

Al llegar al fondo de la cuesta fue cuando los vio: eran dos chicos que habían salido despedidos de los coches que habían chocado, por encima del barranco. Ahora estaban tendidos al pie de la cuesta, en el suelo del bosque. Al principio pensó que tal vez no los habían visto los de las ambulancias, pero no: los de las ambulancias siempre veían esas cosas. Al acercarse más, se dio cuenta de que ni su ropa ni su rostro mostraban indicio alguno del accidente. Ni desgarrones, ni arañazos. ¡Era muy buena señal! Los dos parecían andar por los catorce años, unos pocos más de los que tenía él, y estaban tendidos a solo unos palmos de distancia uno del otro, ambos acurrucados como bebés. Uno de ellos era una chica que tenía un bonito cabello rubio; el otro, un chico con cierto aire de chino, salvo por la nariz y el pelo de color castaño cobrizo, más bien claro. El pecho de uno y otro se inflaba y desinflaba con un recuerdo de respiración. El muchacho sonrió al verlos, y los imitó, inflando y desinflando el pecho del mismo modo.

Mientras el viento atravesaba los árboles del bosque sin producir ni el más leve susurro, el muchacho aguardó pacientemente a que despertaran sus compañeros de juegos.

* * *

Ya antes de abrir los ojos, Allie sabía que no se encontraba en su cama. ¿Se habría vuelto a caer al suelo en medio de la noche? Normalmente, cuando dormía no paraba de dar vueltas. La mitad de las veces, cuando despertaba, veía que las sábanas se habían soltado del colchón y la envolvían como una serpiente.

Abrió los ojos a la clara luz del sol que se filtraba por los árboles, lo que no resultaba extraordinario, salvo por el hecho de que no había ventana por la que pudiera entrar la luz. Tampoco había dormitorio: solo árboles.

Volvió a cerrar los ojos, tratando de reiniciar. El cerebro humano, pensó, podía ser como un ordenador, especialmente en ese periodo que hay entre el sueño y la vigilia. A veces uno dice cosas extrañas, o hace cosas aún más extrañas, y de vez en cuando uno no consigue comprender cómo llegó al lugar en que se encuentra.

Pero no se preocupó. Aún no. Simplemente se concentró, buscando en su memoria una explicación racional. ¿Habían salido de acampada? ¿Era eso? En cosa de un instante aparecería en su mente, como un relámpago, el recuerdo de haberse dormido bajo las estrellas en compañía de su familia. Sin duda.

Como un relámpago.

Algo había en esa palabra que la hizo sentirse incómoda.

Volvió a abrir los ojos, y esta vez se sentó: no había sacos de dormir, ni camping; y Allie se notó rara, como si le hubieran llenado la cabeza de helio.

A muy poca distancia había otra persona, que dormía en el suelo muy encogida. Era un chico con cierto aspecto asiático. Al mismo tiempo le resultaba conocido y desconocido, como si se hubieran visto alguna vez, pero solo de pasada.

Entonces recordó algo que fue como una ola de agua helada: «Iba volando por un túnel. ¡El muy patoso había chocado contra ella!».

—¡Hola! —dijo tras ella una voz, sobresaltándola. Allie se volvió bruscamente y vio a otro muchacho más pequeño, que estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Tras él había una cuesta de piedra berroqueña que se alzaba hasta más allá de la vista.

Aquel muchacho llevaba el pelo descuidado y una ropa muy rara: una ropa que parecía muy pesada, demasiado ceñida, y abotonada hasta arriba del todo. Además, tenía más pecas de las que hubiera visto nunca en un ser humano.

—Ya es hora de que despertéis —le dijo.

—¿Quién eres tú? —preguntó Allie.

En vez de responder, señaló al otro muchacho, que empezaba a rebullir.

—Tu amigo también está despertando.

—No es amigo mío.

El otro muchacho se sentó, abriendo y cerrando los ojos a la luz del sol. Tenía la cara manchada de marrón.

«¿Sangre seca?», se preguntó Allie. No: chocolate. Le llegaba el olor.

—Esto es muy raro —dijo el chico manchado de chocolate—. ¿Dónde estoy?

Allie se levantó y echó una mirada a su alrededor. Aquello no era solo un grupito de árboles: era un bosque entero.

—Yo estaba en el coche, con mi padre —dijo Allie en voz alta, haciendo un esfuerzo por contar lo poco que recordaba, y esperando que eso le ayudara a rememorar todo lo demás—. Íbamos por una carretera de montaña, pasábamos por encima de un bosque… —Solo que el bosque por el que habían ido circulando no era aquel.

* * *

El bosque por el que habían ido circulando estaba lleno de altos troncos con ramas cortas, gruesas y podridas.

«Un bosque seco —había comentado su padre desde el asiento del conductor, señalándolo—. Pasa a veces. Un hongo, o algún otro tipo de plaga…, puede acabar de una sentada con unas cuantas hectáreas».

Entonces Allie recordó el rechinar de los neumáticos, seguido de un estruendo y después de nada. Empezó a preocuparse.

—Vale, ¿qué pasa aquí? —preguntó al niño de las pecas, porque se daba cuenta de que Choco estaba tan en la inopia como ella.

—¡Este es un sitio estupendo! —contestó el de las pecas—. Es mi lugar. ¡Y ahora también es el vuestro!

—Yo ya tengo un lugar —observó Allie—. No necesito este.

Entonces Choco señaló hacia ella:

—¡Te conozco! ¡Tú chocaste contra mí!

—¡No, fuiste tú el que chocó contra mí!

El niño de las pecas se interpuso:

—Vamos, dejad de hablar de eso. —Lleno de emoción, empezó a saltar sobre el pulpejo de la planta de los pies—: ¡Tenemos mucho que hacer!

Allie se cruzó de brazos.

—No pienso hacer nada hasta que entienda lo que está pasando… —Y de repente lo recordó todo con la furia de…—: ¡Un choque frontal!

—¡Sí! —exclamó el chico manchado de chocolate—. ¡Pensé que lo había soñado!

—¡Debemos de haber perdido el conocimiento a causa del choque! —Allie se palpó por todo el cuerpo—. No tenemos huesos rotos, ni contusiones…, ni siquiera un arañazo. ¿Cómo es posible? Tal vez suframos una conmoción cerebral.

—No me da la sensación de tener una conmoción cerebral.

—Uno nunca puede saber cuándo tiene una conmoción cerebral, Choco.

—Me llamo Nick.

—Bien. Yo me llamo Allie. —Nick intentó quitarse el chocolate de la cara, pero sin agua y jabón resultó ser una tarea imposible. Los dos se volvieron hacia el niño de las pecas—: ¿Tú tienes nombre? —preguntó Allie.

—Sí —dijo, y bajó la mirada—. Pero no tengo por qué decíroslo.

Allie no le hizo caso, porque el muchacho estaba empezando a ser un incordio, y se volvió hacia Nick:

—Seguramente salimos despedidos por el accidente y pasamos por encima del barranco. Las ramas de los árboles frenarían la caída. ¡Tenemos que volver a la carretera!

—¿Para qué quieres subir hasta allí? —preguntó el niño de las pecas.

—Estarán preocupados por nosotros —dijo Nick—. Seguramente mis padres me están buscando en este preciso momento.

Y entonces Allie comprendió algo. Algo que habría preferido no comprender.

—O tal vez no —dijo—. Si el accidente ha sido terrible…

No pudo decirlo en voz alta, así que lo dijo Nick:

—¿Podríamos ser los únicos supervivientes?

Allie cerró los ojos, intentando rechazar la sola idea. El accidente había sido grave, de eso no cabía ninguna duda, pero si ellos habían salido de él sin un rasguño, entonces también se habría librado su padre, ¿no? Tal como hacían los coches hoy día, con partes que se abollaban, y con airbags por todos lados… Eran más seguros que nunca.

Nick empezó a caminar, alimentando morbosas ideas de tragedia.

—Esto es duro. Es muy muy duro.

—Estoy segura de que todos están bien —dijo Allie, y lo repitió, como si las palabras tuvieran el poder de hacerse realidad—: Estoy segura de que todos están bien.

El niño pecoso se rio de ellos:

—¡Los únicos supervivientes! —exclamó—. ¡Esa sí que es buena!

No era cosa como para reírse. Así que tanto Nick como Allie se pusieron furiosos.

—¿Tú quién eres? —preguntó Allie—. ¿Qué haces aquí?

—¿Presenciaste el accidente? —añadió Nick.

—No —dijo él, eligiendo responder tan solo a la pregunta de Nick—. Pero lo oí. Y me acerqué a mirar.

—¿Y qué viste?

El niño se encogió de hombros:

—Montones de cosas.

—¿Estaba bien la gente que iba en los coches?

El niño se volvió y le dio una patada a una piedra, con enojo.

—¿Qué importa eso? O están bien o se han ido adonde tenían que ir, y de cualquier modo, no se puede hacer nada al respecto, así que olvidadlo, ¿vale?

Nick levantó las manos:

—¡Qué chaladura! ¿Por qué perdemos el tiempo hablando con este niño? ¡Tenemos que subir y enterarnos de lo que ha pasado!

—¿No te puedes tranquilizar un segundo?

—¡Estoy tranquilo! —chilló Nick.

Allie comprendía que había algo… que no encajaba… en la situación en su conjunto. Fuera lo que fuera, aquello que no encajaba parecía centrarse en el muchacho de la cara llena de pecas y el raro atuendo.

—¿Puedes llevarnos a tu casa? Desde allí podremos avisar a la policía.

—No tengo telé… fono.

—¡Ah, maravilloso! —comentó Nick.

Allie se giró hacia él.

—¿Quieres callarte? No eres de ninguna ayuda. —Allie volvió a dirigir una mirada prolongada al muchacho de las pecas. A su ropa. A su porte. Pensó en las cosas que él había dicho, y no tanto en lo que había dicho como en su manera de decirlo: «Es mi lugar. ¡Y ahora también es el vuestro!». Si sus sospechas eran correctas, aquella situación era aún más rara de lo que había pensado.

—¿Dónde vives? —le preguntó Allie.

—Aquí —fue lo que él respondió.

—¿Cuánto tiempo llevas «aquí»?

El muchacho de las pecas enrojeció hasta las orejas.

—No me acuerdo.

Para entonces Nick se acercó, y ante lo que oía dejó de sentirse irritado.

—¿Y tu nombre? —preguntó Allie.

Ni siquiera la podía mirar a los ojos. Bajó la mirada, con la cabeza temblorosa.

—Hace mucho que no lo necesito. Así que se me ha olvidado.

—¡Vale ya…! —exclamó Nick.

—Sí —añadió Allie—. Ya lo creo que vale ya.

—No pasa nada —dijo el niño—. Me he acostumbrado. Vosotros también os acostumbraréis. Ya lo veréis. No está tan mal.

Allie tenía muchas emociones con las que lidiar, emociones que iban del miedo al enfado y del enfado al sufrimiento, pero por aquel niño Allie solo podía sentir compasión. ¿Cómo sería pasar años solo y perdido en el bosque, y no salir de él por miedo?

—¿Recuerdas qué edad tenías cuando llegaste aquí? —le preguntó.

—Once años —respondió él.

—Um… —observó Nick—. A mi todavía me pareces como de once años.

—Son los que tengo —repuso el niño.

* * *

Allie decidió llamarlo Lief, que era un nombre que sonaba como leaf (hoja) y le parecía apropiado para alguien a quien habían encontrado en el bosque, y él se puso tan colorado al recibir ese nombre como si ella le hubiera dado un beso. Entonces Lief los condujo por la empinada cuesta hasta la carretera, trepando con una temeridad que ni siquiera los alpinistas más expertos se atreverían a mostrar. Allie se negaba a admitir hasta qué punto la aterrorizaba la pendiente, pero Nick se quejó por los dos.

—¡Yo ni siquiera puedo subir por las barras de mono del parque sin hacerme daño! —se quejó—. ¿Para qué quiere uno sobrevivir a un choque si a continuación se mata cayendo por la montaña?

Llegaron a la carretera, pero encontraron muy poco rastro del accidente. Tan solo algunos restos de cristal y metal. ¿Aquello era buena o mala señal? Ni Allie ni Nick estaban seguros.

—Las cosas son diferentes aquí arriba —dijo Lief—. Diferentes del bosque, me refiero. Será mejor que volváis a bajar conmigo.

Allie no le hizo caso y se subió al arcén de la carretera. Le resultó extraño bajo los pies. Como mullido y esponjoso. Alguna vez había visto señales que decían: «ARCÉN NO FIRME», y se imaginó que tendría algo que ver.

—Es mejor no quedarse parado en un sitio —dijo Lief—. Porque si uno se queda parado demasiado tiempo en un sitio, ocurren cosas desagradables.

Pasaban coches y camiones, a razón de uno cada cinco o seis segundos. Nick fue el primero en levantar las manos para pedir ayuda, y Allie lo imitó acto seguido.

No paró ni un coche. Ni siquiera aminoraron la marcha. Cada coche que pasaba dejaba tras él un soplo de viento. A Allie le resultaba agradable sentirlo en la piel, y también por dentro. Lief aguardaba justo al borde del barranco, caminando de un lado al otro.

—¡Al final os vais a arrepentir de estar aquí! ¡Ya lo veréis!

Intentaron atraer la atención de los conductores que pasaban, pero hoy día nadie se para a recoger autoestopistas. Permanecer al borde de la carretera sencillamente no bastaba. Cuando se produjo una tregua en el tráfico, Allie cruzó la línea que separaba el arcén del carril.

—¡No! —advirtió Nick.

—Sé lo que hago.

Lief no dijo nada.

Allie se aventuró al centro del carril que iba en sentido norte. Cualquiera que pasara por él tendría que girar para esquivarla. Ya no podrían dejar de verla.

Nick se ponía cada vez más nervioso.

—Allie…

—No te preocupes. Si no paran, tendré mucho tiempo para dar un salto y apartarme del camino. —Al fin y al cabo, ella hacía gimnasia, y era bastante buena. Saltar no representaba ningún problema.

Empezó a hacerse más fuerte un zumbido de armónica que solo podía provenir del motor de un autobús, y al cabo de unos segundos dobló la curva a toda velocidad un Greyhound que se dirigía hacia el norte. Miró al conductor tratando de que este la mirara a ella, pero él no fijó la vista en Allie ni por un instante. «Me verá dentro de un segundo —pensó ella—. Solo un segundo más». Pero si el conductor la vio, no hizo ningún caso.

—¡Allie! —gritó Nick.

—Vale, vale. —Contando con tiempo más que suficiente, Allie intentó salirse de la carretera de un salto…, pero no podía saltar. Perdió el equilibrio, pero no se cayó. Los pies no se lo permitían. Bajó la vista, y al principio le dio la impresión de que no tenía pies. Le costó un momento comprender que se había hundido en el asfalto unos quince centímetros, hasta más allá del tobillo, como si la carretera estuviera hecha de barro.

En aquel instante se aterrorizó. Sacó un pie, después el otro, pero cuando levantó la vista comprendió que era ya demasiado tarde: el autobús iba directo hacia ella: estaba a punto de morir atropellada. Gritó cuando la golpeó el radiador del autobús…

Entonces Allie dejó atrás al conductor, atravesó asientos, maletas y piernas de los viajeros, y por último el estruendoso motor de la parte de detrás, para a continuación volver a encontrarse bajo el cielo. El autobús se había ido, y sus pies seguían hundidos en el asfalto. Pasó a través de ella el reguero de polvo y hojas que levantaba a su paso el autobús.

«¿Acabo…, acabo de atravesar un autobús?».

—¡Sorpresa! —dijo Lief con una extraña sonrisita—. ¡Tendrías que ver la cara que se te ha quedado!

Mary Hightower, también conocida como María Reina de los Escocidos, comenta en su libro Como muertos que no hay un modo sencillo de explicarles a los recién llegados a Everlost que, técnicamente, ya no están vivos. «Si te encuentras a un alma verde, como se llama a los recién llegados, lo mejor es ser sincero y ofrecerle cuanto antes una prueba de la verdad —escribe Mary—. Si es necesario, tienes que ponerle delante algo que no pueda negar, porque de lo contrario seguirá negándose a creerlo y eso no le traerá más que sufrimientos. Despertar en Everlost es como saltar a una piscina: al principio da impresión, pero una vez que estás dentro, el agua está buena».

3

Dormir sin soñar

Como llevaba tanto tiempo en aquel bosque suyo tan especial, Lief no había tenido nunca ocasión de leer ninguno de los inteligentes e instructivos libros de Mary Hightower. Casi todo lo que sabía de Everlost lo había aprendido por experiencia propia. Por ejemplo, había aprendido enseguida que los puntos muertos (es decir, los lugares que solo pueden ver los que están muertos), son los únicos sitios que resultan sólidos al tacto. Podía columpiarse en las ramas de su bosque seco, pero en cuanto traspasaba sus límites hacia donde había árboles vivos, los atravesaba como si no estuvieran allí. O, más exactamente, como si él no estuviera allí.

No necesitaba leer Consejos para conejos para saber que uno solo necesita respirar mientras habla, o que el único dolor que se puede sentir es el dolor del corazón, o que los recuerdos a los que uno no se aferra firmemente se borran rápido. Conocía muy bien la parte referente a la memoria. Lo peor del asunto era que, no importaba cuánto tiempo pasara, uno siempre recordaba qué era lo que había olvidado.

Aquel día, sin embargo, había aprendido algo nuevo: había averiguado cuánto tiempo permanecen dormidas las almas verdes antes de despertar a su neovida. Había empezado a contar el mismo día que llegaron, y aquella mañana se habían cumplido 272 días: nueve meses.

—¡Nueve meses! —exclamó Allie—. ¿Me estás tomando el pelo?

—No creo que sea de los que bromean —dijo Nick, que parecía estar realmente temblando por lo escalofriante de la noticia.

—A mí también me ha sorprendido —les dijo Lief—. Parecía que no ibais a despertar nunca. —No les contó cómo, cada día durante nueve meses, les había dado con el codo y con el pie, y también con un palo, esperando que así se despertarían. Sería mejor que eso se lo guardara para sí—. Miradlo de este modo —observó—: os costó nueve meses nacer, así que ¿no es lógico que cueste nueve meses morirse?

—Ni siquiera recuerdo haber soñado nada —comentó Nick, tratando desesperadamente de aflojarse la corbata.

Ahora también Allie temblaba ligeramente, asimilando la noticia de su propia muerte.

—Nosotros no soñamos —les informó Lief—. Así que no tenéis que preocuparos por las pesadillas.

—¿Para qué vamos a tener pesadillas —dijo Allie— cuando estamos metidos en una?

¿Realmente podía ser cierto todo aquello? ¿Era posible que ella estuviera muerta? No, no lo estaba. Si estuviera muerta, habría llegado hasta la luz que había al final del túnel. Habrían llegado los dos. No estaban más que medio muertos.

Nick seguía frotándose el rostro:

—Este chocolate… No consigo quitármelo de la cara. Es como si lo tuviera tatuado.

—Lo está —explicó Lief—. Está como en el momento en que moriste.

—¿Qué?

—Es igual que la ropa —siguió Lief—. Ahora forma parte de ti.

Nick lo miró como si acabara de pronunciar una sentencia de cadena perpetua.

—¿Me estás diciendo que me voy a quedar hasta el fin de los tiempos con esta cara manchada de chocolate y con la horrible corbata de mi padre puesta?

Lief asintió con la cabeza, pero Nick no estaba dispuesto a creerle. Echó mano a la corbata e intentó quitársela con todas sus fuerzas. Por supuesto, el nudo no cedió ni un milímetro. Entonces intentó desabrocharse los botones de la camisa. Tampoco con ellos consiguió nada. Lief se rio, y Nick le dirigió una mirada de pocos amigos.

Cuanto más se horrorizaban Nick y Allie, más esfuerzos ponía Lief en agradarles. Los llevó a su casa en el árbol, esperando que eso aliviara su amargura. Lief la había construido por sí mismo con las ramas fantasma que cubrían el suelo del bosque seco. Les enseñó cómo trepar hasta la plataforma superior, y en cuanto llegaron allí los tiró al vacío, riéndose mientras los dos rebotaban en las ramas del árbol para terminar cayendo al suelo. Entonces saltó él e hizo lo mismo, pensando que los dos se estarían partiendo de la risa cuando él llegara. Pero no se reían.

Para Allie la caída fue el momento más aterrador que hubiera tenido que soportar. Fue peor que el accidente, porque el accidente había sido tan rápido que no había tenido tiempo de reaccionar. Fue peor que el autobús que la había atravesado, porque también eso había ocurrido en un instante. La caída del árbol, sin embargo, se había hecho eterna. Cada rama con la que se había encontrado le había dado un susto horrible. Cada rama la había sobresaltado, aunque no le había hecho ninguna herida. Sin embargo, la ausencia de dolor no hacía la experiencia menos aterradora. No paró de gritar durante el tiempo que duró la caída y, cuando al fin chocó con un fuerte golpe contra el duro suelo del bosque, sintió que se quedaba sin aire, pero comprendió de inmediato que no había realmente ningún aire que perder. Nick cayó junto a ella, desorientado, con los ojos dándole vueltas como si acabara de salir de un tiovivo. Lief cayó cerca de ambos, riéndose y armando jolgorio.

—Pero ¿a ti qué te pasa? —le gritó Allie a Lief, y el hecho de que siguiera riéndose cuando ella lo agarró y zarandeó la puso aún más furiosa.

Allie se llevó la mano a la frente como si todo aquello le estuviera produciendo un terrible dolor de cabeza, pero ya no podía sufrir ningún dolor de cabeza, suponía, y eso todavía empeoraba más las cosas. La parte racional de su mente seguía contraatacando, seguía diciéndole que aquello no era más que un sueño, o un malentendido, o una broma pesada y muy retorcida. Por desgracia, su mente racional no encontraba ninguna prueba en la que apoyarse. Había caído desde la copa de un árbol y no se había lastimado. Había pasado a través de un autobús. No: su mente racional tenía que aceptar aquella verdad irracional.

«Aquí hay leyes», pensó. Leyes, igual que en el mundo físico. Tendría que aprenderlas. Al fin y al cabo, las leyes del mundo vivo debían de haberle parecido también extrañas cuando era pequeña: los pesados aviones volaban, el cielo enrojecía durante la puesta de sol, las nubes podían sostener un océano de agua, que después caía en forma de lluvia hasta el suelo. ¡Absurdo! El mundo vivo no era menos extraño que aquel neomundo. Intentó sacar de ello algún consuelo, pero lo único que consiguió fue empezar a llorar.

Lief vio sus lágrimas y se echó atrás. Tenía poca experiencia con el llanto de las chicas, y si la tenía, se remontaba, en el mejor de los casos, a cien años atrás. Le resultó algo completamente inesperado y perturbador.

—¿Por qué lloras? —le preguntó—. ¡No te has hecho nada al caerte del árbol! Por eso te empujé: para que vieras que no te pasaba nada.

—Quiero a mis padres —dijo Allie. Lief se dio cuenta de que Nick estaba conteniendo las lágrimas también. Aquello no era como Lief se había imaginado que sería el primer día que despertaran, pero tal vez debería haberlo presentido. Debería haber pensado que no era fácil dejar atrás la vida de uno. Lief suponía que también él echaría de menos a sus padres, en caso de que pudiera recordarlos. Recordaba que los había echado de menos, no obstante. No era un sentimiento agradable. Miró a Nick y Allie esperando que cesaran sus lágrimas, y fue entonces cuando pensó lo impensable.

—No vais a quedaros aquí, ¿verdad?

Nick y Allie no respondieron de inmediato, pero ese silencio fue ya en sí una respuesta.

—¡Sois igual que los otros! —gritó, antes de comprender siquiera lo que estaba diciendo.

Allie dio un paso hacia él.

—¿Los otros?

Para sus adentros, Lief se maldijo por haber metido la pata. No había querido mencionarlo. Prefería que pensaran que solo estaban ellos tres. De ese modo, tal vez se quedaran. Pero sus planes acababan de fracasar.

—¿A qué otros te refieres? —volvió a preguntar Allie.

—¡De acuerdo, marchaos! —gritó Lief—. De todos modos, me da igual. Por mí podéis iros y hundiros hasta el centro de la Tierra. Porque eso es lo que ocurre, para que lo sepáis, si no os andáis con cuidado, ¡que os hundís más y más hasta llegar al centro de la Tierra!

Nick se secó la última lágrima.

—¿Cómo lo sabes? Tú lo único que haces es columpiarte en los árboles. No has ido a ningún sitio. No conoces nada.

Lief se apartó de ellos. Subió por su árbol hasta el punto más alto en que podía permanecer, entre las ramas más finas.

«No se irán —se dijo—. No se irán porque me necesitan. Me necesitan para que les enseñe a trepar y a columpiarse en las ramas. Me necesitan para que les enseñe a vivir sin estar vivo».

Allí, en su elevada posición, Lief guardaba sus pertenencias más queridas: un puñado de cosas que le habían acompañado en su viaje, pasando a Everlost desde el mundo vivo. Eran las cosas que había encontrado al despertar después de la inundación que había acabado con su vida: cosas fantasma que podía tocar. Esas cosas lo mantenían conectado a los recuerdos que iban desvaneciéndose. Había un zapato que había pertenecido a su padre. A menudo metía el pie en él, deseando que algún día le creciera y le valiera, consciente de que eso no sucedería nunca. Había un daguerrotipo deteriorado por el agua en el que aparecía él: eso era lo único que le permitía recordar su aspecto. Estaba tan lleno de puntitos que no podía saber cuáles eran de suciedad y cuáles eran pecas, pero había terminado dando por hecho que todos eran pecas. Por fin, había una pata de conejo que parecía que no le daba a él más suerte de la que le había dado al propio conejo. En otro tiempo también había tenido una moneda de cinco centavos, pero se la había robado el primer niño que había conocido en Everlost, como si el dinero siguiera teniendo allí algún valor. Había encontrado todas aquellas cosas abandonadas en el pequeño punto muerto en que había despertado, y en cuanto se había salido de aquel trozo de barro seco y había penetrado en tierra viva, se le habían empezado a hundir los pies. Esa era la primera lección que había aprendido: había que moverse sin parar, o de lo contrario uno se iba para abajo. Él había empezado a moverse, sin atreverse a parar, sin atreverse a dormir. Cruzando de ciudades a bosques, y volviendo de estos a las ciudades, había llegado a entender su naturaleza fantasmal, y aunque eso lo aterró, pudo soportarlo, porque ¿qué alternativa le quedaba? ¿Por qué era un fantasma y no un ángel? ¿Por qué no había ido al cielo? Eso era lo que siempre les decía el pastor: cielo o infierno, esas eran las únicas posibilidades. Entonces, ¿por qué seguía él en la Tierra?

Se había hecho aquellas preguntas una y otra vez hasta que se hartó y simplemente empezó a aceptar las cosas como eran. Luego encontró el bosque: un enorme punto muerto lo bastante grande para convertirlo en su hogar. Se trataba de un lugar donde podía tocar los árboles, un lugar en el que no se hundía. Y en el fondo sabía que el buen señor se lo proporcionaba: era su parcela personal de eternidad.

En cuanto a aquellos niños recién llegados, seguirían con él para siempre. Así estaba dispuesto. Tal vez se fueran ahora, pero en cuanto vieran cómo era el resto del mundo regresarían con él, y él les construiría en el árbol una plataforma para cada uno, y se reirían juntos, y hablarían y hablarían sin parar para compensar todos aquellos años que Lief había permanecido en silencio.

* * *

Desde abajo, Nick había visto cómo Lief trepaba por el árbol hasta desaparecer en la exuberante copa. Nick intentaba compaginar su compasión hacia el muchacho con los confusos sentimientos que le provocaba saber que él mismo estaba muerto. Notaba el estómago revuelto, y se preguntó cómo podía ser cuando, técnicamente, ya no tenía estómago. Pero al darse cuenta de eso, se le revolvió todavía más.

—Bueno —comentó Allie—, vaya mierda…

Nick soltó una carcajada inesperada, lo que provocó una risita en Allie. ¿Cómo podían reírse en un momento como aquel?

—Hay que tomar algunas decisiones —dijo Allie.

Nick no se sentía precisamente en la mejor disposición para tomar decisiones.

—¿Crees que es posible sufrir estrés postraumático estando muerto? —preguntó. Allie no respondió nada.

Nick se miró las manos, que estaban embadurnadas de imperecedero chocolate, como la cara. Se frotó el brazo. Si no tenía cuerpo material, ¿cómo es que aún podía sentirse la piel? Aunque tal vez solo fuera su recuerdo de la piel. ¿Y qué pasaba con todas las cosas que le había contado la gente en vida, todo eso que le pasaba a uno cuando se moría? No es que él se creyera a pies juntillas nada de aquello. Su padre había sido alcohólico, y después había encontrado a Dios, que había cambiado su vida. Su madre estaba en el rollo new age, y creía en la reencarnación y en el poder de los cristales. Nick siempre se encontraba en una incómoda posición intermedia. No obstante, tenía fe en la fe. Es decir, creía firmemente que algún día encontraría algo en lo que creer firmemente. Pero ese día no había llegado. Por el contrario, había acabado allí, y aquel lugar no coincidía con ninguna de las versiones de sus padres sobre el más allá. Aparte, por supuesto, estaba su amigo Ralphy Sherman, que aseguraba que había tenido una experiencia de proximidad a la muerte. Según Ralphy, nos reencarnamos brevemente en insectos, y la luz al final del túnel es en realidad una bombilla de esas que ponen para achicharrar a los mosquitos. Pero en fin, el lugar en el que se encontraban no era el purgatorio, ni el Nirvana, ni ningún tipo de reencarnación, y Nick pensó que, sin importarle lo que pensara la gente, el universo tenía sus propias ideas.

—Al menos ahora sabemos que hay vida después de la muerte —dijo Allie, pero Nick negó con la cabeza.

—Esto no es la vida después de la muerte —repuso—. No hemos llegado a la vida después de la muerte. Esto es una especie de intervida: un lugar entre una cosa y la otra. —Nick recordó la luz que había visto al final del túnel, antes de chocarse contra Allie. Aquella luz era su destino. Sin embargo, no sabía qué había en aquella luz: si Jesús, o Buda, o la sala del hospital en el que volvería a nacer. ¿Lo sabría algún día?

—¿Y si nos hemos perdido aquí para siempre? —preguntó.

Allie lo miró frunciendo el ceño.

—¿Siempre eres tan pesimista y fatalista?

—Casi siempre.

Nick observó el bosque que los rodeaba. ¿Era un sitio tan malo para pasar la eternidad? No era el paraíso exactamente, pero era más o menos bonito. Los árboles tenían abundante follaje. Nunca perderían las hojas. Se preguntó si todavía le afectaría el tiempo del mundo vivo. Si ya no le afectaba, entonces no estaría tan mal quedarse allí. Desde luego, el muchacho al que habían puesto el nombre de Lief se había adaptado, así que ¿por qué no se iban a adaptar ellos? Pero la cuestión no era si podían adaptarse; la cuestión era: ¿querían hacerlo?

* * *

Lief los aguardaba en su casa del árbol, y ellos no tardaron en subir hasta ella, tal como sabía que iban a hacer. Se apresuró a esconder su pequeño tesoro cuando Nick y Allie alcanzaron la plataforma entre jadeos y resoplidos, como si se hubieran quedado sin respiración.

—Dejad de hacer eso —les dijo él—. No os habéis quedado sin aire, solo os lo parece, así que podéis parar de resoplar.

—Lief, por favor, esto es importante —dijo Allie—. Tienes que hablarnos de «los otros» que has mencionado antes.

Ya no tenía sentido seguir ocultándoselo, así que Lief les contó lo que sabía:

—Cruzan por el bosque de vez en cuando. Son otros niños, que van de paso. Nunca se quedan mucho tiempo, y hace años que no veo a ninguno.

—¿Adónde van?

—A cualquier sitio. No paran quietos. Siempre están huyendo del McGill.

—¿De qué?

—Del McGill.

—¿Es un adulto?

Lief negó con la cabeza.

—Aquí no hay adultos. Solo niños: niños y monstruos.

—¡Monstruos! —exclamó Nick—. Estupendo. Maravilloso. Me alegro de haber preguntado.

Pero Allie no se asustó.

—Los monstruos no existen —le dijo a Lief.

Él miró a Allie, después a Nick, y volvió a mirar a Allie.

—Aquí sí.

Sobre la ausencia de adultos en Everlost, dice Mary High­tower: «Hasta la fecha, no se ha documentado jamás que ningún adulto haya llegado nunca a Everlost. La razón, cuando uno se para a meditar sobre ello, es obvia, porque los adultos, debido a su forma de ser, no se pierden nunca en el camino hacia la luz, sin importar que se choquen contra lo que sea, simplemente porque los adultos siempre creen que saben exactamente adónde van, aun cuando no sea así, de manera que todos acaban en alguna parte. Si no me creéis, haceos esta pregunta: ¿habéis visto alguna vez a un adulto entrar en un coche para ir a “ningún sitio en especial”?».

Sobre la presencia de monstruos, sin embargo, Mary Hightower guarda un sorprendente silencio.

4

Una moneda de canto

Había caído la noche sobre el bosque, y los tres muchachos muertos estaban sentados en la plataforma superior de la casita del árbol, bañados por una extraña luz lunar que les daba aspecto de fantasmas. A Nick y a Allie les costó un buen rato darse cuenta de que aquella noche no había luna.

—Maravilloso —dijo Nick, sin pensar que tuviera nada de maravilloso en realidad—. Justo lo que siempre he querido: ser un fantasma que brilla en la oscuridad.

—No digas que somos fantasmas —dijo Allie.

Nick no estaba de humor para aguantar las puntualizaciones léxicas de Allie.

—Afrontémoslo: eso es lo que somos.

—Fantasma implica un montón de cosas que yo no soy. ¿Es que me parezco a Casper?

—Vale —admitió Nick—. No somos fantasmas, somos CEI: Cosas Espectrales Indefinidas. ¿Ya estás contenta?

—Bueno, eso es una tontería.

—Somos neoluces —explicó Lief. Los dos se volvieron hacia él—. Esa es la palabra que utilizan los otros cuando vienen por aquí, debido a la manera en que brillamos en la oscuridad. Aunque también brillamos a la luz del día, si uno se fija bien.

—Neoluces —repitió Allie—. ¿Ves?, ya te dije que no éramos fantasmas.

Allie y Lief empezaron a hablar otra vez de monstruos. En cuanto a Nick, aquella era una conversación en la que prefería no entrar. Así que decidió aprovechar para contener la respiración y ver si era cierto que ya no necesitaba oxígeno. A pesar de eso, seguía escuchando.

—Si aquí nada puede matarte ni herirte, ¿por qué tenerle miedo al McGill?

—El McGill tiene otros modos de hacerte daño. Sabe cómo hacer sufrir a alguien hasta el fin de los tiempos, y lo hará si tiene oportunidad. —Lief tenía los ojos desmesuradamente abiertos y hacía gestos dramáticos con las manos, como si estuviera contando una historia en torno a la hoguera—. El McGill odia a los niños que se quedan aquí, odia los sonidos que hacemos. Si os oye hablar os cortará la lengua, y os arrancará los pulmones si oye que hacéis como que respiráis. Dicen que el McGill era el perro del demonio, que se escapó mordiendo la correa. No pudo hacer el camino completo hasta el mundo de los vivos, pero llegó hasta aquí. Por eso tenemos que quedarnos en el bosque. Él no conoce el bosque. Aquí estamos seguros.

Nick hubiera jurado que Allie no se quedaba convencida. Tampoco es que estuviera convencido él, pero a la luz de los últimos acontecimientos, ya todo parecía posible.

—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Allie.

—Por los otros niños que llegan al bosque. Cuentan cosas.

—¿Esos niños han visto realmente al McGill? —preguntó Allie.

—Nadie que lo haya visto ha escapado jamás.

—Claro, así encaja todo.

Nick soltó aire, después de contenerlo durante diez minutos sin ponerse malo.

—Técnicamente hablando —observó Nick—, siempre ha habido monstruos, o al menos se llamaban así hasta que la gente descubría un modo mejor de denominarlos: el calamar gigante, el tiburón boquiancho, la anaconda…

—¿Lo veis? —exclamó Lief.

Allie le dirigió a Nick una mirada de pocos amigos.

—Gracias, señor Google. La próxima vez que necesite información crucial, teclearé las palabras clave.

—Vale —dijo Nick—. Estoy seguro de que tus palabras clave serán bastante guarras.

Allie se volvió hacia Lief.

—Entonces, ¿ese Mcgill es un calamar gigante?

—No lo sé —respondió Lief—, pero sea lo que sea, es terrible.

—Es una patraña inventada —insistió Allie.

—¡Tú no lo sabes todo!

—No —respondió Allie—, pero ahora tengo todo el tiempo del mundo, así que terminaré sabiéndolo.

A Nick le parecía que tanto Lief como Allie debían de tener su parte de razón. Las historias que contaba Lief olían a exageración, pero toda historia tiene una base de verdad. Por otro lado, Allie veía las cosas desde un punto de vista práctico.

—Lief —preguntó Nick—, ¿alguna vez ha regresado alguno de los que han pasado por aquí?

—Nunca —respondió Lief—. A todos se los comió el McGill.

—O encontraron un lugar mejor en el que quedarse —sugirió Nick.

—O nos quedamos aquí o nos devora el McGill —dijo Lief—. Por eso sigo aquí.

—¿Y si hubiera otra posibilidad? —preguntó Nick—. Si no estamos vivos, pero tampoco estamos completamente muertos, entonces tal vez… —Sacó una moneda del bolsillo, una de las pocas cosas que habían llegado con él, junto con aquella ropa demasiado formal que llevaba puesta—. Tal vez somos como monedas que han caído de canto.

Allie pensó en ello.

—¿Quieres decir…?

—Quiero decir que tal vez podríamos mover un poco las cosas y hallar un medio de caer de cara.

—O de cruz —sugirió Allie.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Lief.

—De la vida y de la muerte. —Nick tiró la moneda al aire y la atrapó entre el dorso de una mano y la palma de la otra, y la mantuvo así tapada, de manera que ninguno podía ver cómo había caído.

—Tal vez…, solo tal vez…, podríamos encontrar un medio de salir de aquí. Un camino hacia la luz que hay al final del túnel… o tal vez incluso un camino de regreso a la vida.

Parecía como si los propios árboles sostuvieran el pensamiento, tamizándolo entre sus ramas y proporcionándole resonancia.

—¿Sería eso posible? —preguntó Allie, mirando a Lief.

—No lo sé —respondió él.

—Entonces la cuestión es —dijo Nick—: ¿adónde vamos para averiguarlo?

—Solo hay un lugar al que yo quiera ir —respondió Allie—: a casa.

Nick sentía, por mera intuición, que ir a casa no era una buena idea, pero al igual que Allie, deseaba volver con los suyos. Tenía que averiguar si su familia había sobrevivido, o si «habían ido adonde tenían que ir». Sin embargo, estaban al norte del estado de Nueva York, muy lejos de su hogar.

—Yo soy de Baltimore —explicó Nick—. ¿Y tú?

—De Nueva Jersey —dijo Allie. De la puntita sur.

—Vale, entonces vamos hacia el sur, y ya veremos si encontramos a alguien más que pueda ayudarnos. Alguien tiene que saber cómo salir de aquí…, de una manera u otra.

Nick retiró la moneda, y los tres empezaron a hablar de la vida, de la muerte, y de la salida de aquel lugar intermedio. Ninguno de ellos vio de qué lado había caído la moneda.

* * *

Allie siempre había sido una persona muy centrada en el logro de metas. Eso constituía tanto su principal fuerza como su peor debilidad. Su carácter le hacía terminar siempre lo que empezaba, pero también la volvía inflexible y cabezota. Y aunque siempre negara rotundamente que tuviera un carácter testarudo, en el fondo sabía que era verdad.

El tema de la moneda de canto podía estar bien para Nick, pero a Allie no le satisfacía esa charla metafísica. Por el contrario, la idea de ir a casa…, eso era una meta que alcanzar. Si estaba muerta o medio muerta, si era un espíritu o un espectro, eso le daba igual. Era un tema demasiado desagradable como para pensar en él. Era preferible cerrar los ojos y concentrar todos los pensamientos en la casa en que había pasado la vida. Volvería a ella. Y una vez allí, todo se aclararía. Tenía que creer que sería así o se volvería loca.

Además, Lief había sido hasta el momento su única fuente de información, y el mundo de Lief comenzaba y terminaba en el bosque. No iría con ellos, porque para él estar solo en su refugio era mejor que estar acompañado en el enorme e inhóspito mundo de los vivos.

En cuanto a las raquetas de nieve, habían sido idea de Nick, aunque Allie fue la que pensó cómo hacerlas, y Lief era el que contaba con la habilidad para fabricarlas realmente sirviéndose de ramitas y tiras de corteza de árbol. Allie pensó que con ellas parecían dos payasos, pero, al fin y al cabo, no era probable que tuvieran que participar en ningún desfile de moda en los días siguientes.

—¿Para qué? —había preguntado Lief cuando Nick mencionó por primera vez la idea de las raquetas de nieve—. Va a tardar meses en nevar, y además nosotros nos movemos igual de rápido por encima de la nieve.