Everwild - Neal Shusterman - E-Book

Everwild E-Book

Neal Shusterman

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Beschreibung

Los caminos de Nick y Allie se han separado en Everlost, la extraña tierra a la que llegaron tras su accidente. Nick quiere ayudar a los muertos para que dejen atrás ese limbo, pero la autoproclamada reina de las almas perdidas prefiere mantenerlos atrapados en Everlost para toda la eternidad. Por su parte, Allie ha emprendido un viaje con un antiguo monstruo para buscar a sus padres. Será en esa travesía cuando descubra una impactante verdad que la llevará a cuestionarse su lugar en ambos mundos, el de los vivos y el de los muertos. En la evocadora trilogía de Everlost, Neal Shusterman -autor de libros tan exitosos como Siega y ganador del Premio Nacional de Literatura Juvenil en Estados Unidos- explora temas como la vida, la muerte y lo que podría haber a medio camino.

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Título original: Everwild

Spanish language copyright © 2023 by Nocturna Ediciones

Original English language edition: Copyright © 2009 by Simon & Schuster

Text copyright © 2009 by Neal Shusterman

Published by arrangement with Simon & Schuster Books For Young Readers, an imprint of Simon & Schuster Children’s Publishing Division. All rights reserved. No part of this book may be reproduced or transmitted in any

form or by any means, electronic or mechanical, including photocopying, recording or by any information storage and retrieval system, without

permission in writing from the Publisher.

© de la traducción: Adolfo Muñoz. Traducción cedida por Grupo Anaya, S.A.

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: junio de 2023

ISBN:978-84-19680-13-6

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para Christine

Quisiera dar las gracias a mis editores, David Gale y Navah Wolfe, así como a Justin Chanda, Paul Crich­ton, Michelle Fadlalla y toda la gente de Simon & Schuster por el apoyo que han otorgado no solo a Everwild, sino a toda mi obra. Gracias a Brandi Lomeli por la investigación que ha llevado a cabo sobre cosas demenciales, y por mantener mi vida organizada. También quisiera dar las gracias a mis padres por su amor y apoyo constantes, y a mi «hermanita mayor», Patricia McFall. Y de un modo especial a mis hijos, Brendan, Jarrod, Joelle y Erin, por su amor, su inspiración y las valiosas críticas vertidas durante el proceso de escritura.

«Invitación a la lectura», por Mary Hightower

Hola a todos y bienvenidos a Everlost. Es para mí un placer ofrecer a los recién llegados una lista exhaustiva de evertérminos con sus definiciones, que os será de gran utilidad en vuestro viaje post mortem. Por supuesto, he añadido también mis opiniones personales, pues ¿qué lista estaría completa sin los conocimientos de un experto? Gracias, y espero encontraros muy muy pronto.

Siempre vuestra,

MARY HIGHTOWER

EVERWILD

CARNOSILLO: término que emplean los secuestradores de piel para referirse a un ser humano que está vivito y coleando.

COLGADO: es como estarás si alguien te hace prisionero y te coloca cabeza abajo, pendiendo por los tobillos de unas largas sogas que te permitirán balancearte libremente. Dado que es imposible ocasionar dolor físico en Everlost, algunos seres malvados, tales como el McGill, cuelgan de este modo a sus prisioneros en un intento de provocar en ellos un tedio permanente.

DESPRENDERSE: cuando un secuestrador de piel se sale de un carnosillo, a eso se le llama «desprenderse».

ECTORROBO: es una de las artes criminales, como me gusta llamarlas. «Ectorrobar» es la capacidad de penetrar en el mundo de los vivos y extraer de él cosas para introducirlas en Everlost (llamada a veces simplemente «robar»). Todo aquel que presencie un ectorrobo debe ponerlo en conocimiento de las autoridades.

ENTRELUCES: tras cruzar, las neoluces duermen durante nueve meses antes de despertar en Everlost. Durante ese periodo de hibernación, el nombre adecuado que reciben es el de entreluces.

EVERFICHAS: tal vez te hayas dado cuenta de que al despertar en Everlost llevabas una moneda desgastada. Tírala: no sirve para nada.

EVERGALLETAS: ciertos individuos (cuyos nombres no mencionaré) aseguran que todas las galletitas chinas de la suerte cruzan a Everlost y, por si esto fuera poco, aseguran además que en Everlost se cumple lo que dicen. Pero os aseguro que todo eso son mentiras y nada más que mentiras. Os aconsejo que os alejéis de las galletas de la fortuna como si fueran la peste.

ENTRELUCES: tras cruzar, las neoluces duermen durante nueve meses antes de despertar en Everlost. Durante ese periodo de hibernación, el nombre adecuado que reciben es el de entreluces.

EVERVISIÓN: las neoluces podemos ver el mundo de los vivos, pero se nos aparece borroso y desenfocado. Hasta los colores del mundo vivo resultan apagados. Solo los lugares y las cosas que han cruzado a Everlost nos resultan brillantes, sólidas y claras. Esto es la evervisión.

EVERWILD: son las regiones desconocidas de Everlost, zonas muy peligrosas en su mayor parte.

FATIGA GRAVITACIONAL: las neoluces no son inmunes a la fuerza de la gravedad, que nos impulsa hacia abajo igual que a los seres vivos. Por desgracia, como nosotros nos hundimos en el mundo de los vivos, existe siempre un peligro real y obvio de que, si estamos colocados sobre un terreno perteneciente al mundo de los vivos y dejamos de movernos, podamos seguir hundiéndonos hasta el centro de la Tierra. En cuanto uno se ha hundido en el suelo hasta la cabeza, normalmente ya no hay esperanza de que esa persona logre regresar a la superficie. A esto lo llamamos fatiga gravitacional.

NEOBRILLO: se llama así a la suave luz que desprenden los espíritus de Everlost. Por supuesto, unos neobrillos brillan más que otros.

NEOLUZ: el nombre apropiado para todos los residentes de Everlost es «neoluces». Llamarnos fantasmas es insultante.

PUNTO MUERTO: se trata de un trozo de terreno que ha cruzado desde el mundo de los vivos a Everlost. En muchos casos, estos puntos no tienen más que unos palmos de longitud, y marcan el lugar en que ha fallecido alguien. Sin embargo, en otros casos los puntos muertos pueden comprender áreas considerablemente más grandes.

REALIDAD DOMINANTE: cuando un edificio se destruye y pasa a Everlost, pero en el mundo de los vivos se alza una nueva construcción, ¿cuál de estos dos edificios, que ocupan el mismo lugar, es más real? Nosotros, en Everlost, solo vemos el edificio viejo, que es el que ha cruzado. Por tanto, en mi opinión Everlost es más real. Se puede leer más sobre el tema en mi libro, de próxima aparición, El mundo de los vivos y otros mitos, contado por Mary Hightower.

SALA DE CAMPANILLAS: lugar donde cuelgan a los colgados, esas pobres neoluces.

SECUESTRO DE PIEL: es otra arte criminal, tal vez la más útil, si es que puede ser útil alguna. El secuestro de piel es el arte de «poseer» a una persona viva saltando dentro de esa persona y tomando el control de ella.

VAPOR: es la manera correcta de referirse a una reunión de neoluces. Así, igual que se dice «una bandada de pájaros» o «una piara de cerdos», se dice «un vapor de neoluces».

PRIMERA PARTE

Un vapor de neoluces

1

Nuevos estragos

Circulaban rumores: rumores de cosas terribles y de cosas maravillosas, de sucesos demasiado importantes para guardárselos, de modo que pasaban discretamente de alma en alma, de neoluz en neoluz, hasta que no quedó en Everlost nadie que no los hubiera oído.

Por un lado estaba el rumor de que existía una hermosa Bruja del Cielo que surcaba los aires en un gran globo plateado. Y por otro estaba el referente a un terrible ogro hecho enteramente de chocolate, que atraía a las almas cándidas con su prometedor aroma nada más que para arrojarlas a un pozo sin fondo del que no había modo de salir.

En un mundo en el que los recuerdos se desvanecen en la tela del tiempo, los rumores se convierten en algo más importante que lo que se sabe de cierto. Los rumores son como la sangre de este mundo desangrado que se halla entre la vida y la muerte.

Un día más o menos igual que cualquier otro en Everlost, cierto muchacho estaba a punto de averiguar si eran auténticos o no aquellos rumores.

Su nombre no tiene mucha importancia. De hecho, tiene tan poca importancia que él mismo lo ha olvidado. O no tiene ninguna, pues dentro de poco él se habrá ido para siempre.

Había muerto unos dos años antes, y tras perder el camino hacia la luz, se quedó dormido durante nueve meses, hasta que despertó en Everlost. El muchacho era un caminante solitario y silencioso que se escondía de aquellos con los que se cruzaba en el camino por miedo a lo que le pudieran hacer. Sin amigos ni compañeros que le recordaran quién era, olvidó su identidad más aprisa que la mayoría.

En las ocasiones en que se encontraba con grupos de otros muchachos neoluces, escuchaba desde su escondite los rumores sobre monstruos que se contaban unos a otros, así que conocía tan bien como cualquier otra neoluz las amenazas que acechaban al incauto.

Al principio, cuando el muchacho cruzó a Everlost, su deambular tenía un propósito. Había empezado a caminar en busca de respuestas, pero ahora ya ni siquiera se acordaba de las preguntas. Lo único que le quedaba era el impulso de seguir moviéndose, descansando tan solo cuando se encontraba un punto muerto, algún trozo de tierra sólida y brillante que, como él, hubiera cruzado a Everlost. No había tardado en descubrir que los puntos muertos eran distintos del desenfocado y evanescente mundo de los vivos, donde a cada pisada se hundía uno hasta el tobillo, y la tierra amenazaba con tragarse entero y seguir sorbiendo hasta el centro del planeta a todo aquel que se quedara quieto demasiado tiempo.

Aquel día, su deambular lo había conducido a un campo lleno de puntos muertos. Nunca había visto tantos en un lugar… Pero lo que realmente le llamó la atención fue el cubo de palomitas de maíz. Estaba justo allí, en un punto muerto, a la sombra de un enorme árbol de Everlost, y no había mejor lugar en que pudiera encontrarse.

No sabía cómo, ¡pero el caso era que las palomitas de maíz habían cruzado!

Desde su llegada a Everlost, el muchacho no había experimentado el placer de comer. Y el hecho de que ya no necesitara comer no significaba que desaparecieran las ganas de hacerlo. Así que ¿podía resistirse a aquellas palomitas? Era un cubo de tamaño gigante, de esos que uno pide con ojos ansiosos a la entrada del cine pero nunca se consigue acabar. En aquel preciso instante, veía cómo brillaba la mantequilla de las palomitas: ¡parecía demasiado bueno para ser cierto!

Pero lo era.

Cuando entró en el punto muerto y alargó la mano para coger el envase, sintió en el tobillo un cable trampa, y al instante una red lo encerró por todos lados y lo levantó del suelo. Solo después de verse atrapado dentro de la red comprendió el error que había cometido.

Había oído hablar del monstruo que se hacía llamar el McGill y de sus trampas para almas, pero también había oído que el McGill se había marchado muy lejos, para cometer nuevas tropelías en el océano Atlántico. Así pues, ¿quién le había tendido aquella trampa? ¿Y para qué?

Intentó liberarse, pero no servía de nada. Su único consuelo fue que el cubo de palomitas de maíz había quedado también dentro de la red, y aunque la mitad del contenido se había caído al suelo, todavía tenía la otra mitad a su disposición. Saboreó cada una de las palomitas, y cuando acabó, empezó a esperar y siguió esperando. El día dio paso a la noche y la noche al día, y eso se repitió una y otra vez hasta que perdió la noción del tiempo y comenzó a temer que tuviera que pasarse la eternidad colgado dentro de aquella red… Pero un día oyó un débil zumbido, una especie de motor de un vehículo que se aproximaba por el norte. El sonido retumbaba en el sur, pero más tarde, cuando el sonido del sur y el del norte se hicieron más fuertes, comprendió que uno no era en absoluto el eco del otro. Los sonidos eran diferentes: llegaban a él por los dos lados.

¿Serían otras neoluces que se acercaban, o se trataría de monstruos? ¿Lo sacarían de aquella red para dejarlo en libertad, o por el contrario lo convertirían en víctima de nuevas tropelías?

El leve recuerdo de un corazón empezó a palpitarle en su pecho fantasmal, y mientras se hacía más potente el lamento de los motores, esperó a ver cuál de los dos lo alcanzaría antes.

2

Una visión en el cielo

—Señorita Mary, uno de nuestros vigías ha avistado una trampa en la que alguien ha quedado atrapado.

—¡Estupenda noticia! Dile a Speedo que se acerque, pero no demasiado: no queremos asustar a nuestro nuevo amigo.

Mary Hightower se encontraba en su elemento a aquella altura por encima del suelo. No tan alto como vuelan los vivos, que incluso dejan tan por debajo de ellos las nubes que parecen pintadas en la tierra, sino en el espacio intermedio entre la tierra y los cielos: allí es donde se sentía como en su casa. Mary Hightower era la reina del Hindenburg, y le gustaba serlo. La enorme aeronave plateada, el globo dirigible más grande que se hubiera construido nunca, había desaparecido en 1937 envuelto en llamas, abandonando el mundo de los vivos para pasar a Everlost. Mary, que pensaba que todas las cosas suceden por alguna razón, creía conocer el motivo por el cual había estallado el Hindenburg: lo había hecho para que ella pudiera utilizarlo en Everlost.

La Galería de Estribor, que iba de una punta a otra del compartimento de los pasajeros, constituía su lujoso retiro personal y también su centro de operaciones. Los cristales, inclinados hacia abajo, le proporcionaban una vista espectacular del terreno. Allí podía percibir los colores desvaídos del mundo de los vivos, moteados de elementos tanto naturales como artificiales que sobresalían audazmente del resto. Esos eran los lugares que habían cruzado a Everlost: árboles y campos, edificios y carreteras… Aunque las neoluces aún podían ver el mundo de los vivos, les resultaba borroso y apagado. Solo las cosas y los sitios que habían cruzado a Everlost aparecían brillantes y bien definidos. Mary estimaba que cruzaba a Everlost una de cada cien cosas que morían o eran destruidas: el universo era muy selectivo en lo que decidía conservar.

Solo ahora que pasaba los días navegando por los cielos, comprendía que había permanecido demasiado tiempo en el mismo sitio. Allá en lo alto de sus torres se había perdido demasiadas cosas, pero por aquel entonces las torres constituían una fortaleza contra su hermano Mikey, que no era otro que el monstruo que se hacía llamar el McGill. Mikey había sido derrotado y ahora resultaba inofensivo. Y Mary ya no tenía que quedarse esperando a que las neoluces la encontraran: podía salir a su encuentro ella misma.

—¿Por qué estás siempre mirando por esos ventanales? —le preguntó Speedo al tomarse un descanso en su labor de piloto de la aeronave—. ¿Qué es lo que ves?

—Veo un mundo de fantasmas —le respondió ella. Speedo no comprendió que los fantasmas a los que se refería Mary eran los llamados seres vivos. Qué insustancial resultaba aquel mundo. Nada duraba en él, ni los lugares ni la gente. Era un mundo lleno de propósitos absurdos que siempre terminaban del mismo modo: en un túnel, en una capitulación. «Bueno, no siempre —pensó con alegría—. No para todo el mundo».

—Sin embargo, yo preferiría seguir vivo —respondía Speedo cada vez que ella hablaba de lo maravilloso que era encontrarse allí, en Everlost.

—Si yo hubiera sobrevivido —le recordaba Mary—, ahora llevaría mucho tiempo muerta… y tú seguramente serías un contable calvo y gordo.

Entonces Speedo se miraba su cuerpo delgado y goteante (siempre estaba empapado y embutido en el bañador que llevaba al morir), para convencerse de que si hubiera vivido nunca habría llegado a estar gordo ni calvo. Pero Mary no pensaba lo mismo. La madurez puede tener horribles efectos en las mejores personas, y Mary prefería con mucho seguir teniendo siempre quince años.

Mary se concedió un momento para preparar el encuentro con el recién llegado. Lo recibiría personalmente. Esa era su costumbre, y pensaba que era lo menos que podía hacer. Sería la primera en salir de la nave: una esbelta figura vestida con un lujoso vestido de terciopelo verde, y con la perfecta caída de su pelo cobrizo, descendiendo la escalerilla de un globo de hidrógeno de increíble tamaño. Así se hizo. Con clase, con estilo, con un toque personal. Desde el momento en que la veían por primera vez, todos los nuevos sabían que Mary amaba a cada uno de los niños que tenía a su cargo, y que todos estaban completamente a salvo bajo su poderosa protección.

Al salir de la Galería de Estribor, Mary pasó por entre otros niños que se encontraban en las zonas comunes de la aeronave. Había recogido a cuarenta y siete. En los días de las torres había habido muchos, muchos más. Pero Nick se los había arrebatado. Él la había traicionado, mostrándole a cada uno de los niños la puerta de su propia perdición: les había puesto a todos una moneda en la mano. ¡Una de aquellas monedas, de aquellos espantosos recordatorios de que la auténtica muerte aguardaba a aquel que estuviera lo bastante loco para ir a buscarla! Y el hecho de que hubiera una luz al final del túnel no quería decir que se tratara de algo deseable. Al menos Mary pensaba que no lo era. Porque es cierto que el cielo brilla, pero también lo hace una hoguera. Mientras el Hindenburg descendía, Mary se dirigió a la cabina de control, el puente de mando de la nave que colgaba de la panza del gigante. Desde allí tendría la mejor vista del descenso.

—Tomaremos tierra en unos minutos —le comunicó Speedo, maniobrando con mucha atención la elegante bestia de plata. Speedo había sido una de las poquísimas neoluces que se habían negado a coger la moneda el día en que Nick había traicionado a Mary. Eso le había granjeado un puesto especial: un cargo de confianza y responsabilidad—. Mira ese campo —indicó Speedo—. ¿Has visto todos esos puntos muertos?

Desde el aire, los puntos muertos parecían un centenar de lunares repartidos al azar por la tierra.

—Aquí debe de haberse librado una batalla en alguna ocasión —supuso Mary—. Tal vez durante la guerra de la Independencia.

Vieron un árbol de Everlost que se erguía sobre su propio punto muerto.

—La trampa está puesta en ese árbol —le dijo Speedo cuando se acercaban al suelo.

Se trataba de un árbol grande cuyas hojas brillaban con tonos rojos y amarillos muy diferentes de los verdes árboles estivales del mundo de los vivos. Aquel árbol exhibiría permanentemente los colores de los primeros días del otoño, pero las hojas no se le llegarían a caer nunca de las ramas. Mary se preguntó qué habría motivado que el árbol cruzara a Everlost. Tal vez los amantes habían grabado en él sus iniciales justo antes de que lo partiera un rayo. Tal vez lo hubieran plantado en recuerdo de alguien, pero después lo talaran. O tal vez simplemente hubiera quedado bañado de la sangre de un soldado caído, para morir años después en una sequía. Por el motivo que fuera, el árbol no había muerto del todo, sino que había cruzado a Everlost como tantas otras cosas que el universo había decidido preservar.

El follaje del árbol era tan espeso que no lograban distinguir la trampa, ni siquiera después de tomar tierra.

—Yo iré delante —anunció Mary—. Pero me gustaría que tú también vinieras. Me harás falta para liberar de la red a nuestro nuevo amigo.

—Por supuesto, señorita Mary —respondió Speedo, mostrando una sonrisa demasiado grande para su rostro.

Sacaron la escalerilla, y Mary bajó de la aeronave a tierra sin perder la gracia de su paso ni siquiera cuando los pies empezaron a hundírsele hasta los tobillos en el mundo de los vivos.

Pero mientras se acercaba al árbol, Mary se dio cuenta de que algo no iba bien. Habían bajado la red, pero ya no había dentro ninguna neoluz. Lo único que quedaba, en el suelo, era el cubo de palomitas de maíz, vacío. Aquel era el cebo que había dejado ella, tal como solía hacer su hermano. La diferencia era que mientras el McGill condenaba a la esclavitud a sus cautivos, Mary les ofrecía la libertad. O al menos su definición de libertad. Sin embargo, aquel día en la red no había ninguna neoluz que pudiera recibir aquel regalo.

—Debe de haberse escapado —dijo Speedo mientras se acercaba por detrás.

Mary negó con la cabeza.

—Nadie puede escapar de una red de estas.

Y entonces le llegó cierto aroma procedente del árbol. Un perfume dulce y embriagador que iba cargado de una intensa mezcla de amor y odio. Aquel perfume lo desprendía la huella marrón de una mano, que había quedado impresa en el árbol. Y la huella estaba puesta allí a propósito, en señal de burla.

—¿Será sangre seca? —preguntó Speedo.

—No —le respondió ella, conservando todo el aplomo pese a la ira que la embargaba—: es chocolate.

En su libro Cuidado, esto va contigo, dice Mary Hightower a propósito de los males del ser de chocolate:

«Todas las neoluces prudentes harán bien en seguir las muchas advertencias relativas a la criatura conocida como “Ogro de Chocolate”. En este mundo, ese ser constituye una fuerza de caos y sufrimiento. Por supuesto, el propio Everlost tiembla de furia ante sus terribles fechorías. Si existe justicia en este mundo (y yo creo que tiene que existir), el Ogro de Chocolate tendrá que rendir cuentas cuando se encuentre con su Hacedor. Si te enteraras de que han visto al ogro en algún lugar próximo adonde tú estás, lo mejor será que busques refugio y que informes de inmediato de su presencia a la autoridad».

Por «autoridad», tenemos que suponer que Mary se refiere a sí misma.

3

Audiencia con el ogro

Se trataba de una vieja máquina de vapor, fabricada y destruida en el siglo XIX, pero tan querida por su maquinista que se había granjeado un lugar en Everlost. Por supuesto, solo podía viajar por vías que ya no existieran: inconvenientes de la vida después de la vida.

Un chico con las manos demasiado grandes para su cuerpo, y con un cigarrillo que no se le apagaba nunca colgado del labio, había liberado al muchacho de la red de Mary. En aquellos momentos agarraba al muchacho fuertemente del brazo, llevándolo por el campo y el bosque hacia el tren que los estaba esperando.

—¿De quién es este tren? —preguntó el muchacho, aterrorizado—, ¿qué me va a pasar…?

—No hagas preguntas tontas —contestó el chico de las manos grandes—, o te juro que te hundiré en la tierra sin pensármelo dos veces.

Entonces empujó al muchacho para que subiera por la escalerilla y entrara en el vagón de primera clase. El olor le hizo apartarse de inmediato.

—¡No, no…!

Pese a lo delicioso que resultaba aquel aroma a chocolate, no podía significar más que una cosa: que los rumores eran ciertos, y que él estaba perdido.

Al final del vagón se encontraba sentado un chico que llevaba corbata y camisa blanca, aunque esa camisa estaba ya llena de incontables manchas de color marrón. Igual que la suntuosa alfombra roja, e igual que las sillas de rojo terciopelo.

—No tengas miedo —dijo el Ogro de Chocolate. Pero eso era exactamente lo que decían los monstruos cuando sabían que uno tenía todos los motivos del mundo para tener miedo.

La luz que entraba por las ventanillas incidía en los asustados ojos del muchacho, de modo que no podía ver con claridad la cara del ogro, pero en ese momento el ogro se levantó y se dirigió hacia la luz. De repente todo se volvió claro.

Era como si alguien le hubiera hundido el lado izquierdo del rostro en un caldero de chocolate. El chocolate parecía rezumar por sus poros, y hasta el ojo izquierdo se había vuelto de un color castaño como de chocolate. Pero era la otra mitad de su rostro lo que resultaba más sorprendente, pues no tenía nada de monstruosa. De hecho, parecía la cara de un chaval normal de quince años.

—Suéltame —imploró la aterrorizada neoluz—. Haré todo lo que quieras, pero deja que me vaya.

—Te dejaré —respondió el Ogro de Chocolate—. Y haré algo todavía mejor que soltarte: te señalaré el camino por el que puedes irte.

Eso no sonaba bien, y el muchacho temió que bajo sus pies se abriera un pozo sin fondo. Pero no ocurrió nada de eso.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el ogro.

Eso era algo en lo que el muchacho llevaba mucho tiempo sin pensar.

—Me llamo… Yo.

El Ogro de Chocolate asintió con la cabeza y le dijo:

—No puedes recordarlo… Vale, no pasa nada… —Entonces el ogro le tendió la mano para estrechársela—: Yo me llamo Nick.

El muchacho observó la mano del ogro sin saber qué decir. Estaba mucho más limpia que la otra, que se hallaba recubierta de chocolate por completo, pero incluso la mano limpia tenía montones de manchas, tal vez a causa de haber tocado todas las cosas del tren que estaban embadurnadas de chocolate.

—¿Qué ocurre? ¿No esperabas que el Ogro de Chocolate tuviera un nombre de verdad? —Al sonreír, el chocolate le goteó desde la mejilla y cayó sobre la alfombra que ya estaba llena de manchas oscuras.

Entonces el chico de las manos grandes, que seguía detrás del muchacho, le dio un fuerte empujón en el hombro.

—Estréchale la mano… ¡No seas maleducado!

El muchacho hizo lo que se le mandaba: estrechó la mano del ogro, y cuando la soltó, la tenía manchada de chocolate. Pese a lo asustado que estaba, aquel chocolate que tenía en la mano le pareció aún mejor que las palomitas de maíz.

Como si le hubiera leído la mente, el ogro le dijo:

—No te cortes… Es chocolate de verdad, y sigue estando tan rico como cuando estabas vivo.

Y aunque el muchacho tenía la sensación de que se trataba de una trampa (tal vez estuviera envenenado, o algo peor), el caso es que se llevó los dedos a los labios y lamió el chocolate. Y comprobó que el ogro decía la verdad: el chocolate era auténtico y estaba rico.

El ogro señaló su propio rostro.

—Lo único que tiene esto de bueno es que lo puedo compartir.

—Y hoy es chocolate con leche —comentó el chico de las manos grandes—. Se ve que estás de buen humor.

El Ogro de Chocolate se encogió de hombros.

—Todos los días en los que salvo a alguien de las garras de Mary son un buen día.

Aquel monstruo estaba siendo demasiado amable. El muchacho hubiera preferido vérselas con un carácter feroz, pues al menos de ese modo habría sabido a qué atenerse.

—¿Qué vas a hacerme? —preguntó.

—No voy a hacerte nada. La cuestión es: ¿qué vas a hacer tú? —Se cruzó de brazos—. Tú has cruzado a Everlost con una moneda. ¿Recuerdas qué le ocurrió?

El muchacho se encogió de hombros.

—No era más que una ficha —repuso—. Y la tiré.

Entonces el Ogro de Chocolate metió la mano en un caldero gris y herrumbroso.

—Ummm…, me parece que la he encontrado.

Sacó del caldero una moneda y se la ofreció al muchacho.

—Cógela.

Y como dudaba, el chico de las manos grandes, que seguía detrás de él, le dio otro empujón.

El muchacho cogió la moneda. Se parecía mucho a la moneda de la que se había desprendido al llegar a Everlost.

—Dime qué sensación te produce en la mano —le pidió el ogro.

—Está caliente.

El ogro sonrió.

—Bien. Muy bien. Ahora puedes elegir. Puedes seguir con ella en la mano… o puedes metértela en el bolsillo y guardarla para otro momento.

—¿Qué ocurre si la dejo en la mano?

—No lo sé a ciencia cierta. Tal vez puedas decírmelo tú.

Y aunque el muchacho no había sentido tanto miedo desde los primeros días que había pasado en Everlost, notó también cierto bienestar que irradiaba la propia moneda. Sí: aquella moneda extendía por la mano una relajante calidez, una sensación de paz que le pasaba de la mano al brazo y después al resto de su espíritu. Y tuvo la impresión de que su neobrillo (aquella leve aura que irradiaba toda neoluz) se volvía más brillante.

Antes de que pudiera cambiar de opinión, cerró el puño en torno a la moneda que se iba volviendo más caliente al contacto, y en un instante, fue como si el espacio mismo se rasgara ante él mostrando un túnel. Las paredes de ese túnel eran más oscuras que el propio negro, pero muy lejos se veía una luz tan brillante como oscuras eran las paredes. ¡Vaya, aquello no era en absoluto un pozo sin fondo! ¡Aquello ya lo había visto antes! ¡Sí! Lo había visto en el mismo instante en que…

—¡Jason! —gritó lleno de alegría—. ¡Me llamo Jason!

El ogro asintió.

—¡Que tengas un buen viaje, Jason!

Jason quiso darle las gracias al Ogro de Chocolate, pero ya estaba demasiado lejos, e iba atravesando el túnel a toda velocidad, por fin de camino hacia donde tenía que ir.

* * *

Un arcoíris de luces brillantes, un temblor en el aire semejante al que se ve en una carretera al calor del verano, y el muchacho desapareció.

—Nunca explican lo que ven —se lamentó Johnnie-O chasqueando sus descomunales nudillos—. Al menos uno tendría que contarnos algo.

—Si de verdad quieres saber lo que ven —dijo Nick—, entonces coge una moneda.

Johnnie-O movió los hombros con incomodidad.

—¡Naaa! —repuso—. No voy a dejar de amargarte la vida tan pronto.

Nick tuvo que reírse. Pese a aquella pose de tipo duro, Johnnie-O había resultado ser un amigo de verdad. Por supuesto, no había sido así al principio. Johnnie-O no se mostró muy contento cuando Nick se presentó con su caldero de monedas mágico. Aquel caldero, como las propias monedas y como las galletas de la suerte, era un regalo procedente de los desconocidos lugares que se encontraban al otro lado del túnel, porque el caldero no se vaciaba nunca y siempre había una moneda en él para cualquier alma que la necesitara. Nick pensaba que lo hubiera tenido muy difícil para encontrar todas aquellas monedas, y que el hecho de que el caldero se llenara por sí solo cuando nadie miraba era una señal de que estaba haciendo lo correcto.

Johnnie-O había visto cómo cada uno de los integrantes de su banda cogía una moneda y escapaba de Everlost. Por qué Johnnie-O no había llegado a emplear su propia moneda es algo que solo él podía saber. Nick nunca se lo preguntó: tal decisión era demasiado personal para hacer preguntas al respecto.

«¡Te incrustaré en la tierra!», le había gritado Johnnie-O a Nick al ver que sus compañeros de la banda cogían las monedas y desaparecían para siempre. «¡No me importa si tengo que bajar al centro de la Tierra contigo, el caso es que te incrustaré en la tierra!».

Y a punto estuvo de hacerlo. Él y Nick habían peleado hasta que a ambos la tierra les llegaba casi al pecho. Pero cuando Johnnie-O comprendió que se iba a hundir de verdad en compañía de Nick, se retiró, se impulsó hacia arriba, y dejó que Nick también saliera.

Nick quería pensar que, al final, Johnnie-O había comprendido que darles a aquellos muchachos un billete de salida de Everlost era una buena acción. Y quería pensar que Johnnie-O le respetaba por ello. Por supuesto, Johnnie-O no lo admitiría nunca, pero para Nick era suficiente el hecho de que se hubiera quedado con él y lo ayudara a su manera.

Una vez enviado Jason a su destino, Nick fue hasta la máquina del tren, donde un niño de nueve años llamado Charlie Chu-Chú alimentaba la caldera y estudiaba un mapa que él mismo había dibujado. Aparte del mapa de Charlie, nadie había hecho ningún registro de las vías de tren que había en Everlost.

—¿Crees que Mary pondría mi mapa en uno de sus libros? —le preguntó Charlie.

—Mary no pondrá en sus libros nada que no sirva a los intereses de Mary —le respondió Nick—. Y para eso, seguramente tendrías que dibujar un mapa en el que todos los caminos condujeran a ella.

Charlie se rio.

—Ahí es adonde llevan más o menos la mayoría de los caminos. Sus tentáculos llegan a todas partes —dijo, y entonces bajó la voz un poco, tal vez algo asustado—: ¿Crees que sabrá que te estoy ayudando?

—No te preocupes, que te perdonará —dijo Nick—. Mary se enorgullece de su capacidad de perdonar. Hasta me perdonaría a mí si depusiera mi «malvada actitud». De todas formas, tú no me estás ayudando, porque yo te he contratado, y el trabajo es el trabajo, ¿no?

Entonces Nick le entregó a Charlie, como pago por sus servicios, una taza llena de chocolate.

—Algún día me cansaré de este mejunje —advirtió Charlie.

—Lo siento —contestó Nick—, pero no puedo darte nada más.

Charlie se encogió de hombros.

—No te preocupes. Siempre podré cambiarlo por otra cosa.

En eso tenía razón, pues por mucho que su condición hiciera sufrir a Nick, en Everlost gotear chocolate era como gotear oro. Su infortunio había consistido en morir a los catorce años con una mancha de chocolate en la cara. Conforme olvidaba más y más cosas de su vida en la Tierra, aquella mancha de chocolate se había ido haciendo más y más grande. «En Everlost, somos lo que recordamos», le había dicho Mary en cierta ocasión. ¿Por qué demonios tendría él que recordar aquella estúpida mancha de chocolate?

Allie, que había fallecido en el mismo accidente que Nick, no se había reído jamás de él por aquel motivo. Y cuando otros niños en los dominios de Mary habían empezado a llamarlo «Nestlé», Allie le había ayudado en sus esfuerzos por preservar sus recuerdos y su nombre. Le entristeció acordarse de Allie. Allie y él habían llegado a Everlost juntos, y lo habían recorrido juntos. A Nick siempre le había parecido que sus destinos estaban de algún modo entrelazados, pero eso había sido hasta que sus caminos se separaron sin que Nick hubiera tenido siquiera la oportunidad de despedirse de ella. Sin duda Allie se había dirigido por fin hacia su casa, para encontrarse con lo que quedara de su familia. Nick se preguntaba si alguna vez Allie cogería su propia moneda para completar su viaje. Por un lado deseaba que así fuera, pero por otro lado, por su lado más egoísta, prefería que Allie siguiera en Everlost para volver a verla algún día.

—Mira —dijo Charlie—, Mary se está yendo ya.

En la lejanía, Nick distinguió con toda claridad el Hindenburg, que se elevaba en los cielos.

—Debería haberme quedado allí, junto al árbol —comentó Nick—. Así Mary habría tenido que vérselas conmigo.

—De eso nada —repuso Johnnie-O—. Si te hubiera visto allí, ni siquiera habría llegado a bajar de la aeronave.

Johnnie-O tenía razón, desde luego. Sin embargo, Nick ansiaba el momento de verse cara a cara con ella, y no era tan solo por presenciar su frustración, sino también por verla a ella. Por estar cerca de ella, pues, a pesar de todo, Nick la seguía amando. Eso no tenía ningún sentido para Charlie ni para Johnnie-O, pero sí que lo tenía para Nick, porque él entendía a Mary más de lo que se entendía ella a sí misma. Era víctima de su propia rectitud, esclava de aquel orden que trataba de imponer en Everlost. Si pudiera, a Nick le gustaría abrirle los ojos a la realidad, para que se diera cuenta de que estaba haciendo más daño que beneficio. Entonces él estaría a su lado para consolarla en aquel momento de revelación, cuando Mary viera desmoronarse ante sus ojos todo cuanto había creído sobre sí misma. En cuanto comprendiera lo que era correcto, Nick estaba seguro de que aceptaría la realidad de las cosas, y que juntos se podrían dedicar a liberar de Everlost todas las almas que pudieran.

Esa era la Mary que él amaba: la Mary que podía llegar a existir.

Cada vez que Nick alcanzaba una de las trampas que ponía y liberaba a una de sus almas atrapadas, tenía la esperanza de que llegara aquel momento de confrontación, en el que la ira de ella se vería socavada por el amor que sabía que sentía por él. Pero Mary nunca daba ese paso para encontrarse con Nick. Por el contrario, se alejaba siempre sin concederle el honor de una buena bofetada en el rostro.

—Mary se dirige hacia el noroeste —observó Charlie—. ¿Quieres que volvamos a seguirla?

—¿Dónde nos encontramos nosotros? —preguntó Nick.

Charlie miró el mapa.

—En algún lugar de Virginia. Al este de Richmond.

Eso era lo más al sur que habían llegado nunca. Pero Nick se había topado con neoluces que contaban cosas de lugares que se hallaban más al sur aún. Rumores. Cosas que hubieran resultado completamente increíbles en el mundo de los vivos, aunque en Everlost era posible cualquier cosa.

De modo que Mary le rehuía. Y Nick empezaba a sospechar que nunca le daría la cara si no era en una guerra con todas las de la ley. No había ninguna duda de que ponía aquellas trampas de almas con la intención de formar un ejército.

«De acuerdo, Mary. Si eso es lo que quieres, jugaremos a la guerra», pensó él, y dijo:

—¡Hacia el sur!

Charlie movió la cabeza hacia los lados en señal de negación.

—No se puede. No he trazado el mapa de ninguna vía férrea al sur de Virginia. Además, ¿para qué quieres ir al sur? Allí no hay más que un páramo eterno llamado Everwild.

Nick lanzó un gruñido de frustración ante la sola mención de aquel nombre.

—¡No oigo otra cosa! ¡Everwild al norte, Everwild al oeste, Everwild al sur…!

—Bueno, no es culpa mía si nadie sabe lo que hay por allí.

—Pero para las neoluces de allí, somos nosotros los que estamos en Everwild.

Tal vez el mundo de los vivos hubiera terminado conectando una costa de Estados Unidos con la otra, y después todo el mundo entre sí, pero en Everlost seguía habiendo fronteras. Era como en los días en que América aún era el Nuevo Mundo, y nadie sabía qué vistas sobrecogedoras o qué peligros desconocidos aguardaban al otro lado de la siguiente colina. Tal vez lo desconocido no diera tanto miedo si hubieran contado con una tripulación completa, pero a diferencia de Mary, Nick no había tenido interés en reunir seguidores. Su labor consistía más bien en deshacerse de ellos, cosa que complicaba mucho el mantener algo más que el equipo meramente imprescindible, a saber: él mismo, Charlie y Johnnie-O. Pero había llegado el momento de cambiar las cosas.

—Vamos, Charlie… ¡Vamos a domar el salvaje Everwild! Dibujaremos el mapa por el camino: iremos trazando en él las vías de ferrocarril y marcando los puntos muertos.

Y aunque a Charlie no le hacía ninguna gracia viajar a lugares desconocidos, Nick sabía que había conseguido tentarlo. Siempre había algo de emocionante en romper con lo conocido y dejar atrás las viejas rutinas.

—Tendremos que encontrar a un descubridor que nos pueda conseguir el papel que necesitamos para trazar un nuevo mapa —dijo Charlie—, pero mientras tanto podré ir rayándolo en el mamparo de la máquina.

Nick le dio unas palmadas en la espalda, dejando sin querer una mancha de chocolate en ella.

—Entonces, manos a la obra. ¡Conoceremos a las neoluces del sur antes de que lo haga Mary!

Y así, con la caldera consumiendo un recuerdo de carbones, la máquina de vapor se dirigió al sur, penetrando en una tierra vasta, salvaje y desconocida.

4

La Apartada

Cierta cálida tarde de junio, dos descubridores encontraron una cafetería de pueblo que había ardido muchos años antes. El mundo de los vivos había pavimentado todo aquel terreno y lo había convertido en un aparcamiento para los coches que iban al banco de al lado, pero en Everlost seguía existiendo la cafetería, cuyos revestimientos cromados relucían al sol de la tarde. Era el único edificio de la ciudad que había cruzado a Everlost, y se había convertido en el hogar de una docena de neoluces.

Los descubridores, un chico y una chica, llegaron a lomos de un caballo. Esto era algo inaudito. Bueno, no exactamente inaudito, pues circulaban historias sobre cierta descubridora que viajaba en el único caballo del que se supiera que había cruzado a Everlost. Se decía que viajaba con un compañero, aunque a él apenas se lo mencionaba en aquellos rumores. Cuando los niños salieron de la cafetería, guardaron las distancias. Mostraban interés, pero al mismo tiempo temían que pudiera ser la descubridora de la que hablaba la leyenda. Las neoluces de la cafetería eran todas de corta edad, y la chica mayor, que se llamaba Dinah, era la jefa. Había muerto a los diez años, y lo que mejor recordaba de sí misma era que tenía un cabello largo y exuberante, que ahora la seguía a todas partes como una suave cola de novia de color ámbar.

Ya hacía un buen rato que los descubridores habían llegado a la ciudad. La llegada de descubridores siempre empezaba en esperanza y terminaba en decepción. Los descubridores no paraban de buscar cosas que hubieran cruzado a Everlost, comerciando y cambiando los objetos que encontraban por cosas de mayor valor. Pero por allí no cruzaba gran cosa. Los descubridores normalmente se despedían con un gesto de desprecio para no volver nunca más.

—Lo siento —les dijo Dinah a los dos mientras se bajaban del caballo—. No tenemos mucho con lo que comerciar. Tan solo esto. —Y les enseñó un cordón de zapato.

El chico se rio.

—¿Cruzó el cordón y no cruzó el zapato con él?

Dinah se encogió de hombros. Se esperaba que hicieran aquel comentario.

—Es todo lo que tenemos. Si te interesa, danos algo a cambio. Si no, te puedes ir. —Dinah miró entonces a la chica, y se atrevió a preguntar lo que no se atrevían a preguntar los niños más pequeños que tenía a su cargo—: ¿Tienes nombre?

La chica sonrió.

—Si quieres saber mi nombre, te costará un cordón de zapato.

Dinah escondió el cordón en el bolsillo.

—Un nombre no vale ni siquiera esto. Además, seguro que es inventado, como la mayoría.

La descubridora volvió a sonreír.

—Me parece que tengo algo que darte a cambio del cordón —dijo, y metió la mano en las alforjas para sacar de él un fulgurante adorno navideño que decía: «Las primeras Navidades de nuestro querido bebé».

Los niños más pequeños empezaron a exclamar «¡aaah!» y «¡oooh!», pero Dinah conservó su expresión pétrea.

—Eso vale más que un cordón de zapato. Y los descubridores no acostumbran a dar las cosas de balde.

—Considéralo un regalo en prueba de la buena voluntad… —repuso la descubridora— de Allie la Apartada.

* * *

Aquel era el momento que más le gustaba a Allie: las bocas abiertas, la sorpresa en los rostros… Unos la creían cuando decía quién era y otros tenían sus dudas; pero antes de que se marchara ya no quedaba nadie que no se lo creyera, pues era la verdad, y Allie pensaba que la verdad terminaba imponiéndose siempre.

Las jóvenes neoluces, que se habían mostrado tan distantes hacía solo un instante, se agruparon a su alrededor para bombardearla a preguntas:

—¿Eres Allie la Apartada?

—¿Es verdad que sabes secuestrar la piel?

—¿Es verdad que le escupiste a la cara a la Bruja del Cielo?

—¿Es verdad que encantaste al McGill como si fuera una serpiente?

Allie miró a Mikey, al que parecía que todo aquello no le hacía ninguna gracia.

—Todo es mentira —dijo Allie con una sonrisita que sirvió para convencerlos de que era completamente cierto.

Dinah, sin embargo, solo estaba convencida en parte.

—De acuerdo: si eres quien dices ser, entonces veamos cómo secuestras la piel. —Los niños se pusieron a gritar, aprobando con nerviosismo aquella invitación—. Vamos, por aquí hay montones de carnosillos.

Allie miró a su alrededor. En efecto, por la calle pasaban como borrones las imágenes de los vivos, tan fáciles de sintonizar cuando no había espectadores.

—Lo siento, pero yo no hago números de circo —soltó Allie con severidad—. No actúo a petición del público.

Dinah dio un paso atrás y volvió los ojos hacia la otra mitad del equipo.

—Si ella es Allie la Apartada, ¿quién eres tú?

—Me llamo Mikey.

Dinah se rio.

—No es un gran nombre para un descubridor.

—Bueno —repuso él, apretando los puños a los lados—. Entonces digamos que soy el McGill.

Pero eso solo provocó las risas de los niños. Y Mikey, que aguantaba muy mal las burlas, se puso furioso.

Allie seguía ofreciéndole el adorno navideño a Dinah, pero esta no lo aceptaba. Entonces asomó un niño que se había escondido tras la larga melena de Dinah.

—Por favor, Dinah…, ¿nos lo podemos quedar? —le pidió, pero Dinah le hizo callar.

—¿Vienen por aquí otros descubridores? —preguntó Allie.

Dinah hizo una estudiada pausa antes de responder, tal vez para dejar claro que era ella quien controlaba la conversación:

—A veces.

—Bueno, te daré el adorno navideño —dijo Allie— si me prometes que guardaréis para nosotros todo lo que encontréis que realmente valga la pena.

—¡Te lo prometemos, Allie! —decían todos los niños—. ¡Te lo prometemos!

Dinah asintió, poco ansiosa de ceder a los deseos de los demás, y cogió el adorno navideño de las manos de Allie.

—También me tenéis que prometer otra cosa.

El rostro de Dinah adoptó un gesto severo. Allie comprendió por aquel gesto que, aunque no parecía tener más que diez años, era un alma vieja, muy vieja.

—¿Qué tenemos que prometer?

—Que si Mary, la Bruja del Cielo, oscurece algún día el cielo con su gran globo, os esconderéis y no dejaréis que os lleve con ella.

Los niños miraron a Dinah para saber qué responder.

—Entonces, ¿quién nos protegerá del Ogro de Chocolate? —preguntó Dinah—. ¿Quién nos protegerá del McGill?

—Yo diría que hasta ahora tú lo has hecho perfectamente —le respondió Allie—. Y además, no hay motivo para tener miedo ni del McGill ni del Ogro de Chocolate. La única que tendría que daros miedo es la propia Mary.

Todos asintieron, aunque no parecían convencidos. Al fin y al cabo, la Apartada era ella. Pese a lo deslumbrados que pudieran estar, el consejo de Allie les resultaba sospechoso.

Dinah le entregó el adorno navideño a uno de los niños.

—Cuélgalo en el perchero —le dijo—. ¡Es lo más parecido que tenemos a un árbol de Navidad! —Entonces se volvió hacia Allie—. Cumpliremos nuestra parte: guardaremos para ti lo mejor que encontremos.

Era un trato satisfactorio. Se había granjeado la lealtad de muchos grupos de neoluces. No, no grupos: «vapores», pensó negando ligera y amargamente con la cabeza. En uno de los pesados libritos que había escrito Mary sobre buenas maneras, ella insistía en que el nombre correcto para una reunión de neoluces era el de vapor: se decía una bandada de pájaros, una piara de cerdos, y un vapor de neoluces. Le irritaba enormemente a Allie que Mary determinara el lenguaje que todos debían usar. Allie no se habría sorprendido si se hubiera enterado de que era la propia Mary la que había acuñado el nombre de Everlost.

Allie se encontró una calle más allá con Mikey, que se entretenía pisando con fuerza en una enorme explanada de césped y observando las ondas que su pie producía en el mundo de los vivos. Le dio vergüenza verse sorprendido haciendo algo tan infantil. Allie intentó disimular su sonrisa, porque sabía que si él la veía sonreír le daría aún más vergüenza.

—¿Hemos terminado aquí? —preguntó Mikey.

—Sí. ¿Adónde vamos ahora? —Allie hizo sitio en el caballo para él, dejándolo que se colocara delante de ella y sujetara las riendas. En tantas otras cosas él se había quedado a su sombra que lo menos que podía hacer era concederle el derecho a decidir hacia dónde cabalgaban.

—Creo que sé adónde podríamos ir —dijo Mikey—. No está demasiado lejos de aquí.

Allie había comprendido que ser una descubridora era más que nada cuestión de suerte y de fina observación. Algunos descubridores iban «a la caza de ataúdes». Es decir, rondaban a los moribundos esperando que dejaran caer algo en Everlost en el momento de cruzar al otro lado. Pero los mejores hallazgos se hacían siempre por accidente, y los mejores intercambios se lograban siendo uno astuto pero honrado. Incluso ahora llevaba las alforjas del caballo llenas de objetos que habían cruzado a Everlost: un pomo de cristal, un marco de cuadro sin el cuadro, un osito de peluche raído… En Everlost, cualquiera de estas cosas era un tesoro.

Pero encontrar y comerciar con objetos que habían cruzado a Everlost era tan solo una parte del trabajo de un buen descubridor. El aura que los rodeaba se debía a las historias que contaban, porque mientras que la mayoría de las neoluces se quedaban en un sitio, los descubridores viajaban. Los descubridores veían más y oían más que los demás, y difundían ciertos cuentos por dondequiera que iban. Esa era justo la razón por la que Allie había decidido convertirse en descubridora. Cuando llegó a Everlost, oyó cuentos de monstruos y de milagros, de terror y de salvación. Pero ahora disponía de cierto control sobre las historias que circulaban. Podía expandir la idea de que Mary era el auténtico monstruo de Everlost e intentar que la gente tuviera un concepto más correcto de Nick.

¿Un Ogro de Chocolate? ¡Ja! Nick no tenía ni un pelo de ogro. Lo malo era que a Mary se le daba mucho mejor que a ella lo de difundir la desinformación, porque era mucho más fácil para otras neoluces pensar que la belleza y la virtud iban cogidas de la mano.

Sin embargo, las historias de Allie la Apartada también se expandían considerablemente. Por supuesto, no todas eran ciertas, pero estaba ganándose una reputación como el elemento peligroso de Everlost. Y le granjeaba el respeto de todos. A eso podía acostumbrarse.

De hecho, ya se había acostumbrado.

* * *

Cabo May es una ciudad con una población de cuatro mil treinta y cuatro personas en invierno, y al menos diez veces más en verano. Es lo más al sur que se puede ir en el estado de Nueva Jersey, porque después ya no hay más que agua.

Allie permaneció delante del pintoresco cartel que daba la bienvenida a la ciudad. Se había quedado paralizada al verlo.

—Te estás hundiendo —dijo Mikey, que seguía montado en el caballo. Shiloh, el caballo, que se había acostumbrado a la extraña textura del mundo de los vivos, brincaba suavemente sin cambiar de sitio, sin parar de levantar los cascos, que hacían un sonido de succión al despegarse del suelo. Allie, por el contrario, se había hundido ya hasta las rodillas.

Levantó la mano, y Mikey la ayudó a salir de la tierra.

—Hemos llegado, ¿verdad? —preguntó Mikey—. ¿No es esto Cabo May? Recuerdo que dijiste que vivías en Cabo May.

—Sí. —Con todas aquellas correrías, Allie había perdido el sentido de la orientación, y ahora no se podía imaginar que estuvieran tan cerca del hogar de su familia.

—Es lo que querías, ¿no? Venir a tu casa…

—Sí…, desde el primer día.

Mikey saltó del caballo y se puso a su lado.

—En el barco, acostumbraba a observarte cuando mirabas a la orilla. Sentías enormes deseos de ir a tu casa. No te imaginas lo poco que faltó para que ya entonces te trajera aquí.

Allie sonrió.

—¡Y te hacías llamar monstruo!

Mikey casi se sintió insultado.

—¡Yo era un monstruo aterrador! ¡El único monstruo verdadero de Everlost!

—Era oír tu nombre y echarse a temblar…

Mikey apartó la mirada.

—Nadie tiembla ya.

Allie se enfadó consigo misma por burlarse de él. Mikey no se lo merecía. Le tocó el rostro con suavidad. Al mirarlo entonces nadie podía imaginarse que aquel muchacho de piel clara y ojos azules hubiera sido un día el aterrador McGill, pero muy de vez en cuando Allie podía apreciar un poquito de la bestia que había en él. Restos de aquella bestia aparecían en la brusquedad de su temperamento, en la torpeza de sus manos, que seguían teniendo algo de garras, y en esa manera suya de observar el mundo, como si este aún le debiera algo. Sí, el monstruo aún permanecía agazapado en su interior, pero su rostro era el de un chico atractivo, si bien algo compungido.

—Me gustas mucho más así.

—¿Y a mí qué me importa? —contestó. Pero lo dijo sonriendo, porque sí que le importaba y los dos lo sabían.

«Tienes que enseñarme a ser humano otra vez», le había pedido Mikey al perder su forma monstruosa. Desde entonces, Allie había hecho lo posible por enseñarle. En momentos como aquel ella vislumbraba el recorrido que Mikey había hecho desde el estado de monstruo. ¿Cuánto hacía de aquello? Tal como funcionan las cosas en Everlost, los días se habían fundido unos con otros de tal modo que no había manera de saberlo. ¿Semanas? ¿Meses? ¿Años? ¡No, años no!

—¿O sea que —le preguntó Mikey— traerte hasta aquí me hace más humano?

—Efectivamente.

Hasta su generosidad estaba envuelta en una capa de egoísmo. Eso tal vez hubiera podido molestarle a Allie, pero sabía que Mikey lo habría hecho en cualquier caso, aunque no hubiera tenido nada que ganar. Eso le diferenciaba de su hermana, porque si bien Mary pretendía servir a los demás, en el fondo no se servía más que a sí misma.

—Pero recuerda que yo no podré evitar que te hundas —añadió Mikey—. Ya sabes cómo son las cosas cuando vuelves a casa: te hundirás demasiado rápido como para que te pueda coger.

—Lo sé. —Era muy consciente del peligro que implicaba volver a casa, y no tan solo por las advertencias de Mary tipo Everlost para tontos, sino por el relato de primera mano de Mikey.

La casa de uno, según le había explicado, tenía una gravedad especial para una neoluz. El suelo se iba convirtiendo en una especie de arenas movedizas a medida que se acercaba a ella. Mikey le había contado cómo su hermana y él habían regresado a su casa nada más morir, hacía más de cien años. En cuanto vio cómo seguía la vida sin ellos, Mikey se hundió en la tierra en cosa de segundos. A Mary le había ido mejor: de alguna manera se había salvado de correr la misma suerte que él, y no había tenido que vivir aquel lento y largo viaje hacia el centro de la Tierra.

Mikey, sin embargo, había descubierto que poseía una habilidad que era tal vez la más rara de todas las habilidades que pudiera tener la gente en Everlost: y es que su voluntad era tan fuerte que había podido transformarse a sí mismo, y sus manos se le habían convertido en garras que podía hincar en la tierra, en torno a sí. Su recuerdo de carne fue reemplazado por una cicatriz que le cubría todo el cuerpo, gruesa como cuero y tan llena de pústulas como la superficie de la luna. Se convirtió a sí mismo en un monstruo, y como monstruo pudo ascender, luchando año a año contra la implacable fuerza de la gravedad, hasta el día que logró a salir a la superficie.

Pero eso era agua pasada. Ahora había vuelto a ser Mikey, y se iba acostumbrando rápidamente a su antigua identidad, del mismo modo que Allie se acostumbraba a Everlost.

Pese a lo cual, durante todos aquellos viajes, Allie era consciente, en el fondo, de que le quedaba algo pendiente. Regresar a casa había sido un proyecto sumamente importante para ella al llegar a Everlost. Y, sin embargo, en algún momento había empezado a dejarlo para el día siguiente, y después para el otro, y el otro… No obstante, a diferencia de otras neoluces, ella nunca olvidó su vida en la Tierra. No se olvidó de su familia, ni se olvidó de su nombre.

No sabía por qué tenía que ser diferente a los demás. Ni siquiera Mary escribía sobre tales cosas en sus libros de cuestionable sabiduría. Además, Allie tenía poderes que no poseían otras neoluces. Por qué tenía aquellos poderes precisamente ella y no los demás, eso también era un misterio. Allie podía secuestrar la piel. Los seres vivos tal vez lo llamaran «posesión», pero ella prefería con mucho el término que se utilizaba en Everlost, pues no era un demonio que se apoderara de un ser humano con propósitos maléficos. Allie solo tomaba a la gente «prestada», y ocupaba su cuerpo durante un breve espacio de tiempo. Y solo si era absolutamente necesario.

Recorrieron la extraña calle principal de Cabo May. Borrosos y apagados, los seres vivos se afanaban en sus cosas. Los coches pasaban a través de Allie y Mikey, pero ellos ya estaban habituados a que el mundo vivo los atravesara, así que apenas se daban cuenta. Ni siquiera el caballo prestaba atención a aquellos seres.

—Ahora dobla a la izquierda —le dijo Allie a Mikey en la siguiente esquina. Y cuando doblaron y entraron en la calle donde había vivido, se sintió embargada por una extraña aprensión al ver aquel lugar que debería transmitirle solo alegría e impaciencia…

¿Y si su padre no hubiera sobrevivido al accidente? ¿Y si en aquella terrible colisión frontal hubiera atravesado aquel túnel hacia la luz, dejando a su madre y a su hermana solas, llorándolos a los dos?

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Mikey, que advertía que algo no iba como debiera. Tal vez lo notara en la rigidez con que Allie se sentaba tras él sobre la silla del caballo; o tal vez lo notara simplemente porque sus espíritus habían llegado a estar tan en consonancia uno con el otro que podía ya sentir lo que sentía ella.

—Me encuentro bien —respondió ella.

Allie tenía otro motivo más para su inquietud, y pensó de pronto en su moneda. La había notado fría en la mano, lo que significaba que no estaba preparada para abandonar Everlost. No estaba preparada para dar ese paso. Y ahora, al pensar en ello, comprendía el motivo: no estaría preparada para aquel viaje final hasta que llegara a su casa y viera la verdad con sus propios ojos. Toda su existencia en Everlost había estado encaminada a aquel viaje de vuelta, y sin embargo lo había demorado todo lo posible.

Porque volver a casa era una especie de terminación.

Una vez supiera qué había sido de sus padres, no habría ya nada que la retuviera en Everlost. La moneda resultaría cálida en su mano, y aunque al principio pudiera contenerse, sabía que no lo haría por mucho tiempo: terminaría agarrándola en la mano y yéndose.

Y perdería a Mikey.

Por ese motivo, el regreso a Cabo May era a la vez algo que anhelaba y algo que temía, pero no pensaba compartir con Mikey aquellos sentimientos privados.

Cuando se detuvieron en la calle, Allie sintió una punzada en el pecho. Sabía que no podía sentir verdadero dolor, pero a veces, cuando eran muy fuertes, las emociones se materializaban en dolores fantasma.

—Ahí está —anunció Allie—: la tercera casa a la derecha.

Su casa. Pese a los tonos desvaídos de Everlost, tenía el mismo aspecto que recordaba. Era una sencilla casa victoriana, blanca con los rebordes en azul. Sus padres se habían mudado a Cabo May para disfrutar de cierto encanto rústico en un mundo moderno, de manera que compraron una casa vieja con cañerías que metían ruido y una instalación eléctrica de cables finos que no parecía comprender el sentido de los ordenadores y de los electrodomésticos de alto voltaje. Los fusibles siempre estaban saltando, y en vida Allie no había dejado de quejarse de ello. Ahora, no obstante, añoraba el simple acto de encender un secador del pelo y sumir la casa entera en las tinieblas.

—Espérame aquí —le dijo a Mikey—; esto tengo que hacerlo yo sola.

—Como tú quieras.

Allie saltó del caballo y sintió inmediatamente la falta de firmeza del suelo que pisaba. Más que duro asfalto parecía temblorosa gelatina. Tenía que moverse con rapidez.

—¡Buena suerte! —le deseó Mikey.

Cruzó la calle hacia la casa, sin girarse hacia Mikey por miedo a cambiar de opinión. Pero apresurarse hacia la puerta no parecía muy sensato. Siendo tan importante el peligro de hundirse, lo prudente sería encontrar a alguien con quien pudiera entrar en su casa con plena seguridad.

Alguien como aquel repartidor.

La furgoneta de color marrón dobló la esquina y se detuvo justo ante la casa del vecino. El repartidor sacó un paquete de la parte de atrás de la furgoneta y se dirigió con él hasta la puerta. Allie lo siguió, preparada para hacer su jugada antes de que llamara al timbre.