Expulsión de la bestia triunfante - Giordano Bruno - E-Book

Expulsión de la bestia triunfante E-Book

Bruno Giordano

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En el otoño de 1584, tras haber publicado en los meses precedentes los tres diálogos cosmológicos que ampliaban el heliocentrismo copernicano en la dirección de un universo infinito, eterno y homogéneo, con una infinitud de sistemas planetarios y con la Tierra elevada a la dignidad de un astro divino, Giordano Bruno publica la Expulsión de la bestia triunfante, en la que expone las consecuencias morales, políticas y religiosas de la verdadera cosmología, restaurada tras la demolición del universo aristotélico-cristiano. Sirviéndose, como recurso mnemotécnico, del difundidísimo, aunque falso, esquema de las cuarenta y ocho constelaciones de la esfera de las estrellas fijas, Bruno expone la secuencia de virtudes que se elevan al cielo estelar (alegoría del sujeto humano individual y colectivo) en sustitución de los vicios que han prevalecido (bestia triunfante) en los siglos anteriores. Usando también el motivo clásico de la reforma del cielo promovida por Júpiter y los dioses olímpicos (alegoría del intelecto y demás facultades humanas que han recuperado el conocimiento verdadero), Bruno presenta la nueva configuración ética, política y religiosa del sujeto humano individual y colectivo que devolverá la paz a Europa poniendo fin a las guerras de religión, mediante la nueva alianza del poder político con la filosofía, una alianza que pondrá la religión cristiana al servicio de un poder político soberano, promotor de la convivencia y del progreso social.

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Veröffentlichungsjahr: 2022

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Giordano Bruno

Expulsión de la bestia triunfante

Traducción, introducción y notas deMIGUEL Á. GRANADA

A Isabel,a nuestros hijos: Isabel, Daniel, Clara

Índice

PRESENTACIÓN

INTRODUCCIÓN

1. De la recuperación de la verdad cosmológica a la reforma moral

2. 1584: «Annus mirabilis» y «annus horribilis»

3. La asamblea de los dioses y la reforma del cielo

4. Las cuarenta y ocho constelaciones del cielo estelar: Tradición astronómica y mitología

5. Desarrollo de la reforma celeste

6. La concepción bruniana de la Ley-Religión y la polémica entre Erasmo y Lutero

7. «Natura est Deus in rebus»: La constelación del Capricornio y la defensa de la religión pagana como monoteísmo inmanentista

8. La naturalización del sujeto humano: Generación natural y mutación. El juicio en el mundo

9. De Orión al Centauro: Crítica y regulación política del cristianismo para una época poscristiana

10. Fortuna posterior de la Expulsión

FIGURAS

BIBLIOGRAFÍA

EXPULSIÓN DE LA BESTIA TRIUNFANTE

Epístola explicativa

Primer diálogo

Segunda parte del primer diálogo

Tercera parte del primer diálogo

Segundo diálogo

Segunda parte del segundo diálogo

Tercera parte del segundo diálogo

Tercer diálogo

Segunda parte del tercer diálogo

Tercera parte del tercer diálogo

APÉNDICE: Las cuatro figuras conjeturales de la constelación del triángulo

CRÉDITOS

PRESENTACIÓN

Ofrecemos al lector de lengua española la traducción del cuarto de los diálogos filosóficos en lengua italiana de Giordano Bruno: Expulsión de la bestia triunfante. Como en el caso de los diálogos ya publicados en esta colección de Clásicos del Pensamiento (los tres primeros diálogos cosmológicos y el diálogo moral Cábala del caballo Pegaseo), nuestra traducción se basa en la edición crítica del texto original italiano establecido en su día por el benemérito Giovanni Aquilecchia, texto publicado, acompañado de traducción francesa, por la editorial Les Belles Lettres: Giordano Bruno, Oeuvres complètes (BOEUC), 7 volúmenes, París, 1993-1999, y cuya segunda edición está actualmente en curso de publicación, aunque no ha alcanzado todavía al presente diálogo. Nuestra traducción recoge siempre al margen la paginación de la edición del texto italiano de BOEUC y por esa paginación nos referimos constantemente, en la introducción y en la anotación, tanto a la presente como a las restantes obras italianas de Bruno. El lector deberá tener presente que, tratándose BOEUC de una edición bilingüe que ofrece la traducción francesa en páginas confrontadas, el original italiano se sucede en páginas siempre impares.

La presente edición modifica y creemos que mejora sustancialmente nuestra traducción anterior, publicada en 1989 (Alianza Universidad, Madrid). Asimismo, la Introducción y la anotación han sido profundamente revisadas y renovadas para recoger los últimos y más importantes resultados de la investigación. En este trabajo nos han sido de gran ayuda dos recientes ediciones del Spaccio: la de Eugenio Canone en Biblioteca dell’Utopia, Silvio Berlusconi Editore, Milán, 2000, y la de Elisabeth Blum y Paul Richard Blum: Giordano Bruno, Werke, volumen 5, Spaccio della bestia trionfante / Austreibung des triumphierenden Tieres, Felix Meiner Verlag, Hamburgo, 2009.

Como en las ediciones anteriores de los diálogos De la causa, el principio y el uno, Del infinito: el universo y los mundos y Cábala del caballo Pegaseo, también aquí debemos hacer constar la generosa ayuda de Pablo Montosa, quien ha asumido la confección de los Índices de nombres.

Nos complace señalar al lector que esta edición, como las de los diálogos anteriores y la de Los heroicos furores que seguirá, ha contado con el patrocinio del Centro Internazionale di Studi Telesiani, Bruniani e Campanelliani.

MIGUEL Á. GRANADA

Barcelona, 8 de diciembre de 2021

INTRODUCCIÓN

1. DE LA RECUPERACIÓN DE LA VERDAD COSMOLÓGICA A LA REFORMA MORAL

Tras la publicación, en los primeros meses de 1584, de los tres diálogos cosmológicos (La cena de las Cenizas; De la causa, el principio y el uno; Del infinito: el universo y los mundos), que exponían la recuperación o el redescubrimiento de la verdadera estructura del universo infinito y eterno, con su fundamento ontológico y su relación con la divinidad que lo produce necesariamente como su «vivo retrato», Giordano Bruno publica, siempre en Londres y en el otoño de ese fecundo año, la Expulsión de la bestia triunfante (Spaccio de la bestia trionfante). Con ella empezaba la exposición de las implicaciones prácticas de esa recuperación de la verdad cosmológica y ontológica y lo hacía presentando la reforma moral, política y religiosa de la sociedad europea, antes de que en los dos restantes diálogos morales —Cábala del caballo Pegaseo y Los heroicos furores, publicados en 1585, antes de que en el otoño regresara a París— Bruno precise y complete (en la Cábala) algunos puntos de la crítica de la religión cristiana llevada a cabo en la Expulsión y culmine la obra italiana con Los heroicos furores. En este último diálogo se presentará la personalidad «heroica»: el filósofo que se lanza activamente a la «caza» de la divinidad, espoleado por el eros o «furor amoroso» a ella dirigido, haciéndolo en la única forma en que tal empresa es posible al hombre: mediante la contemplación filosófica de la unidad de la naturaleza infinita y eterna en tanto que «retrato» o «expresión» de la divinidad, su único Verbo o Hijo. De esta forma, culminará la obra unitaria de los diálogos italianos, cerrando el círculo del regreso a la divinidad de la humanidad, que había iniciado —en el eterno ciclo vicisitudinal de alternancia de períodos de «luz» y de «tinieblas»— su andadura en la situación de alejamiento presentada en La cena de las Cenizas «comiendo cenizas [error] como si fuera pan [verdad]», en referencia subvertida al salmo penitencial y escatológico (Salmos 101, Vulgata 10)1, pues el mensaje filosófico de Bruno contenía una profunda y radical crítica del cristianismo.

La Expulsión presenta, desde el punto de vista formal, algunas significativas diferencias frente a los diálogos cosmológicos precedentes. No estaba dedicado al embajador de Francia en Londres —Michel de Castelnau, en cuya residencia Bruno se alojaba—2, sino a un significadísimo exponente de la nobleza inglesa: Sir Philip Sidney (1554-1586), poeta representativo del profundo interés de la Inglaterra isabelina por la cultura literaria y filosófica del Renacimiento italiano (lírica petrarquesca y platonismo), a quien Bruno dedicará también los Heroicos furores (obra formalmente lírica y platónica)3. Además, la Expulsión se inicia con una Epístola explicativa que, a diferencia de las de los diálogos cosmológicos, es importantísima conceptualmente desde el principio hasta el final4, y frente a la común división de los diálogos anteriores en cinco diálogos, la Expulsión, iniciando una tendencia de división diferente que proseguirá en los restantes diálogos morales, está dividida en tres diálogos, cada uno de los cuales está a su vez dividido en tres partes.

La Epístola, además, designa la obra como un preludio («semillas», p. 13) no «afirmativo» o asertórico (p. 15), en el que los personajes «expresan su opinión» (p. 15) —varia y contrastante, como corresponde a un diálogo— «de forma no concluyente» (p. 17), sino como «un teatro o campo de las virtudes y vicios» (p. 19), a la espera de la redacción y publicación «de una obra futura» (p. 15), «cuando pronunciándonos concluyentemente sobre cada punto según nuestra propia luz e intención, despleguemos todo eso en otros diálogos particulares en los que el edificio total de esa filosofía [moral] quedará plenamente completado y donde razonaremos de forma más concluyente» (p. 19). Si tal fue la intención de Bruno, hemos de adelantar que tal obra nunca fue realizada5. Pero es más razonable pensar que estas declaraciones son cautelares y prudenciales, persiguiendo neutralizar una hostilidad inicial ante las posiciones que se manifestarán en la obra y ante la autopresentación, orgullosa y beligerante, que Bruno ha realizado en las páginas preliminares anteriores: «Aquí, muchos que por su bondad y saber no pueden venderse como sabios y buenos, podrán hacerse valer fácilmente mostrando cuán ignorantes y viciosos somos nosotros. Pero sabe Dios, conoce la verdad infalible, que, al igual que esa clase de hombres son necios, perversos y malvados, yo por mi parte con mis pensamientos, palabras y obras, no sé, no tengo, no pretendo otra cosa que sinceridad, simplicidad, verdad» (p. 9).

A diferencia también de los demás diálogos, cuyos interlocutores son personajes ficticios o reales, pero siempre de carne y hueso, la Expulsión pone en escena únicamente dos personajes, uno de los cuales (Sofía) es una figura alegórica que representa la Sabiduría humana —quizá en consonancia con la Sofía que protagoniza los Dialoghi d’amore de León Hebreo— en conversación con un sujeto humano ordinario (Saulino), a quien transmite la reforma moral (política y religiosa) que, como consecuencia de la recuperación de la verdad cosmológica y ontológica, debe sanar a la enferma sociedad europea poniendo fin a las guerras civiles de religión6. Sofía lo hace mediante la fábula de una reforma moral y religiosa promovida por el concilio o asamblea de los dioses olímpicos, presidida por Zeus, la cual, por instigación del padre de los dioses, decide expulsar los vicios que hasta el presente han dominado a los individuos y a la sociedad y sustituirlos por las virtudes antagónicas, por medio de una reforma de las constelaciones del cielo estrellado, de donde caen los vicios asociados a las constelaciones introduciéndose en su lugar las virtudes. Como dice la Epístola explicativa,

en torno al mediodía o en el momento exacto del mediodía, esto es, cuando menos daño nos hace el enemigo error y más nos favorece la amiga verdad, en el instante del más lúcido intervalo. Entonces tiene lugar la expulsión de la bestia triunfante, es decir, de los vicios que predominan y suelen conculcar la parte divina; se purifica el ánimo de errores y se le adorna con virtudes, por amor de la belleza que se ve en la bondad y justicia natural, por deseo del placer que deriva de los frutos de esta y por odio y temor a la deformidad y displacer contrarios (p. 31).

Tal reforma del cielo estrellado y del sujeto humano es acordada, en propuesta de Zeus (designado siempre por el nombre latino: Júpiter) a los demás dioses, en la festividad de la Gigantomaquia, que celebra la victoria de los dioses olímpicos encabezados por Zeus sobre los Gigantes, como alegoría del triunfo de la razón y del orden o medida sobre la irracionalidad, las pasiones y la desmesura7. Pero la Epístola explicativa deja claro que Júpiter y los dioses representan las diversas facultades del sujeto humano que adquiere conciencia de sus errores y vicios y decide reformarse8. Del mismo modo y como es lógico si tenemos en cuenta que con la infinitización del universo llevada a cabo en los diálogos cosmológicos la esfera de las estrellas fijas ha quedado abolida y las estrellas que componen las constelaciones dejan de estar situadas a la misma distancia de la Tierra9 para pasar a situarse a enormes distancias las unas de las otras, las figuras de las constelaciones no pueden ser sino productos de la imaginación. De nuevo la Epístola explicativa lo proclama con toda rotundidad:

Punto de partida y objeto de nuestro trabajo es este mundo, tomado según lo imaginan necios matemáticos [astrónomos] y como lo aceptan físicos no más sabios, entre los cuales los peripatéticos son los más vanos, no sin un fruto presente: dividido en primer lugar en muchas esferas y diferenciado después en aproximadamente cuarenta y ocho imágenes, en las que creen primeramente dividido un cielo octavo, estelífero, llamado vulgarmente «firmamento»10.

Bruno adopta pragmáticamente esa representación del cielo estelífero y sus 48 constelaciones por la utilidad que puede obtener de él, dada su popularidad, como eficaz instrumento mnemotécnico para exponer la sucesión articulada de virtudes y vicios y para que el lector la imprima de forma más eficaz en su memoria11. Nuccio Ordine señaló en su Introducción a la edición crítica del Spaccio12 que este esquema de las cuarenta y ocho constelaciones ya había sido utilizado a comienzos del siglo XVI, probablemente por su eficacia como sistema mnemotécnico de lugares, por el modesto autor Tommaso Radichi Tedeschi (1488-1527) en su obra Sideralis abyssus (París, 1514; pero una primera edición apareció en 1511 en Pavía). El autor, monje dominicano que terminaría haciendo una cierta carrera en Roma, donde enseñó teología en La Sapienza y fue nombrado en 1520 vicario del maestro del Sacro Palazzo (magistratura ejercida por los dominicos ya desde el fundador de la orden, encargada de la enseñanza de la correcta doctrina teológica así como del permiso de la edición y venta de libros en la ciudad de Roma)13, sobresalió en la predicación religiosa en la corte papal durante el pontificado de León X, destacándose con dos Orationes contra Lutero y Melanchton (1521 y 1522). En su anterior Sideralis abyssus Radichi Tedeschi sigue el sistema ordenado de las constelaciones estelares para desplegar un tratado de las virtudes de rigurosa inspiración cristiana y dentro de la doctrina teológico-moral de Santo Tomás de Aquino, que es presentado como ejemplo de todas las virtudes. Las constelaciones están asociadas siempre a virtudes: el Dragón (la Serpiente) designa como primera virtud la Prudencia, a continuación la Osa Menor designa la Memoria, como parte de la Prudencia, y la Osa Mayor el Intelecto, Bootes la Docilidad, la Corona Boreal la Habilidad (Sollertia), Hércules la Razón, la Lira la Providencia, el Cisne la Circunspección, Perseo la Justicia, el Auriga la Buena Acción, la Serpiente la Religión, el Capricornio la Liberalidad, el Erídano (identificado con el Nilo) la Magnificencia, la Liebre la Paciencia, Orión la Perseverancia, el Perro Mayor la Temperancia. El Centauro, la Bestia y el Ara representan la Clemencia, la Mansedumbre y la Humildad. Como se ve, estamos muy lejos del uso por Bruno —que quizá conoció la obra de Radichi14— de las constelaciones para desarrollar una dialéctica de sustitución de vicios por virtudes dentro de un examen radicalmente crítico del cristianismo15.

Por otra parte, el pasaje ya citado de la Epístola explicativa que hacía coincidir «la expulsión de la bestia triunfante» con la de «los vicios que predominan y suelen conculcar la parte divina» (p. 31) aclara el sentido del título de la obra. La bestia son los vicios que han triunfado durante un largo período histórico travestidos como virtudes, lo cual permite identificarla con la bestia de Daniel 7 y Apocalipsis 13 y 17, una bestia que sin embargo es para Bruno el cristianismo mismo —sobre todo el cristianismo reformado de Lutero y Calvino, pero también el catolicismo romano—, de acuerdo con la frecuente subversión por Bruno de las profecías escatológicas cristianas16. Esta subversión del valor del cristianismo convierte a este en un Sileno —algo cuya verdadera realidad o esencia interior es la antítesis de su apariencia externa—, pero, frente a lo que sostenía Erasmo17, no es un sileno auténtico, sino un sileno praeposterus o invertido. La bestia expulsada o despachada es, por consiguiente, el cristianismo mismo y su iniciador Cristo, más allá de las confesiones reformada y católica que se disputan a sangre y fuego en la Europa del siglo XVI la verdad y autenticidad de su respectiva versión de la doctrina cristiana. Pero conviene no olvidar en este punto decisivo que el término italiano Spaccio y el verbo spacciare tienen un doble sentido, que se refleja también en el verbo español despachar: no significan únicamente expulsión y expulsar, para indicar que el cristianismo y sus presuntos valores son expulsados del período histórico que se abre; significan también despacho y despachar en el sentido de «resolver un asunto», «asignar una función o un cometido». En este sentido, el cristianismo y Cristo mismo que son «despachados», no son «expulsados» de la historia (del sujeto humano reformado), sino que reciben una nueva función o cometido; son redefinidos en su función, como se pondrá de manifiesto especialmente en la última parte de la obra (diálogo III, 3), donde, tras la dura crítica a Orión-Cristo (pp. 461-469), las constelaciones siguientes (desde el Erídano hasta el Centauro y el Pez Austral) establecen el lugar que la «nouvelle alliance» de la filosofía con el poder político concede al cristianismo —una vez depurado de sus aspectos social y políticamente nocivos— como alimento imaginario de la multitud, ante la realidad de que no hay otra religión que el cristianismo y el mundo no puede subsistir sin religión:

en este templo celeste, junto a este altar al que asiste, no hay otro sacerdote que él [el Centauro-Cristo] y ya lo veis con esa bestia que ha de ser ofrendada en la mano y con un frasco para las libaciones colgado de la cintura. Y puesto que el altar, el templo, el oratorio es necesarísimo y sería inútil sin el administrante, que viva, pues, aquí, que aquí permanezca y persevere eternamente, a no ser que el destino disponga otra cosa18.

2. 1584: «ANNUS MIRABILIS» Y «ANNUS HORRIBILIS»

1584 era un annus mirabilis que buena parte de la cristiandad —trágicamente escindida por la crisis de la Reforma y las guerras de religión, con sus penosas consecuencias en el ámbito social y espiritual— esperaba anhelante desde tiempo atrás como el momento que iba a marcar una profunda mutación. Ya en 1554 Jerónimo Cardano había señalado en su comentario al Tetrabiblos de Ptolomeo los diferentes efectos de las grandes conjunciones de los planetas superiores (Júpiter y Saturno) que se producen en el trígono acuoso (signos de Cáncer, Escorpión y los Peces) y en el trígono ígneo (signos de Aries, Leo y Sagitario), a la vez que anunciaba el paso del presente trígono acuoso a un nuevo trígono ígneo con la gran conjunción que iba a tener lugar en 1583:

Hay sin embargo algunos rasgos generales que se derivan de las grandes conjunciones; concretamente: las conjunciones en los signos acuosos significan, puesto que este trígono es de Marte, muchas guerras [...] y enfermedades malignas contagiosas [...] y herejías graves y grandes (la ley y el dogma de Mahoma y de algunos otros tuvo lugar bajo este trígono). En cambio, en el primer trígono, esto es, el de Aries, se producen imperios y monarquías universales a causa del predominio del Sol y de Júpiter, que significan tranquilidad en el mundo, y estas cosas no pueden ocurrir sino con uno que gobierne todas las cosas. Apareen sabios y hombres insignes [...]. Así desde 1583 hasta 1782 comenzará una Monarquía y todo estará bajo el gobierno de un solo hombre19.

Estas previsiones, todavía escuetas e imprecisas, de Cardano fueron desarrolladas extensamente, en conexión con un examen global de la historia a lo largo de la era cristiana y en el marco de la visión lineal y escatológica de la historia propia del cristianismo, diez años más tarde por el astrónomo bohemo Cyprianus Leovitius en su obra Sobre las grandes conjunciones más importantes de los planetas superiores, eclipses de Sol y cometas en la Cuarta Monarquía, con la exposición histórica de sus efectos. Se añade a estas cosas un pronóstico desde 1564 para los siguientes veinte años20. Dedicada a Maximiliano II, que devendría emperador ese mismo año, la obra ofrecía un recorrido por la historia europea desde el nacimiento de Cristo en una gran conjunción en Aries que daba inicio a un período de trígono ígneo, a lo largo de la Cuarta Monarquía21 (el imperio romano-germánico) y ponía en relación los acontecimientos más sobresalientes con sus causas o conexiones celestes. Leovitius señala monótonamente la sucesión de grandes conjunciones, eclipses de Sol y cometas, vinculando todo ello con los grandes acontecimientos en el Imperio y en la Iglesia, así como mencionando constantemente la sucesión de trígonos y de manera especial el primer retorno del trígono ígneo, ochocientos años después del nacimiento de Cristo, que había asistido a la renovación del Imperio con Carlomagno, si bien poco antes (en el infausto trígono acuoso precedente) se había producido la expansión del Islam con Mahoma. El momento contemporáneo asistía (tras otros ochocientos años) al final del trígono acuoso y con él al final de la Cuarta Monarquía, pues la monarquía romana estaba «tan disminuida y extenuada que apenas parece la sombra de sí misma» (Biiir), por no hablar ya de la pesadísima prueba que la Iglesia cristiana estaba soportando. Leovitus no podía, en consecuencia, más que constatar, con el advenimiento del nuevo trígono ígneo en 1584, la llegada de la monarquía de Cristo, esto es, la inminencia de la segunda venida de Cristo, el fin del mundo y el Juicio Final: «ninguna otra monarquía debemos esperar excepto aquella celeste y eterna, que establecerá el Rey de los pueblos y de los otros reyes, Emperador, vencedor y juez, nuestro Señor Jesucristo, hijo de Dios» (Br-v).

Estos son precisamente los motivos que Leovitius desarrolla en su Pronóstico desde 1564 para los siguientes veinte años (Liir-Niiiv). Son las dos grandes conjunciones de 1583 y 1584, que señalan el final del trígono de agua y el comienzo del trígono de fuego, lo que Leovitius trae a la atención del lector:

En mayo de 1583 se producirá la gran conjunción de los planetas superiores en la última faz de Piscis, a la cual seguirá en 1584, a finales de marzo y comienzos de abril aproximadamente, la conjunción máxima de casi todos los planetas en Aries22 [...]. Pienso que hay que despertar a todos y sacudir de nuestra mente las preocupaciones terrenas para que no seamos cogidos de improviso, puesto que esta gran conjunción de los planetas superiores es la última que acontecerá al final del trígono acuoso y con ellas finalizará completamente todo el trígono acuoso y se cambiará al ígneo. Las grandes conjunciones que vendrán a continuación tendrán lugar todas en signos ígneos durante los siguientes doscientos años. Después seguirán las grandes conjunciones en signos de tierra y a continuación en signos aéreos y por último de nuevo en signos acuosos. Ya no habrá otro final del trígono acuoso hasta dentro de ochocientos años. Como esta Cuarta monarquía empezó a finales de un trígono acuoso, es verosímil que desaparezca también a finales del mismo trígono. El hijo de Dios, Jesucristo Nuestro Señor, tomó la naturaleza humana a finales del trígono acuoso, pues seis años antes de su gloriosísima Natividad, se produjo la misma gran conjunción [de Júpiter y Saturno] en las extremidades de Piscis y comienzo de Aries. Desde aquel momento no hubo otra igual excepto cuando Carlomagno ascendió al trono, lo cual ocurrió en el año 789. Ahora ocurrirá por segunda vez esta gran conjunción, la cual nos anuncia sin duda alguna la segunda venida del hijo de Dios y del hombre en la majestad de su gloria, en la cual todos tendrán que dar cuenta de su vida y de sus acciones23. [...] Ahora bien, bajo Carlomagno no podía ser el fin del mundo, ya que entonces todavía no se habían cumplido cinco mil años [desde la creación del mundo]. Pero mientras dure esta gran conjunción el número se inclinará ya a los seis mil años, lo cual concuerda con la sagrada profecía24, que afirma que este mundo debe durar seis mil años, cantidad a la que el propio hijo de Dios restó algo cuando dijo que las postrimerías se abreviarán en favor de los elegidos del Señor25.

Aunque el hombre no puede pretender conocer una fecha conocida solo por Dios, quien por otra parte es libre para realizar su voluntad más allá del orden mismo por Él dado al mundo (su potentia ordinata inferior en extensión a su potentia absoluta), el hecho de que por lo general Dios realiza su voluntad a través del orden natural nos permite pensar que seguirá actuando igual en lo relativo a este mundo «ya decrépito»26.

A estas expectativas se unieron, ampliando y confirmando la tensión escatológica, las inesperadas y sorprendentísimas novedades celestes de los años setenta: la estrella nueva (también interpretada como cometa inmóvil) que brilló en la constelación de Casiopea de noviembre de 1572 a abril de 1574, el paso del terrible cometa de 1577, novedades milagrosas o praeternaturales por su incompatibilidad con la cosmología aristotélica, que excluía la generación y la corrupción del mundo celeste, y por ello evaluadas como portentos divinos dirigidos a los hombres, signos de los decretos divinos de inminente cumplimiento. De la vasta literatura desencadenada en toda Europa sobre estas novedades celestes mencionaremos únicamente las obras del joven Tycho Brahe y de Helisaeus Röslin. El opúsculo latino del primero sobre la nova de Casiopea (De nova et nullius aevi memoria, a mundi exordio prius conspecta stella, Copenhague, 1573) ponía la nova en relación con la otra nova que, vista por Hiparco a finales del siglo II a.C., había precedido la primera venida de Cristo, para predecir —en el marco de un mundo ya decrépito y del inminente paso al trígono ígneo en 1584— el advenimiento de una gran mutación política y religiosa. Más radical, Röslin anunciaba en su obra Theoria nova coelestium meteoron (Estrasburgo, 1578), que estudiaba la nova en su relación con el cometa de 1577 y con la gran conjunción de 1584, que «el séptimo y último tiempo del Apocalipsis está cerca, en el cual Cristo aplastará con la espada de doble filo y el espíritu de su boca a la bestia con el falso profeta, liberará a su Iglesia y dará el descanso a la naturaleza»27.

Estas expectativas escatológicas asociadas a la cosmología estaban también presentes en Inglaterra, por razón de las tensiones religiosas, especialmente agudas en la isla a causa del enfrentamiento entre el protestantismo radical de orientación calvinista, el anglicanismo oficial y el criptocatolicismo; por causa también de la inestabilidad de la monarquía y de las amenazas exteriores que sin interrupción se cernían sobre Isabel I. En 1573, sin duda en relación con la aparición de la nova de Casiopea, se había reimpreso en Londres la obra de Leovitius. En el frontispicio, el impresor añadió a la mención del Pronóstico para los veinte años siguientes el siguiente texto: «In quo [prognostico] quid planetae de proximo totius orbis Interitu portendant aperte ostenditur» [en el cual pronóstico se muestra abiertamente qué anuncian los planetas del inminente fin de todo el mundo]». En 1573 también, Thomas Digges (que tres años más tarde publicará A Perfit Description of the Celestiall Orbes according to the most aunciente doctrine of the Pythagoreans, donde traducía al inglés pasajes importantes del libro primero del De revolutionibus copernicano, a cuya cosmología heliocéntrica se adhería con entusiasmo)28 publica Alae seu Scalae Mathematicae sobre la nova de Casiopea. Ya en esta obra trataba Digges de confirmar la cosmología copernicana mediante medidas paralácticas y la explicación de los cambios de magnitud de la nova como efecto óptico del movimiento anual de la Tierra29, pero aquí nos interesa constatar que a lo largo de toda la obra se manifestaba, en los planos cosmológico, teológico y antropológico, una perspectiva cristiana, asociada a la rígida jerarquía cosmológica y al escatologismo. El título completo de la obra indicaba la interpretación de la nova como «portento» y «milagro divino» que Digges relaciona con la segunda venida de Cristo y el ya cercano fin del mundo30.

Más cerca de la llegada de Bruno a Inglaterra, en 1580 el teólogo Francis Shakelton publicó A blazyng Starre or burnyng Beacon, seen the 10. of October, sobre el cometa de ese año. Aunque geocentrista, Shakelton se apoyaba en las Alae de Digges para establecer el carácter celeste y milagroso de la nova de Casiopea y el cometa, interpretados como signos escatológicos del fin de la historia y del mundo, en una concepción de la relación del hombre con Dios que requería la mediación de Cristo. En este marco, Shakelton llamaba a la penitencia y al arrepentimiento colectivo ante el nuevo anuncio de la segunda venida de Cristo, «which by many manifest and inevitable reasons I gather, can not bee farre off»31.

Pero más significativo sin duda es que en 1583 tiene lugar una amplia producción de literatura escatológica en lengua inglesa, destinada a un amplio público y sin duda vinculada con las expectativas ligadas a la gran conjunción. La llegada de Bruno a Londres en abril de ese año y la publicación de los diálogos coinciden con este clima espiritual extendido a todas las capas sociales. De toda esta literatura se destaca quizá la obra de un autor holandés, Sheltco à Geveren (un discípulo de Melanchton), publicada por primera vez en traducción inglesa en 1577 con el título de Of the End of this World, and second comming of Christ, pero reeditada en 1578, 1580 y justamente 158332. Los argumentos y las autoridades son siempre los mismos y Sheltco los presenta con la máxima prolijidad: apelación a la profecía de la casa de Elías, acompañada de pasajes escriturísticos paralelos para inferir que el mundo, que ya ha superado los cinco mil quinientos años, no alcanzará su duración máxima de seis mil, por lo que debemos pensar que «the end of the worlde to be nigh at hand» o que «God is readie to come upon us, and standes at our dores» (pp. 18r, 22v). Sheltco se complace también en mostrar que las señales del fin se han cumplido: predicación del evangelio por toda la Tierra (aunque esta señal no se extrae de la evangelización de América, sino de la proclamación y exposición del Evangelio por Lutero y la Reforma)33; aparición de falsos profetas con la denuncia del Papa como Anticristo (21r ss.); guerras, hambre, pestes, temblores de tierra; la vejez misma del mundo con la decadencia general de la naturaleza (p. 25r); la profecía del capítulo 7 de Daniel sobre el curso de los cuatro imperios (pp. 31v ss.); la «sorpendente seguridad» con la subversión general de valores que la acompaña34.

Geveren añade que, según los astrónomos, no ha habido en los últimos siglos tantos eclipses de Sol y Luna, «so strange copulations of Planetes, as whill appear within fewe years» (en alusión a 1583 y 1584), tantos «prodigious Comets», por no hablar ya de la nova de 1572, «very messenger and warner of God’s comming to judgement», cuya naturaleza fue idéntica a la de la estrella de Belén, que había anunciado la primera venida de Cristo (p. 24r).

Sin pretender identificar estas novedades con las señales anunciadas por Cristo (Mateo 24, 25; Lucas 25, 27), Sheltco las cita no obstante como claros indicios de la proximidad del segundo adviento. Asume, además, la autoridad de Leovitius con una larga cita de su pasaje central (el que ya hemos citado) sobre la conjunción de 1584, y refuerza el significado escatológico de 1583 y 1584 con una serie de correspondencias numéricas: entre Moisés y la destrucción de Jerusalén transcurrieron 1583 años; entre el nacimiento de Cristo y la destrucción de Jerusalén 73 años, casi el mismo número de años que separa el comienzo de la predicación de Lutero en 1517 y el año 1588 de la famosa profecía atribuida a Regiomontano, que ponía el momento del fin en 1588 y que Geveren dice haber oído de labios de Melanchton (pp. 35r ss.). Puede por tanto concluir:

Neither can we doubt (since the starres are of the Lorde God created for signes to us) but that the marvellous coniunction of the planets doth foreshew a wonderfull and incredible alteration of al things. And what other change may we looke for, I pray you, but even the utter destruction of the worlde, and the triumphant appearing of the Lorde? For the sixe thousande yeere, which is the last day, draweth to the evening: course of times, and their fortelde agreement, declare the end to be at hand (p. 46r).

Si 1584 se anunciaba como un «annus mirabilis» para las expectativas escatológicas cristianas, fue también en Inglaterra un «annus horribilis» para el protestantismo radical de los puritanos. Ese año se produjo una gran batalla político-religiosa en el seno de la sociedad y de la Iglesia reformada35. En septiembre de 1583 la reina Isabel nombró arzobispo de Canterbury a John Whitgift (ca. 1530-1604), un prelado que se había caracterizado por su hostilidad al protestantismo radical (calvinismo «puritano») y su defensa del ordenamiento eclesiástico anglicano, que en gran medida respondía al viejo catolicismo y por ello era atacado por los puritanos en su afán de completar la reforma religiosa que Isabel I había dejado «a medias». Como ha señalado Sacerdoti, Isabel no era ni teóloga ni devota, a diferencia de su padre Enrique VIII y de sus hermanastros Eduardo VI y María I36. Sus personales convicciones religiosas son todavía un misterio y objeto de discusión37. De la misma manera que la reina no dejó «ventanas abiertas» a su conciencia íntima, tampoco mostró interés por las convicciones religiosas íntimas de sus súbditos (fueran anglicanas, católicas o puritanas)38. Lo que únicamente le importaba era que su comportamiento exterior estuviera en «conformidad» con la práctica de la Iglesia de Estado. Para la reina la religión era, antes que cualquier otra cosa, una cuestión de Estado y un «acto de gobierno», esto es, un ejercicio político. Como de nuevo recuerdan Collinson y Sacerdoti, las verdaderas intenciones de la reina podían haber sido expresadas al embajador español cuando dijo que «estaba resuelta a restaurar la religión tal como la había dejado su padre», antes de la deriva calvinista del breve reinado de Eduardo VI (1547-1553), esto es, «excluir al Papa y asumir el poder supremo sobre la Iglesia»39. Ya el Acta de Supremacía —proclamada en 1559, tras la asunción del reino por Isabel en 1558 a la muerte de María I— establecía que todo súbdito debía

testify and declare in my conscience, that the queen’s highness is the only supreme governor of this realm [...] as well in all spiritual or ecclesiastical things or causes, as temporal, and that no foreign prince, person, prelate, state or potentate, has, or ought to have, any jurisdiction, power, superiority, pre-eminence, or authority ecclesiastical or spiritual, within this realm40.

Más tarde, en 1571, un año después de la promulgación por el papa Pío V de la bula Regnans in excelsis, por la que se excomulgaba a la reina y se le declaraba «privada del derecho de reinar», liberando del juramento de obediencia a todos sus súbditos, un sínodo o asamblea eclesiástica (Convocation) aprobaba los Treinta y nueve artículos de la Iglesia de Inglaterra que fueron ratificados por la reina. Los Artículos eran una reformulación de los Cuarenta y dos Artículos promulgados al final del reinado de Eduardo VI y emanados de las convicciones calvinistas de Thomas Cranmer (arzobispo de Canterbury) y un grupo de teólogos afines. El artículo 37 afirmaba de nuevo que

the King’s Majesty hath the chief power in this Realm of England, and other his Dominions, unto whom the chief Government of all Estates in this Realm, whether they be Ecclasiastical or civil, in all causes doth appertain, and is not, nor ought to be, subject to any foreign Jurisdiction41.

El artículo añadía que «el obispo de Roma no tiene jurisdicción en este reino de Inglaterra». Pero entre una y otra declaración el artículo 37 incluía una severa limitación de la suprema autoridad de la reina en materia religiosa:

Cuando atribuimos a su Majestad el Rey el sumo gobierno [...] no damos sin embargo a nuestros Príncipes ni el ministerio de la Palabra de Dios ni el de los Sacramentos [...], sino esa única prerrogativa que vemos que ha sido siempre concedida a todos los Príncipes piadosos en las Sagradas Escrituras por Dios mismo, a saber: que deben gobernar todos los estados y rangos confiados a su gobierno por Dios, ya sean eclesiásticos o temporales, y reprimir con la espada a los obstinados y delincuentes42.

Esta cláusula limitaba severamente la soberanía de Isabel I en materia eclesiástica: no podía ni predicar la palabra de Dios ni impartir los sacramentos, esto es, celebrar misa. El ministerio sacerdotal y, por consiguiente, la vinculación de la comunidad con Dios seguía siendo monopolio del clero (ahora protestante). La reina, por tanto, no tenía poder sacerdotal ni se convertía en Sumo sacerdote de la Iglesia anglicana. Los obispos calvinistas ponían ante Isabel el ejemplo constante del Antiguo Testamento, donde «entre Dios y los príncipes hay siempre un sacerdote y de Samuel en adelante ese modelo permite siempre extraer las consecuencias que en nombre del honor de Dios habían extraído siempre los ministros de Dios»43 en Israel y después los ministros de la Iglesia de Roma y los pastores reformados desde que Calvino concluyó su Institución de la religión cristiana con una declaración sobre los «Límites impuestos por Dios a nuestra obediencia a los hombres» que era rotundamente clara:

Mas en la obediencia que hemos enseñado se debe a los hombres, hay que hacer siempre una excepción; o por mejor decir, una regla que ante todo se debe guardar; y es, que tal obediencia no nos aparte de la obediencia de Aquel bajo cuya voluntad es razonable que se contengan todas las disposiciones de los reyes, y que todos sus mandatos y constituciones cedan ante las órdenes de Dios, y que toda su alteza se humille y abata ante Su majestad. Pues en verdad, ¿que perversidad no sería, a fin de contentar a los hombres, incurrir en la indignación de Aquel por cuyo amor debemos obedecer a los hombres? […] Después de Él hemos de someternos a los hombres que tienen preeminencia sobre nosotros; pero no de otra manera que en Él. Si ellos mandan alguna cosa contra lo que Él ha ordenado no debemos hacer ningún caso de ella, sea quien fuere el que lo mande44.

Con el nombramiento de Whitgift como arzobispo de Canterbury —la reina había conservado la organización episcopal de la Iglesia romana y en su suplantación de la autoridad pontificia había retenido la potestad de nombrar los obispos, resistiéndose a las pretensiones de los puritanos de abolir la organización episcopal para sustituirla por otra «democrática» y «presbiterial» en la que los prelados eran elegidos, a imitación de Ginebra, por un «consejo de ancianos» elegido por el pueblo llano «servidor de la palabra de Dios», esto es, fiel ejecutor de la predicación de los pastores— Isabel I perseguía someter a los puritanos a la misma observancia exterior de la reglamentación anglicana a que estaban sometidos los católicos en su conducta pública (con independencia de sus creencias íntimas). En octubre de 1583, cuando Bruno ya se hallaba en Inglaterra desde hacía varios meses, Whitgift promulgó, con la aprobación de la reina, una serie de artículos que prohibían «la predicación, lectura y catequesis por parte de personas que no administran los sacramentos al menos cuatro veces al año de acuerdo con el Book of Common Prayer» (el libro litúrgico oficial de la Iglesia anglicana), obligaban además a los predicadores a usar las vestimentas establecidas (residuo católico), reservaban la predicación e interpretación de las Escrituras a sacerdotes o diáconos autorizados y prohibían absolutamente la predicación y lectura en lugares privados con asistencia de personas ajenas a la familia, como un «signo manifiesto de cisma y causa de disputa en la Iglesia». En particular, el artículo sexto solo permitía la predicación, lectura, enseñanza y administración de los sacramentos a quienes hubieran suscrito ante la autoridad de la diócesis su reconocimiento de la supremacía de la reina y el rechazo de todo poder extranjero (prescripción que no ofrecía dificultad para un puritano) así como el uso del Book of Common Prayer «y ningún otro» para la oración colectiva y la administración de los sacramentos45. Este segundo requisito era una provocación y una ofensiva en toda regla contra los puritanos y sus aspiraciones a una profundización y culminación de la Reforma. Si, como dice Collinson, ese requisito «tocaba la conciencia de todos los rigoristas en el lugar más sensible», Whitgift pretendía obrar con la completa autorización de la reina46. Ello suscitó la reacción indignada de los puritanos más exaltados durante todo 1584, un año designado por Thomas Rogers (el traductor de la obra de Sheltco à Geveren) como «that fertile year of contentious writings»47.

Como se ha señalado frecuentemente48, es completamente imposible que Bruno no hubiera tenido conocimiento de este violento enfrentamiento entre el poder político y los ministros puritanos. El Spaccio se publica en medio de esta batalla y con esta obra Bruno se pone de lado y apoya abiertamente la iniciativa de Isabel I. Lo pone de manifiesto tanto la crítica de los principios teológicos de la Reforma luterano-calvinista (justificación por la fe, predestinacionismo, negación del valor meritorio de las obras), con la apología alternativa de una religión civil, instrumentum regni al servicio de la convivencia y del engrandecimiento y prosperidad del Estado, donde la enseñanza del Maquiavelo de los Discorsi es manifiesta49, como la propuesta al poder político, en las constelaciones de Orión y especialmente del Perro, de que asuma integralmente el poder espiritual y, por tanto, la mediación con la divinidad mediante la asunción del sacrificio y del ministerio sacerdotal:

si loco es un rey que da a un capitán y noble duque suyo tanto poder y autoridad como para que pueda hacerse superior a él mismo (lo cual puede ocurrir sin perjuicio para el reino, que podrá ser gobernado tan bien y quizá mejor por este capitán que por el rey), ¡cuánto más insensato y merecedor de un corrector y tutor será, si pusiera o dejara en la misma autoridad a un hombre vil, abyecto e ignorante, por el que todo quede envilecido, maltrecho, confundido y subvertido, siendo que este pone la ignorancia en hábito de ciencia, la nobleza en desprecio y la villanía en reputación!50.

Así pues, concluyó Júpiter, yo quiero que el arte venatoria sea una virtud [...]. Sea, digo, virtud tan heroica, que cuando un príncipe persiga a un gamo, una liebre, un ciervo o alguna otra fiera, se haga cuenta de que las legiones enemigas corren delante de él; cuando haya apresado algo, piense al punto que tiene en sus manos cautivo a aquel príncipe o tirano que más teme, por lo que no sin razón venga a hacer esas bellas ceremonias, exprese ese cálido agradecimiento y eleve al cielo esas bellas y sacrosantas bagatelas51.

Bruno mismo hizo ofrenda a la reina del Spaccio —encuadernado junto con los tres precedentes diálogos cosmológicos en un elegante volumen de fina piel negra ornado con las armas de Inglaterra—, en lo que pudo ser un regalo en la Navidad de 158452. Sin embargo, es difícil que Isabel I hubiera visto en la obra de Bruno un apoyo que podía ser reconocido e incluso enrolado en la campaña antipuritana confiada a Whitgift, con independencia de que pudiera compartir la propuesta bruniana de hacer de la Iglesia anglicana un aparato del Estado para la completa afirmación de su «soberanía». Tal cosa quedaba imposibilitada por la abierta crítica de Bruno a la teología reformada, que se extendía de forma clara al cristianismo mismo y a la figura del propio Cristo, una dimensión que lógicamente Isabel no podía asumir públicamente53. Y, sin embargo, como ha mostrado de forma espléndida Gilberto Sacerdoti, la reina misma vería expresadas de nuevo las opiniones de Bruno sobre el sacrificio y la unión de los poderes temporal y espiritual en las manos del soberano en el estreno de la obra de Shakespeare Love’s Labour’s Lost en la Navidad de 1598, donde una princesa asume la realización del sacrificio de un ciervo, a la vez celeste y terreno, a pesar del escrúpulo que siente ante tal salvajada, por la fama, alabanza y gloria que recibe de ello y que la convierte en «self-sovereign» sometiendo a su señor54.

3. LA ASAMBLEA DE LOS DIOSES Y LA REFORMA DEL CIELO

La reforma moral (también política y religiosa) se presenta como la decisión de una asamblea de los dioses olímpicos (designada también en varias ocasiones a lo largo de la obra como «concilio» y «cónclave»)55 presidida por Júpiter, el padre de los dioses. Lo avanza ya la Epístola explicativa:

Me ha parecido que no había mejor manera de hacerlo [el preludio de la obra moral definitiva] que enumerando y poniendo en un cierto orden todas las formas primeras de la moralidad, que son las virtudes y los vicios capitales, según el procedimiento que vais a ver a continuación: mediante la ficción de un Júpiter arrepentido que había llenado el cielo con tantas bestias como vicios hay, en la forma de las famosas cuarenta y ocho imágenes [constelaciones del cielo estrellado], y que ahora mantiene consultas para expulsarlas del cielo, de la gloria y lugar de exaltación, enviándolas en su gran mayoría a ciertas regiones de la tierra y haciendo que las sustituyan en aquellas mismas estancias las virtudes, que durante tanto tiempo han estado proscritas y tan indignamente dispersas (p. 17),

y lo presenta con viveza el relato de Sofía en las dos primeras partes del primer diálogo, donde expone a Saulino la decisión de un Júpiter que, arrepentido de su conducta licenciosa anterior y de los favores que ha concedido a los vicios56, expone ante los dioses el lamentable estado del cielo estrellado (poblado de imágenes que ponen de manifiesto los vicios con los que él y los demás olímpicos57 se han gloriado), por lo que convoca la asamblea de los dioses para llevar a cabo su designio con la aquiescencia de ellos.

Vincenzo Spampanato señaló ya a comienzos del siglo XX, que para esta presentación de un senado olímpico entregado a la tarea de reformarse moralmente Bruno pudo inspirarse en la obra de Luciano de Samosata, concretamente en diálogos como La asamblea de los dioses (donde ya aparece un personaje, Momo, que es en gran medida creación de Luciano para designar al dios que, aunque secundario, tiene concedida la venia de denunciar abiertamente las faltas de los dioses)58, Zeus trágico, Zeus confundido, Timón o el misántropo, Menipo o los Diálogos de los dioses59. En estos diálogos Luciano daba rienda suelta a motivos como la decrepitud e impotencia de Zeus, la sumisión de los dioses al destino, el ocaso y el descrédito del culto divino entre los hombres, la asamblea de los dioses y el discurso preocupado de Zeus, la crítica que Momo le dirige como el principal responsable del estado presente de las cosas por su lascivia, sus metamorfosis y la elevación al cielo de personajes indignos. Especialmente relevante es La asamblea de los dioses, donde Momo critica la ascensión y presencia en el cielo de personajes como Erígone y su perra (en las constelaciones de Virgo y de la Perrita), el Águila, Dioniso y su corte, los dioses egipcios y advenedizos recién llegados como la Virtud, la Naturaleza, la Fortuna o el Destino. La obra concluye con la convocatoria de una nueva asamblea y la elección de una comisión encargada de determinar, tras el examen de las credenciales, los dioses que merecen continuar en el cielo y aquellos que deben ser expulsados. Es un relato general con sus diferentes motivos que, adaptados al nuevo orden de ideas que Bruno quiere exponer, es puesto en escena en la Expulsión en las dos primeras partes del diálogo primero.

Spampanato añadió también la figura de Niccolò Franco (1515-1570) y sus Dialogi piacevoli (Venecia, 1545), concretamente los diálogos primero y sexto. Franco despliega también la figura de Momo, con su lengua satírica contra los vicios de los dioses, pone en acción la mitología grecolatina y muestra el cielo estrellado como asiento de monstruos, para concluir presentando un Júpiter convertido al bien y convocando un «concilio»60 general de los dioses para «riformarlo [el mundo] di nuovo», puesto que «il mondo è nella feccia» [el mundo está hecho una basura]61.

Pero ya sabemos que los dioses son una alegoría de las facultades del sujeto humano (individual y colectivo)62, que es el verdadero sujeto y objeto de la reforma, igual que el cielo estrellado es nuestra propia psique, que va a ser «purgada» de los vicios que se han adueñado de ella para implantar allí las virtudes.

4. LAS CUARENTA Y OCHO CONSTELACIONES DEL CIELO ESTELAR: TRADICIÓN ASTRONÓMICA Y MITOLOGÍA

La fábula que Bruno teje en la Expulsión nos presenta la asamblea de los dioses dedicada a la tarea de examinar las cuarenta y ocho constelaciones del cielo estrellado para expulsar los vicios allí asentados y reflejados en aquellas imágenes, así como para exaltar en su lugar virtudes. El objeto de las consideraciones es la distribución del cielo estrellado establecida por Ptolomeo en el Catálogo estelar del Almagesto. En efecto, tras las oscilaciones de la literatura sobre los catasterismos —la elevación al cielo como constelaciones estelares de personajes de la mitología, una literatura desarrollada en la época helenística e imperial a partir de los Phaenomena de Arato (310-240 a.C.) con las obras de Eratóstenes, Higino, los Escolios a la traducción de los Phaenomena realizada por Germánico— en cuanto al número y orden de las constelaciones, con el Almagesto de Ptolomeo (ca. 100-ca. 170 d.C.) queda fijado definitivamente el Catálogo estelar63 con las cuarenta y ocho constelaciones y su orden de norte a sur: Hemisferio boreal, 1. Osa Menor, 2. Osa Mayor, 3. Dragón, 4. Cefeo, 5. Bootes (el Boyero), 6. Corona, 7. Engonasis (el Arrrodillado, identificado ya con Hércules por Eratóstenes), 8. Lira, 9. Cisne, 10. Casiopea, 11. Perseo, 12. Auriga, 13. Serpentario, 14. Serpiente, 15. Saeta, 16. Águila, 17. Delfín, 18. Equiculus (Sección de Caballo), 19. Pegaso, 20. Andrómeda, 21. Triángulo; Zodiaco: 22. Aries, 23. Taurus, 24. Gemini, 25. Cancer, 26. Leo, 27. Virgo, 28. Libra, 29. Escorpión, 30. Sagitario, 31. Capricornio, 32. Acuario, 33. Peces; Hemisferio austral: 34. Ceto (la Ballena), 35. Orión, 36. Erídano, 37. Liebre, 38. Can Mayor (el Perro), 39. Perrita, 40. Argo (la Nave), 41. Hidra (Sierpe Austral), 42. Crater, 43. Cuervo, 44. Centauro, 45. Fiera, 46. Altar, 47. Corona Austral, 48. Pez Nocio. Al mismo tiempo Ptolomeo contabilizaba y describía la posición (la latitud y la longitud) de todas las estrellas de cada constelación, tanto las que formaban parte de la imagen como aquellas «informes» situadas a su alrededor, clasificándolas por orden de magnitud hasta el sexto grado. El astrónomo alejandrino sumaba también el total de estrellas (1.022) y el de cada una de las regiones estelares.

Este catálogo permanece vigente a lo largo del siglo XVI. Las nuevas constelaciones descubiertas en el hemisferio sur (con el consiguiente incremento del número total de estrellas) como consecuencia de las navegaciones oceánicas por debajo del ecuador64 no se consolidarán y no se introducirán hasta finales del siglo. Así, vemos reproducido el catálogo de Ptolomeo, casi sin modificaciones, en las grandes obras astronómicas anteriores a Bruno, entre las que podemos señalar el Catálogo de Petrus Apianus en su famoso Astronomicum Caesareum (Ingolstadt, 1540; dedicado a Carlos V), el de Copérnico en el libro segundo del De revolutionibus orbium coelestium (Núremberg, 1543; Basilea, 1566)65 y el del matemático jesuita Cristophorus Clavius en su difundidísimo Comentario a la Esfera de Sacrobosco, cuya primera edición se remonta a 1570, con nuevas ediciones ampliadas en 1581, 1585, 1593 y otras más66. A lo largo del siglo XVI se imprimen también en numerosas ocasiones los mapas de las constelaciones estelares, empezando por los realizados por Conrad Heinfogel (como experto en astronomía que dispuso las posiciones de las estrellas) y Alberto Durero (como autor de las imágenes), impresos en Núremberg en 151567.

Bruno sigue fielmente el catálogo y su orden, pero si atendemos a la enumeración de las constelaciones al final de la Epístola explicativa (pp. 33-53), donde se presenta en síntesis el curso de la reforma con las virtudes que ascienden al cielo del espíritu humano y los vicios expulsados, veremos que el número asciende a cuarenta y siete constelaciones. Bruno era perfectamente consciente de esta diferencia y a ello se debe seguramente que con anterioridad haya dicho que el cielo estelar está «diferenciado después en aproximadamente cuarenta y ocho imágenes» (p. 29, cit. supra, p. XX). La diferencia, sobre la que Bruno no vuelve en ningún momento a pesar de la minuciosidad con que recoge los datos básicos del Catálogo estelar, se debe a que Bruno omite dos constelaciones: la Serpiente (constelación 14) y el Equiculus o Sección de caballo (constelación 18). La razón reside en que esas dos constelaciones carecían de una exposición en la literatura mitológica de los catasterismos, de donde Bruno toma las historias relativas a los orígenes de las constelaciones: la Serpiente forma siempre una unidad con el Serpentario (Ophiuchus) que la transporta ya desde los Phaenomena de Arato68; la Sección de caballo (inmediatamente anterior al caballo Pegaso) es una constelación todavía inexistente en Arato y sobre la cual no proporciona información la literatura de catasterismos69. Bruno se encontraba por tanto severamente limitado a la hora de contar una historia relativa al origen de esas constelaciones sobre la cual construir una exposición acerca de los vicios que les estaban asociados.

Bruno recupera una de esas dos constelaciones perdidas al introducir en la región del Zodiaco, entre Aries y el Toro, la constelación de las Pléyades, un conjunto tradicional de siete estrellas situadas en la constelación del Toro70. La única posibilidad de recuperar el número de 48 es considerar que Bruno ha añadido también la constelación Cabellera de Berenice (Coma Berenices), que Ptolomeo y Copérnico describían y enumeraban en el marco de las estrellas informes alrededor del León71. Bruno hace una rápida mención de ella al final de la segunda parte del tercer diálogo (infra, p. 459), pero no le asocia ningún vicio ni virtud, por lo que no puede figurar tampoco en el listado de imágenes con que concluye la Epístola explicativa. Esta constelación es necesaria para que Bruno pueda recuperar el número de 48, pero creemos que no es inevitable contemplarla, ya que el Nolano parece haberse curado en salud de ese desfase al señalar con anterioridad que el número era de «aproximadamente cuarenta y ocho imágenes»72.

Bruno se complace en citar, al final del examen de cada una de las tres regiones del cielo estrellado, el número total de estrellas (360, 346, 316) e incluso el de sus magnitudes, en coincidencia siempre con los catálogos de Ptolomeo, Copérnico y Apianus73. La complacencia en seguir los datos numéricos del catálogo standard se extiende al número de las estrellas que forman cada constelación y las «informes» que le están vinculadas. La coincidencia con Ptolomeo y Copérnico es completa, en marcado contraste con los diferentes números asignados por la literatura de catasterismos (Eratóstenes, Higino o los Escolios a Germánico), como se muestra en el discurso que Júpiter pronuncia ante la asamblea de los dioses para denunciar el estado corrupto del cielo (del sujeto humano) y ganar su adhesión a la reforma74.

Para su exposición Bruno puede haber tomado los datos tanto del catálogo de Ptolomeo como del de Copérnico. Es mucho más probable, sin embargo, que haya recurrido al de Copérnico, pues su exposición parece en ocasiones una traducción italiana del texto latino de Copérnico. Así, por ejemplo, hablando del Toro, Bruno menciona sus «trenta e due chiare stelle, senza quella ch’è nella punta del corno settentrionale» y Copérnico habla de las «Stellarum 32. absque ea quae in extremo cornu Septentrionali»75; Bruno dice que el León «porta en el corazón el basilisco», de acuerdo con el texto copernicano («in corde quem Basiliscum sive Regulum vocant», p. 54r), que transcribía al latín el término griego ptolemaico tras toda la tradición latina, que había empleado el término latino76.

Pero si Copérnico (y también Ptolomeo) daban a Bruno el «famoso» número de cuarenta y ocho imágenes estelares y junto con él el orden y los detalles cuantitativos de las constelaciones, no le ofrecían en cambio vida y movimiento, no le procuraban contenido. Esto último, fundamental en la Expulsión, lo obtiene Bruno de la vieja literatura grecolatina que exponía los catasterismos, especialmente la obra de Higino (64 a.C.-17 d.C.) y los escolios a la traducción de los Fenómenos de Arato realizada por Germánico Julio César (15 a.C.-9 d.C.). La obra de Higino —tanto su recopilación mitológica (Fabularum liber) como su obra astronómico-mitológica (De astronomia)— y los escolios a la traducción de Germánico se ofrecían a Bruno en una edición conjunta que incluía también otras obras del mismo género y había tenido amplia fortuna a lo largo del siglo XVI desde la primera edición: C. Iulii Hygini Fabularum liber, ad omnium poetarum lectionem mite necessarius & ante hac nunquam excussus. Eiusdem Poeticon astronomicon, libri quattuor. Quibus accesserunt similis argumenti [...] Arati Phainomenon fragmentum, Germanico Caesare interprete, Basilea, Apud Ioannem Hervagium, 1535 (reedición en 1549). La obra fue reeditada en París (Apud Ioannem Parant) en 1578 con el mismo título y algunos añadidos.

Creemos que Bruno se sirvió de alguna de estas ediciones77. Pero en muchos casos se revela que los escolios a la traducción de Germánico han sido la fuente preferente. Pueden servir de ejemplo los casos siguientes: la errónea filiación de Sagitario (llamado «hijo de Eusquemia»; cfr. infra, pp. 103, 411) solo encuentra apoyo en Germánico (p. 191r), pues Higino da el nombre correcto de Eufeme, tanto en su Fabularum liber (cap. 224) como en su Poeticon astronomicon (II, 27: «Eufemes Musarum nutricis filium»)78. La extraña y errónea atribución a Acuario de la salvación de Facete, la hija de Venus (infra, p. 103), se explica también a partir de los Escolios a Germánico (p. 195v) que hablan de «decidens in Boeth stagno Phacetis filia Veneris» (frente a la denominación más correcta de Afacite) y atribuyen la historia correctamente al Pez Austral o Nocio, pero tras haber citado unos versos de Arato (p. 195r) referentes a Acuario, lo cual explica la transferencia efectuada por Bruno. Asimismo, solo Germánico (p. 196r) recoge la anécdota de que el centauro Quirón enseñó la astrología a Hércules (véase infra, p. 499) y solo él también apoya la atribución a esta constelación (junto con la Fiera) de sesenta y seis estrellas (infra, p. 113), mientras que Copérnico y Ptolomeo les conceden cincuenta y seis79. En la constelación de los Peces solo Germánico (p. 187v) apoya literalmente la atribución a Venus de «misericordia» (infra, p. 103 y nota 117, p. 457). Ciertamente, Higino y Germánico coinciden con grandísima frecuencia, por depender ambos de la obra canónica anterior de Eratóstenes80, pero allí donde se muestra una divergencia entre ambos o donde Bruno comete algún error, hallamos siempre a Germánico como el autor a quien Bruno sigue y como la fuente que permite explicar su error.

Evidentemente, a la hora de recoger materiales mitológicos y literarios para la presentación de las constelaciones y su historia, Bruno recurre también a otras fuentes y autores. Las Metamorfosis de Ovidio ocupan un lugar central, pero al mismo tiempo vemos que Bruno introduce en su relato referencias explícitas o tácitas a Virgilio y que asimismo —para introducir elementos conceptuales importantes en un sentido tanto crítico como constructivo— echa mano a Lucrecio (fundamentalmente en las constelaciones del Acuario y la Liebre) y a Erasmo, cuyos Adagios están presentes a todo lo largo de la obra y son especialmente relevantes para entender las constelaciones de Orión y de la Liebre, mientras que el Elogio de la locura (junto con la cercana Utopía de Tomás Moro) es fundamental para comprender el tratamiento bruniano de la constelación del Perro Mayor. Si no perdemos de vista la presencia de una referencia y discusión constantes de la Escritura (singularmente de las epístolas paulinas y del evangelio de Juan, así como del Apocalipsis); de la polémica entre Erasmo y Lutero de 1524-1526 en torno a la libertad de la voluntad y los conceptos de «justicia» y «ley» (especialmente en el extenso tratamiento de las constelaciones de Bootes, la Corona Boreal y Hércules); del uso de la crítica de Calvino a la misa católica (en la constelación del Perro Mayor) para la crítica del sacrificio y la fundamentación de la «plena soberanía» del poder político; de la polémica entre paganos y cristianos en torno a la finalidad de la religión (de Celso y Orígenes a La ciudad de Dios de San Agustín) y la renovación del tema en Maquiavelo (especialmente en los Discorsi y su defensa de la religión romana); de motivos de la actualidad (presentes sobre todo en la cultura contemporánea francesa) como el tema de los «salvajes», la Edad de Oro y el estado de naturaleza, comprenderemos fácilmente —y no agotamos con ellos los temas presentes en la obra— la riqueza de argumentos desplegada por Bruno (abierta y ocultamente) en la Expulsión. Esta obra es una muestra patente de la vasta cultura literaria y filosófica de Bruno, que se extiende desde obras y autores de primera magnitud a obras y autores en lengua vulgar y dirigidos al gran público, como los llamados «polígrafos», así como de su gran capacidad para establecer vínculos conceptuales entre motivos de origen diverso con vistas a una mayor eficacia en la (sutil y a menudo encubierta) desmitificación y destrucción de la impostura secular.

5. DESARROLLO DE LA REFORMA CELESTE

Tras los preliminares del comienzo del diálogo entre Sofía y Saulino y el relato por Sofía de los particulares de la decisión de Júpiter de reformar el cielo estrellado, todo lo cual se presenta en las dos primeras partes del diálogo primero, en la tercera parte comienza la reforma del cielo y la sustitución de los vicios asociados a las constelaciones por virtudes. Allí se abordan las primeras siete constelaciones (de la Osa Menor a Hércules) con la elevación al cielo (al sujeto humano) de las siguientes virtudes: Verdad (Osa Menor), Prudencia-Providencia (Dragón), Sabiduría (Cefeo), Ley (Bootes), Juicio (Corona Boreal), con la salvedad de que la sede de la Osa Mayor queda sin asignar (la Cábala del caballo Pegaseo dirá que se ha asignado con posterioridad a la asinidad o ignorancia en abstracto)81 y la asignación de la sede de Hércules todavía no se aborda. La discusión de estas constelaciones se retoma, añadiendo nuevas consideraciones, en la primera parte del diálogo segundo. Estas constelaciones constituyen uno de los núcleos conceptuales más importantes de toda la obra, lo cual coincide con la extensión y animado debate que Bruno les concede. La implantación en la cúspide del cielo (y del ánimo humano) de la Verdad y de la Prudencia-Providencia82 junto con la Sabiduría establece que la sustitución de vicios por virtudes presupone la recuperación del correcto conocimiento (de la verdad cosmológico-ontológica y teológica llevada a cabo en los diálogos precedentes). De ahí, por tanto, que la Ley —que cubre aquí también la religión en tanto que «ley» (lex), de acuerdo con la terminología de la tradición filosófica y religiosa— ascienda «para estar al lado de su madre Sabiduría» y «versar en los campos divino, natural, internacional, civil, político, económico y ético particular»83. Ejecutando esta Ley, actúa el Juicio, remunerando con premios y castigos las obras de los individuos, con el brazo de Hércules, que desciende del cielo a la tierra para una nueva serie de «trabajos» heroicos que lo convierten en buena medida en brazo armado del poder político que, iluminado por la filosofía, ejecutará la reforma en la sociedad europea. En las importantísimas páginas de su extenso tratamiento de estas constelaciones, Bruno procede a la crítica de la doctrina protestante (de impronta luterana y calvinista) de la justificación por la fe y la eterna predestinación, con el rechazo consiguiente del valor meritorio de las obras. De acuerdo con su concepción de la religión como «ley» encaminada a promover la convivencia pacífica en el seno de la sociedad y el progreso social (concepción ya presentada en La cena de las Cenizas)84