Faebound - Saara El-Arifi - E-Book

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Saara El-Arifi

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Beschreibung

La autora de The Final Strife, superventas del Sunday Times, presenta una nueva y fascinante trilogía. DIVIDIDAS POR LA SANGRE. CAUTIVAS DEL DESTINO. UNIDAS POR EL DESEO. TE DAMOS LA BIENVENIDA AL EMOCIONANTE MUNDO DE LOS FAES. Yeeran es una guerrera del ejército élfico que no ha conocido nada en la vida salvo violencia. Lettle, su hermana, intenta ganarse el sustento como adivina, en busca de profecías de un futuro mejor. Cuando un error fatal provoca el exilio de Yeeran de las Tierras Élficas, ambas se ven obligadas a sobrevivir a la aterradora vida salvaje que hay más allá de sus fronteras. Allí, se encuentran con lo imposible: una corte feérica. No se ha visto ningún fae desde hace mil años, pero ahora Yeeran y Lettle se ven envueltas en su atractivo mundo, divididas entre la lealtad de la una hacia la otra, su tierra natal élfica y sus corazones. DESCUBRE ESTA HISTORIA DE FANTASÍA ÉPICA ARREBATADORAMENTE ROMÁNTICA A LA QUE LOS LECTORES ESTÁN DANDO CINCO ESTRELLAS... Y SU CORAZÓN.

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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Para mi hermana, Sally

Al principio, solo había tres divinidades. El germen de la existencia de Asase fue un grano de trigo, una sola partícula que cobró vida. A medida que Asase crecía, sus raíces se convertían en laderas de montañas y sus hojas se multiplicaban hasta formar bosques. Se crearon valles en los huecos de sus ramas y los nudos de su corteza se transformaron en cañones. Así nació la tierra.

La divinidad Ewia agitó sus alas de oscuridad para traer el día y la noche al mundo. Como murciélago con dos cabezas, encontró su lugar en el cielo, sobre Asase. Cuando un rostro miraba hacia la tierra, se hacía la luz y, cuando lo hacía el otro, el mundo caía en penumbras. Así nació el Sol.

La última divinidad que apareció en el universo fue Bosome. Se arrastró entre las raíces de Asase para crear ríos y mares antes de situarse junto a Ewia y convertirse en una perla plateada de agua que crecía o decrecía en el cielo con el ciclo de las mareas. Así nació la Luna.

Las tres divinidades vivieron felices durante muchos años hasta que, cierto día, Asase dijo:

—Deseo tener un hijo. Crearé uno.

De las semillas de la tierra, Asase creó a los humanos. Las ramitas se convirtieron en huesos y las flores germinaron en sonrisas.

Ewia, al ver a Asase tan feliz con sus hijos, dijo:

—Yo también deseo un hijo. Crearé uno.

Así, de la piel de sus alas, Ewia creó a los fae con dientes puntiagudos y orejas de murciélago.

Los siglos pasaron, y Bosome, mientras observaba la felicidad del resto de las divinidades, advirtió los defectos de sus hijos. Los seres humanos eran demasiado frágiles para sobrevivir mucho tiempo, y los feéricos, demasiado arrogantes para preocuparse por sus padres. Por eso Bosome creó a los elfos a partir de las aguas del mundo, con las orejas puntiagudas de los fae y la naturaleza humilde de los humanos.

Durante un tiempo, todo fue bien. Sin embargo, daba igual lo mucho que las divinidades desearan la paz porque les habían otorgado a sus hijos una cualidad que no la aseguraba: el libre albedrío.

CAPÍTULO 1

Yeeran

Yeeran nació y vivió en el campo de batalla y, algún día, moriría en él. De eso, estaba segura.

Su primer aliento se tiñó del humo y las cenizas de los enemigos moribundos de su madre. Su llanto se unió al grito de guerra de su tribu al irrumpir en la batalla. Que las soldados dieran a luz en el frente era bastante común. Si podías sujetar un tambor, podías luchar.

«Y, aun así, no hay suficientes soldados.»

Yeeran soltó un suspiro profundo mientras estudiaba el mapa que tenía frente a ella. Los hábiles cartógrafos habían grabado cada valle y colina en la plancha de roble. Era una obra de artesanía cara, destinada a decorar el dormitorio, pero su amante no solía escatimar en gastos.

La luz de la luna inundó con un rayo de plata el centro de la madera donde los cuatro distritos de las Tierras Élficas convergían en los Campos Sangrientos, el frente de batalla. Paseó la mirada por las cuatro secciones del mapa: Lúnula, Creciente, Eclipse y, por último, la de su propia tribu élfica, Menguante.

Aferró el borde de la tabla con los dedos y, con las uñas, dibujó finas muescas en las vetas de la madera mientras estudiaba las formaciones militares. Los símbolos blancos mostraban la ubicación de las tropas bajo la dirección de su ejército.

Yeeran posó los ojos sobre un regimiento que permanecía a la espera, junto a la torre oriental de la guarnición. El suyo.

—Yeery. —En el silencio, su apodo se convirtió en un susurro. Los pasos quedos de Salawa la habían conducido hasta ella—. Vuelve a la cama. —Yeeran notó su aliento cálido cuando le rozó con los labios las sienes rasuradas, cerca de los extremos puntiagudos de las orejas.

Deslizó la mano por la espalda de Salawa y se enredó el extremo de las trenzas de la elfina en los dedos. Caían con pesadez sobre su piel desnuda, cargadas de perlas y gemas.

—No puedo dormir.

Salawa no contestó durante unos instantes. A Yeeran le gustaba que su amante fuera así, que tuviera en cuenta cada segundo y tejiera sus pensamientos antes de hablar.

—Llevas veinte años esperando el ascenso a coronel. Pocos pensaron que pudieras conseguirlo antes de cumplir los treinta y cinco, pero aquí estás, la coronel más joven que ha tenido el ejército de Menguante…

—Hasta mañana, nada.

Salawa inhaló con brusquedad. No le gustaba que la interrumpieran. Yeeran le recorrió la clavícula con la mano hasta posarla en su mejilla. Solo entonces su amante se relajó lo suficiente para continuar.

—El sueño no va a arrebatarte este momento. Tu nuevo regimiento seguirá ahí por la mañana.

Salawa miró por la ventana hacia Gural, la ciudad que palpitaba como el corazón del distrito Menguante. Yeeran siguió la dirección de sus ojos.

Las chimeneas surgían de tejados abovedados y expulsaban humo hacia el cielo estrellado. Yeeran sabía que las tabernas estarían a rebosar de soldados que se divertían con ron especiado. Para las pastelerías, no era la última hora de la noche, sino la primera de la mañana, y el aroma de los hornos impregnaba la ligera brisa.

Observó cómo la ternura del rostro de Salawa se endurecía al desviar la mirada hacia los Campos Sangrientos. El fuego de la batalla iluminó de color avellana el verde de los iris y Yeeran sintió que ardía en la llama que se reflejaba en ellos.

—Te he traído algo para celebrar tu nuevo título —anunció Salawa en voz baja.

Yeeran apartó la mano de su mejilla y la dejó caer. Los regalos de su amante siempre eran ostentosos y vulgares, a pesar de que no llevaba joyas ni le interesaban los vestidos sofisticados. Tampoco la ayudaban en la batalla.

Lo único que siempre llevaba consigo era un pequeño anillo dorado cosido en el forro de su uniforme. No tenía valor sentimental, pero sabía que, si caía en combate, por derecho propio, se lo quedarían los niños que vivían de rebuscar entre los cadáveres del ejército. Con ese anillo, podrían alimentarse durante un año. Yeeran se había pasado gran parte de su infancia deseando encontrar una reliquia como esa.

—Creo que este regalo te gustará mucho —añadió Salawa mientras se alejaba para coger algo bajo la cama con dosel.

Yeeran le dedicó una sonrisa vacilante que hizo que Salawa se echara a reír, comprensiva. Sacó un enorme objeto circular envuelto en una funda de cuero.

En menos de tres zancadas, Yeeran cruzó la habitación. Aceptó el regalo de los brazos extendidos de Salawa y desprendió el cuero granulado para descubrir lo que había en su interior.

El tambor tenía una elaboración exquisita. La caja estaba tallada en caoba, lo que hacía que el cilindro brillara con un intenso color carmesí como el de la sangre fresca. El anillo y las varillas eran doradas y estaban tachonadas con zafiros. Los abalorios se esparcían por el cuerpo del tambor, más a modo de decoración que para embellecer el sonido. Sin embargo, lo más bonito con diferencia era el parche negro.

—¿De un obeah longevo? —murmuró Yeeran, acariciando el cuero tenso con la mano.

Los obeahs eran las únicas criaturas mágicas de ese reino. En el pasado, esos animales habían sido tan comunes como los ciervos y vagaban en manadas por las Tierras Élficas. Yeeran regresó al pasado cuando se imaginó las pezuñas de las criaturas tronando por el bosque, con los cuernos blancos abriéndose paso entre la vegetación y sus formas felinas deslizándose entre los árboles con la facilidad de la tinta sobre el papel. Sin embargo, ahora la tinta se había secado porque, debido a su magia, los habían cazado hasta casi extinguirlos.

«Magia para armas como esta.» A Yeeran se le crisparon los dedos apoyados sobre el parche.

Salawa sonrió y unió las manos bajo la barbilla.

—Sí, se hizo con uno de los obeahs más longevos que han atrapado nuestros cazadores.

A medida que los obeahs envejecían, su color se oscurecía, volviendo más potente la magia de la criatura; entonces su piel se tornaba aún más codiciada para la elaboración de poderosos objetos. Por desgracia, los obeahs más longevos eran también los más inteligentes, por lo que cazarlos resultaba casi imposible. El regalo de Salawa era algo poco común y preciado.

Yeeran sentía la magia que emanaba de la piel. Tamborileó los dedos sobre ella y dirigió las vibraciones del repiqueteo con un propósito, entretejiéndolas en su mente para formar un pequeño proyectil. Era como convertir un sonido en un arma. La fuerza invisible creó una señal blanca en el centro del mapa a tres metros de distancia.

Siempre se le había dado bien el fuego tambor. Tener una determinación firme era la clave, pero la claridad de la nota y la fuerza de la magia de la piel del viejo obeah volvía sus habilidades inigualables. Si sus enemigos ya pensaban que era peligrosa, pronto verían lo letal que podía ser.

Salawa dio una palmada.

—Ahora, la mejor coronel del ejército de Menguante tiene la mejor arma.

Con cuidado, Yeeran volvió a meter el tambor en su funda y se acercó a Salawa. La abrazó y apoyó la barbilla en su pelo.

—Gracias. Cuidaré de este regalo toda la vida.

—¿Podemos irnos ya a dormir? Está a punto de amanecer —murmuró Salawa.

Yeeran soltó el aire a modo de confirmación y permitió que la guiara hasta la cama. Se coló entre las sábanas de seda y Salawa se acopló a los contornos de su cuerpo. Apoyó la cabeza en la suave piel de su hombro y de su pecho, y dejó escapar un suspiro contenido.

La respiración de Salawa se ralentizó a medida que se sumergía en un sueño profundo. Yeeran observó cómo las perlas de fraedia de su pelo comenzaban a brillar con suavidad debido a la inminente llegada del alba. El cristal compartía las propiedades del sol y se usaba para los cultivos y para calentar el hogar en invierno.

Estiró la mano y retiró una de las perlas de la cara de Salawa para que el brillo no la despertara. Acarició durante un segundo la gema, maravillada por su calidez. Ese pequeño cristal podía hacer crecer a una planta durante todo su ciclo de vida y ayudar a alimentar a una familia.

Dejó caer la perla. «Ojalá tuviéramos más…» La fraedia era la moneda de la guerra.

Bajo el suelo ensangrentado de los Campos Sangrientos había minas sin explotar del valioso cristal. Y donde hay valor hay poder, y donde hay poder siempre habrá violencia. Así empezó la Guerra Eterna.

Yeeran se descubrió preguntándose cuántos soldados habrían muerto por la pequeña cosecha con la que Salawa se decoraba el pelo. Desprendía sobre la piel negra, más oscura que la tez ligeramente apagada de Yeeran, un cálido brillo azafranado.

Aunque todos los elfos tenían aspectos distintos, la única diferencia que importaba era la tribu a la que mostrabas lealtad. Yeeran era Menguante, y Menguante era Yeeran. No había forma de separarla de su tribu. Para dirigirla debía convertirse en ella.

Salawa se lo había enseñado. «Por los pecados solares, es preciosa.» Preciosa en sueños y fiera al caminar.

El sueño no acudió a reunirse con Yeeran, pero ella tampoco lo buscó. En lugar de eso, permaneció allí, viendo cómo amanecía contra la piel de su amante, con la mente en llamas por la gloria, el poder y la muerte.

A la mañana siguiente, Yeeran se escabulló del cuarto de Salawa mientras esta seguía durmiendo y cruzó la ciudad. El sonido de la guerra era más estrepitoso a medida que se acercaba a los Campos Sangrientos y el eco del fuego tambor resultaba tan reconfortante como emocionante. Hoy ya era coronel.

Al aproximarse a los terrenos de instrucción, oyó la cadencia familiar de una canción infantil:

Uno, dos, tres, cuatro: las tribus élficas, menguante, lúnula, creciente y eclipse. La Luna las formó y aún resisten.

Desde la distancia, era fácil confundir las voces juveniles con un grupo de niños en un patio de recreo, pero Yeeran sabía que no se encontraría a colegiales cuando girara la esquina.

Antes, tres divinidades, tres pueblos había en el cuadro, ahora, solo elfos: uno, dos, tres y cuatro.

No, esos soldados hacía tiempo que habían dejado de ser niños. Marchaban sin emoción al ritmo de sus cánticos, con expresión sombría. Yeeran observó al crío que tenía más cerca mientras daba media vuelta sobre los talones y su diminuta cabeza chocaba con el enorme casco como una bellota en un barril.

«No debe tener más de nueve años.»

—Coronel Yeeran Teila. —El teniente que vigilaba los ejercicios la había visto.

Yeeran se estremeció porque había esperado pasar de largo sin que la identificaran.

—Teniente Fadel —le devolvió el saludo.

—¿Está aquí para seleccionar a su próximo tamborilero?

Ese papel lo tenían los reclutas más jóvenes del ejército. Yeeran siempre había pensado que el cargo era extraño, ya que nunca le había encargado a nadie el mantenimiento de su tambor. Todas las noches, se pasaba una hora limpiando la sangre enemiga de la caja y echándole aceite al parche con cuidado.

«Aunque este tambor no necesitará demasiado mantenimiento…»

Ahora lo llevaba colgado al hombro, un recuerdo del amor de Salawa sobre la cadera. Pesado y siempre presente.

—No, no necesito un tamborilero —anunció, negando con brusquedad.

Fadel frunció el ceño, pero, después, su expresión se tornó relajada y franca.

—¿Qué le parece la oficial Hana? Es la mejor. —Hizo un gesto, y una niña, algo más alta que sus compañeros, dio un paso al frente.

El uniforme le colgaba sobre su figura como una bandera sobre su asta. Sin embargo, tenía el estómago hinchado por la malnutrición y Yeeran sintió un cosquilleo en el abdomen ante el recuerdo.

Los dedos sucios de la niña se curvaron hasta formar un tenso puño para golpearse a modo de saludo el pecho frágil. Cuanto mayor era el repiqueteo del tambor, más respetuoso debía ser el saludo; la cría se golpeó tan fuerte el pecho que estuvo a punto de sacarse las costillas.

Yeeran se agachó para ponerse a su altura, olvidando cualquier formalidad. Hana le dedicó una mirada de preocupación al teniente, pero Yeeran atrajo su atención con una sonrisa.

—Muy bien. —La coronel se metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda de oro—. Asegúrate de comer bien esta noche, no esas gachas que os dan en los barracones. ¿De acuerdo?

La niña se quedó muy quieta, impresionada por la moneda de oro que tenía en la mano. Luego dijo lo que nadie esperaba:

—Me vendieron por menos que esto.

A Yeeran se le escapó un jadeo involuntario. Hacía unos años, la caudilla había introducido un nuevo programa: se podía vender a los niños directamente al ejército de Menguante por media moneda de plata. Así, los niños pasaban a estar custodiados por el distrito, y los otros soldados se transformaban en su única familia. La procreación se había convertido en un negocio rentable.

—En la guerra no hay reglas. Solo luchadores y perdedores —había dicho la caudilla al anunciar el programa.

Al mirar a Hana, Yeeran no estaba segura de estar de acuerdo. Se incorporó para alejarse de ella y de la boca abierta del teniente Fadel.

Yeeran se dijo que sus pasos apresurados se debían a la expectación de reunirse con su nuevo regimiento, pero, en realidad, huía de la visión de niños soldado y del recuerdo de un hambre atroz que, en realidad, nunca había desaparecido.

CAPÍTULO 2

Yeeran

Yeeran ordenó a su camello reducir el ritmo para examinar el frente del nuevo regimiento. Quinientos soldados de infantería, trescientos de caballería y cien arqueros, un mar de soldados a su cargo. Maldita sea, ¡qué buena sensación!

El sudor le cosquilleaba la espalda, a pesar de la suavidad del clima. El sol había evaporado la humedad de la mañana, dejando el cielo despejado y una ligera brisa que se movía en dirección noreste.

«El tiempo perfecto para guiar hacia el objetivo las flechas de mis arqueros.»

—Coronel. —Una de sus capitanas se colocó frente a ella y la saludó desde la silla de montar—. Se ha visto a le general Motogo en el frente occidental. Se dirige hacia aquí.

Yeeran miró el sol. Estaba a punto de alcanzar su cénit. Marcharía hacia la batalla a mediodía.

—Le recibiré en la tienda de mando. No quiero que nadie me moleste. El regimiento queda a tu cargo hasta que regrese.

La capitana asintió y se marchó cabalgando mientras ladraba sus propias órdenes a los subordinados.

Yeeran bajó de un salto del camello y se abrió paso entre las tropas hacia la tienda de mando. Aunque se llamaba «tienda», el campamento militar se había vuelto algo fijo en los Campos Sangrientos desde hacía tanto tiempo que las tribus habían construido estructuras permanentes. El umbral de color bronce estaba rodeado de radiantes flores rosas de la especie buganvilla que crecían de forma abundante por el distrito Menguante.

—Para ayudar a ocultar el olor del campo de batalla —había dicho la caudilla al plantar las flores.

Sin embargo, era imposible esconder el aroma de una guerra milenaria. Habitaba el aire, la piel y los huesos de la tierra.

Yeeran irrumpió en la sala circular y se adentró en el charco de luz solar que atravesaba los amplios ventanales. Los Campos Sangrientos se extendían hasta donde alcanzaba su vista.

En el centro de la sala, encontró al capitán Rayan, con el ceño fruncido, mientras leía una carta. El elfo alzó la cabeza cuando ella entró y sonrió.

—Buenos días, coronel —dijo su título con demasiado respeto, cosa que hizo que Yeeran soltara una carcajada: esa era justo su intención.

Se conocían desde hacía mucho tiempo. En el pasado, había sido su teniente, pero había subido de rango mucho antes de que lo hiciera él. Su éxito nunca le había molestado, sino que intensificaba su lealtad hacia ella y reafirmaba su papel en la verdadera amistad compartida.

—¿Cómo va todo? —preguntó Yeeran, dedicándole un rápido vistazo a la carta que estaba leyendo. Se notaba sucia y desgastada por haberla doblado y abierto demasiadas veces.

Rayan se pasó, cansado, una mano por la cabeza rasurada.

—Este es el último mensaje que he recibido de mis exploradores. Fue hace cuatro días. Debían haber vuelto al campamento ayer.

Yeeran frunció el ceño.

—¿Ayer?

—Sí.

No era poco habitual que un movimiento enemigo inesperado sorprendiera a los exploradores.

—Tal vez hayan cambiado de ruta —propuso Yeeran.

—Quizá. —Rayan no parecía convencido.

—El protocolo requiere que lleven cinco días desaparecidos para enviar a las tropas. Les daremos hasta mañana antes de informar.

Rayan asintió, pero frunció los labios, preocupado.

—Coronel Yeeran. —La voz estrepitosa de le general Motogo irrumpió en la habitación, seguida de su cuerpo. Como el de muchos elfos, el género de Motogo era tan flexible como el clima, aceptado como la caída de la lluvia y cambiante como el paso de las estaciones.

Yeeran le hizo un gesto a Rayan para que se marchara, y él obedeció con una mirada de agradecimiento. Se conocía a Motogo por enredar a los demás en largas conversaciones.

—General Motogo, ¿cómo le va al campo de batalla bajo sus pies? —preguntó Yeeran, usando el saludo formal reservado para los ancianos respetados.

—La sangre de mis enemigos me alimenta bien —respondió Motogo, como era la costumbre. Tenía el pelo canoso peinado en pequeños nudos que dejaban claro que pocas veces se ponía ya el casco. Yeeran no se imaginaba deseando dejar de combatir—. Ahora, al meollo de la cuestión: he venido a confirmar tus órdenes. Ah, veo que tienes una nueva arma… —Motogo había percibido el parche negro del tambor bajo la correa—. Parece un buen ejemplar, seguro que provoca muchos celos —continuó, y le aletearon los agujeros de la nariz por la envidia—. Pero yo ya no participo en el fuego tambor, mejor se lo dejo a los jóvenes.

El fuego tambor no agotaba físicamente, aunque la determinación necesaria para la concentración suponía un coste mental. Además, le general debía de tener unos cien años, aunque Yeeran había conocido a elfos en el campo de batalla que habían llegado a los ciento veinte, el extremo superior de la esperanza de vida de un elfo. Ella pretendía ser uno de ellos.

—Sí, me lo han regalado.

—Muy bien, muy bien. —Seguía con los ojos fijos en la rica piel del obeah.

—¿Quería mencionar algo acerca de mis órdenes?

—Ah, sí. Dado que es tu primer día al mando de un grupo tan grande de tropas, quería confirmar tu posición. Estáis aquí para patrullar la zona occidental hasta la colina Mortecina, en el segundo cuadrante. Nuestros exploradores han informado de que se han enviado desde Creciente uno o dos pelotones de exploración. Eliminad al enemigo que encontréis allí y regresad al campamento. Debería ser una batida rutinaria. Ninguna ofensiva contra el frente principal. ¿Me entiendes?

—Le entiendo, general —dijo Yeeran, un poco enfadada. Sabía cumplir órdenes. No se llegaba muy lejos en el ejército de Menguante si no se hacía.

Motogo asintió antes de rebuscar en la bolsa y sacar un uniforme recién planchado.

—Es hora de actualizar tu indumentaria de capitana a coronel.

Con gratitud, Yeeran alargó la mano hacia las nuevas prendas. Eran de un color azul más profundo que el uniforme de capitana, como el del cielo oscurecido por una tormenta.

—Buena suerte ahí fuera —continuó Motogo—. Que las tres divinidades te protejan.

Invocaban a las divinidades sin propósito alguno. Ya nadie creía en ellas, excepto los adivinos como su hermana. Aun así, apreció la mención, aunque estuviera exenta de significado.

—Y a usted, general.

Yeeran observó cómo se marchaba antes de soltar un pesado suspiro. Esa orden no se parecía a lo que tenía in mente para su primer día como coronel. Las batidas eran rutinarias y tendría suerte si se topaban siquiera con alguien de Creciente. Pasó el pulgar por la funda del tambor. Estaba deseando derramar algo de sangre con él.

Se oyó un ruido y se vio el borrón de una sombra en la ventana. Yeeran sacó el tambor de la funda con una eficacia ensayada. Al fin y al cabo, quizá tuviera la oportunidad de usar su nueva arma.

Unos dedos se deslizaron por la ventana abierta y se crisparon sobre el marco. El intruso respiraba con dificultad cuando apareció en el hueco.

—Por el amor de la luna —maldijo antes de trepar y dejarse caer en el suelo con un golpe.

Yeeran se colocó el tambor a la espalda y se secó la frente.

—Lettle, ¿qué haces?

La irritación relampagueó en los ojos de su hermana.

—Vengo a verte, por supuesto.

Unió las extremidades y permaneció en pie con la postura regia de una caudilla. El vestido lila que llevaba se le aferraba a las piernas, pero no perdió una pizca de dignidad cuando se lo arregló.

—¿No podías usar la puerta? —preguntó Yeeran.

Lettle le sostuvo la mirada con firmeza. La piel de su frente permanecía tensa debido a las rastas que le cubrían la cabeza y acababan en trenzas que le llegaban a la cintura.

—Bueno, Yeeran, me hubiera encantado usar la puerta, pero una idiota en la entrada me ha dicho que nadie debía molestarte y no me dejaba pasar.

Yeeran se enorgulleció de que sus capitanes fueran leales en exceso.

—Por eso has entrado por la ventana, ¿no?

—Así es. —Lettle cruzó los brazos sobre el pecho y esperó a que Yeeran la desafiara.

Yeeran observó a su hermana pequeña durante un instante antes de soltar una carcajada.

—Sí que sabes cómo salirte con la tuya.

Una sonrisa inesperada recorrió el rostro de Lettle, como el sol abriéndose paso entre nubes de tormenta.

—Exacto.

Yeeran se giró hacia la jarra de zumo del escritorio y le ofreció un vaso, pero su hermana negó con la cabeza. Yeeran esperó. No solía visitarla sin razón alguna.

—He ido al matadero esta mañana.

Yeeran intentó reprimir un gemido. Lettle llevaba años formándose para ser una adivina. La práctica requería las entrañas de un obeah para leer la magia que se acumulaba en ellas. Un viaje al matadero solía significar que Lettle no tenía dinero. Otra vez.

—Le pediré a un mensajero que te envíe algunas monedas.

Los ojos de Lettle se iluminaron como brasas blancas.

—No necesito dinero —dijo con los dientes apretados.

Yeeran sabía lo mucho que le molestaba tener que depender de ella.

Lettle ya no trabajaba. Cuando había ido a Gural después de que su padre muriera, había hecho el servicio militar de dos años. Sin embargo, a diferencia de Yeeran, no había continuado ni se había esforzado por ascender en el ejército. En lugar de eso, había encontrado su pasión en la adivinación, una habilidad insignificante que pocas veces usaban los elfos. Y, por lo tanto, pocas veces se pagaba.

—Entonces, ¿qué ocurre?

La rabia de Lettle se aplacó tan rápido como había surgido.

—La profecía de hoy ha sido acerca de ti.

Yeeran miró el reloj de la pared. Solo le quedaban unos minutos para salir con su regimiento. Estaba a punto de decírselo a Lettle cuando vio el candor en la mirada de su hermana, por lo que se mordió la lengua. Aquello significaba algo importante para ella. Se giró hacia el nuevo uniforme que le había entregado Motogo.

—Cuéntame lo de la lectura mientras me cambio.

Lettle le dedicó una breve sonrisa y se adentró en la historia.

—Como he dicho, esta mañana he ido al matadero antes de que despellejaran a las bestias. Había allí otros adivinos pujando por las entrañas, pero sabía que era tu primer día al mando de un regimiento, por lo que gané. Incluso entonces, solo me permitieron estar cinco minutos con la criatura. Y, Yeera… —solía silenciar la «n» de su nombre, como si la letra fuera un incordio—, deberías ver el estado tan lamentable en el que está ese sitio. Tendríamos que enviar algo de dinero a los trabajadores…

Yeeran asintió, distante.

—Intentaré arreglarlo. Ayúdame con este cierre, por favor.

A diferencia del uniforme de capitán, la chaqueta de coronel estaba cubierta de un pelaje de obeah más grueso. Aunque la piel era la parte más potente de un obeah, la melena negra que tenían las criaturas en torno al cuello también emanaba un flujo de magia que Yeeran podría aprovechar si lo necesitaba.

La chaqueta era rígida y almidonada, con un amplio cuello y charreteras en forma de luna menguante, el símbolo de la tribu. En la espalda, había otro recordatorio del lugar al que pertenecía: tres lunas menguantes cosidas en el centro de la chaqueta.

A Yeeran no le importaba. Estaba orgullosa de llevar el símbolo de la tribu varias veces.

Lettle dejó escapar un suave gruñido de irritación y murmuró:

—Ningún cliente pediría a un adivino que le ayudara a vestirse en mitad de una lectura.

Yeeran quería replicar que sería difícil que se lo pidiera cualquiera de sus clientes cuando estos no existían. Sin embargo, las palabras le dolerían más a Lettle de lo que la satisfarían a ella. Además, su hermana sí que la estaba ayudando mientras hablaban.

—Ale, ya está. ¡Qué elegante! —exclamó Lettle.

Yeeran se miró en el espejo dorado, colgado de la pared. Por la anchura de los hombros y su más de metro ochenta de altura, su cuerpo estaba compuesto de aristas, mientras que su rostro era redondeado. La nariz ancha y los labios voluminosos y teñidos de morado descansaban bajo unos ojos profundos. El cansancio apagaba sus iris violetas, un color poco común para un elfo, lo que la hacía fácilmente identificable.

«Coronel Yeeran Teila del ejército de Menguante», pensó para sí, y una tenue sonrisa le recorrió el rostro.

Lettle apretó los labios.

—Ahora, la lectura. Los Destinos eran claros, Yeeran: «¡Tu gloria se encuentra al este!»

Yeeran curvó la comisura de los labios, gesto previo a la carcajada, pero la contuvo cuando vio la seriedad en la cara de su hermana. La adivinación nunca era un arte preciso, pero Yeeran sabía que estaban formando a Lettle para que algún día reemplazara a la líder de su secta. Debería darle mayor crédito a su talento.

—Gracias por la lectura, Lettle —dijo con tanta calidez como logró reunir—. Me aseguraré de mantenerme alerta en el campo de batalla. La tribu creciente ha enviado su infantería a la zona occidental, por lo que abordaremos a los rezagados. Será una operación sencilla.

Lettle dio un paso para disminuir la distancia entre ellas y sujetó a Yeeran por la muñeca, clavándole las uñas.

—Recuerda: «Busca la gloria en el este.»

Lettle medía al menos treinta centímetros menos que Yeeran. Tenía el brazo izquierdo más corto porque la capa externa de músculo se le había atrofiado debido a la viruela. La enfermedad había devastado a su pueblo, y habían sido demasiado pobres para permitirse los medicamentos con los que tratarla. Yeeran seguía sintiéndose culpable al encontrarse tan cerca de ella.

Cuando por fin tuvieron dinero suficiente para pagar a un doctor que la examinara, este había confirmado que su baja estatura y el daño en el brazo se debían a los efectos prolongados de la viruela. Yeeran debería haber trabajado más duro para ahorrar dinero para los medicamentos.

Posó la mano sobre la de Lettle.

—Padre estaría orgulloso del esfuerzo que le dedicas a la adivinación —dijo.

La sujeción de su hermana se debilitó antes de que se diera media vuelta.

Apenas hablaban de su padre. Aunque no había sido el que había engendrado a Yeeran (cuando era un bebé, su padre biológico había muerto en el campo de batalla), era el único padre que había conocido. Seis años después de que se casara con su madre, había nacido Lettle.

Entonces una flecha había atravesado el corazón de su madre y también se la había arrebatado, demasiado joven para dejar recuerdos suficientes a sus hijas.

De su padre, solo les quedaban recuerdos. Aunque no solían hablar de él, era evidente, en cada media sonrisa que se dedicaban y en cada halago susurrado, que vivía en sus mentes como el héroe de un querido cuento de hadas. Sin embargo, esos héroes nunca eran ladrones.

Tras perder a su madre en una matanza en el campo de batalla, su padre había abandonado el ejército y se había convertido en cazador de obeahs. Pero, cuanto mayor se hacía, más difícil le resultaba soportar las demandas físicas de la caza, sobre todo a medida que los obeahs se volvían más escasos. Pronto, la familia había tenido que dedicarse a los hurtos y el chatarreo para sobrevivir.

—También estaría orgulloso de ti, Yeeran. —Lettle no la miró mientras hablaba, porque eso habría desenmascarado la mentira.

Ambas sabían que su padre no estaría orgulloso de los logros de Yeeran. Su pena había corrompido la visión que tenía de la guerra y condenaba cualquier participación en ella. Cuando Yeeran le había contado que había decidido viajar a Gural para unirse al ejército de Menguante, se habían separado, enfadados. Era la última vez que habían hablado. Su padre había muerto poco después.

—Debería irme —anunció Yeeran.

—Buena suerte ahí fuera. —Lettle le tomó la mano y se la apretó.

Yeeran cerró los ojos y encontró consuelo en el apoyo de su hermana. Daba igual lo distintas que fueran, siempre se habían enfrentado juntas al mundo. Hoy no sería diferente. Aunque Yeeran se dirigía al campo de batalla, y Lettle, a sus libros, llevaría a su hermana consigo. Siempre. Las cicatrices de la vida las habían unido.

Lettle asintió como si supiera lo que estaba pensando. Ambas compartían el color violeta de sus ojos, pero su profundidad no era tan insondable, como si Lettle viera el mundo por completo, y Yeeran, solo una parte. La primera le dedicó una breve sonrisa.

—Te espera tu regimiento. Recuerda lo que te he dicho.

CAPÍTULO 3

Yeeran

La infantería marchaba en el centro de la formación, flanqueada por la caballería, con los arqueros en la retaguardia. Yeeran y sus cuatro capitanes iban al frente. Los oficiales de mayor rango y la caballería eran los únicos soldados equipados con fuego tambor, ya que los tambores de obeah eran un lujo poco común.

A los cazadores de dichas criaturas se les pagaba muy bien en las Tierras Élficas. Si el padre de Yeeran no hubiera renunciado a su profesión, quizá no habrían conocido el hambre persistente de la verdadera inanición.

Golpeó al camello en el lomo para que adoptara un medio galope. El terreno estaba salpicado de indicios del combate y huellas de pezuñas. Los charcos rojos de sangre de la campaña anterior habían empapado el suelo, dejando áreas oscuras y húmedas.

Subieron por la colina Mortecina, llamada así por la matanza de cientos de civiles a manos del Tirano de Doble Filo, apodo que se había ganado en el acto. Antes de eso, respondía a otro nombre, el de caudillo Akomido de la tribu creciente.

A medida que las pezuñas del camello golpeaban la tierra húmeda, Yeeran recordó las riquezas que había bajo sus pies: una mina de fraedia lo bastante grande para erradicar la pobreza. Un cristal sería suficiente para que una familia produjera su propia comida y calentara su hogar durante un año, quizá más. Si pudieran hacerse con la mina, ningún niño volvería a pasar hambre.

Yeeran pensó en la tamborilera, Hana, y comprendió por qué su imagen la había inquietado. «Me recordaba a Lettle de niña.» El estómago hinchado, los brazos esqueléticos, la persistente desesperación que se desprendía, densa, de su expresión. Yeeran se tragó el recuerdo con un estremecimiento.

—Se han marchado. No hay ni un soldado creciente a la vista —musitó Rayan mientras se colocaba a su lado, sacándola de sus pensamientos. Sus ojos marrones relampaguearon con algo más ardiente que rabia, la insatisfacción de una batalla frustrada.

Tenía razón. Desde ese punto de observación, Yeeran podía ver todo el primer cuadrante y no había rastro de los soldados crecientes. Sintió la amargura de la decepción en la base de la garganta.

—Coronel, ¿procedemos? —preguntó Rayan.

—¿Hacia dónde? Los soldados se habrán incorporado ya a las filas enemigas y no podemos enfrentarnos a toda la potencia de la tribu creciente. Solo somos un regimiento.

«Menudo primer día», se dijo con pesadumbre.

—Al volver, podríamos hacer una batida por el este y ver si han cambiado de rumbo —propuso Rayan.

Yeeran negó con la cabeza.

—Eso iría en contra de las órdenes.

Rayan se encogió de hombros.

—Pero existe la posibilidad de que el enemigo no haya llegado al frente y, si es así, ¿no deberíamos aprovechar la oportunidad de atraparlo? —Estaba tan preparado para la batalla como ella.

—No podemos hacer eso, capitán.

Rayan apretó la mandíbula, pero no insistió, aunque su expresión hablaba por él. Nunca se había mostrado insubordinado, pero siempre estaba listo para decir lo que pensaba si le preguntaba. Eso era lo que más le gustaba de él.

Yeeran estaba a punto de dar la vuelta con el camello para volver al campamento cuando se acordó: «Busca la gloria en el este.» Lettle había leído esas palabras en las entrañas del obeah.

Dudó. Era cierto que a veces las predicciones de su hermana se hacían realidad. Una vez, había predicho que el tejado de Yeeran se derrumbaría por la lluvia torrencial. Aunque tuvo que pasar un año para que la profecía se consumara, Yeeran ya tenía los suministros para arreglarlo.

Y quizá Yeeran deseaba que esa predicción se cumpliera, por lo que le estaba dedicando más atención de lo normal. Asintió con lentitud.

—Sí, creo que quizá encontremos al enemigo en el este. —Entonces, alzó la voz para que el resto de los capitanes la oyeran—. Haced saber a vuestros escuadrones que dentro de cinco minutos partiremos hacia el este.

Yeeran nunca había desobedecido una orden, pero aquello no era exactamente desobedecerla, sino dilatarla. Había rumores de que los soldados enemigos se encontraban en el este. Que los rumores estuvieran basados en la adivinación no los volvía menos válidos, ¿no?

«Demasiado tarde.» Esbozó una mueca.

Partieron por los Campos Sangrientos mientras el sol les calentaba la espalda. Pronto, la nueva chaqueta de Yeeran estaba empapada en sudor, pero no lo percibió. La sangre le vibraba por la expectación de una batalla.

Estaban a punto de alcanzar el segundo cuadrante al este del campo de batalla asignado cuando Rayan gritó:

—Coronel, cadáveres.

No necesitaba que se lo dijera, los olía. Había doce en total, podridos e hinchados por el sol de mediodía.

—El equipo de exploración —dijo Rayan con voz ahogada tras su casco.

Yeeran le hizo una señal a la infantería y los soldados titubearon antes de detenerse.

«Demasiado lentos, tendré que entrenarlos para que no hagan eso.»

Rayan saltó de su camello y se dirigió hacia los cuerpos. Llevaban la marca de la tribu menguante en la parte trasera del uniforme.

—Definitivamente, son nuestros exploradores —anunció Rayan con expresión tensa.

Yeeran pasó la pierna sobre la silla de montar y saltó al suelo. Su camello gruñó y ella le dedicó una palmadita exenta de ternura. No recordaba siquiera el nombre de la bestia… ¿Baul? ¿Boro? ¿Brado? Había descubierto que era más fácil no encariñarse con sus monturas, ya que pocas veces sobrevivían mucho tiempo.

Yeeran caminó hacia los cadáveres postrados. Los otros capitanes la siguieron, algunos reticentes por el olor.

No estaban acostumbrados a la pestilencia de la descomposición. Solo conocían el hedor a sangre, sudor y orina, hierro, sal y amoniaco típico de la muerte reciente. No conocían los cadáveres putrefactos, el aroma empalagoso de los órganos al desintegrarse.

Sin embargo, Yeeran conocía a fondo la muerte. Sabía qué se sentía al rebuscar en la chaqueta de un cuerpo hinchado mientras el gas se filtraba por las heridas de su piel. Se había restregado con la mierda de los demás mientras les robaba de los bolsillos traseros. O les había quitado pendientes a orejas que estaban a más de un metro de distancia de la cara a la que pertenecían. De niña, había hecho lo que debía para sobrevivir. Aquello no era diferente.

Yeeran se inclinó junto a Rayan.

—Debe de haberlos matado el pelotón de Creciente —dijo.

—Sí, esos rezagados a los que hemos estado persiguiendo.

—¿Qué es eso?

Rayan siguió la mirada de Yeeran. Allí, en el barro, había un trozo arrancado del cuello de la chaqueta del explorador, cubierto de pelo de obeah. Encontrar un cuello arrancado no era poco habitual en sí mismo, se habían arrancado cosas peores en combate, pero parecía que lo hubieran arrastrado en dirección opuesta al explorador.

Yeeran miró el cuerpo de nuevo. Los soldados de Creciente habían producido graves heridas en los cuerpos, allí donde sus armas habían atravesado la piel. Sin embargo, por la decoloración del suelo, parecía que el explorador hubiera muerto algo después por la pérdida de sangre. La cabeza del cadáver estaba inclinada hacia atrás, con los ojos ciegos fijos en el cuello, concentrado.

Bueno, no era concentración, sino determinación. El explorador había usado los restos de la magia del pelo del obeah para arrastrar el cuello de la chaqueta por el barro. La fuerza mental para manipular algo con tan poca magia era impresionante, casi imposible. El explorador debía haber estado muy decidido a hacerlo.

Yeeran inclinó la cabeza. «Pero ¿por qué?»

Siguió la dirección de la marca que había dejado el cuello. Un conjunto de árboles se mecía bajo la brisa a un par de kilómetros. Una de las ramas se movió.

—¿Crees que es una flecha, como si el pelaje estuviera señalando algo? —preguntó Rayan tras ella.

Pero Yeeran no le escuchaba. Porque no era una rama.

—¡Emboscada! —gritó—. Formación de tres, formación de tres.

El cuello indicaba dónde estaban escondidos los soldados crecientes, un aviso que Yeeran había entendido demasiado tarde. El sonido de pies corriendo tronaba por los Campos Sangrientos a medida que la tribu rival avanzaba en su dirección.

Yeeran saltó sobre su silla de montar. El camello se levantó a toda prisa, con los músculos tensos al sentir el peligro inminente, pero no titubeó. El enemigo se acercaba con cada pestañeo. Había más de dos mil soldados, más del doble del regimiento de Yeeran.

—Tenemos que retirarnos, encontrar un terreno más alto —gritó Rayan.

—No.

Yeeran no se retiraría en su primer día como coronel. No fracasaría. Pasó el pulgar por el borde del tambor y analizó el campo de batalla.

Dejó escapar un suspiro de alivio. Los enemigos no contaban con arqueros, y sus soldados sí. Su regimiento podría acabar con, al menos, un tercio de la carga inminente con las flechas.

—Arqueros, atacad. —Acompañó la orden con un movimiento de la mano. Unos segundos después, llovieron flechas.

Yeeran sonrió, disfrutando de la imagen. Aquella era la droga por la que vivía: el conocimiento, en lo más profundo de sus entrañas, de que sobreviviría. Y quizá también el de que, algún día, no.

Las flechas descendieron desde el cielo y atravesaron las filas enemigas. Yeeran contuvo el aliento, a la espera de que los soldados cayeran, pero no lo hicieron.

—¿Qué? No tiene sentido… —Rayan se interrumpió. Como a ella, le costaba entender qué estaba ocurriendo.

Ni un solo soldado creciente había caído. Era como si las flechas hubieran golpeado una barrera invisible en torno a los elfos, una magia que Yeeran nunca había visto. La determinación solo movía fuerzas físicas y la adivinación era un arte que se basaba en leer los Destinos. Ningún tipo de magia podía hacer algo así, no a ese nivel.

—Coronel, ¿qué hacemos? —preguntó Rayan—. Contacto dentro de cien metros. Noventa y nueve…

Yeeran conocía la respuesta. El escudo mágico hacía que fuera imposible luchar. Se aclaró la garganta para que las palabras no se le enmarañaran en ella.

—Retirada, anuncia la retirada.

Sin embargo, era demasiado tarde para hacerlo con éxito. La infantería enemiga estaba demasiado cerca, tanto que Yeeran advertía su mirada sanguinaria en los ojos.

Sus soldados empezaron a romper filas al invadirles el miedo, incluso después de que se hubiera ordenado la retirada. Necesitaban más tiempo para ponerse a salvo. Yeeran sacó el tambor de la funda y le dio la vuelta al arma hasta colocarlo entre los muslos.

—Coronel, ¿qué haces? Necesitamos irnos, ¡ya! ¡Yeeran!

Entonces Yeeran comenzó a tocar. El caos en torno a ella se disolvió cuando sus dedos rozaron el parche negro. La magia vibraba por sus huesos hasta los codos, una sensación más parecida al dolor que al placer. Comenzó con un tono bajo, creado al golpear el centro del instrumento con la mano plana. Era el tipo de ritmo más sencillo para afinar su determinación. Aunque la nota era menos precisa y las vibraciones de la magia más amplias que con un tono abierto, era más sencillo moldear los hilos de magia.

Y así lo hizo. Cada tentáculo de magia se convirtió en una bala letal mientras tocaba cada vez más rápido el tambor. No miró hacia atrás para ver si su regimiento se retiraba. Se centró en el presente, usando el fuego tambor para retrasar todo lo posible el ataque inminente.

«Dam-bara-dam-bara-dam…»

Igual que las flechas, el fuego tambor no penetró el escudo de magia que protegía a los elfos crecientes. Por eso lanzó los proyectiles mágicos hacia el suelo, a sus pies, lo que desprendía polvo y hacía que varias filas tropezaran.

Aun así, el enemigo seguía avanzando.

—Cincuenta metros, cuarenta y nueve metros… —gritó Rayan a su lado—. Vamos, Yeeran, tenemos que irnos ya.

Sin embargo, ella aún no había terminado. Necesitaba darles a sus soldados más tiempo.

Se echó hacia atrás en la silla de montar cuando unos brazos enormes la rodearon por la cintura. Rayan se había subido a su camello y buscaba las riendas.

«Dam-bara-dam-bara-dam…»

Entonces, se balanceó hacia la izquierda. El fuego tambor se desvió cuando su determinación se debilitó. Solo había retrasado el ataque enemigo un minuto o dos. No era suficiente.

Rayan azuzó al camello para que galopara más rápido y ambos se alejaron cada vez más del campo de batalla. Lejos de su infantería, que seguía corriendo para salvarse.

CAPÍTULO 4

Yeeran

Trescientas setenta y seis víctimas.

La cifra se anunció como una sentencia de muerte. Yeeran la sintió como una soga en torno al cuello. No podía mirar a la caudilla a los ojos. En lugar de eso, cuadró los hombros y centró la mirada en el tapiz que colgaba junto al trono.

Los bordes estaban deshilachados y los colores se desvanecían para dejar paso a un gris apagado. Aun así, la escena era clara. Representaba a los tres seres: un humano, un fae y un elfo. El fae, fácilmente identificable por sus colmillos afilados, mantenía entre sus fauces la garganta del humano. Este, con orejas redondeadas y la boca abierta en un grito silencioso, estiraba los brazos hacia el extremo más alejado del tapiz, hacia el elfo, que tenía en la mano una espada ensangrentada, aunque no quedaba claro de quién era la sangre de la punta, si del fae o del humano.

El tapiz inmortalizaba los horrores de los fae, quienes, junto con los humanos, ya solo pertenecían a la historia, e incluso a esta la habían deteriorado mitos y leyendas. Después de todo, hacía más de un milenio que los fae y los humanos habían dejado de pasear por la tierra. Algunos cuentos aseguraban que los fae habían matado a todos los humanos y que las divinidades los habían maldecido. Sin embargo, lo más probable es que una enfermedad se hubiera extendido por ambas especies y hubiera acabado con ellos. En cualquier caso, a Yeeran nunca le habían interesado las historias de los monstruosos fae. Ahora se preguntaba si sería porque ella misma era un monstruo.

Yeeran desvió la mirada hacia el trono. La caudilla estaba sentada con las piernas dobladas bajo el cuerpo y un brazo sobre el reposabrazos. El trono, de cuerno blanco de obeah esculpido, vibraba con tanta energía mágica que, si su líder lo hubiera deseado, podría haber acabado con la coronel.

La caudilla sintió sus ojos sobre los suyos y se incorporó, con lo que tintinearon las perlas de fraedia que llevaba en las trenzas.

—Coronel Yeeran, has desobedecido las órdenes. Sospecho que sabes cuál es el castigo por insubordinación, ¿no?

—La expulsión del ejército. —Yeeran agradeció que, al hablar, no le temblara la voz.

—Así es. Sin embargo, la insubordinación solo es uno de tus crímenes. También eres responsable de la muerte de trescientos setenta y seis soldados, como tú misma has admitido. Aunque hemos recibido un informe de un tal capitán Rayan que asegura tener parte de culpa…

—Fue mi decisión, mi elección. De nadie más —la interrumpió Yeeran.

Se oyó una inhalación brusca. Nadie interrumpía a la caudilla.

—Veo que la insubordinación es un patrón —dijo la caudilla con aspereza.

Le general Motogo soltó una risa burlona tras Yeeran, pero ella no giró la cabeza. Su desagrado era evidente, aun sin ver el desdén que lo acompañaba. Lo más probable es que se pareciera mucho al de la caudilla ahora mismo.

—¿Podéis salir de la sala? Me gustaría hablar con la coronel a solas.

Se produjo un revuelo a medida que los oficiales de alto rango allí presentes para su sentencia abandonaban la sala. Yeeran mantuvo la cabeza baja cuando se le acercó la caudilla. Se detuvo a un paso de distancia y le levantó la barbilla con suavidad. La coronel le sostuvo la mirada triste a su amante.

—Salawa. —El nombre parecía una tortura entre sus labios.

—Ay, Yeery.

Yeeran se lanzó a sus brazos. Ninguna de las dos lloró, aunque se aferraron la una a la otra con fuerza.

—Tienes que firmar mi orden de ejecución —dijo Yeeran, con la boca presionada contra el pelo de Salawa y la voz amortiguada.

—No.

—Debes hacerlo. Es lo que harías si fuera otro. No puedes confiar en mí.

Salawa se alejó de los brazos de Yeeran y le dedicó una mirada cautelosa.

—¿No puedo?

—No se puede notar que confías en mí. «Sin favores ni un trato especial», eso es lo que dijimos hace muchos años.

Se habían conocido hacía casi tres lustros. Yeeran pestañeó y vio el recuerdo allí, bajo la membrana de los párpados.

Yeeran estaba de pie cerca de las fuentes de la plaza de Gural. Tenía las manos en los bolsillos. Con una le daba vueltas a una navaja y, con la otra, sujetaba una carta.

—¿Te encuentras bien? —La voz de Salawa, incluso entonces, desprendía una gran autoridad.

Yeeran dirigió la mirada hacia la recién llegada a través de las lágrimas. Llevaba la ropa de un civil y, en la mano, un puñado de folletos.

—Yo… Mi padre ha muerto. —Yeeran acababa de recibir el mensaje que le había enviado Lettle, quien iba de camino a Gural.

La noticia le había arrancado el alma. Se sentía en carne viva, sin límites. Su padre no siempre había tomado las decisiones correctas, pero sí había intentado cuidarlas, aunque eso significara robar. A cambio, ella había empuñado las armas para luchar en el ejército de Menguante y enviar dinero a casa. Con Lettle de camino a la ciudad para trabajar, sentía que le faltaba un propósito.

Salawa emitió un sonido con la garganta, lleno de compasión. No dudó en consolar a una extraña y la rodeó con brazos fuertes. De este modo, Yeeran soltó la navaja que llevaba en el bolsillo y, con ella, los horribles pensamientos que la habían invadido.

Los panfletos que Salawa llevaba en la mano cayeron al suelo. Yeeran entrevió solo algunas palabras del manifiesto político: «El fin de la pobreza. El fin de la guerra. Comida y paz, eso nos alienta.»

El eslogan era un poco rudimentario, pero, con los años, Salawa había perfeccionado su campaña. Sin embargo, en ese momento, era justo lo que Yeeran necesitaba escuchar. Allí tenía algo por lo que luchar.

De ese modo, Salawa se había ganado la lealtad de Yeeran. El amor había surgido después.

Ni siquiera Lettle sabía lo cerca que había estado de permitir que la pena la consumiera aquel día. Y ahora, cuando Yeeran miraba a Salawa, veía todas las veces en que la caudilla la había salvado. No obstante, hoy no podía hacerlo.

—No, no lo haré —dijo Salawa.

Apretó su vestido aterciopelado entre los puños. La tela cayó al suelo, a sus pies, en un charco azul. El dobladillo estaba adornado de plateadas lunas menguantes. Yeeran observó cómo resplandecían por el temblor de Salawa.

—¿Qué otras opciones hay? He matado a más de trescientos soldados de mi regimiento.

—Has cometido un error.

—Uno muy grande.

Salawa posó los ojos en los de Yeeran y asintió con tristeza.

—No puedes permitir que lo que sientes por mí empañe lo que es justo y correcto. Son las leyes —dijo Yeeran con labios tensos, labios que quería presionar contra los de Salawa antes de suplicar por su vida.

Sin embargo, el orgullo le resultaba más valioso para su muerte que el amor. El orgullo era su legado.

—Son las leyes —susurró Salawa.

Algo relampagueó en su expresión, algo duro e implacable. Se alejó y se sentó en el trono. Desde donde estaba, debía inclinar la cabeza para mirar a Yeeran.

Salawa tenía dos personalidades: la de caudilla y la de su amante. Una era dura; otra, tierna. En ese momento, Yeeran observó cómo la amante desaparecía.

—He oído que te negaste a llevar a un tamborilero —dijo Salawa.

Yeeran soltó un pequeño suspiro.

—Sí.

La expresión de Salawa se tornó neutra.

—¿Por qué?

Yeeran no respondió durante unos instantes. La caudilla sabía que no aceptaba su política sobre los niños soldado y había provocado amargas discusiones entre ellas en las últimas semanas.

Se preguntó si Salawa estaría abriendo esa cicatriz entre ellas para endurecer su determinación sobre lo que debía hacer. No, Yeeran no dejaría que se separaran con un sabor amargo.

—Salawa, ¿has leído mi informe sobre la tribu creciente, sobre la nueva magia que parece estar usando? —Con la pregunta, pretendía alejar a la caudilla del tema, pero percibía cómo le había quitado la costra a esa vieja herida y estaba dando rienda suelta a su enfado.

—Lo estudiaremos. —Salawa se pasó la mano, ausente, por el flequillo de trenzas que le caía sobre la frente—. La tamborilera… dejó el ejército y huyó con la moneda de oro que le diste.

Yeeran siempre había sabido que Salawa tenía espías entre sus filas, aunque nunca lo había admitido. Apretó los puños para evitar que le temblaran las manos.

—Esa cría estaba desnutrida. No alimentas bien a los niños.

Yeeran se arrepintió de esas palabras en cuanto las pronunció. Salawa había estado luchando por niños como Hana (o Lettle) desde el primer día en que se había sentado en el trono.

«Pero ¿es suficiente?» Se deshizo de ese pensamiento intrusivo, pero ya era demasiado tarde. Salawa lo había visto escrito en su rostro. Algo parecido a una expresión burlona se le instaló en las facciones.

—Precisamente por eso necesitamos más terrenos de los Campos Sangrientos. Tenemos que conseguir esas minas de fraedia para alimentar a las tropas.

Salawa siempre había dicho que su propósito en la guerra era doble: liberar a los oprimidos de gobernantes como el Tirano de Doble Filo de la tribu creciente y terminar con la pobreza. Por eso, Yeeran le era totalmente leal.

—Sin embargo, ahora tengo un soldado menos —continuó Salawa.

Yeeran no expresó en voz alta lo que quería decir, que la niña no marcaría la diferencia en una batalla, excepto como otro cadáver más con el que alimentar a los buitres. En lugar de eso, dijo:

—Lo siento. —Sin embargo, no lo sentía.

Salawa dejó escapar de su garganta un sonido que no era del todo una carcajada.

—En la guerra no hay reglas. Solo hay luchadores y perdedores —dijo. El silencio que siguió a aquello dejó claro lo que no se estaba diciendo: «Hoy, has demostrado ser una perdedora.»

Yeeran dejó caer la cabeza por el peso de la culpa. Salawa emitió un largo suspiro.

—Al parecer, has ayudado a mucha gente durante estos años. Hay una multitud en la entrada de mi residencia gritando tu nombre y suplicándome que te perdone la vida. Incluso unos adivinos se han encadenado en un intento por pedir tu libertad.

«Lettle.» Yeeran reprimió un sollozo.

—Mi crimen requiere la ejecución —susurró. Había aceptado su destino y ahora solo esperaba que la dejaran ver a Lettle una vez más antes de que la mataran.

Salawa tamborileó las uñas lacadas sobre el trono de marfil.

—Sin embargo, no puedo permitirme una revuelta. Eres más popular entre la población civil de lo que pensaba… Me pregunto cuántas monedas de oro habrás entregado todos estos años.

Cientos. Miles. Cada pizca de dinero que no destinaba a Lettle se la entregaba a los hambrientos y a los sintecho. Salawa pestañeó y la dureza de la caudilla se disolvió. Una vez más, apareció la dulzura de la amante.

—Ven aquí.

Yeeran obedeció y se arrodilló a sus pies, bajo el trono. La magia del cuerno de obeah le cosquilleaba en la piel, una sensación similar a estar en presencia de Salawa. Su amor por ella era potente e integral.

Salawa se deslizó desde el trono y se arrodilló junto a Yeeran hasta que presionó su frente contra la de ella. La coronel aspiró su aroma a lavanda con un fuerte toque metalizado, lo que la sumió en recuerdos antes de que la arrancaran de este mundo.

—Debes saber —dijo Salawa— que eres el fuego de mi corazón y la melodía de mi tambor. Soy tuya bajo la luz de la luna hasta que el ritmo deje de sonar.

Entonces, le dio un beso largo y lento. Yeeran las arrastró hasta ponerse en pie para que sus manos pudieran vagar por el cuerpo de Salawa a medida que intensificaba el beso. Salawa se separó antes de que Yeeran se sintiera satisfecha, aunque eso nunca ocurría.

La caudilla se dio media vuelta y tocó una pequeña campana que se encontraba en un cojín junto a sus pies desnudos.

—Salawa…

Sin embargo, había desaparecido de nuevo. La mirada que le dedicó a Yeeran pertenecía plenamente a la caudilla. Sabía que nunca volvería a ver la cara de su amante.

Los consejeros volvieron a entrar con le general dirigiendo la carga de sonrisas burlonas. Aquellos que ocupaban los rangos superiores habían envidiado durante mucho tiempo a Yeeran por su relación con Salawa.

—He tomado una decisión. —La caudilla no miró a Yeeran mientras hablaba. En torno a su estómago, se aovilló el pavor—. Desde ahora, Yeeran Teila está expulsada del ejército por insubordinación. Además, debe expiar por las almas perdidas en el campo de batalla. Será sentenciada al exilio. Nunca volverá a pisar las Tierras Élficas. Se enviará un pergamino a cada tribu.

Yeeran se dejó caer de rodillas contra el suelo de mármol. «Exilio.» ¿Quién era ella sin un ejército, sin una tribu? Era una sentencia peor que la muerte.

CAPÍTULO 5

Lettle

Hermana, amiga, aliada y vecina. Libertad para la coronel Yeeran Teila. Hermana, amiga, aliada y vecina. Libertad para la coronel Yeeran Teila. —Lettle le prestó su voz a la multitud.

La protesta contra el arresto de Yeeran había empezado antes de que llegara. En la comunidad, muchos querían a su hermana. Con los años, había sido generosa con sus riquezas e influencia, apoyando a los que lo necesitaban.

Sin embargo, a medida que la multitud aumentaba, también lo hacían los soldados. Mientras trataban de dispersar a los agitadores, Lettle sabía que debía hacer algo más para conseguir la atención de la caudilla. Así pues, se encadenó a los muros de palacio.

«Y no me voy a mover hasta que suelten a mi hermana.»

Lettle no había esperado que el resto de los adivinos de Gural siguieran su ejemplo. Había veinte en total. La chamana Namana había sido la primera en unirse a ella. Cerró las esposas sobre las cadenas de Lettle sin preguntar. Esta se alegró de que lo hiciera. Como chamana, Namana era la líder de los adivinos de Gural y había estado formando a Lettle para que, algún día, la sustituyera. Su calma serena la ayudaba a mantener los nervios ante lo impensable: que ejecutaran a Yeeran.

Lettle agitó las cadenas contra la verja para añadir ruido a la cacofonía. Los grilletes le arrancaron la capa superficial de la piel, pero no se dio cuenta de que tenía las manos pegajosas por la sangre.

Al fin y al cabo, Lettle estaba acostumbrada al dolor constante. Su brazo izquierdo era un cúmulo de dolores allí donde la viruela le había atrofiado parte de los músculos. Aunque la movilidad de su hombro era limitada, sacudió todo lo que pudo las esposas contra la barandilla.

«No permitiré que me la arrebaten.»

Los soldados comenzaron a intimidar a los agitadores situados en la parte externa del grupo, con los tambores sobre el pecho, preparados para lanzar fuego tambor si la protesta se volvía violenta. El cántico de Lettle se extendió por la multitud, subiendo de volumen al aumentar el número de elfos que pedían la libertad de Yeeran.

—Hermana, amiga, aliada y vecina. Libertad para la coronel Yeeran Teila. Hermana, amiga, aliada y vecina. Libertad para la coronel Yeeran Teila.

A la derecha de Lettle, un elfo comenzó a gritar a pleno pulmón con la misma fuerza que ella. Lo habría ignorado si no se hubiera percatado de su uniforme de capitán. El azul destacaba como un antiguo moratón.

—¿Quién eres? —le preguntó, entornando los ojos.