Fantasmas - Armando Ramírez - E-Book

Fantasmas E-Book

Armando Ramírez

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Beschreibung

". . .me gusta mucho caminar por estas calles de noche, respirarlas, sentirlas, vivirlas, sufrirlas, son más mías". La Ciudad de los Palacios de Von Humboldt, la "ojerosa y pintada" de López Velarde, la muy noble y leal de De Valle Arizpe, la del "lago escondido" de Guadalupe Trigo... El corazón de la capital mexicana despliega en estas páginas su esplendor y sus miserias, su grandeza y su villanía, sus luces y sus sombras gracias a la vivaz pluma de Armando Ramírez. Ficción literaria que deviene crónica, guía de viajes, fantasía sobrenatural y evocación de un ayer irrecuperable; narración cuyo minucioso itinerario nos lleva del presente al pasado (y de regreso) para contarnos lo que es, lo que fue y lo que pudo haber sido.

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Mi ciudad es chinampaen un lago escondido…

Del gran Guadalupe Trigo

Si soltera agonizas,irán a visitarte mis cenizas.

Del enorme Ramón López Velarde

El que no sabe de amores, Llorona,no sabe lo que es martirio…

Canción tradicional oaxaqueña

CAPÍTULO 1

1

En esa noche unánime la luna luminosa recortaba la silueta del primo Alberto sobre el fondo pedernal de la pirámide del Templo Mayor. Él me sonrió de manera oscura como una evocación del dios Tezcatlipoca.

Un viento cálido, extraño, en el mes de octubre, como un adiós del verano caluroso que había sufrido la ciudad de México, me embotó, produciendo en mi interior un desasosiego o más vale decir: un temor a no sé qué cosa fuera a suceder.

Fue ésa la primera vez que vi a mi primo Alberto, después de treinta y cuatro años de no saber de él. Tenía necesidad de escuchar su voz y que me respondiera a todas esas inquietudes que habían anidado en mí desde su partida: ¿por qué?

Nos encontramos en la esquina de la calle de Argentina con Donceles. La Librería Porrúa y el edificio antiguo de la Secretaría del Comercio del Porfiriato fueron testigos; al fondo y al poniente estaba la Catedral Metropolitana, a las espaldas del primo estaba el Templo Mayor y el Palacio Nacional y se adivinaba la Plaza Mayor, el Zócalo.

Quise abrazarlo pero con su sola actitud evitó que lo tocara. Ráfagas de viento levantaban la basura de las banquetas. Él me dijo:

–Hola.

Al mirarlo, ahora que lo pienso, no entiendo cómo su voz no me llevó a mirarlo a él, sino que mirando la pirámide del Templo Mayor tomé conciencia de cómo durante estos años de manera imperceptible había ido emergiendo el lugar sagrado de la gran Tenochtitlan.

En el año de 1978 el monolito de la diosa Coyolxauhqui se encontraba en el subsuelo. Por eso cuando los trabajadores de la Compañía de Luz excavaron se toparon con la Coyolxauhqui.

–Ha cambiado mucho la ciudad, Armando…

Alberto recorrió con su mirada los recintos sagrados de Tenochtitlan y de la ciudad novohispana, el Sagrario, la Catedral Metropolitana; y los recintos del poder político moderno, el Palacio Nacional y el del Gobierno de la ciudad.

–Al encontrarse la Coyolxauhqui se iniciaron los trabajos de excavación del Templo Mayor; tú ya te habías ido de la ciudad. Antes, recuerda, primo Alberto, por el Zócalo y sus alrededores pasaban tranvías, autos, autobuses; aunque todos los habitantes de la ciudad crecimos sabiendo que debajo de los edificios construidos por los españoles estaban las pirámides.

Es desconcertante la cantidad de información que está latente en nuestro cerebro y aparece viva cuando una noticia, un hecho, una circunstancia nos permite darnos cuenta de que esa información estaba en nosotros y no que la hayamos aprendido, sino que la respiramos a través de nuestra vida.

Me daba gusto conocer a Alberto, hacía treinta y cuatro años había desaparecido, era cuatro mayor que yo. Su presencia me hacía pensar en el pasado; el histórico y el de nuestras familias.

En realidad de joven no lo traté mucho, sólo unos pocos días en que estuvo en mi casa. Se había peleado con sus padres, había estado viviendo con una muchacha y, no sé por qué, se quedó a vivir en mi cuarto. De esos días me acuerdo muy bien de sus libros que dejó olvidados cuando se fue.

Cuando tomé conciencia de su ausencia le pregunté a mi madre por Alberto y siempre fue la misma respuesta:

–Alberto se fue a trabajar a Estados Unidos…

Sentí entonces que sus libros eran míos. Sería el año de 1976. Luis Echeverría había dejado la presidencia y la situación política al final de su gobierno fue “crítica”; los rumores corrían incendiando el ambiente: “El ejército quiere dar un golpe en contra del presidente Echeverría”. “Los empresarios no lo quieren; están sacando su dinero del país.” “A los guerrilleros que agarran los desaparecen.” “Los sindicatos independientes se están armando.” “Las marchas de protesta política son reprimidas.”

Mi mamá, con terror, me reprendía:

–Ve a la escuela, pero no te metas en mitotes, no vayas a las marchas, te vienes a la casa, no quiero que andes como tu primo Alberto, ya ves lo que le pasó.

Debo decir que mi familia y la familia de mi primo no se frecuentaban, a pesar de vivir en la misma calle; su mamá y mi mamá eran hermanas.

Mi madre era creyente pero no muy devota, y su hermana era católica y muy conservadora. Mi padre era de familia de evangelistas; pero él no era practicante, más bien, ateo; y por un acuerdo entre mis padres decidieron no inculcarnos una religión, dejando que nosotros, mi hermana y yo, creciéramos creyendo en lo que quisiéramos.

Mi familia era muy diferente a la familia de mi primo Alberto. Mi tía lo obligaba ir a misa de doce los domingos en la iglesia de Santiago Tlatelolco, y ella asistía al rosario todas las tardes, de lunes a viernes, en la iglesia del Carmen; y llevaba a mi primo a confesarse, cuando menos, una vez al mes.

Tal vez por eso mi primo Alberto y yo no convivimos de jóvenes. Él fue a la preparatoria y yo a la vocacional, él era de la UNAM y yo del Politécnico. Y sabíamos tan poco uno del otro; pero a la vez sabía que respiraba su presencia, que su información esencial estaba en mí; pero…

Después de treinta y cuatro años de no saber de él me había olvidado de Alberto, era como si hubiera fallecido. Y ahora como fantasmas reaparecían los recuerdos que tenía de mi primo.

Lo veía y me conmovía, era como mi otro yo. Tenía ganas de llorar y de preguntarle muchas cosas de su vida de ahora y de antes; pero la forma de él era seca, no permitía el acercamiento ni emocional, ni físico.

En cambio yo cuando recibí su llamada en mi teléfono celular invitándome a recorrer el Centro de la ciudad, acepté sin preguntarle: ¿cuándo había regresado a México? ¿En dónde había andado? ¿Por qué se había ido? ¿Si se iba a quedar o tenía familia de donde venía?

Eso sí, tenía muchas ganas de contarle de mí, de cómo un escritor de novelas al trabajar en la televisión enriquece su trabajo literario. Y a lo mejor platicar de Ricardo Rocha, seguro se acordaba de él, el periodista de televisión con quien trabajé muchos años; y también pensé en hablarle de mis truenes y de Joanne.

Todo eso tan elemental había pensado platicarlo con él, pero en el momento de estar frente a Alberto no se me ocurrieron. Gustoso lo escuchaba.

2

Esa tarde-noche recorrimos nuestra calle: Costa Rica; y nuestra esquina: Argentina; son las orillas del barrio de Tepito y forman parte del Centro Histórico.

De ahí al Templo Mayor y a la Catedral son ocho calles de distancia; y nueve a Palacio Nacional.

El primo Alberto quedó congelado como estatua de piedra cuando descubrió sobre Argentina la calle de San Ildefonso, su antigua preparatoria, la del viejo Colegio de San Ildefonso. Corrió a revisar los agujeros, las huellas de los balazos, a los costados del arco de la entrada; dijo: “son las huellas…” que el ejército había dejado cuando la represión al movimiento estudiantil de 1968, temblaba.

La preparatoria de San Ildefonso formó parte del antiguo barrio universitario hasta la primera mitad del siglo XX. El barrio universitario a principios de los años cincuenta se fue evaporando poco a poco. Se había inaugurado la Ciudad Universitaria de la UNAM y las facultades y escuelas abandonaron los viejos edificios del Centro y se trasladaron al sur.

Las Preparatorias Uno, Dos y Tres estuvieron todavía en los años setenta pero el gobierno no quería conflictos estudiantiles en el Centro de la ciudad como los que hubo en el año de 1968 y quitaron las preparatorias; ahora los edificios en su mayoría son museos, como el de San Ildefonso, y albergan oficinas de la Universidad.

Mi primo estudiaba, trabajaba y a veces se metió en problemas; pero esto la familia nunca lo comentó, ahora lo sé.

La joyería donde trabajaba estaba en el edificio La Mexicana, en la esquina de Madero e Isabel la Católica. Mi primo Alberto tenía fama de ser un buen joyero, sin exagerar, trabajaba el oro como los orfebres novohispanos, sus anillos con rostros de Cristo o los rostros de las medallas con la virgen María o de Guadalupe ahora son muy valorados.

De ahí que al terminar la preparatoria sintiera la necesidad de estudiar grabado en la escuela La Esmeralda del INBA.

Fue cuando le tomó gusto al arte y la historia.

“Me gusta la decoración ultrabarroca de la iglesia de Tonantzintla, el Altar de los Reyes de la Catedral o el de la iglesia de Regina Coeli…”

Él amaba el Centro Histórico, ahí creció, caminó, respiró, amó y sufrió. Ay del amor.

Cuando se ama y se es querido las calles son luz y sabor, el Zócalo es la octava maravilla del mundo antiguo, los cines son el rincón brujo de los arrumacos, los cafés el tiempo contenido a cada latido del corazón y las bancas de las plazas y jardines las hamacas del amor, el cuaderno en blanco donde se van labrando las experiencias, sensaciones, olores, colores, sabores de la mujer querida, que parece una cosa banal, casi como letra de canción; pero mi primo dijo: “Qué se le va a hacer, uno cae siempre en la misma canción”.

3

El primo es un tipo fuerte, cincuenta y ocho años de edad, moreno, pelo negro y lacio, no tiene canas, ojos negros, más de un metro setenta de estatura y al estar cerca de él da la sensación de ser un hombre mucho más joven, pensé: “Es por la oscuridad de la noche”. Me vio y dijo sin gesto de emoción:

–Hubo un tiempo en que quise ser periodista.

–Yo vivo del periodismo…

–El tiempo todo lo compone: yo quería y tú lo eres por mí.

Su trato distante, alejado, se hacía sentir; se quedó con la mirada extraviada. Era raro pero di por hecho que así era su forma de ser, además tenía tanto gusto de verlo, que estaba en un plan de aguantarlo como era. Ni modo, el cariño nos hace aguantadores. Me miró y señaló la vieja calle triste y decadente.

–Me gustaba caminar por esta calle de Argentina, aquí pasaban los tranvías y las peregrinaciones cuando iban a la Basílica de Guadalupe. Los tranvías, de regreso iban por Brasil; cruzaban el Zócalo y agarraban la calzada de Tlalpan hasta Xochimilco.

–Alberto, los tranvías de Tlalpan los quitaron cuando construyeron la línea uno del Metro.

–¿Sí? Sí, los tranvías pasaban frente al edificio de la Secretaría de Educación Pública.

–¡Ahora no hay tranvías! ¡Y por Argentina casi no circulan autos!

–…

¡No me contestó! Y entonces, ni modo, seguí “la plática” entre comillas, buscándole el modo a Alberto:

–¿Te acuerdas, Alberto, la plancha del Zócalo se veía ancha, grande, cuadrada, inmensa?; ahora, hace años que la ocupan los campamentos para protestar. Y los arqueólogos siguen excavando y ampliando el recinto sagrado de los aztecas, han encontrando más templos, más pirámides, esculturas, vasijas y huesos, muchos huesos y cráneos. Y a la gente todo esto le gusta.

–¿Cómo, cuándo los descubrieron?

Me asombró que no supiera de los trabajos del Templo Mayor, de la Coyolxauhqui, de Ehécatl-Quetzalcóatl, de la riqueza prehispánica a la vista de todos y cómo muchos se creen descendientes directos de los aztecas.

Al ver la cara de asombro de mi primo, pensé: “¿En qué pueblo cacahuetero de USA vivirá este güey?”. Aunque también en su beneficio hay que decir que cualquier habitante de la ciudad de México y de la república, a partir de los hallazgos del Templo Mayor maneja con familiaridad esta información y la pronunciación de los nombres de los dioses antiguos; pero imagino que en el extranjero no se da así.

–Es tarde para entrar al Museo del Templo Mayor… Primo, pero estos hallazgos han sacado a flote a Tenochtitlan; y los fantasmas que habitan la ciudad…

Volteé a ver a mi primo. Él con arrobo miraba a la serpiente de piedra reptar al pie de la escalinata. Al escuchar el tam tam de los tambores de los danzantes, volteó a verlos bailar. Al fondo el cielo es de un azul rojizo casi oscuro. Y ellos, los danzantes, con sus vestimentas que se imaginan así vestían los aztecas, danzan con energía a los cuatro vientos al ritmo del huehuetl. Mi primo aspiró el humo del copal y con curiosidad miró a una especie de brujo urbano hacer una limpia a un transeúnte; era una mujer rubia, de ojos azules, vistiendo ropas de mantas y calzando huaraches, llevaba una cinta amarrada a la altura de su frente, le restregaban las yerbas en el cuerpo.

El primo volvió a temblar. Me urgió a regresar a la calle de Argentina; se aleja de las ruinas del Templo Mayor, se pega a las rejas de la Catedral Metropolitana, lo sigo como si fuera su sombra.

Nos ponemos de acuerdo en vernos a la mañana siguiente en el panteón de San Fernando.

Al verlo alejarse me entra un sopor como si entrara en un sueño.

CAPÍTULO 2

1

En la mañana siguiente:

El panteón de San Fernando se había vestido con cartón, engrudo y la fantasía del día de muertos.

Los esqueletos zapatistas de cartón estaban colgados sobre los techos y mausoleos, las frutas de la temporada: guayabas, cañas, tejocotes, jícamas, cacahuates, limas y naranjas soltaban sus olores; las flores de cempasúchil moradas y amarillas formaban cadenas rodeando las tumbas con colorida belleza; los pasillos se ondulaban esquivando las tumbas mientras llegaba una tenue música, eran corridos zapatistas de la revolución.

La Catrina, la Calaca, la Pelona, la Pies de Catre, la Dientuda, la Tilica, la Flaca, la Huesuda, sí, ahí estaba la Muerte de cartón en sus mil llamativas figuras; este año había hecho su aparición con ropajes zapatistas, cananas, rifles, sombreros anchos y huaraches.

El primo sonríe, leve.

Era la víspera de los días de muertos.

Las calaveritas de azúcar blanca regadas en las tumbas llevaban nombres en la frente: Pancho, Lupe, Mary, Güicho, Michael, al lado unos guajes contienen pulque y dominando el fondo, sobre un arco de cantera, sentada con las piernas al aire, había una calaca mujer, en la frente su nombre: Sofía.

El rostro del primo se ilumina.

Desde el jardín vemos la iglesia y la entrada al panteón de San Fernando, nos cubre la sombra de un edificio que pudo ser esplendoroso a principios del siglo XX, ahora es decadente, oscuro y frío.

–A este jardín veníamos Sofía y yo a platicar, luego íbamos al panteón y si había dinero le invitaba un café en la Hostería del Bohemio, después caminábamos por las calles del Centro hasta llegar a la casa…

Dijo mi primo evocando un paseo tradicional de los novios de antes: San Fernando, avenida Hidalgo, Alameda Central, pasar por Bellas Artes rumbo al Zócalo o por la calle de Madero o por Cinco de Mayo, era un paseo íntimo; en sus calles siempre ha habido hoteles de paso o económicos.

–¿Dónde estaba la Hostería del Bohemio? —pregunté.

–En el exconvento de San Hipólito, ese lugar fue el primer hospital para mujeres dementes en la época de la Nueva España.

No sé si quiso impresionarme con su conocimiento del lugar, la cosa es que luego se calló.

Ese día Alberto quiso recorrer el Centro Histórico de las orillas del barrio de la colonia Guerrero, en el poniente, acá en San Fernando hasta las orillas del barrio de la Merced, en el oriente, la parte más vieja de la ciudad, atrás de Palacio Nacional: Jesús María, la iglesia de Loreto, la Ruta de los Conventos.

2

Caminamos mirando y hablando sin escucharnos uno al otro. Todo lo hacíamos con el afán de deslumbrarnos con nuestros conocimientos.

–La iglesia de San Fernando —dije— es famosa por su portada del barroco temprano, sin la columna estípite, que le da un carácter más acentuado al barroco mexicano, a un costado alberga el Panteón Nacional o Panteón de los Hombres Ilustres del siglo XIX, son terrenos donde los frailes franciscanos tuvieron su convento, más exacto, en lo que fue la huerta.

–No seas payaso —me dijo el primo—, pareces merolico para turistas… —y me habló de forma didáctica—: Éste es el camposanto de liberales y conservadores del siglo XIX, todo un siglo de peleas, discusiones, muertes y atraso los contempla. Y míralos, ahora, juntos, compartiendo la tierra y los gusanos.

El panteón me pareció pequeño con cierto aire romántico; aquí, Victor Hugo, Heinrich Heine o Nerval no desentonarían.

Entramos, se respiraba tranquilidad. En el siglo XIX las familias pudientes enterraban en este cementerio a sus seres queridos y a sus conservadores predilectos.

La primera tumba que nos recibe es el mausoleo de Miguel Miramón, es de piedra rosada, es aquel conservador que junto a Tomás Mejía va a Europa e invita a Maximiliano de Habsburgo a ser emperador de México. Caminamos por el sendero del “es” y el “ser”.

Cruzamos el pequeño jardín y se nos viene encima el imponente mausoleo del Benemérito de las Américas, Benito Juárez, aquí yacen también los restos de su familia.

Mi primo, al descubrir la tumba de Tomás Mejía, va hacia ella, la observa con detenimiento y me dice:

–En algún lado leí que este conservador era pobre, no era rico, como se tiene la idea de los conservadores; después de ser fusilado por órdenes de Juárez le es entregado el cadáver a su viuda; y esta pobre mujer al no tener dinero lo que hace es vestir a don Tomás con su mejor traje y lo colca sentado sobre un vieja silla. Pasa varios días así hasta que llega a oídos del gobierno de la república la situación. Entonces Juárez ordena que don Tomás sea enterrado en el panteón de San Fernando. Más de ciento cincuenta años después las tumbas de Juárez y Mejía están una junto a la otra.

Al terminar su explicación el primo se pierde entre las tumbas y las calaveras de cartón, como “semejante a la noche”, diría Alejo Carpentier del guerrero parodiando a la Ilíada; pero yo escribo: semejante a la muerte.

–Le dieron el carácter de Panteón de los Hombres Ilustres los entierros de los héroes de las guerras de Reforma: Benito Juárez, Ignacio Zaragoza, Melchor Ocampo, José María Lafragua, entre otros ilustres liberales —escuché a la historiadora del panteón explicándole a un grupo de personas de la tercera edad; además les aclara—: Durante el siglo XX los gobernantes estatales priístas reclamaron a la mayoría de los liberales para sus lugares de origen o por el gobierno federal para llevarlos a la Rotonda de los Hombres Ilustres, el Altar a la Patria, quedando las tumbas vacías. Todavía se conservan los restos de Benito Juárez, Tomás Mejía o la familia de Vicente Guerrero, entre otros… —se alejó de mis oídos la historiadora con su explicación.

Pensé en las narraciones orales de los vecinos de la colonia Guerrero. Las que contaban los ancianos cuando los niños de otros barrios llegaban de visita a sus casas: “Dentro del panteón se escuchan cantos gregorianos y sobre la pared de tezontle de la iglesia se ven sombras de monjes en procesión, llevan velas encendidas”. Y nosotros los niños, con curiosidad infantil, nos asomábamos entre el enrejado del panteón. Nunca vimos nada. Pero siempre escuchábamos con atención las narraciones: “Es la única estatua que no pertenece a ninguna tumba, es la de Juan de la Granja, introductor del telégrafo en México”. Recuerdo muy bien las frases hechas de los viejos para darles veracidad a su relato: “Es una escultura sedente, el hombre está sentado en una silla con la pierna un poco metida hacia la silla y cuando voltean a verlo descubren que don Juan cambia la posición de sus piernas. No se rían, niños, que me parta en este momento un rayo si una tarde cuando recorría el panteón vi a don Juan caminar por las veredas balanceando su bastón”. Y los niños nos alejábamos del viejo pensando en que le podía caer un rayo…

Cierto o no eso es lo que se cuenta.

Al llegar a la tumba de Ignacio Zaragoza encontré a mi primo. Una jovencita lee un libro de Paulo Coelho a la sombra del mausoleo de Benito. Un obrero come su torta sentado en el suelo con la espalda recargada en la pared monumento funerario de Miguel Miramón. Una anciana con rostro de cáscara de cacahuate barre el piso de laja con una escoba de varas, barre en silencio e imagino verla flotar casi a ras del piso; o eso creí.

3

A mi primo se le notaba un afecto especial por la iglesia de San Fernando, su panteón, la calle de Hidalgo; y era porque en ese tiempo su novia, Sofía, y él estudiaban la licenciatura en técnicas de grabado en la Escuela de Pintura y Grabado La Esmeralda de Bellas Artes.

–Estudié dibujo y grabado en La Esmeralda para desarrollar mi técnica en el diseño de joyería. Cuando entré a la clase de dibujo, lo primero que vi fue su rostro sonriente…

Alberto también le sonrió y eso parece ser fue lo que muchos llaman: “el destino”; y sobre este concepto los griegos antiguos crearon la tragedia griega.

4

La escuela está a espaldas de San Hipólito, calle San Fernando, su antecedente es la Escuela de Artes que estuvo en el exconvento de la Merced; que a su vez viene de las escuelas de arte al aire libre.

Ahora La Esmeralda al sur; con las escuelas de música, teatro, danza, ballet, cine, forman las escuelas del Centro Nacional de las Artes en lo que fueron los terrenos de los estudios de cine Churubusco. Todo esto se lo conté a mi primo, pensé que le interesaría, pero ¡no!

Mi primo siguió con su monólogo:

–A ella le gustaban los pintores como David Alfaro Siqueiros, la gráfica popular, pensaba que el arte tenía responsabilidad política.

Lento nos dirigimos a la iglesia de san Hipólito; mi primo seguía:

–Poco a poco fui entendiendo eso de la conciencia política del artista. Me gustaba llevarla a la Hostería del Bohemio para que escuchara música romántica, canciones de José José, al principio me veía espantada, se quería salir del lugar y escuchar canciones de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés; pero la convencía porque había jóvenes que leían poemas de Pablo Neruda: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche / Escribir por ejemplo: ‘la noche está estrellada y tiritan, azules, los astros, a lo lejos’. / El viento de la noche gira en el cielo y canta. / Puedo escribir los versos más tristes esta noche. / Yo la quise, y a veces ella también me quiso”. Y ni modo, por algo se empieza.

Al primo se le quebró la voz, caminó de prisa, entró al exconvento de San Hipólito, al patio, de la cafetería de la Hostería del Bohemio no quedaba nada.

Regresamos a la calle de Hidalgo. Entra a la iglesia de San Hipólito, pero se arrepiente y sale. Se recarga en la pared de la esquina, donde se encuentra la piedra labrada recordando “la caída de Tenochtitlan”.

En el rostro del primo Alberto se dibujaba con nitidez el recuerdo del amor o mejor dicho el rictus de un hombre que no olvida después de tantos años y no encuentra la resignación o la aceptación de la muerte de su ser querido.

La verdad me sentía mal al ver así a Alberto.

5

Pensé en Neruda, el poeta chileno, y recordé a los jóvenes de los años setenta, los jóvenes con inclinaciones intelectuales leían con su pareja los poemas de Neruda. Mi primo fue de ésos…

De los libros que había dejado en mi cuarto yo había leído Veinte poemas de amor y una canción desesperada y escuchado un disco de Joan Baez cantando versos de Neruda que me llevaron a leer el Canto general y Residencia en la tierra, como dijo mi primo: así empecé. Y años después así conocí a Joanne.

Pero en esos años de iniciación de lecturas se sucedían los golpes de Estado en América Latina, como el del general Pinochet al gobierno de Salvador Allende.

La ciudad de México olía a Chile, sus artistas eran adorados: Violeta, su hermano Ángel Parra, el poeta Nicanor Parra, el novelista José Donoso, Jorge Edwards, el cineasta Miguel Littín y su película El Chacal de Nahueltoro eran un éxito; y el Centro de la ciudad sonaba a folclor latinoamericano; por supuesto Pablo Neruda, que había vivido en México, incluso como diplomático de su país, era el poeta.

Y a mi primo, como a muchos, se le veía a simple vista que a pesar de los años no había podido escapar al embrujo del maridaje de poesía y enamoramiento, a la mujer, a la vida, al ser.

Ahora creía entender su horror a regresar a la ciudad de México. A no tener la capacidad de saber mitigar su sufrimiento. Quise demostrarle cómo en la historia tampoco se olvida pero se van acomodando las cosas para vivir. Como esa relación entre Joanne y yo. Nos queríamos pero también teníamos necesidad de andar solos. Ella por el mundo y yo por el Centro Histórico, su padre fue un neoyorquino de Brooklyn casado con una mexicana de Veracruz. Caminamos, Alberto llevaba el nombre de Sofía en los labios. Y lo envidié. Yo necesitaba la cercanía de Joanne para amarla. Necesitaba tocarla para volverme loco. Ella tenía cuarenta y dos años y hacía traducciones para la Secretaría de Comercio. Y sin embargo, Alberto parecía que caminaba con Sofía a su lado. Seguimos.

6

–¿Crees en el inconsciente colectivo? ¿En el hecho de que hay una energía que se va trasminando de generación en generación y persiste de manera latente en la mente de los descendientes así hayan pasado quinientos años que impiden olvidar hechos y como nos inquietan negamos su existencia? —le había preguntado al primo.

Éste me observó de una manera que era una invitación a soltarme, quiero decir que me invitaba a no reprimir las ideas que brotaban de manera espontánea en mi mente.

7

A partir de 1523, dos años después de la caída de Tenochtitlan, las órdenes religiosas: franciscanos, dominicos, agustinos, jesuitas empezaron a llegar a la ciudad derrotada; y se dieron a la tarea de evangelizar a la población por orden del rey de España y por su compromiso religioso.

¿Te imaginas? Aquellos días han de haber sido: bajemos a los infiernos y vayamos a salvar almas; aunque a algunos religiosos con los años se les olvidó al ver tanta riqueza e hicieron una iglesia suntuosa.

¿Te imaginas? Andar por un lugar en donde se comienza a construir una nueva ciudad sobre la antigua ciudad prehispánica: sepultar la grandeza de una cultura y sobre ella plantar la nueva cultura.

Y mira: ni arriba ni abajo sino todo se mezcló. Y se fue delineando una nueva personalidad cultural, que quiere ser cerrada pero su naturaleza es ser abierta a lo nuevo o a lo diferente.

Desde el camellón de avenida Hidalgo, Alberto admira la iglesia que domina la esquina del Paseo de la Reforma Norte y Zarco, voltea a verme:

–No me acordaba que fuera tan bella San Hipólito, se eleva al cielo.

Como si se hubiera acordado de algo, voltea hacia el sur señalando donde se encuentra el teatro de la Lotería Nacional:

–Ahí está el teatro de la Lotería Nacional pero no están Los Kikos.

–¿Los qué?

–La cafetería Los Kikos.

–Ah…

Me acordé de la autobiografía de Carlos Monsiváis donde cuenta que él en esa cafetería se reunía con José Emilio Pacheco después de comprar en la librería de Polo Duarte. Llevaban su montón de libros, tomaban café y platicaban sobre literatura.

También me acordé que en la calle de Rosales 26 estuvo el Teatro del Caballito, célebre iniciador de la tradición moderna del teatro universitario; y sobre esa misma calle nació en la vecindad donde se encuentra el café de chinos Rosales, Carlos Monsiváis, luego su mamá se lo llevó a la colonia Portales.

–Mira, por allá hay un café de chinos, ahí nació Monsiváis —me comentó mi primo como si fuera un iniciado, lo dejé deslumbrarme y le solté la mía:

–Alberto, en lo que fue la Hostería del Bohemio ahora se celebran fiestas de quince años o bodas de hijos de políticos o de líderes sindicales o de jefes policiacos…

Mi primo hizo como que no me oyó, observando distraído a los vendedores de imágenes de santos como san Charbel, tan de moda.

Mi primo me dijo muy serio, casi como si fuera Carlos Marx escribiendo la frase: la religión es el opio de los pueblos…

–Sofía te hubiera dicho que eres un retrógrado.

Me reí. Ya no quise contarle mis observaciones sobre San Hipólito, ni decirle que la gente que asiste a la iglesia no la conoce por ese nombre sino por la iglesia de “San Juditas”.

Pero sí la escribí.

CAPÍTULO 3

No se culpe a millones de habitantes de la ciudad de México que sufren esta confusión por culpa de los desacuerdos del inconsciente colectivo histórico.

Por testigo pongo a las magnas concentraciones de fe que cada 28 de cada mes ahí se llevan a cabo pensando que se asiste a la iglesia de San Juditas Tadeo, el santo de las causas desesperadas, y no a la de San Hipólito.