Fantasyd - Alan Nehmad - E-Book

Fantasyd E-Book

Alan Nehmad

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Beschreibung

«Veía a la gente feliz. Las familias en los parques, novios que se besaban. Yo los miraba desde la pantalla de mi televisor. Estaba solo, acostado en la cama de mi cuarto en completa oscuridad. La única luz que había era la de la televisión que alumbraba mi cara y mi guitarra acústica; me daba vuelta y me tapaba completamente, desaparecía.» Syd es un joven inquieto, sensible e hiperconsciente, que vive atormentado por no encontrar su identidad, su lugar en el mundo. Entonces inicia el camino del artista, un viaje lisérgico en el que nos sumerge en la profundidad de sus fantasías, miedos y virtudes. El desafío es trascender, no ser uno más del rebaño. Pero como ya demostró Jack Kerouac a mediados del siglo xx, siempre hay dificultades en el camino. Desde Retrato del artista adolescente de James Joyce hasta Lady Bird de Greta Gerwig, Fantasyd se une a la larga lista de grandes narrativas del coming-of-age. Con una prosa ágil e inteligente, la novela pone en juego la naturaleza del deseo humano, aquello que nos muestra que buscar es más importante que encontrar, que si logramos nuestros objetivos es necesario apurarse a buscar otros nuevos, para así volver a iniciar el camino y avanzar en la larga ruta de la vida.

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Alan Nehmad

Fantasyd

Nehmad, Alan

Fantasyd / Alan Nehmad. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6505-56-9

1. Novelas. I. Título.

CDD A863

© 2024, Alan Nehmad

Primera edición, enero 2024

Dirección comercial Sol Echegoyen

Dirección editorial Julieta Mortati

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Foto de tapa Hernán Jamui

Corrección Carolina Iglesias y Patricia Jitric

Conversión a formato digital Estudio eBook

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

El Chino comodín

A pesar de que ser adolescente puede ser bastante duro para muchos, yo no lo viví de esa forma, sino todo lo contrario. Pero no me conocía por ese entonces. Para ser honesto, estaba demasiado bien como para reconocerme. Recuerdo cuando era realmente yo: a mediados de los noventa, cuando tenía unos quince años. Nunca fui muy alto y era bastante flaco, tenía un peinado con jopo clásico para el costado, rubiecito de ojos claros, y mi cara de santo contrastaba bien con mi personalidad: la de alguien que siempre se estaba metiendo en problemas. Nunca fueron problemas graves ni destructivos, solamente no iba a dar el brazo a torcer si pensaba que tenía razón, fuera quien fuera el que me hiciera frente. Mis maestros me decían que eso me iba a traer muchos problemas en la vida adulta, pero qué sabían ellos. Solamente eran ese tipo de cosas que hacía cualquier típico chico popular que necesitaba atención. Los demás mostraban interés en mí y siempre querían estar a mi alrededor. Me gustaba la sensación de sentir que me querían, que me buscaban. En la secundaria era un verdadero atleta, tenía buena forma física y me interesaba participar en varios deportes, principalmente fútbol. También dibujaba muy bien, y tocaba la guitarra. Era un artista nato. Nunca tomaba clases, siempre fui autodidacta.

Dibujaba un pajarraco que era como mi carta de presentación, una introducción misteriosa, algo diferente. Todos en la escuela preguntaban: “¿Quién es el chico del pajarraco?”. El pajarraco, representado con una mezcla de sutil ternura, pero con una sonrisa carnívora e intimidantes ojos que no parpadeaban, atraía mucha atención. Lo pintaba por todos lados. En las paredes de la secundaria, en la calle, en infinidad de cuadernos. Tenía una gran imaginación. Transpiraba arte y no podía dejar de crear. Tendía a compartir mis teorías filosóficas, sociales, musicales y religiosas con amigos o conocidos. Me gustaba hablar, digamos que de las cosas trascendentales de la vida, pero sólo de esas cosas. Si la conversación no tenía la suficiente sustancia, me sentía aislado y podía permanecer sin emitir una sola palabra. Por eso, generalmente estaba cómodo con muy pocas personas. Sentía seguridad de mí mismo, de mis pensamientos, tenía creencias firmes. Eso se lo debía en parte al Chino.

El Chino ya tenía dieciséis, el pelo hasta los hombros, barba de tres días y ojos celestes achinados. Era el rebelde de la escuela y nuestras compañeras siempre le estaban dando vuelta. Él se daba cuenta, pero lo disimulaba, parecía no importarle en lo más mínimo. En realidad, disfrutaba mucho de su popularidad, y de que las chicas le demostraran su amor, aunque no sabía muy bien qué hacer con toda esa atención. Parecía haber un submundo detrás de nosotros, a cada lugar donde íbamos percibíamos algo, como una alteración en el ambiente, una energía externa que provenía de otro lugar. Levantábamos la cabeza y veíamos que alguien siempre tenía su mirada clavada en nosotros, con los ojos que posaban sobre el Chino. Me decía que él no generaba nada para que eso sucediera, no se sentía responsable. Se mostraba malhumorado, pensativo, como una especie de “amenaza”. Y parecía que eso le funcionaba para gustar más. El Chino se vestía bien y siempre estaba arreglado. Llevaba una campera de cuero, que lograba que el rocker style fuera su sello personal, ese que nunca pasa de moda. Pero debajo de esa fachada materialista también había mucha profundidad y melancolía. Él hablaba de las cosas importantes. De buscar la verdad, del amor incondicional y de la forma de expresarnos. Me incitaba a que promocionara mi arte, y que lo mostrara. Me sorprendía que le interesaran mis dibujos o que me presionara para que formáramos una banda de música, ya que él tocaba un poco el teclado. Me daba confianza y me hacía sentir que sobresalía en todo lo que hacía. Recuerdo que le dijo a mi mamá que algún día yo sería famoso. Mis padres nunca pensaron que podía lograrlo haciendo esas tonterías.

No existían los problemas, no había dinero, no había separaciones. A esa edad, el fútbol era mi vida. Una pelota lograba unirme con las personas.

El Chino era el mejor de todos. Era fanático de Independiente, por su abuelo. Ser de Independiente le quedaba muy bien, ya que desde muy chico, siempre se había manejado solo. Jugaba en tres clubes, y a la vez, entrenaba aparte solo. Cuando se ponía la camiseta, los pantalones y al subirse las medias, sentía que era importante. Cada partido lo vivía como si fuera una final; quería ganar, siempre. Y yo lo admiraba por eso. Lo habían venido a buscar de Ferro, uno de los clubes de Primera División de Argentina. Llegaría a ser profesional. Todos hablaban de él.

Era el capitán de nuestro equipo. Jugábamos en un club chico de la colectividad judía, llamado CASA —o Club Atlético Sefaradí Argentino—, que estaba venido a menos con el reciente crecimiento de los countries. Teníamos dos canchas grandes de fútbol de pasto, con una estructura deportiva débil.

El Chino me planteaba que en su vida él sería el protagonista, que si era su película no se iba a poner como actor secundario. Si iba a jugar al fútbol, sería como Maradona; si iba a ser músico, sería Kurt Cobain; si iba a estudiar teología, sería el Mesías. Para él, lo único que existía era el mundo y él. Todo sucedía alrededor suyo, y funcionaba como en una dinámica individual. Decía que cada uno tendría que sentir lo mismo, que todo lo que existe o lo que pasa, es por algo y está puesto ahí para lograrlo. Entonces, no entendía a la mayoría de la gente. Creía que había personas que podrían lograr cosas extraordinarias si se lo propusieran, pero preferían vivir sus fantasías a través de otros. En cambio, su confianza era algo que sobresalía, parecía un pequeño adulto.

Una vez, conoció a la chica de sus sueños. Ella tenía el pelo castaño oscuro, no muy largo, casi por los hombros, y un flequillo bastante extraño pero con personalidad. De tez morena clara y ojos marrones. La había conocido hacía poco tiempo, y luego nos la encontramos de casualidad en el verano. En esas vacaciones en Mar del Plata, que habíamos coincidido con el Chino, salíamos entre varios chicos y chicas a la noche y durante el día nos veíamos en la playa. Un día, ella se enteró de que el Chino estaba en las canchas de vóley playero que había antes de la zona de las carpas, y llegó corriendo con su malla marrón, con una sonrisa que no podía disimular. Claramente se gustaban, pero no fue hasta que volvieron a Buenos Aires que se pusieron de novios. Desde ese día, fueron inseparables. No sólo durante el día, porque, cuando cada uno llegaba a su casa, los llamados telefónicos extensos eran frecuentes. Ahí fue que empezaron a enamorarse. El Chino me contó que sintió una conexión especial, única. Su día a día se deterioraba o era mucho menos óptimo cuando estaba separado de ella. Parecía dolerle física y mentalmente cuando no estaban juntos. Ella le decía que todo el tiempo lo tenía en su mente. Y a él le pasaba lo mismo.

Después de ese verano, el Chino dejaría nuestro club y se iría finalmente a jugar a Ferro. Su vida era casi perfecta. Pero eso sucedió hace mucho tiempo, en su sueño idealista…

A los pocos meses, un viernes se habían visto como siempre y ese sábado al hablar por teléfono, ella le dijo que tenía algo para decirle, y eso fue todo, su novia lo abandonó. Fue un shock sentimental, lo dejó en un estado de parálisis psicológica, de desorientación y vacío. Estaba como hundido. Ella parecía ser una persona impulsada por la mente. El Chino no podía entender por qué había pasado eso. De repente, conoció la inseguridad, creo que se sintió vulnerable por primera vez en su vida. Eso lo desestabilizó. Se encerró en su casa, escuchaba en repetición una y otra vez canciones que lo hacían recordarla. Lloraba en su habitación, deseando que regresara enamorada de su amor nuevamente. Pero se iba a tener que conformar con estar así, sólo pensando en ella.

Ese domingo, al otro día que su novia lo dejó, sintió ganas de volver a nuestro club; no tenía pensado regresar a jugar, sólo fue. Nos encontramos en la cancha principal, era un día gris, creo que por momentos garuaba, no había casi nadie. Caminaba lento, sin expresión en su rostro, solamente quería ir a la parte de atrás, justo entre la parte vieja y la nueva del club, donde había como un cantero abandonado, con los matorrales crecidos, descuidados, donde pasábamos largas horas pensando en la muerte, en la depresión y, sobre todo, en el significado de las relaciones humanas.

Mientras caminábamos, nos topamos con el entrenador del club, que lo saludó muy efusivamente y le pidió que volviera a jugar ahí. Le dijo que podía ser libre, que tenía el puesto asegurado, no había dudas, pero era más que eso: que podría desarrollar su individualidad. En ese momento, el Chino le dijo que no, realmente pensaba que no iba a abandonar Ferro por volver a nuestro humilde club. Pero el miércoles siguiente estaba parado en el entrenamiento, listo para volver a tomar el mando del equipo. Al poco tiempo, dejó Ferro definitivamente. Todos preguntaban qué había pasado. Se excusó diciendo que hacían mucho trabajo físico y poco fútbol. Hubo distintas situaciones desconcertantes con respecto a otros jugadores acomodados, entre otras cosas. Que no era el ambiente que esperaba o con el que había soñado antes de que lo llamaran, y por eso decidió volver a su club.

Esa ruptura sentimental lo había afectado más de lo que demostraba. Su realidad interna reflejaba el ejemplo clásico del romántico triste, que aunque había logrado reconocimiento o éxito en lo que hacía, se mantenía anhelante del amor perdido, de ese amor que ahora era imposible.

Ese año decidió entrenar solo. Le gustaba trabajar de esa forma, creo que lo hacía ser mejor. En cualquier otro lugar hubiera tenido algunos problemas con el entrenador; no le gustaba obedecer órdenes, pero allí tenía carta blanca para hacer lo que quisiera. Era dramático y temperamental. Pero cuando entraba a jugar, hacía olvidar esas diferencias que podía provocar fuera de la cancha. Creo que se presionaba demasiado por mantener su nivel. El técnico daba la posición en la que cada uno iba a jugar antes de cada partido, pero cuando tocaba su turno, decía: “El Chino, comodín”.

En ese campeonato, increíblemente, logramos llegar a la final. Como equipo chico habíamos dado la sorpresa. El partido fue muy cerrado, peleado, nadie podía abrir el marcador. Tuve una oportunidad, recibí la pelota de espaldas, giré, después de pasarme a dos, enganché para adentro y me encontré solo contra el arquero. Me salió a tapar, pateé y pensé: “Ya está, salgo a festejar”. La pelota iba despacio… el arquero ya no podía hacer nada, y se fue pegada al palo. Hubiera sido el gol de mi vida, con toda la gente que miraba.

Pocos minutos después, tratando de llegar a una pelota dividida, me quedó la pierna trabada. El dolor fue tan intenso que sólo atiné a tomarme la cara, golpear con fuerza el césped y, a la vez, me agarraba mi rodilla derecha esperando que el sufrimiento se detuviese. Al rato, el dolor se calmó y solamente sentía como un adormecimiento en esa parte en particular. Salí lesionado, aunque al rato ya pensaba que sería algo pequeño, casi sin importancia. Nunca había tenido ningún tipo de lesión y mucho menos algo grave.

Terminamos perdiendo 1 a 0. Y nuestro sueño se desvaneció. Si hubiese hecho ese gol, hubiésemos sido nosotros los que festejáramos esa tarde.

Después del partido mis padres me llevaron a la guardia del hospital. Me dijeron que hiciera reposo unos días, que me pusiera hielo, y que en dos semanas empezara a jugar. Con el paso de los días volví a caminar normalmente y seguí como si nada. Me recomendaron que visitara a un traumatólogo para quedarme tranquilo, y eso hice. Al revisarme, le pregunté al médico si ya estaba bien como para volver a jugar y sus palabras fueron: “Esto es para cirugía”. ¿Cirugía? No entendía, o no quería entender lo que me estaban planteando en esa fría camilla de la Clínica del Pilar. Después de la resonancia magnética, se confirmó la peor noticia: me había roto los ligamentos cruzados de la rodilla derecha.

Llegué temprano esa mañana, estaba nervioso, era mi primera intervención. Estuve dos horas y media en el quirófano. La operación fue exitosa. Cuando desperté fue como si tuviera resaca, sólo que cuando vomitaba no me sentía mejor. Pasé unos días en internación y luego volví a mi casa.

La recuperación fue lo más fuerte. Los primeros meses sentía mucho dolor, tenía que estirar los músculos, no podía flexionar la rodilla. Hacía terapias de rehabilitación tres veces por semana. Pero en mi casa, el trabajo era constante. En la medida que podía, hacía entrenamientos cortos repitiendo las indicaciones de la fisioterapeuta. Perdí mucha masa muscular en los cuádriceps y cuando estaba acostado veía alarmado cómo mi pierna izquierda era notoriamente más ancha que la derecha. Un tiempo después, pude pasar a los ejercicios para recuperar la musculatura. Gané más confianza en cada paso y recuperé paulatinamente la fuerza. Las lesiones son muy traicioneras porque te sentís muy solo. Mi familia me acompañaba, pero la soledad se siente igual y es muy difícil de llevar. Hay momentos malos en los que ves que no progresás. Mentalmente la llevaba mal porque sabía que mis compañeros iban a entrenar y jugar en el día a día, y yo iba a la camilla del kinesiólogo. Fue largo todo el proceso, hasta que finalmente me dieron de alta.

Empecé a entrenar de a poco para poder volver al próximo campeonato. Hice la pretemporada de forma separada, y en el primer partido del campeonato, entré como titular. A los pocos minutos, tuve una jugada de gol. Me dieron un pase profundo, corrí junto al último defensor y me perfilaba para pegarle a la pelota de zurda. Cuando me salió el arquero, apoyé la pierna derecha para pegarle, pero la rodilla no aguantó el peso. Justo en ese momento ocurrió, como si dentro de mi rodilla hubiera dos bandas elásticas cruzadas, y una estaba rota; la rodilla se flexionó de costado y enseguida volvió a su lugar. Un chasquido seco y el dolor más intenso que había sentido nunca. Según me caía sobre el césped del campo, un pensamiento cruzó mi mente: “Se me terminó el fútbol”. Pude escuchar el grito del Chino a lo lejos, como si él hubiese podido sentir mi dolor. Claramente me había vuelto a resentir la misma rodilla.

A partir de ahí, vería cómo las cosas se derrumbaban poco a poco. Ya nada iba a ser tan claro en mi vida.