Fausto - Johann Wolfgang Goethe - E-Book

Fausto E-Book

Johann Wolfgang Goethe

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Beschreibung

Considerada como una de las grandes obras de la literatura universal, narra cómo Fausto -frustrado por no alcanzar la totalidad de sus conocimientos-, pacta con Mefistófeles, quien le ofrece todo mientras esté en la tierra. Así conoce a Margarita quien queda seducida y embarazada de Fausto. Margarita ahoga a su propio hijo y muere también en los brazos de Fausto. A partir de ahí comienza un sin fin de aventuras, viaja en el tiempo y el espacio: soluciona los problemas económicos del emperador de Alemania, acude a una fiesta de sirenas, ninfas y otro tipo de seres, conoce a Elena (de Troya) con quien tiene un hijo que fallece al intentar volar,...hasta que encuentra un lugar (regalo del emperador) en el que decide vivir en paz hasta su muerte y dirigirse al cielo redimido por su esfuerzo. La obra es una parábola sobre el conocimiento científico, la religión, la pasión y la seducción, la independencia y el amor, entre otros temas. En términos poéticos, Goethe sitúa la ciencia y el poder en el contexto de una metafísica moralmente interesada. Fausto es un científico empírico que se ve forzado a enfrentarse a cuestiones como el bien y el mal, Dios y el diablo, la sexualidad y la mortalidad.

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Fausto
Johann W. Goethe
Jesús Aguirre, duque de Alba
Alfonso Arús
Century Carroggio
Derechos de autor © 2024 Century Publishers s.l.
Reservados todos los derechos.Introducción de Javier Aguirre, duque de AlbaEstudio preliminar de Alfonso ArúsTraducción de Juan LeitaFaust (1808 y 1832)
Contenido
Página del título
Derechos de autor
EL APRENDIZ DE GOETHE
GOETHE EL TRIUNFO DEL ESFUERZO Y DE LA ASPIRACION
FAUSTO
PRELUDIO EN EL TEATRO
PRELUDIO EN EL CIELO
PRIMERA PARTE DE LA TRAGEDIA
SEGUNDA PARTE DE LA TRAGEDIA
ACTO PRIMERO
ACTO SEGUNDO
ACTO TERCERO
ACTO CUARTO
ACTO QUINTO
EL APRENDIZ DE GOETHE
PRESENTACIÓN
por
Jesús Aguirre, duque de Alba
A Casimiro Diego Vial, que leyó
España Invertebrada y tuvo que
exiliarse. Dejó en casa unos libros,
y con ellos inicié yo mi extrañamiento.
Un joven españolito de entonces empezaba no por leer a Goethe, sino por estudiarlo. La lectura fue para mí una ocupación natural, trajinada en casa entre los libros que había en ella y los que, luego, sin traumas de ansiedad, iban acopiándose. Tras los cuentos y los relatos de aventuras, que apenas suponían, al leerlos, una discontinuidad efímera con los desayunos de las vacaciones o los deberes del colegio, echados estos al coleto a toda prisa en la mesa verde y amarilla del cuarto de chicos, vinieron las obras históricas, entendidas con pasión que me identificaba en juegos, en reposos maternalmente prescritos, con sus personajes: Jeromín, El Gran Capitán, Pimpinela Escarlata y, no sé bien por qué, Luis XIV; las novelas, en su mayor parte inglesas y francesas, con su aportación de otros hábitos de vida y otros paisajes; y los tomitos de poesía que, en mi caso, repetían al principio la sonatina modernista y, enseguida, me metieron en la carne la melancolía de vientos y mareas de un grupo de poetas, después amigos, que residían, como yo, en una ciudad norteña castigada por catástrofes y otras naderías.
Estas lecturas sí que distanciaban de la casa, de sus ruidos y olores, de la familia y hasta de buena parte de los amigos. Trazaban, en suma, el transparente muro del recinto de la primera soledad voluntariosa. Los estudios oficiales se estancaban en insípidas ristras de nombres, compensadas, cada vez más afanosamente, por descubrimientos entrevistos al aire de una sugerencia o simplemente fortuitos. A lo largo de todo un verano, en el que por originalidad impostada bajé poco a la playa, me intrigaron unos cuantos libros, cuyo dueño, un tío mío, vivía en el exilio. Acaso la condición de marchito viajero de mi pariente, que ya ha muerto, añadiera a mi curiosidad adolescente algún palmo sobre la que, visualmente, sentía por aquellas portadas sin colorines, por sus títulos atrayentes por entonces herméticos. Alguien me vio manoseándolos y me llamó pedante. Fue la primera vez que sufrí persecución, poco sañuda, por cierto, por la inteligencia. Los tales volúmenes habían sido editados por La Residencia de Estudiantes, y en sus páginas de impecable tipografía y generosos márgenes encontré las citas de Goethe que le convirtieron a mis ojos en algo más que un importante autor alemán, cuyas fechas de nacimiento y muerte eran materia, junto a la mención de un par de sus obras, de aburridos exámenes.
Mi encuentro con Goethe pasó, pues, por las estaciones, sin parada ni fonda, de una modesta heterodoxia. Aquellos libros eran de un «descarriado» entre los otros miembros de la familia que habían seguido senderos trillados. No se estimaba, además, que fuesen apropiados para un mozalbete de mi edad. Mis primos mayores o cateaban a fin de curso o estudiaban matemáticas. Cuando una noche, durante la cena con sus verduras inevitables, nombré a Goethe, y lo hice sin sorberme la e, a la castellana, esto es, como supe luego hacerlo en alemán, alguien me corrigió, sin displicencia, pero con tristeza, y por un cierto tiempo creí que aquella e final no se pronunciaba, como si francés fuese el consejero áulico de Weimar. La cultura viene para la burguesía española de París de la Francia, igual que la cigüeña.
Ahora sé que el aprendizaje de aquellas citas, que surgían en los contextos más diversos, marcó para siempre mi trato con nuestro poeta. Jamás me interesó espontáneamente la trama de sus obras, ni tampoco he leído casi nunca sus textos de un tirón. Buscaba en ellas, y sigo haciéndolo por inercia, la frase o el verso que pueden ser objeto de la cita que apoya o que esclarece desde su particularidad egregia, ora porque la cumpla o porque la quebrante, una ley de su época. Bien es verdad que los manuales de la llamada cultura general, esos que ahora pormenorizan en fascículos su venta, destripan, con reincidente indelicadeza, el argumento de sus creaciones más nombradas. ¿O es que dicho argumento pertenece a la saga común europea? Nunca Goethe escribió sino desde la historia y para la historia.
A través de Ortega y de Eugenio D'Ors me vi pronto inmerso en la polémica sobre las actitudes goethianas. Los especialistas decidirán, según el gusto de sus métodos, si el escritor alentó en Goethe al personaje o si este último perjudicó al primero. Los lectores domésticos nos contentamos, respetuosamente, con seguirlo siendo tanto de los textos discutidos como de los que los discuten. Lo cierto es que, en los comienzos de mis «años de peregrino» intelectual, el fracaso o el éxito de Goethe, frente a tareas que se hubiese propuesto llevar adelante, compuso el caso ejemplar del conflicto entre ética y literatura. Las lecturas de Du Bos y Sartre hallaron, más tarde, tierra fértil en quien había subrayado febrilmente líneas y líneas del tomo de la colección Austral, serie verde, que facilitó a precio asequible el ensayo orteguiano Pidiendo un Goethe desde dentro. Los trémolos se los puso al litigio, cuando yo «especulaba» entre asignaturas universitarias, el trabajo de Manolo Sacristán, único impreso, a la par que otro sobre Heine, de una serie por desgracia interrumpida. Literatura y representación social, literatura y poder, temas estos que llegaron incluso a divertirme, todavía muy lejos de las ásperas escolásticas tomista y marxista, con anécdotas como la siguiente. En sus años de mando, que era poco, D'Ors esperó al Caudillo, a la sazón invicto, un verano en Segovia. Pasó este de largo, y don Eugenio, con las cejas al viento, siseó su protesta. Napoleón -decía- hizo un esfuerzo para ver a Goethe. Le llegó el turno al funcionario de baratillo, quien espetó al filósofo: « ¡Pero es que usted no es Goethe!». A lo cual replicó, raudo, el Bien Plantado: « ¿Acaso es él Napoleón?».
También solíamos unos pocos amigos gastarnos bromas con una frase de don Eugenio sobre el Gran Duque de Weimar y su prestigioso consejero. Si alguno de nosotros presumía de bien situado, de haber pinchado aquí o allá, rebajábamos sus ínfulas diciéndole que era duque sin Gran Goethe. Los muchachos alemanes intercalan en sus juegos apodos que toman del Fausto. ¡Ojalá supiesen hacerlo los nuestros con las sentencias de Don Quijote! Claro que tampoco en las aventuras de Karl May, con o sin Arno Schmidt, imperan las mismas jerarquías que las que remiendan las peripecias del Coyote.
Así me acerqué a Goethe, igual que Josué a la ciudad de Jericó, dando rodeos. De una lectura seguida, creo que en el papel que tira a estraza de la colección Universal, saqué el corazón frío. El lema que Juan Ramón anteponía a algunos de sus libros: «Como el astro, sin prisa, pero sin pausa», traducción atinada que me indicó Francisco Ayala ser de Ortega, mantenía entre tanto la llama viva de una admiración a distancia. Este sentimiento es el que plasma, respecto a Goethe, la novela de Thomas Mann, que leí embelesado, Carlota en Weimar. La novia inasequible, la primera Carlota, que fue amada, con su punta de escándalo, en una ciudad jurídica y archivera, osa en ella llegarse a la Corte Ducal para recuperar al joven Werther. El máximo poeta, hombre además de ciencia y ministro hasta de la guerra, cuyo «todo es mayor que la suma de sus partes», se aviene a una conversación en un coche cerrado. Mi destino goethiano se jugó en aquel coche. Como Carlota, me apeé de él simplemente abrumado.
Mediada la década de los cincuenta empecé, tembloroso, mis estudios de teología en Múnich. La capital del Isar y una beca, felizmente suculenta, de la Fundación Humboldt, me procuraron libros sin censura e inolvidables contactos personales. Entre estos, el de un profesor renano, Gottlieb Söhngen, que oteaba incansable las fronteras entre el saber sagrado y el profano. Kant y Goethe, el de la razón práctica y el de la fáustica conciencia, eran los ángeles que, como a Jacob el suyo, le dejaban en cada clase, en cada charla, esotéricamente lesionado. Su trabajo El Cristianismo de Goethe, del que haría con el tiempo mi primera traducción del alemán, publicada audazmente en un Cuaderno Taurus, constituye el empeño más sutil y respetuoso que conozco de recuperación para el fenómeno cristiano de aquel que recomendaba la amigable acogida del protofenómeno cabe el absoluto hegeliano. Söhngen, teólogo católico, se atrevió a hacer con Goethe, pietista a ratos y escenificador -en el Goet; precisamente- de Lutero, lo que Karl Barth, protestante confitente, dejó de lado -¡verdes están las uvas!- en su descomunal prehistoria de la teología luterana en el siglo XIX. Las explicaciones de mi profesor acerca de la crítica a la Universidad en el primerísimo Fausto iban siempre acompañadas, en sus excursos sobre la kantiana Contienda de las Facultades, por voz nasal y ampulosos ademanes, vehículos ambos de su manera de recitar aquellos versos iniciales:
Yo que estudié filosofía,
la medicina y el derecho
y por desgracia teología...
Desde entonces los nombres de san Buenaventura y Newman son para mí consonantes con el de Goethe.
El espectáculo también me llevó a Weimar. Se estrenó, a finales de los cincuenta, una película, en la que Gustav Gründgens, con una dicción tan incisiva como admirable, metía en carnes de verbena provinciana, de pillo soez y un tanto menesteroso, a Mefistófeles. Ni una vez gesticulaba noblemente. Sus piruetas como actor y director de escena me dieron entrada a un Fausto, en el que la metafísica tiene firmes raíces en la picaresca. Así entendí la constante práctica, avispada, en la vida de su autor. El Goethe que supo hacerse una situación brillante, que braceó sin desmayo por alcanzar amistades útiles, como la de Herder, no es necesariamente sublime. Sus matizaciones sobre el diletantismo, en las que toma la delantera a reproches más que menos previsibles, y con las cuales, según Hans Mayer, se complace, eso sí, con cautela, como de reojo, en los diletantes despreocupados y alegres, me ayudaron también a rebajar con alivio el pedestal demasiado inconmensurable de su estatua. Por el contrario, se puso en París por aquellas fechas una obra inspirada en el Mon Faust de Valéry, con un Pierre Fresnay, que como estrella mefistofélica lucía frases tan impecables como el smoking en el que le había embutido la originalidad francesa. Después de haberlo visto, sentí deseos apremiantes de orear con Gründgens el penetrante aroma de aquella filosofía de bulevar. A solas, me vengaba de la petulante pronunciación que del nombre de Goethe me impusieron de niño, afrancesando, con los labios en forma de canuto, el título de la pieza valeryana. Sonaba así: mon fost.
Hay lecturas que nos permiten vivir por poder, el del autor, otros personajes, implicarnos por procuración en acciones ajenas a nuestras propias capacidades. Es curioso que en mis años alemanes de crisálida, en los cuales, por lo de largamente esperanzado, sigo estando, coincidiese esa lectura de Goethe, evocadora de vidas y parajes imposibles, con el estudio encarnizado de los problemas que plantean sus textos. La relación entre Hegel y el primer Fausto, la de ambos, perseguida de la mano de Adorno, con el estilo del último Beethoven, los apuntes nietzscheanos sobre la influencia de Goethe en Spinoza, las calas «profundas» de Freud en determinados pasajes de Poesía y Verdad, estas y otras «bagatelas» (en el sentido pianístico del término), concertaron, sin disonancia alguna, con mis encarnaduras en el temprano desencanto burgués, que es el de Odil y Eduard en Las afinidades electivas, o en la gaya ciencia, también anticipada, del lirismo del Diván con notas a pie de página.
La música fue un regalo frecuente en mis años bárbaros de aprendizaje. Goethe no estuvo ausente de los conciertos semanales en Herkules Saal, de los discos, escuchados hasta la ronquera -la suya, claro-, de las óperas, que me arruinaban el bolsillo y aburrían en consecuencia mi dieta alimenticia, en el teatro que el pobre Luis, amante y adulado, había construido para Wagner. Supe, con fervor mozartiano agradecido, que la música ideal para el segundo Fausto hubiese discurrido para el poeta según los cánones venerados de Don Giovanni; que Schumann fracasaba ante el mausoleo goethiano y que Schubert, en cambio, se adentraba, quedo, en su recinto, por la cancela íntima de las canciones. ¿No había Goethe encarecido a un músico, Carl Friedrich Zelter, la síntesis plausible entre sus propias creaciones y el sistema de Hegel?
En seminarios, en conversaciones, o bien peripatéticas con Lucio García Ortega, o etílicas y nocherniegas con Christa von Karoly y Wolfgang Dem, alternábamos lecturas en voz alta de la correspondencia goethiana, de los escritos científicos del artista, con lucubraciones trifásicas sobre Hegel. La Karoly, sobrina del pianista, altísima, esperpéntica, que apenas si comía y que paladeaba asiduamente viscosos chupitos de menta, rezumaba antipatía doctoral por Goethe, ya que estaba escribiendo una tesis infinita sobre Hoffmann, quien nunca fue residenciable en Frauenplan. Por cierto, que la tal tesis no se acababa nunca, hechizada, según decíamos, por la largura programática de su título: El grade de la intensidad de la exaltación en E. T. A. Hoffmann y el fenómeno del éxtasis. Modestamente hacíamos nuestro viaje italiano menudeando visitas mañaneras a la colección riquísima de vasos griegos todavía instalada en el Carl Prinz Palais. Entre sus sátiros y sus bacantes echamos piel de escolásticos paganos, cuyos trofeos y guirnaldas exaltaban una enteca botella de vino del supermercado, así como recitados, más bien titubeantes, de versos de Píndaro como el que sigue:
No te afanes alma mía por las cosas inmortales:
agota, primero, el campo de lo posible.
¡Piara menuda de Epicuro! Supongo que Fausto, en el cuarto de estudio del primer acto, hubiese podido aplacar nuestro ajetreo con uno de sus paralelipómena:
Que si perro de lanas, espectro a escolástico,
como perrito es como más te quiero.
Mi ajuar goethiano adquirió pronto los contornos abultados de la cesta del buhonero. Llevaba en ella enseres variopintos: de cómo Goethe expulsó a Fichte, por ateo, de la Universidad de Jena; que si el Gran Duque omitía, condescendiente, su fétida pipa en presencia de su ministro, gesto que tanto me hubiera agradecido André Jacob durante nuestras correrías belgas; que Carlota von Stein, como homenaje póstumo a quien no gustaba de ese proceso impuro que, según Borges, es la muerte, ordenó, precavida, que su cortejo fúnebre se desviase para no pasar ante la vivienda de su malogrado amante; que en la biblioteca de este se encontró, con las páginas sin cortar, un ejemplar, dedicado por Hegel, de la Fenomenología del Espiritu. Aquella antigua distancia frente al olímpico personaje fue acortándose a medida que las idas y venidas cotidianas, entre pucheros casi siempre de servilleta prendida, amansaban con la anécdota en torno a Goethe mis juveniles y cuantiosos «apuros por la idea».
Volví a España, a la primera, que será probablemente la geográfica; tenía amigos en la segunda, la del exilio, y compañeros en la tercera, que se llamaba disidencia interior. Y no era errado el nombre, ya que en ella nos desvivíamos como en un internado. Tuve entonces que encargarme de la Editorial Taurus y con la ayuda, carísima, por cierto, al menos en bufidos, de Javier Pradera, trasladarla de Tomelloso a Frankfurt. Traducciones y prólogos a los libros de los filósofos del Meno me mantuvieron en ciernes respecto a Goethe. El ensayo de Adorno, más tacitista que otros suyos, sobre el clasicismo; el de Benjamín, inmejorable, sobre Las afinidades electivas; las «huellas» de Fausto en los viajes dialécticos de Bloch. Inevitablemente, entre aquellos quehaceres, apareció el marxismo. Por de pronto Lukàcs, que prefería políticamente Goethe a Schiller, esto es, que no profesaba un romo izquierdismo de manuales y agitaba la carraca del realismo en los oficios de una recuperación goethiana. La frase, en cambio, insulsa, endomingada, de Engels, según el cual el autor de Goetz y Egmont es colosal a veces y otras parvo. Creo que fue Emilio Lledó quien me indujo a leer a Gadamer. Desde luego lo hice y, como secuela, me sobrevinieron algunos bienes. Su Hegel «olvidado» resultó camarada de desdichas novecentistas de Goethe y, según Hans Meyer, a quien conocí luego como autor de la «casa» en mi despacho de la calle de Velázquez, de Ludwig van Beethoven. Con Mayer, con sus libros, jugué a los acertijos hegelianos. ¿Era Goethe el esclavo o el señor? ¿O era Goethe el esclavo consonante y Hegel un siervo sin rima? En aquella nuestra década marxistizante, abolida hoy, entre otras causas, por la legalización del partido comunista, se podía citar a todo quisque, a Goethe incluso, con tal de bordar en la referencia algún que otro bodoque hegeliano. Brecht, desde su disidencia también interior, lo había adivinado antes: si no hay mucho dinero, a lo sumo se obtiene un marxismo de rebajas, un marxismo sin Hegel.
Lo mejor de las «verduras de las eras» es cantarlas en otoño. Así lo he hecho. Otoño tiene, en la voz de José Hierro, el mayor de los poetas santanderinos que añoraba al principio de este prólogo, “las manos de oro”. Paga con ellas, abundantemente, la acidez, dable al olvido, de nuestros verdes años. Desde la memoria, en la que Nietzsche atisbó la virtud de olvidar, desaparecen los vacíos que en toda juventud median, como valles de azogue, entre una y otra cima de entusiasmo. En la continuidad consiste, en su cultivo, la salvación de la madurez. He trazado un bosquejo de mi juventud, de uno de sus capítulos, y resulta risueño. El recuerdo otoñal cumple bien su misión dorada.
Si solo es sabio el joven,
si solo las repúblicas existen sin virtudes,
alcanzaría casi el mundo su alta meta,
cavila Mefistófeles a la puerta de Gretchen. Un Mefisto maduro, cuya resignación crítica ante los hechos hacemos más que nuestra:
El mundo se deshace igual que un pez podrido:
no, no lo embalsamemos.
El título que he antepuesto a estas páginas tiene, como es debido, reminiscencias goethianas. Sin duda son las primeras autobiográficas que publico, y bien les viene, porque me viene bien, que la actitud de aprendiz se haga en ellas patente. Si algún día, hipotético y ciertamente lejano, alguien hubiese aprendido algo de mí, se hubiese alguien sentido «impulsado a lo alto» con mi ayuda, me gustaría, entonces, mirar hacia esa altura y, a mi vez, aprenderla. «Discat a puero magister.» Mientras tanto, ahora mismo y ya por siempre, releeré una obra que un joven poeta, por nombre Goethe, comenzara con celo, tan antihistórico como cuasi schilleriano, contra el Gran Duque de Alba, y que acabó, pasados muchos años, después de un viaje a Italia, restituyendo su vigor clásico a aquel hombre, sin el cual no tendríamos Europa. Sí, releeré Egmont.
GOETHE EL TRIUNFO DEL ESFUERZO Y DE LA ASPIRACION
ESTUDIO PRELIMIAR
por
Alfonso Arús
«Goethe no es un acontecimiento alemán, sino un acontecimiento europeo: un intento grandioso de superar el siglo XVIII mediante una vuelta a la naturaleza, mediante un ascenso hasta la naturalidad del Renacimiento, una especie de autosuperación por parte de aquel siglo. Goethe llevaba dentro de sí los instintos más fuertes del mismo: la sensibilidad, la idolatría de la naturaleza, el carácter antihistórico, idealista, irreal y revolucionario (este último es solo una forma del irreal). Recurrió a la historia, a la ciencia natural, a la Antigüedad, asimismo a Spinoza, y sobre todo a la actividad práctica; se rodeó nada más que de horizontes cerrados; no se desligó de la vida, se introdujo en ella; no fue apocado, y tomó sobre sí, a su cargo, dentro de sí, todo lo posible. Lo que él quería era totalidad; combatió la desunión entre razón, sensibilidad, sentimiento, voluntad -desunión predicada, con una escolástica espantosa, por Kant, el antípoda de Goethe-, se impuso una disciplina de totalidad, se creó a sí mismo... En medio de una época de sentimientos irreales, Goethe fue un realista convencido: dijo sí a todo lo que en ella le era afín..., no tuvo vivencia más grande que la de aquel ens realissimum llamado Napoleón. El hombre concebido por Goethe era un hombre fuerte, de cultura elevada, hábil en todas las actividades corporales, que se tiene a sí mismo a raya, que siente respeto por sí mismo, al que le es lícita la osadía de permitirse el ámbito entero y la entera riqueza de la naturalidad, que es lo bastante fuerte para esa libertad; el hombre de la tolerancia, no por debilidad, sino por fortaleza, porque sabe emplear en provecho propio incluso aquello que haría perecer a una naturaleza media: el hombre para el cual no hay nada prohibido, a no ser la debilidad, llámese esta vicio a virtud... Con un fatalismo alegre y confiado ese espíritu que ha llegado a ser libre está inmerso en el todo, y abriga la creencia de que solo lo individual es reprobable, de que en el conjunto todo se redime y se afirma... Ese espíritu no niega ya... Pero tal creencia es la más alta de todas las creencias posibles: yo la he bautizado con el nombre de Dionisos.
Podría decirse que en cierto sentido el siglo XIX también se ha esforzado en lograr todo aquello que Goethe se esforzó en lograr como persona: una universalidad en el comprender, en el dar por bueno, un dejar-que-se-nos-acerquen las cosas, cualesquiera que sean, un realismo temerario, un respeto por todos los hechos. ¿Cómo es que el resultado global no es un Goethe, sino un caos, un sollozo nihilista, un no-saber-a-dónde-ir, un instinto de cansancio, que en la práctica invita constantemente a regresar al siglo XVIII (en forma, por ejemplo, de romanticismo del sentimiento, de altruismo, de híper sentimentalidad, de feminismo en el gusto, de socialismo en la política)? ¿No es el siglo XIX, sobre todo en su final, simplemente un siglo XVIII reforzado, vuelto grosero, es decir, un siglo de décadence? ¿De tal modo que Goethe habría sido, no solo para Alemania, sino para Europa entera, nada más que un episodio, una bella inutilidad? Pero se malentiende a los grandes hombres cuando se los mira desde la mísera perspectiva de un provecho público. Acaso el que no se sepa extraer de ellos ningún provecho forme parte incluso de la grandeza...
Goethe es el último alemán por el que yo siento respeto.»
Friedrich Nietzsche
La larga cita de Friedrich Nietzsche que encabeza estas páginas, entresacada de su obra El ocaso de los ídolos, es algo más que la opinión singularmente valiosa del filósofo sobre un hombre excepcional con quien le une ya de entrada la compartida categoría de genio: constituye en muchos sentidos un resumen altamente sintetizador no solo de la significación humana y literaria de Johann Wolfgang Goethe, sino también de su propia vida y de su afanoso decurso personal. De ahí que la hayamos tomado como pórtico y guía de este Estudio Preliminar acerca del inmortal autor del Fausto, sirviéndonos de ella para organizar nuestro propio trabajo, cuyos capítulos serán como un eco de las características y rasgos apuntados por Nietzsche, más como evocación que como comentario propiamente dicho.
Y como afirmación primera en esta línea, hemos de destacar la idea clave que se desprende de la visión nietzscheana sobre Goethe: la de que «El genio de Weimar», como ha sido comúnmente apellidado, no fue el fruto de una línea epocal fielmente seguida o de una evolución más a menos sublime de contenidos anteriores, sino más bien todo lo contrario: representó la contradicción con respecto a su tiempo y el empeño sorprendente por llevar a cabo una síntesis de valores humanos que significaba una ruptura con las corrientes contemporáneas.
Erich Heller, autor de un importante estudio sobre Goethe, ha observado con acierto que aquel carácter genial por naturaleza tenía que chocar forzosamente con el ambiente desespiritualizado en que su vida y su obra habían de desarrollarse. Su espíritu universalista y perfectamente organizado debía aparecer inevitablemente ante los demás como algo caótico, extrahumano y casi monstruoso. Por esto, siendo a todas luces el hombre más representativo de su tiempo, Goethe se manifestó paradójicamente en perfecta oposición con las ideas y creencias más en boga de su época. Por la misma razón, resulta tan difícil encasillarlo bajo un denominador común, aunque aparentemente participara de algunas corrientes contemporáneas. Ni siquiera el movimiento alemán «Sturm und Drang» (Asalto y empuje», título de una obra de Klinger que dio nombre a este grupo prerromántico) lo encuadraba adecuadamente. La buscada «totalidad» a la que aludía Nietzsche lo situaba fuera de la pura línea romántica, a pesar de que sus creaciones contuvieran muchos elementos del romanticismo. Intentemos, sin embargo, seguir en la realidad de su vida y de su producción literaria esta unicidad excepcional que escapa a los módulos más complejos.
El fuerte instinto de la sensibilidad
Johann Wolfgang Goethe nació en Frankfurt del Main el 28 de agosto de 1749. La mañana había sido luminosa y agradable, pero el alumbramiento había tenido lugar en condiciones difíciles y sombrías, hasta el punto de que se había temido por la vida de aquel niño. Casi asfixiado y con el rostro peligrosamente ennegrecido, su penosa venida al mundo se debió ante todo a los precarios medios de que se disponía por entonces y a la dudosa capacidad de los que atendieron al parto. Felizmente, sin embargo, el primer hijo de los Goethe podría sobrevivir a las primeras horas de angustia, para convertirse enseguida en el blanco de los mejores cuidados y atenciones de unos padres que pondrían en él toda su estima.
Johann Caspar Goethe pertenecía a una familia de burgueses acomodados que se propondría dotar a su hijo de todo aquello que en su época se consideraba como básico y necesario para una excelente educación. Era un hombre serio y metódico que apreciaba por encima de todo el orden y la disciplina, aunque poseía una gran afición a las artes y a las letras. Procediendo de las clases populares, había cursado la carrera de Derecho y se había hecho acreedor de un título imperial: consejero áulico, con lo cual se había formado en él cierto orgullo de sí mismo, así como cierta pedantería. Con todo, su cultura y su erudición eran suficientemente aptas como para lanzarse con fundamento a la empresa de educar a su primer hijo varón.
En contrapartida, la madre de Johann Wolfgang, Elizabeth Textor, era una joven de dieciocho años, alegre y simpática, que no se amoldaba en modo alguno a la rigidez y severidad de aquel marido que la sobrepasaba nada menos que en veintiún años. Su instrucción había sido muy incompleta, pero gozaba de varias cualidades que marcarían sin duda alguna el espíritu del futuro escritor. Junto a una inteligencia muy despierta y vivaz, había en la joven madre de Goethe una fantasía notabilísima que se desarrollaba, además, gracias a una enorme facilidad de improvisación por lo que respecta al difícil arte de contar historias a los niños. Desde luego, no podía competir con su esposo en el campo cultural y erudito. No obstante, su sagacidad, su imaginación y su talento práctico habían de contribuir decisivamente en la formación de aquel primer hijo en quien se concentraban todas las miradas y todos los intereses familiares.
En medio, pues, de un ambiente harto contradictorio por lo que atañe a los caracteres tan diversos de sus progenitores, el pequeño Johann se vio muy pronto inmerso en un alud de conocimientos, lenguas, materias pedagógicas y extraordinarios saltos de la fantasía, sin que todo ello lo perturbara lo más mínimo, ya que enseguida dio muestras de un ávido afán por captar y asimilar las disciplinas más variadas. Dirigido por los mejores profesores que su padre se apresuró a procurarle, aprendió ya desde edad muy temprana francés y latín, para dedicarse sucesivamente al griego, hebreo, inglés e italiano. Exceptuando las matemáticas, a las que nunca pudo amoldarse, demostró una gran capacidad en los estudios de filosofía, teología, ciencias naturales, sociales y jurídicas. Manifestó magníficas dotes para el dibujo y la música, al tiempo que destacaba también en la práctica del deporte y del ejercicio físico. La equitación, la esgrima y la danza fueron particularmente las actividades en que sobresalió con mejor fortuna.
Entre tanto Elizabeth Textor, que había tenido otros cinco hijos y de los cuales solo había subsistido una niña: Camelia, se sentía cada vez más inclinada a verter todos sus esfuerzos y todo su talento imaginativo en aquel chico que evidenciaba unas aptitudes tan precoces como singulares. Durante las horas en que Johann quedaba libre de sus obligaciones escolares, la madre se encerraba con los dos pequeños en el salón para pasar un tiempo lleno de sorpresas y de divertido quehacer. Jugaba con ellos y les explicaba historias maravillosas, incitándolos a que ellos mismos descubrieran el final. Poco más tarde, la abuela les compró un teatro de marionetas, creando con ello la posibilidad de que los niños representaran todo lo que habían oído junto a las rodillas de su madre. La imaginación del futuro autor del Fausto no solo empezaba a vibrar con la vida y el movimiento de aquel teatro en miniatura, sino que engendraba ya el sentido y la pasión por el arte dramático. A menudo, cuando los juegos y las representaciones terminaban, el pequeño Johann experimentaba el impulso irresistible de encerrarse en una habitación del piso superior de la casa, para contemplar desde allí los alrededores y revivir en la intimidad tantas y tan diversas emociones. Al cabo de medio siglo, Goethe se acordará todavía de aquellos minutos de interioridad tan intensa que constituyeron sin duda alguna la forja de su poderosa sensibilidad.
Otros acontecimientos importantes influyeron notoriamente en el ánimo de Goethe durante el primer período de su vida. Desde 1759 a 1763, las consecuencias de la guerra de los Siete Años, que enfrentaron a Francia y a Prusia, se dejaron palpar abiertamente en el hogar de aquella familia pacífica y ordenada. A resultas de la ocupación de Frankfurt por las tropas francesas, el consejero áulico se vio obligado a abrir las puertas de su casa al enemigo, para alojar en ella al conde de Thoranc, lugarteniente de Luis XV. Si ello representó un duro contratiempo para Johann Caspar Goethe, entusiasta seguidor de Federico II, para su hijo significó la inesperada venida de un cúmulo de interesantes conocimientos y de nuevas vivencias. No solo tuvo la ocasión de practicar y perfeccionar el francés, gracias al continuo trato con el numeroso séquito que acompañaba al conde, sino que pudo entrar en contacto con pintores y artistas a los que Thoranc era muy aficionado. Por otra parte, las diferentes representaciones en la ciudad de una compañía teatral que seguía a todas partes al ejército de Luis XV llenaron de placer y de admiración al que ya se había sumido anteriormente en el hechizo del teatro. A pesar de las reconvenciones de su padre, Johann Wolfgang ocupaba asiduamente uno de los primeros lugares de la sala en donde se ponían en escena desde las comedias francesas más picarescas hasta las tragedias de Racine y de Voltaire. De este modo, su sentido dramático se fue desarrollando de una forma totalmente desacostumbrada para un chico de su edad, adquiriendo desde muy pronto los mecanismos y las bases necesarias de sus posteriores creaciones.
También el amor ardiente y apasionado apareció con inusitada precocidad en el alma de Goethe. Terminada la guerra de los Siete Años y restablecida la paz en la ciudad, Johann Wolfgang conoció a una muchacha un poco mayor que él, llamada Gretchen (Margarita), la que muy probablemente daría el nombre a la protagonista del Fausto. Perteneciente a una clase inferior a la de su enamorado, las reservas prudentes que guardaba la joven, consciente de las diferencias sociales que los separaban, no hicieron más que encender y avivar la pasión de aquel pretendiente que apenas contaba quince años. La esperaba en la calle, a la salida del trabajo, iba a la iglesia con la única esperanza de encontrarla, eludía la vigilancia familiar hasta altas horas de la noche e incluso llegó a fabricarse una copia de la llave de su casa, a fin de poder entrar sin ser advertido, todo ello con el propósito de llevar a cabo sus planes amorosos. El prematuro idilio, sin embargo, había de concluir dolorosamente.
Como consecuencia de un proceso judicial abierto en contra de un grupo de jóvenes a los que el hijo mayor de los Goethe había ayudado imprudentemente en sus estafas y engaños, Margarita fue llamada declarar ante el magistrado. Cuando Johann Wolfgang se enteró del contenido de su declaración, experimentó por primera vez la enorme amargura del desprecio y del desencanto. «Sí, no puedo negarlo», había dicho ella en el juicio refiriéndose al que la adoraba, «lo he visto a menudo con agrado. Pero, a fin de cuentas, no es más que un niño y nunca lo he tratado de otro modo.» El amor propio herido y la terrible tortura del desengaño lo indujeron a encerrarse en su refugio del piso superior. No quería comer, no quería contemplar las brillantes fiestas que se celebraban con motivo de la paz conseguida, no cesaba de llorar presa de un sufrimiento interior que parecía imposible a su edad. Todo el mundo pensaba que aquel adolescente tomaba el amor de una manera increíblemente intensa y grave. La familia requirió la presencia de un médico. Más tarde, cuando ya habían pasado los primeros efectos de la desesperación, todavía se refugiaba en los bosques con la excusa de que quería sacar los croquis de unos paisajes. Como un Werther, no obstante, allí se entregaba a la inmensidad de la naturaleza para calmar el dolor de sus penas aún no vencidas.
Poco a poco, una firme resolución comenzó a adueñarse de su ánimo: marcharse de aquel lugar. Aunque sus inclinaciones personales eran distintas, aprovecharía la voluntad de su padre de que estudiara Derecho para trasladarse a Leipzig e ingresar en la universidad. Por fin podría liberarse de la tutela familiar y abrirse totalmente a un mundo más amplio, conforme a la fuerza de los instintos que sentía hervir en su interior. Así, el 29 de setiembre de 1765 subió al coche que lo alejaría de Frankfurt, para iniciar su vida universitaria.
La creación de sí mimo
A pesar de haberse matriculado puntualmente el 19 de octubre del mismo año en el Petrinum, la facultad de Derecho de Leipzig, aquel joven ávido de libertad y de excitantes novedades se sumiría desde un principio en el mar de placeres y agradables pasatiempos que ofrecía la ciudad. Todavía cercanos los horrores de la guerra de los Siete Años, daba la impresión de que sus habitantes querían olvidar a toda prisa aquel período caótico y destructivo. De este modo, Johann Wolfgang encontró el campo adecuado para satisfacer sus ansias de vida y de intenso goce por todo lo bello. Paseos con los amigos, entre los cuales se hallaba alguno tan disoluto y extravagante como un tal Behrisch, conciertos, veladas teatrales y suculentos banquetes constituyeron sus principales ocupaciones. La alegría mundana lo invadía con todo su poder. No solo era un asiduo asistente a todos los bailes y fiestas que se celebraban, sino que llegó a ser considerado como uno de los personajes más elegantes de la población.
Los estudios de Derecho lo atraían muy poco. Les dedicaba el menor tiempo posible, aunque suficiente para aprobar las asignaturas, con el fin de consagrarse casi por completo a la puesta en práctica de sus aficiones y tendencias más íntimas. La literatura, la historia, la filosofía, la física y el dibujo fueron las materias que lo absorbieron con mayor profundidad. Muy pronto abordó también el ámbito de la creación literaria, de forma que de aquel primer año universitario data su primera obra conocida: Consideraciones poéticas sobre el descenso de Jesucristo a los infiernos. Con todo, sería una nueva pasión amorosa lo que lo impulsaría con fuerza a sus primeros poemas de auténtico cuño personal.
En uno de sus múltiples vagabundeos por hostales y hospederías, con el objeto de banquetear alegremente con sus mejores amigos, vino a parar a una pensión que regentaba una modesta familia llamada Schoenkopf. Los ojos enormemente sensibles a la belleza de aquel poeta en ciernes se percataron enseguida de la amable presencia de una muchacha que servía los manjares a la mesa. Se trataba de la hija del dueño, cuyo nombre familiar y cariñoso era Käthchen. Contaba veintiún años y toda su figura resplandecía con una viveza y una simpatía especiales. No tardó Johann Wolfgang en trasladarse a la pensión de los Schoenkopf, para estar más cerca de la que tan de repente se había convertido en su nuevo amor. Un idilio secreto se llevó a cabo entre los dos jóvenes durante cierto tiempo. A espaldas de los padres, tenían lugar numerosos encuentros detrás de las puertas y diálogos fugaces en la escalera. La inspiración poética afluía al ánimo encendido de aquel estudiante que regalaba a menudo apasionados poemas a su amada. La chica se dejaba querer, pero era evidente que no todo su afecto se centraba en la misma persona. El hecho fue advertido por Goethe, que empezó a sentir de nuevo la tortura interior que ya había vivido dolorosamente en su primer idilio frustrado. Esta vez, para calmar sus deseos excitantes, puso en práctica duros métodos naturalistas, aprendidos en las obras de Rousseau: se bañaba en aguas heladas durante la noche, se tendía a dormir semidesnudo en un cobertizo en ruinas, daba largas caminatas en pleno invierno. La ruptura con la hija de los Schoenkopf, no obstante, era evidente. De la aventura amorosa sacaría, ciertamente, algo positivo: un montón de poemas, recopilados más tarde con el título de Annette, y la comedia pastoril El capricho del amante, que muy pronto encontró editor. Sin embargo, el lastre penoso de aquel episodio fue la depresión moral y la enfermedad que hizo mella en aquel cuerpo tan apaleado por razón de una higiene absurda y detestable.
Los primeros síntomas fueron una terrible punzada en el pecho y una intensa hemorragia que lo obligó a guardar cama durante varios meses. El balance de aquellos primeros años universitarios no le pareció precisamente halagüeño. Por esto, dominado por la sensación de fracaso y por la extrema debilidad física que llegó a colocarlo entre la vida y la muerte, decidió regresar a casa de sus padres, en Frankfurt. Allí, los efectos de la grave enfermedad y el período de convalecencia lo mantendrían retirado por espacio de casi dos años. Un ambiente extraño y totalmente distinto al de Leipzig lo rodeaba ahora. Su padre, cuyo carácter autoritario se había hecho con el tiempo verdaderamente insoportable para la familia, veía con desagrado los tristes resultados de la vida de su hijo como estudiante que no había logrado terminar la carrera. Las discusiones y los altercados crearon una enorme tensión. Por otra parte, la asidua presencia en la casa de una dama un tanto enigmática iba a sumir a Goethe en el mundo fantástico de la mística y de la teosofía.
En efecto, la señorita de Klettenberg, muy amiga de la familia, era una ferviente admiradora de las doctrinas hermetistas que por entonces estaban en boga y, con el propósito de regenerar el alma de aquel joven que se había perdido en el mar turbulento de la materia y del pecado, lo introdujo con tesón en el campo de los conocimientos místico-teosóficos. Atormentado aún por el recuerdo de Käthchen, casada ya con un abogado, aquella nueva experiencia significaba un lenitivo para el espíritu de Johann Wolfgang, de modo que se entregó con entusiasmo a la vida pietista y esotérica, llegando incluso a realizar prácticas de alquimia. No es difícil advertir que los polos opuestos del Fausto empezaban a brotar ya en la propia realidad del autor, como unión vívida de los elementos más dispares. De la andadura disoluta por el ambiente más alegre de Leipzig, llevado de la mano de un amigo mefistofélico como Behrisch, pasaba ahora al terreno de la mística y de las experiencias alquimistas. Se aproximaba el momento de concebir el plan de una obra que ocuparía prácticamente toda su vida.
En abril de 1770, recuperado ya de su enfermedad y en vista del desagradable ambiente familiar que lo envolvía, Goethe se avino otra vez a los deseos de su padre de que acabara los estudios jurídicos y se trasladó a Estrasburgo, para matricularse en su universidad. Durante aquel período final de su carrera, adoptó la misma actitud de los primeros años de estudiante: en vez de dedicar todos sus esfuerzos a las materias de Derecho, abordó en esta ocasión la anatomía, las ciencias naturales y los círculos místico-teosóficos que proliferaban en la ciudad. Al mismo tiempo, los bailes, las fiestas y los amoríos fugaces volvieron a arrastrarlo al vaivén de la sociedad mundana. Sin embargo, sus poderosas aptitudes intelectuales hicieron que todo ello no representara ningún obstáculo para terminar felizmente sus estudios y doctorarse en leyes, de forma que en el otoño de 1771 pudo volver a Frankfurt e instalarse allí como abogado. Había concluido la etapa de aprendizaje en la cual, más que ser un objeto pasivo de recepción, fue ya maestro y creador de su propia personalidad.
En el mismo centro de la vida
En el período comprendido entre 1772 y 1775, la enorme actividad de Goethe en el foro no le impidió abordar con el mayor empuje y seriedad la producción literaria. Una de las constantes primordiales de su forma de escribir fue precisamente el esforzado interés por revisar, perfeccionar y acabar a su gusto las obras, hasta el punto de que casi todos sus trabajos los fue retocando a lo largo de toda su vida. Del drama Goetz van Berlichingen, por ejemplo, aparecido a comienzos de 1772, hizo una nueva versión al año siguiente. Su protesta contra las normas artísticas y la técnica teatral que prevalecían en la época, justamente el núcleo de esta tragedia, lo obligaba a ceñirse únicamente a su propia inspiración creativa, sin poder recurrir a esquemas prefabricados que hubieran simplificado su tarea. Del mismo período son Dioses, héroes y Wieland, farsa satírica, y el drama Clavigo. El hecho más importante, sin embargo, es que empieza la redacción de lo que se ha convenido en llamar Urfaust a la primera parte del Fausto. Planeada ya fundamentalmente desde 1770, esa obra le ocupará un extenso espacio de tiempo. Juntamente con la segunda parte, puede afirmarse que constituyó el trabajo asiduo que dio sentido a toda su existencia. Al concluirlo definitivamente en 1831, Goethe escribió a su amigo Eckermann: «Mi vida ulterior puede estimarse desde ahora como un puro regalo. Haga una cosa u otra, todo en el fondo es indiferente.»
Con su intensa actividad en el campo jurídico y literario, hay que reseñar también el reiterado y azaroso cambio de relaciones amorosas que caracterizaron de una manera muy especial la vida y el carácter del autor del Fausto. En el transcurso de seis años, tras el incidente con Käthchen, se le conocen por lo menos cuatro pasiones igualmente ardientes con sus correspondientes rupturas. En Estrasburgo se enamoró repentinamente de Friederike Brion, con la cual rompió dolorosamente poco antes de doctorarse. En 1772 sostuvo un rápido idilio con Maximiliane La Rache y tres años más tarde estuvo a punto de casarse con Lili Schönemann, aunque el noviazgo no duró más de seis meses. Dentro de este capítulo, no obstante, es necesario destacar sobre todo un episodio que tuvo consecuencias importantísimas en la producción artística de Goethe.
Con ocasión de un viaje a Wetzlar, a donde se trasladó por cierto tiempo a fin de perfeccionar sus experiencias jurídicas, conoció a Charlotte Buff, prometida de un amigo suyo llamado Kestner. La impresión que le produjo la muchacha fue enorme, sintiendo inmediatamente por ella una profunda veneración. Sin embargo, al comprobar que su amor no era correspondido en la medida que él deseaba, optó por abandonar la ciudad sin despedirse siquiera. El hecho inspiró a Goethe la que iba a ser, con toda razón, la primera novela propiamente dicha de la historia de la literatura. El plan de la obra estaba ya básicamente trazado. Pero, al tener noticia en 1773 de que un joven se había suicidado en Brunswick a causa de una pasión amorosa frustrada, encontró el final adecuado y en cuatro semanas redactó Die Leiden es jungen Werthers, la obra que lo haría famoso en todo el mundo.
La pasión del joven Werther es un prodigio narrativo en el que los sucesos más nimios cobran importancia a medida que el lector va ahondando, incluso sin quererlo, en el arrebato irrealizable del protagonista. El amor de Werther es tan profundo e intenso, que hasta la misma figura de Lotte parece incapaz de constituirse en el objeto apropiado que lo corresponda y satisfaga. Por esto el suicidio es algo que se palpa a cada página como la conclusión inevitable. El ritmo y la justeza de las expresiones es tal, que solo otro gran maestro como Luchino Visconti podría haberlo traducido plásticamente, al estilo de su film Vaghe stelle dell' Orsa.
A finales de 1775, Goethe concibió el proyecto que solo llevaría a cabo diez años después: visitar Italia. No obstante, decidido a abandonar Frankfurt, prefirió aprovechar la invitación del duque de Sajonia-Weimar, Carlos-Augusto, de que se trasladara a su corte, y el 7 de diciembre emprendió el camino de Weimar para iniciar allí uno de los períodos más pletóricos de actividad, tanto por lo que se refiere a la vida pública como por lo que atañe a su creación literaria. En efecto, nombrado consejero privado por Carlos-Augusto, Goethe se convirtió rápidamente en el hombre de confianza que atendía a las cuestiones más diversas y solucionaba múltiples problemas. Además de asesorar normalmente a su amigo el duque, organizaba el servicio de minería, supervisaba la construcción de carreteras y se encargaba de reclutar las fuerzas armadas. En poco tiempo y gracias a él, la irrelevante corte de Weimar pasó a ser una de las más esplendorosas de Europa. Sucesivamente y en virtud de sus reconocidos méritos, fue nombrado ministro de Guerra y de Obras Públicas, presidente de la Cámara de Weimar y finalmente elevado a la nobleza.
Toda esta prodigiosa actividad, sin embargo, no lo apartaría de sus aficiones privadas ni de su vocación artística. Con gran amplitud de miras, abordó las materias más variadas y estudió con entusiasmo anatomía, osteología, botánica, geología y mineralogía. Al mismo tiempo, escribió Ifigenia en Tdunde y dio comienzo al extenso ciclo de Wilhelm Meister.
El primer drama, basado en el argumento de la tragedia de Eurípides, constituye un reflejo de su insólita relación amorosa con la duquesa Charlotte van Stein. Se trataba más bien de una comunicación amorosa de almas que de una pasión erótica, tal como lo han reconocido muchos de sus biógrafos. Era una especie de sublimación del amor que incluso apartó a Goethe en aquella época de sus constantes y fugaces idilios. Hasta la inclinación sensual que sintió por Corona Schröter, hermosísima actriz y cantante, quedó paliada y en definitiva restañada por su atracción a la duquesa von Stein. Todo ello se plasmaría fielmente en Ifigenia en Tdunde. Los caracteres opuestos y a la vez complementarios de Orestes y de su hermana Ifigenia (también Goethe llamaba «hermana» a Charlotte) expresan la pugna que existía en el mismo interior del genio de Weimar: conseguir la superación espiritual y la unidad de su propia personalidad dividida en dos tendencias contradictorias. Orestes, como muchos de los personajes de Goethe, encarna el sentimiento demoníaco y el anhelo de infinitud, la inclinación a la tierra y las ansias de trascenderse a sí mismo.
Paralelamente, el ciclo de Wilhelm Meister es también un fruto autobiográfico que va exponiendo la formación y el desarrollo anímico del propio autor. El nombre de Meisten (maestro) es ya simbólico y se refiere a la consecución final de la sabiduría, después de iniciarse en ella y de esforzarse duramente en los estudios más complejos y diversos. De este modo, surgen las tres obras que componen la serie, representativas del itinerario espiritual de Johann Wolfgang Goethe: La misión teatral de Wilhelm Meister, Los años de aprendizaje y Los años de viaje. Realizadas en un período casi tan dilatado como el del Fausto, esas tres creaciones junto con lfigenia en Tduride confirman que Goethe no se separó de la vida, sino que al contrario se situó en su mismo centro, tomando de ella todo cuanto le fue posible para su producción literaria. En sus trabajos combatió con ardor la separación de las facultades humanas y tendió a establecer un sólido enlace entre razón, sensualidad, sentimiento y voluntad. Como ha dicho con absoluta verdad Henri Lichtenberger, «lo que parece asombroso en Goethe es lo que su experiencia personal tiene de normal, plena y exclusivamente humano. Goethe ha sido total en su vida entera. Yo mismo he dividido su vida en tres períodos: revolucionario, clásico y místico, pero reconozco que esta división es artificial, ya que en todas las épocas de su vida Goethe fue a la vez revolucionario, clásico y místico».
Un acontecimiento europeo
A comienzos de setiembre de 1786, el proyecto abrigado durante tanto tiempo de visitar Italia fue repentinamente decidido y llevado a término. Aquel viaje había de significar no solamente un acontecimiento culminante en la existencia de Goethe, sino también un hecho que simbólica y realmente determinaría su vastísima producción. Con su largo periplo por tierras italianas, el autor del Fausto lograría establecer las bases empíricas de su triunfo en favor de la unicidad espiritual de los pueblos europeos con la que «tiende un puente entre el germanismo y la latinidad, más aún, entre el germanismo y la antigüedad helénica que con tanta vivacidad encomiaba y recreaba», tal como ha afirmado Léon Daudet.
El 3 de setiembre, adoptando el nombre de Juan Felipe Miller y haciéndose pasar por pintor a fin de mantener un incógnito que le permitiera moverse con entera libertad, salió de Karlsbad en dirección a Trento. El asombro, la admiración y la observación minuciosa fueron sus principales actitudes al pasar sucesivamente por Verona, Vicenza, Padua, Venecia, Ferrara, Bolonia, Florencia, Perusa y Asís. Con auténtica veneración, contemplaba monumentos y obras de arte, se iba fijando en el ambiente y en las características meridionales, se preocupaba por los aspectos humanos y sociales de la gente con que trataba. Su mayor deseo, sin embargo, era alcanzar cuanto antes la Ciudad Eterna y así lo hizo el 29 de octubre del mismo año. Como diría más tarde, «me consideré nacido por segunda vez el día en que pisé Roma».
Por espacio de tres meses, el espíritu de Goethe pudo solazarse real y cumplidamente con los incomparables tesoros de la antigüedad clásica que contiene la más famosa de las urbes históricas. Su atención se centró casi exclusivamente en el mundo grecorromano, ya que ni el gótico ni el barroco lo atraían. Ni siquiera las obras de los grandes maestros del Renacimiento despertaron en él un gran entusiasmo. Solo los frescos de la Capilla Sixtina y algunos otros trabajos pictóricos de Miguel Ángel consiguieron atraer su interés. Fuera de ello, su enorme capacidad de percepción y de captación quedó totalmente acaparada por las muestras copiosas y espléndidas de aquel antiguo mundo griego y romano que tanta influencia había de tener en todas sus creaciones literarias.
En febrero de 1787, salió de Roma en dirección a Nápoles, permaneciendo por dos meses en la región de Campania y visitando Sicilia. El 14 de mayo, sin embargo, regresó a la Ciudad Eterna, para quedarse allí hasta el final de su estancia en Italia. A lo largo de esta importantísima etapa, no abandonó su trabajo como escritor ni tampoco sus cambiantes incursiones en el campo de las aventuras amorosas. Por una parte concluyó Egmont, el drama que manifiesta la plena madurez del autor, y redactó una nueva versión de Ifigenia en Tduruie, ahora en verso. Mientras tanto, continuaba escribiendo varias escenas de la primera parte del Fausto y proseguía el trabajo iniciado siete años antes: Torcuato Tasso, cuyo encendido recuerdo en Ferrara lo llevó a revivir con fuerza su drama. Por otra parte, las figuras de Magdalena Riggi, una hermosa muchacha que había conocido en Castelgandolfo, de una actriz veneciana y de una enigmática Faustina, a quien alude en su obra posterior Elegías romanas, formaron el grupo de mujeres italianas que atrajeron su atención.
No obstante, la pasión por el arte y el espíritu grecorromano fue lo que lo absorbió casi por completo. Ni el amor meridional, ni la piedad cristiana, ni el esplendor renacentista lo impresionaron grandemente. Lo que él buscaba, según la misma concepción de su amigo Herder, era la naturaleza y la humanidad. A propósito de su contacto real con los sarcófagos romanos, escribió más tarde: «La brisa que nos llega de las tumbas de estos antepasados va cargada de perfumes que se recogen sobre una colina de rosas. Allí no hay caballeros arrodillados, erguidos en sus armaduras, que esperen una alegre resurrección. El artista ha representado simplemente hombres. No juntan las manos, no miran hacia el cielo. Pero permanecen allí igual como estuvieron durante su vida...
El 23 de abril de 1788 abandonó definitivamente Roma. Las lágrimas, según él mismo confesó, le saltaron en aquellos momentos de los ojos. No solo abandonaba unos lugares altamente apreciados por su valor cultural e histórico, sino también una parte de sí mismo, porque su inmenso poder de contemplación de la belleza lo hacía identificarse con todo lo humano, más allá de su país y de sus fronteras. «Goethe, aquel romano de nacionalidad germánica», como dijo agudamente Carl J. Burckhardt con ocasión del segundo centenario del nacimiento del famoso poeta y dramaturgo, celebrado por la UNESCO en 1949, «fue uno de los pocos pensadores alemanes que aceptaron la condición humana y que la padecieron sabiamente, sin rebelión metafísica. Fue un gran contemplador y cualquier forma sensible lo inspiraba siempre con fortuna... El don de maravillarse que le venía de los griegos lo incitaba a respetar a los hombres y a las cosas, y su respeto les confería una dignidad particular».
La idolatría de la naturaleza
Al volver a Weimar, aquel hombre que había respirado una nueva atmósfera vital y que se sentía rejuvenecido encontró con sorpresa que el ambiente de la corte había cambiado considerablemente por lo que se refería al trato y acogida de su persona. Sin duda, la pequeña capital se alegraba de haber recibido de nuevo en su seno a aquel artista tan admirado. Sin embargo, la larga ausencia parecía haber entenebrecido su límpida y brillante fama. Se hablaba de que su vida en Roma no había sido más que una serie de devaneos y despropósitos licenciosos. Otros aseguraban que se había convertido al catolicismo. En medio de todas aquellas habladurías, lo cierto era que Charlotte van Stein le manifestaba un resentimiento silencioso y que el mismo Herder le mostraba un aspecto frío y sarcástico. Por primera vez en Weimar, Goethe no solo experimentó el vacío de las relaciones personales, sino también la destemplanza del tiempo climatológico que sobre todo se advierte en los momentos de mayor soledad. Lo que no había hecho nunca antes de su viaje a Italia, lo hacía ahora constantemente: quejarse de las inclemencias meteorológicas de su país y añorar con nostalgia el clima meridional.
En tales circunstancias de aislamiento y de frialdad, daba la impresión de que todo se confabulaba para que Goethe entrara en relación y se interesase por una muchacha pobre y sencilla, llamada Christiane Vulpius, con la que iba a establecer el trato más profundo y duradero de toda su vida. Era una joven huérfana de veintitrés años, llena de simpatía y buen humor, que enseguida conquistó la atención de aquel que aún soñaba en el sol y en las sonrisas italianas. Al principio, los encuentros fueron fortuitos e intrascendentes. Pero muy pronto Goethe la invitó a ir a su casa, lo que ella aceptó inmediatamente, haciéndole desde entonces muy frecuentes visitas. Las relaciones se mantuvieron de momento en secreto, dado que no convenía excitar las suspicacias de la corte, ya suficientemente enrarecida con motivo de su viaje a Italia. Por esto, Goethe solía ver a Christiane en una casa de campo que poseía a las afueras de Weimar. Sin embargo, el secreto no pudo mantenerse por mucho tiempo. Las críticas y las murmuraciones no tardaron en correr de un lado para otro, haciéndose cada vez más acres y duras. Nadie entendía cómo aquel hombre genial y de tanto talento había caído en los brazos de una criatura tan vulgar e insignificante.
A pesar de todo, aquel que estaba firmemente decidido a desafiar las corrientes más en boga de su época también estaría dispuesto a hacer caso omiso de lo que pudiera comentarse o censurarse. Así, a partir de julio de 1789, Goethe acogió en su casa de Weimar a Christiane Vulpius, reconociéndola prácticamente como esposa con su trato y su consideración. Con absoluta libertad, creó un hogar fundado simplemente sobre la naturaleza. «Estoy casado», afirmó abiertamente, «aunque sin ceremonia». El escándalo llegó a su punto álgido, cuando se supo que en diciembre había nacido un hijo de aquella unión natural: August.
Goethe, no obstante, se sentía muy satisfecho de su nueva situación.
Amaba a su compañera, tanto por sus cualidades naturales como por ser la madre de su hijo, y la defendía de las malas lenguas que traducían fundamentalmente las protestas de la corte. Sin duda, la muchacha no podía situarse a la altura anímica y cultural de una personalidad tan rica y completa. Sin embargo, Christiane aportó a la vida del escritor la paz y la alegría. No tenía dotes especiales para las letras y las artes. Pero su alma era noble y, como dice muy bien Albert Bielschowsky, uno de los más importantes biógrafos de Goethe, «supo unir con tacto exquisito el amor hacia el padre de su hijo con el respeto a la obra del genio». Sobre todo, en un momento de soledad y de inadaptación al mundo que lo envolvía. Christiane consiguió alentar y reavivar el poder poético y creativo del autor del Fausto. Durante los primeros años de su unión, en efecto, Goethe escribió sus Elegías romanas, llenas de humanidad y de verdad, y Epigramas venecianos, obras todas ellas inspiradas en sus recuerdos y experiencias vividas en tierras italianas.
Por otra parte, en este período reanudó con entusiasmo las investigaciones botánicas y ópticas que había iniciado antes de su viaje a Italia y que, de una forma esporádica, había seguido en aquel país. Sus ocupaciones públicas y oficiales no le impidieron abordar estos ámbitos tan aparentemente opuestos a su dedicación literaria y poética. En 1791, Carlos-Augusto le había encargado la dirección del nuevo teatro de Weimar y, al año siguiente, en calidad de ministro de la Guerra, se vio obligado a acompañar al duque en la campaña de los ejércitos aliados contra los revolucionarios franceses. Haciendo gala de una gran valentía y temeridad frente al peligro, asistió en persona a los asedios de Longwy y de Verdún. Con todo, en pleno campo de batalla, proseguía sus estudios científicos que constituyeron la base de sus trabajos Ensayo sobre las metamorfosis de las plantas, Contribuciones a la óptica, aparecidos en esta época, y Teoria de los colores que, elaborado durante muchos años, verá la luz definitiva en 1810.
Esta sorprendente dedicación a las ciencias naturales, sin embargo, estaba menos lejos del espíritu de Goethe de lo que cabría pensar si únicamente se lo considerase como dramaturgo y poeta. Su preocupación fundamental en cualquiera de los aspectos tan diversos que abordó obedecía a un mismo y superior interés: la observación atenta y la pasión idolátrica de la naturaleza. Tanto en su vida personal como en su producción literaria y científica, el universo real y vivo fue lo que lo atrajo con poderosa fuerza. Igual que Werther, sentía unas ansias arrebatadoras de comunicarse e identificarse con el mundo circundante de las realidades palpables y visibles, más allá de los preceptos y de las normativas que pretenden juzgarlas y encasillarlas. De ahí que lograra llevar a cabo lo que Ralph Waldo Emerson afirmó con toda razón: «Acerca de la naturaleza, dijo las mejores cosas que jamás se dijeran.»
En medio de una época irrealista
Como consecuencia de los últimos acontecimientos ocurridos, Goethe no solo se había alejado definitivamente de Charlotte von Stein y de Herder, sino que había dejado enfriarse notablemente sus relaciones con Carlos-Augusto. Apartado de este modo de la corte de Weimar, sus miras se dirigieron hacia Jena, verdadero centro del espíritu alemán en la última década del siglo XVIII. No solo se reunían en aquella ciudad los mejores artistas y escritores, sino también las figuras cumbres de la filosofía idealista: Fichte, Schelling y Hegel. En medio de aquellos círculos intelectuales y culturales, en los que dominaban el sentido de lo abstracto y el empeño por transcender metafísicamente la realidad, Goethe iba a conocer por los alrededores de julio de 1794 a un médico que había alcanzado fama inusitada como poeta y dramaturgo: Friedrich von Schiller.
Si obras como Torcuato Tasso e lfigenia en Tduride no había conseguido el favor y la aceptación unánime del público, se había debido en gran parte al éxito obtenido por Los bandidos, La conjuración de Fiesco y Don Carlos, cuyo autor era aquel joven escritor venido del campo de la medicina. A Goethe no le complacían en modo alguno aquellos dramas llenos de grandilocuencia y retórica, embargados por el entusiasmo revolucionario que pretendía acabar por completo con las estructuras sociales existentes. No obstante, los gustos de aquella época idealista se inclinaban por la fogosidad y el ímpetu romántico surgidos con el «Sturm und Drang», así como por el arrebato juvenil de las obras de Schiller.
La oposición entre los dos caracteres no podía ser más honda y patente.