Fedora - Vicky Rut - E-Book

Fedora E-Book

Vicky Rut

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Beschreibung

Un sombrero fedora, un extraño caballero, una presencia que irrumpe cuando todo parece perdido. En estos relatos, lo cotidiano se ve atravesado por lo insólito: un héroe que no salva con espadas, sino con guiños cósmicos y apariciones inesperadas. A veces, los personajes parecen repetirse o desdoblarse, como si la realidad se jugara en varios reflejos donde cada historia es una puerta abierta a lo inexplicable, donde el arte, la música y la nostalgia se entrelazan con lo fantástico. Fedora no es solo un personaje: es un símbolo, una chispa de magia en medio de la rutina, un susurro que transforma lo banal en revelación. ¿Y si el verdadero héroe no viniera a salvarnos, sino a despertarnos?

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Seitenzahl: 290

Veröffentlichungsjahr: 2025

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VICKY RUT

Fedora

Relatos con un héroe de otra índole

Molina, Victoria Rut Fedora : relatos con un héroe de otra índole / Victoria Rut Molina. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6824-3

1. Relatos. I. Título. CDD 863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenido

Nota de autora

Estrella

Serendipia

Melómano

Borsalino

El verso final

El emblema de los raros

Ventisca

Nota de autora

Quien conoce el placer de la lectura encontrará en estas páginas un rincón maravilloso.

Mi nombre es Victoria Rut Molina. Nací en el barrio Floresta y, en la actualidad, me desempeño como docente de Lengua y Literatura. Fedora: Relatos con un héroe de otra índole constituye mucho más que mi primera obra terminada. Representa un refugio y un bálsamo de vida. A través de estos relatos he canalizado mi amor por el arte, la cultura y, especialmente, por la música de épocas nostálgicas. Escribir fue para mí un acto de pasión y de búsqueda: un modo de dar forma a lo intangible.

Este proyecto nace de la necesidad de desentramar la lógica cruda del presente. Frente a la hostilidad del mundo o la deriva interior, escribir se convierte enun acto de resistencia: un modo de rescatar belleza donde todo parece desmoronarse. Los relatos aquí reunidos despliegan la vastedad de esa búsqueda. En definitiva, el poder del arte.

Artistas despertaron en mí universos internos cuya explicación queda sobreentendida. Confío en que los guiños presentes bastarán para que el lector los intuya por sí mismo.

Cada trama se reviste de la figura de un personaje elegante, con traje y sombrero fedora: una entidad misteriosa e inquietante, situada entre lo espectral y lo heroico. Se manifiesta en umbrales de caos, epifanía o transformación, y ofrece su poder de intercepción entre lo verosímil y lo fantástico.

Se trata, en definitiva, de un héroe de otra índole. Un caballero refinado que surge como manifestación del cosmos, transformando lo cotidiano en símbolo esperanzador; guía y mentor abstracto, tangible. Puede revelarse en un archivo de texto, observar desde una plaza o encarnarse en accesorio al fondo de un túnel; ser un dibujo hallado en una cápsula del tiempo, o incluso un puente entre épocas a través de una tormenta.

Personajes recurrentes —distintos aunque semejantes— se enlazan en el entramado de su mágica presencia como piezas de un rompecabezas. Cada relato se convierte así en una invitación a cruzar las fronteras de la mente y del alma: una dosis melódica, de rock y cultura, una pizca de rayos y tensiones, entremezcladas con desdoblamientos y reconstrucciones del propio yo.

Entre el misterio con tintes detectivescos y el suspenso cósmico, estas historias parecen recordarnos que todo es posible. Mi deseo es que el lector se pierda y se encuentre en estas letras, que descubra un destello nuevo en cada paso. Porque Fedora no es solo un personaje: es una chispa de magia que devuelve a la monotonía un poco del color que hoy parece extinguido. ¿Listos/as para leer y escuchar?

Invito, entonces, a emprender este recorrido por los senderos que mi imaginación ha desplegado con inspiración artística. Tal vez en ellos se halle un secreto, una fuente de inspiración, o incluso una revelación personal.

Espero sinceramente que las letras de este viaje sean tan gratas como lo fue para mí el proceso de crearlas.

Estrella

Todos necesitamos alguna vez un cómplice, 

alguien que nos ayude a usar el corazón”.

Mario Benedetti 

Hacía calor, y el aire acondicionado del local no paraba de hacer ese hostigador sonido, pregonando que algo andaba mal en su anticuado funcionamiento. La chica morena, joven, con el pelo atado en un rodete y un piercing en la ceja izquierda, mascaba un chicle al ritmo del clima emparentado con su cuerpo cubierto por shorts y un top de delgadas tiras.

Esa tarde no había entrado un solo cliente a la escondida librería de la esquina del barrio provincial, y era inusual que lo hicieran en época de vacaciones escolares.

La visión estaba anaranjadamente chillona, como una remasterización mal lograda. Los minutos se comprimían en la lentitud del débil internet de su celular. Este persistía, sobre la pantalla borroneada por sus dedos húmedos, en reproducir alguna buena canción, como «Jeanny» de Falco, a través de sus auriculares. La imagen que se proporcionaba de la realidad la hizo imaginarse dentro de un cuadro de Dalí, en el que todo se derretía. Los útiles, distintos tipos de hojas, los muebles, las paredes, el techo… Todo parecía hundirla en una masa blanda como de plastilina.

Entonces, un señor adulto —aunque no mayor— cruzó la puerta con paso ligero. Delgado, bien vestido, la camisa clara de mangas cortas se holgaba en su torso, mientras el sombrero fedora gris, ladeado hacia abajo, le dibujaba sombra en el rostro. Llevaba una maleta cuadrada que oscilaba a cada paso y el saco tipo chaqueta resbalaba en su hombro, acomodándose con el vaivén. Algo desconcertante emanaba de su aura y, al avanzar, se expandía, diversificando el aire.

En los pocos meses como empleada, no recordaba a nadie semejante; la elegante presencia la vulneró, arrancó el chicle de su boca y, al descoronar los audífonos para colgarlos en la nuca, enderezó la espalda.

—Buenos días... —dijo el hombre con una voz tan baja como la posición de su cabeza.

—Buen día... —saludó también—. Sí, dígame en qué puedo ayudarle.

—Vengo de muy lejos y no encontré otro lugar para mi cometido... —explicó sin revelar el rostro.

A pesar del esfuerzo por mantenerse en el anonimato, la forma esbelta de su fisonomía revelaba un atractivo hasta la médula; pero a ella, todo le resultaba muy extraño, al punto de creerse que podría ser un personaje sacado de una película de los años cincuenta, o el mismísimo alien recién pisando la Tierra. No le desagradó; sin embargo, algo inquietante lo envolvía.

—Ok... —comentó la joven, permitiéndose disimular una risa al imaginar que se le podría haber escapado al Área 51—. ¿Entonces...?

—Necesito la impresión de un archivo de dos páginas —agregó, con una actitud aceleradamente severa, y de la nada sacó un pendrive que acercó hasta el mostrador.

La joven tomó el aparato sin intentar siquiera un choque de miradas, pero espió de cerca su mano, la cual encontró pulcra y con las uñas manicuradas. Entonces, para no ser tan obvia con su pausa expeditiva, procedió a desplazarse a la computadora que se hallaba un poco hacia el extremo contrario.

—¿Lo quiere en simple o doble faz? —le preguntó automatizada.

—Doble faz está bien.

Enchufó el dispositivo en la máquina y la carpeta se abrió al instante. Mientras, con sus índices, se secó en círculos las ojeras transpiradas, uno tras otro, los archivos iban cargando en fila consecutiva. De repente, algo tan fuera de lo común la obligó a acercar sus facciones incrédulas y levantar las pestañas, como quien descubre un tesoro. Y vaya que lo era.

Se presentaron ante ella varios formatos de video con nombres de los conciertos más renombrados de la historia de la música. El que más le interesó: el titulado «Live Aid completo», en una carpeta comprimida. Una joya que no había podido conseguir sin cortes. Tuvo la intención de explorar su contenido, de atreverse a cambiar los íconos a formato de viñetas grandes como para asegurarse.

—«Star»...

—¡¿Disculpe?! —se exaltó como quien delinque.

—El archivo se llama —«Estrella»... —añadió el hombre.

—Sí, claro, solo tomará un minuto más —sonrió falsamente al apuesto con cara de sombrero.

En cuanto lo vio acomodarse el reloj de su muñeca, comprendió que un comentario que empatizara con sus virtuales posesiones personales no encajaría con su estatuaria actitud diplomática. Decidió que no le haría mal a nadie copiar tal archivo en el escritorio. La cámara del local no lo captaría. Tampoco resultaba claro si realmente filmaban o si era solo una fachada para condicionar su comportamiento.

Casi se arrepintió, pero la tentación la coqueteaba de tal manera que fue peor que el clima. Le temblaban las manos al intentar arrastrar el mouse. Clic derecho, copiar. Clic derecho, pegar. La leyenda de transferencia en medio de la pantalla haciendo andamiaje entre su osadía y su anhelo. Simultánea, rastreó «Estrella» y le dio al botón dos veces.

Un texto invadió la completitud del monitor. Nada más normal que un escrito con aspecto de contaduría que la aburrió con tan solo ojearlo. Finalmente, la odisea le salió redonda. El señorial fenómeno pagó cien pesos que ya tenía preparados y se fue, taxativo, sin mirar atrás. A ella le quedó la sensación curiosa por conocer sus ojos. Debía ser, por su insólito talante, algún tipo de loco… pero con buen gusto musical. Echó una mirada hacia afuera para ver si no estaría estacionada su nave espacial, pero era el puro desierto: faltaba pasar la bola de mimbre.

Cuando todo terminó y el extravagante se fue, la joven se percató de que no podía dejar aquel archivo guardado en el escritorio. Su estricto jefe haría preguntas y podría acusarla de estar perdiendo el tiempo en descargar desfachateces. Contar la verdad no era viable. Temió por su seguridad más que por su trabajo. Cuando se trataba de no atender bien a los clientes por distracciones, el dueño era como una suerte de Conde Olaf (aunque este tenía la nariz todavía más grande). No podía permitirse que la olfateara siquiera.

¡Pero, demonios, había dejado el cable USB en casa! ¿Cómo lo guardaría? ¿Por Drive…? Le llevaría demasiado tiempo. Necesitaba una máquina. Una máquina del tiempo. Con un llamado rápido a su mejor amiga, que trabajaba en el kiosco de la vuelta, le pediría que le alcanzara su cable. Podía contar con ella; era de esas personas con las que uno desearía perderse.

De la misma edad y pelirroja, le hizo el favor enseguida. Llegó con la excusa habitual: una botella de agua y unas galletitas como encargo. De paso, le alcanzó el cable disimuladamente, cuidando que el supuesto monitoreo de cámara no delatara la intromisión. Pero no solo por eso no se quedó a charlar, sino porque había dejado su puesto en el negocio, y si la descubrían estaría en problemas. Las dos habían estado en falta ese día: eran como Thelma y Louise reversionadas. Cuánto le excitaba esa idea con alguien. Se despidieron con la promesa de que a la noche le contaría los detalles de la urgencia de aquel cable.

La morena se apresuró a transferir el comprimido a su teléfono. Luego lo borró de la PC: escritorio, papelera, eliminación definitiva. Sin rastro alguno de su crimen. «Poirot, un poroto».

Triunfal por su cometido, quería reproducir el video, pero el relojito hacía redondeles impacientes ante su rostro acalorado. Prefirió dejarlo para la noche; tampoco faltaba tanto.

Atendió a un par de personas más que ingresaron espaciosamente, hizo el corte del día y cerró la persiana como lo hacía siempre. Era viernes y, con tanto desgano, se fue directo hacia su casa, rechazando la salida con su compinche y otros amigos. Ya bañada y fresca, el agobio resquebrajado del residuo del día se encontró con la comodidad de su cama. Mientras le caía una cascada de mensajes del grupo, entró a la carpeta comprimida y le dio play al único archivo contenido, esperando deleitarse con el concierto que le dio nombre al día del rock. El relojito se esforzó hasta lograrlo. Sus ojos se sintieron enajenados en la negrura que despabilaba el cansancio de sus retinas.

De forma inesperada, un sótano iluminado por la débil luz de un foco ponía al descubierto una silla de madera vieja, carcomida. Sobre sus patas y manubrios, unas sogas gruesas sostenían extremidades casi sin ropa: un cuerpo desmayado, desvanecido, de mujer. Su rostro solo podía imaginarse tras las telas amordazadas en ojos y boca.

La morena soltó el celular en una exaltación, como si le hubiese dado una descarga. Quizás estaba divagando demasiado, o el clima le había desconfigurado los circuitos mentales. Pero estaba segura de haber visto lo que vio: la filmación de una persona secuestrada, escondida en un archivo señuelo dentro del pendrive de un extraño señor.

No era Atreyu enfrentándose a Mork en el Reino de Fantasía; esto implicaba una buena porción de realidad. Tenía que hacer algo pronto. Borrarlo, jamás. Primero, asegurarse de que no estaba flasheando con las series policiales de streaming que solía ver hasta quedarse dormida. Tomó el teléfono en un suspenso que se volvió interesante.

Cuando se aseguró de que era verdad, sintió cómo algo se quebraba adentro. Sabía que estaba involucrada, factualmente hablando, pero también de forma emocional: se veía reflejada en su antigua relación violenta. Pensó en llamar al 911 o hacer una publicación en redes. Quería contarle de inmediato a su amiga, pero el tiempo corría y las posibilidades le provocaban un temblor bloqueante.

Finalmente, tomó la determinación de enfrentarse al video como una heroína. Buscó calmar su respiración agitada, lo transfirió a su tablet, se puso los fieles auriculares y lo reprodujo desde el principio. Duraba bastante, pero se quedó viendo lo suficiente como para descifrar algunas pistas que le ayudaran a preparar su anécdota como testigo.

Sintió en sus propios huesos el alivio —o el calvario— de notar que la víctima respiraba, aunque dormida, casi muerta. Parecía joven. El cuello, desvanecido de costado, le tiraba el ondulado pelo castaño sobre la cara como una capa. Su escotado vestido estaba sucio y con agujeros. Descalza y con leves rasguños en la piel blanca, yacía en una postura tiesa, como de escultura.

Se puso en su lugar, imaginando la perspectiva. Era asfixiante, doliente, despiadado. Sintió la insoportable idea de que aquel personaje de sombrero sin rostro entraría en cualquier momento al sótano. ¡Sí, esperen, eso era! Abrió bien los ojos: parecía un ambiente de subsuelo. Intentó, con la mente fría, ver algo más allá de lo que se mostraba. Los bordes de la imagen eran de un negro tenue; tal vez, si cambiaba el brillo de su dispositivo, se aclararían. «Sabia decisión».

Un bordó difuso parecía pixelarse con el oscuro, pero, pese a lo difuminado, agudizó la vista y acercó el zoom sobre el extremo superior izquierdo. Entonces la vio: una pequeña ventana plegable, típica de un sótano antiguo, que simulaba estar minúsculamente entreabierta para mostrar un ramaje descuidado. Tal vez ese detalle visual hubiese sido objeto de un arduo análisis, de no ser por el oportuno elemento auditivo que se le proporcionó de forma mágica a su pesquisa.

Un sonido muy lejano se repetía. Ahí estaba. Casi se le escapa a su oreja, pero logró retenerlo, pendiendo de un hilo. Venía del exterior de aquella ventanilla. ¿Qué era? ¿Un choque contundente? ¿Una bocina? ¿Un timbre? ¿Una percusión? ¿Un canto? Subió al máximo el volumen. El sonido de la nada se fundió con el viento que se metía en la escena, y con el hálito de la víctima, que se trastocaba con el propio.

La intensidad era muy fuerte, así que bajó el volumen hasta un punto medio. Solo entonces, lo incierto empezó a tomar forma de melodía: lejana y conocida, universal y particular. Algo le resultaba increíblemente familiar. De pronto vaciló. No supo con seguridad si ese fantástico indicio provenía del infernal video o de su propio espacio desesperante. Pausó todo y se apresuró a cerrar la ventana de su cuarto para aislar el sonido. Pero su oído, aún confundido, la engañaba, dejándole la sensación de escucha como un eco traumático. «¡Qué demencia!» Pero no podía quedarse quieta. Tenía que resolverlo.

Rotundamente decidida, tomó aire y exhaló, retomando su cometido. Respiración desacelerada, intentando captar solamente el sonido de la filmación. Venciendo por fin a la ingenuidad, en la más recóndita y absurda de sus percepciones: "¡Help!", "¡Help!", decía un susurro salido del paraíso o quizás del infierno. Y las ínfulas se le trabaron con la saliva. Era un nudo, argumental y de garganta.

Había tenido una revelación.

Su cualidad efímera no le ganó a su entrenada audición. Supo que no eran las voces de Paul ni de John, sino de alguien haciendo ese cover. Se preguntó cómo podría explicarlo a la policía. ¿Serían capaces de entender lo que Live Aid significaba, con Freddy dando su show épico y Phil viajando de Londres a Filadelfia? Seguramente terminarían involucrándola en aquella historia de terror poseedora de un material mortífero. Sin embargo, ese grito de ayuda, interpretado por unos jóvenes amateurs, formaba parte de sus experiencias recientes.

La noche del viernes anterior, cuando volvía del trabajo con su colorada amiga, habían decidido pasar a tomar algo por el pequeño centro cercano, y unos chicos adolescentes con estilo ciberpunk estaban ubicados en una esquina, sobre una especie de tarima, con sus instrumentos y parlantes, interpretando varias canciones, entre actuales y clásicas. Los recordó porque le pareció divertido que entre ellos hubiese una chica intentando camuflarse como varón. Luego, habían caminado hacia el gran parque cercano y regresado a casa.

Pero eso no era lo sorprendente, sino que aquellas voces las estaba escuchando en la lejanía fónica de un fatídico sótano donde una mujer estaba amordazada. Las piezas del rompecabezas se le unieron en consecuencia, prolongándole ignominia. Estaba deshonrada de sentir esta presión, pero muy satisfecha de haber encendido su foco.

Debía estar cerca.

Con la información que tenía en sus manos, debía averiguar por sus propios medios. Prendas cortas y frescas la vistieron rápido. En su mochilita llevó lo necesario: dispositivo, auriculares, batería portátil, una linterna, un cuchillo. No era tan impertinente como para bajar a aquel sitio, salvar a la damisela en peligro y matar al dragón —aunque ganas no le faltaban—. En principio, pretendía evidenciar la ubicación, registrar el siniestro panorama con toda la precaución posible y, una vez logrado, dar aviso a las autoridades.

Sus impulsos internos querían demostrar que tenía razón.

Bajó las escaleras, salió a la agobiante atmósfera nocturna y caminó diez cuadras hasta el centro, donde bares, luces y shows en vivo le daban vida. Deambulaba llenándose los ojos con la luminiscencia comercial de los bulevares. Buscaba entre casas aledañas, recorriendo calles de lado a lado, en derecha y en reversa, yendo hacia arriba, hacia abajo —de camino y de ánimos—, evadiendo a la audiencia transeúnte como a los pensamientos fatalistas de su azaroso entramado.

Los matices de la multitud comenzaron a convertirse en una arremolinada mezcolanza sin sentido. Los rostros se fundían con los objetos. Las luces, con los colores. Todo en un sinfín psicodélico, al compás de sus latidos desesperantes. Miró a un lado y al otro, girando sobre su propio eje. Estaba perdida, espasmódica. Había pasado del impresionismo a un cuadro surrealista.

De verdad quería hallarla. Tenía la asfixiante necesidad de liberarla de la angustia y la agonía por la que estaría pasando. Aunque fueran dos extrañas, cósmicamente había una misteriosa conexión que la sentía en el alma, mimetizándose en su desafortunada posición. Todo daba vueltas, semejante a estar ejecutando un vals en un baile de máscaras, en el que ellas eran las protagonistas mientras una seductora voz les cantaba. Se volvió hermosamente siniestro y cercanamente enajenado, provocándole un mareo vomitivo a punto de escupir flores.

Después de todo, la víctima no era más que una desconocida, pero no podía dejar de sentir que, como alguien cercano —mucho más que un familiar—, rogaba por su ayuda. Y, en ese momento de revuelo mental, podría decirse que ella misma era quien se encontraba atada en la oscuridad clamando socorro, mientras una anónima hacía de redentora.

Cuando ya nada podía ser más absurdo, se dejó caer en un banco libre y descansó el cráneo sobre sus palmas. En el centro, las voces de los intérpretes callejeros se oían con fuerza, alcanzando los negocios cercanos. En el video, en cambio, la repercusión era casi imperceptible. Eso significaba que estaba cerca, pero no tanto: debía de ser una dirección lateral, donde algo contenía el sonido. Qué rabia le daba tener tantas posibilidades como personas o árboles.

¡Eso era! Su cabeza se elevó, vulnerada por el paisaje. Los florecidos árboles del parque de dos amplias manzanas, que se hallaba cruzando la avenida, eran un pequeño bosque celestial como conclusión de su encrucijada. La vegetación podría estar actuando de barrera contra el impacto acústico y hacerlo balancear con el viento de verano. La verdad podía estar del otro lado. Se puso de pie para atravesarlo con toda la expectativa, ruborizando sus facciones como quien está a punto de entrar a la espiral áurea de otra dimensión.

Cruzó la calle y llegó al peculiar bosque; enseguida se metió de lleno por el parque.

A cada paso, los árboles se alzaban como guardianes, mientras los caminos se curvaban entre flores y plantas. A su alrededor, los sonidos naturales acompañaban las escaleras y los desniveles, y el pequeño estanque, más adelante, reflejaba el cielo. De tanto en tanto, algún que otro humano, de apariencia al acecho, cruzaba fugazmente la escena.

Conforme avanzaba, el entorno se abría en un amplio espacio solitario, en claro contraste con la vida del centro. Cuanto más se adentraba, más se alejaba del discontinuado ruido de población.

La oscuridad del lugar se le metió por las venas. Simulaba un garrote sobre su cuello y le quitaba el aire. El clima no ayudaba: le daba molestos escalofríos de pavor y desprotección junto con los grillos, como cosquillas internas. Eran termitas, una electricidad vacía, seca. Así debía sentirse el fin de los tiempos. Pero el tiempo era inminente. Comenzó a trotar, ignorando las malas pasadas de sus trastornadas neuronas corrompidas.

Del otro lado del parque, las luces estaban sosegadas, igual que el silencio que invadía el ambiente índigo. Lo sorprendente fue que solo halló fábricas cerradas, con muros largos y persianas grafiteadas. Casi ninguna casa se asemejaba a lo que buscaba. No era el escenario más amigable; era, literalmente, la boca del lobo. Meterse por alguno de los pasajes implicaba una salida segura hacia una ruta solitaria. Aunque sus escrúpulos intentaban detenerla, estaba tan cerca de conseguirlo que solo pensó en la recta final.

De repente, una señal enigmática invadió el realismo de la trama. Se posó como indicio narrativo en una de las paredes, ante sus reflejos leyentes. Era el dibujo de dos ojos desiguales con forma de boca que decían: No estás solo. El aerosol azul y rojo funcionó como alarma válida, optimista, capaz de inflarle el alocado heroísmo. Se metió, cual laberinto, por la calle que iniciaba con el grafiti. Entonces descubrió que, tras unas escaleras, había, escondido, un segundo parque.

Le pareció más pequeño que el primero, aunque más aislado y sin mantenimiento, casi como olvidado en el tiempo. El aire olía a óxido y tierra húmeda; era un desierto, y esa atmósfera de película de horror parecía recorrerle la sangre. Al acercarse, descubrió que el acceso estaba restringido: unas cintas descoloridas se mecían al viento, y las vallas, torcidas, repetían el no pasar con obstinación muda. Pero ¿cómo no hacerlo? Parecía el lugar más obvio para buscar. Así que se dejó llevar por su rebeldía; apoyó las manos, subió una pierna, maniobró el torso y, con un leve golpe de respiración contenida, logró traspasar el muro.

El lugar, enmarañado de ramaje y hojas, resultaba áspero, maloliente, con un suelo picudo que incomodaba al andar. Los zombis podrían salir en cualquier momento de la tierra —ojalá que a bailar una de antaño y no a atacarla—. Sacó el cuchillo, aunque no la linterna. Lento fue el modo de bajar los desniveles. Sus pasos hacían eco sobre el crepúsculo de las baldosas solitarias. Mientras descendía, vio a lo lejos una construcción, una especie de casona hundida como depósito. Si no gritaba “bingo”, al menos, “eureka”. Pero fue astuta, y su jugada de ajedrez no podía dar un paso en falso.

Las pisadas sobre las ramas eran demasiado ruidosas. Para disimularlas, tomó algunas piedras grandes y, mientras avanzaba, las arrojó en distintas direcciones. Así esperaba despistar el sonido por si algún victimario andaba cerca.

Alcanzó una de las paredes de la casona, pero no encontraba ninguna puerta. En su lugar, halló una arcada que iniciaba una especie de túnel con escalones hacia abajo; un fondo más oscuro que la oscuridad. Por supuesto, tenía una cadena atravesándolo.

Ahora sí, tomó su linterna y la apuntó hacia la parte interior del gran hueco. La movió en horizontal como pincel sobre el fondo, donde descubrió una pared de ladrillos deteriorada y húmeda. Entonces, decidió pincelar en vertical, y se topó con una superficie que tenía un abundante charco putrefacto. Pero cuando se colocó de costado y zigzagueó hacia el extremo, sus nervios se aceleraron al hacer visibles unas plantas enmarañadas sobre una especie de vidrio plegado.

Soltó la linterna por la impresión y esta se le cayó por la escalera. «¡Diablos!» Tendría que bajar por ella. Era una buena linterna. Después de todo, solo sería un momento: saltaría la cadena y, con cuidado de no resbalar, iría directo hacia el objeto para luego volver a subir.

Así lo hizo. Cuando llegó, al levantar su linterna y sacudirla, se vio tentada a escudriñar el sitio. Había llegado tan lejos que decidió examinar con mucha atención, tratando de averiguar los detalles menos manifiestos de aquel interior. Allí abajo, el camino se bifurcaba en túneles que formaban acueductos. No creyó conveniente adentrarse en un sitio que daba la impresión de perderse. Decidió acercarse hasta el extremo y curiosear aquel vidrio bajo.

Del borde del suelo nacía la enredadera que lo cubría. «¡Era la ventana, debía serlo!» Se agachó lentamente y despacio corrió las plantas. Pero cuando iba a apuntar con la linterna, esta se le apagó. O falló la pila, o se arruinó con el golpe. Lo cierto es que sacó su teléfono y auxilió la falta de luz.

Apoyó el aparato encendido sobre el vidrio de la ventana; el reflejo tembló con la luz. La figura que descubrió se le hizo confusa, casi una ilusión óptica. Parecía una silueta de espaldas, inerte. Parpadeó, intentando enfocar, y entonces decodificó un movimiento circular… hacia ella. El aire se le espesó. De pronto, unos ojos se abrieron: caoba, asustados, vidriosos, cubiertos por mechones de pelo. Suplicaban ayuda desde el otro lado del cristal.

Lo que dura un segundo se descubrieron. El miedo eufórico que le provocó su hallazgo la hizo levantarse de un santiamén y retroceder hacia el pie de la escalera. ¡Tenía razón! Guardó rápido su celular y lo cambió por su cuchillo.

No sabía muy bien cuál sería el próximo paso, aunque estaba decidida a todo. Pero resulta que, mientras pensaba dónde podría estar la entrada a aquel sótano, no notó —sino hasta sentirlo sobre sí— que las manos enguantadas de alguien la agarraban por detrás, rodeándole el torso y tapándole la boca. La gravedad de la tierra le absorbió el cuchillo producto de su atropello. Quiso gritar, pero no pudo. Una bolsa de tela le cubrió la cabeza, mientras la alzaban desde la espalda y el doblez de las rodillas.

Seguidamente, exasperada en un estado de shock, experimentó la velocidad del traslado. Pudo sentir cada paso en su cuerpo como choques mortales, que le impedían controlar sus manos inquietas. Habían subido por la escalera, dejando atrás aquel hoyo, y cruzado gran parte del parque abandonado, hasta que, de repente, la colocaron acostada sobre el piso, un tanto embarrado, aunque no puntiagudo. Le quitaron la tela. Inhaló hondamente. Su vista mareada descubrió de frente una pistola, apuntándole directo a la cabeza como un rayo. Pestañeó hasta recobrar los sentidos.

—¿Quién eres? —preguntó el hombre parado, portando el arma.

—¡Espere, espere, no dispare, no dispare, por favor! —gritó ella, poniendo las manos en alto.

—Contesta mi pregunta —dijo, y ella quitó los ojos del orificio para focalizar a su contrincante.

Para su sorpresa, lo identificó: se trataba del delgado hombre con sombrero fedora. Ella extendió su impresión por la boca, tratando de descubrir su rostro, pero fue inútil.

—¡Soy... la chica, la chica de la librería! ¿Me recuerda? —comunicó, aireada.

—¿Librería?... —el extraño bajó apenas su arma, pareciendo pensar—. Ya veo... ¡¿Qué estás haciendo aquí?! —volvió a apuntarle.

—¡Yo no, no sé, yo...!

—Viste el video, ¿verdad? —su voz se aseveró.

—¡No, yo no vi nada, no sé nada! ¡No la conozco! —balbuceó, errática de escalofríos y nervios.

—¿Lo viste o no lo viste? —Se acuclilló sobre ella, apoyando la boquilla del proyectil sobre su frente.

—¡No, no... bueno sí, pero le juro, le juro que...!

—Ya no jures… —pareció permitirse una risita triunfal al notar el trastabille de ella. Se apartó—. Estás gritando y no sé si esto realmente te importa. ¿Sabes que podría dispararte ahora?

—¡No, no, por favor, perdón! ¡Sí me importa! ¿Quién es ella? ¿Por qué le hace esto? Yo... yo solo caminaba sin rumbo y me perdí...

—Por suerte te encontré a tiempo —dijo relajado y, paradójicamente, enfundó la pistola—. No negaré que por un breve instante te confundí con ella. Creí que se había liberado... Anda, acompáñame, estamos obstruyendo el operativo.

Le tendió la mano. Ella, dubitativa y temblorosa, aceptó. Él la ayudó a incorporarse. Se soltaron de golpe, pero al instante volvió a tomarla del codo. La empujó con decisión hacia unos arbustos. La morena, inmovilizada, se dejó llevar.

—¿Operativo? —preguntó mientras ambos se agachaban.

—Debí usar otro pendrive. El tiempo me jugó una mala pasada... o quizás no.

—Yo… lo lamento… no quería…

—Shh… —El índice frente a sus labios la interrumpió. Luego, susurrando, le confesó la verdad—: Normalmente no hago esto, pero ya que parece importarte, te explicaré. Soy detective privado. Resuelvo casos, investigo personas y las protejo. El padre de la chica me contrató. Le enviaron ese video por correo junto con una nota de rescate. Por suerte descubrí su paradero. «Estrella» es el último expediente que armé con las coordenadas.

—¡Cielos! Digo… ¡Demonios!

—La policía llegará en cualquier momento. Sospechamos que el tipo está adentro. Lo vieron ingresar hace una hora.

—¿Lo vieron?

—Sí. Estabas a punto de caer en sus garras tú también… o de que te alcanzaran las balas. Mantente quieta. Quédate para ver el final. Será asombroso —comentó, chequeando su reloj.

Ella lo observó de reojo. Quería verle el rostro, pero no era posible: el ala del sombrero se lo cubría hasta el largo cuello andrógino. Cinco minutos después, cuando empezaba a sospechar, las sirenas policiales allanaron el lugar. Un equipo armado rodeó la casona.

Escondida entre los arbustos, la morena contempló la escena. Vio cómo atrapaban al secuestrador: alguien de nariz roja, enteramente de negro, como una sombra indeseable surgida del abismo. ¡La nada hecha persona! Un tipejo que, para su espanto, le recordó a su propio jefe.

Focalizó: ¡No... no puede ser! ¡Era él! ¡Su patrón!

Acto seguido, sacaron a la chica con una manta encima y le prestaron asistencia inmediata. Verla a la distancia le llenó el corazón de gratitud. Aunque no había hecho mucho, se sentía parte de su salvación. Pero, al mismo tiempo, también sintió que había sido salvada. Advertida. Involucrada de alguna manera para atraparlo, antes de enlistarse como víctima.

Un frío hirviente le recorrió el cuerpo. «¡Increíble!» Un alivio que le permitía respirar profundo y, al mismo tiempo, congelarse por dentro.

—Te lo dije… —la distrajo el extraño personaje.

—Me alegro por ella… y por mí. ¿Debería ir a saludar? ¿Deberíamos?

—No veo por qué no —agregó.

Ella, de pie; un último agarre en el antebrazo.

—Solo ten cuidado. Cuídate siempre… No me hagas tener que volver a salvarte —dijo en un tono sublime, circunspecto, estoico. Casi pudo asimilar sus sombras faciales a ciertos dibujos de cómics. Era bastante inusual.

Ella caminó hacia el tumulto sin voltear, esperando que la siguiera. Al llegar, habló primero con una mujer policía, intentó explicar lo que había vivido y le preguntaron si quería testificar. No tuvo inconveniente. Más allá de ser empleada del sujeto, algo dentro suyo sentía que había cumplido un rol importante en su captura.

Enseguida se les sumó el padre de la chica.

—¿Entonces, usted dice conocer los detalles del asunto y poseer un video? —le preguntó la oficial.

—Exacto. Además, está el detective… el que tenía el pendrive…

—¿Cuál detective? —le preguntó el padre.

—El señor que está allá… —volteó hacia los arbustos, pero no lo encontró—. No sé dónde… pero usted lo contrató, cuando le enviaron el video.

—Nena, no te entiendo… Yo no contraté… —se pausó un segundo, frunció el ceño y continuó—. A la policía le llegó por fax un papel con las coordenadas, la ubicación…

—Claro… se lo mandó el detective…

—Fue un anónimo, señorita —dijo la oficial, y el silencio cayó como un telón.

—¿Qué? No puede ser… —La chica estaba anonadada.

Insistió en encontrarlo, buscando como si tratara de ubicar a un familiar entre los restos del Titanic. O a la galaxia Andrómeda, en pleno espacio sideral.

—A ver, ¿cuál es su nombre?

—¡¿Su nombre?! No, no lo sé… ¡Pero le voy a mostrar! ¡Le voy a mostrar el video de Live Aid…!

Alarmada, sacó su celular y entró rápidamente a la carpeta de archivos. Los otros dos intercambiaron una mirada incómoda. Algo desagradable y desconcertante se posó en sus retinas.

—¡No… no! ¡¿Dónde está?! ¡¿Dónde está?!

—Me voy con mi hija… Le agradezco por todo, oficial —dijo el padre, lanzándole una mirada que rayaba en la sospecha de chifladura.

—Por favor, acompáñenos a la delegación para que podamos hablar mejor —le dijo la policía, con calma, al ver su mirada frenética.

En un estado de total desorientación, la morena pasó la noche en la comisaría contando su loca historia. Declaró la verdad, por más disparatada que sonara. Atestiguó cada detalle. Y el proceso se extendió por semanas, hasta que corroboraron que ella, pese a ser trabajadora del victimario, no tenía conexión alguna con el caso. Aunque, en lo más hondo, nunca se había sentido tan conectada a algo.

Lo más raro, y detonante de sensaciones esotéricas, fue que el video había desaparecido de todos sus dispositivos después de aquella noche. Como si jamás hubiese existido. Pero ella sabía la verdad. Esa herramienta debió ausentarse por arte de magia. ¿Estaba loca? ¿Un milagro? ¿Abducción? Quién sabe.

Pero sin duda había sido parte de algo. Algo sobrenatural que la puso en aviso. Y tenía la sensación de que volvería a verlo. Alguien, literalmente, había dado las coordenadas. Pero, en otro nivel más interesante, ella se las había dado a quien leyera su relato.

Quizás él había salvado a la chica. Quizás también la había salvado a ella. O tal vez no existía nadie más que su propio miedo y consecuente valentía.

La dejaron en paz cuando comprobaron que el documento sí había sido impreso en la librería y que el cuchillo con sus huellas, hallado junto a la escena del delito, no tenía correspondencia directa más que en lo circunstancial.

Ahora solo le restaba encontrar un nuevo trabajo. El local había sido clausurado.

El último día de visita al centro policial, le devolvieron su móvil. Salió bajando la guardia: todo había terminado. Tomó la calle principal, se colocó los auriculares y dio play sin mirar. Modern Talking, en su último falsete, le dio ánimos para seguir; pero cuando se perdió en sus pensamientos, el repertorio cambió en un relevo inesperado, de otra índole. La voz entonó el himno de los setenta sobre ser héroes por un día. Y de pronto, ¡zas!, un choque de hombros.

Celular al suelo.

Las dos se agacharon al mismo tiempo. Las dos subieron la vista lentamente. ¡Fulgor de estrella!

La de una era una piel morena. Los de la otra, unos ojos caoba.

Sobre ellas, brillaba la máquina solar.