Fluir (Flow) - Mihaly Csikszentmihalyi - E-Book

Fluir (Flow) E-Book

Mihaly Csikszentmihalyi

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Beschreibung

Al poco de haber aparecido en los Estados Unidos, Fluir (Flow) se ha convertido en un best-seller unánimemente aclamado. El prestigioso New York Times Book Review estima que "Fluir (Flow) es un libro muy importante, toda vez que el camino hacia la felicidad no apunta a un estúpido hedonismo, sino a la asunción consciente de un reto". Cada año se publican en el mundo multitud de títulos en los que se nos aconseja sobre cómo mantener la forma física, ganar dinero, o desarrollar la autoestima. Sin embargo, lo que estos libros no explican es la manera de incrementar la calidad de la experiencia. Debemos preguntarnos; ¿qué es lo que realmente hace feliz a las personas?, ¿qué es lo que hace que la vida merezca la pena de ser vivida? Durante más de veinte años, Mihaly Csikszentmihalyi (pronúnciese Cis-zen-mijáli) se ha entregado, precisamente, al estudio de los "estados de experiencia óptima", esos momentos en los que uno se siente poseído por un profundo sentimiento de gozo creativo, momentos de concentración activa, de absorción en lo que se está haciendo. Como resultado de sus investigaciones, el autor explica que el meollo de la "experiencia óptima" es un estado de conciencia al que denomina flow, "fluir". El presente libro explica cómo este fluir (flow) puede ser controlado, provocado incluso; cómo uno puede ajustar sus energías y sus habilidades a los retos concretos de la vida. Fluir (flow) arranca del supuesto de que todo el mundo tiene, alguna vez, una "experiencia óptima". Ahora se trata de reconocer sus características; se trata de potenciar este sentimiento de fuerza, control sin esfuerzo, rendimiento máximo, superación del ego limitado..., cuando el mismo tiempo parece desaparecer, y con él los conflictos emocionales. Se trata, en fin, de aprender a ser creativos y alcanzar la genuina calidad de vida. Es muy probable que Fluir (Flow) constituya una de las áreas más productivas de la investigación psicológica en las próximas décadas.

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Título original: FLOW. THE PSYCHOLOGY OF OPTIMAL EXPERIENCETraducción: Nuria LópezRevisión: José Díaz

© 1990 by Mihaly Csikszentmihalyi© de la edición española:  1996 by Editorial Kairós, S.A.

Primera edición: Mayo 1997Primera edición digital: Julio 2010

ISBN-13: 978-84-7245-372-2ISBN digital: 978-84-7245-789-8

Composición: Replika Press Pvt. Ltd. India

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

Para Isabella, Mark y Christopher

PRÓLOGO

Este libro está dirigido al público general y en él se resumen varias décadas de investigación sobre los aspectos positivos de la experiencia humana (la alegría, la creatividad y el proceso de involucración total con la vida que yo denomino flujo). Dar este paso es algo peligroso porque, tan pronto uno se aleja de las estilizadas obligaciones de la prosa académica, es fácil caer en el descuido o en el entusiasmo exagerado, especialmente en un tema como éste. Sin embargo, lo que hallarán a continuación no es una obra popular que ofrece consejos sobre cómo ser feliz. Hacer esto sería totalmente imposible, puesto que tener una vida llena de alegría es una creación individual que no puede copiarse de una receta. En lugar de recetas, este libro les ofrece principios generales, junto a ejemplos concretos de cómo algunas personas han utilizado estos principios para transformar unas vidas aburridas y sin sentido en vidas llenas de satisfacción. En estas páginas no encontrará atajos fáciles, pero los lectores interesados hallarán en ellas suficiente información como para hacer posible la transición de la teoría a la práctica.

A fin de hacer la lectura de este libro lo más directa y agradable posible, he evitado las notas a pie de página, referencias u otros recursos que los académicos suelen utilizar en sus escritos técnicos. He intentado presentar los resultados de las investigaciones psicológicas y las ideas que se derivan de la interpretación de tales investigaciones de un modo que cualquier lector pueda evaluarlas y aplicarlas a su propia vida, sin necesidad de tener unos conocimientos específicos previos.

Sin embargo, para aquellos lectores que tengan la curiosidad de buscar las fuentes académicas sobre las que baso mis conclusiones, al final de la obra he incluido un apéndice con notas y comentarios. No están ligadas a una referencia en concreto, pero sí doy el número de la página donde comento un tema específico. Por ejemplo, menciono la felicidad desde la primera página del libro. Los lectores interesados en saber cuáles son los trabajos en que baso mis afirmaciones pueden ir a la sección de notas que empieza en la página 359, y al buscar las referencias a la página 12 encontrarán una mención del punto de vista de Aristóteles sobre la felicidad y también cuáles son las investigaciones actuales sobre este tema, junto a la bibliografía apropiada. Las notas pueden ser leídas como una segunda versión, muy resumida y más técnica, del texto original.

Al inicio de cualquier libro, es correcto dar las gracias a los que han influido en su desarrollo. En este caso resulta imposible hacerlo puesto que la lista de nombres sería como mínimo tan larga como el propio libro. De todos modos, le debo una especial gratitud a unas cuantas personas, a quienes deseo dar las gracias aprovechando esta oportunidad. Primero de todo a Isabella, que como esposa y amiga ha enriquecido mi vida durante veinticinco años y cuya crítica me ha ayudado a dar forma a este trabajo. A Mark y Christopher, nuestros hijos, de quienes tal vez yo he aprendido tanto como ellos de mí. A Jacob Getzels, mi maestro ayer y siempre. De entre mis amigos y colegas, me gustaría destacar a Donald Campbell, Howard Gardner, Jean Hamilton, Philip Hefner, Hiroaki Imamura, David Kipper, Doug Kleiber, George Klein, Fausto Massimini, Elisabeth Noelle-Neumann, Jerome Singer, James Stigler y Brian Sutton-Smith; todos ellos, de un modo u otro, me han ofrecido generosamente su ayuda, inspiración o apoyo.

De entre todos mis antiguos estudiantes y colaboradores, Ronald Graef, Robert Kubey, Reed Larson, Jean Nakamura, Kevin Rathunde, Rick Robinson, Ikuya Sato, Sam Whalen y Maria Wong han realizado las aportaciones más importantes a la investigación que subyace bajo las ideas que expongo en estas páginas. John Brockman y Richard P. Kot me ofrecieron su apoyo profesional a este proyecto y me han ayudado desde su inicio hasta su finalización. Y en último lugar, pero no por ello de menor importancia puesto que su apoyo ha sido indispensable durante esta pasada década, deseo dar las gracias a la financiación generosamente aportada por la Fundación Spencer para reunir y analizar los datos. Y estoy especialmente agradecido a su anterior presidente, H. Thomas James, al actual, Lawrence A. Cremin, y a Marion Faldet, vicepresidenta de la fundación. Por supuesto, ninguno de los aquí mencionados sería responsable de cualquier inexactitud que pudiese existir en el libro, responsabilidad que es exclusivamente mía.

Chicago, marzo de 1990

1. LA REVISIÓN DEL CONCEPTO DE LA FELICIDAD

Introducción

Hace veintitrés siglos, Aristóteles llegó a la conclusión de que lo que buscan los hombres y las mujeres, más que cualquier otra cosa, es la felicidad. Mientras que deseamos la felicidad por sí misma, cualquier otra meta (salud, belleza, dinero o poder) la valoramos únicamente porque esperamos que nos haga felices. Muchas cosas han cambiado desde el tiempo de Aristóteles. Nuestra comprensión de los mundos de estrellas y de átomos se ha ensanchado más allá de lo que jamás podríamos creer. Los dioses de los griegos son niños indefensos comparados con la humanidad de hoy en día y con los poderes que poseemos. Y sin embargo, sobre este tema tan importante poco ha cambiado en los siglos que han transcurrido. Hoy no sabemos más acerca de la felicidad de lo que sabía Aristóteles y, respecto a saber cómo obtener esta condición tan valorada, casi podríamos decir que no hemos realizado ningún progreso.

A pesar del hecho de que hoy estamos más sanos y nuestra vida es más larga que en siglos pasados, a pesar de que incluso el menos rico entre nosotros se halla rodeado de unos lujos materiales impensables hace sólo unas pocas décadas (había poquísimos cuartos de baño en el palacio del Rey Sol, las sillas eran escasas hasta en las mansiones medievales más lujosas y ningún emperador romano podría encender la televisión cuando estaba aburrido) y a pesar del inmenso conocimiento científico que podemos citar a voluntad, las personas a menudo acaban sintiendo que han malgastado su vida y que sus años han transcurrido entre la ansiedad y el aburrimiento.

¿Es así porque el destino de la humanidad es permanecer siempre insatisfecha? ¿O es porque cada persona desea más de lo que pueda obtener? ¿O el malestar penetrante que a menudo nos amarga hasta los instantes más preciosos es el resultado de buscar la felicidad en el lugar equivocado? El propósito de este libro es utilizar algunas de las herramientas de la psicología moderna para analizar esta pregunta tan antigua ¿Cuándo se sienten felices las personas? Si sabemos empezar a encontrar respuestas tal vez llegue el momento en que podamos organizar nuestra vida de modo que la felicidad forme una parte mayor de ella.

Veinticinco años antes de empezar a escribir estas frases, hice un descubrimiento que he tardado todo este tiempo en darme cuenta de que lo hice. Llamarlo “descubrimiento” es tal vez un error, porque las personas han sido conscientes de ello desde el alba de la humanidad. De todos modos, la palabra es la adecuada porque, aunque mi hallazgo ya era algo conocido, no ha sido escrito o explicado teóricamente por rama académica alguna, en este caso por la psicología. Por ello dediqué el siguiente cuarto de siglo a investigar este fenómeno tan elusivo.

Lo que “descubrí” es que la felicidad no es algo que sucede. No es el resultado de la buena suerte o del azar. No es algo que pueda comprarse con dinero o con poder. No parece depender de los acontecimientos externos, sino más bien de cómo los interpretamos. De hecho, la felicidad es una condición vital que cada persona debe preparar, cultivar y defender individualmente. Las personas que saben controlar su experiencia interna son capaces de determinar la calidad de sus vidas, eso es lo más cerca que podemos estar de ser felices.

De todos modos, no se puede alcanzar la felicidad mediante la búsqueda consciente de ella. «Pregúntese a sí mismo si es feliz –decía J.S. Mill– y dejará de serlo». Es al estar totalmente involucrados en cada detalle de nuestras vidas, sea bueno o malo, cuando encontramos la felicidad, no intentando buscarla directamente. Viktor Frankl, el psicólogo austríaco, lo resumió bellamente en el prefacio de su libro Man’s Search for Meaning: «No aspiren al éxito: cuanto más aspiren a él y más lo conviertan en su objetivo, con mayor probabilidad lo perderán. Puesto que el éxito, como la felicidad, no puede conseguirse, debe seguirse… como si fuese el efecto secundario no intencionado de la dedicación personal a algo mayor que uno mismo.»

Así, ¿cómo podemos alcanzar esta meta tan escurridiza que no puede alcanzarse por una ruta directa? Mis estudios durante este último cuarto de siglo me han convencido de que existe un modo. Es un camino tortuoso que empieza consiguiendo el control sobre los contenidos de nuestra conciencia.

Nuestras percepciones sobre nuestras vidas son el resultado de muchas fuerzas que conforman nuestra experiencia, y cada una provoca un impacto que hace que nos sintamos bien o mal. Muchas de estas fuerzas están fuera de nuestro control. No es mucho lo que podemos hacer acerca de nuestra apariencia física, nuestro temperamento o nuestra constitución. No podemos decidir –al menos no demasiado– cuán altos queremos ser, o cuán guapos. No podemos elegir tampoco a nuestros padres ni el momento de nuestro nacimiento, y no está ni en su poder ni en el mío decidir cuándo va a haber una guerra o una depresión económica. Las instrucciones que contienen nuestros genes, la fuerza de la gravedad, el polen en el aire, el período histórico en que nacemos…, éstas y otras innumerables condiciones determinan lo que vemos, cómo nos sentimos y lo que hacemos. No es sorprendente creer que nuestro destino está determinado pri-mordialmente por fuerzas externas.

Sin embargo, todos hemos vivido ocasiones en las que en lugar que ser abofeteados por fuerzas anónimas, hemos sentido que teníamos el control de nuestras acciones, que éramos los dueños de nuestro propio destino. En las raras ocasiones en que esto sucede sentimos una especie de regocijo, un profundo sentimiento de alegría que habíamos deseado durante largo tiempo y que se convierte en un hito en el recuerdo de cómo debería ser la vida.

Esto es lo que queremos decir con experiencia óptima. Es lo que el marinero que sujeta tensa una cuerda siente cuando el viento sopla entre sus cabellos, cuando el bote se lanza a través de las olas como un potro: las velas, el casco, el viento y el mar tarareando una canción que vibra en las venas del marinero. Es lo que un pintor siente cuando los colores en el cuadro empiezan a mostrar una tensión magnética los unos con los otros, y una cosa nueva, una forma viva, se dibuja frente al asombrado creador. O es el sentimiento de un padre cuando su hijo responde por primera vez a su sonrisa. Pero tales acontecimientos no suceden únicamente cuando las condiciones externas son favorables; personas que han sobrevivido a los campos de concentración o que han vivido peligros casi mortales a menudo recuerdan que, en medio de las pruebas, experimentaron epifanías extraordinariamente ricas como respuesta a acontecimientos tan simples como escuchar la canción de un pájaro en el bosque, finalizar un trabajo difícil o compartir un pedazo de pan con un amigo.

Contrariamente a lo que creemos normalmente, los momentos como éstos, los mejores momentos de nuestra vida, no son momentos pasivos, receptivos o relajados (aunque tales experiencias también pueden ser placenteras si hemos trabajado duramente para conseguirlas). Los mejores momentos suelen suceder cuando el cuerpo o la mente de una persona han llegado hasta su límite en un esfuerzo voluntario para conseguir algo difícil y que valiera la pena. Una experiencia óptima es algo que hacemos que suceda. Para un niño puede ser poner con sus temblorosos dedos el último bloque de una torre que ha construido, más alta que todas las que ha construido hasta entonces; para un nadador puede ser intentar batir su propio récord; para un violinista, dominar un pasaje musical complicado. Para cada persona existen miles de oportunidades, de desafíos para expandirnos.

Tales experiencias no tienen que ser necesariamente agradables en el momento en que ocurren. Los músculos del nadador pueden haberle dolido durante su carrera memorable, sus pulmones puede que hayan estado a punto de explotar, y tal vez haya sufrido un poco de mareo y fatiga; sin embargo, pueden haber sido los mejores momentos de su vida. Tener el control en la vida nunca es fácil, y a veces puede ser hasta doloroso, pero a largo plazo las experiencias óptimas añaden un sentimiento de maestría (o tal vez mejor sea decir, un sentimiento de participación al determinar el contenido de la vida) que está tan cerca de lo que queremos decir normalmente como felicidad como cualquier otra cosa que podamos imaginarnos.

A lo largo de mis estudios he intentado comprender tan exactamente como me fuese posible cómo se sentían las personas cuando más disfrutaban de sí mismas y por qué. Mis primeras investigaciones fueron hechas con unos cientos de “expertos” (artistas, atletas, músicos, maestros del ajedrez y cirujanos), en otras palabras, gente que parecía dedicar su tiempo a hacer, precisamente, las actividades que prefería. De sus relatos sobre cómo se sentían al hacer lo que estaban haciendo, elaboré una teoría de la experiencia óptima basada en el concepto del flujo, el estado en el cual las personas se hallan tan involucradas en la actividad que nada más parece importarles; la experiencia, por sí misma, es tan placentera que las personas la realizarán incluso aunque tenga un gran coste, por el puro motivo de hacerla.

Con la ayuda de este modelo teórico mi equipo de investigación en la Universidad de Chicago y luego mis colegas de todo el mundo entrevistaron a miles de individuos de muchas y diferentes edades y maneras de vivir. Estos estudios sugerían que las experiencias óptimas eran descritas del mismo modo por hombres y mujeres, por jóvenes o viejos, sin importar las diferencias culturales. La experiencia del flujo no era únicamente una peculiaridad de las élites ricas de los países industrializados. La explicaban esencialmente con las mismas palabras mujeres ancianas de Corea, adultos de Tailandia y la India, adolescentes de Tokio, pastores navajos, campesinos de los Alpes italianos o trabajadores de una cadena de montaje de Chicago.

Al principio nuestros datos consistían en entrevistas y cuestionarios. Para conseguir una mayor precisión desarrollamos con el tiempo un nuevo método para medir la calidad de la experiencia subjetiva. Esta técnica, llamada el Método de Muestreo de la Experiencia, pide a los sujetos que lleven un aparato electrónico de recepción de mensajes durante una semana y que escriban cómo se sienten cada vez que el buscapersonas suena. El buscapersonas se activa por radiotransmisor aproximadamente ocho veces al día, en intervalos al azar. Al final de la semana, cada sujeto nos ofrece un informe casi continuo, una película escrita de su vida, fabricada con una selección de momentos representativos. Hasta ahora hemos recogido cien mil de estos retazos de experiencias en diferentes lugares del mundo. Las conclusiones de este libro se basan en este conjunto de datos.

El estudio del flujo que empecé en la Universidad de Chicago ahora se ha diseminado por todo el mundo. Investigadores en Canadá, Alemania, Italia, Japón y Australia se han lanzado a su análisis. Actualmente la colección de datos más amplia, fuera de Chicago, está en el Instituto de Psicología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Milán, en Italia. El concepto de flujo ha sido útil para los psicólogos que estudian la felicidad, la satisfacción vital y la motivación intrínseca; para los sociólogos que ven en él lo opuesto a la anomia y a la alienación; para los antropólogos que están interesados en el fenómeno de la efervescencia colectiva y los rituales. Algunos han extendido las implicaciones del flujo intentando comprender la evolución de la humanidad, otros para clarificar la experiencia religiosa.

Pero el flujo no es únicamente un tema académico. Sólo unos pocos años después de su publicación, la teoría empezó a aplicarse a una gran variedad de cuestiones prácticas. Siempre que el objetivo sea mejorar la calidad de vida, la teoría del flujo puede señalar el camino. Ha inspirado la creación de planes de estudio experimentales, la formación de ejecutivos de negocios, el diseño de productos para el ocio y los servicios. Se utiliza el flujo para generar ideas y aplicaciones prácticas en psicoterapia clínica, en la organización de actividades en los asilos de ancianos, en el diseño de exposiciones museísticas y en terapia ocupacional para minusválidos. Todo esto ha ocurrido en el período de doce años que ha pasado desde la aparición en las revistas académicas de los primeros artículos acerca del flujo y parece que el impacto de la teoría va a ser aún mayor en los próximos años.

Repaso

Aunque se han escrito muchos artículos y libros sobre el flujo, se han escrito pensando en los especialistas. Ésta es la primera vez que la investigación sobre la experiencia óptima se presenta al público en general y se comentan sus implicaciones para la vida de cada persona. Pero lo que hallarán a continuación no va a ser un libro de How to… Hay literalmente miles de libros imprimiéndose o en las estanterías de las librerías que explican cómo hacerse rico, cómo ser poderoso, cómo conseguir amor o cómo adelgazar. Al igual que los libros de recetas culinarias, le dicen cómo conseguir un objetivo específico y limitado al cual pocas personas llegan. Pero aunque sus consejos funcionasen, ¿cuál sería el resultado después del poco probable acontecimiento de que uno se convirtiese en un millonario delgado, amado y fuerte? Lo que pasa normalmente es que la persona se halla otra vez en la casilla inicial, con una nueva lista de deseos y tan insatisfecha como antes. Lo que satisfaría realmente a las personas no es adelgazar o ser rico, sino sentirse bien con su vida. En la búsqueda de la felicidad las soluciones parciales no funcionan.

A pesar de sus buenas intenciones, los libros no pueden darnos recetas de cómo ser felices. Puesto que la experiencia óptima depende de la capacidad de controlar lo que sucede en nuestra conciencia momento a momento, cada persona lo consigue basándose en su propio esfuerzo y creatividad. Lo que un libro sí puede hacer, y éste va a intentar conseguirlo, es mostrar ejemplos de cómo podemos disfrutar más de la vida, ordenados en el marco de una teoría para que sus lectores reflexionen y puedan llegar a sus propias conclusiones.

En lugar de presentarles una lista de qué hacer y qué no hacer, este libro intenta ser un viaje a través del reino de la mente con los planos que nos ofrecen las herramientas de la ciencia. Como todas las aventuras que valen la pena, ésta no va a ser fácil. Sin un poco de esfuerzo intelectual, sin un compromiso de reflexionar y pensar críticamente acerca de su propia experiencia, usted no va a ganar demasiado con lo que sigue a continuación.

Flujo va a examinar el proceso de conseguir felicidad gracias al control de nuestra vida interna. Vamos a empezar considerando Cómo funciona la conciencia y cómo se controla (capítulo 2), puesto que sólo si comprendemos la manera en que se forma la subjetividad podemos dominarla. Todo lo que experimentamos –gozo o dolor, interés o aburrimiento– se representa en la mente como información. Si somos capaces de controlar esta información, podremos decidir cómo será nuestra vida.

El estado óptimo de experiencia interna es cuando hay orden en la conciencia. Esto sucede cuando la energía psíquica (o atención) se utiliza para obtener metas realistas y cuando las habilidades encajan con las oportunidades para actuar. La búsqueda de un objetivo trae orden a la conciencia porque una persona debe concentrar su atención en la tarea que está llevando a cabo y olvidarse momentáneamente de todo lo demás. Estos períodos de lucha para superar desafíos son lo que la gente define como los mejores momentos de su vida (capítulo 3). Una persona que ha conseguido controlar la energía psíquica y la ha utilizado conscientemente para obtener una meta no puede más que desarrollarse y convertirse en un ser más complejo. Al adiestrar nuestras habilidades, al enfrentarnos a desafíos superiores, tal persona se convierte, cada vez más, en un individuo extraordinario.

Para comprender por qué algunas cosas que hacemos nos hacen disfrutar más que otras, debemos revisar las condiciones de la experiencia de flujo (capítulo 4). “Flujo” es la manera en que la gente describe su estado mental cuando la conciencia está ordenada armoniosamente; gente que desea dedicarse a lo que hace por lo que le satisface en sí. Al repasar algunas de las actividades que de forma consistente producen flujo (como los deportes, los juegos, el arte, las aficiones) es más fácil entender qué hace feliz a la gente.

Pero no podemos confiar sólo en los juegos y en el arte para mejorar la calidad de vida. Para conseguir control sobre lo que sucede en nuestra mente podemos recurrir a un infinito abanico de oportunidades de diversión; por ejemplo, gracias al uso de las habilidades físicas y sensoriales que abarcan desde el atletismo a la música o al yoga (capítulo 5), o gracias al desarrollo de las habilidades simbólicas como la poesía, la filosofía o las matemáticas (capítulo 6).

El común de las personas dedica la mayor parte de su vida a trabajar y a relacionarse con otras personas, especialmente con los miembros de su familia. Así pues, es crucial que uno aprenda a transformar el trabajo en actividades que produzcan flujo (capítulo 7) y a pensar la manera de conseguir que las relaciones con los padres, esposos, hijos y amigos sean más placenteras (capítulo 8).

Muchas vidas son truncadas por trágicos accidentes, e incluso los más afortunados están sujetos a tensiones de diversos tipos. De todos modos, tales reveses no disminuyen necesariamente la felicidad. Es cómo las personas responden a las tensiones lo que determina si van a sacar provecho de su mala fortuna o van a sentirse fatal. El capítulo 9 describe las maneras con que las personas consiguen disfrutar de la vida a pesar de la adversidad.

Y finalmente, el último paso que vamos a describir es cómo las personas consiguen unir todas sus experiencias en un conjunto con sentido (capítulo 10). Cuando esto se consigue y la persona se siente con control sobre su vida y siente, además, que tiene sentido, no hay nada más que desear. El hecho de que uno no sea delgado, rico o fuerte, deja de importar. La marea de incesantes expectativas se aquieta, las necesidades no satisfechas ya no preocupan a nuestra mente. Incluso las experiencias más humildes se convierten en algo placentero.

Así, Flujo va a describir lo que está involucrado en alcanzar estos objetivos. ¿Cómo se controla la conciencia? ¿Cómo se ordena para hacer que la experiencia sea placentera? ¿Cómo se consigue la complejidad? Y por último, ¿cómo podemos crear sentido? La manera de conseguir estos objetivos es relativamente fácil en teoría, pero es bastante difícil en la práctica. Las reglas son por sí mismas lo suficientemente claras y están al alcance de cualquiera. Pero hay muchas fuerzas, tanto en nuestro interior como en el entorno, que obstaculizan el camino. De todos modos, el premio final es elevado. No es simplemente un asunto de perder unos cuantos kilos de más. Se trata de perder la oportunidad de tener una vida que valga la pena vivir.

Antes de describir cómo podemos conseguir la experiencia de flujo óptimo, es necesario repasar brevemente alguno de los obstáculos que impiden la realización implícita en la condición humana. En los viejos cuentos, antes de vivir felices para siempre, el héroe tenía que enfrentarse a fieros dragones y guerreros perversos a lo largo de su búsqueda. Esta metáfora se aplica también a la exploración de la psique. Debo argumentar que la razón principal por la cual es tan difícil conseguir la felicidad se centra en el hecho de que, contrariamente a los mitos que la humanidad ha creado para reafirmarse a sí misma, el universo no ha sido creado para satisfacer nuestras necesidades. La frustración está profundamente entretejida en la tela de la vida. Y cuando alguna de nuestras necesidades son temporalmente cubiertas, inmediatamente empezamos a desear más. Esta insatisfacción crónica es el segundo obstáculo que hallamos en el camino de la satisfacción.

Para tratar con estos obstáculos, cada cultura desarrolla con el tiempo sus instrumentos protectores (religiones, filosofías, artes y comodidades) que sirven de escudo frente al caos. Nos ayudan a creer que tenemos el control de lo que está sucediendo y nos proporcionan razones para sentirnos satisfechos con lo que nos ha tocado vivir. Pero estos escudos sólo son efectivos un cierto tiempo; tras unos cuantos siglos, a veces sólo tras unas cuantas décadas, una religión o creencia pierden su valor y ya no ofrecen el apoyo espiritual que daban antes.

Cuando las personas intentan conseguir la felicidad por su cuenta, sin el apoyo de una fe, normalmente buscan maximizar los placeres que se hallan programados en sus genes o que son atractivos para la sociedad en la que viven. La riqueza, el poder y el sexo son los objetivos principales que dan dirección a sus esfuerzos. Pero la calidad de vida no puede mejorarse de ese modo. Sólo el control directo de la experiencia y la habilidad para encontrar alegría momento a momento en todo lo que hacemos pueden superar los obstáculos en el camino hacia la realización.

Las raíces del descontento

La razón más importante por la cual es tan difícil alcanzar la felicidad es que el universo no fue diseñado pensando en la comodidad de los seres humanos. Es casi inconmensurablemente enorme y en su mayor parte está hostilmente vacío y frío. Es un lugar de gran violencia, como cuando de forma ocasional una estrella explota y convierte en cenizas todo lo que hay en miles de millones de kilómetros alrededor. El raro planeta cuyo campo gravitatorio no rompería nuestros huesos está probablemente nadando en gases letales. Incluso en el planeta Tierra, que puede ser tan idílico y bello, nada puede darse por seguro. Para sobrevivir en él, hombres y mujeres han tenido que luchar durante millones de años contra el hielo, el fuego, las inundaciones, los animales salvajes y los invisibles microorganismos que aparecen de la nada para matarnos.

Parece que cada vez que evitamos un peligro que nos acecha, una amenaza más sofisticada aparece en el horizonte. Tan pronto inventamos una substancia, sus productos derivados empiezan a contaminar el entorno. A lo largo de la historia, las armas que fueron diseñadas para proporcionarnos seguridad, se han vuelto contra nosotros y han amenazado con destruir a quienes las construyeron. A la vez que vencemos algunas enfermedades, surgen otras nuevas más virulentas, y si, durante un cierto tiempo, la mortandad se reduce, luego la superpoblación empieza a amenazarnos. Los cuatro jinetes del Apocalipsis nunca han estado muy lejos. La tierra puede ser nuestro único hogar, pero es un hogar lleno de trampas que pueden saltar en cualquier momento.

Y no es que el universo se comporte por azar, en un sentido matemático abstracto. La velocidad de las estrellas, la transformación de la energía que se sucede en él pueden predecirse y explicarse bastante bien. Pero los procesos naturales no tienen en cuenta los deseos humanos. Son sordos y ciegos ante nuestras necesidades y por ello son como el azar, en contraste con el orden que intentamos establecer gracias a nuestros objetivos. Un meteorito en ruta de colisión con la ciudad de Nueva York puede estar obedeciendo todas las leyes del universo, pero seguirá siendo un maldito inconveniente. El virus que ataca las células de un Mozart sólo está haciendo lo que su naturaleza le ordena, incluso aunque esté infligiendo una gran pérdida para la humanidad. «El universo no es hostil, pero tampoco es amigable– en palabras de J.H. Holmes–; sencillamente es indiferente.»

El caos es uno de los conceptos más antiguos que hallamos en los mitos y en la religión. Es algo extraño a la ciencia física y a la biología puesto que, en términos de sus leyes, los acontecimientos del cosmos son perfectamente razonables. Por ejemplo, la “teoría del caos” en la ciencia intenta describir regularidades que parecen ser debidas enteramente al azar. Pero el caos tiene un significado distinto en psicología y en las demás ciencias humanas ya que si los objetivos y los deseos humanos se toman como el punto de partida, entonces hay un desorden irreconciliable en el cosmos.

Y no es mucho lo que podemos hacer como individuos para cambiar el modo en que actúa el universo. En nuestra vida podemos tener muy poca influencia sobre las fuerzas que interfieren en nuestro bienestar. Es importante que hagamos lo que podamos para impedir una guerra nuclear, para abolir las injusticias sociales, para erradicar el hambre y la enfermedad. Pero es prudente no esperar que los esfuerzos por cambiar las condiciones externas vayan a mejorar de inmediato la calidad de nuestra vida. Como J.S. Mill escribió, «No son posibles los grandes cambios en el destino de la humanidad hasta que tenga lugar un gran cambio en la constitución fundamental de su modo de pensar».

Cómo nos sentimos, la alegría de vivir, dependen en último término y directamente de cómo la mente filtra e interpreta las experiencias cotidianas. Si somos o no felices depende de nuestra armonía interna y no del control que somos capaces de ejercer sobre las grandes fuerzas del universo. Ciertamente deberemos seguir aprendiendo cómo dominar el entorno externo, porque nuestra supervivencia física depende de ello, pero este dominio no va a añadir ni un ápice a que nos sintamos bien como individuos, o a reducir el caos del mundo tal y como lo experimentamos. Para hacerlo, debemos aprender a conseguir el dominio también sobre la conciencia.

Cada uno de nosotros tiene una idea, aunque sea vaga, de lo que le gustaría conseguir antes de morirse. Lo cerca o lejos que lleguemos a conseguir este objetivo se convierte en la medida de la calidad de nuestra vida; si al menos lo hemos conseguido en parte, sentimos felicidad y satisfacción.

Para la mayoría de personas sobre el planeta, los objetivos vitales son simples: sobrevivir, dejar descendencia que a su vez sobreviva y, si es posible, hacer todo esto con una cierta cantidad de comodidad y dignidad. En los barrios de chabolas que se extienden por los alrededores de las ciudades sudamericanas, en las regiones barridas por el hambre de África, entre los millones de asiáticos que tienen que solucionar día a día el problema del hambre, no se puede tener esperanzas de mucho más.

Pero tan pronto estos problemas básicos están resueltos, tener solamente la comida suficiente y un refugio confortable no satisface a las personas. Se sienten nuevas necesidades. El dinero y el poder son las expectativas en alza y, mientras nuestro nivel de salud y comodidad sigue incrementándose, el sentimiento de bienestar que esperábamos conseguir con ello sigue retrocediendo en la distancia. Cuando Ciro el Grande tenía diez mil cocineros preparándole nuevos platos para su mesa, el resto de Persia casi no tenía qué comer. En nuestros días cada hogar del “primer mundo” tiene acceso a recetas de los lugares más diversos y puede duplicar los festines de los emperadores del pasado. ¿Pero esto nos hace sentir más satisfechos?

Esta paradoja de las expectativas en alza sugiere que mejorar la calidad de vida es una tarea inacabable. De hecho no hay ningún problema inherente en nuestro deseo de ir escalando objetivos mientras disfrutemos con la lucha que debemos realizar durante el camino. El problema existe cuando las personas están tan obsesionadas en lo que quieren conseguir que ya no obtienen placer con el presente. Cuando esto sucede, pierden su oportunidad para contentarse.

A pesar de que la evidencia sugiere que la mayoría de personas están atrapadas en esta noria de las expectativas al alza, muchas de ellas han hallado el modo de escaparse. Son personas que, sin importar sus condiciones materiales, han sido capaces de mejorar la calidad de sus vidas, se sienten satisfechas y han logrado que las personas que les rodean también se sientan algo más felices.

Tales individuos tienen ganas de vivir, están abiertos a una gran variedad de experiencias, siguen aprendiendo hasta el día de su muerte y tienen fuertes lazos y compromisos con otras personas y con el entorno en que viven. Disfrutan de todo lo que hacen, incluso aunque sea algo tedioso o difícil, pocas veces se aburren y pueden tomarse con calma cualquier cosa que les suceda. Tal vez su mayor fuerza resida en que controlan sus vidas. Más tarde veremos cómo han logrado alcanzar este estado. Pero antes de que lo hagamos, necesitamos revisar alguno de los instrumentos que se han ido desarrollando a lo largo del tiempo como protección contra la amenaza del caos y las razones de por qué a menudo estas defensas no funcionan.

Los escudos de la cultura

A lo largo del curso de la evolución humana cada grupo de personas se fue dando cuenta gradualmente de la enormidad de su soledad en el cosmos y de la precariedad de su lucha por la supervivencia; por ello elaboró mitos y creencias capaces de transformar las fuerzas destructoras e imprevisibles de la naturaleza en comportamientos manejables o al menos comprensibles. Una de las principales funciones de cada cultura ha sido proteger a sus miembros frente al caos, reafirmando su propia importancia y su éxito final. Los esquimales, los cazadores de la cuenca del Amazonas, los chinos, los navajos, los aborígenes australianos y los residentes en Nueva York, todos están seguros de vivir en el centro del universo y de tener una dispensa especial que los sitúa en el carril directo que lleva al futuro. Sin esas creencias en privilegios exclusivos sería difícil enfrentarse a las pruebas de la existencia.

Así es como debería ser. Pero hay momentos en los que el sentimiento de que uno ha encontrado la seguridad en el seno de un cosmos amigable se convierte en algo peligroso. Una confianza poco realista en los escudos, en los mitos culturales, puede llevar al desencanto extremo cuando caen. Esto suele suceder cuando una cultura ha tenido buena suerte durante un cierto tiempo y parece entonces haber hallado el modo de controlar las fuerzas de la naturaleza. Llegados a este punto es lógico empezar a pensar que son un pueblo elegido y que no necesitan temer al fracaso. Los romanos llegaron a este punto tras varios siglos de dominar el Mediterráneo, los chinos confiaban en su superioridad inmutable sobre los mongoles antes de que éstos les conquistaran, y los aztecas se sentían así antes de la llegada de los españoles.

El orgullo cultural, o la presunción de haber sido salvados de un universo que básicamente no tiene sensibilidad ante las necesidades humanas, generalmente trae problemas. El inmerecido sentimiento de seguridad, más pronto o más tarde, resulta en un duro despertar. Cuando las personas empiezan a pensar que el progreso es inevitable y que la vida es fácil, pueden perder rápidamente el valor y la determinación a la hora de enfrentarse a los primeros signos de la adversidad. Y mientras se dan cuenta de que lo que creían no era del todo verdad, abandonan la fe en todo lo demás que habían aprendido. Faltos del apoyo al que estaban acostumbrados gracias a los valores culturales que poseían, se hunden en un pantano de ansiedad y apatía.

Tales síntomas de desencanto no es difícil observarlos hoy a nuestro alrededor. Los más obvios tienen que ver con la negligencia que se extiende y que afecta a tantas vidas. Las personas genuinamente felices son pocas y dispersas. ¿Cuántas personas que usted conoce disfrutan con lo que están haciendo, cuántas están lo suficientemente satisfechas con lo que les ha tocado en suerte, cuántas no se lamentan del pasado y miran hacia el futuro con confianza? Si Diógenes con su linterna hace veintitrés siglos tuvo problemas para hallar un hombre cabal, hoy tal vez hubiese tenido más dificultades para hallar un hombre feliz.

Este malestar general no es debido directamente a causas externas. A diferencia de muchos otros países de nuestro mundo contemporáneo, no podemos culpar de nuestros problemas al entorno hostil, a la pobreza o a la opresión ejercida por un ejército extranjero que ocupa nuestra tierra. Las raíces del descontento son internas y cada persona debe enfrentarse a ellas individualmente, con su propio poder. Los escudos que han funcionado en el pasado (el orden que ofrecían la religión, el patriotismo, las tradiciones étnicas y las costumbres propias de cada clase social) ya no son efectivos para un número creciente de personas que se sienten expuestas a los duros vientos del caos.

La falta de orden interno se manifiesta en una condición subjetiva que algunos denominan ansiedad ontológica o angustia existencial. Básicamente es un miedo a ser, un sentimiento de que no hay sentido en la vida y de que la existencia no vale la pena. Nada parece tener sentido. En las últimas generaciones, el espectro de la guerra nuclear ha añadido una amenaza sin precedentes a nuestras esperanzas. Ya no parecen tener sentido los anhelos históricos de la humanidad. Somos simples partículas olvidadas flotando en el vacío. Con cada año que pasa, el caos del universo físico se convierte en algo más poderoso en las mentes de la multitud.

Y mientras las personas viven su vida, pasando de la ignorancia llena de esperanzas de la juventud a la madurez más sobria, tarde o temprano van a tener que afrontar la pregunta cada vez más persistente: ¿Esto es todo lo que hay? La infancia puede ser dolorosa y la adolescencia confusa pero, para muchas personas, tras todo ello está la esperanza de que, una vez hayamos crecido, las cosas van a ir mejor. En los primeros años de madurez el futuro aún parece prometedor y uno conserva la esperanza de lograr sus objetivos. Pero inevitablemente el espejo del baño nos muestra las primeras canas y confirma el hecho de que estos kilos de más no los vamos a perder. Inevitablemente empezamos a perder la vista y dolores misteriosos empiezan a surgir por todo el cuerpo. Como los camareros de un restaurante que empiezan a poner las mesas para el desayuno mientras uno está terminando de cenar, estas señales de mortalidad nos comunican claramente su mensaje: tu tiempo se está acabando, es la hora de marcharse. Y cuando esto sucede, pocas personas están listas: «espera un minuto, esto no puede estar sucediéndome. Aún no he empezado a vivir. ¿Dónde está todo el dinero que se supone que he acumulado? ¿Dónde están esos buenos momentos que iba a disfrutar?»

Un sentimiento de que nos han mentido, de que nos han engañado, es la consecuencia comprensible de todo ello. Desde nuestra más temprana edad nos han condicionado para que creamos que un destino benigno cuidará de nosotros. Después de todo, todo el mundo parece estar de acuerdo en que ha sido una gran suerte vivir en este país, que ahora es más rico que nunca, en el período más científicamente avanzado de la historia, rodeados de la tecnología más eficaz y protegidos por la más sabia Constitución. Por ello tiene sentido esperar que tuviésemos una vida más rica y con más sentido que cualquiera de los miembros anteriores de la raza humana. Si nuestros abuelos, que vivían en un pasado espantosamente primitivo, pudieran gozar de los avances de hoy, ¡imagínense lo felices que serían! Los científicos nos contaron que así era, lo predicaron los sacerdotes en los púlpitos de sus iglesias y lo confirmaron miles de anuncios de televisión que celebraban la buena vida. Pero, a pesar de todas estas afirmaciones, más pronto o más tarde nos despertamos solos, y vemos que de ningún modo este mundo rico, científico y avanzado va a darnos la felicidad.

Y mientras esta toma de conciencia va asentándose lentamente, distintas personas reaccionan de forma diferente. Algunos intentan ignorarlo y renuevan sus esfuerzos para adquirir más de las cosas que se supone que mejoran la vida: coches más grandes, casas más grandes, más poder en el trabajo o un estilo de vida lleno de atractivo. Renuevan sus esfuerzos determinados a conseguir la satisfacción que hasta ahora les ha eludido. A veces esta solución funciona, simplemente porque uno está tan inmerso en la lucha competitiva que no tiene ocasión para darse cuenta de que el objetivo ni siquiera está más cercano que antes. Pero si una persona se toma unos momentos para reflexionar, el desencanto vuelve: tras cada éxito se ve con mayor claridad que el dinero, el poder, la posición social y las posesiones, por sí mismas, no añaden ni un ápice a la calidad de vida.

Otros deciden atacar directamente los síntomas amenazantes. Si es el cuerpo el que da la primera señal de alarma, van a seguir dieta, apuntarse a un gimnasio, hacer aerobic, comprar un nautilus o hacerse la cirugía plástica. Si el problema parece consistir en que nadie les presta atención, compran libros sobre cómo tener poder o hacer amigos, o se apuntan a cursos prácticos sobre cómo tener seguridad en sí mismos y sentirse más poderosos. De todos modos, tras un breve tiempo, estas soluciones parciales tampoco funcionan. No importa cuánta energía dediquemos al cuidado corporal; llegará el momento en que el cuerpo nos ganará la partida. Si estamos aprendiendo a tener más seguridad en nosotros mismos, podemos distanciar a nuestros amigos sin advertirlo. Y si dedicamos mucho tiempo a cultivar nuevas amistades, podemos amenazar la relación que tenemos con nuestra pareja o familia. Hay tantas cosas de las que debemos preocuparnos y tan poco tiempo para atenderlas todas…

Intimidados por la inutilidad de intentar atender todas las demandas que no pueden controlar, algunos simplemente abandonan y se retiran grácilmente al olvido relativo. Siguiendo el consejo de Cándido, abandonan el mundo y cultivan su pequeño jardín. Pueden tener escarceos con formas de evasión como desarrollar alguna afición no dañina o acumular una colección de pintura abstracta o figuras de porcelana. O pueden perderse en el alcohol o en el mundo de ensueño de las drogas. Y aunque los placeres exóticos y las diversiones caras pueden temporalmente alejar de la mente la pregunta básica de «¿es esto todo lo que hay?», pocos afirman haber hallado la respuesta de este modo.

Tradicionalmente el problema de la existencia ha sido enfrentado directamente por la religión, y un número creciente de desilusionados vuelven a ella escogiendo alguna de las creencias más comunes u otras variantes orientales más esotéricas. Pero las religiones sólo son intentos que han tenido un éxito temporal en manejar la falta de sentido de la vida; no hay respuestas permanentes. En algunos momentos de la historia las religiones han explicado de forma convincente lo que estaba mal en la existencia humana y le han ofrecido respuestas creíbles. Desde el siglo cuarto al octavo de nuestra era, el cristianismo se extendió a través de toda Europa, el islam arrasó en el Próximo Oriente y el budismo conquistó Asia. Durante cientos de años estas religiones dieron a la gente objetivos que les satisfacían para que pasaran toda su vida persiguiéndolos. Pero hoy es más difícil aceptar sus visiones del mundo como verdades definitivas. La forma en la cual las religiones han presentado sus verdades (mitos, revelaciones, textos sagrados) ya no es creída a ciegas en una era de racionalismo científico, aunque la sustancia que conforma estas verdades haya permanecido sin cambios. Una nueva religión vital puede algún día levantarse de nuevo. Mientras tanto, los que buscan consuelo en las iglesias existentes a menudo pagan por su paz mental con un compromiso tácito de ignorar lo que se sabe acerca de cómo funciona el mundo.

La evidencia de que ninguna de estas soluciones resulta efectiva a largo plazo es irrefutable. En el colmo de su esplendor material, nuestra sociedad sufre de una sorprendente variedad de extrañas enfermedades. Los beneficios producidos por la extendida dependencia de las drogas ilegales están enriqueciendo a los asesinos y a los terroristas. Parece posible que en un futuro próximo estemos regidos por una oligarquía de antiguos traficantes de drogas que rápidamente está ganando riqueza y poder a expensas de los ciudadanos que obedecen la ley. En nuestra vida sexual, al sacudir las cadenas de la moral “hipócrita” hemos liberado virus destructivos entre nosotros.

A menudo las tendencias futuras son tan terribles que nos desalentamos y desconectamos la radio cuando escuchamos las últimas estadísticas. Pero la estrategia del avestruz para evitar las malas noticias no es productiva; es mejor enfrentarse a los hechos y tener cuidado para no ser uno más entre las estadísticas. Hay algunas que pueden ser de consuelo para algunos, por ejemplo: en los últimos treinta años hemos doblado el uso per cápita de energía, mayormente gracias a que se multiplicó por cinco el uso de aparatos eléctricos. Otras tendencias, de todos modos, no gustarían a nadie. En 1984 aún había en Estados Unidos treinta y cuatro millones de personas viviendo por debajo del umbral de la pobreza (definido por unos ingresos anuales de 10.609 dólares o menos para una familia de cuatro personas); esta cifra ha cambiado muy poco durante generaciones.

En los Estados Unidos la frecuencia per cápita de crímenes violentos (asesinatos, violaciones, robos y asaltos) se ha incrementado más del 300% entre 1960 y 1986. En un año tan próximo como 1978 se denunciaron 1.085.500 crímenes violentos, y en 1986 el número había subido a 1.488.140. La proporción de asesinatos se ha mantenido firme en torno al 1000% por encima de otros países industrializados como Canadá, Noruega o Francia. En aproximadamente el mismo período, la proporción de divorcios subió un 400%, de 31 de cada 1000 parejas casadas en 1950 pasó a 121 en 1984. Durante estos veinticinco años las enfermedades venéreas se triplicaron: en 1960 había 259.000 casos de gonorrea y en 1984 eran casi 900.000. Aún no tenemos una idea clara del precio trágico en vidas humanas que la última plaga, el sida, va a reclamar antes de ser vencido.

La triplicación o cuadruplicación de la patología social durante la última generación es cierta en un increíble número de ámbitos. Por ejemplo, en 1955 hubo 1.700.000 peticiones de intervención clínica relacionada con pacientes mentales en todo el país, y en 1975 el número había subido a 6.400.000. Tal vez no sea coincidencia, pero datos similares ilustran el incremento de nuestra paranoia nacional: durante la década de 1975 a 1985 el presupuesto autorizado de gastos del Departamento de Defensa subió de 87,9 miles de millones de dólares al año a 284,7 miles de millones (un incremento de más del triple). Es cierto que el presupuesto del Departamento de Educación también se triplicó durante el mismo período, pero en 1985 ascendió a “sólo” 17,4 miles de millones. Al menos en lo que respecta a la distribución de los recursos, la espada es dieciséis veces más importante que el lápiz.

El futuro no parece tener mejor aspecto. Los adolescentes de hoy muestran los síntomas del malestar que afecta a sus padres, a veces incluso de forma más virulenta. Pocas personas jóvenes son educadas hoy en día en familias donde ambos padres están presentes para compartir las responsabilidades que supone educar a los hijos. En 1960 sólo 1 de cada 10 adolescentes estaba viviendo en una familia con un solo progenitor. En 1980 la proporción se ha doblado y en 1990 se espera que se triplique. En 1982 había más de 80.000 delincuentes juveniles (con una edad media de 15 años) condenados en diversas cárceles. Las estadísticas sobre el abuso de drogas, las enfermedades venéreas, el abandono del hogar y los embarazos no deseados son todas desagradables, aunque probablemente no reflejan toda la verdad. Entre 1950 y 1980 los suicidios de adolescentes se incrementaron un 300%, especialmente entre los chicos jóvenes blancos de las clases ricas. De los 29.253 suicidios registrados en 1985, 1.339 eran chicos jóvenes blancos de entre 15 y 19 años de edad; las chicas blancas de las mismas edades se suicidan cuatro veces menos, y los chicos negros diez veces menos (los jóvenes negros, de todos modos, forman el grueso del número de muertes de jóvenes por homicidio). Y lo último, pero no lo menos importante, el nivel de conocimientos de la población parece estar en declive en todas partes. Por ejemplo, la puntuación media en matemáticas de los exámenes SAT era de 466 en 1967, en 1984 era de 426. Un bajón similar se ha registrado en las puntuaciones verbales. Y estas estadísticas lamentables podrían seguir y seguir.

Y ¿por qué sucede esto a pesar de haber alcanzado milagros del progreso que no podríamos ni soñar, por qué parecemos más desamparados al enfrentarnos a la vida que nuestros antepasados menos privilegiados? La respuesta parece clara: mientras que la humanidad ha incrementado colectivamente sus poderes materiales cientos de veces, no ha avanzado mucho en términos de mejorar el contenido de su experiencia.

Recuperar la experiencia

No hay modo de salir de este trance si el individuo no toma personalmente el asunto en su manos. Si los valores y las instituciones ya no nos ofrecen el apoyo ni el marco de referencia que antes nos daban, cada persona debe utilizar cualquier instrumento a su alcance para construir una vida con sentido y que le permita gozar de ella. Uno de los instrumentos más importantes en esta búsqueda lo ofrece la psicología. Hasta ahora las principales contribuciones de esta ciencia, que apenas está empezando a volar, ha sido descubrir cómo los acontecimientos del pasado arrojan luz en la conducta presente. Nos ha hecho ser conscientes de que la irracionalidad adulta es a menudo el resultado de las frustraciones infantiles. Pero existe otro modo en el que puede utilizarse esta disciplina de la psicología. Puede ayudarnos a responder a la pregunta: siendo como somos, con todos nuestros errores y represiones, ¿qué podemos hacer para mejorar nuestro futuro?

Para sobreponerse a las ansiedades y depresiones de la vida actual, los individuos deben independizarse del entorno social hasta un grado en el que no respondan exclusivamente en términos de sus recompensas o castigos. Para obtener esta autonomía una persona debe aprender a darse recompensas. Tiene que desarrollar la habilidad de encontrar diversión y propósito sin tener en cuenta las circunstancias externas. Este desafío es a la vez más fácil y más difícil de lo que parece: más fácil porque la habilidad para hacer esto está al alcance de todas las personas, y más difícil porque requiere de una disciplina y perseverancia que han sido algo escasas en todas las épocas y tal vez lo son más aún en el presente. Y antes de todo esto, conseguir el control sobre la experiencia requiere un cambio drástico de actitud sobre lo que es importante y lo que no lo es.

Crecemos creyendo que lo que más cuenta en nuestras vidas es lo que va a ocurrir en el futuro. Los padres enseñan a sus hijos que si aprenden buenas costumbres ahora, cuando sean adultos la vida les irá mejor. Los maestros aseguran a sus alumnos que estas aburridas clases van a serles beneficiosas más adelante, cuando los estudiantes estén buscando trabajo. El vicepresidente de la compañía les dice a los empleados jóvenes que deben tener paciencia y trabajar duro, porque uno de estos días serán ascendidos a la categoría de los ejecutivos. Y al final de la larga lucha por avanzar, llegan los años dorados del retiro. «Nosotros siempre estamos luchando por vivir –solía decir Ralph Waldo Emerson–, pero nunca vivimos.» O como la pobre Frances aprendió en el cuento para niños: siempre habrá pan y jamón mañana, pero nunca habrá pan y jamón hoy.

Desde luego el énfasis en posponer la gratificación es, hasta cierto punto, inevitable. Como Freud y muchos otros antes y después de él han afirmado, la civilización se construye sobre la represión de los deseos individuales. Sería imposible mantener cualquier tipo de orden social, cualquier división compleja del trabajo, a menos que los miembros de la sociedad fuesen obligados a aprender los hábitos y las habilidades que la cultura requería, les gustase o no a los individuos. La socialización, o la transformación de un organismo humano en persona que funciona con éxito en un sistema social en particular, no puede evitarse. La esencia de la socialización es hacer depender a las personas de los controles sociales, hacerlos responder de forma predecible a las recompensas y a los castigos. Y la forma más efectiva de socialización se consigue cuando las personas se identifican tan profundamente con el orden social que no pueden imaginarse a sí mismos rompiendo alguna de sus reglas.

Al hacernos trabajar para sus objetivos, la sociedad se ayuda mediante poderosos aliados: nuestras necesidades biológicas y nuestro condicionamiento genético. Por ejemplo, todos los controles sociales se basan en último término en una amenaza al instinto de supervivencia. Las personas de un país conquistado obedecen al conquistador porque desean seguir viviendo. Hasta hace muy poco, las leyes de una de las naciones más civilizadas (como es Gran Bretaña) eran reforzadas con amenazas de castigos corporales, mutilaciones o muerte.

Cuando no utilizan el dolor, los sistemas sociales utilizan el placer para inducir a aceptar las normas. La “buena vida” prometida como recompensa a una vida dedicada al trabajo y al cumplimiento de la ley se construye gracias a los deseos que contiene nuestro programa genético. Prácticamente todos los deseos que se han convertido en parte de la naturaleza humana, desde la sexualidad a la agresión, desde el deseo de seguridad a la receptividad al cambio, han sido utilizados como fuente de control social por los políticos, las iglesias, las empresas y los publicistas. Para atraer a los reclutas a fin de que formasen parte del ejército turco, los sultanes del siglo XVI prometían la recompensa de violar a las mujeres de los territorios conquistados; en nuestros días los carteles prometen a los jóvenes que si se unen al ejército “verán mundo”.

Es importante darse cuenta de que buscar el placer es una respuesta refleja que se halla en nuestros genes para asegurar la conservación de la especie, no con el propósito de nuestro disfrute propio y personal. El placer que tenemos al comer es una manera eficiente de asegurarse que el cuerpo va a obtener el alimento que necesita. El placer del acto sexual es igualmente un método práctico que los genes utilizan con el propósito de programar al cuerpo para que se reproduzca y con ello asegurar la continuidad de los genes. Cuando un hombre se siente físicamente atraído por una mujer, o viceversa, normalmente imagina –asumiendo que piensa en ello, si es que lo hace– que este deseo es una expresión de sus intereses individuales, un resultado de sus propias intenciones. En realidad, es más frecuente que su interés esté siendo manipulado por el invisible código genético, que está siguiendo sus propios planes. Y mientras la atracción siga siendo un reflejo basado puramente en reacciones físicas, los planes conscientes de la persona probablemente sólo jueguen un papel muy pequeño. No hay nada malo en seguir esta programación genética y disfrutar de los placeres que nos proporciona, mientras los reconozcamos como lo que son y mientras tengamos algún control sobre ellos cuando sea necesario perseguir otros objetivos a los que hayamos decidido darles prioridad.

El problema es que recientemente se ha convertido en una moda creer que, sintamos lo que sintamos dentro, se trata de la verdadera voz de la naturaleza hablándonos. La única autoridad en la que creen muchas personas hoy en día es el instinto. Si algo parece bueno y es natural y espontáneo, entonces es bueno. Pero cuando seguimos las sugerencias de la genética y las instrucciones sociales sin cuestionarlas, abandonamos el control de la conciencia y nos convertimos en juguetes sin poder en manos de fuerzas impersonales. La persona que no puede resistirse a la comida o al alcohol, o cuya mente está siempre pensando en el sexo, no es libre para dirigir su energía psíquica.

La visión “liberada” de la naturaleza humana, que acepta y sigue cada impulso o instinto que siente simplemente porque está ahí, tiene como resultado unas consecuencias bastante reaccionarias. Mucho “realismo” contemporáneo resulta ser una variación del viejo y anticuado fatalismo: las personas se sienten liberadas de la responsabilidad mediante el recurso al concepto de “naturaleza”. Por naturaleza, sin embargo, todos nacemos ignorantes. Entonces ¿deberíamos evitar el aprender? Algunas personas producen una cantidad de andrógenos mayor de la normal y por ello son excesivamente agresivas. ¿Significa eso que deberían expresar libremente su violencia? No podemos negar los hechos de la naturaleza, pero ciertamente debemos intentar mejorarlos.

El sometimiento al programa genético puede ser algo muy peligroso, porque nos deja indefensos. Una persona que no puede desoír las instrucciones genéticas cuando es necesario siempre resulta vulnerable. En lugar de decidir cómo actuar en términos de sus objetivos personales, debe rendirse ante las cosas para las que ha sido programado (o mal programado) su cuerpo. Uno debe conseguir especialmente el control sobre los impulsos instintivos para conseguir una independencia sana en la sociedad, puesto que mientras respondamos de forma predecible a lo que sentimos como bueno y a lo que sentimos como malo, es fácil que los demás exploten nuestras preferencias para sus propios fines.

Un persona totalmente socializada es la que desea sólo las recompensas que aquéllos que la rodean han decidido que debe desear (recompensas que a menudo se apoyan en los deseos genéticamente programados). Puede encontrase con miles de experiencias que potencialmente podrían llenarle, pero no se da cuenta porque no son las cosas que desea. Lo que importa no es lo que tiene ahora, sino lo que podría obtener si hace lo que los otros desean que haga. Atrapado por la trampa de los controles sociales, esta persona sigue luchando por un premio que siempre se disuelve entre sus manos. En una sociedad compleja, muchos grupos poderosos se ocupan de la socialización, y a veces con objetivos aparentemente contradictorios. Por un lado, las instituciones oficiales como las escuelas, iglesias y bancos intentan convertirnos en ciudadanos responsables que desean trabajar duro y ahorrar. Por otro lado, estamos siendo tentados constantemente por los comerciantes, fabricantes y publicistas para que nos gastemos nuestras ganancias en productos que van a darles la mayoría de beneficios a ellos. Y finalmente, el sistema subterráneo de los placeres prohibidos regido por jugadores, proxenetas y traficantes de droga, que es lo opuesto dialécticamente a las instituciones oficiales, nos promete sus propias recompensas de placer fácil (en el caso de que podamos pagarlo). Los mensajes son muy diferentes, pero su resultado es esencialmente el mismo: hacernos dependientes de un sistema social que explota nuestras energías para sus propios propósitos.

Aquí no cuestionamos que para sobrevivir, y en concreto para sobrevivir en una sociedad compleja, sea necesario trabajar por unos objetivos externos y posponer la gratificación inmediata. Pero una persona no tiene que convertirse por ello en un muñeco manejado por los controles sociales. La solución es liberarse de forma gradual de las recompensas de la sociedad y aprender cómo sustituirlas por recompensas que estén bajo el poder propio de uno. Esto no significa que debamos abandonar todos los objetivos que nos propone la sociedad; significa que además o en lugar de los objetivos con los que otros nos seducen, debemos desarrollar unos objetivos propios.

El paso más importante para emanciparse de los controles sociales es la habilidad de encontrar recompensas en los acontecimientos de cada momento. Si una persona aprende a disfrutar y a encontrar significado en la corriente incesante de experiencias, en el propio proceso de vivir por sí misma, el peso de los controles sociales cae automáticamente de nuestros hombros. El poder regresa a la persona cuando las recompensas dejan de estar delegadas a fuerzas exteriores a ella misma. Ya no es necesario luchar por objetivos que siempre están alejándose en el futuro y finalizar cada aburrido día con la esperanza de que tal vez mañana suceda algo bueno. En lugar de estar siempre esforzándonos para alcanzar el premio que, como en el suplicio de Tántalo, está fuera de nuestro alcance, uno empieza a recoger las recompensas verdaderas de la vida. Pero no es abandonándonos a los deseos instintivos como nos liberaremos de los controles sociales. También debemos independizarnos de los dictados del cuerpo, aprender a tomar el control de lo que sucede en nuestra mente. El placer y el dolor suceden en la conciencia y existen sólo en ella. Mientras obedezcamos los hábitos de estímulo-respuesta socialmente condicionados que utilizan nuestras inclinaciones biológicas, estaremos controlados por el exterior. Mientras un anuncio deslumbrante nos haga salivar de deseo por el producto que anuncia o una bronca del jefe nos amargue el día, no seremos libres para determinar el contenido de la experiencia. Y ya que lo que experimentamos es la realidad, al menos en lo que a nosotros nos concierne, podemos transformar la realidad todo cuanto podamos influenciar lo que sucede en la conciencia y así nos liberaremos de las amenazas y los halagos del mundo exterior. «Los hombres no tienen miedo de las cosas, sino de cómo las ven», dijo Epicteto hace mucho tiempo. Y el gran emperador Marco Aurelio escribió: «Si te sientes dolido por las cosas externas, no son éstas las que te molestan, sino tu propio juicio acerca de ellas. Y está en tu poder el cambiar este juicio ahora mismo».

Vías de liberación

La sencilla verdad de que el control de la conciencia determina la calidad de vida se conoce desde hace mucho tiempo; de hecho es tan antigua como la humanidad. El consejo del oráculo de Delfos que decía «conócete a ti mismo», lo implicaba de cierto modo. Y era claramente reconocido por Aristóteles, cuya idea de la “actividad virtuosa del alma” prefigura en muchos aspectos los argumentos de este libro y fue desarrollada por los filósofos estoicos en la antigüedad clásica. Las órdenes monásticas cristianas perfeccionaron varios métodos para aprender cómo canalizar los pensamientos y los deseos. Ignacio de Loyola lo racionalizó en sus famosos ejercicios espirituales. El último gran intento de liberar a la conciencia del dominio de los impulsos y del control social fue el psicoanálisis; como Freud señaló, los dos tiranos que luchan por el control de la mente son