Frahona - Claudete Nieto - E-Book

Frahona E-Book

Claudete Nieto

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Beschreibung

Oran. 1919. Frahona Aknin es una joven judía-sefardita que sumerge sus narices en una librería cada que puede y sueña con viajar por diferentes lugares para conocer a escritores, pintores y grandes pensadores. El destino la cruza con José Tomás Nieto, un médico colombiano que busca limpiar su alma del horror que lleva impregnado a causa de las cicatrices que le dejó la Primera Guerra Mundial. El amor que surge entre ambos los lanza a una travesía sin retorno que empuja a Frahona a desafiar su religión, su cultura y las tradiciones de su familia, decisión que pone sobre sus hombros una maldición que amenaza con acompañarla para siempre. Juntos intentarán oponerse al designio de las imprecaciones, a la París ocupada por los Nazis y al dolor constante del abandono que parece seguirlos a cualquier lugar que vayan. La dolorosa y emotiva historia de una vida marcada por la pérdida

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© 2022 Claudette Nieto Bermudez

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Marzo 2023

Bogotá, Colombia

Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

E-mail: [email protected]

Teléfono: (57) 317 646 8357

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7631-14-4

Editor General: María Fernanda Medrano Prado.

Corrección de Estilo: Pablo Castro

Corrección de planchas: Laura Puentes

Maqueta e ilustración de cubierta: David Avendaño

@art.davidrolea

Diseño y maquetación: David Avendaño @art.davidrolea

Primera edición: Colombia 2023

Impreso en Colombia – Printed in Colombia

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

A mi madre, quien desde pequeña me contó las historias de mi abuela, y se convirtió en la gestora de esta novela. A mi hijo, Santiago, que me ha apoyado y acompañado en todo este proceso.

Contenido

I 11

II 29

III 35

IV 43

V 59

VI 67

VII 75

VIII 91

IX 107

X 123

XI 143

I 157

II 169

III 177

IV 183

V 201

VI 213

VII 217

VIII 221

IX 233

X 243

XI 249

PARTE I

I

Orán, norte de África

En la madrugada del 18 de junio de 1919, cuando el sol despuntaba sobre las maravillosas costas de Orán (Argelia), a orillas del Mediterráneo, un carruaje de caballos recogió a los jóvenes en el hotel para llevarlos al puerto con su equipaje. El hombre que manejaba el coche era un musulmán entrado en años, vestía una túnica color marfil y en su cabeza llevaba un turbante; su cara estaba cubierta por una tupida barba blanca, que enmarcaba un par de ojos hundidos y cansados. Mientras subía dos pequeñas maletas, le causó curiosidad tan poco y ligero equipaje. Al llegar al puerto, la misteriosa pareja se fue mezclando entre los pasajeros que abordaban el trasatlántico con destino a Alicante.

El inspector de documentos notó algo de nerviosismo en los viajeros y, mientras verificaba sus identificaciones, los miraba con atención, como si tratara de detectar alguna anomalía.

Frahona Aknin, la joven, era una judía sefardita, quien terminó sus estudios en la Escuela Alianza de la República, en Orán; tenía diecisiete años y su personalidad era lo que podía llamarse arrolladora: carácter fuerte, empoderada y valiente, sobre todo para su edad y la época. Sus rasgos eran armoniosos: nariz afilada, ojos negros, tez blanca, labio superior delgado y el inferior carnoso y sensual, de cabello negro y sedoso; su contextura era delgada sin llegar a ser frágil, podría decirse que era alta para el promedio de las mujeres. Aquella mañana iba vestida de manera exquisita, con un traje de cuello en ve color rosa, que se ceñía a su cintura, la falda caía libre por sus largas piernas, llevaba un sombrero sin ala de fieltro, decorado con fino tejido de cloche; su belleza y elegancia hacían de ella una jovencita espléndida, un equilibrio entre sencillez y pulcritud.

Esa madrugaba cambiaba para siempre su vida: atravesaría el Mediterráneo, huyendo de su familia, junto al hombre que amaba.

Él, José Tomás, era un muchacho de 26 años, de nacionalidad colombiana, graduado como Cirujano Dentista de la Facultad de Medicina de París; de contextura delgada, trigueño y refinado, sus mayores atributos eran sus cejas pobladas, sus ojos grandes y negros. A pesar de su juventud, era un hombre maduro, apasionado por su trabajo y enamorado hasta los huesos de su compañera.

Al llegar a la cubierta del barco, Frahona se detuvo melancólica, miró por unos segundos hacia aquel lugar que estaba dispuesta a dejar y respiró fuerte para retener el olor de su puerto. Su piel quedó invadida de la brisa del mar; allí había transcurrido toda su vida y dejaba a los seres que más amaba, quizá sería la última vez que sus ojos contemplarían esa tierra. Una gran tristeza la asedió y no pudo evitar el llanto que humedeció su rostro; dio la espalda a aquella ciudad, luego se volvió hacia Tomás, buscando refugio en sus brazos. Así permanecieron hasta que el barco se alejó del muelle perdiéndose en el profundo horizonte de un mar calmado y azul, mientras el resto de los pasajeros alzaban sus manos despidiéndose de sus seres queridos.

El navío era imponente. El interior estaba seccionado en primera, segunda y tercera clase; se diferenciaban por los costos, las ubicaciones y las comodidades. José Tomás compró boletos en primera, un camarote para cada uno. Los compartimientos, pulcros y ventilados, contaban con una cama, una silla y un escritorio. La acertada ubicación no dejaba oír el estrepitoso ruido de las maquinas ni el calor que estas destilaban, ya que se encontraban en el corazón del barco. Los ocupantes tenían un trato diferencial y un cocinero especial.

Segunda y tercera se extendían hacía los costados y, por supuesto, el ruido y el movimiento eran fuertes. Eran sencillas habitaciones con apenas una silla y tres literas, donde el calor era sofocante por estar arriba del cuarto de máquinas.

El viaje duraría cuatro días. Luego de dejar el equipaje en sus camarotes, fueron al comedor, probaron uno que otro bocado del banquete, después subieron a la cubierta y se quedaron allí a ver caer la tarde.

—Frahona, ¿cómo te sientes? —preguntó Tomás.

—En este momento me siento paralizada —contestó la joven angustiada.

—¿Crees que no tomaste la decisión correcta?, ¿estás arrepentida? —indagó Tomás con miedo a la respuesta.

—No, no me arrepiento, soy una mujer firme en mis decisiones, Tomás. Pero existen tradiciones, juramentos, maldiciones y no quiero pensar si mis acciones terminarán por darle fin a este amor.

—No creo en supersticiones —interrumpió él con un suspiro—, solo quiero vivir contigo toda la vida.

—Pero tengo que decírtelo… —Tomas la besó sin dejar que terminara.

—Frahona, cualquier cosa que me digas no hará cambiar el amor que siento por ti, son solo creencias que entre tu corazón y el mío se desvanecerán —dijo y la besó de nuevo. Se fundieron en un abrazo para luego recorrer el navío de la mano.

Al caer la noche, luego de haberse vestido de la manera apropiada para la cena, se dirigieron al comedor, donde los esperaban las mesas vestidas con elegantes manteles blancos, cada lugar puesto con cubiertos relucientes, servilletas de lino y copas al frente. Las mesas se disponían en redondo en un salón de la misma forma, mientras cuatro arañas de bronce y cristal iluminaban el espacio; en el fondo se elevaba un escenario suntuoso donde tocaba una banda de swing. El mesero tomó la orden, mientras ellos bebían una copa de vino tinto. Sus miradas enamoradas desvanecían todo lo vivido en los últimos meses.

Salieron luego cada uno a su camarote. Ella –extenuada– se recostó, cerró los ojos y se quedó profundamente dormida. Tomás llegó a la habitación; respiraba con algo de ansiedad, pues la angustia de Frahona la sentía en su propia piel. Se detuvo delante del lavabo con jofaina, se refrescó y luego se echó en el camastro para intentar descansar, pero al no lograrlo decidió salir a tomar aire. Estaba agotado, abstraído, todo había pasado con tal rapidez que solo hasta ese instante, al mirar el océano y respirar profundo, pudo pensar. Estaba seguro de su amor por Frahona, pero no de la forma en la que habían huido; reflexionó por un rato y se dio cuenta de que no había que darle más vueltas al asunto, ya no podía cambiar las cosas ni devolver el tiempo. Recordó entonces aquel aforismo tibetano que reza: «No hay situaciones desesperadas, solo hombres que se desesperan». Se rio de sí mismo y se fue a su camarote, no sin antes pasar por el de su amada y percatarse de que seguía sumergida en su descanso.

El trayecto fue fatigoso para Frahona, el movimiento constante de las olas provocó en ella un desagradable malestar que la acompañó hasta llegar a Alicante. Tomás estuvo todo el tiempo a su lado atendiéndola; tan solo salía de su camarote para dirigirse a la cocina, donde ordenaba una dieta especial de caldos y potajes, que preparaban a la perfección para contrarrestar los malestares que a menudo sufrían los viajeros y algunos miembros de la tripulación.

Cuando el viaje llegó a su fin, el capitán hizo aullar las sirenas del barco y al acercarse a la costa ya todos los pasajeros estaban listos para desembarcar en Alicante, el puerto comercial más agitado del Mediterráneo. Aunque fue construido en el siglo XIII, solo hasta dos siglos más tarde, en manos del rey Fernando ‘el católico’, se convirtió en el gran enclave comercial que ahora era y, más que eso, en una ciudad completa y excitante. Frahona miró, aún agotada por la travesía, la imponencia del lugar. Las embarcaciones de distintos tamaños atracaban a lo largo de la costa. Un muelle de maderos crujientes recibió sus piernas temblorosas. El obelisco que daba la bienvenida a los viajeros le pareció casi como la famosa torre de Babel, un punto en donde todos se encontraban, en donde nadie parecía juzgar de dónde venían.

Alicante, España

Ya en tierra firme, Frahona logró desvanecer por momentos su angustia, pero no dejaba de pensar en la reacción de su familia al enterarse de su partida. Acordaron que su convivencia comenzaría el día en que sus vidas se unieran por el ritual que eligieran por acuerdo mutuo. Era su forma de respetar las creencias que la regían, así muchas de ellas las hubiera irrespetado al huir con Tomás.

Después de unas horas la joven comenzó a mejorar y aprovecharon el tiempo para conocer la ciudad, dejaron de lado los sentimientos de culpa que les impedían disfrutar de la alegría de estar juntos y se lanzaron al mundo como un par de adolescentes locos a los que no les importaba nada ni nadie.

Los viajeros buscaron una posada entre las calles de Alicante y llegaron a una casona de dos pisos, pintada de blanco. El contramarco de la puerta estaba decorado con baldosas pintadas con recuadros de colores; la puerta, fabricada en madera maciza, y su diseño, inspirado en la Andalucía señorial, de cortijos con clavos y bisagras. En el segundo piso, en su exterior, se divisaba un balcón de barandas de hierro con portamacetas de las que colgaban flores de colores, que le daban al lugar un especial encanto.

Al entrar, encontraron un salón decorado con muebles rústicos, una mesa alta que hacía de recepción, y donde se encontraba una mujer de mediana edad, invitando con su agradable sonrisa a los viajeros a seguir. A la joven pareja le gustó el lugar y alquilaron dos habitaciones. Un muchacho salió del interior de la casa y subió el equipaje. Se instalaron cada uno en su cuarto. El baño era compartido, pero tuvieron la suerte de ser los únicos huéspedes aquel día; igual, el hostal era pequeño, contaba apenas con cinco habitaciones.

Frahona se dio un baño y se puso un vestido azul celeste de cuello camisero y botones aperlados, manga tres cuartos y falda plisada que llegaba a los tobillos; luego bajó a recorrer la casona mientras esperaba a Tomás. En la mitad de la casa había un patio ornamentado con plantas diversas; allí se encontraban cinco mesas puestas con manteles naranjas y azules, cada mesa con un pequeño florero y un velón. Alrededor del lugar, se encontraban dos habitaciones, una sala y en el fondo la cocina; allí –sentada a la mesa– esperó a Tomás. Él se tomó su tiempo en bajar, pero llegó relajado después del baño; llevaba una camisa blanca y unos pantalones color beige; se había afeitado la barba. Al verlo, Frahona se levantó y lo abrazó; los dos se alabaron entre sí. Al rato pidieron una bebida helada y galletas. Después salieron a caminar por las calles de Alicante, con rumbo a la playa. Hacía calor, necesitaban aflojar la tensión del viaje y de los acontecimientos pasados en Orán.

Para entonces, la Primera Guerra acababa de terminar, pero de la Gripe Española aún quedaban rezagos; eran tiempos oscuros en Europa. Se sentaron en la arena de la playa urbana de Santa Bárbara a mirar el precioso mar Mediterráneo.

—¿Sabes por qué se llama Mediterráneo? —preguntó José Tomás.

—Mediterráneo procede del latín Mar Medi Terraneum y significa: mar en medio de tierras, está entre los tres continentes, Europa, África y Asia —contestó Frahona, como en una lección de geografía.

—Me encantas —replicó Tomás embelesado y le besó la mano.

—Estudié geografía —dijo ella con seriedad burlona—, no creas que solo soy una loca, también soy inteligente —continuó y ambos soltaron una carcajada; se permitieron tirarse en la arena, se tomaron de la mano y se dispusieron a ver el cielo azul.

Hablaron de todo y de nada, pero no dijeron una sola palabra de los últimos acontecimientos. Se propusieron pensar en su ahora y en su después, recordar era sufrir, sabían que tendrían que afrontar ese pasado, aunque en esos momentos solo existían ellos dos.

Marsella, Francia

Al otro día tomaron el tren para Marsella, una ciudad que se abre hacia el mar por el oeste, mientras que al norte es sellada por el enorme macizo de l’Étoile, un lugar que se ha sostenido por siglos y que se ha convertido en un lugar emocionante, lleno de historia; gracias a su ubicación, ha sido siempre la puerta de extranjeros e inmigrantes, desbordada de estallidos culturales y de personas de todas partes. A Frahona aquella ciudad la cautivó, sobre todo cuando Tomás la llevó a conocer la Fortaleza de la Isla de If, lugar donde estuvo preso Edmundo Dantés, de El conde de Montecristo, una de sus novelas favoritas. Saber que ese lugar y la historia eran inspiradas en algo real solo la hizo amar más a Marsella, era el espacio perfecto para comenzar a vivir una nueva vida, su propia historia.

El sábado 28 de junio, al escuchar en todas partes de la firma del Tratado de Versalles, que puso fin a la Primera Guerra Mundial, salieron regocijados y agradecidos por el final del horror. Caminaron tomados de la mano por el barrio Le Panier, el sector antiguo de Marsella, subieron desde el puerto hasta la colina, pasaron por las casas de los pescadores y estibadores; entraron a la casa del Diamante, continuaron hasta llegar a la zona alta del cerro, donde se extasiaron con el paisaje; conocieron también la iglesia de Notre Dame de la Garde, recorrieron Le Palais Longchamp y la Abadía de San Víctor de Marsella. Frahona no quería abandonar la ciudad sin antes conocer los lugares que siempre llamaron su atención. Aquella noche, cenaron para celebrar el fin de una guerra devastadora y que José Tomás tuvo que vivir.

En el pequeño restaurante del hotel, José Tomás pidió una botella de vino y al terminar la cena brindó con Frahona, tomó su mano y puso en su dedo anular un anillo de esmeralda.

—Frahona, quiero que seas mi esposa, ¿aceptas? Para toda la vida y después de la vida también.

—Te estabas demorando, pensé que nunca lo dirías —Su risa iluminó su rostro, se acercó a Tomás y lo besó.

—¿El beso quiere decir que sí?

Ella volvió a besarlo y con un susurró le contestó: —Sí… por siempre y para siempre.

El tiempo que pasaron en aquella ciudad los reconfortó, estaban listos para salir rumbo a París, pero en el trayecto en el tren hacia la Ciudad Luz, los recuerdos invadieron la memoria de Frahona.

—¿Qué pasa? Te siento ausente —preguntó Tomás, que ya sabía lo que sucedía.

—No, solo recordaba a mi abuelo Adir —respondió ella saliendo de su letargo y en un hálito de egoísmo.

—Un gran hombre, espero que algún día pueda verlo de nuevo y pedir perdón por ti y por mí —respondió Tomás, con un dejo de vergüenza en su voz.

—Todo tendrá su momento, el tiempo y Dios guiarán nuestro destino —contestó Frahona calmada. Luego cambió el tema, para evadir la conversación de su familia—. No conozco París, siempre soñé con conocerla, quería estudiar en Europa.

—Pues era una ciudad hermosa, pero la guerra hizo estragos, vas a encontrar una París devastada. Llena de dolores, tenemos marcada la muerte de los soldados por enfermedades como tifus, tifoidea, cólera y disentería debido al hacinamiento. Era tal la cantidad de personas heridas, que los lugares destinados como hospitales de guerra estaban saturados de enfermos… de muerte. La impotencia, el cansancio y la locura nos abrazaban a cada uno de los profesionales de la salud, muchos perdieron su vida por contagios. No me gusta recordar, la guerra es el reflejo de la demencia humana, la enfermedad mental de los que manejan el poder y llevan a los pueblos al matadero todo por su ambición.

La guerra no solo destruyó la ciudad, sino que cambió la vida de todos; las mujeres pasaron de ser amas de casa a trabajos que antes eran ejercidos por hombres: laboratorios, talleres y fábricas, convirtiéndose en una nueva mano de obra en la industria durante la guerra. Otras, en cambio, decidieron compartir con los soldados en los frentes de batalla. Por un lado, algunas ejercieron una labor humanitaria como voluntarias de la Cruz Roja; otras, a pesar de luchar por su condición, hicieron parte de grupos de mujeres que participaron en las ofensivas contra los austriacos, como el caso del afamado Batallón Femenino de la Muerte.

— Te amo, eres ese hombre que me hace sentir viva. Lo bueno y lo malo lo descubro contigo. Amo tu sensibilidad y tu valor —replicó Frahona con ternura.

—¿Mi valor? —preguntó Tomás con la voz cortada—. Yo miré la guerra desde un quirófano, no combatí, ¿cómo puedes decir que soy valiente? —Su mirada seguía húmeda—. Hay tantas sensaciones y tanta impotencia.

—Pues combatiste por la vida de todos esos soldados, de esos civiles, de todos los seres a los que les salvaste la vida, entre esas estoy yo, tuviste la osadía de liberarme y luchar como un guerrero por mí —Cerró la frese con un beso. Sentados en el vagón del tren se abrazaron y callados continuaron el trayecto mirando el campo a través de la ventana.

Frahona se quedó dormida en el hombro de Tomás. La fricción del metal contra los rieles, aquel sonido constante del tren trajo a la mente de Tomás la guerra, el gas, las balas, el frío, el miedo, el hedor insoportable de la muerte.

Cuando comenzó la guerra tuvo que dejar la universidad. Unos amigos argentinos en Francia crearon un hospital de guerra para atender a los heridos. Tomás y su compañero de estudios, Antoine, estaban a cargo de la cirugía maxilofacial. Allí, no tuvo más remedio que trabajar en otras áreas, ya que faltaban médicos de todas las especialidades. Cuando terminó la guerra volvió a la universidad a terminar algunas materias. Fue cuando decidió viajar a Orán, tenía que darse un tiempo para lograr desvanecer el miedo de tanto horror.

París, Francia

Llegaron a París y, al pasar por la Rue Notre-Dame, ante la Sinagoga de Nazaret, Tomás la vio angustiada. La mirada de Frahona quedó embelesada de repente al pasar por el templo judío, como si pensara en algo que él no podía ver.

—¿Estás bien? —preguntó Tomás.

—Tengo miedo de haber defraudado a la familia, a los abuelos. Tú sabes lo que ellos significan en mi vida. Mi abuela Liora siempre ha dicho que la mejor manera de formar personas de bien es a través de nuestros actos, y mira lo que yo he hecho.

—¿Te arrepientes?, ¿lamentas estar aquí? —cuestionó él con algo de miedo a la respuesta.

—Lo pasado ha huido, lo que esperas está ausente, pero el presente es tuyo. Yo tan solo escogí el presente, pero eso no impide que los haya defraudado —contestó ella sin dejar de mirar la sinagoga, pero sin soltar la mano de Tomás.

Llegaron a la Catedral de Notre Dame y allí José Tomás le pidió a Frahona que lo esperara en una banca de la iglesia; ella no tuvo problema, miraba extasiada cada rincón del lugar, uno de los edificios más antiguos en la ciudad, terminado en 1345, después de un sin número de historias y de restauraciones. Le impactaron –sobre todo– las reliquias relacionadas con la Pasión de Cristo: la corona de espinas, un fragmento de la Vera Cruz y uno de los clavos que sirvió para la crucifixión. La imponencia y riqueza de la Catedral la dejó sin aire; nunca había entrado a una iglesia tan magnánima.

Mientras tanto, Tomás fue a buscar al padre Michel Fournier, párroco de Notre Dame.

Luego de una larga espera, él salió y se dirigieron al convento de las carmelitas, allí se quedaría ella, mientras definían el tipo de ceremonia por el que unirían sus vidas. Frahona no entendía mucho todo esto, pero respetaba la decisión de quedarse en aquel sitio.

La portada del convento se abría a la calle Saint-Honoré. Era una portada modesta, formada por tres arcadas, que casi ocultaba su existencia entre las edificaciones que la rodeaban. La construcción era de una arquitectura muy simple en su exterior y, dentro, la iglesia no tenía nada de especial, aparte de varios cuadros religiosos, imágenes de la Virgen María y crucifijos en madera.

Al llegar los recibió una monja entrada en años; bajo un hábito marrón había una mujer delgada y pequeña de estatura, llevaba puesto un velo que cubría su cabeza y apenas dejaba ver sus diminutos ojos azules de una frialdad tan gélida como un témpano. Ella los condujo a un salón donde los esperaba la superiora, una mujer de mediana estatura, de apariencia afable, que los saludó con gentileza. Los invitó a sentarse en un par de sillas de madera desgastadas por el tiempo y dirigió su mirada a José Tomás, quien comenzó a explicar el porqué se encontraban allí.

—Madre superiora, mi nombre es José Tomás Nieto, y aquí a mi lado está mi futura esposa, Frahona Aknin, ella nació en Orán, es judía; por esta razón tuvimos que venir a París, por múltiples razones no contamos con el consentimiento de sus padres. Pero estamos acá, convencidos de nuestro amor y ante todo el respeto que tengo hacia la mujer que será mi esposa, por eso mientras establecemos la fecha de matrimonio y hablo con el párroco, deseo que ella se quede un tiempo con ustedes, si lo permiten, así saldremos de aquí a nuestra ceremonia nupcial, y Frahona siempre tendrá su frente en alto como la mujer pura y respetable que es.

—Doctor José Tomás Nieto, como sabe usted, esta es una iglesia católica, por lo cual no veo por qué tenemos que acoger a una judía, más cuando huyó con usted —contestó la superiora, su voz y su mirada plagadas de juicios.

—El padre Michel Fournier, párroco de Notre Dame, me envió a hablar con ustedes, traigo conmigo una carta suya —contesto Tomás, con firmeza, sin dejarse amilanar por la mirada de la monja.

La superiora abrió el documento y la molestia le recorrió el rostro, pero al terminar la lectura, se dignó por fin mirar a Frahona; la inspeccionó de arriba abajo y, con una actitud irreverente, le pidió a José Tomás que se marchara, que se haría cargo de la mujer por órdenes del párroco. Se despidieron y Tomás prometió ir al otro día, a lo cual la mujer contestó que solo podría visitarla una vez a la semana; él miró a Frahona con ternura y en silencio le rogó paciencia.

El convento era un lugar frío. Tras sus callados y sólidos muros, Frahona estaba sumida en la soledad de aquella celda pequeña y oscura, rodeada de tapias altas y doble puerta clausurada con candado. En aquel lugar encontró un camastro gélido, una silla desvencijada y una mesa en donde la aguardaban una biblia, una pluma con tinta y papel. En la pared, un crucifijo; a la altura de 2 metros, un agujero con una rejilla para el flujo de aire, y una basecilla.

Al entrar, la desnudaron, la obligaron a ponerse una bata delgada con mangas y cuello redondo, que caía hasta los tobillos, le dieron unas sandalias y se llevaron su ropa. Luego regresaron con un vaso de agua y un pedazo de pan. Aquella noche el frío y la angustia de aquel lugar no le permitieron dormir. Al siguiente día, abrieron la celda y la llevaron a un baño tenebroso y congelado; el agua de la ducha parecía hielo y aún mojada le hicieron poner de nuevo el batón. Se dirigieron a la celda, le pasaron un pan con un tazón de agua caliente con sal y pedazos mínimos de zanahoria. Pasaron cuatro días, no la dejaron salir de la celda, ni tampoco hubo otra ducha. Sus gritos se silenciaron, era imposible que la oyeran, la celda estaba ubicada en el rincón más lejano del convento, estratégicamente para que sus gritos no fueran oídos. La esperanza puesta en la visita de Tomás para salir de allí, le dio algo de paz. Tomás tendría que volver por ella como se había acordado. En la mañana del quinto día, abrió el calabozo una mujer de contextura gruesa, alta, de cara ancha, rojiza y endurecida.

—Por favor deme una bebida caliente, tengo mucho frío —susurró Frahona.

—¿Cree usted que está en un hotel? Está en la casa de Dios y vamos a enseñarle a sufrir, lo que ustedes los judíos hicieron sufrir a su hijo Jesús —dijo con odio la religiosa.

—Su Dios es nuestro Dios, no estoy aquí para convertirme a ninguna religión, estoy acá por orden del párroco Michel Fournier, mientras resolvemos nuestra ceremonia con Tomás —contestó Frahona con fuerza.

La mujer la tomó del pelo, la llevó a rastras hasta la capilla y la hizo arrodillar frente al altar.

—Va a empezar a pedir perdón por todos sus pecados, judía pecadora, rece —le gritó enceguecida de ira la monja, que luego Frahona sabría que se llamaba Sofia.

Frahona, sin flaquear, comenzó la plegaria de Shajarit, el rezo matutino, con sus plegarias en hebreo. De pronto sintió en su espalda tres golpes con un flagrum1, el dolor la hizo caer al suelo, pero Frahona, como pudo, se levantó, tomó el brazo de la religiosa que desprendía desprecio y la empujó hacia un banco de madera.

—Usted es el demonio —Recogió el flagrum, lo arrojó a una estatua de la virgen y la quebró —. Quiero salir de aquí ya —gritó colérica.

La monja furibunda se levantó para agarrar de nuevo a la joven, pero antes de que pudiera golpearla por segunda vez, por la puertilla posterior entró la madre superiora. Frahona se sintió salvada, la batola dejaba ver en su espalda la sangre de las heridas del violento golpe.

—¿Qué está pasando aquí? —reclamó furiosa.

—Quiero salir de aquí, esto no es una casa de Dios, es un lugar infernal, entrégueme mis cosas, quiero salir de aquí YA, ¿entendió? —gritó Frahona sin un ápice de miedo.

—¿De qué habla, judía aberrante? Está profanando la casa de Dios —contestó la superiora, sus ojos escupían fuego.

—Ustedes son hijas del diablo, unos demonios llenos de odio —continúo gritando Frahona.

Las mujeres la agarraron a la fuerza cada una de un brazo para regresarla a su encierro y ella, como una leona, trató de huir, se liberó de las manos que la apresaban y logró correr hacia los pasillos del convento para encontrar la salida, pero el lugar era un completo laberinto. Subió y bajó escaleras, se metió en distintas habitaciones, la mayoría celdas como la que ella ocupaba, pero vacías; otras puertas cerradas la dejaban sin esperanzas. No supo cuánto tiempo se escondió, escuchaba que la buscaban; al final, la apresaron, dos hombres vestidos con túnicas marrones la encontraron y de un golpe la dejaron en el piso. Cuando despertó estaba otra vez en la celda.

El sombrío lugar, la angustia y la impotencia desataron su ira y desesperación. Comenzó a gritar y a patear la puerta, pero era una doble puerta de madera maciza, no había forma de que oyeran sus gritos y el estruendo de sus golpes. Las manos terminaron por sangrarle después de abalanzarse contra el portón e intentar con sus enloquecidos ataques romper la madera; fue inútil. No entendía por qué Tomás no regresaba por ella, se sorprendió cuando se descubrió sintiendo rencor por el hombre por el que dejó a su familia. Respiró despacio y acudió a la plegaria de la Shema, para restablecer la esperanza.

La bendición de HaMapil.

Bendito eres Tú, Hashem, Dios nuestro, rey del universo, que haces caer el peso del sueño sobre mis ojos y la somnolencia sobre mis párpados. Que sea tu voluntad, Hashem, mi Dios y Dios de mis antepasados, que me acueste en paz y que me levante en paz. Que mis ideas, sueños negativos y malos pensamientos no me confundan, que mi descendencia sea perfecta ante ti e ilumines mis ojos para que no muera durante el sueño. Porque tú eres quien ilumina la pupila del ojo. Bendito eres tú, Hashem, que ilumina al mundo entero con su gloria.

La plegaria apaciguó su rabia, cerró los ojos y los recuerdos la llevaron a Orán; se dispuso a continuar evocando lo más querido, que era su familia, aquellos recuerdos que eran su salvavidas. El abuelo Adir era la persona más importante en su vida, desde pequeña lo había admirado. Él y la abuela Liora se habían encargado de mantener unida la familia, aferrada a sus raíces y a sus ancestros; ellos de manera regular les recordaban quiénes eran y de dónde venían. Liora se había ocupado de perpetuar su linaje, para que lucharan por mantener sus convicciones y su dignidad como judíos.

Esta era una lección que oyó toda la vida, desde los bisabuelos hasta sus padres, era parte de su bagaje emocional, la diáspora de sus antepasados quedó plasmada en su ADN.

Pensó de nuevo en Tomás, llevaba según sus cuentas diez días, de los cuales solo pudo bañarse dos veces. La llevaban amarrada de las manos a la capilla y la obligaban a aprender el Antiguo Testamento; la regresaban a su cárcel y la alimentaban con pan y caldos aguados. El trato era infrahumano.

La novicia Jade, la encargada de llevarle los alimentos, era una muchacha joven, y con la única que podía hablar por unos pocos minutos, y aunque no contestaba nunca más allá de buenos días o buenas noches, Frahona seguía tratando para ganarse su confianza.

—¿Sabes algo de Tomás, el hombre que me trajo aquí? —le preguntó a la novicia.

—No puedo hablar con usted, me lo han prohibido —dijo la muchacha con voz dulce.

—¿Sabes?, no soy una persona malvada como piensan tus superioras, solo soy una mujer que creyó en el amor —dijo Frahona y sus lágrimas afloraron.

—Me gustaría ayudarla, pero tendré problemas si saben que hablo con usted. Buenas noches —La novicia se despidió y salió tan rápido como pudo de la celda, Frahona solo escuchó el clac del candado metálico al cerrarse.

La vida continuaba y cada día se aferraba a sus raíces y su fuerza no podía decaer, o moriría, en ese inmundo hueco.

La rutina de ir al templo, forzarla a memorizar oraciones, luego comer el pedazo de pan cada vez más duro y el caldo infernal, hacían eternos sus días. Volvió a pensar en su familia, esa se convirtió en única la manera de calentar su corazón, recordándola, ellos eran su fuerza. Esa noche tomó el papel, la tinta y la pluma y comenzó a escribir.

1 Instrumento de tortura que se utiliza para practicar la flagelación o azotar.

II

Orán –un puerto en Argelia, al norte de África, situado en la costa del Mediterráneo, donde la población en su mayoría era musulmana– fue el lugar que recibió a la familia Aknin cuando llegó a Argelia. Una de las condiciones para vivir en armonía era respetar las normas: las mujeres debían usar lizar2 a pesar de no ser musulmanas. Colonizada por turcos, españoles y franceses, la arquitectura de la ciudad era diversa; el centro parecía más de una ciudad europea que árabe por sus edificaciones, pero se entremezclaba con iglesias católicas, mezquitas y sinagogas, lo cual dejaba ver la diversidad de colonias y culturas.

Las mujeres de la familia se juntaban a menudo, no solo por eventos sociales o religiosos, sino que era normal verlas reunidas en la cocina mientras preparaban deliciosas comidas. En aquel lugar se traía a colación toda clase de anécdotas, uno que otro chisme y secretos familiares. Zorahat, y Frahona –las menores de toda la línea– ayudaban en los menesteres y escuchaban encantadas cada suceso. La tía Abigaíl, hermana del abuelo Adir, una mujer de 80 años, de cabello blanco, de ojos grandes color café, encorvada por el tiempo, pero astuta, inteligente y con una mente muy clara a pesar de los años, era quien lo sabía todo, conocía paso a paso la vida de toda la parentela. Después de llegar del mercado las dos jovencitas ordenaban las verduras en canastos, mientras ella no paraba de hablar, sentada en su mecedora, traída de Inglaterra, por Adir a su hermana preferida.

Adir comenzó a trabajar en Orán desde muy joven. «Nunca deberán olvidar sus raíces y lo que las familias han logrado a través de milenios, esa es nuestra fortaleza como judíos», solía decirles a sus nietos. Adir Aknin se dedicó a la fabricación de alfombras de Crevillente; fue el oficio transmitido de generación en generación durante cientos de años. Desde muy joven, asumió el manejo del negocio familiar. Alquilaron una casa en el centro de la ciudad y tenían una industria con telares. El proceso era artesanal; para ello contrataba a los mejores tejedores que anudaban a mano, uno a uno los hilos de seda. Les pagaba 80 céntimos por metro cuadrado de tejido. Los tejedores trabajaban a sol y a sombra para obtener el mejor resultado. El abuelo buscaba siempre la perfección en sus alfombras, no aceptaba ningún error; con frecuencia repetía: «Si el trabajo es bueno, tendrán trabajo y dinero; si el trabajo es malo, ni dinero ni trabajo». Así fue acabando con la mediocridad de algunos trabajadores, formó gente buena y especializada en las labores. Poco a poco adquirió un capital y llegó a negociar con los grandes compradores que arribaban al puerto en busca de mercancía para vender en Europa, Asia y África.

Adir era un hombre de gran temperamento, que administró con mucha inteligencia; nunca perdió el control de sí mismo, siempre firme y centrado. Aún recordaba las palabras que oyó de los labios de su padre cuando apenas era un niño: «El mejor guerrero no es el que domine mil hombres, sino el que se domine a sí mismo». La frase formó parte de su éxito y se sumó a la sabiduría que encontraba cada día en la Torá.

La tía Abigaíl recordaba a menudo que era su hermano preferido, y que lo supo desde que nació. Adir Aknin nació en 1846, en Orán. Se educó dentro de una familia judía entregada por completo a su identidad y dedicada a la religión. Cuando cumplió 18 años sus padres pactaron el compromiso matrimonial con la familia Abrahami. Su hija estaba ya en edad de casarse. Liora era su nombre, una jovencita de 15 años, de mirada dulce y rostro angelical, hija de Yafa y Asher Abrahami, quienes venían de Marruecos y hacía varios años se habían instalado en Orán.

La cercanía entre las familias y la amistad de mucho tiempo los llevó a decidir el acuerdo matrimonial entre sus hijos Adir y Liora. Al cumplir Adir 19 años, sus padres formalizaron el compromiso; aseguraron la novia aportando el mohar3 y así comenzaron los preparativos. Fijaron la fecha para la primera mitad del ciclo lunar, desde la luna nueva hasta el cuarto creciente, «de esta manera el matrimonio crece en felicidad y en suerte, junto con la luna», decía la tía Abigaíl cuando contaba la historia, que las niñas escuchaban una y otra vez.

El Kidushin –el matrimonio en hebreo, que es la santificación de los votos– estuvo acompañado de las siete bendiciones: siete vueltas que dan los padres y abuelos y la novia alrededor del novio. Desde la creación del mundo, la humanidad se basa en un círculo de siete días, por eso en las bodas son siete días de fiesta. De acuerdo con el jasidut4, la raíz espiritual de la novia proviene de un nivel más elevado y a través de las siete vueltas transmite ese nivel espiritual al novio. En el Erusin, el compromiso matrimonial, el rabino otorgó sus bendiciones y se entregaron los anillos en presencia de los testigos. Luego iniciaron la lectura de la ketubá, contrato matrimonial, y enseguida el nisuin, ceremonia que dio paso a las siete bendiciones, para finalizar con el rompimiento del vaso, acto que simboliza la destrucción del templo de Jerusalén.

El banquete de ese día no tuvo comparación, de la influencia gastronómica con los italianos sirvieron un plato llamado skaltsounia, una masa con queso o carne; al plato italiano le llaman calzone. Por lo demás, kefta, cuyo principal ingrediente es la carne de cordero picada, condimentada y cocida sobre las brasas. Con una combinación de verduras aderezadas con aceite de oliva, zumo de limón y especias, llegó la lengua a la vinagreta. Además, se sirvió variedad de postres, entre ellos el de ashura, hecho con trigo machacado, azúcar y frutos secos; arnadí, una especie de flan hecho con calabaza, huevos, una cucharada de miel, almendras picadas y agua de azahar; todo acompañado de una gran variedad de frutas seleccionadas en el mercado con la mejor disposición de parte de la anfitriona.

Al entrar la noche llegó el momento del Haijud5: Liora estaba nerviosa, era una adolescente, pero en edad casadera. A pesar de la cercanía entre familias, los novios se habían visto pocas veces, el amor vendría después. Liora no estaba enamorada, pero se aferró a que el amor vendría con el tiempo, «es lo que normalmente pasa», decía la tía Abigaíl, pero la verdad es que nunca se supo si lo amó.

Adir era un trabajador incansable y tener una mujer y formar una familia era el camino normal de la vida, para él, Liora era de buena familia, joven y hermosa, ¿qué más podía pedir?

Adir y Liora se retiraron a la habitación para la consumación del matrimonio; él entregó los regalos a la novia. Liora, nerviosa, permanecía acostada en el lecho con su bata de dormir con la abertura en la zona vaginal, él se acostó encima de ella y consumó el acto, mientras afuera de la habitación los invitados vigilaban hasta que Adir salió a dar la buena noticia con la sabana pintada de sangre, como símbolo de la pureza de Liora.

Comenzaron su vida de casados. Ella, una mujer de hogar intachable, admiraba y cuidaba a su marido, como lo exige la ley judía, y como su madre le había inculcado.

La abuela Liora trajo al mundo cuatro hijos varones. El menor nació el 12 de marzo de 1870; lo llamaron Asa Ben Yehuda Aknin. Al octavo día de su nacimiento lo circuncidaron en la ceremonia de Brit Mila6, se realizó por la mañana, en la casa del mohel, un hombre calificado para realizar el procedimiento; el padrino lo sentó sobre sus piernas, desnudaron al niño de apenas ocho días de nacido y con un bisturí cortaron su prepucio, el grito de dolor fue tan intenso que dejó sin aire al bebé; luego se desvaneció, limpiaron la herida e hicieron las curaciones a base de ungüentos.

2 Manto.

3 La dote.

4 Práctica de la piedad y la bondad, movimiento religioso ortodoxo y místico dentro del judaísmo.

5 Los novios van con los dos testigos que observarán cómo se recluyen en una habitación a solas, llamada Jeder haijud, donde comen algo para romper el ayuno. Esto representa que la novia entrará a vivir en la casa de su esposo.

6 El pacto de la circuncisión.

III

Frahona, luego de terminar sus escritos, los escondía –como le había sugerido la novicia Jade– tras un ladrillo suelto. Solo dejaba sobre la mesa las oraciones que le exigían aprender. Llevaba, según sus cuentas que bien podrían estar erradas, quince días en aquel lugar; escribir la calmaba, pero se emocionaba al oír que abrían el candado en la puerta doble, su corazón palpitaba al pensar que Tomás la esperaba afuera, pero para su infortunio siempre entraba la hermana Sofia a revisar la celda.

Una tarde abrieron la puerta, era la superiora con la hermana Sofia; revisaron cada rincón, mientras Frahona sentada en el camastro las miraba indoblegable, sin dejar de pensar en el papel que no alcanzó a guardar con parte de la historia de su abuelo. Al ver los apuntes la llevaron a la ducha, la desnudaron y mientras la monja la arrinconó contra la pared, la superiora la azotó con un látigo.

—Asquerosa judía, no saldrás con vida de aquí, pecadora —decían al unísono las mujeres, mientras la golpeaban con tal crueldad que Frahona se desmayó.

Despertó al otro día, tirada en la celda, desnuda y bañada en sangre; no lograba moverse, la piel abierta de sus piernas y su espalda. El cuerpo pegado al piso, congelada y ensangrentada, escuchó el candado abrirse y comenzó a llorar, pero era la novicia Jade, quien, como todas las mañanas, iba a llevarle el pan seco; al verla quedó estática de terror.

—¡Ayuda! —gritó, pero Frahona como pudo le susurró.

—¡No! No lo haga, me matarán, ayúdeme a levantarme… Tengo frío —Mientras temblaba como una hoja.