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La obra narra la obra de Francisco Zarco antes, durante y después del Congreso Constituyente de 1856-1857, resultado de la revolución de Ayutla. Deja constancia de la persecución que sufrió, sus alegatos a favor de la libertad de expresión, su labor como cronista político y su posterior desempeño como ministro del gabinete de Benito Juárez.
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BREVIARIOSdel FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
606
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, Espasa, 2012 Primera edición, FCE, 2019 Primera edición electrónica, 2019
Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar
D. R. © 2019, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.
ISBN 978-607-16-6412-9 (ePub)ISBN 978-607-16-6335-1 (impreso)
Hecho en México - Made in Mexico
Palabras preliminares, Vicente Leñero
Preámbulo
Vocación periodística
El Demócrata de 1850
Al Frente de El Siglo XIX
Ascenso y caída del general Arista
Con Santa Anna, la Ley Lares
La revolución de Ayutla
Diputado y cronista
El Constituyente a la nación
Una libertad sin limitaciones
Mereció el bien de la patria
Bibliografía
VICENTE LEÑERO
Miguel Ángel Granados Chapa era originario de Pachuca, hijo de un umbroso ejidatario, parece que cabrón, y de una maestra milagrosa que lo cuidó a cabalidad: doña Florinda. Mucho tardé en saber los avatares que tuvo que vivir para llegar a ser quien era cuando lo conocí. Nunca hablábamos de eso. No era tema de plática de un hombre misterioso de por sí.
Ya andaba de barbón cuando llegó de pronto a la oficina donde yo trabajaba: una pelambre espesa que le cubría los pómulos. Alguna vez después —dicho sea entre paréntesis— Jesús Reyes Heroles, don Jesús, le preguntó en una comida: “¿Sabe a quién me recuerda usted con esa barba?” Y respondió el propio don Jesús con risa socarrona: “A Guiza y Azevedo”. No sé quién recuerda ahora a Jesús Guiza y Azevedo, que en el año 56 ocupaba la primera silla de la Academia Mexicana de la Lengua y que se había ganado fama de escritor derechoso. Por eso Miguel Ángel entendió la pulla como ofensa. “Me llamó derechoso”, se quejó conmigo cuando abandonábamos el restorán. “Te lo dijo nada más por la barba”, le repliqué para calmarlo. “Me llamó derechoso, conservador”, insistió con vehemencia y no escuchó razones para cambiar de idea, terco y susceptible como era.
También Julio Scherer lo instaba a rasurarse: “La barba lo envejece, no crea que lo embellece, licenciado”, le decía a cada rato. Pero Miguel Ángel —contreras—, la conservó por siempre: negra y poblada, sin filing, hasta que se le fue encaneciendo como la de un santaclós prematuro. La volvió imprescindible, imagen significativa de su personalidad.
De igual modo lo distinguía ese andar siempre de traje y de corbata, fuera cual fuera la ocasión: correcto y elegante, limpísimo el calzado. “Me gustaría verte alguna vez de chamarra, ¡carajo!”, lo fustigaba yo. “No puedo darme ese lujo —respondía— no soy como tú”, zaparrastroso, quiso decir tal vez.
La gestualidad era otro sello peculiar: ese ademán de poner el pulgar en escuadra con el índice enmarcando su rostro, como si le pesara, o el índice picando de continuo el puente de sus lentes en algo semejante a lo que podría ser un tic.
Para sus fieles radioescuchas su voz, rumiada y espesa, con pausas demasiado prolongadas de quien piensa y duda mientras habla, lo hacían localizable de inmediato al sintonizar Radiounam.
Poco reía Miguel Ángel, jamás a carcajadas; poco sí, en esos viejos tiempos cuando iba a comer y a beber tragos con Hero Rodríguez Toro, con Ricardo Garibay, con Miguel López Azuara o Samuel del Villar.
Era un lector fanático de Garibay, solamente Julio y él soportaban a Ricardo de tan chocante y repelón que era, y aprendió de Ricardo a ejercer la ironía y el sarcasmo feroz contra propios y extraños, otro rasgo febril de Miguel Ángel.
Le gustaba la música. Se sabía de memoria baladas y boleros. Los Diamantes, Los Panchos, María Greever. No era en el fondo-fondo tan solemne como todos creíamos y en lo oscuro vibraba con latidos de llanto un corazón de niño castigado.
Su dotada memoria, de saberse los nombres con sus dos apellidos, de recordar las fechas, de ubicar los sucesos, lo que hizo este o aquel en el pasado —ya lo han escrito todos sus amigos— sólo era comparable, para mí, a la de Juan José Arreola, el taumaturgo.
A veces, en Proceso, Miguel Ángel dictaba sus artículos a la añorada secretaria Elena Guerra con puntos y con comas —“eso debe ir con altas”— sin distraerse un gramo a pesar de los ruidos y del trajín reporteril. “Habla como escribe y escribe como habla”, dijo en una ocasión Ricardo Rocha. “Con la fluidez de un notario”, me atreví a criticarlo yo, pero con extrema precisión, con asombrosa coherencia —no en balde fue académico de la lengua—, sin necesidad alguna de colores y calores o metáforas. Su estilo periodístico era el ir a lo que iba en párrafos medidos con claridad de profesor estricto. A nadie zahería con epítetos ruines; a sus más criticados respetaba. Y aunque uno hubiera querido una pizca quizá de desenfado, de juego literario, de libertad verbal, él prefería seguir en línea recta, fiel a su imagen y a su personalidad. El estilo es el hombre y él era así: empecinado y frío.
Cierro por fin este largo paréntesis y vuelvo a lo que estaba diciendo:
A nombre del señor Julio Scherer García, Miguel Ángel llegó por la mañana a un tercer piso de la calle Morelos esquina con Balderas donde yo trabajaba en Claudia, una revista femenina que me permitía vivir económicamente. No me iba mal. Estaba bien. Tenía una paga suficiente. No sé qué tanto Miguel Ángel habló con Julio Scherer, ignoro qué tanto razonaron o dijeron, el caso es que les dio por hacerme caer en tentación para que me fuera lo más pronto posible a la cooperativa Excélsior. No como articulista de planta, desde luego —tuve que escribir artículos después para completar el sueldo— ni como reportero de cultura o espectáculos con Deschamps o Ricardo Perete. Me querían para un trabajo descomunal, pensé: echar a andar la enésima reestructuración de Revista de Revistas, el semanario que dirigió don Rafael Alducin antes de fundar Excélsior. Ciertamente era un toro difícil de lidiar —habría dicho Carlos Septién— pero significaba para mí, sencillamente, hacer periodismo en serio.
Acepté de inmediato —con jaloneos de mis jefes de Claudia— y corrí a Reforma 18 a elaborar el proyecto de esa “nueva” Revista de Revistas, como le dimos en llamar para que fuera nueva de verdad.
Pero en Reforma 18 no había oficina alguna, ni siquiera un rincón o un escritorio para mí. “¿Dónde diablos trabajo?”, le pregunté a Granados. Me informó que estaban por remodelar oficinas para el semanario en el edificio de junto, al lado de las que ya tenía Octavio Paz en su Plural.