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Mary Shelley

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Victor Frankenstein, impulsado por un anhelo desmedido de gloria científica, rompe los límites del conocimiento humano y la naturaleza para dar vida a un ser hecho de muerte. Lo que creyó un logro pronto se convierte en su condena: incapaz de aceptar su creación, Frankenstein la abandona, dando inicio a una tragedia devastadora que se extiende hasta las heladas tierras del norte, donde Robert Walton, un explorador con la misma ambición que él, recoge su estremecedor testimonio.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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“Y tú, mi creador, no eres diferente: me odias y me rechazas. A mí, el ser que está atado a ti por vínculos que solo podrán romperse con la muerte de uno de nosotros. Anhelas destruirme... ¿Quién te dio derecho a jugar de esa forma con la vida?”.

 

Victor Frankenstein, impulsado por un anhelo desmedido de gloria científica, rompe los límites del conocimiento humano y la naturaleza para dar vida a un ser hecho de muerte. Lo que creyó un logro pronto se convierte en su condena: incapaz de aceptar su creación, Frankenstein la abandona, dando inicio a una tragedia devastadora que se extiende hasta las heladas tierras del norte, donde Robert Walton, un explorador con la misma ambición que él, recoge su estremecedor testimonio.

 

Frankensteines una reflexión atemporal sobre la ambición desmedida, la soledad y la necesidad de amor. Con la fuerza de un mito moderno, Mary Shelley reescribe la tragedia de Prometeo: el hombre que, al arrebatar el fuego de los dioses —el secreto de la vida misma—, condena su destino para siempre.

Mary Shelley(1797-1851)

Fue una autora visionaria del siglo XIX. Escribió Frankenstein antes de los 20 años, desafiando su época con una mente brillante y apasionada. La tragedia la marcó desde una edad temprana: al nacer, perdió a su madre y después enfrentó la muerte de varios hijos, esto la llevó a experimentar su vida a través del duelo y la reflexión. Su obra nos confronta aún hoy con preguntas profundas sobre la soledad, la responsabilidad y los límites de la creación. Shelley dejó una huella eterna abriendo el camino a la ciencia ficción y a las nuevas voces literarias femeninas.

¿Te pedí acaso, Creador, que del barro

me hicieras humano? ¿Acaso te rogué

que me sacaras de las tinieblas?

 

John Milton, El paraíso perdido

VOLUMEN I

CARTA I

A la señora Saville, Inglaterra.

 

San Petersburgo, 11 de diciembre de 17**

 

Te causará alegría saber que no ha pasado ningún percance al iniciar la aventura que siempre creíste que estaría llena de malos presagios. Llegué aquí ayer, y mi primera tarea es asegurarle a mi querida hermana que estoy muy bien y que me siento muy confiado en el éxito de mi empresa.

Ya estoy muy al norte de Londres y, mientras camino por las calles de Petersburgo, siento la brisa helada norteña que fortalece mi espíritu y me llena de felicidad. ¿Conoces este sentimiento? Esta brisa, que llega del lugar al que me dirijo, me trae un presagio de aquellos territorios helados.

Inspiradas por ese viento cargado de promesas, mis ensoñaciones se tornan más apasionadas y vívidas. En vano trato de convencerme de que el Polo es el reino del hielo y la desolación: siempre se presenta en mi imaginación como la región de la belleza y del placer. Allí, Margaret, el sol siempre permanece visible, con su enorme disco bordeando el horizonte y esparciendo un eterno resplandor.

Allí —porque, con tu permiso, hermana mía, debo depositar alguna confianza en los navegantes que me precedieron—, allí la nieve y el hielo se desvanecen y, navegando sobre un mar en calma, el navío se puede deslizar suavemente hasta una tierra que supera en maravillas y belleza a todas las regiones descubiertas hasta hoy en el mundo habitado.

Puede que sus paisajes y sus características no se comparen, como ocurre con los fenómenos de los cuerpos celestes en estas soledades sin descubrir. ¿Qué no podremos esperar de unas tierras que gozan de luz eterna? Allí podré descubrir la maravillosa fuerza que atrae la aguja de la brújula, y podré comprobar miles de observaciones celestes que precisan solo que se lleve a cabo este viaje para conseguir que todas sus aparentes contradicciones adquieran coherencia para siempre.

Colmaré mi ardiente curiosidad cuando vea esa parte del mundo que antes nadie visitó y cuando pise una tierra que no fue pisada jamás por el pie humano. Esos son mis motivos y son suficientes para aplacar cualquier temor ante los peligros o la muerte, y para obligarme a emprender este penoso viaje con la alegría de un muchacho que sube a un pequeño bote, con sus compañeros de juegos, con la intención de emprender una expedición para descubrir las fuentes del río de su pueblo.

Pero, suponiendo que esas conjeturas son falsas, no podrás negar el inestimable beneficio que aportaré a toda la humanidad, hasta la última generación, cuando descubra una ruta cerca del Polo que conduzca hacia esas regiones que, en la actualidad, necesitan varios meses para llegar; o cuando descubra el secreto del imán, lo cual, si es posible, solo puede realizarse mediante una empresa como la mía.

Estas reflexiones han mitigado el nerviosismo con el que comencé mi carta, y siento que mi corazón arde ahora con un entusiasmo que me eleva al cielo, porque nada contribuye tanto a tranquilizar el espíritu como un propósito firme: un punto en el cual el alma pueda fijar su mirada intelectual.

Esta expedición fue mi sueño más querido desde que era muy joven. Leí con gozo las narraciones de los distintos viajes que se habían realizado con la idea de alcanzar el norte del océano Pacífico a través de los mares que rodean el Polo.

Seguramente recuerdes que la biblioteca de nuestro buen tío Thomas se reducía a una historia de todos los viajes realizados con intención de descubrir nuevas tierras. Mi educación fue descuidada, aunque siempre me apasionó la lectura. Aquellos libros fueron mi estudio día y noche, y a medida que los conocía mejor, aumentaba el pesar que sentí cuando, siendo un niño, supe que la última voluntad de mi padre prohibía a mi tío que me permitiera embarcar y abrazar la vida de marino.

Esos fantasmas desaparecieron cuando leí por primera vez y con detenimiento a aquellos poetas cuyas efusiones capturaron mi alma y la elevaron al cielo. Yo mismo me convertí también en poeta y durante un año viví en un Paraíso de mi propia invención: imaginaba que yo también podía ocupar un lugar en el templo donde se veneran los nombres de Homero y Shakespeare.

Tú sabes bien cómo fracasé y lo duro que fue para mí aquel desengaño. Pero por aquel entonces recibí la herencia de mi primo y mis pensamientos regresaron al cauce que habían seguido hasta entonces. Ya han pasado seis años desde que decidí llevar a cabo esta empresa. Incluso ahora puedo recordar la hora que decidí emprender esta aventura.

Empecé por someter mi cuerpo a las penalidades. Acompañé a los balleneros en varias expediciones al Mar del Norte, y voluntariamente sufrí frío, hambre, sed y falta de sueño; durante el día, a menudo trabajé más duro que el resto de los marineros, y dediqué mis noches al estudio de las matemáticas, la teoría de la medicina y aquellas ramas de las ciencias físicas de las cuales un marino aventurero podría obtener gran utilidad práctica.

En dos ocasiones me enrolé como suboficial en un ballenero groenlandés, y me desenvolví bastante bien. Debo reconocer que me sentí un poco orgulloso cuando el capitán me ofreció ser el segundo de a bordo en el barco y me pidió muy encarecidamente que me quedara con él, pues consideraba que mis servicios le eran muy útiles.

Y ahora, querida Margaret, ¿no merezco protagonizar una gran empresa? Mi vida pudo transcurrir entre lujos y comodidades, pero he preferido la gloria a cualquier otra tentación que las riquezas pudieran ponerme en mi camino. ¡Ay, ojalá que algunas palabras de ánimo me confirmaran que es posible! Mi valor y mi decisión son firmes, pero mi esperanza a veces duda y mi ánimo suele reducirse con frecuencia.

Estoy a punto de emprender un viaje largo y difícil y sus peligros exigirán que mantenga toda mi fortaleza: no solo se me pedirá que eleve el ánimo de los demás, sino que estaré obligado a sostener mi propio espíritu cuando el de los demás desfallezca.

Esta es la época más favorable para viajar en Rusia. Los habitantes de esta parte se deslizan con rapidez con sus trineos sobre la nieve; el desplazamiento es muy agradable y, en mi opinión, mucho más placentero que los viajes en las diligencias inglesas.

El frío no es excesivo, especialmente si vas envuelto en pieles, una indumentaria que no he tardado en adoptar, porque hay una gran diferencia entre andar caminando por cubierta y quedarse sentado sin hacer nada durante horas, cuando la falta de movilidad provoca que la sangre se te congele prácticamente en las venas. No tengo ninguna intención de perder la vida en el camino que va desde San Petersburgo a Arcángel.

Partiré hacia esta última ciudad dentro de quince días o tres semanas, y mi intención es fletar un barco allí, lo cual podrá hacerse fácilmente si le pago el seguro al propietario, y contratar a tantos marineros como considere necesarios entre aquellos que estén acostumbrados a la caza de ballenas. No tengo intención de hacerme a la mar hasta el mes de junio…, ¿y cuándo regresaré?

¡Ah, mi querida hermana! ¿Cómo puedo responder a esa pregunta? Si tengo éxito, transcurrirán muchos, muchos meses, quizá años, antes de que podamos encontrarnos de nuevo. Si fracaso, me verás pronto… o nunca.

Adiós, mi querida, mi buena Margaret. Que el Cielo deje caer todas las bendiciones sobre ti, y me proteja a mí, para que pueda demostrarte hoy y siempre mi gratitud por todo tu cariño y tu bondad.

Te quiere tu hermano,

R. Walton

CARTA II

 

A la señora Saville, Inglaterra.

 

28 de marzo de 17**

 

¡Qué lento pasa el tiempo aquí, atrapado como estoy por el hielo y la nieve…! Di un paso más hacia el logro de mi proyecto. Ya alquilé un barco y ahora estoy tratando de reunir a la tripulación. Los que ya contraté parecen ser hombres confiables y, desde luego, parecen intrépidos y valientes.

Pero hay una cosa que aún no he podido conseguir, y siento esa carencia como una verdadera desgracia. No tengo ningún amigo, Margaret: cuando esté radiante con el entusiasmo de mi éxito, no habrá nadie que comparta mi alegría; y si me asalta la tristeza, nadie intentará consolarme en la amargura.

Puedo plasmar mis pensamientos en el papel, es cierto pero me parece un modo muy pobre de comunicar mis sentimientos. Me gustaría contar con la compañía de un hombre que me pudiera comprender, cuya mirada contestara a la mía. Puedes acusarme de ser un romántico, hermana querida, pero siento una amarga necesidad de tener un amigo.

No tengo a nadie junto a mí que sea tranquilo pero valiente, que posea un espíritu cultivado y, al tiempo, de mente abierta, cuyos gustos se parezcan a los míos, para que apruebe o mejore mis planes.

¡Cuánto necesito un amigo que goce de todas esas virtudes para que también sea capaz de corregir mis errores! Soy demasiado impulsivo en mis actos y demasiado impaciente ante cualquier dificultad.

Pero hay otra desgracia que me parece todavía mayor, y es haberme educado yo solo: durante los primeros 14 años de mi vida nadie me puso normas y no leí nada salvo los libros de viajes del tío Thomas.

A esa edad empecé a conocer a los poetas más celebrados de nuestra patria; pero solo cuando ya no pude obtener los mejores frutos de esa decisión, comprendí la necesidad de aprender otras lenguas distintas a las de mi país natal. Ahora tengo 28 años y en realidad soy más ignorante que un estudiante de 15.

Sé que ahora reflexiono más en todo y que mis sueños son más ambiciosos y grandiosos, pero, como dicen los pintores, necesitan armonía. Por eso necesito un amigo que tenga el suficiente juicio para no despreciarme como romántico y el suficiente cariño hacia mí como para que ordene mis pensamientos.

En fin, son lamentaciones inútiles; con toda seguridad no encontraré a ningún amigo en esos inmensos océanos, ni siquiera aquí, en Arcángel, entre los marineros y los pescadores. Sin embargo, incluso en esos rudos pechos laten algunos sentimientos, ajenos a lo peor de la naturaleza humana.

Mi lugarteniente, por ejemplo, es un hombre de extraordinario valor y arrojo, y tiene un enloquecido deseo de gloria. Es inglés y, a pesar de todos sus prejuicios nacionales y profesionales, que no se han pulido con la educación, todavía conserva algo de las cualidades humanas más nobles. Lo conocí a bordo de un barco ballenero; y cuando supe que se encontraba sin trabajo en esta ciudad, de inmediato lo contraté para que me ayudara en mi aventura.

El primer oficial es excelente y en el barco se le aprecia por su amabilidad y su flexibilidad en cuanto a la disciplina. De hecho, es de una naturaleza tan afable que no sale a cazar (el entretenimiento más común aquí, y a menudo, el único) solo porque no soporta ver cómo se derrama sangre inútilmente. Tiene una generosidad casi heroica.

Hace algunos años se enamoró de una señorita rusa de mediana fortuna, y como mi oficial había reunido una considerable suma debido a sus buenos oficios, el padre de la muchacha consintió que se casaran. Antes de la ceremonia vio una vez a su prometida y ella, hundida en lágrimas, y arrojándose a sus pies, le suplicó que la perdonara, confesando al mismo tiempo que amaba a otro, pero que era pobre y que su padre nunca consentiría ese matrimonio.

Mi generoso amigo consoló a la suplicante joven y, tras informarse del nombre de su amante, de inmediato partió en su busca. Ya había comprado una granja con su dinero y había pensado que allí pasaría el resto de su vida, pero se la entregó a su rival, junto con el resto de sus ahorros para que pudiera comprar algún ganado, y luego él mismo le pidió al padre de la muchacha que consintiera el matrimonio con aquel joven.

Pero el viejo se negó obstinadamente, diciendo que había comprometido su honor con mi amigo y, viendo la inflexibilidad del padre, se fue del país y regresó hasta saber que su antigua novia se había casado con el joven a quien amaba. “¡Qué hombre más noble!”, pensarás. Y es cierto, pero después de eso ha pasado toda su vida a bordo de un barco y apenas conoce otra cosa que no sean maromas y obenques.

Pero no creas que estoy dudando en mi decisión por mis pequeña quejas, o porque imagine un consuelo a mis penas que tal vez jamás llegue a conocer. Mi resolución es tan firme como el destino, y mi viaje solo se ha retrasado hasta que el tiempo permita que nos hagamos a la mar.

El invierno ha sido bastante duro, pero la primavera promete ser mejor, e incluso se dice que se adelantará considerablemente; así que tal vez pueda zarpar antes de lo que esperaba. No haré nada precipitadamente; me conoces lo suficiente como para confiar en mi prudencia y reflexión, puesto que ha sido así siempre que la seguridad de otros se ha confiado a mi cuidado.

Apenas puedo describirte cuáles son mis sensaciones ante la perspectiva inmediata de emprender esta aventura. Es imposible comunicarte esa sensación de temblorosa emoción, a medio camino entre el gozo y el temor, con la cual me dispongo a partir. Me dirijo hacia regiones inexploradas, a “la tierra de las brumas y la nieve”, pero no mataré ningún albatros, así que no temas por mi vida.

¿Te veré de nuevo, después de haber cruzado estos océanos inmensos, y tras rodear el cabo más meridional de África o América? Apenas me atrevo pensar en semejante triunfo, sin embargo, ni siquiera puedo soportar la idea de enfrentarme a la otra cara de la moneda.

Escríbeme cada vez que puedas: tal vez pueda recibir tus cartas en ciertas ocasiones (aunque dudo mucho esa posibilidad), cuando más las necesite para animarme. Te quiero muchísimo. Si no vuelves a saber de mí, recuérdame con cariño.

Tu afectuoso hermano,

R. Walton

 

 

CARTA III

 

A la señora Saville, Inglaterra.

 

7 de julio de 17**

 

Querida hermana:

Te escribo apresuradamente unas palabras para decirte que me encuentro bien y que he adelantado mucho en mi viaje. Esta carta llegará a Inglaterra por un marino mercante que ahora regresa a casa desde Arcángel. Es más afortunado que yo, pues quizá no pueda ver mi tierra natal durante muchos años.

En cualquier caso, estoy muy animado: mis hombres son valientes y aparentemente fieles y resueltos, ni siquiera parecen asustarles los témpanos de hielo que continuamente pasan a nuestro lado flotando y que nos advierten de los peligros de la región en la que nos internamos.

Ya hemos alcanzado una latitud elevadísima, pero estamos en pleno verano y aunque no hace tanto calor como en Inglaterra, los vientos del sur, que nos empujan velozmente hacia esas costas que tan ardientemente deseo encontrar, soplan con una reconfortante calidez que no esperaba.

Hasta este momento no nos han ocurrido incidentes que merezcan apuntarse en una carta. Quizá uno o dos temporales fuertes, y la rotura de un mástil, pero son accidentes que los marinos experimentados ni siquiera se acuerdan de anotar; y me daré por satisfecho si no nos ocurre nada peor durante nuestro viaje.

Adiós, mi querida Margaret. Puedes estar segura de que, tanto por mí como por ti, no me enfrentaré al peligro si no hay necesidad. Seré sensato, perseverante y prudente.

Recuérdales mi existencia a todos mis amigos en Inglaterra.

Con todo mi cariño,

R.W.

CARTA IV

A la señora Saville, Inglaterra.

 

5 de agosto de 17**

 

Vivimos algo tan extraño que no puedo evitar anotarlo, aunque es muy probable que nos encontremos antes de que estas hojas lleguen a ti.

El pasado lunes (el día 31 de julio) el hielo nos rodeaba por todos lados y apenas había espacio libre en el mar para mantenerlo a flote. Nuestra situación era un tanto peligrosa, especialmente porque una niebla muy densa nos envolvía. Así que decidimos arriar velas y detenernos, a la espera de que tuviera lugar algún cambio en la atmósfera y en el tiempo.

Alrededor de las 2 levantó la niebla y comprobamos que había, extendiéndose en todas direcciones, irregulares llanuras de hielo que parecían no tener fin. A algunos de mis camaradas se les escapó un lamento y yo mismo comencé a preocuparme y a inquietarme, cuando de repente una extraña figura atrajo nuestra atención y consiguió distraernos de la preocupación que sentíamos por nuestra propia situación.

Vimos a lo lejos un carruaje bajo, amarrado sobre un trineo y tirado por perros, que se dirigía hacia el norte, a una distancia de media milla de nosotros. Un ser que tenía toda la apariencia de un hombre, pero al parecer con una altura gigantesca, iba sentado en el trineo y dirigía a los perros. Vimos el rápido avance del viajero con nuestros catalejos hasta que se perdió entre las lejanas quebradas del hielo.

Esa aparición nos dejó asombrados y sin palabras. Creímos que estábamos a cien millas de tierra firme, pero aquel suceso sugería que no nos encontrábamos tan lejos como pensábamos. Como sea, atrapados por el hielo, era imposible seguirle las huellas a aquella figura que con tanta atención habíamos observado.

Poco después de dos horas de que pasó tal suceso supimos que había mar de fondo y antes de que cayera la noche, el hielo se rompió y liberó nuestro barco. De todos modos, permanecimos al pairo hasta la mañana, porque temíamos estrellarnos en la oscuridad con aquellas gigantescas masas de hielo a la deriva que flotan en el agua después de que se quiebra el hielo. Aproveché ese tiempo para descansar unas horas.

Finalmente, por la mañana, tan pronto como hubo luz, subí a cubierta y me encontré con que toda la tripulación se había arremolinado en un extremo del barco, hablando al parecer con alguien que estaba sobre el hielo.

Efectivamente, sobre un gran témpano de hielo había un trineo, como el otro que habíamos visto antes, que se había acercado a nosotros durante la noche. Solo quedaba un perro vivo, pero había un ser humano allí también y los marineros estaban intentando convencerle de que subiera al barco.

Este no era, como parecía ser el otro, un habitante salvaje de alguna isla inexplorada, sino un europeo. Cuando me presenté en cubierta, mi oficial dijo:

—Aquí está nuestro capitán y no permitirá que mueras en mar abierto.

Al verme, aquel extraño se dirigió a mí en inglés, aunque con un acento extranjero.

—Antes de que suba al barco —dijo—, ¿podrías decirme hacia dónde van?

Te imaginarás mi asombro al escuchar la pregunta que venía de un hombre a punto de morir y de quien, yo supuse, que mi barco era un bien tan preciado que no lo cambiaría ni por el tesoro más grande del mundo. Aun así, le dije que hacíamos una expedición hacia el Polo Norte. Con ello pareció tranquilizarse y subió a bordo.

¡Dios mío, Margaret…! Si hubieras visto cómo aceptó salvarse de modo tan extraño, tu espanto no habría tenido límites. Tenía los miembros casi congelados y todo su cuerpo estaba espantosamente demacrado por el agotamiento y el dolor. Nunca había visto a un hombre en un estado tan mal. Intentamos llevarlo al camarote, pero en cuanto se le privó del aire puro, se desmayó.

Decidimos llevarlo a cubierta y reanimarlo masajeándolo con brandy, y obligándolo a beber una pequeña cantidad. En cuando comenzó a mostrar señales de vida, lo envolvimos en mantas y lo colocamos cerca de los fogones de la cocina. Muy poco a poco se fue recuperando, y tomó un poco de caldo, que le cayó muy bien.

Así transcurrieron dos días, antes de que le fuera posible hablar; en ocasiones temía que sus sufrimientos le hubieran mermado las facultades mentales. Cuando se hubo recobrado, al menos en alguna medida, lo hice trasladar a mi propio camarote y me ocupé de él todo lo que me permitían mis obligaciones.

Nunca había conocido a una persona tan interesante: sus ojos muestran generalmente una expresión airada, casi enloquecida; pero hay otros momentos en los que, si alguien se muestra amable con él o le atiende con cualquier mínimo detalle, su gesto se ilumina, como si dijéramos, con un rayo de bondad y dulzura como no he visto jamás.

Pero generalmente se muestra melancólico y desesperado, y a veces rechina los dientes, como si no pudiera soportar el peso de las desgracias que lo afligen.

Cuando mi invitado se recuperó, me costó muchísimo mantenerlo alejado de los hombres de la tripulación, que deseaban hacerle mil preguntas; pero no permití que lo incomodaran con su curiosidad desocupada, puesto que la recuperación de su cuerpo y mente dependían evidentemente de un reposo absoluto. De todos modos, en una ocasión mi lugarteniente le preguntó por qué se había adentrado tanto en los hielos con aquel trineo tan extraño.

Su rostro inmediatamente mostró un gesto de profundo dolor, y contestó:

—Busco a alguien que huye de mí.

—¿Y el hombre al que persigues viaja también en un trineo similar?

—Sí.

—Entonces… creo que lo alcanzamos a ver, porque un día antes de rescatarte a ti vimos a unos perros tirando de un trineo e iba un hombre en él.

Esto llamó la atención del viajero desconocido, e hizo muchas preguntas respecto a la ruta que había seguido aquel demonio (así lo llamó). Poco después, cuando ya estábamos los dos solos, me dijo:

—Seguramente he despertado tu curiosidad, como la de esa buena gente, pero tú eres bastante considerado como para hacerme preguntas.

—Estás en lo cierto. De todos modos, sería una impertinencia y una desconsideración por mi parte molestarte con cualquier curiosidad.

—Sin embargo… Tú me salvaste de una situación muy peligrosa; has sido muy bueno al regresarme a la vida.

Poco después me preguntó si yo creía que el hielo, al resquebrajarse, podría haber acabado con el otro trineo. Le contesté que no podía responder con certeza, porque el hielo no se había quebrado hasta cerca de medianoche y el otro viajero podría haber alcanzado un lugar seguro antes, pero eso tampoco podría afirmarlo con certeza.

A partir de ese momento, el desconocido pareció muy deseoso de subir a cubierta para intentar avistar el trineo que le había precedido; pero lo convencí de que se quedara en el camarote, porque todavía estaba demasiado débil para soportar el aire cortante. Aun así le prometí que alguno de mis hombres estará atento en su lugar y que le dará noticias si es que observa alguna cosa rara allá afuera.

Esto es lo que puedo decir hasta hoy sobre este extraño incidente. El desconocido ha ido mejorando poco a poco, pero permanece muy callado, y se ve inquieto y nervioso cuando en el camarote entra cualquiera que no sea yo.

Sin embargo, sus modales son tan amables y educados que todos los marineros se preocupan por él, aunque han hablado muy poco con él. Por mi parte, comienzo a apreciarlo como a un hermano, y su constante y profundo dolor provoca en mí un sentimiento de empatía y compasión. Seguro en otros tiempos fue un ser maravilloso, puesto que incluso ahora, en la derrota, resulta tan atractivo y encantador.

En una de mis cartas, mi querida Margaret, te dije que no encontraría a ningún amigo en este vasto océano; sin embargo, encontré a un hombre al que, antes de que su espíritu se quebrara por el dolor, yo estaría encantado de considerarlo como a un hermano del alma. Seguiré escribiendo mi diario respecto a este desconocido cuando me sea posible, si es que pasan nuevos acontecimientos que merezcan relatarse.

 

 

13 de agosto de 17**

 

Todos los días aumenta el aprecio por mi invitado. Este hombre despierta a un tiempo mi admiración y mi piedad hasta extremos asombrosos.

¿Cómo puedo ver a un ser tan noble destrozado por la desdicha sin sentir una tremenda punzada de dolor? Es tan amable y tan inteligente… y es muy culto, y cuando habla, aunque escoge sus palabras con elegante cuidado, estas fluyen con una facilidad y una elocuencia sin igual.

Ahora ya se encuentra muy restablecido de su enfermedad y está continuamente en cubierta, al parecer buscando el trineo que iba delante de él. Sin embargo, aunque parece infeliz, ya no está tan espantosamente sumido en su propio dolor, sino que se interesa también mucho por los asuntos de los demás.

Me ha hecho muchas preguntas sobre mis propósitos y le conté mi pequeña historia con franqueza. Parecía alegrarse de la confianza que le demostré y me sugirió algunas modificaciones en mi plan que me parecieron bastante útiles.

No hay pedantería en su conducta, sino que todo lo que hace parece que nace por un interés genuino que siente por el bienestar de aquellos que lo rodean. A menudo parece abatido por la pena y entonces se sienta solo e intenta vencer todo aquello que hay de hosco y asocial en su talante. Estas exaltaciones emocionales pasan sobre él como una nube delante del sol, aunque su abatimiento nunca le abandona.

He intentado ganarme su confianza y espero haberlo conseguido. Un día le mencioné el deseo que siempre había sentido de contar con un buen amigo que me comprendiera y me ayudara con sus consejos.

Le dije que yo no era ese tipo de hombres que se ofenden por los consejos ajenos.

—Todo lo que sé lo he aprendido solo, y quizá no confío en mis propias fuerzas. Así que me gustaría que ese compañero fuera más sabio y tuviera más experiencia que yo, para que me aportara confianza y me apoyara. No creo que sea imposible encontrar un verdadero amigo.

—Estoy de acuerdo contigo —contestó el desconocido—, en considerar que la amistad no es solo deseable, sino un bien posible. Yo tuve antes un amigo, el mejor de todos los seres humanos, así que creo que estoy capacitado para juzgar la amistad. Tú esperas conseguirla y tienes el mundo ante ti, así que no hay razón para desesperar. Pero yo… yo lo he perdido todo y ya no puedo empezar mi vida de nuevo.

Cuando dijo eso, su rostro adoptó un gesto de serenidad y dolor que me llegó al corazón. Pero él permaneció en silencio y después se retiró a su camarote.

Aunque tiene el alma destrozada, nadie aprecia más que él las bellezas de la naturaleza. El cielo estrellado, el mar y todos los paisajes que nos proporcionan estas maravillosas regiones parecen tener aún el poder de elevar su alma.

Un hombre como él tiene una doble existencia: puede sufrir todas las desgracias y caer abatido por todos los desengaños; sin embargo, cuando se encierre en sí mismo, será como un espíritu celestial, que tiene un halo en torno a sí, cuyo cerco no puede atravesar ni la angustia ni la locura.

¿Te burlas por el entusiasmo que muestro respecto a este extraordinario vagabundo? Si es así, debes de haber perdido esa inocencia que fue antaño tu encanto característico. Sin embargo, si quieres, puedes sonreír ante la emoción de mis palabras, mientras yo encuentro cada día nuevas razones para repetirlas.

 

 

19 de agosto de 17**

 

Ayer el desconocido me dijo:

—Naturalmente, capitán Walton, te habrás dado cuenta de que he sufrido grandes desventuras. Alguna vez llegué a pensar que el recuerdo de esas desgracias moriría conmigo, pero tú has conseguido que cambie de opinión.

»Tú buscas conocimiento y sabiduría, como lo busqué yo; y espero de todo corazón que el fruto de tus deseos no sea una víbora que te muerda, como lo fue para mí. No sé si el relato de mis desgracias te será útil; sin embargo, si así lo quieres, escucha mi historia.

»Creo que los extraños sucesos que tienen relación con mi vida pueden proporcionarte una visión de la naturaleza humana que tal vez pueda ampliar tus facultades y tu comprensión del mundo. Sabrás de poderes y acontecimientos de tal magnitud que siempre creíste imposibles: pero no tengo ninguna duda de que mi historia aportará por sí misma las pruebas de que son verdad los sucesos de los que se compone.

Evidentemente, podrás imaginar que me sentí muy halagado por esa demostración de confianza; sin embargo, apenas podía soportar que tuviera que sufrir de nuevo el dolor de contarme sus desgracias. Estaba deseoso de oír el relato prometido, en parte por curiosidad, y en parte por el deseo de cambiar su destino, si es que semejante cosa estaba en mis manos. Estos fueron los sentimientos que le expresé en mi respuesta.

—Gracias por comprenderme —contestó—, pero es inútil; mi destino casi está cumplido. No espero más que una cosa, y luego podré descansar en paz. Entiendo tus sentimientos —añadió, viendo que yo quería interrumpirlo—, pero estás muy equivocado, amigo mío, si me permites llamarte así. Nada puede cambiar mi destino: escucha mi historia y entenderás por qué está decidido.

Luego me dijo que comenzaría a contarme su historia al día siguiente, cuando yo dispusiera de algún tiempo. Esta promesa me arrancó los más calurosos agradecimientos. He decidido que todas las noches, cuando no esté demasiado ocupado, escribiré lo que me cuente durante el día, con tanta fidelidad como me sea posible y con sus propias palabras.

Y si tuviera muchos compromisos, al menos tomaré notas. El manuscrito sin duda te proporcionará un gran placer: pero yo, que lo conozco, y que escucharé la historia de sus propios labios, ¡con cuánto interés y con cuánto cariño lo leeré algún día, en el futuro…!

I

Nací en Ginebra y mi familia es una de las más distinguidas de esa república. Durante muchos años, mis antepasados han sido consejeros y magistrados, y mi padre ocupó varios cargos públicos con honor y buena reputación.

Quienes lo conocían lo respetaban por su integridad y por su incansable dedicación a los asuntos públicos. Dedicó su juventud a su país y, solo pensó en el matrimonio al alcanzar la mediana edad y ofrecer a su patria hijos que pudieran perpetuar sus virtudes y su nombre en el futuro.

Como las circunstancias especiales de su matrimonio ilustran bien cuál era su carácter, no puedo evitar referirme a ellas. Uno de sus amigos más íntimos era un comerciante que, debido a numerosas desgracias, desde una posición floreciente cayó en la pobreza.

Este hombre, cuyo nombre era Beaufort, tenía un carácter orgulloso y altivo, y no podía soportar vivir en la pobreza y en el olvido en el mismo país en el que él antes era reconocido por su riqueza y su magnificencia. Así pues, habiendo pagado sus deudas, del modo más honroso que pudo, se retiró con su hija a la ciudad de Lucerna, donde vivió en el anonimato y en la miseria.

Mi padre quería mucho a Beaufort, con una verdadera amistad, y lamentó mucho su retiro en circunstancias tan desgraciadas. También sentía mucho la pérdida de su compañía, y decidió ir a buscarlo e intentar persuadirlo de que comenzara de nuevo con su crédito y su ayuda.

Beaufort había tomado medidas muy eficaces para esconderse y transcurrieron diez meses antes de que mi padre descubriera su morada. Entusiasmado por el descubrimiento, se dirigió inmediatamente a la casa, que estaba situada en una calle principal, cerca del Reuss.

Pero cuando entró, solo la miseria y la desesperación le dieron la bienvenida. Beaufort apenas había conseguido salvar una suma de dinero muy pequeña del naufragio de su fortuna, pero era suficiente para proporcionarle sustento durante algunos meses; y, mientras tanto, esperaba encontrar algún empleo respetable en casa de algún comerciante.

Pero durante ese periodo de tiempo no hizo nada; y con más tiempo para pensar, solo consiguió que su tristeza se hiciera más profunda y más dolorosa, y al final se apoderó de tal modo de su mente que tres meses después yacía enfermo en una cama, incapaz de moverse.

Su hija lo atendía con todo el cariño, pero veía con desesperación cómo sus pequeños ahorros desaparecían rápidamente y no había ninguna otra forma para ganarse el sustento. Pero Caroline Beaufort poseía una inteligencia poco común y su valentía consiguió sostenerla en la adversidad. Se buscó un trabajo humilde: hacía objetos de mimbre, y por otros medios pudo ganar un dinero que apenas era suficiente para poder comer.

Transcurrieron varios meses así. Su padre se puso peor; la mayor parte de su tiempo la empleaba Caroline en atenderlo; sus medios de subsistencia menguaban constantemente. A los diez meses, su padre murió entre sus brazos, dejándola huérfana y desamparada. Este último golpe la abatió completamente y cuando mi padre entró en aquella habitación, ella estaba arrodillada ante el ataúd de Beaufort, llorando amargamente.

Se presentó allí como un ángel protector para la pobre muchacha, que se encomendó a su cuidado, y después del entierro de su amigo, mi padre la llevó a Ginebra y la puso bajo la protección de un conocido. Dos años después de esos acontecimientos, la convirtió en su esposa.

Cuando mi padre se convirtió en esposo y padre, descubrió que los deberes de su nueva situación le ocupaban tanto tiempo que tuvo que abandonar muchos de sus trabajos públicos y dedicarse a la educación de sus hijos. Yo era el mayor y estaba destinado a ser el sucesor en todos sus trabajos y obligaciones.

Nadie en el mundo habrá tenido padres más cariñosos que los míos. Mi bienestar y mi salud fueron sus únicas preocupaciones, especialmente porque durante muchos años yo fui su único hijo. Pero antes de continuar con mi historia, debo contar un incidente que tuvo lugar cuando tenía 4 años de edad.

Mi padre tenía una hermana que lo adoraba y que se había casado muy joven con un caballero italiano. Poco después de su matrimonio, ella había acompañado a su marido a su país natal y durante algunos años mi padre no tuvo contacto con ella. Por esas fechas, ella murió, y pocos meses después mi padre recibió una carta de su cuñado, que le comunicaba su intención de casarse con una dama italiana y le pedía a mi padre que se hiciera cargo de la pequeña Elizabeth, la única hija de su hermana fallecida. “Es mi deseo que la consideres como si fuera tu propia hija”, decía en la carta, “y que la eduques en consecuencia. La fortuna de su madre quedará a su disposición, y te enviaré los documentos para que tú mismo los custodies. Te ruego que reflexiones mi propuesta y decidas si prefieres educar a tu sobrina tú mismo o encomendar esa tarea a una madrastra”.

Mi padre no lo dudó e inmediatamente viajó a Italia para acompañar a la pequeña Elizabeth a su futuro hogar. Muy a menudo oí decir a mi madre que, en aquel entonces, era la niña más bonita que había visto jamás y que incluso entonces ya mostraba signos de poseer un carácter amable y cariñoso.

Estos detalles y su deseo de afianzar tanto como fuera posible los lazos del amor familiar determinaron que mi madre considerara a Elizabeth como mi futura esposa, y nunca encontró razones que le impidieran sostener semejante plan.

Desde aquel momento, Elizabeth Lavenza se convirtió en mi compañera de juegos y, cuando crecimos, en mi amiga. Era tranquila y de buen carácter, pero divertida y juguetona como un bichito veraniego. Aunque era despierta y alegre, sus sentimientos eran intensos y profundos, y muy cariñosa.

Disfrutaba de la libertad más que nadie, pero tampoco nadie era capaz de obedecer con tanto encanto a las órdenes o a los gustos de otros. Era muy imaginativa, sin embargo su capacidad para aplicarse en el estudio era notable.

Elizabeth era la imagen de su espíritu: sus ojos de color avellana, aunque tan vivos como los de un pajarillo, poseían una atractiva dulzura. Su figura era ligera y airosa; y, aunque era capaz de soportar el cansancio y la fatiga, parecía la criatura más frágil del mundo.

Aunque yo admiraba su inteligencia y su imaginación, me encantaba ocuparme de ella, como lo haría de mi animal favorito; nunca vi tantos encantos en una persona y en una inteligencia, unidos a tanta humildad.

Todo el mundo adoraba a Elizabeth. Si los criados tenían alguna petición que hacer, siempre buscaban su intercesión. No había entre nosotros ninguna clase de peleas o enfados. Porque, aunque nuestros caracteres eran muy distintos, incluso había armonía en esa diferencia. Yo era más calmado y filosófico que mi compañera.

Sin embargo, no era tan dócil y sumiso. Era capaz de estar concentrado en el estudio más tiempo, pero no era tan constante como ella. Me encantaba investigar lo que ocurría en el mundo… ella prefería ocuparse en perseguir las etéreas creaciones de los poetas. El mundo era para mí un secreto que deseaba desvelar… para ella era un espacio que deseaba poblar con sus propias imaginaciones.

Mis hermanos eran considerablemente más jóvenes que yo, pero yo contaba con un amigo, entre mis compañeros de escuela, que compensaba esa deficiencia. Henry Clerval era hijo de un comerciante de Ginebra, un amigo íntimo de mi padre. Era un muchacho de un talento y una imaginación singulares.

Recuerdo que cuando solo tenía 9 años escribió un cuento de hadas que fue la delicia y el asombro de todos sus compañeros. Su estudio favorito consistía en los libros de caballería y las novelas; y cuando era muy joven, puedo recordar que solíamos representar obras de teatro que componía él mismo a partir de aquellos libros, siendo los principales personajes de las mismas Orlando, Robin Hood, Amadís y San Jorge.

No creo que hubiera un joven más feliz que yo. Mis padres eran indulgentes y mis compañeros, encantadores. Nunca se nos obligó a estudiar y, por alguna razón, siempre teníamos algún objetivo a la vista que nos empujaba a aplicarnos con fruición para obtener lo que pretendíamos.

Era mediante este método, y no por la emulación, por lo que estudiábamos. A Elizabeth no se le dijo que se aplicara especialmente en el dibujo, para que sus compañeras no la dejaran atrás, pero el deseo de agradar a su tía la empujaba a representar algunas escenas que le gustaban. Aprendimos latín e inglés, así que podíamos leer textos en esas lenguas.

Y, lejos de que el estudio nos pudiera resultar odioso por los castigos, nos encantaba aplicarnos a ello, y nuestros entretenimientos eran lo que otros niños consideraban deberes. Quizá no leímos tantos libros ni aprendimos idiomas con tanta rapidez como aquellos que siguen una disciplina concreta con un método preciso, pero lo que aprendimos se imprimió más profundamente en nuestra memoria.

En la descripción de nuestro círculo familiar he incluido a Henry Clerval porque siempre estaba con nosotros. Iba a la escuela conmigo y generalmente pasaba la tarde en nuestra casa; como era hijo único y no tenía con quién entretenerse en casa, su padre estaba encantado de que encontrara amigos en la nuestra; y, en realidad, nunca éramos del todo felices si Clerval no estaba con nosotros.