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«¡Maldito sea el día en que recibí la vida!». Víctor Frankenstein, un joven científico fascinado por los misterios de la vida, traspasa el umbral de lo prohibido y da forma a una criatura artificial. Pero al contemplar su obra —un ser descomunal, solitario y ávido de afecto—, la abandona con horror. Rechazada por todos, la criatura recorre el mundo con una mezcla de curiosidad y rabia, aprendiendo a hablar, a pensar… y a odiar hasta la venganza. Escrita por Mary Shelley a los dieciocho años, Frankenstein es una historia de terror y ternura, de ciencia y remordimiento, que sigue latiendo con fuerza dos siglos después. Esta edición recupera el texto original de 1818 en la traducción de Carlos Santos Sáez e incluye un posfacio de Clara Pastor. Una novela inmortal que anticipó los dilemas éticos de nuestro tiempo y que aún hoy nos interpela: ¿hasta dónde puede llegar la ambición humana sin desatar monstruos que no sabremos comprender ni controlar?
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Seitenzahl: 355
Veröffentlichungsjahr: 2025
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FRANKENSTEINO EL MODERNO PROMETEO
Título original: Frankenstein; or, The Modern Prometheus
© de la traducción: Carlos Santos Sáez, 2021
© del posfacio: Clara Pastor, 2025
© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.
Primera edición: septiembre de 2025
ISBN: 979-13-87833-26-8
Diseño de colección: Anna Juvé
Maquetación: Nèlia Creixell
Producción del ePub: booqlab
Arpa
Manila, 65
08034 Barcelona
arpaeditores.com
Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
Mary Shelley
FRANKENSTEINO EL MODERNO PROMETEO
Traducción de Carlos Santos Sáez
Posfacio de Clara Pastor
Cubierta
Créditos
Título
Índice
Volumen I
Carta I
Carta II
Carta III
Carta IV
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
Volumen II
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
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Posfacio: El sueño de la razón
Cover
Índice
Start
A la señora Saville, Inglaterra
San Petersburgo, 11 de diciembre de 17**
Celebrarás saber que no ha pasado nada malo en el comienzo de esta aventura que siempre imaginaste cargada de malos agüeros. Llegué ayer, y mi primera tarea fue esta, confirmarle a mi querida hermana que me encuentro perfectamente bien y que tengo una gran confianza en el éxito de mi empresa.
Estoy ya muy lejos de Londres y, mientras ando por las calles de Petersburgo, siento el aire frío del norte que tonifica mi ánimo y me llena de alegría. ¿Entiendes este sentimiento? Esta brisa, que llega desde las regiones hacia las que me dirijo, trae un presagio de aquellas tierras gélidas. Mi imaginación se enciende, animada por ese viento cargado de promesas. En vano intento convencerme de que el Polo es el reino del hielo y la desolación: siempre aparece en mi cabeza como la región de la belleza y el placer. Allí, Margaret, el sol siempre se puede ver, con su enorme disco bordeando el horizonte, desparramando un eterno resplandor. Allí —porque, con tu permiso, hermana mía, debo depositar alguna confianza en los navegantes que me precedieron—, allí la nieve y el hielo se disuelven y, navegando sobre un mar en calma, el barco puede deslizarse suavemente hasta una tierra que supera en maravillas a todas las regiones descubiertas hasta hoy. En estas soledades desconocidas, los paisajes son tan infinitos como los fenómenos de los cuerpos celestes. ¿Qué no podremos esperar de unas tierras que gozan de luz eterna?
Allí podré descubrir la maravillosa fuerza que atrae la aguja de la brújula, y podré comprobar miles de observaciones celestes que precisan solo que se lleve a cabo este viaje para conseguir que todas sus aparentes contradicciones adquieran coherencia para siempre. Saciaré mi ardiente curiosidad cuando vea esa parte del mundo que nadie visitó jamás antes y cuando pise una tierra que no fue pisada jamás por el pie del hombre. Esos son mis motivos y son suficientes para calmar cualquier miedo ante los peligros o la muerte, y para obligarme a emprender este penoso viaje con la alegría de un muchacho que sube a un pequeño bote, con sus compañeros de juegos, con la intención de emprender una expedición para descubrir los orígenes del río de su pueblo.
Pero, aun suponiendo que todas esas conjeturas sean falsas, no podrás negar el inestimable beneficio que aportaré a toda la humanidad, hasta la última generación, con el descubrimiento de una ruta cerca del Polo que conduzca hacia esas regiones para llegar a las cuales, en la actualidad, se precisan varios meses; o con el descubrimiento del secreto del imán, lo cual, si es que es posible, solo puede llevarse a cabo mediante una empresa como la mía.
Estos razonamientos han atenuado la inquietud con la que comencé mi carta, y siento que mi corazón late ahora con un entusiasmo que me eleva al cielo, porque nada contribuye tanto a tranquilizar el espíritu como un propósito firme: un punto en el cual el alma pueda fijar su mirada intelectual.
Esta expedición fue mi sueño más querido desde que era muy joven. Leí con deleite los relatos de los distintos viajes que se habían realizado con la idea de alcanzar el norte del océano Pacífico a través de los mares que rodean el Polo. Seguramente recuerdes que en la biblioteca de nuestro buen tío Thomas se podían encontrar todos los viajes realizados con intención de descubrir nuevas tierras. No fui un buen estudiante, aunque siempre me apasionó la lectura. Aquellos libros fueron mi estudio día y noche, y a medida que los conocía mejor, aumentaba el pesar que sentí cuando, siendo un niño, supe que la última voluntad de mi padre prohibía a mi tío que me permitiera embarcar y abrazar la vida de marino.
Esos fantasmas desaparecieron cuando, por primera vez, leí con detenimiento a aquellos poetas cuyas efusiones capturaron mi alma y la elevaron al cielo. Yo mismo me convertí también en poeta y durante un año viví en un paraíso de mi propia invención; imaginaba que yo también podría ocupar un lugar en el templo donde se veneran los nombres de Homero y Shakespeare. Tú sabes bien cómo fracasé y cuán duro fue para mí aquel desengaño. Pero precisamente por aquel entonces recibí la herencia de mi primo y mis pensamientos regresaron al cauce que habían seguido hasta entonces.
Ya han pasado seis años desde que resolví llevar a cabo esta empresa.
Incluso ahora puedo recordar la hora en la cual decidí emprender la aventura. Empecé por someter al castigo mi cuerpo. Acompañé a los balleneros en varias expediciones al mar del Norte, y voluntariamente sufrí frío, hambre, sed y noches sin dormir; durante el día, a menudo trabajé más duro que el resto de los marineros, y dediqué mis noches al estudio de las matemáticas, la teoría de la medicina y aquellas ramas de las ciencias físicas de las cuales un marino aventurero podría obtener gran utilidad práctica. En dos ocasiones me enrolé como suboficial en un ballenero groenlandés, y me desenvolví bastante bien. Debo reconocer que me sentí un poco orgulloso cuando el capitán me ofreció ser el segundo de a bordo en el barco y me pidió encarecidamente que me quedara con él, pues consideraba que mis servicios le eran muy útiles.
Y ahora, querida Margaret, ¿no merezco protagonizar una gran empresa?
Mi vida podría haber transcurrido entre lujos y comodidades, pero he preferido la gloria a cualquier otra tentación que las riquezas pudieran poner en mi camino. ¡Oh, ojalá que algunas palabras de ánimo me confirmaran que es posible! Mi valor y mi decisión son firmes, pero mi esperanza a veces duda y mi ánimo con frecuencia decae. Estoy a punto de emprender un viaje largo y difícil; y los peligros de este exigirán que mantenga toda mi fortaleza: no solo se me pedirá que eleve el ánimo de los demás, sino que me veré obligado a sostener mi propio espíritu cuando el de ellos desfallezca.
Esta es la mejor época para viajar en Rusia. Se deslizan con rapidez los trineos sobre la nieve; el desplazamiento es muy agradable y, en mi opinión, mucho más placentero que los viajes en los carruajes ingleses. El frío no es excesivo, especialmente si te abrigas con pieles, una vestimenta que no he tardado en adoptar. Si te quedas inmóvil durante horas se te puede congelar la sangre en las venas. No tengo ninguna intención de perder la vida en el camino que va desde San Petersburgo a Arcángel. Partiré hacia esta última ciudad dentro de quince días o tres semanas, y mi intención es fletar un barco allí, lo cual podrá hacerse fácilmente si le pago el seguro al dueño, y contrato a tantos marineros como considere necesarios, entre aquellos que estén acostumbrados a la caza de ballenas. No tengo intención de hacerme a la mar hasta el mes de junio… ¿Cuándo regresaré? ¡Ah, querida hermana! ¿Cómo puedo responder a esa pregunta?
Si tengo éxito, pasarán muchos meses, quizás años, antes de que podamos encontrarnos otra vez. Si fracaso, me verás pronto…, o nunca.
Adiós, querida Margaret. Que el Cielo derrame todas las bendiciones sobre ti, y me proteja a mí, para que pueda ahora y siempre demostrarte mi gratitud por todo tu cariño y tu bondad.
Tu afectuoso hermano,
R. WALTON
A la señora Saville, Inglaterra
Arcángel, 28 de marzo de 17**
¡Qué lento pasa el tiempo, atrapado aquí entre el hielo y la nieve! He dado un paso más hacia mi proyecto. Ya he alquilado un barco y me estoy ocupando ahora de reunir a la tripulación; los que ya he contratado parecen ser hombres confiables y, desde luego, decididos y valientes.
Pero hay una cosa que aún no me he podido conseguir, y siento esa ausencia como una verdadera desdicha. No tengo un amigo, Margaret. Cuando esté alegre por mis éxitos, no habrá quien comparta mi alegría; y si me asalta la tristeza, nadie intentará consolarme en la amargura. Puedo plasmar mis pensamientos en el papel, es cierto, pero ese me parece un modo muy pobre de comunicar lo que siento. Me gustaría contar con la compañía de un hombre que me pudiera comprender, cuya mirada contestara a la mía. Puedes acusarme de ser un romántico, mi querida hermana, pero siento la necesidad de contar con un amigo. No tengo a nadie junto a mí que sea sereno, pero enérgico, que posea un espíritu cultivado y, al tiempo, de mente abierta, cuyos gustos se parezcan a los míos, para que apruebe o corrija mis planes. ¡Qué necesario sería un amigo así para enmendar los errores de tu pobre hermano! Soy demasiado impulsivo en mis actos y demasiado impaciente ante las dificultades. Pero hay otra desgracia que me parece aún mayor, y es haberme educado en soledad; durante los primeros catorce años de mi vida nadie me puso normas y no leí nada salvo los libros de viajes del tío Thomas. A esa edad empecé a conocer a los poetas más celebrados de nuestra patria; pero solo cuando ya no podía obtener los mejores frutos de tal decisión comprendí la necesidad de aprender otras lenguas distintas a las de mi país natal. Ahora tengo veintiocho años y, en realidad, soy más ignorante que un estudiante de quince. Es cierto que estoy más reflexivo, y que mis sueños son más ambiciosos, pero, como dicen los pintores, necesitan armonía; y por eso me hace mucha falta un amigo que tenga el suficiente juicio para no despreciarme como romántico y el suficiente cariño hacia mí como para intentar ordenar mis pensamientos.
En fin, son lamentaciones inútiles, con toda seguridad no encontraré ningún amigo en esos inmensos océanos, ni siquiera aquí, en Arcángel, entre marineros y pescadores. Sin embargo, incluso en esos rudos pechos laten algunos sentimientos, ajenos a lo peor de la naturaleza humana. Mi lugarteniente, por ejemplo, es un hombre de extraordinario arrojo, y tiene un frenético deseo de gloria. Es inglés y, a pesar de todos sus prejuicios nacionales y profesionales, que no se han pulido con la educación, conserva algo de las cualidades humanas más nobles. Le conocí a bordo de un barco ballenero, y cuando supe que se encontraba sin trabajo en esta ciudad, de inmediato le contraté para que me ayudara en mi aventura.
El primer oficial es una persona de una gran capacidad, en el barco se aprecian su amabilidad y su flexibilidad en cuanto a la disciplina. De hecho, es de una naturaleza tan afable que no sale a cazar (el entretenimiento más común aquí, y a menudo, el único) solo porque no soporta ver cómo se derrama sangre inútilmente.Además, es de una generosidad casi heroica. Hace algunos años estuvo enamorado de una joven rusa de mediana fortuna, y como mi oficial había amasado una considerable suma por sus buenos oficios, el padre de la muchacha consintió que se casaran. Antes de la ceremonia vio una vez a su prometida y ella, anegada en lágrimas, y arrojándose a sus pies, le suplicó que la perdonara, confesando al mismo tiempo que amaba a otro, pero que era pobre y que su padre nunca consentiría ese matrimonio. Mi generoso amigo consoló a la suplicante joven y, tras informarse del nombre de su amante, de inmediato partió en su busca. Ya había comprado una granja con su dinero, y había pensado que allí pasaría el resto de su vida, pero se la entregó a su rival, junto con el resto de sus ahorros, para que pudiera comprar algún ganado, y luego él mismo le pidió al padre de la muchacha que consintiera el matrimonio con aquel joven. Pero el viejo se negó obstinadamente, diciendo que había comprometido su honor con él; este, viendo la inflexibilidad del padre, abandonó el país y no regresó hasta que no supo que su antigua novia se había casado con el joven a quien verdaderamente amaba. «¡Qué hombre más noble!», pensarás. Y es cierto, aunque, después de aquello, ha pasado toda su vida a bordo de un barco y apenas conoce otra cosa que no sean sogas y cabos.
Pero no creas que estoy dudando de mi decisión porque me queje un poco, o porque imagine un consuelo a mis penas que tal vez jamás llegue a conocer. Mi resolución es tan firme como el destino, y mi viaje solo se ha retrasado hasta que el clima permita que nos hagamos a la mar. El invierno ha sido duro, pero la primavera promete ser mejor, e incluso se dice que se adelantará considerablemente; así que tal vez pueda zarpar antes de lo que esperaba. No haré nada con precipitación; me conoces lo suficiente como para confiar en mi prudencia, más aún cuando la seguridad de otros se ha confiado a mi cuidado. Apenas puedo describirte cuáles son mis sensaciones ante la inminencia de la aventura. Es imposible comunicarte esa temblorosa emoción, a medio camino entre la satisfacción y el miedo, con la cual me dispongo a partir. Me dirijo hacia regiones inexploradas, a «la tierra de las brumas y la nieve», pero no mataré ningún albatros, así que no temas por mi vida.
¿Te veré de nuevo, después de haber surcado estos océanos inmensos, y tras rodear el cabo más meridional de África o América? Apenas me atrevo a confiar en semejante triunfo, sin embargo, ni siquiera puedo soportar la idea de enfrentarme a la otra cara de la moneda. Escríbeme siempre que puedas; tal vez pueda recibir tus cartas en algunas ocasiones (aunque esa posibilidad se me antoja muy dudosa), cuando más las necesite para animarme. Te quiero muchísimo. Recuérdame con cariño si no vuelves a saber de mí.
Tu afectuoso hermano,
R. WALTON
A la señora Saville, Inglaterra
7 de julio de 17**
Querida hermana:
Te escribo unas líneas apresuradas para decirte que estoy bien y que he adelantado mucho en mi viaje. Esta carta llegará a Inglaterra por un marino mercante que regresa ahora a casa desde Arcángel; es más afortunado que yo, que quizá no pueda ver mi tierra por años. Estoy entusiasmado, mis hombres son valientes y aparentemente fieles y resueltos; no parecen asustados frente a los témpanos que pasan a nuestro lado flotando y que nos advierten de los peligros de la región. Ya hemos alcanzado una latitud elevadísima, pero estamos en pleno verano y, aunque no hace tanto calor como en Inglaterra, los vientos del sur, que nos empujan veloces hacia la costa que deseo encontrar, soplan con una reconfortante calidez que no esperaba. Hasta este momento no nos han ocurrido incidentes que merezcan apuntarse en una carta. Quizás una o dos tormentas fuertes y la rotura de un mástil, accidentes que los marinos experimentados ni siquiera recuerdan; si no ocurre nada peor durante el viaje estaré satisfecho.
Adiós, querida Margaret. Puedes estar segura de que, tanto por mí como por ti, no me enfrentaré al peligro innecesario. Seré cauto y perseverante.
Da recuerdos de mi parte a todos mis amigos en Inglaterra.
Con todo mi cariño,
R. W.
A la señora Saville, Inglaterra
5 de agosto de 17**
Nos ha pasado algo tan raro que no puedo evitar anotarlo, aunque es muy probable que nos encontremos antes de que esta carta llegue a ti.
El lunes pasado (31 de julio) estábamos rodeados por el hielo. Apenas había espacio en el mar para mantener el barco a flote. Nuestra situación era peligrosa. Una niebla densa nos envolvía. Decidimos arriar velas y detenernos, a la espera de que sucediera algún cambio en la atmósfera y en el clima.
Alrededor de las dos se disipó la niebla y descubrimos infinitas e irregulares llanuras de hielo. Algunos de mis camaradas dejaron escapar un lamento y yo mismo comencé a preocuparme y a inquietarme, cuando de repente una extraña figura atrajo nuestra atención y consiguió distraernos de la preocupación. Distinguimos un carro bajo, amarrado sobre un trineo, tirado por perros, que se dirigía hacia el norte, a una distancia de media milla de nosotros. Un ser que tenía apariencia humana, pero una altura gigantesca, iba sentado en el trineo y guiaba a los perros. Vimos el rápido avance del viajero con nuestros catalejos hasta que se perdió entre las lejanas quebradas del hielo. Aquella aparición nos asombró. Creíamos que estábamos a cien millas de tierra firme, pero semejante suceso parecía sugerir que en realidad no nos encontrábamos tan lejos como suponíamos. En cualquier caso, atrapados como estábamos por el hielo, era imposible seguirle las huellas a aquella figura.
Dos horas después de aquel hecho, supimos que había mar de fondo, y antes de que cayera la noche, el hielo se rompió y liberó nuestro barco. De todos modos, permanecimos sin movernos hasta la mañana, porque temíamos estrellarnos en la oscuridad con algunas gigantescas masas de hielo a la deriva.
Aproveché ese tiempo para descansar unas horas. Finalmente, por la mañana, tan pronto como hubo luz, subí a cubierta y me encontré con que toda la tripulación se había arremolinado en un extremo del barco, hablando al parecer con alguien que estaba sobre el hielo.
Efectivamente, sobre un gran témpano de hielo había un trineo, como el que habíamos visto el día anterior, que se había acercado a nosotros durante la noche. Solo quedaba un perro vivo, pero había un ser humano allí también y los marineros estaban intentando convencerle de que subiera al barco. Este no era, como parecía ser el otro, un habitante de alguna isla ignota, sino un europeo. Cuando me presenté en cubierta, mi oficial dijo: «Aquí está nuestro capitán, y no permitirá que usted muera en mar abierto».
Al verme, aquel extraño se dirigió a mí en inglés, aunque con un acento extranjero. «Antes de que suba al barco, ¿tendría usted la amabilidad de decirme hacia dónde se dirige?», dijo.
Puedes imaginarte mi asombro al escuchar que se me hacía una pregunta semejante, por parte de un hombre que estaba a punto de morir, y para el cual yo había supuesto que mi barco sería un bien tan preciado que no le habría cambiado por el tesoro más grande del mundo. De todos modos, contesté que formábamos parte de una expedición hacia el Polo Norte. Tras oír mi respuesta pareció tranquilizarse y consintió en subir a bordo. ¡Dios mío, Margaret! Si hubieras visto al hombre que aceptó salvarse de aquel modo tan extraño, tu espanto no habría tenido límites. Tenía los miembros casi congelados y todo su cuerpo estaba espantosamente demacrado por el agotamiento y el dolor. Nunca había visto a un hombre en un estado tan deplorable. Intentamos llevarle al camarote, pero, en cuanto se le privó del aire puro, se desmayó. Decidimos entonces volverle a subir a cubierta y reanimarle masajeándole con brandy, y obligándole a beber unos sorbos. Cuando comenzó a mostrar señales de vida, le envolvimos en mantas y le ubicamos cerca de los fogones de la cocina. De a poco, se fue recuperando, y tomó un poco de caldo, que le sentó maravillosamente. Pasaron dos días antes de que pudiera decir una palabra. A veces yo temía que sus tormentos le hubieran mermado las facultades mentales. Cuando se hubo recobrado, al menos en alguna medida, le hice trasladar a mi propio camarote y me ocupé de él todo lo que me permitían mis obligaciones. Nunca había conocido a una persona tan interesante, sus ojos tienen casi siempre un enfado frenético, pero hay algunos momentos en los que, si alguien se muestra amable con él o le atiende con cualquier detalle, su mirada se ilumina con un rayo de bondad. Generalmente, se muestra melancólico y desesperado, y a veces le rechinan los dientes, como si no pudiera soportar el peso de los infortunios que le desconsuelan.
Cuando mi invitado se recuperó, me costó mantenerle alejado de la tripulación. Todos deseaban hacerle mil preguntas, pero no permití que le incomodaran con su curiosidad desocupada, puesto que la total rehabilitación de su cuerpo y de su mente dependía de un reposo absoluto. De todos modos, en una ocasión, mi lugarteniente le preguntó por qué se había adentrado tanto en los hielos con aquel trineo tan extraño. Su rostro inmediatamente mostró un gesto de profundo dolor, y contestó: «Busco a alguien que huye de mí».
«¿Y el hombre al que persigue viaja también del mismo modo?»
«Sí».
«Entonces…, creo que le hemos visto, porque el día anterior a rescatarle a usted vimos a unos perros tirando de un trineo, e iba un hombre en él, por el hielo».
Esto llamó la atención del viajero desconocido, e hizo muchas preguntas respecto a la ruta que había seguido aquel demonio (así le llamó). Poco después, cuando ya estábamos los dos solos, me dijo: «Seguramente he despertado su curiosidad, como la de esa buena gente, pero es usted demasiado considerado como para hacerme preguntas».
«Tiene razón. De todos modos, sería una desconsideración de mi parte molestarle con mi curiosidad».
«Sin embargo…, me ha salvado usted de una situación peligrosa, ha sido muy caritativo al devolverme a la vida».
Poco después me preguntó si yo creía que el hielo, al resquebrajarse, podría haber acabado con el otro trineo. Le contesté que no podía responder con certeza alguna, porque el hielo no se había quebrado hasta cerca de la medianoche y el otro viajero podría haber alcanzado un lugar seguro antes, pero eso tampoco podría afirmarlo firmemente. A partir de ese momento, el desconocido pareció muy deseoso de subir a cubierta para intentar avistar el trineo que le había precedido; sin embargo, logré convencerle de que se quedase en el camarote, porque aún se encuentra demasiado débil para soportar el aire cortante del ártico. Pero le prometí que alguno de mis hombres estaría vigilando por él y que le daría cumplida noticia si observase alguna cosa rara ahí fuera.
Esto es todo lo que puedo contar hasta hoy sobre este raro suceso. El desconocido ha ido mejorando de a poco, pero permanece muy callado, y parece inquieto y nervioso cuando en el camarote entra cualquiera que no sea yo. Sin embargo, sus modales son tan amables y educados que todos los marineros se preocupan por él, aunque han conversado muy poco.
Por mi parte, comienzo a apreciarle como a un hermano, y su constante y profundo dolor provoca en mí un sentimiento de comprensión y compasión.
Debe de haber sido un ser maravilloso en otros tiempos, puesto que incluso ahora, en la desgracia, resulta encantador.
En una de mis cartas, mi querida Margaret, te dije que no encontraría a ningún amigo en este vasto océano; sin embargo, he encontrado a un hombre al que, antes de que su espíritu se hubiera quebrado por el dolor, yo habría estado encantado de considerar como a un hermano del alma.
Seguiré escribiendo en mi diario sobre este desconocido, cuando se produzcan hechos que merezcan narrarse.
13 de agosto de 17**
Cada día estimo más a este hombre. Despierta mi admiración y mi piedad hasta límites asombrosos. ¿Cómo ver a una persona tan noble y tan desdichada sin sentir dolor? Es amable, inteligente y muy culto, cuando habla elige sus palabras con elegancia, y las hace fluir con elocuencia. Muy restablecido de su enfermedad, está continuamente en cubierta, buscando el trineo que iba delante de él. Sin embargo, aunque parece infeliz, ya no está sumido en su propio dolor, sino que se interesa también mucho por los asuntos de los demás. Me ha hecho muchas preguntas sobre mis propósitos y le he contado mi pequeña historia con franqueza. Parecía alegrarse de la confianza que le demostré y me sugirió algunas modificaciones en mi plan que me parecieron extremadamente útiles. No hay pedantería en su conducta, sino que todo lo que hace parece nacer exclusivamente del interés que instintivamente siente por el bienestar de aquellos que le rodean. A veces parece desanimado, se sienta solo y quiere sacarse de encima todo lo huraño y antisocial de su talante. Estos paroxismos pasan sobre él como una nube delante del sol, aunque su abatimiento nunca le abandona. He intentado ganarme su confianza, y espero haberlo conseguido. Un día le mencioné el deseo que siempre había sentido de contar con un buen amigo que me comprendiera y me ayudara con sus consejos. Le dije que yo no era ese tipo de hombres que se ofenden por los consejos ajenos. «Todo lo que sé lo he aprendido solo, y quizá no confío suficientemente en mis propias fuerzas. Así que me gustaría que ese compañero fuera más sabio y tuviera más experiencia que yo, para que me aportara confianza y me apoyara. No creo que sea imposible encontrar un verdadero amigo».
«Estoy de acuerdo con usted en considerar que la amistad no es solo deseable, sino un bien posible. Yo tuve antaño un amigo, el mejor de todos los seres humanos, así que creo que estoy capacitado para juzgar la amistad. Usted espera conseguirla, y tiene el mundo a sus pies, así que no hay razón para desesperar. Pero yo…, yo lo he perdido todo, y ya no puedo empezar mi vida de nuevo», respondió el desconocido.
Cuando dijo eso, su rostro adoptó un expresivo gesto de serenidad y dolor que me llegó al corazón. Pero permaneció en silencio y después se retiró a su camarote.
Aunque tiene el alma destrozada, nadie aprecia más que él las bellezas de la naturaleza. El cielo estrellado, el mar y todos los paisajes que nos proporcionan estas maravillosas regiones parecen tener aún el poder de elevar su alma. Un hombre como él tiene una doble existencia: puede sufrir todas las desgracias y caer abatido por todos los desengaños; sin embargo, cuando se encierre en sí mismo, será como un espíritu celestial, que tiene un halo en torno a sí, cuyo cerco no puede atravesar ni la angustia ni la locura.
¿Te ríes del entusiasmo que muestro por este vagabundo? Si es así, debes de haber perdido esa inocencia que fue antaño tu encanto. Sin embargo, si quieres, puedes sonreír ante la emoción de mis palabras, mientras yo encuentro cada día nuevas razones para repetirlas.
19 de agosto de 17**
El desconocido me dijo ayer: «Capitán Walton, se habrá dado cuenta de que he sufrido grandes e insólitas desventuras. En cierta ocasión pensé que el recuerdo de esas desgracias me mataría, pero usted ha logrado que cambie de opinión. Usted busca la sabiduría, como yo la busqué; y espero de todo corazón que el fruto de su deseo no sea una víbora que le muerda, como lo fue para mí. No sé si el relato de mis desdichas le resultará útil; sin embargo, si así lo quiere, escuche mi historia.
»Creo que el conocimiento de los extraños sucesos de mi vida puede darle una visión diferente de la naturaleza humana, y tal vez le ayude a ampliar su comprensión del mundo. Sabrá usted de poderes y casos de tal magnitud que siempre creyó imposibles, pero no tengo ninguna duda de que mi historia aportará por sí misma las pruebas de su veracidad».
Podrás imaginar que me sentí muy halagado por esa demostración de confianza; sin embargo, apenas podía soportar que tuviera que sufrir de nuevo el dolor de contarme sus desgracias. Estaba deseoso de oír el relato prometido, en parte por curiosidad, y en parte por el deseo de cambiar su destino, si es que semejante cosa estaba en mi mano. Expresé estos sentimientos en mi respuesta.
«Gracias por su comprensión», respondió. «Pero es inútil, mi destino casi está cumplido. No espero más que una cosa, y luego podré descansar en paz. Comprendo sus sentimientos», añadió, viendo que yo tenía intención de interrumpir, «pero está usted muy equivocado, amigo mío, si me permite que así le llame. Nada puede cambiar mi destino. Escuche mi historia, y entenderá por qué está irrevocablemente decidido».
Luego me dijo que comenzaría a contarme su historia al día siguiente, cuando yo dispusiera de algún tiempo. Esta promesa me arrancó los más calurosos agradecimientos. He decidido que todas las noches, cuando no esté demasiado ocupado, escribiré lo que me cuente durante el día, con tanta fidelidad como me sea posible y con sus propias palabras. Y si tuviera muchos compromisos, al menos tomaré notas. El manuscrito te dará un gran placer, pero yo, que escucharé la historia de sus propios labios, ¡con cuánto interés y con cuánto cariño lo leeré algún día, en el futuro!
Soy ginebrino por nacimiento; mi familia es una de las más importantes de esa república. Durante muchos años mis antepasados han sido ministros y jueces, y mi padre ocupó varios cargos públicos con honores y gloria. Todos los que le conocían le respetaban por su honradez y por su capacidad de trabajo. Dedicó su juventud a las necesidades de su país y solo cuando su vida comenzó a declinar pensó en el matrimonio y en ofrecer a su patria hijos que pudieran perpetuar su virtud y su nombre en el futuro.
Como las circunstancias especiales de su matrimonio ilustran bien cuál era su carácter, no puedo evitar referirme a ellas. Uno de sus mejores amigos era un comerciante que, debido a numerosos infortunios, desde una buena posición cayó en la pobreza. Este hombre, cuyo nombre era Beaufort, tenía un carácter orgulloso y altivo, y no podía soportar vivir en la miseria y en el olvido en el mismo país en el que antiguamente se había distinguido por su riqueza y esplendor. Así pues, habiendo pagado sus deudas del modo más honroso que pudo, se retiró con su hija a la ciudad de Lucerna, donde vivió en el anonimato y en la desdicha. Mi padre quería mucho a Beaufort, con una verdadera amistad, y lamentó mucho su retiro en circunstancias tan penosas. También lamentaba la pérdida de su compañía, y decidió ir a buscarle para intentar persuadirle de que comenzara de nuevo con el crédito y la ayuda que él le ofrecía.
Beaufort había tomado medidas muy eficaces para esconderse y transcurrieron diez meses antes de que mi padre encontrara su morada. Entusiasmado por el descubrimiento, se dirigió inmediatamente a la casa, que estaba situada en una calle principal, cerca del Reuss. Pero, cuando entró, solo la miseria y la desesperación le dieron la bienvenida. Beaufort había conseguido salvar una suma de dinero muy pequeña del naufragio de su fortuna, apenas suficiente para proporcionarle sustento durante algunos meses; y, mientras tanto, esperaba encontrar algún empleo respetable en casa de un comerciante. Pero durante ese periodo no había hecho nada y, con más tiempo para pensar, solo consiguió deprimirse; el abatimiento se apoderó de tal modo de su mente que tres meses después yacía enfermo en una cama, incapaz de moverse.
Su hija le atendía con todo cariño, pero veía con desesperación cómo sus pequeños ahorros desaparecían rápidamente y no había ninguna otra perspectiva para ganarse el sustento. Caroline Beaufort poseía una inteligencia poco común y su valentía consiguió sostenerla en la adversidad. Se buscó un trabajo humilde: hacía objetos de mimbre, y por otros medios pudo ganar un dinero que apenas era suficiente para comer. Transcurrieron varios meses así. Su padre se puso peor; la mayor parte de su tiempo lo empleaba Caroline en atenderle, mientras sus medios de subsistencia seguían menguando. A los diez meses, el padre murió entre sus brazos, dejándola huérfana y desamparada. Este último golpe la terminó de desalentar y cuando mi padre entró en la habitación ella estaba arrodillada ante el ataúd de Beaufort, llorando con amargura. Se presentó allí como un ángel protector para la pobre muchacha, que se encomendó a su cuidado, y después del entierro del amigo, mi padre la llevó a Ginebra y la puso bajo la protección de un conocido. Dos años después de esos acontecimientos, la convirtió en su esposa.
Cuando mi padre se convirtió en marido y padre, descubrió que los deberes de su nueva situación le ocupaban tanto tiempo que tuvo que abandonar muchos de sus trabajos públicos y dedicarse a la educación de sus hijos. Yo era el mayor y estaba destinado a ser el sucesor en todos sus trabajos y obligaciones. Nadie en el mundo habrá tenido padres más cariñosos que los míos. Mi bienestar y mi salud fueron sus únicas preocupaciones, especialmente porque durante muchos años yo fui su único hijo. Pero antes de continuar con mi historia, debo contar un incidente que tuvo lugar cuando tenía cuatro años de edad. Mi padre tenía una hermana que le adoraba y que se había casado muy joven con un caballero italiano. Poco después de su matrimonio, ella había acompañado al marido a su país natal y durante algunos años mi padre no tuvo contacto con ella. Por esas fechas, ella murió, y pocos meses después mi padre recibió una carta de su cuñado, en la que le comunicaba su intención de casarse con una dama italiana y le pedía que se hiciera cargo de la pequeña Elizabeth, la única hija de su hermana fallecida. «Es mi deseo que la consideres como si fuera tu propia hija y que la eduques en consecuencia», decía en la carta. «La fortuna de su madre quedará a su disposición, y te remitiré los documentos para que tú mismo los custodies. Te ruego que reflexiones mi propuesta y decidas si prefieres educar a tu sobrina tú mismo o encomendar esa tarea a una madrastra».
Mi padre no lo dudó e inmediatamente viajó a Italia para acompañar a la pequeña Elizabeth a su futuro hogar. Muy a menudo oí decir a mi madre que, en aquel entonces, era la niña más hermosa que jamás había visto, y que tenía una personalidad amable y cariñosa. Estos detalles y su deseo de afianzar tanto como fuera posible los lazos del amor familiar determinaron que mi madre considerara a Elizabeth como mi futura esposa, y nunca encontró razones que le impidieran sostener semejante plan. Desde aquel momento, Elizabeth Lavenza se convirtió en mi compañera de juegos y, cuando crecimos, en mi amiga. Era tranquila y de buen carácter, divertida y juguetona, despierta y alegre, sus sentimientos eran intensos y profundos. Disfrutaba de la libertad más que nadie, pero tampoco nadie era capaz de obedecer con tanto encanto las órdenes o los gustos de otros. Era muy imaginativa, sin embargo, su capacidad para aplicarse en el estudio era notable. Elizabeth era la imagen de su espíritu. Sus ojos de color avellana, tan vivos como los de un pájaro, poseían una atractiva dulzura. Su figura, ágil y elegante, era capaz de soportar la fatiga, aunque aparentaba ser la criatura más frágil del mundo. Yo admiraba su inteligencia y su imaginación. Me encantaba ocuparme de ella. Nunca vi tantos encantos en una persona y en una inteligencia, unidos a tanta humildad.
Todo el mundo adoraba a Elizabeth. Si los criados tenían alguna petición que hacer, siempre buscaban su intercesión. No había entre nosotros ninguna clase de peleas o enojos. Porque, aunque nuestros caracteres eran muy distintos, existía armonía en esa diferencia. Yo era más sereno y reflexivo que mi compañera. Sin embargo, no era tan dócil y sumiso. Era capaz de estar concentrado en el estudio más tiempo, pero no era tan constante como ella. Me encantaba investigar lo que ocurría en el mundo. Ella prefería ocuparse en perseguir las etéreas creaciones de los poetas. El mundo era para mí un secreto que deseaba desvelar. Para ella era un espacio que deseaba poblar con sus propias quimeras.
Mis hermanos eran mucho más jóvenes que yo, pero yo contaba con un amigo, entre mis compañeros de escuela, que compensaba esa deficiencia. Henry Clerval era hijo de un comerciante de Ginebra, un amigo íntimo de mi padre. Era un muchacho de un talento y una imaginación singulares. Recuerdo que cuando solo tenía nueve años escribió un cuento de hadas que fue la delicia y el asombro de todos sus compañeros. Su lectura favorita eran los libros de caballería y las novelas; y cuando era muy joven, puedo recordar que solíamos representar obras de teatro que componía él mismo a partir de aquellos libros, siendo los principales personajes de estas Orlando, Robin Hood, Amadís y san Jorge. No creo que hubiera un joven más feliz que yo. Mis padres eran indulgentes y mis compañeros, encantadores. Nunca se nos obligó a estudiar y, por alguna razón, siempre teníamos algún objetivo a la vista que nos empujaba a aplicarnos con fruición para obtener lo que pretendíamos. Era mediante este método, y no por la competencia, por lo que estudiábamos. A Elizabeth no se le dijo que se aplicara especialmente en el dibujo, para que sus compañeras no la dejaran atrás, pero el deseo de agradar a su tía la empujaba a representar algunas escenas que le gustaban. Aprendimos latín e inglés, así que podíamos leer textos en esas lenguas. Y, lejos de que el estudio nos pudiera resultar odioso por los castigos, nos encantaba aplicarnos a ello, por lo cual nuestros entretenimientos eran lo que otros niños consideraban deberes. Quizá no leímos tantos libros ni aprendimos idiomas con tanta rapidez como aquellos que siguen una disciplina concreta con un método preciso, pero lo que aprendimos se imprimió más profundamente en nuestra memoria. En la descripción de nuestro círculo familiar he incluido a Henry Clerval porque siempre estaba con nosotros. Iba a la escuela conmigo y generalmente pasaba la tarde en nuestra casa; como era hijo único y no tenía con quién entretenerse, su padre estaba encantado de que encontrara amigos en nuestra casa; y, en realidad, nunca éramos del todo felices si Henry no estaba con nosotros.
Nuestro destino está marcado por acontecimientos triviales. El conocimiento de la naturaleza ha ordenado mi vida. En este resumen de mis primeros años, quiero explicar por qué siento una especial predilección por la ciencia. Cuando tenía once años, fuimos todos de excursión a las termas que hay cerca de Thonon. La inclemencia del clima nos obligó a quedarnos todo un día encerrados en la posada. En aquella casa, por casualidad, encontré un volumen con las obras de Cornelio Agrippa. Lo abrí sin mucho interés; la teoría que intentaba demostrar y los maravillosos hechos que relataba pronto cambiaron aquella apatía por entusiasmo. Una nueva luz se derramó sobre mí; y, dando saltos de alegría, comuniqué aquel descubrimiento a mi padre. No puedo dejar de señalar aquí cuántas veces los maestros tienen ocasión de dirigir los gustos de sus alumnos hacia conocimientos útiles y cuántas veces lo desaprovechan inconscientemente. Mi padre observó sin mucho interés la cubierta del libro y dijo: «¡Ah…, Cornelio Agrippa! Mi querido Víctor, no pierdas el tiempo en estas cosas; no son más que tonterías inútiles».
Si en vez de esa advertencia, o incluso esa exclamación, mi padre se hubiera tomado la molestia de explicarme que las teorías de Agrippa ya habían quedado completamente refutadas y que se había instaurado un sistema científico moderno que tenía mucha más relevancia que el antiguo, porque el antiguo era pretencioso y quimérico, mientras que las intenciones del moderno eran reales y prácticas…, en esas circunstancias, con toda seguridad, habría desechado a Agrippa y, teniendo la imaginación ya tan excitada, probablemente me habría aplicado a una teoría más racional de la química que ha dado como resultado los descubrimientos modernos. Es posible incluso que mis ideas nunca hubieran recibido el impulso fatal que me condujo a la ruina. Pero aquella mirada apática que mi padre había lanzado al libro en ningún caso me aseguraba que supiera siquiera de qué trataba, así que continué leyendo aquel volumen con la mayor avidez.
Cuando regresé a casa, mi primera ocupación fue procurarme todas las obras de ese autor y, después, las de Paracelso y las de Alberto Magno. Leí y estudié con deleite las locas fantasías de esos autores, me parecían tesoros que conocían muy pocos aparte de mí, y aunque a menudo deseé comunicar a mi padre aquellos conocimientos secretos, sin embargo, su firme desaprobación de Agrippa, mi autor favorito, siempre me retuvo. De todos modos, le descubrí mi secreto a Elizabeth, bajo la estricta promesa de guardarlo, pero no pareció muy interesada en la materia, así que continué mis estudios solo.
Puede resultar un poco extraño que en el siglo XVIII apareciera un discípulo de Alberto Magno, pero yo no pertenecía a una familia de científicos ni había asistido a ninguna clase en Ginebra. Así pues, la realidad no enturbiaba mis sueños y me entregué con pasión a la búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la vida. Y esto último acaparaba toda mi atención; la riqueza era para mí un asunto menor, ¡pero qué fama alcanzaría mi descubrimiento si yo pudiera eliminar la enfermedad de la condición humana y conseguir que el hombre fuera invulnerable a cualquier cosa excepto a una muerte violenta!
Esas no eran mis únicas ensoñaciones; invocar la aparición de fantasmas y demonios era una sugerencia constante de mis escritores favoritos, y yo ansiaba poder hacerlo inmediatamente; y si mis encantamientos nunca resultaban exitosos, yo atribuía los fracasos más a mi inexperiencia y a mis errores que a la falta de inteligencia o a la incompetencia de mis maestros.
Los fenómenos naturales diarios no me pasaban desapercibidos. La destilación me asombraba, y mis autores preferidos la desconocían. Me maravillaban algunos experimentos con bomba de aire que realizaba un caballero al que solíamos visitar.