Frío cae blanco - G.S. Prendergast - E-Book

Frío cae blanco E-Book

G.S. Prendergast

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Beschreibung

Humanos. Clones. Alienígenas. Nadie está a salvo. Es el fin del mundo. Dos adolescentes luchan para salvar sus vidas tras una invasión extraterrestre en esta electrizante conclusión de Cero se repite siempre. XANDER LUI sobrevivió a la invasión alienígena; por más de un año se ha ocultado, pero las penurias no han sido pocas… Cuando RAVEN despierta en un extenso campo de dunas níveas alberga muchas preguntas. ¿Qué le ha pasado a ella y al resto de los humanos que parecen reanimarse a su lado? ¿Y dónde está Augusto, el monstruo que prometió protegerla…? En la sombra de un crudo invierno apocalíptico, Xander y Raven habrán de encontrarse en lados opuestos dela batalla por la supervivencia humana. Su destino parece hermanado junto a aquel extraño ser, al tiempo monstruoso y humano: AUGUSTO.

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Para todas las chicas fuertes: Audrey, Penelope,Monica, Kathy, Tess, Bronwen y Lucy

RAVEN

Está frío.

Silencioso.

Y oscuro.

Soy tan ingrávida como un pensamiento, como una sombra bajo el agua. Lo único que me da sustancia es la sensación de estar llena de… algo. Algo denso, poderoso e inhumano, no terrenal. Quiero liberarme, pero no hay nada de que liberarme. Todo lo que soy es una selección de verbos: llenar, crecer, cambiar, perfeccionar. Como si fuera reconstruida desde cero.

Así pasan los días. Las vidas. Un solitario destello de nada flotando en un mar de… lo que queda de mi mente busca la palabra.

¿Obediencia? ¿Deber? Estoy siendo entrelazada a algo, como si mis nervios se estuvieran desenredando y enredando en alguna idea de… no puedo verlo. No puedo escucharlo, olerlo o saborearlo. Es nada, un vacío, como el espacio que queda detrás cuando algo se pierde. Puedo sentir su vacuidad, siento que intenta consumirme, atraparme. Pero hay algo más que se resiste a ello, algo obstinado e inextricable, algo humano.

Arrepentimiento. Y la idea de que no todas las cosas rotas son irreparables.

En la oscuridad, siento a alguien conmigo, y aunque este alguien no es más sustancial que yo, se siente pesado, como lágrimas de dolor o de remordimiento. Diminuto pero galáctico.

—¿Hola? —no estoy segura de cómo lo digo. Parece que no tengo boca.

La respuesta me llega como una impresión de fuerza sobre la materia: las partículas de aire vibran por el sonido, la luz parpadea en las manos de Augusto que se mueven mientras hablaba con señas.

Recuerdos.

Oh… Augusto. Sácame de aquí. Tengo miedo. ¿Augusto?

XANDER

No es sino hasta diez días después de que Augusto dejó el cuerpo de Raven en un hotel abandonado cerca de Jasper que siento su muerte, la siento en verdad, de la misma manera en que sentí la de Tucker, la de Lochie, la de Felix, la de Mandy y la de… los otros. Como rocas cayendo sobre mí desde grandes alturas y que ahora debo cargar: primero, el dolor del impacto; luego, su peso. En ocasiones, mientras camino a través de las montañas, observo mis pies y me pregunto por qué no me hundo en la tierra como una mula sobrecargada atravesando un prado fangoso.

Augusto se vuelve hacia mí, con la mano levantada. Es la seña para una pregunta genérica, según he aprendido.

—¿Qué pasa?

—Nada —miento. He estado mirando mis pies, intentando devolverles alguna sensación.

Hice una promesa, a mí, a Raven y a todos los muertos, a Topher y a todos los que dejé atrás, en el deteriorado santuario humano debajo de las montañas. Sólo necesito salir de la zona de ocupación Nahx, y hacia ahí va mi cabeza. Comunicarme con las autoridades humanas, decirles que hay doscientas personas muriendo de hambre, a punto de quedarse sin combustible y sin resolución. Doscientas personas marcadas por la muerte en un lugar donde se supone que ningún humano debería respirar, hasta donde puedo decir. Quizás a nadie le importe. ¿Qué son otros doscientos sumados a los millones? Sumados a Raven, Tucker, Lochie, Felix, Mandy, Sawyer…

Y mi familia. Mamá. Papá y Nai Nai. Chloe. Ella sólo tenía trece años.

Tenía. Tiene. Tendría catorce años ahora. Tal vez, nunca lo sabré.

Así es como me sigo moviendo, programando mentalmente un terror futuro, luchando para no temblar de frío y siguiendo a un alienígena blindado de dos metros de altura a través de un paisaje empapado de primavera, que se muestra por completo indiferente a la ausencia de mi especie. Los gansos vuelan hacia el norte en ordenadas formaciones en V, las ardillas se dispersan entre los retorcidos troncos de los árboles, las ovejas de grandes cuernos vuelven hacia nosotros sus pesadas cabezas a nuestro paso. Y la tierra regresa a la vida, ajena, tal vez incluso agradecida de tener este respiro de la interferencia humana. Los colores de la primavera me mantienen enfocado en mi objetivo: el delicado verde de las agujas nuevas de los pinos, el liquen azul plateado en las rocas y los dientes de león, dorados dientes de león resplandeciendo por todas partes.

Augusto se detiene para recogerlos de tanto en tanto, y retuerce sus tallos dentro de su armadura. He tenido la intención de preguntarle al respecto, pero tal vez no entendería su respuesta. No tenemos tiempo para que me enseñe su lenguaje de señas.

Sí y no son señas obvias. Y hay una que repite todos los días.

—Prometer —dice, antes de alejarse de mí.

Aprendí esta palabra el día que murió Raven. Lo que Augusto quiere decir es que cumplirá su promesa de sacarme del territorio ocupado por los Nahx. Se lo prometió a Raven, y eso significa todo para él. No sé por qué. ¿Qué representa un chico humano entre millones?

Unos minutos más tarde, se vuelve hacia mí de nuevo.

—¿Frío? —ésa es otra seña obvia, como algunas de ellas.

—No. ¿Podemos tan sólo seguir moviéndonos?

Llevo el abrigo, los guantes y el arma de un oficial muerto de la Policía Montada de Canadá que encontramos en la carretera vacía hace un par de días. El rifle del oficial cuelga sobre la espalda de Augusto, junto con un rifle Nahx que encontró bajo un arbusto. Los días y las noches pasan así, en silencio, mientras recorremos las montañas, recogiendo tesoros variados a medida que los encontramos. Descubro una bufanda de hoja de arce pisoteada en un charco. Augusto la exprime y la mete en su armadura. Una hora después, cuando me la devuelve, está completamente seca y tibia, como si acabara de salir de la secadora. Y a veces, encontramos comida, en medio de los días que vivo con el estómago gruñendo. Ahora mismo tengo los bolsillos llenos de barras de chocolate y nueces que tomamos en una estación de gasolina desierta.

Han pasado dos semanas, según mis cuentas, desde que dejamos el valle donde murió Raven. Y semana y media desde que la dejamos descansando en Jasper, con un sedoso vestido verde que Augusto encontró en una habitación de hotel. Tampoco le pregunté al respecto. La ropa de ella estaba rígida debido a la sangre seca, y olía a muerte. Supongo que él sólo quería darle un poco de dignidad en su destino final.

Frente a mí, en un área verde, Augusto se inclina para recoger otro diente de león, y me sorprende el repentino peso del silencio puro que desciende sobre nosotros.

—Augusto…

Se vuelve, siseando.

El transporte Nahx está girando sobre nuestras cabezas antes de que él me alcance siquiera. Me lanzo hacia un terraplén sin pensarlo, y bajo rodando hasta detenerme entre la maleza.

Hay otro siseo bajo.

—Aquí estoy —digo en un susurro—. ¿Nos vieron?

Antes de obtener una respuesta, el transporte aparece de nuevo por encima de nosotros. Augusto se abalanza y me agarra, tirando de mí por mi abrigo.

—Correr RÁPIDO —dice. Otras dos señas obvias que aprendí pronto.

Me alejo de él, en la otra dirección, hacia las aguas poco profundas de un arroyo. Estiro la cabeza hacia atrás para tratar de detectar el transporte justo cuando su motor ruge y aúlla. El agudo chillido hace que el aire parezca temblar y que todo se vuelva borroso.

—¡¿Hacia dónde?! —grito. Augusto está corriendo entre los árboles detrás de mí—. ¿En qué dirección?

Hemos llegado a una división en el arroyo donde el agua espumosa gira y fluye alrededor de una isla rocosa salpicada de árboles.

—Arriba —dice con señas.

Me abro paso a través del riachuelo poco profundo, sobre troncos y piedras, me arrastro hacia la isla y me desplomo en los arbustos. Justo cuando me doy la vuelta, Augusto aparece entre los árboles; su oscura forma borra el cielo detrás de él. Se desenfoca mientras balancea el rifle Nahx y me apunta.

—Augusto… Mierda.

—Muerto. ¡MUERTO! —su mano se desliza como si cortara su cuello—. ¡MUERTO!

—¿Qué…?

Empuja el rifle hacia mi pecho, me avienta al suelo.

—¡MUERTO! ¡Tú muerto!

Cierro los ojos cuando su rifle comienza a chirriar. Se escucha un fuerte siseo y un dardo golpea el suelo junto a mi cabeza. Abro los ojos un poco para ver a Augusto inclinarse y recuperar el dardo; luego, le rompe la punta. Titubea un instante antes de girar mi cabeza a un lado y meter el dardo sin punta en mi oreja.

Su mano golpea mi boca antes de que pueda quejarme.

—¡Muerto!

Cierro los ojos otra vez. Sobre el ruido sordo del motor de transporte al ralentí y el ruido del arroyo, puedo escuchar pasos acercándose, fuertes pasos chapoteando hacia nosotros. Oigo el ruido de la armadura de Augusto y su familiar siseo.

Otro siseo responde. En el último momento, pienso que puedo contener el aliento. Augusto me empuja con fuerza con su bota y me rueda hasta quedar bocabajo sobre el barro. Eso me da oportunidad de tomar aliento con cuidado.

Hay más siseos y alguien gruñe. Están enojados y estoy tratando de no entrar en pánico. Transcurre una eternidad.

Por fin, una mano cálida toca mi cabeza y permanece allí mientras escucho los pasos que se alejan y los motores del transporte.

Tomo otra respiración cuidadosa. Luego, otra.

—Eres tú, Augusto, ¿cierto?

Me da unas palmadas en la espalda y saca el dardo de mi oreja. Mientras me doy vuelta lentamente, Augusto se arrodilla frente a mí y me mira.

—Lamentar —dice.

—¿Eran los mismos que… cuando sea que haya sido? —hace unos días evitamos a un grupo de Nahx escondiéndonos en un autobús abandonado. Luego, hubo un momento en que estuvimos cerca de ser descubiertos, mientras cruzábamos un puente ferroviario. Y en una ocasión escapamos de un transporte que voló justo encima de nosotros por algunos segundos. Es claro que la suerte no estuvo hoy de nuestro lado.

Me siento y limpio mi rostro, mientras intento que mi corazón deje de golpear en el interior de mi caja torácica.

—¿Roto tú?

—No estoy roto… quiero decir, herido. No, no estoy herido.

Augusto se pone en pie y me mira expectante, pero todavía no estoy listo para levantarme. Después de un momento, se arrodilla de nuevo, descansando sobre sus talones, y hace muchas señas.

—Lo siento. No entiendo…

—Prometer —dice con un suspiro.

XANDER

Tres días después alcanzamos a ver los drones que cuidan la frontera justo cuando comienza a oscurecer. Cuando estuvimos en la base, nuestra comandante, Kim, nos dijo que la información que había recolectado sugería que existía una “red de drones de ataque” a lo largo de la frontera, pero creo que imaginé que se trataría de algo más metafórico. En realidad, esto parece una telaraña, una horrible telaraña que un arácnido monstruoso ha tejido a través de kilómetros y kilómetros de montañas, con diminutos puntos de luz que flotan sobre los picos occidentales y proyectan una serie de haces delgados en todas las direcciones. Esto delinea la zona de ocupación Nahx. Ésta es la frontera que debemos cruzar para volver a estar con mi propia especie, entre los humanos.

Nos arrastramos a través de los árboles hasta que la red se cierne sobre nosotros, a tan sólo cien metros de distancia. Augusto pone una mano sobre su cabeza y golpea su casco, como si estuviera pensando.

—De acuerdo —digo—. Vayamos al norte de nuevo, o al sur. No puede continuar para siempre.

—Para siempre —dice, sacudiendo la cabeza lentamente.

—Entonces, ¿avanzamos a través de ella, de alguna manera? —sugiero—. ¿No está diseñada para vehículos y aviones? Tal vez podríamos atravesarla.

No estoy seguro de cómo alguien cubierto con una armadura y una máscara puede parecer vacilante, pero Augusto lo consigue. Se inclina y recoge un pesado trozo de madera de un árbol derrumbado. Curva su brazo hacia atrás y lo arroja con precisión en un arco impresionantemente alto para que navegue con gracia por el aire. La telaraña cruje cuando la madera vuela a través de ella.

—¿Ves? Es…

En un microsegundo, diez de los drones han convergido en el lugar en el que se infringió el registro. Retrocedo entre tropiezos cuando la noche es sacudida por un sonoro chasquido, y un rayo de electricidad sale disparado de la telaraña, incinerando el tronco justo en el sitio donde aterrizó.

—Bueno. Sí. Tal vez deberíamos… —estoy jalando a Augusto para alejarnos incluso antes de que el humo desaparezca.

Retrocedemos hasta una pequeña cabaña en ruinas que vimos cerca de un arroyo por el que pasamos hoy, más temprano. Augusto me ilumina con una de sus luces cuando extiendo mi mapa sobre el piso de tierra. Luego, hace esta cosa genial que puede lograr: chasquea los dedos para crear chispas y enciende un pequeño fuego en los restos de la chimenea. Voy entrando en calor mientras estudio el mapa.

Cuando estaba en la base, después de que Kim murió, su hijo, Liam, me permitió ver algunos de los mapas topográficos y militares que mostraban nuestra ubicación y el terreno circundante. Combiné eso con un par de otros mapas de viaje y cosas que podía recordar de la clase de Geografía en lo que pensé que podría ser una ruta de escape. Eso se convirtió en mi proyecto, más o menos lo único que lograba calmar mi mente en esas largas noches, cuando estaba seguro de que moriría allí arriba, de que moriríamos todos.

Y el viaje que tracé estaba destinado a todos: alrededor de doscientos supervivientes abrazaríamos los lados bajos del Paso de Yellowhead, nos mantendríamos bajo la cubierta de los árboles donde fuera posible, cambiaríamos los caminos secundarios por las vías del ferrocarril, ahí donde la autopista ascendía pronunciadamente. Sugerí que lo planeáramos para un mes, dado que el avance de un grupo tan grande, considerando que incluía niños y ancianos, sería lento.

La gente llegó a creer en el mapa. Creyeron que podríamos salir del territorio ocupado y liberarnos de los Nahx. No sé en qué estaba pensando. Ha sido bastante difícil para mí y para Augusto caminar por montes y praderas sin ser detectados. Lo más probable es que doscientos de nosotros habríamos sido interceptados por los Nahx desde el segundo día. Tal vez todos lo sabían en el fondo, quizás ésa fue la razón por la que nunca preparamos el momento para irnos en verdad.

Es la misma ruta que Augusto y yo tomamos, más o menos, y ahora me doy cuenta de que no es tanto una ruta de escape, sino una caminata larga y sin sentido. Dejo que mi dedo siga la ruta, me detengo donde creo que la telaraña Nahx desciende. Estamos a pocos kilómetros al este de la red ahora, y la persistente paranoia provocada por nuestro último encuentro con los Nahx me ha hecho renuente a dejar de moverme.

Estoy agotado. Cuando disminuyo la velocidad, sin querer más que acostarme y dormir, él tan sólo me da un codazo, y retomamos el paso con fuerza, como alces determinados en su migración hacia el norte. Augusto nunca duerme, que yo sepa. No come. En ocasiones, a la luz del sol, baja un poco el paso y extiende sus brazos para dejar que el sol brille sobre él. ¿Es posible que tenga algún tipo de generador solar? Eso sería útil.

Me habría gustado tener más tiempo antes de que Raven muriera para preguntarle sobre él. Sabemos muy poco sobre los Nahx, incluso después de que han ocupado nuestro planeta durante casi un año. Pero quizá sólo somos nosotros, los desafortunados que fuimos entregados, los que fuimos abandonados en las zonas ocupadas, quienes nada sabemos. Quizás en el territorio humano libre la gente ya está escribiendo libros y sucintos artículos de reflexión sobre la fisiología de los Nahx.

A prueba de balas. Prácticamente inmortales. Silenciosos. Determinados. Incansables. Brutalmente eficientes. Insensibles.

Bueno, Augusto no es muy insensible. Parece preocuparse por mí, como sea.

—¿Hambre? —pregunta con señas, tocando mi hombro.

—Estoy bien. Ya estoy un poco harto de las barras de chocolate.

Miro el mapa. Si no me equivoco, esta cabaña se encuentra en la orilla sur de un lago sin nombre, a unos ocho kilómetros al oeste de un puente sobre el río Fraser. Entonces, tendremos que retroceder. Mi dedo traza un camino hasta la gruesa línea del río, luego por encima de él…

Hay otra línea delgada en el mapa. Recuerdo haberla dibujado, pensando que podría ser útil saber que estaba allí, pero ahora no recuerdo por qué. Es una idea loca y sé que a Augusto no le gustará, pero podría funcionar.

—Hay una especie de túnel al norte de aquí —“túnel” es una buena manera de decirlo. En realidad, se trata de una enorme tubería, un oleoducto que los chicos con conciencia social solían pensar que aceleraría el fin del mundo. La única razón por la que la conozco es porque ayudé a mi hermana a dibujar un mapa para un proyecto escolar al respecto. Y como la mayoría de los mapas que he dibujado, lo recordé con suficiente detalle para volver a dibujarlo.

Ahora, la voz de mi hermana está en mi cabeza, recitando su informe. Al levantar la vista, seco mis ojos rápidamente para que Augusto no me vea.

Se suponía que el oleoducto debía ir de Edmonton a la costa, pero las demandas de las Primeras Naciones lo detuvieron. Así que ahora, si tengo razón, termina en una refinería en un pequeño pueblo a unos ochenta kilómetros al norte de Prince George y justo al oeste de la telaraña, fuera del territorio de los Nahx.

A medida que lo pienso, parece haber demasiadas variables y formas en que podría salir terriblemente mal. ¿Cómo puedo entrar en la tubería y hasta dónde tendré que arrastrarme para salir? Y cuando llegue hasta donde están los humanos, cubierto de sedimentos de petróleo como una criatura de las profundidades, ¿me recibirán como un héroe perdido? Es una locura.

Pero podría funcionar. Quiero decir, creo que hay una pequeña posibilidad.

—Si nos dirigimos hacia el norte, podemos buscar la tub… el túnel.

—Oscuro. ¿Sí?

—Probablemente sea más seguro que salgamos cuando haya oscurecido. Tienes razón.

Después de abandonar la cabaña, las horas pasan sin incidentes, y eso me hace sentir inquieto. Sin embargo, hace un frío inclemente, incluso con el abrigo y los guantes del oficial. Justo antes del amanecer, cuando hacemos una parada para descansar, Augusto pone sus manos sobre mis orejas para calentarlas. Puede controlar su temperatura de alguna manera, e incluso arder si está en peligro o agitado. Lo supimos cuando Liam lo tomó prisionero. Hace sólo dos semanas, ¿cierto? Se siente como si hubieran pasado siglos.

Las cosas habrían sido tan diferentes si tan sólo Liam me hubiera escuchado. Pude ver que Augusto estaba tratando de rendirse pacíficamente. Había venido a buscar a Raven para llevarla a salvo. Pero ¿cómo razonas con alguien que ha perdido la razón? Liam y Topher, y la mayoría del resto de la variopinta milicia que habíamos formado, ni siquiera querían hablar sobre los planes para salir de las montañas en primavera. Se consideraban como la resistencia de las Montañas Rocallosas canadienses: sin retirada ni rendición.

Así fue como Liam desperdició nuestra única oportunidad. No terminó importándole. Y ahora está muerto en la ladera de una montaña. Junto con todos los demás.

Dejé de pensar en lo que le pasó a mi familia hace meses. Vi los restos de nuestro edificio de apartamentos en Calgary; a diferencia de otros más cercanos al centro, era una pila de cenizas y metal doblado. Si alguien estaba dentro cuando los Nahx lo bombardearon, está muerto. Si estaba fuera, los Nahx le habrán disparado sus dardos y lo habrán dejado en alguna parte. No tuvimos tiempo de voltear cada cadáver para ver si era alguien que conociera o mis padres. Mi hermana pequeña. O Nai Nai.

Me sacudo la mano de Augusto.

Horas después, cuando mis piernas comienzan a tambalearse, llegamos a un pequeño campo de trabajo. Desierto, por supuesto, pero los desperdicios abandonados me hacen pensar que corresponden a la época cuando empezaron a construir el oleoducto, tal vez de hace uno o dos años. Seguimos un camino de barro, con surcos profundos, hacia el bosque, más allá de unas pocas cuchillas de excavadoras desechadas, neumáticos de camiones y otras señales del desdén humano por la naturaleza.

Por fin, en un claro, encontramos una especie de excavación, y en efecto, bajo la tierra se encuentra una gran tubería, de un poco más de un metro de diámetro. Me alivia ver su tamaño. La tubería desaparece entre los árboles en una u otra dirección como una serpiente obstinada. Augusto se acerca con cautela, como si el oleoducto pudiera cobrar vida y devorarnos a los dos antes de escabullirse. El agudo sonido metálico de sus nudillos golpeando la tubería resuena a través de los árboles.

—¿Debajo? —pregunta con una seña.

—Sí. Puede que vaya bajo tierra, debajo de ríos o lo que sea. Justo debajo de la telaraña de drones, creo.

Golpea su sien con un dedo.

—Inteligente.

Seguimos la tubería hacia el oeste y, pronto, al subir una cresta, tenemos una buena vista a nivel del suelo donde desciende la red. Es difícil ver algunas de sus partes, ahí donde desaparece dentro del espeso bosque, pero hay un transporte Nahx estacionado en una carretera cercana.

—¿Crees que sepan sobre la tubería? —pregunto en un susurro.

Augusto se encoge de hombros.

—Repetir. Pensar. No.

—¿No es muy inteligente? —me quito la gorra y rasco mi cabello grasiento—. Entonces, ¿tal vez no se den cuenta de nada? Esto podría funcionar.

Augusto asiente.

Calculo que la red está a menos de un kilómetro de distancia. Saco el mapa arrugado de mi bolsillo y lo extiendo sobre el metal curvado de la tubería. He estado tratando de marcar nuestro progreso, señalando puntos de referencia, como carreteras, lagos y arroyos, cada vez que puedo. Estoy bastante seguro de que Bear Lake, donde se encuentra la refinería, está a unos ocho kilómetros al oeste de aquí.

¿Podré hacerlo? ¿Puedo arrastrarme a lo largo de ocho kilómetros de tubería? Es una locura.

Augusto se inclina para inspeccionar una placa redonda cerrada con pernos en el costado de la tubería y la golpea ligeramente.

—Creo que ése es un puerto de acceso —pasamos uno de ellos por el camino. Supongo que aparecen a intervalos regulares, aproximadamente a kilómetro y medio de distancia entre sí. Augusto aprieta uno de los pernos e intenta girarlo. Estoy a punto de decirle que necesitamos algún tipo de herramienta cuando se escucha un crujido oxidado y el perno ya está en su mano.

Dios. Sabía que era fuerte, pero esto es extraordinario.

Observo cualquier posible movimiento en la red mientras Augusto elimina el resto de los pernos. Cuando termina con el último, tuerce la placa. Retrocedo cuando él la retira, bastante seguro de que desde que la invasión apagó la red eléctrica ya no debe haber presión en las tuberías.

Bastante seguro, pero no convencido.

El fango negro gotea sobre el suelo del bosque cuando la placa es removida y Augusto la deja sonar. Entonces, no. No hay presión, sólo un poco de petróleo crudo residual que recubre el fondo de la tubería. Supongo que eso facilitará el deslizamiento en su interior, aunque los gases podrían ser un problema; ahora salen de la tubería, haciendo que el aire se sienta espeso y acre.

Augusto se hace a un lado mientras asomo la cabeza a la tubería. Ilumino con mi linterna hacia abajo en las dos direcciones. El peligro es que encontremos algún tipo de bloqueo y tengamos que movernos en reversa y cuesta arriba para volver a salir. Y existe el peligro de que no encontremos otra escotilla de acceso y deba arrastrarme por el fango durante días. Y el peligro de que los Nahx nos escuchen y nos saquen de allí antes de que consigamos llegar al otro lado.

Es muy poco probable que sobrevivamos, pero ¿qué opciones tengo?

El tubo es bastante ancho por dentro, lo suficiente para que nos arrastremos en lugar de avanzar escurriéndonos como anguilas, así que ya es algo. A juzgar por la luz del cielo, es alrededor del mediodía. La tubería desciende la mayor parte del camino desde aquí, por lo que podríamos deslizarnos como en un parque acuático. Eso ahorrará tiempo. Si continúa cuesta abajo hasta la próxima escotilla, la posibilidad se vuelve mucho más verosímil.

—¿Crees que podrías abrir una de estas placas desde dentro? —pregunto.

Augusto se inclina otra vez para inspeccionar los agujeros de los pernos y el grosor de la placa.

—Quizá —responde.

—La siguiente placa debería estar al otro lado de la telaraña. Si puedes abrirla, podré salir. Está a un kilómetro y medio, más o menos. Podría llevarnos una hora llegar allí —una hora en la oscuridad, arrastrándonos a través del fango.

Una vez que me introduzco en el tubo, descubro que soy capaz de moverme fácilmente sobre mis manos y rodillas. Al encender mi linterna, puedo ver dónde se dobla la tubería hacia abajo, como un tobogán acuático. Mi confianza está vacilando ahora que estoy en el interior. ¿Qué pasará si Augusto no puede deshacerse de las placas? ¿Qué pasará si me equivoco acerca de las demandas sociales y la tubería pasa por alto la refinería y llega hasta la costa? No hay humano vivo que pueda gatear en la oscuridad por el tiempo necesario. ¿Semanas? ¿Meses?

Me doy vuelta y me asomo al exterior. Augusto está parado allí con una mano sobre su casco. Sería bueno poder dejarlo aquí, porque definitivamente ha hecho lo suficiente para que se considere cumplida la promesa que le hizo a Raven.

Pero lo necesito. Lo cual es a la vez molesto y algo más. Se supone que los Nahx y los humanos son enemigos. Cuando estábamos en la base, Liam y Topher hablaban como si de alguna manera pudiéramos expulsar a los Nahx de la tierra, librar una gran batalla y erradicarlos como si fueran una simple viruela. Sólo un idiota pensaría que ésa era una opción ahora.

Augusto salvó la vida de Raven. Ella le salvó la vida a él. Él me está salvando la vida. Tal vez tiene sentido. Si hacemos esto las suficientes veces, seríamos capaces de vivir unos con otros.

Este pequeño puente de confianza podría ser más grande que cualquier sueño de grandes batallas y victorias.

—No creo que yo pueda abrir la tubería desde el interior.

Augusto asiente y se introduce en el tubo detrás de mí. Avanzo para darle espacio mientras él acomoda sus largas extremidades. Es demasiado alto para gatear, pero la parte inferior de la tubería está resbaladiza por el aceite, por lo que debería poder arrastrarse con facilidad. Hace clic en algo y se enciende una luz en su hombro; su rayo baila sobre las escurridizas paredes metálicas.

—¿Cuánto dura la batería?

—Siempre —dice con una seña—. Prometer. No asustar.

Avanzamos lentamente. Cuando llego a la pendiente en la tubería, de alguna manera caigo y aterrizo con una salpicadura aceitosa en la curva inferior. Augusto es mucho más grácil y controla su descenso con las manos en las paredes, manteniendo su luz estable cuando me alcanza.

—¿Roto?

—No, estoy bien —me destrabo y continúo arrastrándome en la oscuridad. Aquí, el aire huele a estación de gasolina mal administrada y comienzo a marearme, incluso con la bufanda sobre mi nariz. No puedo imaginar una muerte peor que ésta. ¿Envenenado por humos tóxicos en una tubería grasienta? Me pregunto si Augusto dejará mi cuerpo aquí. Algo me dice que no lo haría, pero cuando me doy vuelta para mirarlo mientras se mueve con cuidado a lo largo de la tubería, me doy cuenta de que está jadeando. Maravilloso. Tal vez, moriremos aquí los dos. Los arqueólogos se divertirán con eso.

Palpo a lo largo de las paredes mientras avanzamos lentamente, en busca de la escotilla de acceso. Me parece que ya deberíamos haberla encontrado. ¿Ya habremos atravesado la red? Pensé que tal vez podríamos ver alguna señal en algún momento, pero hasta ahora sólo ha habido humo, fango y oscuridad. Algo así como mis peores días en la escuela secundaria.

Los dedos de Augusto sujetan mi tobillo.

—¿Qué? —digo, volviéndome.

Pone un dedo sobre su boca y gira su cuerpo para mirar detrás de nosotros. Pasan varios segundos largos mientras contengo la respiración. Un momento después, escuchamos el inconfundible sonido de alguien con armadura metálica cayendo por una tubería. Resuena en su camino hacia nosotros como una sentencia de muerte.

—¡Mierda!

—Rápido. ¡Rápido!

Me empuja y se empuja él mismo con su mano libre. Llegamos a otra pendiente y nos deslizamos hacia abajo, hasta aterrizar en una pila en el fondo. Augusto sisea mientras nos liberamos, antes de lanzarme hacia el frente con otro empujón. La asquerosa mezcla de aceite y agua fétida salpica mi rostro, por lo que presiono los ojos y la boca, firmemente cerrados. Estoy arrastrando mis manos a lo largo de la tubería ahora, buscando con desesperación cualquier cosa que se sienta como el panel de acceso.

—¿Ya lo pasamos? ¡Debemos haberlo pasado!

Sobre el sonido de mis manos frenéticas golpeando el metal, puedo escuchar el progreso de los otros Nahx detrás de nosotros. Nos están alcanzando.

Augusto me empuja a un lado y se desliza más allá de mí, sus dos luces brillan delante de nosotros. Agita su mano frente a mi rostro y cierra sus dedos con fuerza.

—¡Agárrame!

Me aferro a su pie y él nos empuja, tratando de mejorar nuestro impulso de todas las maneras posibles. Tras una eternidad de esfuerzos desesperados después, Augusto se detiene y su luz parpadea iluminando alrededor.

—¡Ahí! —es un panel.

Los gruesos pernos proyectan sombras largas sobre el metal. Augusto cierra su puño alrededor de uno y gira. Sólo un Nahx tendría la fuerza para quitar estos pernos; es sólo por Augusto que tengo la oportunidad de sobrevivir. Me vuelvo y miro atrás, con mi patética arma apuntando a la oscuridad.

Detrás de mí, Augusto suelta otro perno. Lo escucho golpear contra el concreto, fuera de la tubería.

Si alguna vez salgo de este oleoducto, es ahora, y si esta salida no está más allá de la red de drones, entonces todo esto habrá sido en vano. La bilis se eleva en mi garganta cuando la combinación de los gases del petróleo y el miedo mortal se vuelve insoportable. ¡Clanc! Otro perno. No he estado contando. ¿Van tres o cuatro?

El sonido se transmite de manera sorprendente a través de esta tubería, y escucho un distintivo siseo de Nahx como si estuviera justo frente a mí. Augusto también lo oye y me agarra por el pie, me arrastra más allá de él y me empuja hacia el fango. Gira dos pernos más y los golpea con la base de la palma de su mano para forzarlos a salir.

Otro siseo resuena por el tubo, seguido de un gruñido.

Augusto presiona su espalda contra la pared de la tubería y patea el panel. El metal suena tan fuerte que me duelen los oídos. Todos los intentos de sigilo acabaron. La tubería completa vibra con cada patada. Estoy tratando de no jadear de desesperación porque cada respiración llena mis pulmones de los infames vapores.

Augusto se vuelve y enciende una de sus luces hacia el túnel cuando el ruido se acerca, pero continúa pateando.

¡CLANC! ¡CLANC!

Pongo las manos sobre mis orejas. Éste es el verdadero sonido de las campanadas de la muerte. Estoy perdido.

De pronto, el panel cede con un fuerte estallido. Augusto se zambulle por mí, me agarra por el suéter y me empuja por el agujero. Me estrello contra el poste de concreto, mi cabeza se golpea contra algo duro. Aturdido, me pongo en pie, tambaleante, y mis dedos se curvan sobre los bordes del orificio de acceso.

—¡Sal de ahí! ¡Augusto!

Lo único que veo es una sombra de metal mientras se arrastra por la tubería y desaparece en dirección a los otros Nahx.

—¡No! ¡Sal de ahí! ¡Augusto!

Sé que el plan era dejarlo atrás, pero nunca pensé que sería de esta manera. Lo matarán.

Con la cabeza todavía dando vueltas, me levanto hasta el agujero y me inclino para observar el interior. Augusto se encuentra a unos metros de distancia, tendido en el círculo de iluminación emitido por sus luces, con el rifle del oficial apuntando hacia abajo por la tubería.

—¡Augusto!

Se da vuelta y me mira justo cuando otros tres Nahx aparecen tras una curva en la tubería. El horrendo sonido metálico de los otros Nahx deslizándose hacia él hace que mis dientes chirríen. Me estiro hacia él, pero mi mano se agita en vano para agarrarlo. Está fuera de mi alcance.

—Ven conmigo. Ven conmigo…

Inclina la cabeza hacia un lado, levanta una de sus manos, junta el dedo medio y el pulgar como si fuera a chasquear los dedos.

—¡NO! ¡No, Augusto, no! ¡NO LO HAGAS!

Chas.

Se escucha apenas un golpe, y los vapores y el combustible a su alrededor se encienden. La llama azulada corre temblando hacia mí y lejos de él, hacia los otros Nahx. El calor me obliga a retroceder, siento que los vellos de mis dedos se queman.

—¡Sal de ahí! ¡Augusto! ¡Augusto!

Sin mirar atrás, se lanza hacia los otros Nahx. Se deslizan hacia las llamas.

La tubería comienza a vibrar de manera extraña, pero antes de que pueda pensar en lo que eso significa, se abre una grieta ensordecedora, y de pronto estoy volando por el aire mientras el resplandeciente agujero ardiente en la tubería se va alejando de mí. Aterrizo con fuerza y mantengo los ojos abiertos sólo el tiempo suficiente para ver el infierno de los gases de gasolina encendidos que salen disparados del agujero hacia mí como un lanzamiento de cohete.

Ya casi ha oscurecido cuando mis ojos se abren nuevamente, pero el bosque está en llamas a mi alrededor. Me esfuerzo para ponerme en pie y doy vueltas en mi lugar, desorientado. Sobre el resplandor de las llamas, puedo ver la red de drones delineada contra las olas de humo en el cielo, a menos de treinta metros de distancia. La tubería yace en piezas, todavía encendidas, dispersas alrededor de los postes de hormigón carbonizado. Apenas puedo entender que la destrucción se extiende más allá de la red, hacia la zona de los Nahx. Esa ruta de escape, como fuera, ya no existe ahora.

En la otra dirección, hay una delgada franja rosa a lo largo del horizonte: el sol poniente. El oeste.

Me tambaleo en esa dirección, esquivando los árboles en llamas, conteniendo las lágrimas. Hogar, pienso mientras escapo del fuego. Hogar.

Mi hogar ya no existe. Nombres y rostros destellan en mi delirio. Mamá. Chloe Toph… Todos se han ido. “Hogar” es simplemente “humanos” ahora. Y las palabras no me inspiran a seguir moviéndome como pensé que lo harían. La gravedad me empuja tanto como cualquier otra cosa. La pendiente cuesta abajo por donde camino sugiere un arroyo o un río. Necesito agua.

—Prometer —digo en voz alta. Me duelen los labios, y cuando levanto la mano para tocarlos, me doy cuenta de que mis dedos están rojos y ampollados. Me arde la garganta, cada respiración se siente como un trago de vidrios rotos. Pero sigo repitiendo la palabra como una oración por la salvación—. Prometer. Prometer. Prometer…

RAVEN

De pronto, ya no estoy en el vacío. Todavía soy ingrávida, insustancial como una ráfaga de viento, pero hay algo de resistencia, algo que tira de mí, algo debajo de mí que me ancla.

Es la tierra. Gravedad.

No estoy sola. Y puedo escuchar.

Chuf, chuf, chuf.

Conozco ese sonido. Excavar. Excavar en un terreno rico y frondoso, húmedo por la nieve derretida, volviendo a la vida con la primavera. El olor penetra en mis pensamientos, un abedul, un lago y cenizas, carbón. Los sonidos y los olores parecen alinearse en mi mente hasta que forman una imagen y sé lo que está sucediendo.

Están cavando una tumba. Me van a enterrar. ¡Me van a enterrar viva! Tengo que detenerlos de alguna manera. Moverme. Hablar. Abrir los ojos.

Pero no tengo ojos. Aunque puedo sentir la succión de la gravedad que me ata a la tierra, no siento más. No tengo extremidades. No tengo cuerpo. Pienso en las palabras “mira a tu alrededor”, y sucede algo tan extraño que casi me distrae de mi terror de ser enterrada viva. La idea de “mirar alrededor” se extiende y se convierte en un filamento que da vueltas y se enrolla y gira en espirales hasta que cada parte de mí está encerrada en su red. Luego, algunas de mis células simplemente despiertan y procesan mi deseo de ver. No mis ojos, sino mi piel, mi cabello, mis poros. Ellos… miran a mi alrededor.

Lo único que veo son sombras en movimiento. Alguien muy alto arroja un objeto, luego se arrodilla, se inclina y jala algo voluminoso de un agujero en el suelo. Hay árboles alrededor, y sobre nosotros, un sol lo suficientemente brillante para llenar mi conciencia y hacer que todo lo demás desaparezca por un momento.

Cuando consigo volver a ver las sombras, ya se están alejando. Mi atención se desvía hacia el objeto voluminoso que la sombra sacó del agujero, pero antes de que pueda convertir lo que veo en un pensamiento, como si alguien hubiera accionado un interruptor, el vacío me reclama.

XANDER

Cinco meses después

Pelear va contra las reglas en los campamentos de refugiados alrededor de Prince George. Fuera de los campamentos también, en las calles y los callejones, donde sea que nos permitan ir, en los lugares que no están prohibidos para los miles de intrusos desesperados que los Nahx dejaron sin hogar. Podemos implorar, morir de hambre, arrojar los pulmones en un ataque de tos o morir detrás de los basureros, pero Dios no nos permita pelear.

Aun así, las peleas calman mi mente. Hay suficiente estimulación en el movimiento, el color, los olores, los sabores y el ruido para distraerme de las otras tonterías que pienso, pero no la suficiente para confundirme y abrumarme. Un poco de dolor ayuda. Sé que el objetivo de las artes marciales es no ser golpeado, pero a veces dejo que mi oponente conecte, sólo para mantener las cosas entretenidas.

—¡Dale, Lou!

Los otros chicos de mi campamento de refugiados me llaman “Lou” porque nadie se esfuerza en pronunciar mi apellido de la manera correcta, Liu, y supongo que “Xander” no suena lo suficientemente fuerte para ellos. Como si Alejandro Magno, de quien deriva el nombre, hubiera sido tan sólo un idiota.

Me agacho y apenas evito un jab directo, pero poco entusiasta, en mi frente. Al chico del Campamento Norte le escurre sangre de los ojos. Esto está a punto de terminar.

—¡Vas a caer, norteñito! —grita alguien.

Doy un paso atrás, mi bota resbala en un trozo de hielo y caigo sobre mi trasero en la nieve pulverizada. El norteño aprovecha la oportunidad, salta sobre mí y golpea mi cabeza con sus puños blancos y fríos. Pelear al aire libre por la noche en el norte de Canadá es bastante estúpido, pero hay raciones de bocadillos en juego. Una semana de nueces, salmón, arándanos secos. Nosotros, los bribones del Campamento Sur, podremos festejar como reyes si me las arreglo para quitármelo de encima.

Técnicamente, se supone que ésta es una pelea de puños, ya que nuestras botas podrían causar daños permanentes, pero no es que tengamos exactamente un árbitro, y como ya estamos rompiendo alrededor de mil reglas, dudo que alguien lo reclame. Me siento rápidamente y le doy un cabezazo con fuerza al norteño en la barbilla. Me libero de él cuando sale volando hacia atrás. Me pongo en pie de un salto y caigo sobre él con mi puño al frente.

El impacto del golpe en su cara viaja por mi brazo y entra en mi cerebro, rompiendo cosas allí, recuerdos, derribándolos como si fueran soldaditos de juguete.

Raven. Tucker. Felix. Sawyer. Mandy. Emily. Lochie. Liam.

Todos, muertos. Tal vez el brillo de eso debería haberse desvanecido en los últimos meses, a lo largo de una primavera triste y húmeda, un verano caluroso y sin gracia, y ahora este invierno, frío y hambriento. Pero nada se ha desvanecido. Ni siquiera Augusto, ardiendo en llamas, deslizándose para alejarse en la tubería mientras yo me zambullía por él, para detenerlo, para quedarme con él. Para que alguien se quedara conmigo.

Topher flota a la deriva en mi conciencia como un fantasma malhumorado, y golpeo al norteño nuevamente, sólo porque puedo hacerlo.

—Ya cayó, Lou, aguanta.

Me reclino, preparado, ansioso por seguir adelante, pero ni siquiera creo que sea genial golpear a un oponente apenas consciente.

—Levántate, David.

—No se va a levantar —digo.

La adrenalina de la pelea ya se desvaneció, me siento cansado, relajado casi, y comienzo a procesar la manera en que gané. Mal. Le pegué muy fuerte.

—Hermano —digo, abofeteando su cara con suavidad—. Despierta, despierta.

Gime débilmente, sus ojos revolotean.

—¡Mierda, soldados! —grita alguien.

Levanto la vista del bulto insensible que está debajo de mí, veo las luces intermitentes sobre la parte superior de la estación de gasolina abandonada, frente al callejón donde estamos. La ubicación de “Noche de Pelea” de esta semana.

Los espectadores se dispersan. Los supuestos amigos de David me lanzan una mirada de disculpa y de súplica antes de abalanzarse hacia la oscuridad; sus botas forman nubes de nieve mientras corren. Oigo cómo azotan las puertas de los vehículos, y gritos.

—Vamos, David —lo sacudo—. Tenemos que irnos. Levántate.

Más gritos. El motor de un camión ruge y la sirena cobra vida, abriéndose paso en la noche silenciosa.

—¿Gané? —murmura David.

—Nadie ganó, amigo —todo el botín, los bocadillos prometidos, se escaparon con los compañeros de campamento de David—. Levántate. Levántate.

—¡Hey! —tres soldados aparecen al final del callejón agitando sus linternas y sus rifles—. ¡No se muevan!

Trato de levantar a rastras a David, pero él vuelve a derrumbarse cuando los soldados se acercan. Tengo unos cuantos milisegundos de impulsos salvajes. Quiero buscar en sus bolsillos. Tal vez tenga un encendedor o un lápiz o algo así. Podría tomar sus calcetines. Los calcetines valen casi tanto como la libertad.

—¡Levanten las manos!

Corro. Tres soldados, bien alimentados y cubiertos con equipo y ropa de invierno, no son rivales para mí. He estado corriendo sin parar durante el último año y medio. Puedo escapar de estos policías mimados de centro comercial. Me inclino para agarrar mi abrigo en el otro extremo del callejón y me muevo agachado hacia la izquierda, fuera de la vista, mientras dos de los soldados gritan detrás de mí. Echo un vistazo al tercero, que se inclina sobre David. Lo tienen, pero al menos no se congelará hasta morir. Lo llevarán a un lugar cálido y curarán sus heridas.

La oscuridad es profunda cuando salgo del callejón. La razón por la que elegimos el lugar de la pelea es porque es uno de los pocos espacios con escasa luz por la noche, lejos del faro de seguridad que brilla desde la ladera sobre la carretera. Ahora estoy corriendo en la oscuridad siguiendo mis instintos. He pasado por aquí antes y sólo espero recordar lo suficiente para perder a los soldados sin estrellarme contra alguna pared.

Doblo a la izquierda. Una brecha estrecha se abre entre dos tiendas vacías. Nada hay para vender. No hay dinero para comprar nada.

Derecha. A través de las ruinas de una casa quemada. Quizás alguien derribó una vela durante las horas de apagón. Ya nadie reconstruye nada. Si algo se quema, se queda quemado.

Izquierda. Dos autobuses escolares estacionados en un terreno baldío. No hay gasolina, no hay diésel, los militares se quedan con lo que hay. Si quieres ir a la escuela, caminas. Me detengo allí para recuperar el aliento. Abrocho mi abrigo en el espacio entre los autobuses, me presiono contra una llanta para que los soldados no vean mis pies. Pero ya los perdí. Me agacho y miro por debajo del autobús: ningún haz de luz o movimiento. No oigo nada. Los soldados son casi tan sigilosos como los alces en celo. Creo que estoy bien.

Sudoroso, pienso, mirando mis pies. Mañana, mi rostro estará magullado. Y ahora estoy cubierto de hollín también. Huele a…

Cuando doy la vuelta para continuar por la parte trasera de los autobuses, descubro una gran figura allí. Antinaturalmente alto, un rifle pesado, apenas visible. Como una sombra andante.

—Ah, no… —mi corazón prácticamente salta a mi boca mientras giro y ya estoy corriendo antes de que incluso lo haya procesado.

¿Un Nahx? ¿Aquí? Es imposible. Estamos dentro del territorio controlado por humanos, a más de treinta kilómetros de la red. Nos encontramos por debajo de los seiscientos metros, el llamado país bajo que los Nahx nos permitieron mantener. Echo una mirada atrás cuando salgo del terreno baldío. Una mancha de sombra se mueve entre los autobuses. Giro la cabeza mientras corro, tratando de localizar al compañero del Nahx, pero no veo a nadie más. La adrenalina ha absorbido la sangre de mis manos y pies, así que siento como si corriera sobre cuchillas. Delante de mí, un automóvil cubierto de hielo bloquea un pasaje entre dos silenciosos apartamentos de poca altura. Lo salto de cabeza, me deslizo sobre el capó y me pongo en pie al otro lado.

—¡CÓDIGO NEGRO! —grito. Tal vez alguien en los apartamentos tendrá una pistola o algo así. Detrás de mí, la sombra se mueve como un fantasma más allá del auto—. ¡CÓDIGO NEGRO! ¡Que alguien me ayude!

Doy vuelta a la izquierda otra vez, bajo por otro callejón y sigo más allá de contenedores y montones de basura —en cualquier otro momento me detendría para hurgar en ella—, antes de salir a la calle abierta.

Un camión de soldados se detiene justo delante de mí. Me muevo tan rápido que me estrello contra él y reboto sobre mi trasero. Pero me alejo, porque todos estaremos muertos si el Nahx nos alcanza.

—¡Alto! —grita uno de ellos.

—¡Código negro! —gimo de nuevo, pero el otro soldado me aborda. Rodamos en la nieve—. C-c-código negro. Código negro. Hay un Nahx.

Su compañero gira, levantando su rifle, mientras el otro me levanta.

—¿Dónde? ¿Ves uno o dos?

Señalo de nuevo a los apartamentos.

—Me estaba siguiendo… allí. No vi a su compañero.

Esperamos, contando los segundos, pero nada pasa. Ni sombra andante, ni Nahx, ni oso pardo, ni alces perdidos, nada.

Pasan diez segundos interminables mientras los tres esperamos para averiguar si viviremos o moriremos.

—Súbelo al camión —dice uno de los soldados finalmente—. Espósalo.

Sé que no me creen, pero la velocidad a la que nos alejamos me da cierta satisfacción.

Una hora después, estoy en una celda oscura con tres borrachos y alguien que piensa que los Nahx son ángeles caídos que llegaron para hacernos pagar por nuestros pecados. Hay peores teorías que ésta, supongo.

Hay un cartel en la pared fuera de la celda, un dibujo estilizado de un Nahx gigante que se cierne sobre un pueblo de aspecto somnoliento. EVITE Y REPORTE dice en grandes letras negras. COLABORAR CON LOS NAHX ESTÁ PROHIBIDO POR LA LEY Y SERÁ SANCIONADO. Estoy interesado en el diseño del cartel más que en su inútil mensaje obvio. Es una serigrafía al estilo antiguo: formas llamativas y colores simples, negro, gris, rojo. La mayor parte de la tecnología digital fue desactivada por pulsos electromagnéticos en el primer asedio, así que hemos regresado a la propaganda como se hacía durante la Segunda Guerra Mundial. Me pregunto quién en el pueblo habrá tenido una prensa que desempolvaron y echaron a andar.

Detrás del Nahx gigante que aparece en el cartel, se puede ver a su compañero, representado como una sombra gris tenue en el fondo, contra un cielo arremolinado. Cierro los ojos y trato de imaginar al Nahx que vi en el autobús escolar. No colaboré con él. Lo evité. Lo reporté. Así que no sé por qué estoy en la cárcel.

—¡Liu! ¡Tu turno! —dice una voz a través de un crepitante altavoz.

El orador me hace sentir, entre todas las cosas, nostalgia. Echo de menos mi horrible sistema de sonido en casa: mi teléfono estaba conectado a unas bocinas baratas que me dio Tucker. No me dijo, hasta que ya era demasiado tarde, que las había robado.

Me acerco a la puerta de la celda cuando un oficial abre la cerradura y desliza la puerta. Siguiéndolo, leo algunos carteles más en mal estado que han pegado en las paredes del frío pasillo. ACAPARA Y VAS AL NORTE se lee en uno de ellos: un edicto para que no se acapare comida, algo que todos ignoran. AYUDA A MANTENER LA PAZ Y ORDEN: ÚNETE AL FDCI, se lee en otro. Ya investigué al respecto. Debes tener al menos veinte años y haber terminado el bachillerato, así que eso me deja fuera.

El oficial me conduce hasta una habitación estrecha, donde reconozco a la mujer uniformada detrás del escritorio. La capitana Roopa Chaudhry, que antes era oficial de la Policía Montada, ahora forma parte del FDCI, la Fuerza de Defensa Cooperativa Internacional, un nuevo colectivo de patrullas militarizadas responsables de vigilar las regiones controladas por los humanos que resultaron más afectadas por la invasión. Paz y orden, justo como dice el cartel. Mantienen el estofado de refugiados en Prince George a fuego lento, en lugar de dejarlo hervir. Suspira cuando me siento.

—Xander, ¿sería posible que me dieras un pequeño descanso?

—Puedo explicarlo. Yo…

Tiene un expediente. Mi expediente. Lo abre y me interrumpe de manera deliberada.

—Participación en peleas. De nuevo. Estas rivalidades entre los campamentos son ridículas. Comprar licor en el mercado negro. Vender cigarrillos en el mercado negro. ¿Y hace dos semanas fuiste agregado a la lista de vigilancia de los chicos que intentan unirse a los insurgentes? ¿Porque estabas cerca de la frontera de la red? ¿Qué demonios?

—¡Yo no estuve ahí y nada sé de eso! —es una mentira, pero sólo en parte. Sé de la insurgencia, aunque sobre todo como leyenda—. Sólo estaba caminando.

—¿Caminando a menos de treinta metros de la red con un clima como éste? Esa zona está restringida. Por nosotros y por los Nahx. ¿Estuviste allí sólo por diversión, supongo?

—No, fui… —a buscar un camino, porque quiero salir de esta pesadilla y no puedo pensar en una mejor manera que regresar con las personas que dejé atrás. Aunque la mayoría de ellos están muertos. La mitad de los rumores sobre la insurgencia afirma que ya están al otro lado de la red, haciendo lo que hacen los insurgentes. Si ellos lo lograron, yo también puedo hacerlo. Y si lo logro, podría regresar a la base y sacar a todos. Sacar a Topher. Tengo que esforzarme para evitar poner los ojos en blanco para mí mismo. Sé que es sólo otra extraña obsesión. Me gusta acercarme a la red porque me recuerda que las cosas que aún permanecen en mi memoria sucedieron en verdad—. A cazar —termino la frase.

—Las armas también son contrabando —dice la capitana Chaudhry con tono aburrido—. ¿Tenías un arma?

—No. Muchos animales están hibernando. Si puedes encontrar sus guaridas, puedes desenterrarlos y golpearlos.

—Con una pala, supongo. ¿De dónde sacaste la pala? ¿La robaste?

—¡No! —lo digo un poco más fuerte de lo que hubiera querido porque es la mitad de la noche y tengo frío, estoy cansado y muerto de hambre. No he tenido una comida adecuada en días porque los cazadores furtivos se llevaron el camión de suministros del campamento por segunda semana consecutiva. Y el escurridizo festival de bocadillos por el que peleé es ahora un recuerdo lejano—. Había un Nahx esta noche —digo, para cambiar de tema y como distracción. Y porque si había un Nahx, quiero que alguien haga algo.

—Sobre eso —dice la capitana Chaudhry—. Envié a diez hombres en patrulla con dos Humvee y no encontraron nada. Ni un solo rastro.

—Yo…

—Los informes falsos de la actividad de los Nahx también son un delito imputable, Xander. Te estás quedando sin vidas aquí.

—¡Pero lo vi!

—Estás fastidiando por todos lados. Te niegas a ir a la escuela —sacude la cabeza y cierra mi expediente—. ¿Quieres que se te traslade a un campo de trabajo? ¿Eso es lo que está pasando? ¿Sabes que duermen en tiendas de campaña allá arriba?

—No quiero que me trasladen —miro mis botas. Son demasiado grandes para mí y sólo tengo dos pares de calcetines—. Juro que pensé que había visto un Nahx.

Se queda en silencio por un momento.

—¿Y con qué frecuencia crees que has visto un Nahx?

Resisto el impulso de moverme de un lado a otro, morder mis labios o realizar cualquier otro comportamiento estereotípicamente loco. El hambre me ha mantenido despierto durante dos noches, y la verdad es que, cuando estoy cansado, a veces veo cosas: personas que sé que están muertas, por ejemplo, o a mi viejo perro. O a los Nahx.

La capitana Chaudhry no es psiquiatra. Sólo hay un psiquiatra que se ocupa de la salud mental de los miles de refugiados abarrotados en los campamentos que se montaron a las afueras de Prince George. Recibí sus “consejos” en el hospital, cuando estaba drogado por los analgésicos, con los dedos chamuscados envueltos en una gasa supurante. Eso fue hace cinco meses. Cinco meses en un campamento de refugiados, manteniendo la boca cerrada, en silencio como un Nahx. Peleo y robo, pero no hablo.

—A veces —respondo. No es tanto una mentira como mi falta de voluntad para discutir la verdad. Sé lo que hay en ese expediente. Todos piensan que la historia que narré cuando me encontraron, ampollado e incoherente, flotando en una corriente helada, era una especie de alucinación o fantasía. ¿Un Nahx me escoltó fuera del territorio ocupado? Los Nahx no hacen eso.

—Xander —la capitana Chaudhry suspira—. No hay forma de pasar por la red. Ni siquiera nosotros podemos obtener datos ahora.

—Entonces, ¿nadie lo está intentando? ¿Y si todavía hay personas vivas en el territorio Nahx?

—No las hay.

—Pero, ¿y si…?

—¡Xander! —su tono agudo hace que me estremezca, y tal vez eso la hace sentir mal, porque parece suavizarse—. La gente lo ha intentado. Cientos de personas han muerto tratando de violar la red. No hay forma de pasar por ahí. Se acabó. Estamos reconstruyendo ahora. Estamos salvando lo que los Nahx nos permitieron conservar.

Mis manos y mi rostro comienzan a doler, como resultado de la pelea. Quiero irme a casa, sin importar cómo es mi casa: un frío contenedor que comparto con otros siete muchachos. Esto es lo que los Nahx nos permiten conservar.

Hay una especie de tratado frágil con nuestros nuevos señores taciturnos. Cualquier resistencia violenta contra los Nahx se considera un crimen, incluso en el mundo humano. Aquellos que son atrapados intentándolo son enviados a campamentos mucho menos cómodos que donde yo vivo. Las infracciones ordinarias siguen siendo crímenes aquí, aunque a primera vista, a nadie, ni siquiera a la capitana Chaudhry, parecen importarle en realidad. Las drogas y la prostitución están fuera de control. La violencia es un peligro cotidiano. Y el robo, bueno, si lo sabré.

Pero los burócratas uniformados de color caqui, como la capitana Chaudhry, están interesados sobre todo en la detección y el enjuiciamiento de sólo dos crímenes. La resistencia es una de ellas: jugar con los míticos insurgentes, desviar sus suministros o sus armas; o aún peor, tratar de involucrarlos de forma violenta con los Nahx, cuya respuesta desproporcionada a cualquier agresión es ahora legendaria. La resistencia te conseguirá una tienda de campaña y un hacha roma en los campos de trabajo del norte. El otro crimen, la confabulación con los Nahx, ayudar, brindar consuelo, cualquiera de esas cosas, te llevará a morir en un callejón oscuro. Uno de los chicos de mi remolque dice que ha visto cómo sucede.

Y ésa es la razón por la que mi verdad particular resulta tan peligrosa. Augusto era tanto un Nahx como un rebelde contra los Nahx. Y era mi amigo.

—¿Me está acusando? —alrededor de la mitad de las veces que me meto en problemas, he salido completamente libre. Espero que éste sea uno de esos casos.

—Limpieza de nieve. Veinte horas.

Maldigo en voz baja.

—¿Quieres que sean cuarenta?

—No. Pero alguien me robó los guantes.

—Te encontrarán un par. Estacionamiento del Ayuntamiento. Siete de la mañana. No llegues tarde —mira su reloj—. Hay una patrulla a la una de la mañana más allá del Campamento Sur, que sale en alrededor de veinte minutos. Pueden llevarte.

—¿Puedo revisar el registro mientras espero?

Asiente con tristeza porque pregunto esto cada vez que me traen aquí. Y cada vez me encuentro con nada.

El registro es una base de datos, una especie de redes sociales para los supervivientes del apocalipsis. Debido a que los Nahx eliminaron gran parte de nuestra tecnología, es de bastante baja fidelidad. Los correos viajan por los territorios humanos con grandes paquetes de papel, y las actualizaciones se ingresan a mano en las pocas computadoras que todavía funcionan. Los nombres corresponden a personas que han sido encontradas vivas en lugares remotos o que finalmente han sido registradas en Vancouver o Seattle, ciudades que al parecer se encuentran repletas de refugiados. O a los muertos. El registro también incluye los nombres de los muertos confirmados. Y luego, están los cientos, los miles de nombres de todos aquellos perdidos de los que no se tiene información.

Durante cinco meses he estado revisando el registro de cinco meses, y no he encontrado una persona viva que conozca.

Topher está vivo, al otro lado de la frontera. Al menos, lo estaba la última vez que lo vi. Y tal vez Augusto esté vivo. Tal vez. Sin embargo, él nunca aparecería en un registro, por supuesto. En cuanto al resto, mi familia, mis amigos en Calgary y los que sobrevivieron conmigo por un tiempo en la base oculta en las montañas, ¿quién puede saberlo?

Sigo a la capitana Chaudhry hasta el mostrador de recepción, y juro que no estoy tratando de mirar su trasero, pero se me ocurre que desde este ángulo luce bastante bien alimentada. Supongo que eso se aplica para todos los policías en estos días. Ella acerca una silla a la terminal de la computadora e introduce su contraseña. La interfaz roja y blanca brillante del registro aparece cuando me siento.

Cada vez que hago esto, mi corazón salta con fuerza contra mis costillas, sacudiéndose con la esperanza de una respuesta que nunca recibo. ¿Alguien ha buscado mi nombre en el registro de búsqueda desde la última vez que revisé, tal vez alguien que se haya quedado sin otros nombres? ¿Alguien que me conoce y se preocupa por mí lo suficiente para darme una cama y un hogar a fin de que pueda salir de este nido de ratas?

No creo que la gente de Prince George se propusiera tener tan malas condiciones en sus campamentos de refugiados, pero que una ciudad de setenta mil habitantes de pronto se enfrentara a decenas de miles de refugiados, con un transporte muy limitado desde las zonas costeras, sin apenas combustible o electricidad… bueno, ¿qué más podemos esperar? Todavía sueño con las duchas calientes en la base de las montañas y me pregunto por qué se me ocurrió irme de allí. Tal como están las cosas, tomo una ducha con agua fría una vez a la semana, y por lo general en medio de la oscuridad. ¿Y la comida? Todavía no se puede considerar como una hambruna, pero no creo que eso esté muy lejos.

En retrospectiva, es casi gracioso cuán lastimosamente desprevenidos nos encontrábamos para esta calamidad, con cuánta facilidad nuestra civilización humana se deterioró y decayó. Las escuelas apenas funcionan; los hospitales ofrecen el mínimo de atención. Cada hora hombre está dedicada a las tareas más básicas de la vida. O de la muerte. En verano, cuando el suelo era lo suficientemente blando, gané raciones adicionales de comida cavando fosas comunes de forma preventiva porque no queremos desperdiciar el escaso combustible quemando los cuerpos. Eso es terriblemente macabro.

Una vez que entro a la página de búsqueda del registro, pruebo todos los nombres habituales: mamá, papá, Nai Nai, mi hermana, Chloe. Nombres que yo mismo ingresé como “desaparecidos”. Siempre hago una pausa antes de presionar Introducir