Fuego y sombra - Daniel Andrae - E-Book

Fuego y sombra E-Book

Daniel Andrae

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Beschreibung

Iscamett, Aspecto de la Sabiduría y Creadora del mundo vegetal, encuentra una sombra tirada en medio de un cráter humeante. Al no poder leer sus pensamientos, clava su machete en el pecho de aquella cosa, descubriendo que enfrente suyo yace Ezequiel, un chico de 14 años quién al morir, pactó con el Guía de Ciegos para intercambiar lugares con su hermana que está atrapada en los Círculos de Condena y Olvido desde que murió ahogada. La deidad revivirá a través de los recuerdos del chico como fue transformado en un Ángel, la verdadera causa de su muerte y como Ezequiel perdió una parte de sí mismo al querer salvar a quien no pudo ayudar.

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Seitenzahl: 421

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Fuego y sombra

daniel andrae

Editorial Autores de Argentina

Andrae, Daniel

Fuego y sombra / Daniel Andrae. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2017.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-761-204-2

1. Novela. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: [email protected]

Diseño de portada: Justo Echeverría

Maquetado: Eleonora Silva

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Dedicado a mi madre, quien decía que escribía siempre lo mismo y tenia razón.

Agradezco a Justo por la magnifica portada, a todos los que me escucharon durante años hablar sobre esta historia y a vos, querido lector, por adquirir esta pequeña pieza de locura.

LIBRO IPANTHEON DE MUERTOS

Prólogo

Oscuridad. Dicen que todo empezó y todo terminará con oscuridad. Nacida de la sangre del creador que se inmoló para dar forma al universo y así dar vida eterna a sus creaciones a través de los aspectos. Así sentía y veía el mundo, un crudo silencio envuelto en una espesa y tangible oscuridad.

Arropado en ese ente cósmico de desconcierto, aguardaba el instante crucial en que mi conciencia vagara por los círculos del olvido y pudiera borrar los recuerdos y mi existencia por siempre.

Las promesas que rompimos

El pitido del silencio cada vez más intenso taladraba mis oídos. Intentaba abrir los ojos y solo veía negro, como cuando despertaba en mi cama a la madrugada y trataba de vislumbrar alguna forma en medio de la oscuridad. Sentía un dolor agudo y la piel tensa, tirante, como si estuviera hecha de cuero viejo. Tenía la boca llena de hormigas y aunque deseaba hablar, no podía articular palabra alguna. Me habían dejado tirado en un agujero que a cada momento se volvía más y más frío. Mi sola presencia le robaba el calor al aire. Yacía inmóvil, a la espera de una dama de blanco que acudiera a mi encuentro y me llevara hacia el olvido o quizás algún verdugo que pudiera darme el golpe de gracia y acabara con el sufrimiento. Ya no tenía fuerzas. Ni vista. Ni oído. Ni gusto. Solo sentía el suelo que vibraba y se enfriaba debajo de mí. Recostado, absorto en los delirios provenientes del dolor, me sumergía sin éxito dentro de los recuerdos que me rehuían en un intento de alejarme de aquel lugar.

El aroma del fuego recién nacido venía a mí en oleadas y las brasas incandescentes se extinguían al posarse sobre la reseca superficie de mi piel. La espalda me latía a la altura de los omóplatos donde mis alas arrancadas y sus músculos aún presentes se movían, como si todavía estuvieran allí intentando volar. Aspiraba azufre y cenizas, brasas y frío; cada respiro era una nueva bocanada de dolor.

El suelo lleno de piedras partidas se sacudió al unísono dispuesto a lastimarme una vez más. Deseaba por dentro que fuera algún volcán dormido que recién se despertaba y sacudía el terreno con su violencia. La oscuridad constante pasó a segundo plano cuando una vibración conocida me erizó la piel. Aquella sensación que se entrometía en mi existencia era el preludio de la risa de un ser de mirada cansina y lobuna expresión, cuyo rostro se dibujó claro e imponente en mi cabeza. Un hombre de cabellos negros y lacios hasta la cintura, labios finos y rostro angular, mirada brillosa y paso lento. Sentí la presencia de su arma y advertí la diferencia de temperatura que tenía con el resto del lugar. Era helada como el vacío mismo.

Intenté huir de él. Me provocaba pavor. Imaginaba su rostro arrugado, sonriente y un frío antinatural recorrió mi cuerpo al recordar su expresión. Una nueva vibración larga, que se apagaba de a poco me hizo temblar. El suelo se abrió en dos y el calor del magma subterráneo a solo centímetros de mí no hizo más que desesperarme. Ansiaba sumergirme en él, nadar en su calor, hundirme en aquel mar hirviente y tormentoso de roca fundida. Me encontré arrastrándome sin reparo alguno hasta la grieta que vomitaba fuego frente a mí como un loco. Palpé el borde filoso con los dedos chamuscados y me di impulso lanzándome al abismo. El aire caliente abrasó mi ser y caí en un mar denso de roca derretida que ardía tanto como mi culpa. Recuperaba de pronto algo de la fuerza que había tenido hace un tiempo.

El líquido viscoso y candente se volvió sólido con rapidez y, solo entonces, quedé prisionero de lo que en un momento parecía mi salvación. Allí, tan inmóvil como en la superficie, no hice más que sentir pena por dentro y recordar con odio a aquel ser. A mí mismo y a toda la creación. Pasaron minutos, quizás décadas. Otro temblor sacudió el terreno y la roca que me aprisionaba se movió hasta detenerse y partirse en dos liberándome. Caí de nuevo en el piso y la vibración de su risa me provocó rencor. Me dolía el alma, la existencia. El orgullo.

Un objeto frío como el cristal se posó en mi frente. Mis ojos abandonaban la oscuridad de la ceguera y volvieron a vislumbrar los grises y negros de las rocas junto a los relámpagos amarillos y azules que parpadeaban en aquel lugar. Las paredes de piedra marchita y las rojizas nubes escarlatas se compungían ante los trozos de hielo que caían desde lo alto, allí, donde una cortina de vapor blanquecino se evaporaba hacia el cielo hasta donde se perdía la vista. El báculo de ramas anudadas que terminaban en una hoz de madera tallada pasó a primer plano. Semejaba un bastón de guía de ovejas, con una campanilla en el centro de la medialuna hecha de ramas entrelazadas. Olía a madera vieja y a tierra.

Aquel objeto maldito se balanceó frente a mí con suavidad. No me atrevía a ver al portador. Dentro de mi alma fragmentada se conjugaban el enojo, la vergüenza, la decepción. Las nudosas ramas se posaron en mi mentón, levantándome como si fuera de papel, elevando mi cabeza hacia la altura, dejándome suspendido en el aire. Apreté los párpados con fuerza, sintiendo la pena que solo las promesas rotas llegan a crear.

Pensé que lo vería con su toga blanca y cinto de cuero envuelto en aquella sonrisa lobuna que calaba profundo en mi ser y lo transportaba hacia los más profundos miedos. Abrí los ojos con temor y allí me deleitó una dulce sonrisa. Una adolescente de piel pálida, labios gruesos y mirada cansina que vestía negro y cuero. Se presentaba frente a mí con un bastón que no le pertenecía. Llevaba un trozo de tela por pollera que revelaba unas piernas blancas en las que cualquier criatura desearía perderse. Tenía en la mejilla una estrella negra que cambiaba de forma y se agrandaba o contraía a voluntad. Ella era Leith, aspecto del olvido y la falsa inmortalidad.

–Tiempo sin verte ángel. –Su tono pausado y tranquilo se articulaba con cada movimiento de labios para sincronizarlo en un intento de que pareciese real.

Traté de responderle, pero las palabras no me salían. Aquella aparición proyectaba su voz directo a mi ser e intentaba fingir que hablaba. Sus ojos cafés con leche eran lisos, nublosos y trasmitían esa sensación de tristeza y abatimiento que nada en el mundo puede curar.

–Has peleado y has sobrevivido. Es un gran logro. Sin embargo, lo que le hiciste a mis hermanas no tiene perdón divino. Solo por eso te devolví tus sentidos y te dejaré sentir cada pizca de dolor y agonía magnificados hasta el infinito hasta que tu mente colapse y no sea más que el reflejo de tu alma rota y remendada. Pudrirte en este agujero es lo mínimo que te mereces por tus atropellos (aquellas palabras dentro de mi cabeza sonaban tranquilas, carentes de emoción).

Si hubiera tenido lágrimas habría llorado, pero en lugar de eso, mis brazos hicieron un amague de puñetazo. La chica movió el báculo hacia un lado y dejó que cayera de nuevo al piso, que me recibió con sus punzantes piedras. Intenté incorporarme, pero los brazos no me respondían. Me quedé absorto con la mirada fija en ellos. Mi piel estaba calcinada y parecía ceniza negra pegada a la carne.

Un simple movimiento de su báculo hizo vibrar la campana y mi cuerpo se tensó como si una corriente eléctrica recorriera toda mi existencia. Se aproximó caminando despacio, levantando polvillo y grava en cámara lenta. Cuando estuvo a centímetros de mí, clavó el bastón en el suelo y deslizó su mano blanca y fina hacia el costado de su muslo derecho. Seguí el movimiento con la vista, hipnotizado por su belleza donde una liga negra adornaba su pierna y sujetaba oculta un báculo de cristal tallado en espiral. La parte superior remataba en una estrella de nueve puntas color violeta. Aquel objeto era Jhamarguht, el báculo que concedía y quitaba habilidades, propio de los dioses de alto rango. El cristal relucía transparente y su estrella emanaba una luz violácea que semejaba un latido.

Sus pupilas lisas se clavaron en mí y solo pude sentir desprecio. Ese que te invade cuando sabes que hiciste todo aquello que se supone que te habías jurado jamás realizar. Dio vueltas el báculo con su mano y lo apoyó sobre mi espalda. Por un instante, las fuerzas que había perdido comenzaron a fluir por mi ser y mis heridas sanaron al tiempo que sentía de nuevo el peso de mis alas en la espalda. Me sentí listo para la batalla, lleno de energía. Sin embargo, mis extremidades no respondían, parecían muertas y sin vida. Mi cuerpo se había restaurado, pero mis manos continuaban recubiertas de esa piel descascarada y negruzca.

Elevé la mirada hacia ella y la preocupación se reflejó en su semblante. Hice un intento de levantarme con los codos y al lograr arrodillarme en el suelo, solo conseguí caer de espaldas. Observé mis brazos inertes a los costados dolorosos en una posición imposible. El peso de mis alas me había jugado una mala pasada y ahora cedían bajo mi cuerpo quemado. Sentí una brisa en la piel que me dio escalofríos cuando un trozo de hielo se precipitó a metros de nosotros e hizo temblar el lugar. Ella volteó a mirarlo. Podían verse inscripciones en un idioma antiguo dibujadas y todavía brillantes en un azul eléctrico apagarse.

El viento envolvió mi cuerpo, trayendo consigo cenizas y un aroma a flores dulces que inundó el lugar. Era reconfortante y me hacía acordar a las mañanas de campo en la casa de los abuelos. Cerré los ojos evocando aquel recuerdo, perdiéndome en aquel perfume.

–Han fragmentado tu espíritu y sin embargo sigues siendo el mismo chiquillo tonto de aquel entonces. Dime. ¿Por qué sonríes? –No me importaba su pregunta.

Solo atiné a suspirar. El olor del bosque inundaba aquella tumba inminente y me traía tranquilidad, una que no disfrutaba hacía tiempo. Sonreí. La chica posó su báculo en mi cabeza. Apenas podía mantener mi cuello en alto cuando sentí una variación en la temperatura a las espaldas de la deidad. Desperté de mi embrujo y divisé una figura que emergía entre las volutas de humo y vapor. Era una anciana con faldas largas blanquecinas que caminaba descalza apoyada en una espada curva parecida a un sable árabe. Un perfume de humedad y madera se sintió por todo el cráter y la chica volteó a mirar allí donde mis ojos se perdían absortos. Luego, giró su rostro hacia mí y sentencio.

–Eres arrogante y soberbio. Y crees que todo el cosmos debe inclinarse ante ti –dijo Leith sin mover la boca–. Crees que morirás aquí, ¿verdad? ¿Que ese será tu descanso? No. No mientras tenga un ápice de conciencia. Tú sufrirás por siempre en agonía. Tú jamás morirás –dijo eso y tomó el bastón nudoso, lo fundió con su vara de cristal y con ambas manos le dio vueltas sobre su cabeza, haciendo brillar la campanilla y la estrella en una luz dorada y cegadora.

Golpeó el suelo con furia y la tierra se sacudió. Un trueno resonó en el cielo y la sangre acudió a mi boca en una arcada que me ahogaba. Mis alas blancas sin vida se marchitaron hasta volverse marrones y sus plumas, flotando en el aire, cayeron luego al piso como las hojas de otoño que mueren antes del invierno. Contemplé su sonrisa exagerada, el polvo y las cenizas que se apoyaban en mi cara. Vapores amarillos subían a la superficie desde las entrañas de la tierra y los pasos de aquella dama de pelo cano se hacían cada vez más cercanos. Veía sus pequeños pies caminar sin preocupación por el ardiente y punzante suelo. Deseaba soltar una lágrima. Deseaba no estar allí. En un último acto de esperanza invoqué a quien nadie había visto desde hacía tiempo. El aspecto supremo. El creador de todo. Quise gritar y solo lancé un gemido gutural el aire. Quise recordar mi nombre. Quise recordar el suyo. El golpe de una piedra invocada desde el suelo me arrancó de mi pensamiento lanzándome hacia atrás con violencia.

Había olvidado mi nombre. Tenía una laguna en la cabeza y el miedo a la cercana desaparición de mi ser me provocó más pánico. Tuve miedo. Terror. Veía en cámara lenta a la dama acercarse y a la chica prepararse para golpearme con aquel bastón de ramas y cristal. Mordí mis labios y tosí sangre de nuevo. El sabor metálico acudió a mi boca. Temblé. Sentí la sentencia inminente y la tierra sacudirse. Sabía que el momento había llegado.

–¡Aaaaaooooooooo…! –Quería gritar el nombre de mi hermana y solo salió de mis entrañas un rugido animal.

Cerré los ojos, los apreté con fuerza, a la espera del toque de aquel cristal frío. Solo sentí un viento fino y algo desplomarse frente a mí. Allí estaba la anciana parada con sus ojos cerrados y una mano extendida que regresaba con lentitud a su costado. Parecía decepcionada y sus cejas dibujaban un ceño fruncido y enojado. Miré hacia delante y vi a la chica tumbada en el piso con los ojos en blanco, atravesada por la espalda con la hoja afilada del cuchillo de la dama de pollera. Leith dejaba su existencia mientras su esencia era absorbida hasta desaparecer en el olvido. Sus báculos se habían separado y flotaban en torno a la anciana verticales en una danza que la envolvía.

La dama de pies descalzos acercó ambos bastones a sus manos arrugadas y, por un segundo, una sensación de melancolía inundó el cráter cuando tomó el báculo nudoso. La dama los tomó entre sus dedos y los apretó con fuerza hasta hacerlos desaparecer tras una ondulación del aire, como si este fuera hecho de agua y hubieran tirado una piedra en ella haciendo la imagen borrosa tras sus ondas. El cadáver de Leith se desvaneció en partículas de polvo blanco y la cuchilla quedó clavada en la tierra, adornada con una línea en azul brillante que recorría toda su extensión y dibujaba letras y signos olvidados.

La anciana abrió sus ojos con lentitud y parsimonia, revelando unas pupilas grises donde miles de galaxias danzaban dentro de ellas. Allí entendí quién era. Solo un aspecto tan antiguo podía tener esos ojos, caminar sin ser visto y asesinar a una deidad con total facilidad. El aroma a bosque me lo había confirmado. Iscamett, el aspecto de la sabiduría, responsable de la creación del mundo vegetal. Su cuchilla era una de las dos espadas gemelas que desde los tiempos antes del tiempo podían cortar estrellas, planetas, dioses y hasta desgarrar la realidad misma. Aquel era un aspecto de temer.

Sus pupilas se clavaron en mí. Las galaxias danzantes se opacaron hasta dejar un vacío negro y sombrío. Ya no reflejaban la sabiduría de miles de reinos o la tranquilidad de un jardinero abocado a sus plantas, solo me devolvían un ser oscuro de piel marchita que deseaba en aquel momento a Leith y su promesa de no morir jamás. La ira de la diosa no hacía más que opacar las pocas esperanzas que tenía. Sentí la presión de su mirada, la fuerza de su presencia. Me miraba desde lo alto, como se contempla a los seres inferiores que han cometido pecado. Cerré los ojos y suspiré. Sonreí al saber que ella no perdonaría la herejía que había cometido. Fuere cual fuere el motivo, pronto me reuniría con mi hermana en el olvido y allí descansaríamos en paz. Me sentía fatal por no cumplir las promesas que me había jurado no abandonar.

Los ojos de iscamett

La anciana dibujaba con sus dedos un ocho acostado que arrastraba por el aire, se iluminaba en verde y formaba el símbolo del infinito. Mi nariz se saturaba del olor entremezclado del azufre, flores, sangre y un penetrante aroma a cuero quemado. Veía reflejado en sus pupilas un ser cuya piel chamuscada por el fuego y ojos color rojo sangre destilaban una desesperación pura. Presentaba un aspecto más deplorable del que me imaginaba. Extendí uno de mis brazos en un intento de suplicarle auxilio y solo conseguí una mirada opaca. Una puntada en la frente, aguda e insoportable, tensó toda mi existencia hasta dejarme en una posición antinatural. La piel tiraba y los huesos rotos punzaban mis pulmones, dificultándome aún más respirar.

Aquella sensación era como una corriente eléctrica que recorría los ríos profundos de mi olvido y los reflotaba desde el más oscuro fango del abandono. Aquella deidad husmeaba mi cabeza, recorría recovecos de recuerdos y trazos fragmentados de memoria. En un intento infantil, me resistí. Una nueva oleada de dolor acudió a mi ser cuando vi que Iscamett fijaba su mirada impasiva de nuevo sobre mí. Arremetía una y otra vez con ahínco, pero yo no tenía intención de recordar. No quería. Prefería dejar todo allí y dejar de existir.

La anciana cerró los ojos y la presión se desvaneció. Me hice una bola tomando las rodillas con las manos, temeroso, como uno de esos bichitos de la humedad que se hacen una bolita cuando uno los toca. No me atrevía a mirarla hasta que sentí una vibración en el suelo detrás de ella. La curiosidad pudo más y con miedo, entreabrí los ojos para ver cómo el arma clavada en el piso comenzaba a levitar hasta llegar a la altura de sus hombros. Iscamett dejaba de estar encorvada para enderezarse y sus ojos cerrados no hacían más que infundirme temor, pues era tan poca cosa en ese momento que ni siquiera merecía la mirada de los dioses. Extendió una de sus manos hacia el costado y el arma se dirigió hacia ella en posición vertical.

La espada se deslizó hacia sus dedos, como una vieja amiga. Acarició el lomo de la hoja con sus falanges arrugadas mientras el arma avanzaba con lentitud. Llegó al mango y con una ternura inaudita la sujetó con su mano derecha. Podría jurar que, incluso, sonrió. Aquello que había confundido con una espada curva no era más que una cuchilla para cortar la maleza, un machete. Uno cuya hoja gris opaca era cruzada por una línea de símbolos arcaicos que fluían y cambiaban de forma en color azul brillante. Agucé la vista en un intento de descifrarlos y en un parpadeo ella acercó su machete hasta dejarlo al lado de mi oreja izquierda. El metal de su hoja olía a río, tierra y monte.

El arma se deslizó hasta mi hombro izquierdo y allí se detuvo. Se sentía pesado, tibio, letal y, pese a estar apoyado apenas, podía percibir una gran presión, un gran poder. La hoja ascendió hacia mi cuello y luego escaló hasta el mentón. Apreté los dientes. Estaba rendido. La anciana de cabellos cortos y piel tajada negó con la cabeza y retiró su arma a un costado, dejándola reposar a unos centímetros de la tierra sin que la punta de esta tocara el piso. Una voz resonó dentro de mí cálida e imponente como miles de seres que hablaban al mismo tiempo. Un eco de dulzura y sabiduría que resonó en lo profundo de mi corazón.

“Me invocas y luego te rindes. Qué clase de criatura se da por vencida antes de comenzar”.

Aquella oración me heló la sangre. Sentí vergüenza. Había deseado que la salvación apareciera en forma de mujer y aquella deidad se presentaba ante mí, en vano. Me pregunté cuántas veces había tenido lo que deseaba para luego no prestarle atención. No estar a la altura. En mi condición actual un trato no era posible. Ya no me quedaba nada y, sin embargo, la sensación de que tenía oportunidad resonaba dentro de mí como un terremoto en mis entrañas. Un escalofrío recorrió mi espalda. Las luces, relámpagos y cenizas errantes se sucedían ante mis ojos. La tierra hervía y eso me reconfortaba. Su tenue calor me dejaba unos instantes más de lucidez.

Esa sensación de nuevo se metía en mi ser. Era invasiva y me invitaba a levantarme y hacer algo. No tenía fuerzas. No me quedaba siquiera orgullo. Respiré hondo y soplé. Repté por el suelo rasposo y puntiagudo hasta su presencia dándome impulso con los codos. Me lastimaba ver mis brazos chamuscados y sentir el movimiento de mis alas ausentes en la espalda. Imaginaba su mirada desaprobatoria. Cada centímetro avanzado tiraba de las heridas y la piel chamuscada me restringía el movimiento. Clavaba los codos en carne viva para llegar a ella con el alma destrozada. Me sentía como miles de cristales rotos y puntiagudos unidos con pegamento. Fríos. Desilusionados. Carentes de sentido. Respiraba con dificultad y la escuché de nuevo.

“Arriba, Ángel”.

No era una, sino varias voces. La de mis padres, mi hermana, mi hermano, mis abuelos, Comay´ro, la profesora, Alanedia; todas al unísono repetían lo mismo.

“Arriba, Ángel”.

Llevé los ojos hasta su mirada, inspiré hondo y me di impulso hasta quedar de rodillas. Primero apoyé un pie, luego otro y me equilibré hasta incorporarme. Tambaleé. Temí caer de nuevo. Debí presentar un aspecto patético. Un ángel sin alas. Aun peor... un hombre con el alma hecha pedazos que no valía nada. Me movía con dificultad y la anciana asintió con la cabeza. Tomó su machete por el mango y lo posó sobre mi hombro derecho empujándolo hacia abajo. Usé la poca fuerza que me quedaba para oponer resistencia. Sentía los músculos tensados. Fue muy disimulado, pero la comisura izquierda de su boca se movió, forzada a ocultar una sonrisa. Hice más fuerza y el peso del mundo me empujó hacia el suelo. Llegué a levantarme unos centímetros y sentí una presión enorme, como si el aire alrededor fuera de piedra. Seguí oponiendo resistencia, los pies se hundían en el suelo y los alrededores comenzaban a crujir. La anciana empujaba y yo me resistía. Ella sopló hacia su flequillo y la presión aumentó tanto que no pude más. Caí de rodillas y luego, al piso. Me mordía de rabia y respiraba entrecortado.

El aire volvió a su presión natural. Me incorpore una vez más, zaparrastroso. Ella solo dio dos pasos hacia atrás. Señaló el arma con su palma extendida hacia arriba y el machete se acercó por mandato divino hasta su ama. Era mágica. Era poderosa. La sostuvo con el dedo índice en perfecto equilibrio por la punta de la hoja. Ella movió el meñique y el arma se balanceó hasta que se elevó en el aire a mi altura. El arma comenzó a girar sobre sí misma, mango y punta se alternaban ante mis ojos. Exhalé. Cerré los ojos y lo último que vi fue el brillo plateado del metal que se hundía justo en el medio de mi pecho. Atónito intenté respirar. Tosí sangre. Si me quedaba alguna fuerza se había extinguido. Ya había muerto una vez y en aquella ocasión vi pasar mi corta vida frente a mis ojos, los recuerdos, las malas y buenas decisiones.

El filo del machete me mordía la existencia y como una represa de recuerdos que se resquebraja por el aluvión de escenas y sentimientos, todo aquello que había enterrado en la memoria comenzaba a reflejarse ante mis ojos. Vi a mi hermanita saludando con cinco años embotada en una malla celeste con flores rosas acercarse a un crecido río en busca de agua. Vi a mi madre temblar ante el shock eléctrico de los diodos colocados en su pecho y morder la toalla que le habían colocado en la boca junto a un par de lágrimas que derramó sobre su mejilla. Vi compañeros del colegio y amores soñados. Vi una sonrisa blanca en forma de profesora de literatura de piel pálida, ojos verdes y labios finos. Vi mi culpa reflejada frente a un espejo ovalado en el comedor de mi casa.

La espada mordió más profundo, los recuerdos se amontonaban y pretendían no parar. Cerré los ojos y me rendí, aunque solo quería olvidar. Dicen que cuando pasas a mejor vida, ves un túnel, una luz, un camino, un campo. Yo solo vi oscuridad. Una profunda oscuridad y silencio. Como si lo único que sucediera después de morir, cuando el cuerpo se apaga, fuera el olvido.

Más allá del olvido

Tomaba de a poco conciencia en un piso helado envuelto en un zumbido abrumador, como el de un enjambre de avispas que taladraba mis oídos. Sentía el pecho punzado por miles de agujas y me costaba enfocar la vista. Me refregué los párpados con las manos y, al abrirlos, la oscuridad que había visto por un tiempo indefinido había sido reemplazada por tres tubos fluorescentes titilantes montados en cuatro cuadrados de metal, pintados a las apuradas en marrón opaco. Un cielorraso con planchas de telgopor para aislar el frío hacía de soporte a las luminarias; lápices afilados y avioncitos de papel pendían bamboleantes en aquel techo blanco color hueso.

Reconocí al instante la cañería de la calefacción, las paredes amarillas de yeso decoradas con escraches en lapicera, la pizarra negra gastada con la punta derecha inferior partida en diagonal, los pupitres; el respaldo de una silla de madera rota decorada con una rata blanca dibujada a duras penas con líquido corrector. Estaba en mi salón de clases, el número 6 del industrial de Tigre. Me agarré de una de las sillas y me puse de pie. No había mochilas, útiles o cuadernos. Solo una tiza y un borrador que reposaban en el costado izquierdo del pizarrón.

Caminé entre las mesas hacia la silla con aquel dibujo. Lo había hecho en el 98 en tributo a la tapa del disco 7 de Rata Blanca. Se veía horrible y sin embargo me parecía una obra de arte. Me acerqué y lo toqué con la yema de los dedos, parecía una mancha blanca redonda con un círculo sin rellenar por ojo. La cola estaba pintada con lapicera negra y muchas medialunas por dentro para darle la impresión de realidad. Era por lejos lo más logrado de aquella rebeldía. Sonreí y sentí las puntadas en el pecho de nuevo. No pude evitar llevarme la mano al corazón que latía con prisa. Allí noté mi ropa de colegio, remera y vaquero azul gastado, zapatillas negras maltratadas, una pulsera roja atada de tela en mi muñeca izquierda.

Caminaba hacia la puerta leyendo los pedazos de canciones que mis compañeros habían escrito en honor a los redondos y Catupecu Machu en las paredes. Había escudos de Boca Juniors, River y Tigre dibujados con fibrón, puteadas varias y variantes de un chico flaco como un palo con flechitas al que le decían “el cadáver”. Así me decían mis compañeros. Había otras representaciones también con los pelos de punta y un arma en la mano: “el borda”, “el loco”, entre otras.

Llegaba a la puerta que daba al pasillo y el leve murmullo de los chicos en el piso de abajo me daba a entender que debía ser el recreo. El aire se movía alrededor y el jolgorio de los alumnos con sus pisadas retumbaban por todos lados, pero no había indicios de alguno de ellos. Recorrí el pasillo hacia la preceptoría que estaba en el medio del piso con la esperanza de encontrar a la preceptora, quien solía tomar mate amargo a todas horas. Se llamaba Lorena, tenía el pelo rubio enrulado y estudiaba para convertirse en bibliotecaria. Le decíamos la uruguaya por su afición a llevar un termo color rojo bajo el brazo a todos lados. Detrás de sus anteojos cobrizos guardaba unos ojos color miel que te derretían y hacían delirar. Era bonita, esbelta, pero no tanto como la profesora de lengua y literatura. Natalia Iglesias. Una de las pocas mujeres delicadas en un colegio lleno de profesores y chicos que explotaban testosterona. Golpeé con los nudillos la puerta desteñida de preceptoría y nadie respondió. Espié por el cuadrado de plástico que intentaba parecer una ventana y solo advertí vacío.

Caminé hacia el final del corredor y bajé un par de escalones por la ancha escalera de alumnos. Creí ver por el costado del ojo izquierdo una silueta que se dirigía hacia el final del pasillo. Quizás, si tenía suerte, sería ella. No sabía qué hora era, aunque la profesora solía entrar minutos antes para corregir exámenes y preparar sus clases. Varias veces la había visto con su lapicera azul, sentada en un salón, cuando aún estaban vacíos. Quizás esa era la situación, era mediodía y por eso no había nadie.

Mientras bajaba, creí ver a una nena que caminaba hacia la sala de dibujo. Llevaba un vestidito blanco y su cabello rubio claro parecía flotar en el aire. Continué descendiendo para ver a esa chiquilla que se me hacía familiar y me frené al escuchar el grito de una mujer escaleras arriba. Me quedé helado, sin saber qué hacer. Por alguna razón mi cabeza alucinó con la profesora de lengua en grave peligro. Subí los escalones de dos en dos al escuchar también la voz de un pibe que pedía clemencia. Pasaba de lado las puertas abiertas con sus aulas vacías y en una de ellas me pareció ver un cuerpo tirado junto a una mujer llorando. Detuve mi marcha y, cuando volví atrás, solo encontré la sensación de las agujas en el pecho que fueron reemplazadas por un hueco en mi existencia al ver las aulas vacías.

Sentía angustia y cada portal de las aulas parecía reflejar una escena diferente. Espejismos de locura en los que un hombre con un revólver disparaba a un chico sin rostro y lo dejaba tendido en el piso. En otra puerta se veía al mismo pibe acercarse un revólver al pecho. En otra, una mujer lo golpeaba hasta la inconsciencia y este se defendía matándola para luego suicidarse con un cuchillo en la garganta. Aquellas escenas desaparecían cuando parpadeaba o quería ver mejor. Aceleraba mis pasos y seguía de largo sin querer mirar, aunque de refilón, notaba a personas que jamás había visto en diversas situaciones traumáticas. En el último salón, al llegar cerca de la escalera de profesores, creí verme a mí mismo tirado en el piso con las manos ensangrentadas y una vela encendida, encima de mi cama. La presión en el pecho aumentó y bajé las escaleras corriendo, con el corazón latiendo a mil kilómetros por hora.

Pasaba por el primer piso y cuando comenzaba a bajar hacia la planta baja, escuché un portazo que parecía venir de la sala de profesores. El aroma a café negro me llegó de inmediato. La profesora Natalia solía tomarlo mientras que el resto del plantel tomaba mate, té o café con leche. Ella bebía café con olor a quemado que en sus propias palabras debía ser dulce y oscuro, como el deseo. No entendía esa frase, pero en sus labios sonaba a poesía. Creí ver sombras a mis espaldas y a un sujeto pegándole a una mujer en la sala de dibujo. Todas esas alucinaciones se desvanecían al intentar enfocarlas y fingí que no estaban allí para seguir camino hacia el lugar de confinamiento de la dama que me arrancaba pensamientos oscuros durante la noche.

Arrastré mis huesos hasta allí con cautela y, pese a que en las aulas se veía movimiento, ni siquiera me atreví a llevar la mirada. Oí murmullos en la sección de profesores que estaba pegada a regencia y avancé con la vista fija en la puerta marrón oscuro como un caballo que solo mira hacia adelante con esos cosos que le ponen en la cabeza para que no vea los autos. Golpeé la puerta y nadie respondió. Las voces se apagaron de repente, tomé el pomo de metal plateado y abrí la puerta. El pequeño cuarto, pintado en blanco gastado, tenía una mesa de madera oscura en el centro con dos sillas donde reposaba una taza beige a medio tomar con un leve lápiz labial rosa claro en el borde. Olía a café recién preparado y reconocí esa taza al instante: era de la profesora Natalia y, al acercar la mano, aún seguía tibia.

Sentí un viento cálido por detrás y al voltear el aroma dulce a jazmín que tantas veces me volvió bobo me llegó. Me acerqué hacia la escalera de profesores y vi su silueta desaparecer hacia la planta baja. La seguí hasta llegar al patio cubierto. Frente a mí se hallaban las columnas adornadas con cerámicos, el techo del primer piso y a mi derecha, a lo lejos, el bufé que olía a sándwiches de milanesa recién hechos. El patio estaba tan vacío como el primer y segundo piso, a excepción de aquella sombra que parecía huir de mí y desaparecía por las escaleras de alumnos hacia el primer piso. Decidí que lo mejor era rajar de ahí e irme a casa. El día parecía nublado y apenas había viento. Crucé el patio techado hasta la puerta principal de rejas amarillas y vidrio. Se encontraba cerrada y, cuando tiré de ella, no pude abrirla. Tiré con todas mis fuerzas, la sacudí e incluso le di un golpe con el puño. Nada pareció lastimarla y estaba cerrada.

Agotado, salté la baranda hecha de fierros cuadrados que separaba la entrada de los profesores de la del alumnado y al hacerlo me sentí excelente. Los alumnos tienen terminantemente prohibido bajar por la escalera de profesores y menos aún saltar el enrejado. Me dirigí a la portería al lado de la entrada de profesores. El mostrador de madera y la habitación blanca tenían el tufo de viejas porteras sentadas horas tirando yerba usada en un tacho. Escuché el sonido inconfundible de un par de tacos que provenía de la escalera de alumnos junto a un murmullo de chicos. Me dirigí hacia allí, corriendo en un intento desesperado de encontrarla. Ahora estaba seguro de que la había visto y no era un invento de mi imaginación. El ruido de los zapatos de la profesora resonaba en el primer piso y me sentía un idiota corriendo de aquí para allá, desde arriba hacia abajo y viceversa.

Volví al segundo piso donde desperté y, entre vistazo y vistazo, las puertas abiertas de los salones no revelaban más que desolación e imágenes extrañas. Al llegar a la preceptoría, la cadencia inconfundible de un par de tacos altos sonó a mis espaldas. Los conocía de memoria, los esperaba y casi podía imaginar su caminar; su figura esbelta y curvilínea cargada de apuntes y libros fotocopiados. Vestiría una pollera hasta la rodilla de tela oscura y una remera ligera de algún color verde militar a juego con sus ojos. Su sonrisa con apenas algo de labial y el lunar entre su boca y la mejilla derecha en conjunción con su nariz delicada: la profesora Natalia.

Respiré hondo, sentía el corazón acelerado y al voltear estaba ella. Completaba la imagen con medias negras, pollera corta y una camisa con tres botones desabrochados que dejaban entrever en su escote un collar de cascabel. Tenía el pelo corto y sus ojos verdes brillaban intensos. Se acercó con naturalidad hasta quedarse a centímetros de mi cara. Su aliento a chicle de menta y el perfume de jazmín que usaba a diario se sintieron de repente muy cercanos. Retrocedí un par de pasos nervioso, y armado de valor le lancé un fulminante y heroico…

–Profesora –notaba mi voz más temblorosa que de costumbre.

–Andros –dijo ella sin sonreír.

–¿Todo bien? –otra pregunta heroica.

–¿Terminaste? –preguntó cruzada de brazos.

–No entiendo –ella sonrió con una de esas sonrisas que te incomodan.

–¿Dónde creés que estás? –preguntó ofuscada–. ¿En el colegio?, ¿esa era tu respuesta? –Asentí con la cabeza como un tonto.

Ella se limitó a ladear su cabeza hasta acercarla a uno de sus hombros y se recostó en la pared.

–Increíble, ¿no? De todos los escenarios de tu corta existencia eliges este. Un lugar donde tu vida no fue más mísera que en tu hogar o en las visitas a tu madre. –Miró alrededor.

Aquellas palabras me detuvieron el corazón. Por alguna razón me encontré a mí mismo retrocediendo sin dejar de mirarla. Una columna por la espalda me frenó y ella se acercó lenta y sin parpadear.

–Un lugar donde la única luz que has conocido fue...a mí... o la representación que ves de mí. –Intenté aparentar calma, aquella no era la charla que tantas veces imaginé que tendríamos.

–Profesora, no quiero parecer desubicado, pero no le entiendo un carajo lo que dice.

Ella sacudió su cabeza y se arregló el cabello, todo en un movimiento natural. Los pisos vibraban. Sentía las pisadas alrededor, mas no había ni un alma a excepción de nosotros dos. La profesora se quedó quieta, me miraba fijo y entornaba lo ojos de vez en cuando, pero no parpadeaba. Aquello no me pareció natural.

–Ustedes los hombres sí que son especiales. Pasan toda su existencia lamentándose de la vida injusta que les toca y, aun después de la muerte, sus pensamientos siguen rondando por los lugares que más pesar les han grabado en el alma. Por ello jamás logran trascender más allá de sus míseras creencias –aquellas palabras destilaban enojo y rabia por todos lados.

–Le agradezco la cita literaria, pero creo que tengo que entrar a clases. Que tenga buen día –dije en un intento de zafarme de aquella charla extraña.

–¿Adónde vas? –dijo ella cuando pasé a su lado.

–Eh… abajo, a comprar algo –dije y continué mi caminata.

–Creí que ibas a entrar a clases. –Me detuve, volteó y me miró con cara de no creerme ni un poco.

–Te veo abajo entonces, Ezequiel –dijo y se acercó, me dio un beso en la mejilla rozando mis labios y se dirigió caminando hacia la escalera de alumnos.

El tajo del costado de su pollera dejaba entrever unas medias negras que terminaban en ligas de encaje. Aquello aceleró mi pensamiento y su mirada me encontró admirando el vaivén de sus caderas. Ni siquiera sonrió al mirarme y tomándose de la baranda de cemento, se detuvo y me llamó con su dedo índice. Bajó hacia el primer piso y no puede evitar imaginar mil situaciones que derivaban en algo más que casi besos. Me disponía a seguirla cuando un llanto me dio escalofríos. Provenía de la otra escalera, la pequeña de profesores. Parecía el de una nena. Aquello fue extraño, quería irme con la profesora y, al mismo tiempo, desaparecer de ahí.

Las sombras que elegimos

La escalera se terminó rápido. Bajé con el corazón en la boca ante aquel dedo que me llamaba y prometía entregarme el cielo de una vez por todas. Había imaginado mil veces aquella situación. Ella buscando alguna excusa para encontrarnos a oscuras en cualquier rincón del colegio para apretujarme contra alguna pared y así entonces manosear aquella figura de ensueño. Pisé el último escalón y la vi dirigiéndose al microcine del primer piso. Acarició la puerta con la yema de los dedos y, cuando entró, pensé que no había mejor lugar para estar con ella.

Crucé la puerta de dos hojas de madera mal pintada y la vi sentada a la derecha en primera fila, frente al televisor de treinta pulgadas donde veíamos películas o documentales cada cierto tiempo. Tenía las piernas cruzadas y sus manos sobre el regazo. La punta de sus zapatos apuntaba hacia mí y su mirada seguía mi caminar. Al acercarme, las descruzó y cambió de lugar, dejándome ver dónde terminaban las ligas de encaje negro. Aquello aceleró mis pensamientos. Extendió su mano, palmeó el asiento a su derecha y sonrió.

Me acerqué con el pulso acelerado recordando aquel casi beso, me senté y no pude evitar ojearla de arriba abajo. Ella tomó el control remoto del asiento a su costado y en el televisor comenzó a verse una película de Romeo y Julieta. Me parecía melosa y un fiasco por sí misma, aunque el hecho de que se basara en un amor prohibido y trágico quizás tenía sentido en ese instante. Me sentía incómodo. Sus ojos verdes no dejaban de mirarme. Eran intensos y jamás pestañeaban.

–Bien. Aquí estamos tranquilos, dime, ¿quieres venir conmigo? –tragué saliva.

–¿Dónde? –traté de parecer calmado.

–Fuera de aquí. De esta prisión –dijo orientando su cuerpo hacia mí.

–No la entiendo –suspiró.

–Mira, podemos hacer esto toda la eternidad, o puedes dejar de fingir de una vez. –La televisión estaba baja y mostraba un baile de máscaras.

–Creo que no sé a qué se refiere –dije haciéndome el boludo.

–Estás muerto, Ezequiel –dijo al tomar mi cara con su mano, llevándola hacia su mirada.

–No es un buen chiste, ¿sabe? –respondí.

–Comienzas a fastidiarme, pequeño. Si quieres quedarte aquí, está bien, sigue dando vueltas en tu fantasía, o buscando la sombra de tu hermana para pedirle disculpas.

–¿Cómo sabe eso? –un escalofrío me recorrió la espalda.

–Ezequiel, vamos, ¿crees que no lo sé? No me buscabas a mí, sino a la culpa que lleva tu esencia y se presenta en forma de sombra –su aliento era hipnótico.

Miré hacia la puerta del microcine y solo vi parpadear la luz por fuera y, de nuevo, una sombra bajita que corría escaleras abajo. La profesora tomó mi cara con sus dos manos y la llevó hacia sus labios. Fue un beso corto y seco que me dejó tan borracho como cuando tomaba el whisky casero del abuelo.

–Si deseas honrar tu sacrificio y hacer algo significativo con tu existencia, te esperaré en el portón de salida. En 10 minutos, la oferta caduca. –Me dio otro beso en la mejilla y se fue sin mirar hacia atrás.

Me agarré la cabeza y traté de darle sentido a todo eso, ¿muerto?, ¿en qué momento?, ¿cómo? No recordaba nada hasta que llegué del colegio a mi casa. Me sentía triste, el viejo estaba de guardia en su patrulla, estaba solo y... un dolor en la cabeza me atacó como un golpe en la nuca. Sentí el pecho agujereado de nuevo. Mil punzadas me atacaron el corazón. No, no recordaba mi muerte, solo vagaba por el colegio. Siempre había imaginado que moriría salvando a la profe de lengua de algún bravucón, en sus brazos y… y aquello es lo que vi en el primer piso.

Salí corriendo escaleras arriba. Busqué la puerta del salón seis, entré al aula donde había despertado y solo encontré silencio. Entré en pánico. Si estaba muerto y era mi condena estar allí jamás volvería a ver a mi hermana, a mi madre, a mi padre o a mi hermano, a nadie. Bajé por las escaleras de profesores agitado y llegué de nuevo al patio cubierto. Allí la vi con toda claridad. Su cabello rubio y su piel pálida, caminaba descalza y dejaba pisadas marcadas con agua a su paso. Era mi hermana y se dirigía hacia el portón principal del colegio. Corrí y la perdí de vista junto a un parpadeo de miles de sombras distintas que aparecieron y se desvanecieron tan rápido como un suspiro. Sentí detrás de mí un viento helado y al darme vuelta estaba la profesora de brazos cruzados. Me acerqué hacia ella y su mirada se tornó fría, autoritaria.

–Bien, has elegido con sabiduría –su tono de voz era cortante.

–¿Qué lugar es este?, ¿dónde se fue mi hermana? –pregunté desesperado.

–Demasiadas preguntas en una oración –dijo–. Digamos que es tu… infierno personal –aclaró.

–No lo veo como ningún infierno –dije imaginando peores escenarios que este.

–¿Seguro? Estar encerrado doce horas por día, en un ambiente hostil, mientras tu madre enloquece, tu padre trata de sostener a su familia y tu hermano vive perdido… ¿No te parece un infierno? ¿Sin contar tu tendencia destructiva hacia el mobiliario de la institución y a tu propio cuerpo? –La profesora acertó, aunque eso no era lo que más me molestaba.

–La verdad duele, querido –dijo ella.

–Usted no sabe cuál es mi realidad –respondí enojado.

–Sí, la sé. Te has obsesionado desde que aterrizaste a este escenario pobre y vacío.

–Entonces váyase, no sé por qué viene a joderme y se disfraza de ella, o me hace ver a mi hermana por todos lados –le gritaba al tiempo que retrocedía.

–Tú sabes por qué, Ezequiel. –Se acercó con sus tacos que resonaban en el piso de mármol.

Se detuvo a unos centímetros de mí. Estaba furioso y asustado. Puso sus manos en mi pecho y un hueco con sangre que brotaba de una herida recién hecha apareció. Dolía y asustaba. Me alejé hasta chocar con una pared y ella me dio un beso en la boca, haciendo que mis preocupaciones desaparecieran. Besos brujos, pensé. Me abrazó. Sentí sus pechos y su vientre sobre mi esquelético cuerpo. No pasaba una aguja entre nosotros y su cuerpo se sentía helado.

–Sé que fantaseaste con esto mil veces, Ezequiel. Ven conmigo antes de pudrirte en este lugar hasta la locura. –Miré la puerta.

–No, debo encontrar a mi familia. –Ella interrumpió.

–¿Cuál familia? Estás muerto, pequeño. ¿Acaso eres tan terco? –Su aliento aún lo saboreaba en la boca.

–Si no lo haces por ti, hazlo por tu hermana –agregó.

–¿Majo? –exclamé al tiempo que los ojos me picaban y no pude contener una lágrima.

–Por ella estás aquí. Si vienes conmigo, podrás saldar tu culpa –dijo con tono dulce.

–¿De qué serviría?, de todos modos, estamos muertos. Jodidos y muertos. –Ella me acarició.

–Pequeño, todos mueren y vienen aquí, a su pequeño e insignificante calvario. Ella está bien, pero para rescatarla, debes venir conmigo, ¿no es acaso eso lo que siempre has anhelado? –asentí.

Después de 5 años la vería de nuevo, podría pedirle perdón. Soñé con el momento de encontrarnos en los bosques de Iscamett. Las escrituras decían que las almas puras como ella accedían automáticamente allí. Yo, por mi parte, tenía serias dudas de llegar a ese lugar.

–Tranquilo, no es tan malo –dijo guiñándome un ojo.

–¿No? –me limpié los ojos con la manga del buzo.

–No –respondió.

–¿Entonces, iré al Exilium? –pregunté.

–Podría decir que no –agregó con gesto dudoso.

–¿Qué es este lugar entonces? –Ella se alejó y me extendió la mano.

–Lo único que existe para los humanos… el olvido –respondió con total tranquilidad.

La profesora me llevó de la mano hacia el portón de metal amarillo y este se abrió para revelar un muro de tierra compacta marrón oscuro. Ella tocó el collar de cascabel del escote y la tierra se movió para dar lugar a un túnel.

–Tranquilo, es la salida –dijo y arriba se escucharon disparos y un grito. El lugar comenzó a oscurecerse.

–¿Ahí está Majo? –dije señalando.

Ella me soltó y caminó hacia la oscuridad en aquel túnel de tierra donde ella resplandecía con luz propia. La seguí de cerca. Las paredes goteaban agua salada y el aroma a tierra seca parecía invadir el lugar. Ella se detuvo e hizo sonar de nuevo el cascabel. La tierra tembló durante largo rato y las paredes se hundieron en el suelo. La seguí, me senté de culo en el barro y ensucié toda mi ropa gracias al terremoto junto a una claridad que apareció luego de que el lugar dejó de vibrar. Había un cielo nublado en gris mayor, el aire apestaba abandono y el pasto parecía muerto hace años. Natalia se dio vuelta y me ordenó quedarme quieto. Caminó en diagonal y el viento me trajo un murmullo. Reconocía ese sonido, lo había escuchado en el campo de mi tío abuelo, parecía una cuadrilla de caballos galopando a lo lejos.

Me paré. No vi a la profesora por ningún lado. Tampoco a Majo. Era un lugar abierto inmenso y, si había caballos, significaba que los animales también terminaban en este lugar. El Tata, mi abuelo, me dejaba montar a caballo en las vacaciones de verano a cambio de trabajo en su estancia o si le ganaba a la taba, un juego de peones de campo. Caminé rememorando las palabras de la profesora y, si estaba en verdad muerto, quizás allí también estaría mi perro muerto y, tal vez, esto no sería tan malo como parecía. Después de todo, quizás solo era un mal sueño.

Tras largo rato, llegué a un barranco donde el sonido se hacía más fuerte. Me acerqué al precipicio y solo vi nubes de polvo debajo. La tierra vibró y el suelo debajo de mis pies comenzó a ser arrastrado hacia atrás, como cuando estás en la playa y la arena es llevada por el mar. El suelo se deslizó y me llevó junto al pasto amarillento hasta frenar de golpe a las espaldas de la profesora. Estaba de rodillas frente a un hombre de túnica blanca que llevaba en una mano un bastón de ramas enredadas que terminaban en una hoz que sostenía una campana. El tipo no dejaba de sonreír igual que un lobo cuando está por atacar.

El sujeto hizo sonar su campana, golpeando el báculo contra el suelo. Dos manos de pasto y tierra me agarraron de los brazos y me levantaron hasta dejarme colgado. Apretaban fuerte y olían a tierra podrida. La profesora no dejaba de mirar al piso, cabizbaja. Fuera quien fuese ese tipo, ahora sí me sentía bien jodido.

Entremezclado