Furia y pasión - Emma Darcy - E-Book
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Furia y pasión E-Book

Emma Darcy

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Beschreibung

En otro tiempo había sido un chico malo... ahora era rico y poderoso Mitch Tyler había dejado atrás su oscuro pasado y se había convertido en un abogado de éxito. Con su fuerza y su inteligencia, era el único que podía proteger a Kathryn Ledger, la bella secretaria de su amigo Ric Donato . Por mucho que fingiera estar haciéndole un favor a su mejor amigo, lo cierto era que Mitch se estaba volviendo loco por ella. Pero tenía que ocultar la atracción que sentía porque ella estaba prometida a otro... Fue entonces cuando descubrió que la atracción era mutua y se dio cuenta de que debía hacer algo antes de que se casara con el hombre equivocado.

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Emma Darcy. Todos los derechos reservados.

FURIA Y PASIÓN, Nº 1560 - julio 2012

Título original: The Outback Wedding Takeover

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0720-4

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

La avioneta se dirigía hacia una pista de tierra. Aparte de los edificios del rancho ovejero de Gundamurra, no había nada más, sólo un paisaje desierto, interminable, con algún árbol pelado.

–Ojalá hubiera traído mi cámara –murmuró Ric Donato.

Mitch Tyler frunció el ceño. Aparentemente, el impacto visual de aquel paisaje no intimidaba a Ric. Pero, claro, lo habían pillado con un Porsche robado y, seguramente, le gustaban las emociones fuertes.

Él siempre había sido más feliz con un libro en las manos. Y allí no parecía haber ninguna biblioteca.

–Estamos en medio de ninguna parte –suspiró, entristecido–. Empiezo a pensar que hemos cometido un error.

–No –dijo Johnny Ellis–. Cualquier cosa es mejor que estar encerrados. Aquí, al menos, podremos respirar.

–¿Qué, arena? –se burló Mitch.

La avioneta aterrizó, levantando una nube de polvo.

–Bienvenidos a las llanuras australianas –dijo el policía que los escoltaba–. Si queréis sobrevivir, recordad que de aquí no se puede salir.

Ninguno de los tres le hizo caso. Tenían dieciséis años y, a pesar de lo que la vida les había deparado, iban dispuestos a sobrevivir como fuera. Además, Johnny tenía razón. Seis meses trabajando en un rancho ovejero tenía que ser mejor que un año en un reformatorio.

Para empezar, el juez les había reducido la sentencia a la mitad y sólo iba acompañado de dos chicos como él, no de una horda de delincuentes. Mitch odiaba a los matones. Había aprendido a cuidar de sí mismo desde muy pequeño, pero no le habría hecho gracia que lo encarcelasen con un montón de duros presidiarios.

Y esperaba que el propietario de aquel rancho no fuese un dictador que explotaba el sistema judicial para conseguir mano de obra gratuita. Mitch aceptaría lo que fuera justo, pero se negaría a hacer algo que no lo fuera.

¿Qué había dicho el juez cuando los sentenció? Algo sobre salvaguardar los valores morales. Un programa que les enseñaría la realidad de la vida...

No les enseñarían nada sobre la vida, pensó Mitch. Él sabía lo que era la vida desde que su padre abandonó a su madre, inválida, dejándolo a él y a su hermana para cuidarla. La parte del león había recaído sobre Jenny, que tenía once años entonces. Aunque su padre nunca fue una gran ayuda porque se emborrachaba cada noche para ahogar las penas en lugar de enfrentarse con ellas. Era un cobarde. Un cobarde asqueroso.

Pero no tanto como el hombre que violó a su hermana.

Al menos, Mitch había tenido la satisfacción de darle su merecido a aquel canalla.

La pobre Jenny estaba emocionada porque aquel chico la había invitado a salir, pero lo que hizo fue tratarla como si fuera un pedazo de carne...

Se alegraba de haberle dado una paliza a ese cerdo, una paliza que recordaría durante mucho tiempo. Lo que hizo fue tomarse la justicia por su mano y eso era, desde luego, un delito, pero también era mejor que dejar que saliera impune. Jenny estaba demasiado traumatizada como para denunciarlo y, de todas formas, él, heredero de una fortuna, probablemente habría salido sin cargos del juicio gracias a la influencia de su familia.

Mitch no sentía remordimientos por lo que había hecho. Ninguno. Aunque lamentaba no poder estar en casa durante seis meses para echar una mano.

La avioneta se acercó hasta un jeep Cherokee, conducido por un hombre muy alto, de hombros anchos, con el pelo gris y el rostro surcado de arrugas. Debía de tener más de cincuenta años, pero su apariencia era formidable. Alguien a tener en cuenta, pensó Mitch, aunque para ganarse su respeto seguramente sería necesario algo más que fuerza bruta.

–Mira, John Wayne –se burló.

–Pero sin caballo –comentó Johnny, con una sonrisa en los labios.

Mitch sonrió también.

Johnny Ellis sería una fuente de risas en aquel sitio. Parecía una persona que evitaba la violencia, aunque era lo suficientemente grande y fuerte como para pelearse con cualquiera.

Johnny y Ric eran chicos de la calle. Sin familia. Y, sin duda, habían aprendido a cuidar de sí mismos. Mitch imaginó que Johnny se había especializado en hacerse amigo de todo el mundo. Tenía los ojos pardos, una sonrisa fácil y un flequillo rubio que caía sobre su frente. Lo habían pillado vendiendo marihuana, aunque él juraba que sólo era para unos amigos músicos, que la habrían comprado en cualquier otro sitio.

Ric Donato era un tipo completamente diferente. Un hombre intenso, con aspecto peligroso. ¿Era un ladrón porque quería demasiadas cosas, de forma obsesiva? Parecía tener una obsesión por la chica para la que había robado el Porsche, como si quisiera ponerse a su altura.

Mitch imaginaba que a la mayoría de las chicas les gustaría Ric, con su aspecto italiano: pelo oscuro, ojos castaños y un rostro que parecía esculpido por Miguel Ángel. Tenía cara de pillo y un físico poderoso. Sin embargo, no parecía engreído. Más bien, alguien que ha recibido demasiados golpes en la vida.

Mitch no era tan guapo como Ric, pero sí presentable. Delgado y fibroso, era más alto que la mayoría de los chicos de su edad y sus ojos azules, en contraste con su pelo oscuro, parecían impresionar a algunas chicas.

Él preferiría que se sintieran impresionadas por el cerebro por el que lo llamaban «empollón» y cosas peores en el instituto y nunca entendió por qué usar la inteligencia le hacía merecedor de esos insultos. Pero desde que empezó a tomar clases de boxeo ya no lo llamaban «empollón». Quizá no caía bien, pero desde luego era respetado.

La avioneta se detuvo en ese momento.

–Aquí están sus chicos, señor Maguire. De las calles de la ciudad al campo. A ver si aprenden, aunque sea a golpes.

El señor Maguire, que parecía más grande de cerca, miró al policía con cara de pocos amigos.

–Aquí no hacemos las cosas así.

Lo había dicho sin levantar la voz, pero en su tono había una autoridad impresionante.

–Soy Patrick Maguire. Bienvenidos a Gundamurra. En el idioma aborigen, significa «buen día». Y espero que algún día os parezca que así fue el día que pusisteis los pies aquí.

Mitch se sintió un poco más animado. Parecía darles la bienvenida de corazón, sin ningún deseo de castigarlos. Mientras los tratasen de manera justa, estaba dispuesto a hacer todo lo que tuviera que hacer.

–¿Cómo te llamas? –preguntó Patrick Maguire, ofreciéndole una mano que parecía un martillo.

–Mitch Tyler –contestó él, alargando la suya con gesto retador.

–Encantado de conocerte, Mitch.

Fue un apretón amistoso, sin intención de dominar.

Johnny también le ofreció su mano.

–Johnny Ellis. Encantado de conocerlo, señor Maguire –dijo, con una de sus encantadoras sonrisas.

En los ojos grises de Maguire vio un brillo burlón. No se dejaba engañar, pensó Mitch, impresionado por su inteligencia, mientras lo veía estrechar la mano de Ric, que parecía tan agradablemente sorprendido como él.

–Ric Donato.

–¿Nos vamos? –preguntó Maguire.

–Yo estoy listo –contestó Ric, con cierta agresividad.

Dispuesto a comerse el mundo, interpretó Mitch. Ric Donato tampoco era un tipo engreído, pero sí tenía cierto resentimiento con la vida. Mitch se preguntó entonces si Patrick Maguire sería capaz de hacer que lo olvidase.

¿Sería capaz también de buscar lo que había bajo la fachada alegre de Johnny?

Los inteligentes ojos grises de Patrick Maguire se volvieron hacia él entonces y, sin querer, se puso a la defensiva. ¿Tenía aquel hombre de campo algo que enseñarle? Sólo sobre ovejas, pensó, burlón...

Sin embargo, seis meses era mucho tiempo y quién sabe, quizá acabaría pensando que el día que llegó a Gundamurra había sido un «buen día».

Capítulo 1

Dieciocho años después...

La mujer que estaba en el banquillo de los acusados por fin perdió la compostura. Mitch no había tenido piedad durante el interrogatorio. Y, en su opinión, estaba justificado. Aquella mujer no había mostrado piedad por su hijo cuando suplicó su ayuda y ella se la negó. Ni siquiera el suicidio había ablandado su corazón, ni siquiera la angustia de su destrozada nuera. Mitch la vio llorar y no sintió compasión alguna.

No lloraba la pérdida de su hijo.

No lloraba por el tormento que había sufrido.

Lloraba porque se había visto enfrentada con su monstruoso ego, el que había convertido a su hijo en un fracasado por no estar a la altura de sus expectativas.

Y ahora iba a costarle caro, no sólo por la vergüenza pública que estaba pasando, sino porque tendría que pagar una enorme cantidad de dinero a su nuera y al hijo de ésta.

La abogada defensora, Harriet Lowell, que era, además, su compañera de cama, pidió un receso y el juez decidió que la vista seguiría después del almuerzo, a las tres en punto.

Harriet fulminó a Mitch con la mirada mientras se acercaba a su abrumada cliente. Pero él le devolvió una mirada de hielo con la que prometió seguir machacándola después de comer si no conseguía el acuerdo económico que exigía.

Harriet podría decir lo que quisiera, pero pensaba ganar aquel caso. Se haría justicia y se alegraba de que fuera así: la acusada tendría que pagar con algo más que dinero. Los que hacían daño a los demás sin miramientos debían sufrirlo luego en sus propias carnes. El truco era adivinar qué les dolía más. Y hacerlo todo con la ley en la mano.

Usar el sistema para conseguir justicia.

Eso era lo que Patrick Maguire le había enseñado. Sólo era un buen sistema si se usaba bien. Patrick tenía razón sobre eso.

Mitch empezó a estudiar Derecho cuando salió de Gundamurra, dieciocho años atrás, después de una campaña orquestada por Patrick Maguire para que destruyeran sus antecedentes penales por agresión. Trabajó lo indecible para hacerse un nombre y lo había conseguido.

Creía en sus clientes. Ésa era la diferencia. Nunca aceptaba un caso en el que no creyera y, cuando lo hacía, ponía todo su empeño. Harriet Lowell veía el Derecho como un juego de ajedrez: un movimiento en respuesta a otro movimiento, pero para Mitch el tablero era siempre blanco y negro y él no estaba interesado en jugar con el negro.

Su ayudante lo esperaba en el pasillo, con un mensaje de Ric Donato: no podía comer con él. Una decepción. Mitch disfrutaba reuniéndose con Ric y Johnny siempre que le era posible.

Aunque sus vidas habían ido por caminos diferentes desde que salieron de Gundamurra, los tres seguían siendo muy buenos amigos. Y, sobre todo, compartían un enorme cariño por Patrick Maguire.

Había pocas distracciones en la interminable llanura australiana. Era un sitio para hablar, para reflexionar, para decidir qué era importante y qué no, para compartir su visión del mundo. Y sus sueños.

Ric se había convertido en un fotógrafo famoso y, aunque ahora estaba retirado del trabajo activo, era propietario de una agencia de fama internacional.

Johnny era una estrella de la música country con varios discos de platino que le habían hecho millonario y, en aquel momento, estaba de gira por Estados Unidos.

Él era el único cuya carrera lo había mantenido en Australia, en Sidney. Pero era estupendo encontrarse con sus amigos cuando estaban en la ciudad.

Se preguntó entonces por qué Ric no podía comer con él... tenía que ser algún problema de trabajo, pensó.

–Cancela la reserva en el restaurante –le dijo a su ayudante–. Compraré un par de sándwiches y comeré en el parque.

Si no podía tener la compañía de Ric para olvidar la dureza de aquel caso, prefería estar en la calle, disfrutando del sol.

Sentarse en el parque le recordaba a su madre; la cantidad de veces que había empujado su silla de ruedas en el parquecito cerca de las colinas de Surry... Todos los fines de semana, si hacía buen tiempo, para que Jenny descansara un poco y pudiera salir con sus amigas; algo a lo que su madre siempre les había animado porque odiaba que su enfermedad los mantuviese atados.

Ella no había intentado dirigir la vida de sus hijos, al contrario que la mujer que estaba en el banquillo de los acusados, que castigó a su hijo porque no se avenía a ser lo que ella deseaba. Al contrario, su madre era una mujer generosa, que nunca pedía nada.

Se alegraba de que hubiera vivido lo suficiente como para verlo con la toga. Se sintió tan orgullosa... Como cuando Jenny terminó sus estudios de enfermera. Su madre había visto que les iba bien en la vida y ésa fue su mejor recompensa. Si él tenía un hijo alguna vez... bueno, eso no iba a pasar pronto.

Aunque había pensado casarse con Harriet. Compartían la misma profesión, ella era una mujer guapa, lista, divertida y con cuya compañía disfrutaba. Sobre todo, en la cama.

Hasta que descubrió que también se acostaba con algunos de los jueces, algo que para Harriet no era más que una estrategia profesional. Harriet Lowell quería ganar a toda costa. Y, seguramente, casarse con él sería como ponerse una medalla.

Sí, alguna vez había pensado en casarse.

Pero ya no. Si algún día se casaba, querría hacerlo con una persona honesta. Y leal. En cuanto al amor... en fin, Harriet era una chica muy interesante, ¿pero la amaba? Mitch no sabía bien qué era el amor entre un hombre y una mujer. Atracción, sí. Deseo sexual, también. Pero amor... quizá estaba demasiado acostumbrado a controlar sus emociones como para sentir una ardorosa pasión por una mujer.

Pensativo, volvió al Juzgado, dispuesto a tener otro asalto con Harriet, que sin duda protestaría por todo ante el juez.

Su ayudante estaba esperándolo en los escalones de la entrada con otro mensaje, éste de la ayudante ejecutiva de Ric en Sidney, una mujer llamada Kathryn Ledger, pidiéndole que la llamara urgentemente.

¿Tendría Ric algún problema?

Primero cancelaba su cita para comer y luego recibía una llamada urgente de su oficina...

Mitch miró su reloj. Faltaban diez minutos para las tres, así que sacó el móvil y marcó el número.

–Kathryn Ledger.

–Hola, soy Mitch Tyler. No tengo mucho tiempo. ¿Cuál es el problema?

–Le haré un resumen: Ric ha recibido pruebas fotográficas de que una conocida suya está siendo maltratada por su marido. Ha ido a su casa, la ha sacado de allí y la ha llevado no sé adónde en la avioneta de Johnny Ellis.

–Dios bendito –murmuró él, incrédulo.

–Su marido le había puesto un detective, pero ha perdido su pista en el garaje de la oficina, donde Ric ha cambiado de coche –siguió Kathryn–. El marido acaba de venir a la oficina, exigiendo que le dijéramos dónde estaba y le he dado el nombre del restaurante donde Ric y usted habían quedado para comer... pero seguro que volverá cuando no lo encuentre. Ric me dejó instrucciones de que lo llamase si había problemas.

–¿Una conocida suya?

–Se llama Lara Seymour y, por lo visto, la conoce desde hace mucho tiempo.

¿La Lara de Ric? ¿De cuando tenían dieciséis años?

¿Una pasión juvenil podía durar tanto tiempo?

Robar un Porsche para impresionar a una chica era una cosa. Secuestrar a una mujer casada dieciocho años después, otra muy distinta.

–Pero ahora no se llama Lara Seymour, sino Lara Chappel. Está casada con Gary Chappel, hijo de Victor Chappel. ¿Sabe a quién me refiero?

¡Gary Chappel!

Mitch apretó los dientes con fuerza.

–¿Señor Tyler? Me refiero al propietario de la cadena de residencias. Estamos hablando de un multimillonario, una persona muy influyente.

–Sé muy bien a quién se refiere, señorita Ledger. ¿Sigue teniendo esas fotografías?

–Sólo es una foto, pero tengo cinco copias en la caja fuerte.

–Enviaré a dos hombres de seguridad para escoltarla hasta mi bufete. No salga de la oficina hasta que ellos lleguen y lleve una copia de la foto. Una vez que esté a salvo, espere en mi despacho. Me reuniré con usted en cuanto pueda. Pero siga mis instrucciones, señorita Ledger. Créame, está usted metida en un buen lío.

–Gracias, señor Tyler. Le aseguro que lo haré.

–Bien.

Eficiente y sensata, pensó. Como debía ser, dada su posición ejecutiva en la empresa de Ric. Pero le impresionaba que hubiera tomado las riendas de la situación con tanta rapidez.

Mitch le dijo a su ayudante lo que necesitaba, añadiendo:

–Esto es urgente. Que los de seguridad vayan de inmediato. Y diles que la señorita Ledger tiene algo de un valor incalculable.

Definitivamente, de un valor incalculable: pruebas contra Gary Chappel. Ese canalla no podría escapar... ni comprar su libertad. No con Mitch Tyler controlando la situación.

Harriet le hizo un gesto cuando estaban a punto de entrar en la sala. Aun con la peluca blanca cubriendo su melena rubia y echando humo por su aristocrática nariz seguía siendo preciosa.

–¿Dónde has estado? –le espetó.

No pendiente de ella, pensó Mitch.

–Fuera. ¿Tu cliente está dispuesta a aceptar el acuerdo?

–Está dispuesta a negociar.

–El único trato posible es el que yo establecí desde el principio.

–No aceptamos eso.

–Entonces, no hay nada que hablar.

Harriet lo sujetó por la manga de la toga.

–Esto es un chantaje, Mitch.

–No, sólo intento desenmascararla.

Y era lo que Gary Chappel merecía también.

Aunque seguramente no sería así.

Mejor mantener la espada de Damocles sobre su cabeza si el objetivo era evitar problemas.