Gabinete de curiosidades - Joseph Roth - E-Book

Gabinete de curiosidades E-Book

Joseph Roth

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Beschreibung

En esta selección inédita de algunos de los espléndidos artículos periodísticos publicados por Joseph Roth entre 1918 y 1938, el autor deslumbra por su mirada humanista llena de humor y por la precisión y belleza de su prosa.   El título hace referencia a los Panoptika, que eran gabinetes de curiosidades, cuartos de maravillas o simplemente muebles en los que algunos nobles y burgueses de otro tiempo coleccionaban objetos exóticos de todos los rincones de la tierra. También se llamaba así a otros raros repertorios, los antiguos Museos de Figuras de Cera. Este libro reúne casi medio centenar de semblanzas del escritor austriaco, producto de su experiencia como corresponsal por buena parte de Europa, donde se mezcló con todo el mundo, viajando en cualquier medio de transporte, alojándose en los hoteles más variopintos y trabajando siempre en la mesa de algún café rodeado de gente que le hablaba sin parar en cualquier idioma.  El apuntador que de pronto salta al escenario para dirigir a los actores, el hombre que anuncia el coche más rápido del mundo y que por culpa del cartón que cubre todo su cuerpo avanza por la calle a paso de tortuga, un faquir egipcio que malvive a causa de los impuestos, adivinadoras, reinas de belleza, reporteras de moda... son sólo algunas de estas miniaturas aceradas, tiernas y divertidas, en las que, como si se tratara de las teselas de un mosaico, se refleja toda una época. «Joseph Roth demuestra hasta qué punto era capaz de comprender tanto a un príncipe solitario como a esas personas con las que muchos no sólo no sueñan con identificarse, sino que ni tan siquiera las ven, como la encargada de unos aseos públicos». Berta Vias Mahou

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Gabinete de curiosidades

 

 

 

Título:Gabinete de curiosidades

(selección de artículos periodísticos de Joseph Roth)

© De esta edición, Ladera Norte, 2024

© De la selección, prólogo, notas y traducción del alemán, Berta Vias Mahou, 2024

Primera edición: marzo de 2024

Diseño de cubierta y colección: ZAC diseño gráfico

© Detalle fotográfico de cubierta: Georg Jagendorfer (Athlet) um 1890, foto de Anton Paul Huber, Wien Museum

© Silueta de caballito de mar en cubierta: Vecteezy | Joko Sutrisno

Ilustraciones de dominio público en interiores. Staatliche Museen zu Berlin: Maxim Bar Karlsplatz, de Hans Rudi Erdt, 1907; La Réforme, 1895; Festival olímpico en Düsseldorf · Wien Museum: Hans Makart y su esposa Bertha Linda, h. 1882; niñas en el Kasperltheater del Prater, h. 1908; artistas en el Wurstelprater, h. 1905-1911; artista en traje persa, h.1870; Clotilde von Derp, 1917; los actores Gustav Maran y Gisela Werbezirk, 1914; Francisco José I y su nieto Otto, 1914; tienda en el Prater, de Emil Mayer, h.1911; camarero en el Prater, de Emil Mayer, h.1911; Museo y Panóptico en el Prater, h. 1930; Theater der Sensationen en el Prater, de Wilhelm Gmeiner, h. 1910; el escritor Erich Felder, del Atelier Veritas, h. 1900; Maru Kosjera, de Otto Skall, h. 1930; tienda y oficina de lotería, de Franz Holluber, 1913; Museo y Panóptico en el Prater, de Martin Gerlach, h. 1910; en el Prater, 1908; la bailarina Ellinor Tordis, de Grete Kolliner, h. 1930; carrera de motos, 1936 · Wikipedia: Rabindranath Tagore, Bundesarchiv, 1931; habitación de hotel años 20, Grace Museum-Michael Barera; Max Schmeling, de William C. Greene, 1938; Laterna Magica, Speelgoedmuseum Deventer, de Alf van Beem · Zac: Roth en 1907, fotografía Atelier Buxdorf.

Publicado por Ladera Norte, sello editorial de Estudio Zac, S.L. Calle Zenit, 13 · 28023, Madrid

Forma parte de la comunidad Ladera Norte:

www.laderanorte.es

Correspondencia por correo electrónico a: [email protected]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones que marca la ley. Para fotocopiar o escanear fragmentos de esta obra, diríjase a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos), en el siguiente enlace: www.conlicencia.com

ISBN: 978-84-128501-0-9

Índice

Prólogo de Berta Vias Mahou

Gabinete de curiosidades

1.   Toreador (1918)

2.   Desempleado. Un cuadro de la época (1919)

3.   Marionetas (1919)

4.   Petro Fedorak (1920)

5.   Artistas (1920)

6.   Abdul Rahim Miligi. Donde el faquir egipcio (1920)

7.   Ayuda discreta. «Referencias para cualquier circunstancia en la vida» (1920)

8.   Quiromantes. La lectura de la mano como industria (1920)

9.   Malvine Biviand, la bailarina. Hace unos días la bailarina española se quitó la vida en Merano (1920)

10.   La muerte en el circo. El final de un payaso de Berlín (1921)

11.   Cuando uno busca trabajo (1921)

12.   La India perdida (1921)

13.   Danzas desnudas (1922)

14.   Sadhu Sundar Singh (1922)

15.   El apuntador (1922)

16.   El príncipe (1922)

17.   Compraventa de ropa (1922)

18.   El hombre de la toilette(1923)

19.   Encuentro con el último azteca. Un superviviente del Panóptico (1923)

20.   El café de la undécima musa (1923)

21.   El hombre de cartón (1924)

22.   El señor del monóculo (1924)

23.   La criada por encima de la barandilla de la escalera (1925)

24.   Informe desde el paraíso parisino (1926)

25.   El faquir y su público (1926)

26.   Reportaje sentimental (1927)

27.   Poema de los calendarios de pared (1928)

28.   Little Titch (1928)

29.   El segundo amor (1928)

30.   Un regalo para mi tío (1928)

31.   El redactor nocturno Gustav K. (1929)

32.   El reportero de sucesos Heinrich G. (1929)

33.   Señorita Larissa, el reportero de moda (1929)

34.   Reencuentro (1929)

35.   Un hombre se aburre (1929)

36.   El regreso de un boxeador (1929)

37.   Navidades en Cochinchina (1929)

38.   El mago (1930)

39.   La reina de belleza (1930)

40.   Domingos entre cuatro y seis (1930)

41.   El motorista (1931)

42.   El campeón de tenis (1931)

43.   La videncia (1931)

44.   Alba-Alba, el velocista (1931)

45.   Linterna mágica (1932)

46.   El Prater de Viena (1938)

47.   Los hijos de los desterrados (1938)

48.   El profesor particular (sin datación)

Joseph Roth. Entre pícaro y humanista

Escribo todos los días sólopara perderme en destinos inventados.

Carta de Joseph Roth a Stefan Zweig, 30 de abril de 1936

Cuenta el también escritor austriaco de origen judío Soma Morgenstern en su libro Huida y fin de Joseph Roth que Moses Joseph Roth (1894-1939) sentía pasión por el Prater vienés. Y lo ilustra con una divertida anécdota de los últimos años en la vida de su amigo. Ocurrió en febrero de 1938, poco antes de que Morgenstern, huyendo de la inminente ocupación de Austria por parte de los nacionalsocialistas, emigrara a París, donde ya residía Roth, quien sólo había ido a Viena de visita, la última que haría a la capital del antiguo imperio. Esperaban los dos en el bar Bristol, en el hotel del mismo nombre, cerca del edificio de la Ópera, en el centro de la ciudad, a un tercer escritor austriaco también judío, Stefan Zweig, que, en cuanto llegó, propuso cenar en algún sitio al aire libre.

Roth ya se encontraba en unas condiciones físicas bastante mermadas por su abuso en el consumo de alcohol, exceso al que le llevó más la necesidad espiritual que un verdadero placer. El mundo a su alrededor se había convertido en un matadero con la Primera Guerra Mundial e iba camino de convertirse de nuevo en otro aún mayor. Además, sufría de modo indecible con el ascenso al poder de los nazis y con la hostilidad cada vez más manifiesta hacia los judíos. Con la enfermedad mental de su mujer. Con el exilio forzado de tantos. Con la desesperación y los suicidios de muchas personas cercanas.

Como ya apenas podía atarse los zapatos y menos aún caminar, de tan hinchados como tenía los pies, no se mostró muy dispuesto a moverse de allí. Sin embargo, cuando Morgenstern sugirió ir al Eisvogel, un restaurante con jardín fundado en 1805 que todavía existe, en el célebre parque de atracciones, de inmediato quiso ir hacia allá. Animado por la palabra «Prater», se agachó a toda velocidad para atarse los cordones y enseguida se pusieron en camino, aunque, como es natural, lo hicieron los tres en un taxi. Lo que allí ocurrió, entre otras cosas, fue que Zweig, frente a una caseta de tiro, se negó a usar el arma para disparar y conseguir algún trofeo llevado por sus férreas convicciones pacifistas. Pero lo que aquí nos interesa es el entusiasmo de Roth por un lugar como aquél, con cuyo aire pareció rejuvenecer y así, sin acordarse para nada de sus pies hinchados, condujo a sus dos buenos amigos «al país de los recuerdos de juventud». Ese fervor tiene mucho que ver con su extraordinario interés por todo tipo de personas y, en especial, por las más estrafalarias, como es el caso de los artistas que trabajaban en el Prater, en el circo y en toda clase de espacios dedicados al espectáculo y al entretenimiento.

Se podían ver allí entre otros reclamos y como en cualquier otro parque de atracciones, faquires, derviches, tragafuegos, funambulistas (uno de los más famosos, el español Federico Álvarez, nacido en Oviedo y conocido como Arsens Blondin, que llegó a caminar sobre el alambre con una armadura de caballero puesta mientras se preparaba una tortilla en un horno portátil y que actuó, además de en el Prater en 1879, en el Sena y en las cataratas del Niágara), magos, bailarinas, amazonas, hipnotizadores, contorsionistas, domadores (siendo la más conocida entre las domadoras que pasaron por el parque vienés Miss Senide, quien poseía un grupo de animales amaestrados formado por dos leones, un leopardo, un oso y un dogo), atletas, luchadores y forzudos (y en la portada de este libro tenemos a uno de los más célebres, Georg Jagendorfer, quien no sólo se enfrentaba a otros hombres fuertes, como sus colegas Franz Stöhr o Wilhelm Türk, sino que luchó también contra un oso), payasos de todas clases, trapecistas, ventrílocuos (como Otto Letizky, cuyo nombre artístico era Scadelli, con sus muñecos Maxi y Amande, que empezó su carrera como payaso, tragasables e ilusionista) y un largo etcétera.

Además de estos artistas, toda persona con una apariencia desacostumbrada o extranjera, en suma, exótica, era considerada como un «prodigio de la naturaleza» y funcionaba como un imán para el público. La lista en este caso también es infinita: albinos, tatuados, mujeres barbudas y hombres con el cuerpo enteramente cubierto de vello, enanos (que eran una de las mayores atracciones, con un momento estelar en 1934 cuando dos miembros de la ciudad de liliputienses Glauer, del circo Zentral, situado en el Prater, se casaron en la catedral de San Esteban, con la asistencia de diez mil vieneses), hombres y mujeres sin piernas y a veces también sin brazos, gigantes (como el finés Wäinö Mylly, que al parecer medía 2,41 metros y que trabajó en el parque de atracciones de Viena también en los años treinta del pasado siglo), gemelos siameses (como las hermanas Rosa y Josepha Blazek, cuya vida se complicó cuando una de ellas quedó embarazada en 1906 y que murieron en 1922), zulúes, japoneses, cafres, esquimales, nubios, senegaleses, sioux… O aztecas.

Roth no sólo visitó con frecuencia el Prater y los locales en los que actuaban muchas de estas personas en la capital austriaca, también los parques de atracciones y los establecimientos de recreo de las ciudades por las que fue pasando a lo largo de su azarosa vida de escritor y periodista. Con una presencia continua en numerosas cabeceras de la prensa de la época, alternó los retratos de todos aquellos personajes curiosos e incluso marginales con textos de corte político. Aquí nos ocupamos de los primeros.

Se puede decir que Roth huyó de todas partes, buscando una patria que nunca tuvo y que jamás encontró, más allá de la escritura y de la compañía de algunas personas. De su Brody natal, una ciudad mediana situada entonces en la Galitzia austro-húngara a pocos kilómetros de la frontera con Rusia, que hoy día forma parte de Ucrania, se marchó a los 19 años a estudiar primero a la Universidad de Lemberg (ciudad a unos cien kilómetros de Brody, hoy día también ucraniana con el nombre de Lviv o Leópolis) y al año siguiente a la de Viena. En diciembre de 1915 empezó a escribir para la Österreichische Illustrierte Zeitung y en 1916 se alistó voluntario en el ejército para participar en la guerra. Dos años después regresó a Viena y trabajó para AZ Am Abend, el periódico de los trabajadores, para la revista Die Filmwelt1 y para el semanario político-literario de inspiración pacifista Der Friede. En la capital encontró un paisaje en ruinas. A una población gravemente traumatizada. Los inválidos de guerra se tambaleaban por las calles. Los ciudadanos trataban de reconstruir su vida lo mejor que podían. Y añoraban algún tipo de desahogo y de diversión. Los circos volvieron a florecer. El «buen observador», escribió Roth, es el reportero más triste.

Sus primeras colaboraciones para un suplemento cultural las publicó en 1919 en el diario Der Neue Tag. Al cabo de un año y tras más de cien artículos, el periódico tuvo que cerrar. Roth, acuciado por la necesidad económica, se marchó a Berlín. Allí trabajó para el Berliner Zeitung, el Berliner Börsen-Courier, Vorwärts y desde 1923 para la redacción cultural del Frankfurter Zeitung, en el que, con interrupciones, fue el principal colaborador hasta comienzos de los años 30, cuando decidió dejar el reputado periódico, porque consideraba que no le trataban bien y porque le parecía que en él ya se notaban las influencias antisemitas. Paralelamente, escribió para el Prager Tagblatt y el Wiener Tag. Aparte de su trayectoria puramente literaria, Roth fue uno de los periodistas en lengua alemana más valorados en la época de entreguerras. Y durante un tiempo, uno de los mejor pagados.

En Berlín no se llegó a instalar del todo. Hacía continuas escapadas a Viena y a Praga. Y a Frankfurt, por supuesto. Inquieto, vivió casi siempre en habitaciones de hotel, nunca tuvo un domicilio fijo (sólo durante unos meses al principio de su matrimonio), ni apenas pertenencias. Un poco de ropa, unos cuantos libros y algún reloj, además de dos reliquias de su infancia, un libro de oraciones para la celebración del Bar Mitzvah y unas filacterias, regalo de su madre. Viajó a menudo como corresponsal de los distintos periódicos para los que trabajaba, por ejemplo, a Rusia, a Albania o por el sur de Francia. Y en cuanto Hitler fue nombrado canciller del Reich, el 30 de enero de 1933, cogió un tren y se marchó a París. No volvió a pisar Alemania. Allá donde iba, trasladándose en cualquier medio de transporte y alojándose siempre en los hoteles más variopintos, se mezclaba con todo el mundo y trabajaba en la mesa de algún café rodeado de gente que le hablaba sin parar en cualquier idioma.

Esta selección de artículos, una colección de semblanzas y pequeñas historias, lleva el título de Gabinete de curiosidades en homenaje a esa inclinación de Roth a tratar con todas aquellas personas a las que encontró en los lugares más insólitos. Y también porque el único libro con una recopilación de artículos suyos publicado cuando aún vivía, cosa que le hacía una gran ilusión, lo fue bajo el de Panoptikum. Un panóptico (forma latinizada del griego panoptikón, que resulta de la unión de «pan», «todo», y «optikó», referido a la vista), que no se debe confundir con el modelo de edificio carcelario ideado por Jeremy Bentham a finales del siglo XVIII, puede designar tanto un gabinete de curiosidades como uno de figuras de cera. Los gabinetes de curiosidades o cuartos de maravillas eran, en un principio, habitaciones o simples muebles en los que algunos nobles y burgueses de los siglos XVI, XVII y XVIII coleccionaban y exponían objetos exóticos traídos de todos los rincones de la tierra, una suerte de enciclopedias visuales que con el tiempo acabaron por convertirse en museos de historia natural, pasando antes en muchos casos por ser exhibidos en algún parque de atracciones o en galerías con pasajes comerciales como los de París, Viena o Berlín.

A estos panópticos Roth les dedicó bastante espacio en sus crónicas para los periódicos. Basta citar algún que otro título: «Filosofía del panóptico», «El cementerio del panóptico», «Panóptico en domingo», «Despedida del Panóptico de Castan» o «Clemenceau en el Panóptico». En ellos, además de celebridades y horrores en cera, reproducciones de personajes célebres del mundo entero y de cualquier profesión, en un sentido amplio, pues entre los inmortalizados había también asesinos múltiples o personajes del infierno, se podían contemplar, entre otros muchos objetos curiosos, narvales, caballitos de mar, huevos de avestruz, nautilus, todo tipo de caracolas, fósiles, colmillos de elefante, animales disecados, insectos… Facilitaban el conocimiento a las personas que no podían viajar, una gran mayoría. Como cuenta el propio Roth en una de estas crónicas, no todo el mundo podía permitirse pagar la entrada a un museo, aunque costara sólo cinco céntimos. Ése fue, al parecer, su caso en una visita que hicieron los alumnos de su clase del colegio al Weltpanorama, un artefacto de moda por entonces, en el que se podían contemplar imágenes de cualquier rincón del mundo. En estos Panoramas el mundo al principio aparecía pintado con vivos colores y poco a poco fue plasmándose en soportes fotográficos. Un ingenio similar es el de la linterna mágica, que Roth describió en un hermoso artículo, también incluido en esta colección.

Su obra, que no tiene nada de burguesa, retrata con profusión a muchas de esas personas que tuvieron que vivir a salto de mata en una época especialmente difícil y que de algún modo él ya conoció en su Galitzia natal. Allí la mezcla de nacionalidades (rusos, judíos, polacos, austriacos, alemanes, rutenos, italianos…) y de profesiones muy variadas y a menudo fuera de la ley (vendedores de coral, contrabandistas, sepultureros…) era formidable, el caldo de cultivo para algunas de sus mejores figuras literarias. Cuenta David Bronsen en su biografía de Joseph Roth que en aquella zona, en la que la economía apenas se había modernizado, la pobreza a lo largo del siglo XIX y a principios del XX era tan escandalosa, mucho mayor que en el resto del Imperio austro-húngaro, que al año morían de hambre unas 55 mil personas. Y que la penuria de la población judía superaba a la del resto.

Mucha de la gente que vivía en esa precariedad absoluta se movió, como el propio Roth, sin cesar por Europa e incluso más allá atraída, entre otras cosas, por los parques de atracciones, los circos y los locales dedicados al recreo, no sólo de Viena, Berlín o París, también de otras muchas ciudades, como Hamburgo, Praga o Nueva York. De todos modos, junto a las semblanzas del entorno del espectáculo que presentamos aquí, hay también descripciones de personas de la calle o dedicadas a profesiones no relacionadas con el esparcimiento, como el encargado de unos aseos, aunque trabaja en un local en el que toca una orquesta y en el que se puede bailar, un motorista, un campeón de tenis, un señor con un monóculo que está esperando el tranvía, un «hombre sándwich» que anuncia el coche más veloz del mundo, unos ropavejeros… Son prueba de la maestría de Roth a la hora de dar vida a un personaje en el papel. De su increíble capacidad de observación. Y de su habilidad para describir sensaciones, como la de la tristeza durante las tardes de domingo.

No podían faltar en la selección algunos retratos de otros tipos que acompañaron a Roth en todo momento y entre los que él mismo se contaba: los periodistas. Tenemos aquí un reportero de sucesos (y Roth lo fue al comienzo de su carrera, en Viena, donde trabajó para el Arbeiter-Zeitung, en la época en la que conoció a su mujer, entonces novia de un colega, Hanns Margulies, al que se la birló, tal vez porque ella pensó que Roth tenía más éxito con sus artículos, pues el crítico Karl Kraus le dedicó por entonces un par de elogiosas líneas en su célebre revista La antorcha), una reportera de moda y un redactor nocturno. Vemos también a Roth como investigador, visitando a dos mujeres que ofrecen «ayuda discreta», que no era otra que asistencia para las que necesitaban dar a luz (y no querían o no podían quedarse con el hijo) o abortar, un asunto sin duda poco tratado por los cronistas de la época. En este curioso y moderno reportaje, digno de Simone de Beauvoir, el autor muestra su piedad frente a una chica muy joven que duda ante la puerta de una de esas mujeres a las que entonces se llamaba «hacedoras de ángeles».

Como buen observador, Roth podía ser muy acerado. Radical, escribió en una ocasión sobre sí mismo. Claro y decidido. No están aquí, por motivos de espacio, dos ejemplos: un reportero de guerra, al parecer, un cobarde, al que, según nuestro autor, personas «cuyo órgano olfativo reacciona frente al hedor espiritual» confundían con una letrina, y otra reportera de moda a la que bautiza como «la mujer de la toilette», no sólo porque habla de la toilette que se va a llevar durante la próxima temporada, sino porque se encarga de administrar papel a las suscriptoras, ese papel de periódico que a menudo acababa por servir para ciertas necesidades que se alivian, dice Roth, en «esas otras toilettes que resultan mucho más prácticas para el bienestar de la comunidad que los diarios de opinión pública a los que ella sirve». Y concluye: «Si yo pudiera escoger entre un excusado público en el que se fabrica el periódico y ese otro en el que se utiliza, elegiría el último y con orgullo sería una mujer de la toilette que maneja la escoba y no la pluma».

Al parecer, no le gustaban los llamados poetas doctos, los Denkkünstler o artistas pensadores, como Walter Benjamin, Robert Musil o Theodor W. Adorno, ni l’art pour l’art, y llegó a decir que prefería tratar con periodistas que con escritores, porque, según él, los últimos eran egoístas y envidiosos. Joseph Roth, un verdadero humanista, que empezó siendo en su juventud marxista, pero enterró cualquier simpatía por la izquierda a raíz de su viaje a Rusia, y que al final de su vida flirteó con los monárquicos austriacos y hasta con católicos, con la desesperada esperanza de que contuvieran a los nazis, que se definió a sí mismo como un anarquista reaccionario, demuestra en sus semblanzas hasta qué punto era capaz de comprender tanto a un príncipe solitario como a esas personas con las que muchos no sólo no sueñan con identificarse, sino que ni tan siquiera las ven cuando pasan junto a ellas, como puede ser la encargada de unos aseos públicos.

Una novela no es más que filosofía en imágenes, afirmaba Albert Camus. Toda la obra de Roth, tanto la narrativa como la periodística, se puede decir que lo es. Filosofía en imágenes. Sin rastro de patetismo, sin discursos moralizadores, el autor de Job. Historia de un hombre sencillo (1930), su primer éxito como narrador, y La marcha Radetzky (1932), una de las mejores novelas en lengua alemana jamás escritas, por recordar sólo un par de sus inolvidables creaciones, no pontifica, muestra. Con ejemplos plásticos, sin verborrea dogmática. Algo que otros dos escritores muy admirados por el propio Camus, Fiódor Dostoyevski y Franz Kafka, supieron llevar también a la práctica con resultados difícilmente superables. Roth, además, aúna el tono melancólico con la ironía, el humor y un indestructible impulso lúdico. La suya es una mirada racional y piadosa, frente a la sinrazón nacionalista, que suele apelar siempre a nuestros peores instintos.

En esta antología, intercaladas con el resto de las semblanzas, unas cuantas historias breves escritas también para distintos periódicos nos permiten entrever episodios en la vida del autor, más o menos autobiográficos, más o menos estilizados, en los que de modo indirecto se aprecia su manera de pensar y su forma de ser. Un hombre abierto y sensible, capaz, como cuenta Morgenstern en su libro de recuerdos, de llorar al oír unas tristes canciones yiddish o ucranianas o a lo largo de los tres actos, y sin parar de humedecer pañuelos, durante el estreno de la ópera de un amigo al que no tuvo más remedio que asistir y en la que se mostraba el aciago destino de una familia de emigrantes en algún rincón de América del Sur. Pero a la vez un hombre juguetón y travieso. En «Compraventa de ropa», «Reportaje sentimental» —un alegato contra el racismo völkisch—, «El segundo amor», «Un regalo para mi tío» o «Navidades en Cochinchina» su alma pícara y a la vez humanista impregna cada frase.

Otra constante que se puede rastrear a lo largo de estas miniaturas es la dificultad que la mayoría de las personas en la Europa de entreguerras tenía para ganarse la vida y para encontrar trabajo. Desde el desempleado al que Roth retrata al principio a los artistas de una compañía de variedades de un rincón de Galitzia que aun sin tener público y ni siquiera un espacio en el que actuar buscan un representante sindical, pasando por el propio autor que, como buen reportero, durante tres días se interna por el centro de la ciudad de Berlín a la caza de un trabajo para mostrar lo que es estar en la calle, que se le cierren a uno todas las puertas en las narices y no tener más remedio que pedir limosna. «Somos todos fragmentos, porque hemos perdido la patria», parece que le dijo Roth al también escritor galitziano Józef Wittlin. Estas semblanzas son algunos de esos pedazos, reflejos de esos seres rotos por la pérdida de la patria, las teselas de un enorme mosaico. El de la época y el de la obra de Roth.

Cuando la persecución por parte de los nacionalsocialistas contra los judíos, los comunistas, los socialistas, los homosexuales o las personas con algún trastorno mental o una tara física se recrudeció, poniendo en marcha una máquina de matar prácticamente infalible, muchos de esos «artistas» que trabajaban en los parques de atracciones, en los circos de la época, como el Sarrasani o el Hagenbeck, por citar sólo dos de ellos, además de en cabarets y otros espacios similares, acabaron sus días en algún campo de exterminio. Como murió a manos de esos mismos bárbaros la mujer de Roth, Friedericke Reichler, ingresada desde hacía años en una institución psiquiátrica en Viena, dentro del programa de exterminio (el llamado Acción T4) de enfermos mentales y personas con alguna discapacidad, encubierto bajo el término «eutanasia». Fue en el castillo de Hartheim, a unos dieciocho kilómetros de Linz, donde entre 1940 y 1944 se asesinó a unas 30 mil personas. Él hacía ya poco más de un año que no estaba en este mundo.

Este libro quiere ser un pequeño homenaje a todas esas personas que tanto lucharon y tanto sufrieron, a ese mundo, con sus luces y sus sombras, un gabinete de curiosidades, un cuarto de maravillas, un salón de figuras de cera, en el que también hay reinas de belleza, boxeadores, ángeles que bailan entre las mesitas en el paraíso y que no son más que unas pobres y a veces tímidas prostitutas, quiromantes, velocistas, videntes…

Al final, un par de crónicas nos sitúan en el momento tan terrible que le tocó vivir a Roth, junto a tantos hombres, mujeres y niños, una época que a él le llevó a una muerte prematura y triste, tras una especie de lento suicidio. En el texto titulado «El Prater de Viena», el mundo del espectáculo y del entretenimiento, lleno de vida y de horror, pero también de inocencia, se une al de la barbarie del Tercer Reich, al que Roth, en uno de sus artículos políticos, escritos la mayoría desde París, bautizó con extrema lucidez bajo el acertado nombre de «filial del infierno en la tierra». El séptimo círculo del infierno. En «Los hijos de los desterrados», publicado en octubre de 1938 en el periódico Die Zukunft, queda patente su simpatía y comprensión hacia los niños, sobre todo, hacia los que se encontraban en medio de la desgracia2.

Seis meses después, el 27 de mayo, a la edad de 44 años, aunque decían que aparentaba veinte más, Roth murió en un hospital para pobres de París, en el que, al parecer, no le dieron de beber. Ni agua ni leche. Unos días antes, la noticia del suicidio del escritor alemán de origen judío Ernst Toller el 22 de mayo en Nueva York le había afectado tanto que nada más leerla sufrió un colapso y una ambulancia se lo llevó. Sus amigos no pudieron visitarle. Al cabo de tres meses estallaría un nuevo conflicto global que hizo que Europa se convirtiera otra vez en una inmensa morgue. Cuenta Klaus Westermann en su epílogo a los tres tomos que recogen los artículos de Roth dentro de sus obras completas que la industria del cine americana, contra la que tanto había despotricado él, quiso, al parecer, contratarle como guionista. Encontraron, para su sorpresa, a un Roth dispuesto a emigrar a aquel Hollywood que él mismo había rebautizado con el nombre de Höllewut, es decir, «cólera del infierno», y que rechazaba al considerarlo el «reino de las sombras». En el verano de 1938, poco antes de sufrir el primer infarto, dirigió una carta desesperada a su agente en Nueva York con un amargo grito de socorro: «Ya no me queda aire. Ayúdeme ahora mismo a irme a América, en lugar de escribirme cartas sentimentales». Su agente entonces no pudo hacer nada. Sólo en la primavera del año siguiente el sueño de América pareció cumplirse. Joseph Roth aceptó una invitación del PEN Club americano para participar en un congreso internacional. Cuando por fin en mayo sus colegas se reunieron en Nueva York, para él ya era demasiado tarde.

Cerramos la recopilación con el artículo titulado «El profesor particular», que forma parte del legado de Berlín y cuya fecha se desconoce, para recuperar el toque pícaro de Roth, al que podemos ver, siendo muy joven, en un tren camino de una nueva y prometedora aventura.

Se puede decir que Roth acortó su vida, pero no la malgastó. Leyéndole damos más valor a las nuestras. Y a las de todos los que nos rodean.

Berta Vias Mahou, febrero de 2024

Los textos de esta selección, en su mayoría, si no todos, inéditos en castellano y no publicados como antología en ninguna otra lengua, ni siquiera en alemán, están recogidos en los tres tomos correspondientes a las colaboraciones periodísticas en las obras completas de Roth (Das Journalistische Werk, Colonia, 1989) y en Unter dem Büllowbogen (Colonia, 1994). En total, unos 1.300 artículos. Para dar una idea del ambiente de los relatos, unas cuantas imágenes ilustran algunos de ellos, aunque no se corresponden exactamente con los personajes ni con las historias del autor. Otro gabinete de curiosidades, eso sí, de la época. [BVM]

 

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1. Revista austriaca publicada en Viena entre 1919 y 1925 y que aparecía dos veces al mes. Llevaba como subtítulo Illustrierte Kino Revue, revista de cine ilustrada.

2. Dice Morgenstern que «como nunca vio a su padre y nunca lo superó, fue toda su vida un hermano de los niños abandonados». Al parecer, Nachum Roth, el padre de nuestro autor, sufrió una crisis nerviosa durante un viaje de trabajo antes de que él naciera y jamás regresó. Joseph Roth y su madre, Maria Grüber, vivieron con el padre de ella y económicamente los mantuvo un tío.

Gabinete de curiosidades

Toreador

Gracias a una agradable coincidencia recibo unas revistas ilustradas de España. La guerra en ellas casi no se nota. Es un verdadero alivio.

Blanco y Negro contiene un simpática ilustración coloreada de la vida artística española. El famoso torero Braulio Sánchez, llamado «El Ceporro»1, al que le gustaría que le tomen por un intelectual, va esta noche al teatro para ver una pieza literaria. Entra en el palco, seguido por un amigo servicial, escupe, se sienta con el sombrero en la cabeza, vestido con un chaleco verde y una pajarita roja.

De pronto se interrumpe la representación, porque de todos modos ya nadie mira al escenario. En la galería la gente deja la cabeza, los brazos y los pañuelos ondeantes colgando por encima del pretil. Y a una señora vestida de verde su marido tiene que sujetarla por las piernas para que, como una enorme bandera verdosa, pueda descolgarse hasta el palco de El Ceporro. Más abajo, la gente más refinada en los palcos vecinos no se comporta mejor. Una dama se desvanece. Un caballero del patio de butacas trepa por la columna hacia el palco en cuestión. Unos niños gritan. Los gemelos de teatro se alargan cada vez más. Y así la gente mira embobada. En el escenario los actores hacen agujeros en el decorado para ver al célebre torero. El apuntador se estira fuera del cajón. La ingenua2 se habría caído por la rampa, si su gorda mamá de teatro no la llega a agarrar. Y el autor está ahí de pie, afligido, y mira al Ceporro, en vez de contemplar su magnífica obra. En suma, se trata de una representación fuera de serie. Se hablará mucho de ella en casa. El Ceporro ya se ha puesto de pie y dice:

—Demasiado soso para mí.

Los acomodadores forman un pasillo y gritan:

—¡Viva!

Ahora la literatura puede continuar. Desde la Gloria, dice el texto bajo la ilustración, sonríen Calderón, Lope y Echegaray. No sé qué hay ahí de lo que burlarse. Cuántas veces he ido al teatro y he mirado con disimulo hacia los palcos entre suspiros, deseando que entrara un apuesto matador, pues así tendría una razón para apartar la vista del escenario. ¡Afortunada España, que aún puede entusiasmarse con algo en el teatro! Entre nosotros Goethe, Schiller y Grillparzer no encuentran nunca un motivo para sonreír desde la Gloria cuando dirigen sus gemelos hacia la sala de espectadores de un teatro.

Der Friede, 1 de marzo de 1918

 

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1. El torero Braulio Sánchez El Ceporro no existió. Roth describe y glosa una página de la revista Blanco y Negro del 4 de noviembre de 1917 titulada «¡Ahí está el fenómeno!» que no es más que un juego entre el ilustrador (Pellicer) y el escritor cómico Agustín Rodríguez Bonnat.

2. La ingenua, personaje tipo en la literatura, el teatro y el cine, es una joven, casi una niña, dulce, gentil, atractiva, inocente e ingenua, que suele caer en las garras del canalla, un libertino al que ella confunde con el héroe.

Desempleado

Un cuadro de la época

En un oscuro callejón se abrió la puerta de una casa. Rechinando, con un reacio chirrido. Aquel chirrido fue lo único que se oyó. Y se lo tragó el silencio sordo del callejón…