Goya en el país de los garrotazos - Berna González Harbour - E-Book

Goya en el país de los garrotazos E-Book

Berna González-Harbour

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Berna González Harbour firma una deslumbrante narración biográfica sobre el artista que mejor supo retratar nuestro país: Francisco de Goya Mientras Goya pintaba su presente, también retrataba el nuestro. Por ello es considerado el padre de la modernidad. Precursor y visionario, el pintor aragonés escaló hasta la más alta cima del arte para reflejar lo más grandioso y lo más abyecto de su tiempo, capítulos que hoy regresan como las rimas de la historia: el deterioro de la monarquía, el sueño fallido de la razón, las desigualdades y la miseria, la violencia y el horror de la guerra, pero también nuestra manera de entender la belleza, la fiesta y la alegría de vivir, el trabajo y el espíritu de lucha del pueblo llano... Si hoy volviera a nacer, Goya nos reconocería de inmediato. Porque su obra es el espejo de nuestra idiosincrasia. De nuestra capacidad de crear, pero también de destruir. Desde este siglo XXI ya avanzado, Berna González Harbour emprende un viaje personal a la vida de Goya, pisa sus territorios y analiza muchos de los misterios, cotilleos y fake news que han rodeado su figura. Un viaje biográfico original y fascinante por los episodios íntimos y familiares del pintor poco o nada conocidos. Con un estilo casi policíaco y su capacidad de generar intriga, la autora se sumerge en ellos en busca de respuestas y de una nueva luz. Goya en el país de los garrotazos es una combinación magistral de historia, arte, periodismo y literatura. Una invitación al puro placer de la lectura. Una novela en la que todo es verdad.

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GOYA EN EL PAÍS DE LOS GARROTAZOS

 

 

 

© del texto: Berna González Harbour, 2021

Representada por la agencia literaria Dos Passos

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: octubre de 2021

ISBN: 978-84-18741-19-7

Depósito legal: B 15309-2021

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Imagen de cubierta: El pintor Francisco de Goya, de Vicente López Portaña

Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

SUMARIO

INTRODUCCIÓN. EL FUNDADOR DE NUESTRO TIEMPO

  1. Tras el rastro del hombre

  2. La Quinta del Sordo

  3. La fundición o el pelotazo frustrado

  4. Fuendetodos: un pueblo emprendedor

  5. Zaragoza y un carácter

  6. Reyes entre el esplendor y la decadencia

  7. España, en la inopia

  8. La lucha por la libertad

  9. El pintor que supo escribir

10. El año más misterioso: con la duquesa de Alba

11. Cambio de siglo

12. La iglesia, su crueldad y su hipocresía

13. El sexo en la corte de Carlos IV

14. La amistad amorosa o la ambigüedad con su amigo Zapater

15. No hay más héroes que los muertos

16. La guerra universal

17. El regreso de Fernando VII

18. Pinturas negras

19. Tierra de exilio para renacer

20. El cráneo de Goya: la odisea de sus restos

21. El mito, el hombre y las fake news

CRONOLOGÍA

BIBLIOGRAFÍA

VARIOS DIBUJOS CON HISTORIA

AGRADECIMIENTOS

A mis padres, por abrirme puertas que tardé tantos años en cruzar

 

«Luz y sombra, sombra y luz, Velázquez pintó la cara y Goya pintó su cruz».

LUIS EDUARDO AUTE, Tríptico de luces y sombras

«La rima es un concepto de poesía, pero tiene para mí otro significado: unos acontecimientos que reflejan otros acontecimientos, a veces también formas de justicia histórica».

CEES NOOTEBOOM, Noticias de Berlín

«El arte es a un tiempo trascendente y natural. El gran mérito de Goya fue crear lo monstruoso verosímil».

CHARLES BAUDELAIRE«Algunos caricaturistas extranjeros», Le Présent, 1857

«Fue el primer humorista español, dominador del contraste de lo blanco y de lo negro, de lo positivo y de lo negativo, de la muerte y de la vida».

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA«El gran español Goya», Revista de Occidente, 1927

INTRODUCCIÓN

EL FUNDADOR DE NUESTRO TIEMPO

Goya retrató el presente. El artista aragonés no solo escaló hasta la cima más alta que puede alcanzar un creador cuando consigue captar y reflejar su tiempo: el deterioro de la monarquía y el poder, el sueño de la modernidad y la Ilustración, la desigualdad, la arbitrariedad, la prostitución, el abuso del clero, la miseria, la grandeza y las debilidades del país, sino que sembró en su obra las semillas del futuro. Visionario, precursor, Goya pareció predecir el futuro, que no es sino nuestro presente, y materializarlo en un reguero de óleos, grabados y dibujos íntimos que nos muestran los bucles de la historia, ese espejo al que mirarnos y que, cumplidos dos siglos, nos sigue reflejando.

Nos miramos a ese espejo y contemplamos nuestra belleza, nuestra vanidad, nuestra capacidad de divertirnos, entretenernos, bailar, beber y socializar a mayor gloria de los mejores ratos. Vemos la zalamería, vemos la valentía, el potencial de trabajo, de lucha, de fiesta, de conquista, de enamoramiento. Pero vemos también las arrugas en la cara, las grisuras de un país capaz de pegarse a garrotazos, de matarse, de devorarse, y también los tumores de una España que si logra dar un paso adelante también es capaz de darlo de nuevo hacia atrás.

Goya nació en una España que miraba a Francia. Y murió en una Francia que dejaba atrás a España. Su vida fue, por tanto, el arco tensado desde el atraso hasta el atraso —de un atraso a otro atraso—, pero también desde el sueño de la razón que alumbró su andadura al sueño de escapar que lo acompañó al final. No hubo logros en el regreso de Fernando VII y el absolutismo a España. Pero sí los hubo en su obra, en la que fue capaz de transformar las desgracias del país en una biblia de la modernidad buscada. Él, artísticamente, la inventó. Obras como sus Disparates fueron preludio del surrealismo y de otras corrientes del siglo XX. Sus Caprichos fueron un aviso a la fotografía. Y sus pinceladas, en general, han sido el espejo en el que grandísimos artistas como Picasso se miraron como él lo había hecho antes en sus maestros, que él proclamaba que eran: Velázquez, la naturaleza y Rembrandt. Porque Goya consiguió, como escribiría Baudelaire décadas después, «aunar a la alegría, a la jovialidad, a la sátira española de los buenos tiempos de Cervantes un espíritu mucho más moderno, o al menos mucho más buscado en los tiempos modernos». O, en palabras de Manuela Mena, quien fue jefa de Conservación de Pintura del siglo XVIII y Goya en el Museo del Prado: «Su arte es como una flecha que atraviesa el tiempo y señala aquello que interesa o afecta profundamente a los que viven en un periodo concreto. Sus imágenes potenciaron su trascendencia y en cada periodo histórico, a partir de su muerte, Goya tuvo un impacto en la vanguardia, es decir en el arte de más elevada calidad y en el que está siempre en la frontera con el futuro».

Este libro no pretende repasar exhaustivamente su obra y su vida, que han encontrado en autores expertos libros memorables, sino que trata de aportar una mirada actual, desde estos años veinte del siglo XXI, de un artista que lo vio venir: nuestros bucles, nuestras piedras en las que tropezar cien veces, nuestras capacidades también. Allá donde hubiera un sueño, un conflicto, un personaje, un abuso, una sinrazón, Goya lo supo plasmar. Y entender. Es por ello por lo que, para quien esto escribe, no solo es padre de la modernidad e icono de una idiosincrasia perpetua, sino también el espejo y fundador de nuestro tiempo. Su Duelo a garrotazos es la viva imagen de nuestra capacidad de polarizarnos estos días en frentes inamovibles entre derecha e izquierda hasta unos límites retóricos que retrotraen a la Guerra Civil, entre independentistas y no independentistas, entre Cataluña y Madrid, entre el Madrid de Díaz Ayuso y la España de Pedro Sánchez, entre bandos que saltan al garrote sin capacidad de hablar y reconciliarse. Su Pradera de San Isidro es el espejo de nuestra capacidad de divertirnos, embellecernos, tomar las calles y disfrutarlas con tanta entrega y pasión que se han convertido en imán de gentes de todo el mundo que no solo buscan nuestro sol, sino esa ambición de pasarlo bien, de mezclarse y de improvisar. Sus Desastres de la guerra anticipan nuestra capacidad de destruirnos en la Guerra Civil. Sus Caprichos retratan los vicios de un clero eclesial que ha hecho tanto daño, la desigualdad entre hombres poderosos y mujeres utilizadas, prostituidas, que sigue definiendo tantas relaciones, y el pulso entre la razón y los monstruos —demasiados monstruos— que sigue tentándonos en nuestros días.

Sus retratos de Carlos III, pero sobre todo de Carlos IV y su familia y de Fernando VII muestran la decadencia borbónica de la que hoy su penúltimo protagonista, Juan Carlos I, ha añadido y sigue añadiendo capítulos infames. Podemos adivinar sus facciones, su rostro narigudo y sonrosado entre los de sus antepasados, como podemos actualizar los recelos familiares que ya se vislumbran en el gran cuadro de La familia de Carlos IV como si fueran de hoy, como si pudiéramos cambiar a la reina María Luisa por Juan Carlos y añadirles a Manuel Godoy y Corinna Larsen en su respectiva imaginación.

Sus Pinturas negras reflejan nuestra tendencia a devorarnos de tanto en tanto, a sucumbir a las corrientes más oscuras, menos racionales y menos luminosas que nos arrastran a lo peor de nosotros mismos, aunque lo veamos venir. Sus retratos de mujeres y hombres ilustrados, destacados en la cultura y la sociedad de la época, como los duques de Alba, los de Osuna, Moratín, Jovellanos, Sebastián Martínez y otros, nos muestran la belleza de figuras que también lograron hacer de todo esto un país mejor, o al menos lo intentaron. Goya nunca regaló nada, no hacía concesiones ni a los reyes ni a los aldeanos, pero sí imprimió con generosidad la belleza interior que encontró en personajes que la tenían. Arriba o abajo. También hoy existen personajes así.

Su obra tan versátil, tan prolífica, recorrida por tantos géneros, técnicas, temáticas y variedades cromáticas a lo largo de más de seis décadas de vida profesional, en suma, es un espejo de nuestros defectos, nuestras virtudes y nuestra capacidad de caer y levantarnos una y otra vez. Por ello Goya habló de nosotros mientras hablaba de su tiempo. Y por eso hoy le debemos este reconocimiento a su capacidad para ponernos, hace dos siglos, ese espejo delante de lo que somos hoy. Si Lewis Carroll nos descubrió —de la mano de Alicia— un mundo en el que las maravillas incluían pesadillas, Goya nos anticipó un mundo en el que los garrotazos también incluían, como incluyen, ocasionales dosis de esplendor. Y a ese viaje lo vamos a acompañar.

Bienvenidos.

1

TRAS EL RASTRO DEL HOMBRE

¿Dónde se busca el rastro de un hombre? ¿Dónde?, ¿bajo qué tierra escarbar, qué piedras levantar para encontrar trazas de un ser desaparecido hace casi dos siglos que nos dejó todo a la vista —su obra— pero se llevó el secreto que lo convirtió en un visionario capaz de pintar nuestra vida, nuestro presente, nuestra degradación?

Están los documentos, sus actas de nacimiento y defunción, las de sus hijos, las cartas a su amigo íntimo Martín Zapater, sus cobros, sus contratos. Están los cementerios, pues yació en varios —y no de cuerpo entero porque robaron parte, como veremos al final— antes de su reposo definitivo bajo una de sus grandes obras: los frescos de la ermita de San Antonio de la Florida, en Madrid.

Sin embargo, no estamos buscando datos, hechos, números, amantes, ni siquiera la herencia dispersa y malvendida por su único y querido nieto, las obras perdidas o despistadas a la historia del arte en manos de coleccionistas o desabridos negociantes que no supieron rendir tributo a su memoria. Para ello hay ejércitos de especialistas que saben lo que buscan y que a veces lo encuentran. Gracias a ellos la historia de Goya avanza lenta, pero constantemente.

Tampoco nos vale una autopsia, no estamos investigando un crimen. No al menos un asesinato canónico en el que la trayectoria de una bala en un cráneo o el corte de un arma blanca en los huesos nos dé pistas de una culpabilidad concreta.

Lo que estamos buscando es aún más difícil: captar la distancia evaporada entre la realidad y su mirada. No solo la suya, la de su tiempo, la de esa España que quiso asomarse a Europa y a la modernidad, pero que regresó por donde había venido a los brazos del absolutismo. Sino también la nuestra, la de este país que se mantiene en las trincheras a pesar de la prosperidad, donde el poder solo es legítimo si lo ejerce quien así lo proclama con sentido patrimonial. Llegaremos a ello.

Francisco de Goya y Lucientes pintó la España de hoy, no solo la suya. Fue capaz de proyectar hacia el futuro el mecanismo secreto por el que un país, como una persona, se hace fiel a sus defectos. A sus virtudes. Y es esa distancia evaporada, la fusión de su mirada con la realidad, la que convierte su vigencia en el misterio que intentamos desentrañar. Nada que ver con un crimen.

Por ello empezaremos por otro lugar, un lugar tan icónico como esfumado, tan perdurable en nuestra memoria como la del propio hombre que era Goya, de quien nos queda todo, aunque él ya no esté: la Quinta del Sordo. O, mejor dicho, el conjunto de pisos humildes y amontonados que en su momento albergó a esta finca donde se levantaba la última casa de Goya en Madrid. La sede de las Pinturas negras. Porque, al igual que su dueño, no ha sobrevivido en pie, pero sí lo ha hecho su memoria.

2

LA QUINTA DEL SORDO

Crecí sin amor al arte. Goya era una realidad escolar como lo eran los visigodos, los romanos, la península ibérica, la tabla periódica, la retahíla de ríos o las columnas que podían ser dóricas, jónicas o corintias. Claro que preferíamos el capítulo de las pinturas prehistóricas a los reyes godos, aunque fuera porque podíamos imaginar la vida de esos cazadores de arco y flechas enfrentándose a los bisontes o la vida en las cuevas con los huesos sosteniendo la melena enrevesada; el gótico al románico, porque hablaba de una Europa más avanzada donde las ojivas apuntaban hacia la luz y el cielo frente a la oscuridad anterior; o las frases coordinadas a las subordinadas, porque eran más fáciles, o la geometría frente a la aritmética. Pero no recuerdo especialmente que nadie prefiriera a Goya frente a Velázquez o a El Greco frente a Murillo. La asignatura de Arte, en general, representaba una España antigua, ajena, regia, una entronización de la religión que nos saturaba y una visión de Dios de la que acaso podían salvarse —para los raros momentos devotos— las Vírgenes envueltas en tonos azulados de Murillo. Y las visitas familiares a museos eran el trago inevitable de unas vacaciones en que nos habría bastado un río con mosquitos para disfrutar. Éramos niñas, no eruditas, y —para qué nos vamos a engañar— solo aspirábamos a que sonara la campana para correr cuanto antes al patio o asomarnos a contemplar desde las verjas a los chicos del instituto sin que nos pillaran las monjas.

Con el tiempo, las imágenes de meninas, Borbones, ascensiones, crucifixiones y fusilamientos se fueron quedando prendidas en la memoria como los muebles de una casa familiar: están ahí y ni te planteas su existencia, no te suscitan la menor curiosidad. Verlas estampadas en los libros equivalía a tener que aprenderse fechas, reinados, un tormento de datos arbitrarios para quienes preferíamos vivir sin retener demasiados números.

Tuvo que pasar mucho, mucho tiempo, innumerables viajes y un gran afán de comparación para empezar a comprender que aquello que parecía un armario más del salón mental en el que nos criamos era un lujo. Desde la ignorancia o la costumbre yo lo había desdeñado. Desde la distancia que da el viaje, desde las decenas de países a los que me han llevado el periodismo y la vida, lo empecé a añorar. A valorar. Sí, España tenía suerte. Nadie más cuenta con Goya, Velázquez, El Greco y tantos creadores que ha producido este país que siempre creemos tan cojo. Acaso los italianos tienen más suerte, crecidos entre los frescos apabullantes de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, la inventiva de Leonardo, Rafael, Tiepolo, Tiziano y un sinfín de esculturas, teatros, templos y foros siempre comprensibles, dueños de un relato palpitante de nuestra historia común. Incluso los griegos, por la potencia simbólica que aún exhiben sus rastros en piedra. Pero ni los holandeses, con permiso de Rembrandt o Rubens o Van Gogh, ni los ingleses, con permiso de Turner, ni los franceses, con permiso de De la Croix o Matisse, nos han hecho excesiva sombra, teniendo en cuenta que buena parte de las joyas que poseen fueron saqueadas en sus guerras y conquistas coloniales o a golpe de talonario. Rusia, donde viví algunos años, también tenía razones para hablarnos de tú a tú. Pero la conclusión, sin entrar en grandes profundidades, era que podíamos sacar pecho. No estábamos mal. Nada mal. En arte, España es una superpotencia mundial. Una enorme superpotencia mundial.

Después vinieron las visitas (voluntarias) al Museo del Prado, las miradas a artistas y a obras que se fueron convirtiendo, como las personas a las que uno quiere, en seres siempre dignos de volver a ver. Cómo contentarse con un solo encuentro con el hombre del que te enamoras. Cómo abordar una amistad sin reunirse de cuando en cuando para renovar las risas, la intimidad, la confianza. También las obras requieren frecuencia, generan dependencia, renovación de votos. En su caso, ellas no cambian, pero tu mirada sí. Se moldea para encontrar otras cosas y generar sensaciones fabulosas como la de quien acude al mar una y otra vez a observar el oleaje por mucho que se repita el vaivén. ¿O acaso se puede mirar una y otra vez El jardín de las delicias de El Bosco sin encontrar nuevos detalles, sin que nos diga algo nuevo en cada ocasión? O las propias Meninas. O Los Fusilamientos. O las Pinturas negras. O los amigos que nos hacen reír.

Y es entonces cuando puede nacer la obsesión.

Visitar la sala de las Pinturas negras de Goya empezó a hacerse costumbre. No solo porque mostraba una mirada magnética y oscura de la realidad, la misma que el autor había pintado de forma tan alegre y colorida en años anteriores, sino porque abría ante mí el inmenso misterio sobre el propio Goya. De alguna manera, el objeto de mi mirada ya no era el Saturno parricida y caníbal que descuartiza con los dientes a su propio hijo, el perro semihundido que nos alerta de nuestra vulnerabilidad ante un peligro inconmensurable, o los borrachuzos de la pradera, sino la mano que había trazado ese universo, la mente que lo había perpetrado de una forma tan excelsa y singular. Porque las Pinturas negras, como las genialidades, solo crecen y crecen al ritmo de tu mirada. Son como una portentosa relación de amistad o amor.

Hay personas que nos hacen mejores. O que nos hacen peores. El mundo de Goya —comprendí— tiene el superpoder de hacernos mejores aun cuando refleje, de nosotros, lo peor.

Y así, por primera vez, entendí que no estaba mirando las obras, sino a su autor. No estaba buscando claves, mensajes, impresiones de belleza, sino generando una curiosidad infinita por el jefe y muñidor de todo aquello. En esa sala aprendí que esas Pinturas negras las creó en su última casa en Madrid, una finca agraria situada a orillas del río Manzanares, y que las pintó directamente sobre sus paredes. Ocurrió entre 1820 y 1823, cuando contaba más de setenta años, antes de partir hacia el exilio en Burdeos. Fernando VII había vuelto al poder y con él volvió el absolutismo, por lo que varios intelectuales se fueron a esa Francia que había iluminado el sueño de la Ilustración. Ni siquiera el trienio liberal que intentó recuperar libertades en esos tres años, mientras Goya pintaba sobre sus paredes, pudo con ese monarca. Por ello, muchos se fueron.

Más tarde aprendería más cosas sobre la Quinta del Sordo, pero en esos primeros encuentros solo alcancé a preguntarme por qué Goya pintó algo tan siniestro, tan oscuro, sobre las paredes de su morada, qué tipo de ser es capaz de desayunar, comer, cenar y amar rodeado de las impresiones de muerte, canibalismo, brujería, lascivia, ahogo y las sensaciones más agobiantes que pueden oprimir a las personas sin escapatoria. Qué tipo de naturalidad se había fabricado el genio sordo en su particular viaje al interior de sí mismo. Me pareció que aquello solo podía venir de una mente deprimida y rota, y solo más tarde aprendí que Goya fue un hombre vital, social, alegre, amigable y que, en aquellos años, ya viudo y viejo, lo acompañaba una mujer, extrañamente para la época, divorciada: Leocadia Zorrilla Weiss, y dos de sus hijos. Pero eso fue después. Que estuviera deprimido es una posibilidad que no podemos comprobar. Que aquella fuera la evolución natural de una carrera hacia los abismos interiores del hombre y el entorno social es una realidad fehaciente.

En esos momentos, solo alcanzaba a preguntarme por qué esas pinturas tan singulares, capaces de transmitir tantos sentimientos complejos, habían quedado abandonadas y deterioradas hasta el punto de que tuvo que pasar medio siglo para su rescate. Ocurrió cuando un coleccionista de arte, el banquero barón Frédéric Émile d’Erlanger, se interesó y adquirió la finca para salvarlas, para exhibirlas, para venderlas. También llegaremos a ello.

El misterio se multiplicó para mí. El misterio sobre esas obras, pero sobre todo sobre la vida de Goya, de la que ignoraba todo.

Entonces empecé a leer. Empecé a pisar los terrenos que él pisó. Busqué la Quinta del Sordo o, más bien, el rastro de un solar de diez hectáreas que albergó la genialidad, pero que fue derruido después de muchos pufos, subastas, embargos, pelotazos y vaivenes. El maltrato de la memoria, un deporte en el que somos campeones, se hizo grande allí.

Y mientras la buscaba, lo que encontré en su lugar fue la metáfora exacta de su vida, de la complicada relación de este país con sus grandezas. Relación esquinada, oblicua, nada abierta. Para ello hay que darse un paseo por Latina y Carabanchel.

El metro Puerta del Ángel, línea 6, nos vale para llegar. También la salida de la M-30 por el Paseo de Extremadura. O el Puente de Segovia sobre el río Manzanares, posiblemente la única referencia que comparte nuestro tiempo con el que vivió Goya. Estamos en el distrito Latina, al sur de Madrid, zona humilde, popular, con carácter, mezcla de todas las inmigraciones que han llegado a la capital desde la España rural y provinciana del franquismo, hace décadas, o desde multitud de países de América Latina, Asia o África, hoy. Podemos vagar un buen rato por estas callejas entre madrileños del Magreb, de Uruguay, de Senegal o de pedigrí nacional y tardar mucho en encontrarlo, porque lo que era una extensa quinta con tierras labriegas, cuadra y casa se cuarteó y vio nacer montones de pisos distintos en calles generalmente irregulares hoy, marcadas por grafitis, kebabs, comercios chinos o mercerías de las de toda la vida.

Versiones hay varias y por eso a mí me costó llegar tras patear y pedalear largamente por el barrio. Pero finalmente di con la única marca de conmemoración: una pequeña placa colocada en 1990 por el Ayuntamiento de Madrid en la fachada de la Calle Saavedra Fajardo, 32, que reza: «En este lugar estuvo la Quinta del Sordo donde vivió Francisco de Goya de 1819 a 1824 y en ella realizó las Pinturas negras».

Quien viaje al Reino Unido, el país que probablemente mejor sabe construir un relato atractivo de sí mismo y su cultura, que presume hasta de una vacuna que viene de fuera como si fuera propia, puede acercarse a las casas de Jane Austen, Shakespeare, las hermanas Brönte, Dickens o hasta el mismísimo Sherlock Holmes —que ni siquiera existió más allá de las novelas de Conan Doyle— para absorber la atmósfera conservada o imaginada de sus rastros. El andén 9 y ¾ espera en King Cross a los soñadores que aspiramos a imitar a Harry Potter y dar el salto definitivo hacia el mundo imaginario como si fuera real. Los viajeros que lo hagan o que busquen y disfruten de las casas de Mozart en Viena, de Rembrandt en Ámsterdam, de Marx en Tréveris (Alemania) o de las webs correspondientes y que luego se acerquen a Saavedra Fajardo, 32, en el distrito de Latina, probablemente sentirán la misma decepción que yo: ¿realmente esto es todo lo que podemos ofrecer? ¿Este es el rastro del genio que le ofrece Madrid, la ciudad que lo vio crecer como pintor, en la que sirvió a cuatro reyes, a buena parte de la aristocracia, a los comerciantes y a un pueblo desastrado por la guerra y la decepción?

Y esto es, sí. Un recuerdo cutre en la fachada de un portal humilde de tres plantas —incluido el bajo— donde los cables y tomas de fibra óptica viajan y se entrecruzan con más visibilidad que la propia placa. Y a mucha honra.

Los vecinos se cruzan en la escalera sin ascensor y sortean los bultos de una obra que se acomete en uno de los pisos. En las fincas próximas —sin duda abarcadas por el trazado de diez hectáreas que componía la Quinta del Sordo—, hay podólogos, ultramarinos o baretos de barrio con la tele puesta.

Hoy ya es difícil ver el río Manzanares desde aquí, porque los bloques se han apiñado enfrente y han crecido en las distintas oleadas de construcción, pero se adivina cuesta abajo el caudal exiguo que nada tiene que ver con el Sena, el Támesis o el Tíber que aportaban y aportan grandeza a París, Londres o Roma. Madrid es otra cosa. Y el Manzanares, más aún.

Si Goya adquirió esta finca en 1819, cuando ya tenía setenta y tres años, en un tiempo en que la edad media en España era varias décadas inferior, fue no solo por ir definiendo la herencia que preparó concienzudamente para su hijo Francisco Javier —el único de los ocho que sobrevivió en una España de enorme mortalidad infantil y otras circunstancias que luego mencionaremos— y su nieto Pío Mariano, sino también, sin duda alguna, por la vinculación que tenía con este lugar.

En esta zona, Goya había situado bocetos para sus tapices durante su primera etapa, como la célebre Pradera de San Isidro (1788), que no llegó a trasladarse a tela al morir Carlos III, el rey que había encargado la serie a la que pertenecía. Desde ahí podía verse el skyline más desnudo de Madrid, en el que el Palacio Real y la Real Basílica de San Francisco el Grande eran edificios relucientes, prácticamente nuevos, y se habían convertido en los hitos más visibles de una capital que estaba pujando por modernizarse. El resto era casi un poblacho, era esa villa en la que los campanarios de las iglesias aún marcaban las distancias entre barrios entrelazados, la basura, arrojada desde las ventanas, se amontonaba en las calles y olía fatal.

Merece la pena buscar ese cuadro y comprobar qué sencillo y a la vez qué emergente era Madrid, qué cautivador era su pueblo en su búsqueda de diversión. Y cómo aquel Madrid de Goya preludiaba la realidad de hoy, con un poblachón que aún respira en montones de esquinas, parques, callejuelas y zonas que mantienen el aspecto de aldea mesetaria en el centro de la capital, mientras afloran rascacielos ambiciosos como las ya imbatibles Cuatro Torres en la antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid, que pronto serán cinco y que han dejado en la cuneta a las KIO, la Picasso o a las de Colón. En Madrid alguien siempre quiere algo más grande.

En ese trabajo de la Pradera de San Isidro, decimos, un pequeño óleo sobre lienzo de 41,9 centímetros por 90,8 que se conserva en el Museo del Prado, Goya fija las bases de la mirada de la sociedad madrileña que construyó entonces y que sigue vigente hoy: la realeza está presente a través de ese Palacio Real, el más grande construido en Europa para albergar a la familia al mando, símbolo de un tiempo expansivo y renovador; pero el pueblo también está presente al tratarse de una romería en la que la gente bebe, come, conquista, se enamora y se luce en la pradera con sus mejores galas. Celebraban la fiesta del patrón, San Isidro Labrador, el 15 de mayo, un momento mágico en un Madrid que deja atrás la dureza del invierno y disfruta de la primavera antes del rigor del caluroso verano. La primavera madrileña es fresca, viva, descreída, esperanzada y eso es lo que supo reflejar Goya también.

España estaba mirando a Francia, y la moda de hombres y mujeres imitaba o incluso importaba los modelos más coloridos, los corsés, corpiños, zapatos de lazo, medias, parasoles y cofias más seductores, que convivían con la tendencia imperante de las majas y los majos de Madrid, cuya vestimenta popular había conquistado a las aristócratas y los aristócratas que se dejaban ver cada tarde por el Paseo del Prado ante los ojos atentos de los paseantes. El trasvase de gustos que hubo entonces entre clases sociales fue una pulsión muy estudiada al reflejar un momento de cambio, de desafío a las rigideces del pasado que Carmen Martín Gaite supo retratar.